Capítulo 2
Trey se quedó petrificado, incapaz de hablar o de moverse.
No encontraba el modo de apartar la vista de Callie, así es que se limitó a quedarse allí de pie, mirándola, observando cómo se agachaba a toda prisa para cubrirse con los pantalones.
Pero aquella imagen tan seductora ya había hecho mella en su cerebro. Su piel suave y lisa, sus piernas bien contorneadas y sus senos grandes y turgentes eran ya algo presente y conocido.
Era increíble cuantos detalles había sido capaz de captar en tan poco tiempo.
Llevaba ropa interior sencilla y funcional, nada que ver con esos lujuriosos encajes que, supuestamente, excitan a los hombres.
Trey sólo necesitaba a Callie para sentirse caliente y excitado.
Instintivamente se acercó a ella.
—Trey, por si no te has dado cuenta, estás en el baño de mujeres —le informó Callie.
Trey oyó, de pronto, un grito histérico al fondo. Se dio la vuelta y vio a la rubia con la que se había tropezado al entrar.
Parpadeó nerviosamente.
—¿Qué?
—Me siento como si me hubieran atrapado en un capítulo de una mala comedia. Nunca pensé que podrías tener un aspecto estúpido, pero, de algún modo has conseguido justo lo que la escena necesita.
—No sé a qué demonios te refieres. No veo la televisión y no entiendo por qué la gente puede querer ver una mala comedia.
—Quizás para poder tener situaciones tan absurdas como ésta en la vida real —dijo Callie—. Jennifer, deja de gritar. Es Trey Weldon, no el conde Drácula.
—¿Es que se trata de una disputa romántica? —preguntó la rubia con la voz ya ronca—. ¿Ha entrado para solucionar algo contigo?
—¡Maldita sea! —dijo Trey—. ¿Es ésa la historia que va a contar por el hospital?
—Bueno, siempre hay una solución posible para este tipo de «situaciones de comedia». ¿Me dejas intentarlo?
Trey la miró perplejo.
—¿Intentar qué?
—Doctor Weldon, se ha equivocado de puerta. El servicio de caballeros está al otro lado.
—¡Sí, claro, como que yo me voy a creer eso! —dijo Jennifer.
Trey parecía de acuerdo con ella.
—Como excusa, es bastante pobre, Sheely.
—En eso consiste. La excusa es tan estúpida que puede funcionar —dijo ella—. La otra solución sería que empezaran los anuncios, pero no tenemos esa opción.
—¿Qué iba a hacerle a Callie, doctor Weldon? ¿Qué le habría hecho si yo no hubiera estado aquí? —preguntó Jennifer.
Trey se dio cuenta de que aquella pregunta despertaba demasiadas cosas en él, pensamientos que lo perturbaban. ¿Qué habría hecho de no haber estado Jennifer allí?
El deseo se despertó de nuevo en él. ¿Qué le estaba sucediendo? Estaba en el servicio de mujeres, al que había entrado persiguiendo a Callie Sheely, sin considerar que estaba sobrepasando todos los límites establecidos.
Muchas veces antes había sentido rabia o frustración, sentimientos que eran parte de su vida. Siempre el más joven de la clase, siempre por delante de todos, le había provocado ciertos complejos. Pero sus sentimientos nunca habían tomado forma física, sexual. De pronto, algo lo impulsaba a actuar como un hombre excitado.
Aquel tipo de comportamiento era totalmente ajeno a su forma habitual de actuar. Siempre había sido un intelectual, frío, planificador, cuidadoso estratega, cerebral y controlado; la quintaesencia del neurocirujano prototípico.
—Ha entrado aquí por error, Jennifer —insistió Callie—. El doctor Weldon es un excelente cirujano, pero tiene un terrible sentido de orientación. Siempre se pierde, se va a la derecha cuando le dicen la izquierda, ¿verdad, Trey?
Trey estuvo a punto de negarlo pues, muy al contrario de lo que acababa de comentar ella, tenía un extraordinario sentido de la orientación.
Miró a Callie, quien le estaba haciendo una mueca expresiva y decidió seguirle la corriente.
—Sí, claro que sí —respondió.
