Capítulo 4

La pequeña habitación en lo alto de la escalera era como un santuario. El duque cerró la puerta y se recostó en la cama a pensar.

Se remontó al pasado y se esforzó por recapturar escenas que habían sucedido mucho tiempo antes y que creía haber olvidado. Se vio a sí mismo en una fiesta, quién la ofrecía o dónde era no lo recordaba. Pero charlaba con varios hombres y uno de ellos preguntó:

—¿Supiste lo de Caroline Standish?

—No —contestó él—. ¿Qué hizo?

—Se extralimitó —respondió su informante—. Has estado fuera de la ciudad. Trydon, de otra manera te habrías enterado que las autoridades tuvieron conocimiento de un duelo que tuvo lugar en la casa de ella la semana pasada. Resultó muerto el joven Lancaster y dicen que Caroline recibía apuestas sobre el presunto ganador. Se informó al príncipe al respecto y está furioso.

—¿Y qué sucederá con esa tonta que permite que tales cosas sucedan en su casa? —preguntó una voz femenina.

El duque se sobresaltó cuando Lady Valerie Voxon se unió al grupo. Se veía exquisita, como de costumbre y él apenas escuchó el resto de la conversación, aunque ahora recordaba algunos fragmentos.

—No es un tema digno de una dama como usted —observó uno de los presentes.

—Tengo curiosidad —insistió Lady Valerie—. He visto a la Standish pasear en el parque y me he enterado de cuántos corazones y generosos bolsillos se han puesto a sus pies.

Dirigió una mirada de soslayo con sus ojos verdes hacia el duque al hablar, y como él todavía era muy joven, se ruborizó al darse cuenta de qué Lady Valerie sabía de sus relaciones con Caroline.

Hacía más de un año que había terminado con ella cuando esa conversación tuvo lugar y ahora estaba interesado en Lady Valerie para que le importara lo que le sucedía a su amante anterior. Había tenido que enfrentarse al duro hecho de que Caroline lo había dejado sin un centavo. Como era demasiado inexperto para saber rehusarse a las peticiones de una mujer bella, se endeudó hasta las orejas y tuvo que humillarse y pedir dinero a su tío para evitar que lo enviaran a la cárcel.

Alguien respondió a la pregunta de Lady Valerie.

—Caroline se ha dado cuenta de que la discreción es lo más valioso. Ella siempre tiene una solución, así que ahora se ha ido a la campiña con un admirador que me temo es lo suficiente tonto como para casarse con ella.

—¿Quién es? —surgió la pregunta.

El duque, por atraer la atención de Lady Valerie, no escuchó el nombre, pero sí el final de la frase:

—… lo debes haber visto, un tipo bastante distinguido.

Parecía increíble que alguien que conociera el pasado de Caroline hubiera supuesto que ella sentaría cabeza en Cuatro Vientos. Pero tal vez el padre de Georgia, respetuoso y galante con las mujeres, se sintió fascinado ante la oportunidad de desempeñar el papel de caballero andante. No adivinó que esas suaves, pequeñas y blancas manos que le rogaban su protección eran en realidad garras ambiciosas, dispuestas a tomar lo que pudieran.

En apariencia, Sir Héctor no había vivido mucho tiempo para reconocer la ambición que llevaba a Caroline a extraer sumas exorbitantes de sus admiradores y su deseo de notoriedad, sin reparar en el costo.

—Pobre tonto —murmuró el duque—, que se dejó engañar por Caroline.

Entonces, avergonzado, recordó que también a él lo había engañado cuando la conoció. Había sido su primera protegida, a la que alojó en una casa en Chelsea y le obsequió un carruaje.

Ya libre de Caroline, adivinó que sin duda no era ni el único proveedor ni el único receptor de su afecto, como había supuesto entonces.

«Fue el pago a mi experiencia», pensó el duque con una sonrisa amarga.

Pero no había aprendido mucho, ya que después del rompimiento con Caroline y de regresar de la península, se enamoró de otra fascinante Circe, Lady Valerie Voxon.

No era el único que perseguía a la más aclamada y comentada «incomparable» de todo Londres. No era sólo bella, era sensacional. Y todas las damas de edad sacudían la cabeza ante su comportamiento y comentaban que «su pobre madre debía retorcerse en su tumba».

Valerie tenía los corazones de todos los hombres de sociedad a sus pies, que eran muy bonitos, por cierto. Cuando el duque se le declaró, aunque sabía que no tenía ninguna esperanza, Valerie le dio una palmada en la mejilla.

