Pero Jesús no se movió. Sentado a metro y
medio de la hoguera -y de espaldas al olivar-, permaneció unos
minutos con la mirada fija en las ondulantes y encarnadas lenguas
de fuego, que chisporroteaban a ratos a causa de algunos de los
troncos, algo más húmedos que el resto.
Pronto me quedé solo, frente a él y con la fogata como único
testigo, casi mudo, de la que iba a ser mi tercera y última
conversación con el Maestro. Sus brazos descansaban sobre las
piernas, cruzadas una sobre otra. El Nazareno había abierto sus
manos, recogiendo el calor sobre las palmas. Tenía la cabeza
ligeramente inclinada hacia adelante y sus cabellos y rostro se
iluminaban y apagaban, a capricho del jugueteo de las llamas. Su
expresión, acogedora y apacible durante toda la noche, se había
vuelto grave.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Brillante, tímida y
sin prisas, una lágrima había hecho aparición en su mejilla
derecha. Era la segunda vez que veía llorar a aquel extraño
hombre…
No respiré siquiera, conmovido e intrigado por aquel sereno y
súbito llanto del Galileo. Pero Jesús parecía totalmente ausente. Y
a los pocos minutos, echando la cabeza hacia atrás, inspiró
profundamente, incorporándose. En mi mente bullían y se cruzaban un
sinfín de hipótesis sobre el estado de ánimo del Galileo, pero no
me atreví a moverme.
Le vi alejarse hacia el interior del olivar y detenerse a
cosa de treinta o cuarenta pasos de donde me encontraba. Y así
permaneció en pie y con la cabeza baja- por espacio de una hora. La
luna, casi llena, solitaria entre miles de estrellas, se encargó de
bañarlo con una luz plateada, oscilante a veces por una brisa que
entraba de puntillas entre las hojas verdiblancas de los
olivos.
Sin saber exactamente por qué, esperé. La temperatura había
descendido notablemente, haciendo tiritar a los astros con
escalofríos blancos, azules y rojos. Durante un tiempo que no
sabría precisar me quedé con el rostro perdido en aquel negro y
soberbio firmamento. Venus, en conjunción con el sol en aquellas
fechas, no era visible. Por su parte, Júpiter, con un brillo cada
vez más débil (magnitud 1,6 aproximadamente), se levantaba a duras
penas sobre el oeste, a escasa distancia del hermoso racimo estelar
de Las Pléyades. Y en lo más alto, disputándose la primacía, las
refulgentes estrellas Regulus, Capella, Aldebarán, Betelgeuse y
Arcturus, arropadas por las constelaciones de Leo, Auriga, Taurus,
Orión y Bootes, respectivamente.
Jesús me sorprendió cuando alimentaba la hoguera con una
nueva carga de leña.
-Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes de la dureza de las
próximas horas. Deberías descansar como todos los
demás…
Sentado junto al fuego le miré con curiosidad, al tiempo que
le invitaba a responder a una pregunta que llevaba dentro desde que
le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú necesita de la oración…?
Porque, si no estoy equivocado, eso es lo que has hecho durante
este tiempo…
El Galileo dudó. Y antes de responder, volvió a sentarse,
pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre, mientras padece su condición
de mortal, busca y necesita respuestas. Y en verdad te digo que esa
sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el poder, ni la
fama, ni siquiera la sabiduría, conducen al hombre al verdadero
contacto con el reino del Espíritu. Es por la oración cómo el
humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu empieza a estar
afligido y yo también necesito del consuelo de mi
Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está en el reino de tu
Padre?
-No… Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una fuerza que no admitía
discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar mi curiosidad e iluminar
mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca realmente de tu espíritu.
Ninguna súplica recibe respuesta, a no ser que proceda del
espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca
cuando intenta canalizar su oración y sus peticiones hacia el
beneficio material propio o ajeno. Esa comunicación con el reino
divino de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta
cuando obedece a una ansia de conocimiento o consuelo espirituales.