Se recordó a sí mismo que Callie estaba inventando un excusa para salvarlo de la melodramática imaginación de Jennifer.
Una vez más, pensó en la pregunta de la enfermera, sobre lo que le habría hecho a Callie de no haber estado ella allí.
Sheely, su eficiente ayudante, en ropa interior, había sido capaz de inflamar sus deseos mucho más que ninguna otra mujer hasta entonces.
Tragó saliva.
—Lo siento. Estoy realmente despistado hoy —se dio media vuelta y salió.
Las dos mujeres se quedaron en el servicio, una frente a la otra.
—Así que se ha equivocado, ¿no? Insistes en que ése ha sido el motivo, ¿verdad? —preguntó Jennifer.
—Sí —dijo Callie, y se encogió de hombros, tratando de ocultar su preocupación.
Pero por dentro, estaba hirviendo. No podía dejar de pensar en aquella intensa y penetrante mirada. Todavía podía sentirla, como si realmente la hubiera tocado. Si Jennifer no hubiera estado allí…
—Me he fijado en que él llevaba la camisa por fuera. No sería que estabais en mitad de algo… físico, que tú has salido corriendo y él…
—Hemos estado en mitad de una complicada operación de neurocirugía durante seis horas, Jennifer. Si quieres, puedes comprobarlo. Yo no me fijo en cómo lleva la camisa.
Jennifer no pareció muy convencida.
—Si tú lo dices.
Callie se puso el enorme jersey con los aún más grandes pantalones con que se había vestido aquel día. Por la mañana, temprano, no se planteaba qué aspecto tendría, cuando nada más llegar al hospital se pondría el uniforme.
Pero, claro, podía ser que Trey estuviera fuera esperándola. Se miró al espejo. Encima estaba despeinada.
Sin embargo, no pensaba hacer nada al respecto, porque sabía que Trey Weldon no podía estar allí. Frío y disciplinado como era, jamás haría algo impensable dos veces en el mismo día.
Pero ¿y si lo hacía? A Callie le dio un vuelco el corazón.
En el espejo, sus ojos se reflejaban febriles, sus mejillas ruborizadas y sus labios pálidos, ya sin resto alguno de carmín.
Llevaba dos barras de labios en el bolso, pero no iba a caer en la tentación de pintarse, sólo ante la remota posibilidad de que Trey estuviera fuera.
Agarró el bolso y salió.
—Adiós, Jennifer —dijo con lo que esperaba había sido un tono neutro y desenfadado.
—Por cierto —dijo la enfermera—. He decidido no decirle nada a Trey Weldon sobre lo de la fiesta. No soy de las que trata de pisarle el hombre a otra mujer.
Jennifer pensaba que Trey Weldon era su novio.
—Como si lo fuera —murmuró Callie entre dientes.
Traté de ignorar la vocecita herida que le decía «ojalá lo fuera».
—Sheely.
El sonido de su nombre la obligo a detenerse. Se volvió y vio a Trey apoyado en la pared, a pocos metros de la entrada del servicio. Todavía estaba a medio vestir.
Callie continúo andando.
Trey la siguió.
—Supongo que tu amiga ya ésta inventándose una historia sobre nosotros que contar a todo el mundo.
—¿Tú crees? —Callie sonrió.
Dentro de ella se estaba librando una auténtica batalla. Por un lado se sentía eufórica porque la había esperado, pero, por otro, su sentido común le decía que aquello era peligroso y absurdo.
Durante unos segundos la euforia venció, hasta que él se apartó lo suficiente como para hacer cualquier contacto físico completamente impensable.
—Siento haberte puesto en esta situación, Callie —le dijo, llamándola por primera vez por su nombre de pila.
Se preguntó si él se había dado cuenta de eso.
Callie lo miró. Durante todo un año la había llamado Sheely, aunque la tuteaba.
Muchos miembros del hospital también se dirigían a ella por el apellido. Tenía la sensación de que había gente a la que inevitablemente siempre se la llamaba por el apellido, mientras que otros sólo parecían tener nombre de pila.
Le sonaba realmente extraño que la llamara Callie.
—Sé que he provocado una situación embarazosa —dijo él—. No te culpo de estar enfadada.
Callie se dio cuenta de que él había mal interpretado su silencio.