—Me gustas, Trydon. Y en otras circunstancias, habría llegado a amarte. Pero, querido, no puedo imaginarme como esposa de un soldado pobre.

—Tal vez mi tío nos ayude —indicó el duque, aunque sabía que no había la menor posibilidad de ello.

—¿Qué tipo de ayuda crees que podría darnos? —preguntó ella—. ¡Una casa pequeña en un barrio modesto de Londres o una cabaña en el campo! No, Trydon, yo deseo posición social, casas, carruajes y caballos; poder asistir a fiestas; tener ropa, joyas y todas esas cosas exóticas y maravillosas que proporciona el dinero.

El duque no pudo decir nada más. Valerie colocó su mano en la de él.

—Me voy a casar con el Conde de Davenport.

—¡Darcy! ¡No puedes hacerlo, es un tipo muy decente, Valerie, pero no es para ti!

—Su señoría es un hombre muy rico y no quiero ofenderlo al permanecer aquí a solas contigo.

Lo acarició de nuevo en la mejilla.

—Si sólo las cosas fueran diferentes —añadió con un suspiro.

El duque todavía evocaba la sensación de soledad y frustración que lo invadió al verla alejarse, ¿qué podía hacer? No tenía dinero ni posibilidades de fortuna y no era clarividente para saber que en menos de dos años dos hombres sanos, que se interponían entre él y el ducado, habrían muerto.

Así que regresó a la península mientras afirmaba que «¡las mujeres eran el demonio!» y que cuanto menos tuviera uno que ver con ellas, mejor. No alteró su opinión cuando a su regreso, Valerie, radiante y aún más hermosa como Condesa de Davenport, había dejado muy en claro que podrían reiniciar sus relaciones, aunque esta vez en términos más ardientes.

—Si sólo hubiera sabido que llegarías a ser duque, Trydon —suspiró mientras bailaban juntos en un baile ofrecido por Lady Blessington.

—Darcy es un buen tipo —respondió él, mientras notaba que al fondo del salón, el marido la observaba con la admiración escrita en todo su rostro regordete y honesto.

—Estoy aburrida, aburrida —se quejó Valerie—. Excepto, por supuesto, cuando estoy contigo.

Como un caballo que presintiera el peligro, el duque se resistió ante la clara sugerencia de la mirada de Valerie. De hecho, fue la actitud de Lady Davenport, lo que lo hizo aceptar la sugerencia de su madrina.

—Ven al baile que daré en el campo, para que elijas una esposa adecuada.

Él no deseaba casarse. Las Carolines, Valeries, Janitas y todas las damitas simplonas que iban tras su dinero, eran iguales. Deseaban algo de él, no a él. Codiciaban su posición, su fortuna, tal vez su virilidad. Pero no les interesaba Trydon, la persona con quien él había vivido toda su vida, el hombre que jamás esperó ser duque.

Ahora, acostado en la angosta cama, pensó que un hombre era un tonto si no sabía cuando lo más indicado era la retirada. No deseaba encontrarse de nuevo con Caroline; ella pertenecía al pasado. Y por lo que había escuchado desde su escondite, no había mejorado con el paso del tiempo.

«Debo irme de aquí», pensó.

Sacó su reloj, pronto sería medianoche. Y entonces sería seguro salir hacia la caballeriza, ensillar su caballo y alejarse. No deseaba enredarse más con nadie de esa casa. Sólo quería poder recordar quién era el hombre de gris. Lo vio antes en alguna parte, pero le irritaba no recordar su identidad.

De cualquier manera, no tenía por qué incitar su curiosidad ni importarle la nueva conquista de Caroline. Sentía lástima por Georgia, incluso por cualquiera que se encontrara en la posición de hijastra de Caroline. Lo mejor que ella podía hacer, era que cuando su esposo regresara de altamar, pedirle que resolviera el asunto. ¡Vaya asunto para un marino, aunque, después de todo, era su problema!

De pronto, el duque se sintió abrumado. La habitación era tan pequeña que los muros parecían venírsele encima. Deseaba alejarse, pero en el fondo de su mente sabía que era el pasado lo que le afectaba. Ver a Caroline lo había obligado a recordar su propia debilidad, la forma en que ella lo había estafado, pero aún podía sentir la suavidad de sus brazos al rodearle el cuello y su rostro levantado hacia él.

