Capítulo 2

El duque miró la puerta cerrada, con una expresión que quienes habían servido bajo su mando en el ejército, conocían como de indignación contenida. En seguida se dirigió hacia un sillón, se sentó y estiró las piernas.

Le dolía mucho el hombro donde cargara los toneles y con deliberación, para evitar pensar acerca de su presente posición, calculó que un tonel pesaría como treinta y tres kilos cuando estaba lleno.

Recordó haber escuchado a un miembro del Parlamento decir en fecha reciente que las pérdidas aduanales resultantes del contrabando que se realizaba a lo largo de la costa inglesa era casi de sesenta mil libras esterlinas al año. Trató de calcular cuánta sería la ganancia para los contrabandistas. Pensó que los hombres que había visto sólo de forma vaga entre la bruma y la oscuridad de la cueva y los pasillos, parecían campesinos, no el tipo rudo y despiadado que él imaginaba sería el usual contrabandista, peligroso y agresivo. ¿Pero, quién, en nombre de Dios, había sabido alguna vez de una banda de contrabandistas comandada por una mujer?

El duque miró alrededor de la habitación. ¿Qué tipo de mujer se involucraría en el contrabando y, a la vez, al parecer, tenía acceso a una casa así? La sección de la cocina parecía estar vacía y supuso que el dueño de la casa debía estar ausente, tal vez sin tener ni la más ligera idea de que su propiedad se usaba para tan nefastos propósitos.

El duque se hundió en el sillón. Si estaba en peligro, no podía hacer nada. Cerró los ojos. Estaba medio dormido cuando escuchó que la llave daba vuelta en la cerradura, pero en seguida despertó del todo y se mantuvo alerta, aun cuando no se movió. La puerta se abrió de golpe, en forma casi violenta y entró a la habitación una mujer pequeña, regordeta y de mejillas encarnadas que llevaba una palangana.

—Mire, como les he dicho tantas veces —dijo con voz áspera—, no toleraré más que bribones como ustedes entren en la casa. Lo dije antes y lo diré de nuevo…

Colocó la palangana sobre la mesa, miró al duque por primera vez y las palabras murieron en sus labios. Lo observó y entonces, como él no hablaba, añadió con tono de voz muy diferente:

—Tengo entendido que se hirió la mano… señor.

Con lentitud, el duque se puso de pie.

—Así es y le quedaría muy agradecido si puede vendármela.

Al mirarla decidió que en definitiva debía ser el ama de llaves o la niñera de la casa. Era un tipo que podía reconocer con facilidad. Extendió la mano sobre la palangana. Se había cubierto el dedo lastimado con su pañuelo, que ahora estaba teñido de sangre.

—Es una herida fea, señor —dijo la mujer—, y está sucia. Será mejor que le aplique un poco de brandy. Así es como me han contado que el propio Almirante Nelson aconsejaba a sus marinos que curaran sus heridas para que no se les infectaran.

No esperó su respuesta y salió de la habitación mientras el duque permanecía con la mano sobre la palangana.

Cuando ella volvió minutos más tarde, llevaba una licorera de cristal cortado en una mano y una copa de vino pequeña y fina en la otra.

—Creo que el brandy me haría mejor adentro que afuera —comentó el duque con una sonrisa.

—No voy a permitir que ningún contrabandista beba esto —afirmó cortante la mujer.

Se estremeció y se volvió por sobre su hombro, como si sintiera miedo por lo que había dicho, antes de empezar a lavar la mano. Lo lastimó tanto que, por un momento, el duque se sintió a punto de desvanecerse.

—Manténgase quieto —ordenó derramando un poco de brandy sobre la herida.

Por un instante el dolor fue terrible. El duque apretó los dientes, pero no dijo nada. Un parche de lino blanco y limpio fue colocado sobre la herida y con una larga tira de tela suave le vendó la mano.

—¿Le duele mucho? —preguntó la mujer, que levantó la cabeza por primera vez desde que iniciara la curación.

—Ya está mejor, gracias a usted —contestó el duque.

—No es muy profunda —indicó ella—, pero le punzará uno o dos días. ¡Y ahora, váyase! No debió ni siquiera entrar.

—Me limité a obedecer órdenes —protestó el duque—. Y supongo que no vale la pena que le comente que estoy famélico, después de haber realizado un trabajo tan pesado con el estómago vacío.