—No estoy enfadada —dijo ella—. En realidad, si lo piensas, la situación es francamente divertida.
—Sí, en realidad sí —dijo él—. El grito de esa mujer era realmente cómico. Todavía me pitan los oídos.
—¿Esa mujer?
—Bueno, no recuerdo su nombre. ¿Debería?
—Si tenemos en cuenta que estaba a punto de pedirte que fueras con ella al baile benéfico, sí.
—¿Me iba a pedir que? —Trey estaba anonadado—. Por favor, Sheely, no me tortures más.
—¿No te gusta bailar? —le preguntó—. ¿O es que no sabes?
—Sí, claro que sé bailar —dijo él—. La señora Marta tardó cuatro años en enseñarme bailes de etiqueta, pero al fin lo consiguió.
—¿Bailes de etiqueta? ¡Impresionante! —dijo Callie—. Yo no he llegado a tal grado de sofisticación.
—Pues no sólo se trataba de bailar, sino de modales más propios del siglo pasado que de éste. Realmente, como adulto, nunca volvería a pasar por una tortura así.
—¿Tortura? Pero se supone que uno baila para divertirse.
—¿Sí? —la retó el—. ¿A ti te gusta bailar?
—Depende de con quién —respondió Callie y se escandalizó de inmediato de su respuesta. Acababa de parecerse a la cabeza loca de su hermana, Bonnie, una seductora convulsiva desde la tierna edad de diez años.
Desde su más tierna infancia, Callie se había esforzado en ser exactamente lo opuesto a ella.
Se dio cuenta de que Trey la estaba observando de un modo que la intranquilizaba.
—¿Y con quién te gusta bailar? ¿Con Scott Fritche, por ejemplo?
—Hemos trabajado juntos varias veces en la sala de operaciones, pero nunca he bailado con él.
—¿Pero te gustaría?
—Por favor, mi gusto es mucho mejor. Scott Fritche sólo sale con adolescentes aspirantes a enfermeras. Para él cualquier mujer de más de veintiún años es demasiado vieja. Es un eterno adolescente.
—Eso confirma más y más que no es una persona apta para la neurocirugía —dijo Trey, pensando una vez más en su trabajo.
Aquel cambio de conversación alivio notablemente a Callie, que había estado a punto de perder los papeles. Por suerte, él no se había dado cuenta.
Se dirigieron hacia los ascensores.
Trey miró el reloj.
—Dentro de una hora tenemos que hacer un actrocitoma con láser.
Callie asintió.
—Sí, el paciente es Doug Radocay. Creo que ya te dije que su abuela vive en mi antiguo barrio, cerca de mis padres.
—Sí, ya me lo has contando, eso entre un millón de cosas a las que no presto atención —llamó al ascensor—. Me voy a la cafetería a comer algo. ¿Tú también vas?
—Supongo que sí —dijo ella y se miró de arriba abajo—. Pensaba haberme traído la comida y haber comido en la sala de personal, pero se me ha olvidado. No tenía intenciones de exhibirme en público con este aspecto.
—Estás bien —dijo Trey.
Callie lo miró sorprendida.
—¿Ha sido un cumplido? —Lo había parecido—. Dejémoslo así. Yo sé que estoy horrible.
El ascensor llegó en ese momento.
—Bien, pongámoslo de otro modo: no estás peor así que con ese gigantesco uniforme que sueles ponerte —sonrió él—. ¿Mejor?
Callie lo observó. No solía sonreír. De hecho, Quiana lo había acusado una vez de racionar sus sonrisas y él había admitido no ser de los que sonríen con facilidad.
—Los uniformes son talla única y, la verdad es que, a menudo, me pregunto qué «única talla» es ésa.
—¿Talla de gorilas?
—Sí, si estuviéramos en el planeta de los simios, les quedaría bien a todos —dijo ella y vio que Trey volvía a sonreír.
—Realmente, creo que deberíamos comer algo. El nivel de azúcar de nuestra sangre está muy bajo y estamos empezando a decir sandeces.
—No te preocupes, Trey, no corres peligro alguno de que te tachen de necio.