—Por favor, Trydon, por favor, tengo que comprarme un vestido nuevo. Quiero que estés orgulloso de mí.

—Por favor, Trydon, un brazalete nuevo para mi traje de gasa verde.

Y por fin, el loco capricho del collar de rubíes. Ella lo había lucido una noche para «enseñárselo», sin nada más que la joya en su cuerpo blanco, lo cual tuvo un efecto casi hipnótico en un joven tan inexperto como era Trydon entonces. Lo había enloquecido de deseo, pero no accedió a sus demandas hasta que prometió pagarlo.

El duque se levantó de la cama. Deseaba caminar sin cesar para alejar los fantasmas que lo abrumaban, pero no había espacio, por lo que se vio obligado a sentarse en la silla junto a la mesa, donde estaban los platos sucios de su cena.

Como estaba molesto consigo mismo y en sus recuerdos, se sintió aburrido y con deseos de encontrarse libre y su indignación empezó a crecer. No quería seguir involucrado más tiempo en ese lío tan desagradable. No era lugar para el Duque de Westacre y se preguntó por qué había sido tan tonto en ayudar a un grupo de contrabandistas inexpertos.

Las velas se consumían, pero todavía daban suficiente luz para iluminar la expresión resuelta y un tanto sombría del duque cuando, a la una de la mañana, Georgia subió por la escalera de puntillas.

—Supuse que vendría más temprano —comentó molesto el duque.

—Le ofrezco mis disculpas, pero es que ciertos asuntos requirieron mi atención.

—¿Ya podemos salir? Debo informarle, señora Baillie, que he decidido irme, sin reparar en las consecuencias.

—Sí, ya es bastante seguro. Todos deben estar dormidos y le indiqué a Ned que tuviera su caballo listo, nos espera junto al riachuelo.

El duque suspiró aliviado.

—Entonces, vamonos.

Iba a incorporarse de la silla, cuando Georgia lo detuvo.

—Un minuto, señor Raven. Antes deseo pedirle un favor.

El duque arqueó una ceja.

—¿Un favor? Antes que lo pida, debo decirle que no estoy de humor para hacer favores. Con franqueza, deseo alejarme de esta casa y de todo lo que contiene, a la mayor velocidad posible.

—No lo culpo. Pero escúcheme. No se lo pediría si no estuviera desesperada.

El duque sospechó que había problemas. Miró a Georgia, que estaba de espaldas a la puerta. Su rostro estaba muy pálido y parecía cansada y abatida, como si hubiera sobrepasado sus propias fuerzas. Su cabellera estaba desarreglada y el vestido manchado en la orilla, como sí hubiera caminado sobre el lodo.

—Bueno, ¿de qué se trata? —su voz era áspera porque no se atrevía a reconocer que su aspecto era patético y trataba de no recordar el sonido de la bofetada que le diera Caroline.

—Me falta un remero —las palabras parecieron arrancadas de sus labios.

—Eso no es asunto mío.

Como si su tono de voz la hiciera cambiar de estado de ánimo, de uno suplicante a otro desafiante, respondió:

—Suponga que lo convierto en asunto suyo, señor Raven. Y que a menos que me ayude, no lo dejaré salir de aquí. Que a menos que haga lo que le diga, lo denuncie. No como contrabandista, eso involucraría a otra gente, sino como ladrón, alguien que se ocultó aquí para apoderarse de las joyas de las damas huéspedes.

Mientras Georgia le lanzaba las palabras como dardos, el duque se sorprendió tanto que por un momento sólo la miró. De pronto echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—Adelante, denúncieme. Llame a esos borrachos para que me capturen, si es que pueden ponerse de pie, lo cual dudo, para que me entreguen a las autoridades. Sin duda tendrán trabajo para subir por la escalera y si lo logran, puedo noquearlos, uno a uno, conforme entren aquí. Pero no olvide, querida, que entonces este santuario secreto dejará de serlo. Todos lo conocerán, incluso su madrastra.

Antes que terminara de hablar, se dio cuenta de que había roto las reglas de honor, porque había lanzado un golpe bajo. Georgia ocultó el rostro entre las manos.

—No hablaba en serio —susurró—. Olvídelo. Sólo deseaba suplicarle que me ayudara.

—¿Para otro viaje ilícito por el canal? Lamento mucho no ser caballeroso, pero la respuesta es no.