—¿Está hambriento? No tengo costumbre de despedir a alguien con hambre. Siéntese y le traeré algo de comer, aunque contra mi voluntad.

El duque tuvo la sensación de que ella se mostraba más severa de lo que en realidad era. Lo miraba con bondad y no olvidaba ese reacio «señor» que pareció escapársele de los labios.

Cuando salió, la mujer cerró la puerta, pero no echó llave.

El duque se dirigió hacia la ventana y contempló un elegante jardín de rosas arreglado alrededor de una estatua. Más atrás, el campo y los bosques parecían enmarcar la casa con su verdor.

Dentro de todo eso, ¿dónde encajaba la muchacha? Como había desaparecido, el duque sintió curiosidad. Trató de recordarla, pero sólo venía a su memoria la imagen de la pañoleta negra atada sobre su cabellera, un rostro pequeño y sucio, la absurda chaqueta y las altas botas de pescador. Sin embargo, debía ser una joven intrépida para afrontar los peligros del viaje entre Inglaterra y el continente bajo la constante y creciente vigilancia de los guardacostas y las autoridades aduanales.

Al entrar en esa habitación pensó que debía pertenecerle a ella, pero ahora lo dudaba. Había un estuche de costura junto al sillón. Un taburete con cubierta bordada que sólo pudieron haberlo elaborado manos muy hábiles. En un jarrón sobre una pequeña mesa pulida, un ramo de rosas mezcladas con nomeolvides. Era un conjunto de belleza y color que sólo una mujer lograría.

La puerta se abrió de nuevo, pero esta vez sin violencia. La mujer mayor entró con una fuente.

—Son huevos con jamón, ya que no tengo más. Si esperaba una buena comida, se llevará una desilusión.

—Agradezco mucho los huevos con jamón —sonrió el duque.

Se sentó a la mesa y casi por instinto, como si no hubiera duda al respecto, la mujer lo atendió.

—¿Y qué va a beber? —preguntó ella con mirada sonriente—. No diré que apruebe que beba brandy, pero ahí está, si lo desea.

—Me gustaría un poco de té —sugirió el duque—. Estoy seguro que hay mucho en esta casa.

—Si es té lo que desea, se lo traeré —contestó la mujer.

El duque tuvo la sensación de encontrarse de nuevo en su infancia.

—Muy bien, Nana, me gustaría mucho un poco de té.

—¿Quién le dijo que me llame Nana? —Preguntó la mujer—. Soy la señora Wheeldon para la gente de la aldea y también para usted. ¡Nana, vaya! No sé adonde va a parar el mundo.

Salió de la habitación con su almidonado delantal crujiendo y el duque hizo hacia atrás la cabeza y se rió. ¡Tenía razón! Era una niñera. Y lo había alimentado porque no toleraba que nadie, a su cuidado, sufriera hambre, aunque se hubiera portado mal.

Cortó un pedazo de la pieza de pan hecho en casa, lo cubrió con mantequilla y disfrutó al morderlo. No había duda que el intenso trabajo manual mejoraba el apetito.

Con una sensación de superioridad, pensó en el desayuno que Pereguine tomaría un poco más tarde: una copa de brandy para ahuyentar los efectos del licor ingerido la noche anterior, después probaría un alón de pollo, una rebanada de carne, pero después de unos bocados haría a un lado el plato, asqueado pensando en tener que comer.

—¡Esa es la diferencia entre una vida activa y saludable y la que lleva la gente de sociedad! —dijo el duque con voz alta, como si hablara con Pereguine.

La puerta se abrió de nuevo y el duque se volvió, supuso que sería la niñera con la jarra de té. Pero no era ella quien entró, cerró la puerta de un golpe y se mantuvo de espaldas a ella. Era una joven, una joven que por un momento el duque pensó que nunca había visto antes. Entonces, con asombro, se dio cuenta de que se trataba de la intrépida contrabandista.

Su rubia cabellera de suaves rizos caía a cada lado de su rostro y sus ojos eran de un azul intenso, rodeados de oscuras pestañas. Su cara tenía forma de corazón. Era mucho más pequeña de lo que parecía con botas. Ahora llevaba un sencillo vestido de algodón, lavado y planchado hasta que el color había desaparecido, pero al duque no le interesaba mucho su apariencia. Tenía la vista fija en la pequeña pistola de duelo que llevaba en la mano. Por un momento se miraron, entonces, con lentitud, el duque se puso de pie.