Sus ojos se encontraron por una fracción de segundo. Callie trató de reprimir la sensación que amenazaba con recorrerla de arriba abajo. Trey, sin embargo, parecía calmado, en su sitio, tan inmaculado y controlando la situación como siempre. Nada degradaba su halo de dignidad.
Callie se pasó la mano por la coleta y se masajeó las bolsas de los ojos. Ni con años de práctica lograría jamás aparentar la elegancia innata que tenía Trey.
Por fin llegaron a la cafetería, donde una larga cola de gente esperaba a ser atendida.
—¿Pedimos un sándwich?
—Sí, definitivamente un sándwich. No estoy dispuesta a esperar esta inmensa cola para un filete con patatas. Mi paciencia para esas cosas se acabó cuando terminé la escuela de enfermeras, y de eso hace mucho.
—No puede hacer tanto, pareces una criatura.
—Pues no lo soy. Tengo veintiséis años. Los cumplí el mes pasado —dijo. Tiempo atrás, le habían parecido muchos años, pero cuando los había cumplido, no le parecían tantos.
El día de su cumpleaños, su hermana Bonnie le había dicho que ya había superado la edad límite de la juventud. Bonnie, que era cuatro años más joven todavía pensaba que los veintiséis eran muchos años.
—¿El mes pasado? Pues felicidades —dijo él, lo que ella no tomó muy en cuenta. Sabía que a Trey le interesaban muy poco esas cosas—. A pesar de todo, insisto en que eres muy joven. Por lo menos, a mí me lo parece. Quizás sea porque yo voy a cumplir treinta y tres el próximo octubre.
—Muy joven para ser una verdadera personalidad en el campo de la neurocirugía. Claro que hiciste la carrera en menos de tres años…
—Te has estado leyendo lo que la prensa ha publicado de mí. ¿Buscabas mis puntos débiles, Sheely?
Callie se ruborizó. Si él llegara a saber cuánto sabía de su vida, probablemente la acusaría de ser una fan obsesiva.
—Sólo quería recordarte que siguen considerándote un niño prodigio.
—Niño prodigio… —dijo él—. Una vez que cumples los treinta ese apelativo no es aplicable.
—Bueno, muchos hombres no dejan de ser niños nunca. Lo que prueba que uno no tiene por qué ser joven para ser necio.
—Y viceversa —dijo Trey pensativo—. Algunos niños son realmente sagaces y maduros. Yo era así, y algo me dice que tú también.
—Bueno, nunca me he visto así —dijo ella con humor. En cualquier caso, si alguna vez lo había sido, estaba claro que se había convertido en una mujer bastante inmadura. ¿Cómo se le ocurría sentir atracción por Trey Weldon?
—No te menosprecies, Sheely. No creo en la falsa modestia. Siempre fuiste la mejor en todas las clases que has estado. Eso no es algo que se consiga sin valía.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Lo miré en tu currículum, antes de ofrecerte un puesto como enfermera en mi equipo.
—Pero me dijiste que habías estado observando mi trabajo en la sala de operaciones.
—Eso no quita que revisara tus credenciales. Quería asegurarme de que eras lo mejor de lo mejor, de que tu carácter, tu conocimiento y tu habilidad eran adecuados. Todo en uno.
—Eso soy yo: el paquete completo.
Agarró una bandeja y se colocó a la cola de los sándwiches, más corta que la de platos combinados, pero inevitablemente tenían que esperar.
Por la descripción que Trey Weldon acababa de hacer de ella, bien podría haberse estado refiriendo a la madre Benedicta, la directora de su colegio de monjas.
Acababa de dejar clarísimo lo que opinaba de ella. No evocaba en aquel hombre ningún tipo de sentimiento romántico, ésa era la única verdad a la que debía de hacer frente inevitablemente.
De pronto, se dio cuenta de que Jennifer la estaba mirando y recordó lo que le había dicho momentos antes en los servicios. «No soy de las que le pisan el hombre a otra mujer».
Callie se imaginó cómo habría empezado a extenderse ya el cotilleo, y trató de visualizar como iba a negar el rumor. ¿Debería ofrecer algún tipo de explicación?
—Sí, así es —dijo Trey.
Callie se quedó algo confusa, pues sus pensamientos se habían alejado del tema de conversación.