Lo demás -las necesidades materiales que tanto os preocupan- no son
consecuencia de la oración, sino del amor de mi
Padre.
-¿Por eso has insistido tanto en aquello de «buscar el reino
de Dios y su justicia…»?
-Si, Jasón. El resto siempre se os da por
añadidura…
-¿Y cómo debemos pedir?
-Como si ya se os hubiera concedido. Recuerda que la fe es el
verdadero soporte de esa súplica espiritual.
-Dices que la oración -así formulada- siempre obtiene
respuesta. Pero yo sé que eso no siempre es así…
El Galileo sonrió con benevolencia.
-Cuando las oraciones provienen en verdad del espíritu
humano, a veces son tan profundas que no pueden recibir
contestación hasta que el alma no entra en el reino de mi
Padre.
-No comprendo…
-Las respuestas, no lo olvides, siempre consisten en
realidades espirituales. Si el hombre no ha alcanzado el grado
espiritual necesario y aconsejable para asimilar ese conocimiento
emanado del reino, deberá esperar -en este mundo o en otros- hasta
que esa evolución le permita reconocer y comprender las respuestas
que, aparentemente, no recibió en el momento de la
petición.
-¿Esto explicaría ese angustioso silencio que parece
constituir en ocasiones la única respuesta a la
oración?
-Sí. Pero no te confundas. El silencio no significa olvido.
Como te he dicho, todas las súplicas que nacen del espíritu
obtienen respuesta. Todas… Déjame que te lo explique con un
ejemplo: el hijo está siempre en el derecho de preguntar a sus
padres, pero éstos pueden demorar las respuestas, a la espera de
que el infante adquiera la suficiente madurez como para
comprenderlas.
»La gran diferencia entre los padres humanos y nuestro Padre
verdadero está en que aquellos olvidan a veces que están obligados
a contestar, aunque sea al cabo de los años.
-Según esto, cuando muramos, todos seremos
sabios…
-Insisto que la única sabiduría válida en el reino de mi
Padre es la que brota del amor. Después de gustar la muerte, nadie
será sabio si no lo ha sido antes en vida…
-¿Debo pensar entonces que la demora en la respuesta a mis
súplicas es señal de mi progresivo avance en el mundo del
espíritu?
Jesús me miró con complacencia.
-Hay infinidad de respuestas indirectas, de acuerdo con
capacidad mental y espiritual del que pide. Pero, cuando una
súplica queda temporalmente en blanco, es frecuente presagio de una
contestación que llenará, en su día, a un espíritu enriquecido por
la evolución.
-¿Por qué resulta todo tan complejo?
-No, querido amigo. El amor no es complicado. Es vuestra
natural ignorancia la que os precipita a la oscuridad y la que os
inclina a una permanente justificación de vuestros
errores.
Guardé silencio. Aquel hombre llevaba razón. Sólo los hombres
tratan desesperadamente de justificarse y justificar sus
fracasos…
Levanté la vista hacia las estrellas y señalándole aquella
maravilla, le dije:
-¿Qué sientes ante esta belleza?
El Galileo elevó también sus ojos hacia el Firmamento y
respondió con melancolía:
-Tristeza…
-¿Por qué?
-Si el hombre no es capaz de recibir en su alma la grandeza
de esta obra, ¿cómo podrá captar la belleza de Aquél que la ha
creado?
-¿Es Dios tan inmenso como dices?
-Más que pensar en la inmensidad de mi Padre, debes creer en
la inmensidad de su promesa divina. Rebasa el espíritu del hombre y
llega a producir vértigo en las legiones
celestiales…
-Ya me lo explicaste, pero, ¿de verdad el acceso al reino de
tu Padre está al alcance de todos los mortales?
-El reino de nuestro Padre -me corrigió Jesús- está en el
corazón de todos y cada uno de los seres humanos. Sólo los que
despiertan a la luz del evangelio lo descubren y penetran en
él.
-Entonces, ¿todas las religiones, credos o creencias pueden
llevarnos a la verdad?