—¡Quédese donde está! —ordenó la joven.

Era la voz dura de mando que usara la noche anterior al dirigir las operaciones de contrabando.

—¿Quién es usted?

—¿Importa eso? —preguntó el duque.

—Es usted un impostor —lo acusó—. Dijo que Philip lo había enviado.

—¿Y cómo supo que no lo soy?

—Porque un chico acaba de traer un mensaje diciendo que el hombre que debía reunirse con nosotros anoche tuvo que detenerse en el camino porque su caballo perdió una herradura.

—Qué mala suerte —comentó el duque.

—Para usted —indicó ella—. ¿Qué me impide que lo mate? Sabe demasiado y no puedo dejarlo ir.

—No me parece sanguinaria, al menos, no vestida como está ahora. Nunca había conocido a una mujer contrabandista. Ahora que lo pienso, no he cocido muchos contrabandistas.

—Deje de mentir —repuso molesta la joven golpeando el piso con el pie—. Está aquí bajo una identidad falsa. ¿Por qué? ¿Qué gana con eso? A menos que le paguen los guardacostas.

—Puedo darle mi palabra de honor respecto a una cosa. No me paga nadie.

—¿Entonces por qué está aquí?

—¿Digamos que el destino me envió? —contestó el duque—. Y el hecho de tener buen oído, que me salvó de que me dieran un balazo.

—¿Así, que escuchó lo que hablamos?

—Sí. Lo escuché y no podía hacer otra cosa que decir que me enviaba Philip, quienquiera que sea.

La chica suspiró.

—¡Vaya lío! ¿Así que es sólo un viajero? Entonces, ¿por qué ayudó a subir la carga? ¿Por qué tomó parte en lo que debió parecerle deshonesto y reprobadle?

—Tal vez porque siento un peculiar rechazo a tener pedazos de plomo en mi cuerpo. No puede quejarse. Hice mi parte, por desagradable que fuera y reconocerá que me herí a su servicio.

Señaló su dedo vendado al hablar.

La joven bajó la pistola.

—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó—. Ha visto cosas que no debió ver y sabe demasiado. Podría destruirnos a todos.

—Podría aceptar mi palabra de honor de que nunca revelaré a nadie lo que vi aquí.

—¿Cómo voy a confiar en nadie? —preguntó ella indignada—. En especial de su tipo.

—¿De mi tipo? —preguntó el duque con genuino asombro.

—¡Sí, un caballero! ¡Un petimetre de sociedad! Todos son iguales. Si lo dejo ir, empezará a pensar que tal vez fue un tonto al no haber obtenido algo de dinero de mí.

—¿En verdad parezco tan necesitado?

—Los caballeros que tienen medios no cabalgan a mitad de la noche sin un palafrenero. Y ahora que lo pienso, ¿por qué en la noche? ¿Está usted en problemas, señor?

Los ojos del duque brillaron maliciosos.

—Tal vez lo estoy. En ese caso, ¿estaría dispuesta a ayudarme?

—Por supuesto que no —respondió molesta la joven—. Ya tengo bastantes problemas míos. Quisiera saber qué voy a hacer con usted. Temo dejarlo ir y es evidente que no puedo retenerlo aquí.

—Entonces tendrá que seguir su primer impulso, que fue matarme. Pero creo que sería más conveniente que nos acercáramos un poco al mar. Supongo que allí podría arrojar mi cuerpo, ya que será una tarea demasiado pesada para usted sacarme de aquí, ya muerto. Y Nana dijo con toda claridad que no quería más bribones en este lugar.

—Es usted imposible —dijo indignada la joven al poner la pistola sobre la mesa—. ¡Se burla de todo este asunto!

—No me explico por qué lo toma todo tan en serio. Le juro que no represento ningún peligro para usted ni para sus ilícitas actividades. Permítame que le agradezca el desayuno, que exprese mi gratitud a la señora Wheeldon por vendarme la mano y si su palafrenero atendió mi caballo, me pondré en camino. Nunca más volverá a verme.

—Desearía estar segura de eso —murmuró la joven—. ¿Cómo se llama?