Además, Trey se había acercado a ella y los sentidos habían tomado las riendas. Notaba exageradamente el leve roce de su torso contra la espalda, o el inmenso tamaño de su cuerpo que parecía envolverla.
Al respirar, el aroma de su piel masculina, mezclado con la colonia y el antiséptico acrecentó su deseo. La tentación de apoyarse sobre él y sentir su cuerpo era tan fuerte que Callie temió no poder vencerla. Sentía la necesidad de dejar a un lado toda precaución, de dejarse llevar y mostrar lo que realmente sentía, de demostrar que había en ella otras cosas que no eran conocimiento, ni habilidad en la sala de operaciones.
Había deseo, y él era el objeto de ese deseo. ¿Que ocurriría si se arriesgaba y se lo decía?
—Doctor Weldon —una voz masculina interrumpió sus pensamientos.
Callie se sobresalto. Se volvió y vio a Scott Fritche. De pronto, se ruborizó, al darse cuenta de lo que había estado pensando. Dio gracias por no haber perdido la cabeza, por no haberse recostado sobre Trey. ¡Sólo pensarlo le horrorizaba!
—Fritche —dijo Trey y frunció el ceño—. Pensaba hablar con usted hoy. Supongo que éste es un buen momento.
Los dos se marcharon de la cola y Callie decidió optar por un sándwich frío, ya empaquetado, para el que no tenía que esperar.
Después de un escueto sándwich de queso con tomate, se fue hacia el quirófano para prepararse para la operación de Doug Radocay.
Como siempre, el auditorio estaba repleto y Trey comenzó contando con detalle el caso que estaba tratando.
—Doug Radocay, de veintiocho años, estaba corriendo un día, cuando sufrió su primer desmayo. El médico diagnosticó deshidratación y aseguró que no había ningún problema neurológico. ¿Alguna pregunta?
Hubo un momentáneo silencio, hasta que, al fin, alguien se atrevió a preguntar.
—¿Cómo es que esta aquí, entonces?
Trey miró a Callie.
—Buena pregunta. Creo que la persona más adecuada para responderla es Callie Sheely.
—¿Yo?
Era la primera vez que hacía algo así. La sala de operaciones era su dominio.
—Callie quiero que expliques qué parte tuviste en todo esto.
¿Callie otra vez? Quiana la estaba mirando, con una sonrisa acusadora.
Callie se aclaró la garganta.
—Bien. Conozco a Doug desde siempre. Es el nieto de una vecina, la señora Radocay, quien le contó a mi madre lo sucedido y le dijo que estaba preocupada, que consideraba que podía haber algo más de lo que habían visto.
Callie no narró la parte referente a los supuestos poderes paranormales de la señora Radocay, cuyos presentimientos eran tomados muy en serio por todo el vecindario. Había sido ella la que había presentido que algo no iba bien con su nieto.
Tampoco le había comentado aquella parte a Trey, hasta que no habían descubierto el tumor que permanecía oculto. No obstante, Trey no había dado crédito alguno a su historia y lo había ridiculizado, a pesar de lo cual, Callie seguía creyendo en aquellas curiosas sensaciones.
—Mi madre me pidió que hablara con el doctor Weldon para que viera al paciente y él aceptó.
No dio detalles sobre el esfuerzo que había tenido que hacer durante tres semanas, hasta conseguir que él lo reconociera. A pesar de todo, y contra lo previsto, logró que lo viera.
Se miraron de nuevo y Callie tuvo la sensación de que él se había dado cuenta de en qué estaba pensando.
—Creo que será mejor que siga usted, doctor Weldon.
—Gracias, enfermera —respondió él y continuó explicando con detalle como habían encontrado el actrocitoma, un tipo de tumor maligno—. Este caso es muy particular porque el cáncer se ha descubierto en un período muy incipiente.
—Eso significa que hay que hacer caso a las abuelas cuando se preocupan —dijo uno de los residentes.
—Sí —afirmó Trey—. Haremos un seguimiento del paciente durante años, pero las posibilidades de que el tumor se reproduzca son prácticamente nulas.
La operación fue rápida y eficaz y, muy pronto, Doug Radocay era conducido a la sala de recuperación.