-La verdad es una y nuestro Padre la reparte gratuitamente.
Es posible que el gusto y la belleza puedan ser tan caros como la
vulgaridad y la fealdad, pero no sucede lo mismo con la verdad:
ésta sí es un don gratuito que duerme en casi todos los humanos,
sean o no gentiles, sean o no poderosos, sean o no instruidos, sean
o no malvados…
-¿A quién aborreces más?
-En el corazón de mi Padre no hay lugar para el odio…
Deberías saberlo. Guárdate sólo de los hipócritas, pero no viertas
jamás en ellos el veneno de la venganza.
-¿Quién es hipócrita?
-Aquel que predica la vía del reino celestial y, en cambio,
se instala en el mundo. En verdad te digo que los hipócritas
engañan a los simples de corazón y no satisfacen más que a los
mediocres.
-¿A quién estimas más: a un hombre espiritual o a un
revolucionario?
El Maestro sonrió, un tanto sorprendido por mi pregunta. Y
posando su mano izquierda sobre mi hombro, repuso con
firmeza:
-Prefiero al hombre que actúa con amor…
-Pero, ¿quién puede llegar a amar más?
-Pregunta mejor, ¿quién puede llegar a comprender
más?
-¿Quién?
-Aquel que es capaz de amarlo todo. Pero, ¡ojo! Jasón, aquel
que ama de verdad no coloca la palabra «amor» sobre su puerta,
tratando de justificarse ante el mundo. Y el que da, tampoco
escribe la palabra «caridad» para que todos le reconozcan. Cuando
alguna vez veas esas palabras, desvergonzadamente ostentadas en el
mundo, no dudes que tienen la única finalidad de enriquecer y
ensalzar a cuantos las esgrimen y airean.
»EI reino de mi Padre es semejante a una mujer que llevaba un
cántaro lleno de harina. Mientras marchaba por un camino apartado
se le rompió el asa y la harina se derramó detrás de ella por el
camino. La mujer no se dio cuenta y no supo su desgracia. Cuando
llegué a su casa depositó el cántaro en tierra y lo encontró
vacío.
-¡Aquel que es capaz de amarlo todo!… -repetí con un ligero
movimiento de cabeza-. ¡Qué difícil es eso…!
-Nada hay difícil para el que ha aprendido a
ceder.
-Pero, ¿qué me dices de las injusticias? ¿También debemos
aprender a amar a los que nos humillan o
tiranizan?
-Cuando llegue el caso, pide explicaciones a tu hermano, pero
nunca le odies. Sólo cuando miréis a vuestros hermanos con caridad
podréis sentiros contentos.
-Ahora empiezo a comprender -comenté casi para mí mismo- por
qué mi mundo se siente infeliz…
-El mayor error de tu mundo -repuso Jesús- es su falta de
generosidad. El que conoce y practica el amor no suele tener
necesidad de perdonar: siempre está dispuesto a comprenderlo
todo.
-Puede que estés en lo cierto, pero siempre pensé que el gran
error de nuestro mundo era su «empacho»
tecnológico…
El Nazareno me miró con una inagotable
afabilidad.
-Debéis tener paciencia y confiar. La humanidad, a veces, se
emborracha y embota con sus propios hallazgos y triunfos, olvidando
que su auténtico estado natural reside en la serenidad de su
espíritu. El día que despierte de tan pesado letargo volverá sus
ojos al sendero del amor: el único que conduce a la verdadera
sabiduría.
El cansancio empezaba a apoderarse de ambos y, de mutuo
acuerdo, decidimos descansar las escasas horas que restaban ya para
el alba. Mientras me envolvía en el manto, acomodándome lo mejor
que pude bajo uno de los olivos, una estrella fugaz -una
«lírida»cruzó frente a las estrellas Kappa Lyrae y Nu Herculis,
rasgando el velo del firmamento y el de mi profunda
melancolía.