El duque titubeó un momento; entonces eligió el nombre que usaba antes de heredar el título y así dijo la verdad.

—Trydon Raven, a sus órdenes.

—Nunca oí hablar de usted —declaró la joven con franqueza—. No es un apellido local, ¿verdad?

—No.

—Y está usted en problemas. Tal vez no desea llamar la atención de las autoridades.

—Para nada.

—Entonces supongo que puedo dejarlo ir.

—Creo que tiene pocas alternativas. Antes de irme, ¿puedo preguntarle su nombre?

Después de una breve pausa, la joven respondió:

—Supongo que no hay ningún riesgo en que lo sepa, me llamo Georgia Baillie, al menos ése es mi apellido de casada.

—¿Es usted casada? —preguntó sorprendido el duque.

Jamás la imaginó con un marido.

—Sí, estoy casada.

—¿Y su marido le permite que traiga contrabando?

—Mi esposo no sabe nada de esto —contestó cortante Georgia—. Está en el mar y no ha regresado desde que nos casamos.

—¿Cree que aprobaría su comportamiento? No puedo imaginar que ningún hombre, de cualquier tipo y mire que siento un gran respeto por los oficiales de la marina de Su Majestad, permitiría que su esposa, en especial alguien tan joven como usted, se relacione con hombres tan peligrosos como los que conocí anoche.

Georgia lanzó una carcajada muy alegre.

—¡Peligrosos! —exclamó—. Ninguno de ellos es peligroso. Son hombres que trabajan en nuestra propiedad y los conozco desde que era una criatura.

—Entonces, ¿por qué? —empezó a decir el duque, pero Georgia, imperiosa, le hizo un gesto para que guardara silencio.

—No haga demasiadas preguntas. Váyase, váyase rápido. No sé por qué hablo así con usted. Oh, ¿por qué tuvo que venir a complicar las cosas? En realidad le he dicho demasiado. Júreme, júreme por lo más sagrado, que jamás repetirá una palabra de lo que ha visto u oído aquí.

Le rogaba ahora, con los ojos azules levantados hacia él.

Él extendió la mano sin vendar y tomó la de ella.

—No tenga miedo. Le juro que todo cuanto vi y oí desde el amanecer de hoy, se ha borrado por completo de mi mente.

—Comprenda —observó Georgia mientras le apretaba los dedos—, que una palabra suya pondría en peligro la vida de esos hombres. Usted no querría cargar con eso en su conciencia, ¿verdad? Son hombres decentes y honestos, excepto cuando la vida es demasiado difícil para ellos.

—Le creo. Pero deje de hacerlo. Es un riesgo de locura, tarde o temprano los capturarán. Lo sabe bien.

Ella zafó sus dedos y se alejó de él.

—Conozco bien los riesgos que corremos, pero no puedo hacer nada, ¡nada! Ahora, váyase. Acepté su palabra de honor y no puedo creer que falte a ella.

Aunque tenía el rostro vuelto, él comprendió que temblaba.

—Escuche, déjeme ayudarla. Dígame por qué lo hace.

Casi antes que terminara de hablar, Georgia se volvió hacia él.

—No le diré nada más, no es asunto suyo, señor y los caballeros, tengan o no problemas, sólo saben hacer daño. Por favor, váyase, cumpla su palabra y olvide lo que vio.

—Muy bien. Debo agradecerle, señora, su hospitalidad.

Tomó su sombrero de la mesa donde lo dejara al entrar, Georgia estaba muy tensa y el duque tuvo la sensación de que con cada nervio de su cuerpo lo urgía a alejarse. De alguna manera, le molestó que alguien deseara deshacerse de él con tanta facilidad.

—¿Puedo despedirme de Nana? O señora Wheeldon, como prefiere que se le llame.

—¡No! Lo acompañaré a la caballeriza. No deben verlo. Le mostraré una ruta para que no pase por la aldea y llegue al camino principal. ¿Se dirige al este o al oeste, señor?

—Al oeste, creo que no estoy muy lejos de Romney Marsh.

—Así es —contestó ella, con frialdad.

El duque abrió la puerta para que ella pasara, cuando escucharon rápidas pisadas y Nana, ruborizada y agitada, llegó a ellos.

—¡Señorita Georgia… señorita Georgia! ¡Ya están aquí! Abrí la puerta para barrer el vestíbulo y vi que el carruaje se acerca! Él de siempre, con esa servidumbre detestable, pero la señora debe venir tras ellos.