—Temía que así fuera. Eso significa que tendremos que hacerlo con un hombre de menos, lo cual nos restará velocidad y correremos más peligro; también podíamos invitar a un desconocido de otra aldea, pero sería una locura. Lo único que nos ha mantenido a salvo es que nadie fuera de la propiedad tiene la menor idea de lo que aquí ocurre.

—Esos son problemas suyos. Y si acepta mi consejo, debería irse de esta casa en seguida. Sin duda tendrá familiares o amigos, váyase a hospedar con ellos.

—Usted no comprende. Pero como dijo, no es su problema, lo acompañaré adonde está su caballo.

—Gracias —indicó el duque y tomó su sombrero.

Ella apagó las velas y de puntillas empezó a descender por la escalera. El duque la siguió. Abajo se escuchaban risas y voces que provenían del salón.

Como el duque supusiera, ya el grupo estaba muy bebido, como lo indicaban las risas de las mujeres y los sonidos guturales de los hombres.

El duque pensó que Georgia lo conduciría por el vestíbulo por donde entraran, pero en cambio se dirigió hacia una puerta al lado opuesto.

Escuchó que giraba una llave y que se descorría un cerrojo. De pronto el aire de la noche le dio en el rostro, y al salir se dio cuenta de que estaban en el jardín.

Cruzaron por entre varios arbustos antes de llegar a la vereda de grava que rodeaba la casa. Había luna, pero sin suficiente luz para iluminarlos y cuando el duque tropezó, Georgia le extendió una mano.

—Yo lo guiaré, conozco muy bien el camino.

Se mantuvieron al amparo de los árboles hasta llegar a una puerta pequeña que se abría hacia la parte de atrás de las caballerizas.

—Espero que resuelva sus dificultades —dijo él con tono de conversación, como si se encontraran en una reunión social.

—Nuestra única seguridad reside en la velocidad —contestó Georgia preocupada, sin duda, por la falta de un remero.

—¿Qué le sucedió al remero?

—Se fue al mercado. Está como a veinte kilómetros de aquí y su esposa dice que planeaba pasar allí la noche. No puedo enviar por él, sería una tontería. Son tipos que no saben mentir y tendría que explicar a sus amigos la razón de su prisa en regresar. Son campesinos, hombres que toda su vida la han dedicado a trabajar la tierra y no están acostumbrados a enfrentar el peligro.

—Para eso se les paga —señaló el duque, con tono desagradable.

—Una miseria. No participan de las ganancias, como otros grupos.

—¿Entonces, por qué lo hacen?

—Porque de lo contrario, morirían de hambre. ¿No comprende lo difícil que es conseguir trabajo en esta parte del mundo? Además, aquí han pasado toda su vida, como sus padres. Son nuestra gente, nuestra responsabilidad, o más bien, mía, mientras Charles está en servicio.

—Debe tener medios para sostener una mansión como Cuatro Vientos.

—Mi padre dejó todo lo que poseía a mi madrastra. A ella no le interesa la casa ni la propiedad. Viene sólo cuando sus amigos desean pasar una o dos noches en el campo.

El duque lo entendía. Sería un lugar muy conveniente para Caroline si deseaba organizar fiestas para divertir a viejos como Ravenscroft o para conquistar a un nuevo admirador, lejos del torbellino social de Londres. Sintió una súbita sensación de lástima por la pobre hijastra que se había visto atrapada en las redes de una astuta y malvada araña.

Se detuvo y en ese momento la luna salió de entre una nube y pudo ver con claridad el rostro de Georgia.

—Sabe que no puede continuar con esto. Tarde o temprano los capturarán. Entonces, los hombres que tanto le importan, morirán colgados o serán deportados. Y Dios sabe qué le sucederá a usted.

—Sí, nos atraparán, es probable que eso suceda mañana por la noche. Es tan peligroso llevar un hombre de menos, es como enviar un mensaje a los guardacostas.

Después de un momento de silencio, con voz temblorosa, añadió:

—Se lo suplico, señor Raven, ayúdenos.

—No puedo. Tampoco puedo explicarle por qué.

—Si usted también está en problemas, debía ser solidario conmigo. ¡Yo tengo un problema desesperado! No se lo pediría si fuera asunto de dinero. Pero… la vida de… alguien… depende… de ello.

—Creo que debería confiar en mí.