—Sheely, quiero que vengas conmigo a ver a la familia.
La agarró del codo y se dirigieron hacia la puerta.
—¿Emocionado ante la idea de ver a la adivina? —dijo Leo con sarcasmo—. Espero que no se haya traído el turbante y la bola de cristal.
—La señora Radocay no trabaja en ningún circo, Leo —le dijo Callie con cierta indignación. Sin duda, había cometido un grave error al comentarle las habilidades de la señora Radocay.
Sin soltarla, Trey se quitó el gorro y Callie hizo lo mismo, tratando de obviar la sensación que le causaba sus largos y afilados dedos apretando su carne.
Se dirigieron hacia las escaleras, pues era el modo más rápido de llegar a la sala de espera.
—Durante un momento me pregunté si comentarías algo sobre las vibraciones que percibe la señora Radocay.
—¿Te alegraste de que no lo hiciera?
—Sinceramente, no me ruborizo delante de los alumnos, lo considero una pérdida de tiempo.
—Sigues sin creer que la señora Radocay presintió que había algo realmente grave, aun a pesar de que la ciencia haya demostrado que tenía razón.
—El que la ciencia demostrara que tenía razón no ha sido más que una coincidencia, Sheely. Supongo que la abuela es una de esas mujeres sobreprotectoras que se alarman por todo.
—¿Y que al final ha dado en el clavo? —se rió Callie—. ¿Es así como estás racionalizando lo sucedido?
—Bueno, para ti es un Expediente X.
—Creía que no te gustaba ver la televisión.
Trey le abrió la puerta.
—Dije que no solía verla, pero sí veo algunos programas.
—Nunca estúpidos, asumo.
—No, nunca estúpidos —sonrió él y su sonrisa la dejó sin respiración.
Durante unos segundos, se quedaron en silencio, mirándose a los ojos, hasta que los pasos de alguien rompieron el encantamiento.
Trey y Callie se apartaron a toda prisa, como dos adolescentes a los que acabaran de pillar «in fraganti».
—Callie, acabo de ver a Doug —dijo Jimmy Dimarinno, la levantó en volandas y dio una vuelta—. Va a recuperarse muy deprisa. ¡Me alegro tanto! Desde que me enteré que se trataba de un tumor lo he pasado tan mal —la dejó de nuevo en el suelo—. No podía quitármelo de la cabeza. ¿Recuerdas cuando jugábamos al escondite con él? Doug fue el que nos enseñó…
—Yo tengo que ir a ver a la familia de mi paciente —dijo Trey con impaciencia y un tono de voz excesivamente duro.
Callie y Jimmy lo miraron. Luego se dieron cuenta de que estaban en mitad de la puerta bloqueando el paso.
—Lo siento, doctor Weldon —dijo Jimmy, mientras se apartaba de su camino. Extendió la mano para presentarse—. Soy Jimmy Dimarinno y…
—Sé quién es usted —lo interrumpió Trey, ignorando la mano que acababa de tenderle.
Había visto a aquel joven médico con Callie demasiadas veces. También había observado que siempre charlaban y se reían, en los pasillos, en la cafetería.
«Parecen disfrutar mucho de su mutua compañía», pensó, y trató de acallar de inmediato su petulante pensamiento.
—Jimmy y yo crecimos juntos —dijo Callie para llenar el repentino silencio—. Nuestras familias son amigas y todavía vecinas…
Callie se ruborizó al darse cuenta de que estaba balbuceando y de que Trey parecía impacientarse cada vez más, eso sin mencionar el palpable aburrimiento que debía causarle la trivial información que ella le estaba dando.
—Lo he visto operar varias veces y estaba muy interesado en verlo hoy. Pero no he podido, porque…
Trey pasó de largo a su lado y se dirigió hacia la sala de espera sin decir ni una sola palabra.
Jimmy y Callie intercambiaron miradas.
—¡Vaya, creo que está furioso! —dijo Jimmy—. ¿Qué he hecho?
—Simplemente tiene prisa por hablar con la familia, no te preocupes. Vente, vamos a ver a los Radocay.
Lo agarró de la mano y se dirigieron a la sala de espera que estaba al final del corredor.