—¿Ya están tan cerca…? ¡No hay tiempo…! —empezó a decir Georgia, aturdida.

—Nada de tiempo —la interrumpió Nana, y no deben encontrarlo aquí. Ya sabe cómo es esa servidumbre, hablarán, no puede confiarse en ellos.

—No… ¿qué voy a hacer?

—Escóndalo hasta que oscurezca. Entonces podrá salir sin ser visto.

—Sí, sí, claro —Georgia titubeó y añadió, casi renuente—. Tendrá… que ser… en el pasadizo secreto. No hay ningún otro lugar.

Extendió la mano hacia el duque y añadió.

—Venga rápido, no hay tiempo que perder.

—¿Qué sucede? —preguntó el duque, asombrado—. ¿Quién viene?

No recibió respuesta y pronto se vio conducido por un pasillo. Cruzaron una puerta hacia un amplio vestíbulo cuadrado. Tenía una escalinata de madera, con pasamanos de bella talla que se curvaba a partir de un muro cubierto de madera enfrente de una gran chimenea. Sin soltarle la mano, Georgia deslizó su otra mano sobre una tabla junto a la chimenea.

En silencio, sin el menor ruido, una parte se deslizó y dejó al descubierto una abertura, Ella se volvió hacia él.

—El pasadizo secreto. Nadie lo conoce, excepto Nana y yo.

—Pero no comprendo. ¿Por qué tengo que ocultarme? ¿Por qué no decir que soy un desconocido que se detuvo a preguntar algo?

—Los desconocidos jamás llegan hasta aquí. La servidumbre de mi madrastra sospecharía en seguida. Son gente horrible, recelosa y malévola. Sólo estarán aquí uno o dos días.

—No estoy dispuesto a pasar ni uno y menos dos días en un pasadizo secreto —protestó el duque.

—No, claro que no. Lo sacaré de aquí en cuanto sea seguro. Tal vez a medianoche.

—¡Es absurdo! —empezó a decir el duque, pero lo interrumpió Nana, que miraba por una de las ventanas.

—¡Ya cruzaron el puente! ¡Llegarán en un segundo! ¡Apresúrese, señorita Georgia… por favor, apresúrese!

—¡Por favor, haga lo que le digo! rogó Georgia al duque, quien casi contra su voluntad, se inclinó para pasar por el pasadizo y escuchó que la madera se cerraba tras él.

—Subiré a mi habitación —escuchó decir a Georgia—. Diles que todavía no me he despertado, si preguntan por mí, que no es probable.

—No entiendo por qué llegan tan temprano —comentó Nana preocupada.

El duque escuchó que los pasos se alejaban.

Extendió la mano para sentir dónde estaba. Al principio estaba muy oscuro, pero poco a poco vio que una luz muy leve provenía de un lado y supuso que sería un orificio para ventilación disimulado en la chimenea. Empezó a ver con más claridad y observó una escalera muy angosta frente a él. Había suficiente espacio para que un hombre subiera por ella y lentamente y en silencio, el duque empezó a ascender.

Mientras lo hacía, escuchó la campanilla de la puerta que sonaba imperiosa, como si tirara de ella alguien impaciente. Pensó, sonriente, que Nana se tomaría su tiempo para abrir.

Subió hasta un pequeño rellano en el primer piso y notó que también había una puerta. Otra salida, supuso. No desperdició tiempo en ver si podía abrirse y siguió su ascenso. Llegó hasta otro pequeño rellano y luego a otro más hasta que por fin se detuvo frente a una puerta que se abría directa a la escalera.

La abrió y para su sorpresa se encontró en un pequeño ático de alto techo, amueblado con una cama, una mesa, silla y estantes con bastantes libros. También había una larga y angosta ventana que permitía la entrada de la luz del sol y a través de la cual podía verse el frente de la casa.

Cruzó hacia ella y se percató de la habilidad desplegada para construir el pasadizo secreto. La ventana debía estar por completo disimulada por las tejas del viejo techo, pero dejaba pasar bastante aire y luz y era posible mirar no sólo hacia el campo, sino también directo al patio.