—No puedo. El secreto no es mío. No puedo decirlo a nadie. Sólo puedo explicarle que si no hago lo que me ordenaron, las consecuencias serán tan terribles que preferiría morirme ahora y aquí mismo, que ver los resultados.

El duque le puso una mano sobre un hombro.

—Tontuela, no puede llevar esta carga sobre sus hombros. ¿Bajo qué amenaza la controla su madrastra? Lo que sea, no debe obedecerla. ¡Es una mujer malvada! La conozco, Georgia, al verla esta noche la reconocí.

Sintió que Georgia se estremecía.

—Sí, es malvada. Pero no puedo librarme de ella, debo hacer lo que me dice.

—No debe hacerlo —casi gritó el duque—. Debe desafiarla, decirle que no teme lo que pueda hacer.

—Pero le temo. ¡Usted no comprende! Me obligará a cumplir sus deseos.

—¿Incluso introducir al país a un instrumento de Bonaparte?

—¿Así que lo escuchó? —preguntó Georgia sobresaltada.

—No pude evitarlo. ¿No se da cuenta de que todo cuanto se dice en el dormitorio de su madrastra se escucha en la escalera?

—¡Lo había olvidado! Recordaba que puede verse el salón, pero el dormitorio tenía tanto tiempo desocupado. Era el de mi madre y mi madrastra insistió en ocuparlo en esta ocasión porque el resto estaba ocupado.

—Escuché todo lo que le decía a usted —el duque advirtió que Georgia se había avergonzado cuando volvió el rostro—. También oí cuando la abofeteó —agregó con tono más gentil—. ¿Cómo tolera esa humillación?

—No puedo hacer nada.

—Es una locura cruzar de nuevo el canal mañana. Y lo que es más serio y reprobable es traer a ese espía francés al país. Estamos en guerra, Georgia. Hombres como su hermano luchan contra el poder y el terror napoleónico. ¿No comprende que los espías y traidores minan nuestras fuerzas y que nuestros soldados y marinos pierden la vida a causa de ellos?

Georgia lanzó una exclamación ahogada y se cubrió los oídos con las manos.

—No lo diga —suplicó—. Toda la noche permanecí despierta mientras me preguntaba cómo evitar cumplir esa orden. Pero no hay manera, tengo que hacerlo.

Se hizo un silencio súbito, después, con voz de profundo desaliento, añadió:

—Tengo miedo, sí, reconozco que soy cobarde, pero tengo un presentimiento respecto a la noche de mañana, no sé por qué…

El duque permaneció indeciso. Su sentido común le indicaba que se dirigiera hacia donde su caballo lo esperaba; sin embargo, todo lo que en él había de caballerosidad lo mantenía inmóvil, con deseos de protegerla. Pareció que reinaría el silencio entre ellos, hasta que Georgia dijo:

—Debe irse. Ned se preguntará por qué tarda tanto.

Caminaron en silencio. Ya casi llegaban al riachuelo y podía ver su caballo, cuando el duque se detuvo y se volvió hacia Georgia.

—Debe haber una solución —dijo, molesto.

—Eso fue lo que pensé —contestó ella, pero ahora con voz firme e impersonal.

—¿Y si yo hablara con su madrastra?

—¿Qué lograría? Aunque lo conozca, no le permitirá interferir en sus planes. Además, sospecho que no son órdenes de ella las que obedecemos.

—¿Entonces, órdenes de quién? —preguntó el duque, pero sintió que sabía la respuesta: las del hombre de gris, quien parecía dominar al resto del grupo de licenciosos y bebedores.

—No sé su nombre, pero por lo que ha dicho mi madrastra, supongo que es un francés.

—¡Un francés! —la exclamación del duque fue como un disparo—. ¿Se da cuenta de lo que eso significa, Georgia? ¡La obligan a traer espías!

—Lo sé, y no puedo evitarlo. Ya le dije que recibo órdenes y las cumplo.

—¿Pero por qué? Es usted una mujer y esto no es tarea para mujeres.

—Es parte de lo que no puedo decirle. Ya es suficiente que nos hayamos librado hasta ahora de ser capturados y que alguien esté a salvo.

—Alguien que usted ama. Entonces debe tratarse de su hermano o de su esposo.

—No me haga preguntas. ¡No tiene derecho! ¡Váyase!

Georgia iba a retirarse, pero el duque la asió del brazo.

—Llegaré hasta el fondo de este asunto. Su madrastra la domina por una amenaza que tiene que ver con su hermano.