Allí, el duque pudo ver un carruaje repleto de equipaje. Los sirvientes que lo descargaban llevaban uniformes verde oscuro con galones plateados y botones de plata. Le asombró que eran cuando menos una docena. Vio acercarse otro carruaje y adivinó que en él viajarían los sirvientes de mayor importancia. La madrastra de Georgia, quienquiera que fuera, sin duda vivía rodeada de lujos. Se preguntó qué tipo de compañía llegaría con ella.

Pero si tenía toda esa servidumbre en Londres, o de donde viniera, ¿por qué dejaba la casa sólo al cuidado de Georgia y la vieja niñera? Era una pregunta para la que no tenía respuesta. Se separó de la ventana, se sentó en la cama y empezó a reír. Ni en sus más locos sueños había imaginado encontrarse en esa situación o tomar parte en tal aventura. Y todo porque una ambiciosa se había metido en su cama con la esperanza de obligarlo a que se casara con ella.

—¡Al diablo con todas las mujeres! —exclamó el duque.

Al menos, pensó con alivio, Georgia era casada. No surgirían dificultades posteriores con ella. Y en verdad, tenía mucho carácter. Sin embargo, ya vestida de mujer le pareció frágil y en cierto modo, patética.

«¡Qué idea tan ridícula!», se dijo.

Bueno, esta anécdota sería algo que lo haría reír en el futuro, cuando pensara en ella. Mientras tanto, sólo le quedaba esperar que Georgia o Nana recordaran que huevos con jamón no eran un desayuno fuerte para un hombre hambriento. Como no tenía otra cosa qué hacer, al menos recuperaría algo del sueño perdido.

Se quitó la chaqueta, notó que estaba manchada y maltratada en los hombros por el peso de los toneles, así que sin duda Pereguine insistiría en que Weston le hiciera una nueva. Se quitó la corbata y la arrojó sobre la silla. Le habría gustado quitarse las botas, pero sin ayuda de cámara era demasiado esfuerzo, así que se acomodó en la cama y momentos después de poner la cabeza sobre la almohada, se sumió en un profundo sueño.

Lo despertó el suave ruido de la puerta al abrirse. Por un momento se preguntó dónde estaba. Pero al ver a Georgia entrar con una cesta, lo recordó todo.

—Tuve que subir —casi se disculpó ella—. A Nana la cansan mucho las escaleras, además está muy ocupada en la cocina, donde riñe sin cesar con los cocineros por ensuciarle sus suelos recién fregados. Nana detesta a los sirvientes de Londres más que al ejército de Napoleón.

El duque adivinó que Georgia charlaba para ocultar su turbación. Se sentó en la cama y alcanzó su corbata.

—Perdone si estoy desarreglado. Estaba cansado, así que me dormí. ¿Qué hora es?

—Poco más de las dos de la tarde. Debí traerle antes el almuerzo, pero Nana le preparaba una tarta de pichón.

—Qué amabilidad la suya. Le aseguro que tengo apetito suficiente para comerme toda una bandada de pichones.

Georgia colocó la cesta junto a la silla y sacó de ella la tarta, una hogaza de pan fresco, rebanadas de jamón frío y un cestito con fresas.

—Las corté yo misma del jardín —explicó—. Habría sido inútil pedírselo al jardinero. Se ha encerrado en el invernadero. Detesta a mi madrastra.

El duque se anudó la corbata, iba a ponerse la chaqueta, cuando Georgia lo detuvo.

—Coma en mangas de camisa, Charles siempre lo hace.

—¿Charles es su marido?

—No, es mi hermano. Está a las órdenes del Almirante Collingwood.

—Supongo que espera que pronto goce de permiso y venga —comentó el duque en tono ligero y casi sin pensar, pero le sorprendió que el rostro de Georgia se ensombreciera.

—No, no vendrá —como si temiera que el duque hiciera más preguntas, añadió—: tal vez fue una tontería ocultarlo aquí. Pero no se imagina lo difícil que es todo. La servidumbre habría informado a mi madrastra que había aquí un hombre cuando llegaron. Me habría sometido a un interrogatorio y podría haber descubierto que usted tomó parte en la operación. Se habría enfurecido.

—¿Así que su madrastra conoce sus actividades de contrabando? —preguntó el duque mientras cortaba una rebanada de la tarta.

—Sí, lo sabe.