—¡Déjeme ir! —exclamó Georgia enfurecida—. No sé nada de usted y no le tengo confianza. Incluso, llegó aquí fingiendo ser otra persona.

—De no haberlo hecho, ahora sería hombre muerto. No desconfíe de mí sólo porque traté de salvar mi vida —rogó el duque—. Escúcheme, Georgia, déjeme que la ayude.

—Puede ayudarme si rema con nosotros mañana por la noche.

—¿Si lo hago me dirá su secreto? ¿Confiará en que la ayude?

—Si viene con nosotros mañana, confiaré en usted. Aunque será mejor que se vaya, como era su intención. Allí está su caballo, puede irse y olvidarnos. Oh, sé que le rogué que se quedara, pero tengo la sensación de que hice mal. No es su problema, es mío y yo debo resolverlo lo mejor que pueda.

—Usted es una mujer y las mujeres no están hechas para estas cosas.

—Desearía poder creerle. Más debo olvidar que soy mujer y también hacer que los hombres lo olviden. Reciben órdenes de mí sólo porque soy hija de mi padre, es como si lo ordenara él, no una frágil criatura ataviada con ropa femenina.

—Es usted una joven muy extraña.

Ella levantó el rostro hacia él y a la luz de la luna él se dio cuenta de que sus ojos le escrutaban el rostro como para darse fuerzas a sí misma.

—¿Hablaba en serio al decir que nos acompañaría mañana?

El duque eliminó los últimos vestigios de su sentido común.

—Iré y que Dios me ayude. Porque creo que mi cerebro dejó de funcionar.

—Habla como si estuviera desesperado y, sin embargo, yo me siento aliviada, tranquila, y ha desaparecido mi presentimiento de peligro. De alguna manera, creo que porque usted nos acompañará, haremos lo que tenemos que hacer y regresaremos a salvo.

—¿Después de haber dejado a un espía francés en la costa inglesa?

—Después de traer una carga —lo corrigió ella—. No es mi responsabilidad, yo sólo obedezco órdenes.

—Es responsabilidad de todos nosotros. Y ahora que regresemos a la casa, deseo que haga algo por mí.

—¿Qué?

—Que descubra el nombre de un hombre vestido de gris. Es alto, moreno y de apariencia siniestra.

—Jamás me mezclo con los invitados de mi madrastra —indicó Georgia disgustada—. Los detesto, ¿lo entiende? Detesto a la alta sociedad y todo lo que significa. En el pasado conocí a esos hombres; ahora, cuando llegan a casa, me oculto.

—Lo entiendo —asintió el duque con tono gentil.

Como si no lo hubiera escuchado, Georgia prosiguió:

—Me escondo hasta que se van. Ese hombre, Lord Ravenscroft, de labios gruesos y manos suaves… y los otros… cuando vinieron por primera vez… —se estremeció y continuó con voz tan baja que él apenas podía escucharla—. ¡Los detesto! ¡Preferiría morirme antes que volverlos a ver!

—Olvídelo. Y no permita que lo sucedido la envenene.

—¿Envenenarme?

—Sí, le envenenará la mente, el corazón y el alma. Sin importar por lo que haya tenido que pasar, que puedo adivinarlo, olvídelo. No pueden tocarla ahora, que está casada. Su esposo debía estar aquí para protegerla.

—Sí, lo sé, pero estamos en guerra y está de servicio. No puede estar aquí y yo… yo debo protegerme a mí misma.

—Tiene su escondite secreto —observó el duque con una sonrisa.

—Sí, lo tengo —asintió ella.

—No la presionaré, pero tengo la sensación de que es importante que sepamos el nombre de ese individuo. Pídale a Nana que intente averiguarlo por medio de uno de los sirvientes.

—Se lo pediré, pero debemos tener cuidado. Lord Ravenscroft ignora que estoy en la casa, si se entera, querrá verme.

El duque comprendió que alguna terrible experiencia ocultaba el horror que reflejaba su voz y para consolarla, extendió la mano y tomó la de ella.

—Regresemos a la casa. Tenemos que hacer planes para mañana y Ned necesita dormir —luego preguntó—: ¿En verdad vendrá con nosotros?

Su voz manifestaba incredulidad.

—Remaré con ustedes —afirmó el duque y sé preguntó si habría algún loco en su familia. ¡Jamás en su vida había emprendido una aventura tan descabellada!