Como el duque ocupaba la única silla, ella se sentó en la orilla de la cama. Parecía cansada y preocupada. El duque sintió lástima por ella.

—Su niñera es una magnífica cocinera —comentó para cambiar de tema.

—Dijo que había prometido la tarta a una familia de la aldea. De lo contrario, les habría parecido extraño que preparara algo especial sólo para nosotras.

Hizo una leve pausa y añadió, casi como para sí:

—Mentiras, mentiras, nada más que mentiras. El mundo parece estar lleno de ellas.

El duque guardó silencio. Después de un momento, como si lamentara su exabrupto, Georgia dijo con cierta timidez:

—También le traje un poco de brandy. Nana estaba segura de que era le que usted preferiría.

—No discuto para nada su conclusión —sonrió el duque.

El brandy estaba en una licorera y se sirvió un poco en la copa que Georgia había sacado de la cesta, lo probó y lo reconoció como uno de los mejores coñacs franceses.

—No sé quién será su proveedor de vinos, pero tiene un gusto excelente.

—No se burle de mí. Sabe tan bien como yo de dónde proviene el brandy. Fue más caro, así que supongo que será de mayor calidad del que traemos habitualmente.

—Debe ser usted muy fuerte. No es que suponga que reme, pero el esfuerzo de cruzar el canal de ida y vuelta en doce horas debe ser extenuante.

—A veces lo es, aunque siempre tengo cuidado de no salir a menos que el mar esté calmado. Nuestros hombres no son marinos y se marean con la más pequeña ola.

—¿No quiere hablarme de eso? —preguntó el duque y se dio cuenta de que había cometido un error al decirlo.

Georgia se puso de pie casi de un salto.

—No, no —dijo con determinación—. Y no sé por qué me quedé a charlar con usted. Supongo que se debe a que no hay aquí nadie más con quien pueda comentar nada. Si menciono el tema a Nana se enfurece, detesta hasta pensar en lo que debe hacerse y cuando me marcho, creo que sufre.

—Estoy convencido de que así es. Cualquiera que le tuviera afecto sentiría lo mismo, por eso es que no puedo comprender que su esposo…

—Ya le dije que mi esposo no sabe nada de esto.

—¿Y cómo lo permite su madrastra, entonces?

—No tengo más que decir. Le diré algo muy claro, señor Raven, cuanto más rápido salga de esta casa, mejor. Tal vez cometí un error al ocultarlo, pero debe irse esta noche en cuanto sea posible. ¿Comprende?

—Obedezco sus órdenes. Y agradezca a Nana de mi parte la tarta y dígale que también disfruté el brandy, sin importarme su origen.

El duque tenía la intención de ser provocativo y lo consiguió. Georgia movió la cabeza y se fue sin decir una palabra más. Escuchó sus pisadas al bajar por la escalera y se rió mientras se servía otra copa de brandy. Tenía carácter esa chica. No le envidiaba a su marido la tarea de intentar controlarla cuando llegaba a casa.

Un ruido en el exterior hizo que el duque se acercara a la ventana. Un cuerno producía un sonido ronco e insistente. Vio un lujoso carruaje tirado por seis caballos que formaban un perfecto grupo. Cuatro jinetes de escolta portaban el mismo uniforme verde de los sirvientes que llegaran primero.

El duque se asomó para ver al propietario de tan espectacular desfile, pero por desgracia no lo logró. Sólo alcanzó a ver las cabezas de los caballos y a los cocheros de sombrero de copa sentados en el pescante.

De pronto vio que por la vereda se acercaban dos carruajes más y un faetón conducido por un caballero de sombrero ladeado y que manejaba las riendas con la habilidad y confianza de un experto, el duque casi sintió envidia. Sin duda alguna se llevaría a cabo una fiesta abajo.

Habría sido inhumano si su curiosidad no se despertara. Deseaba ver quién era esa gente y para su propio asombro, se dio cuenta de que no había preguntado el nombre de la madrastra de Georgia.

«Tal vez la conozco», se dijo». «Me pregunto qué sucedería si me uno al grupo».

Pero sabía que no traicionaría a Georgia. No, debía permanecer oculto como ella se lo pidió y olvidarse de todos esos extraños sucesos.

«¡Demonios!» pensó mientras se sentaba de nuevo en la cama. «Me molestará el resto de mi vida si no descubro la verdad de este drama».