Sin proponérmelo, había empezado a amar a aquel
hombre…
A las 05.42 horas de aquel jueves, 6 de abril del año 30, el
sol empezó a abrirse paso sin especiales dificultades. Eliseo
procedió a despertarme, facilitándome el habitual parte
meteorológico. El día prometía ser magnífico. Temperatura media
estimada de unos 17 grados centígrados, baja humedad relativa y
cielo despejado.
Sin embargo -añadió mi compañero-, el «rawin»1 del módulo
está captando una alteración en los altos niveles de la atmósfera.
Localización: vertical de la frontera de Irak con la Arabia Saudí.
Los sistemas electrónicos confirman que se trata de una corriente
«en chorro» del Este (tipo ecuatorial), con una velocidad máxima
aproximada de 70 nudos y entre niveles de 100 y 150 milibares
(entre los 14 y 17 kilómetros de
altura)…
»¡Atención, Jasón! Santa Claus está verificando los datos
meteorológicos y todo parece señalar que, en el transcurso de las
próximas 24 o 48 horas, esta alteración puede provocar intensos
vientos del Este, con arrastre de bancos de arena procedentes de
los desiertos arábigos de Nafud y Dahna.
»La posibilidad de esta tormenta de arena o siroco sobre
Palestina está empezando a confirmarse igualmente por la loca
subida de los barómetros de Tonnelot y del "aneroide". Es posible
que, si todo sigue igual, mañana tengas que quitarte el
manto…
Aquella información resultaba especialmente interesante. En
la mañana del día siguiente, viernes, debería tener lugar un
extraño fenómeno -así lo había leído al menos en las Sagradas Escrituras (Lucas 23,44-46, Marcos 15,
33-34, y Mateo 27, 45-46)-, desde la hora sexta a la nona (desde
las 12 del mediodía a las tres de la tarde, aproximadamente),
«cubriendo las tinieblas la totalidad de la tierra», según palabras
textuales de los evangelistas. Y aunque no quise sacar conclusiones
a priori, la advertencia de Eliseo sobre
aquellos vientos alisios del ESE, con la posibilidad de un fuerte
arrastre de arena del cercano desierto arábigo, me dio ya una
ligera idea sobre la verdadera naturaleza del suceso narrado en el
Nuevo Testamento…
Poco a poco, algunas mujeres fueron saliendo de la tienda y
preparando el fuego. Hacia las seis, y cuando daba un pequeño paseo
por los alrededores del campamento, tratando de desentumecer mis
músculos, vi salir por el cercado de piedra a Judas. Iba solo y, a
juzgar por sus andares, con una cierta prisa. Tomó la misma vereda
del día anterior, perdiéndose colina abajo, en dirección al Templo
o quizá hacia las puertas de la zona sur de la ciudad. Por un
instante pensé en seguirle. Pero terminé por desistir. Los planes
de Caballo de Troya eran otros. Lo más probable es que el Iscariote
fuera a entrevistarse con el jefe de la policía del Sanedrín, tal y
como le había sido encomendado el pasado miércoles. Por otra parte,
Ismael, el saduceo que había logrado infiltrarse en el consejo de
los sacerdotes, había prometido informarnos puntualmente de todos y
cada uno de los pasos del traidor, así como de los movimientos de
los levitas encargados del prendimiento del Maestro. Esto me
tranquilizó y regresé de inmediato al interior del huerto. Jesús y
sus hombres seguían durmiendo.
En la medida que me lo permitieron, ayudé a las mujeres a
avivar la fogata y a transportar los cuencos de leche, suministrada
en el momento por dos cabras que Felipe, al parecer, había
conseguido el miércoles y que habían amarrado en el interior de la
cueva.
Mientras preparábamos el desayuno, y casi a la misma hora que
el día anterior, irrumpió en el campamento el joven Juan Marcos.
Llegó con una cesta algo mayor que la de la víspera y, también sin
pronunciar palabra alguna, se la entregó a las mujeres, sentándose
después junto al fuego. Y allí permaneció, con la barbilla pegada a
las rodillas, como hipnotizado por el frágil baile de las
llamas.
Algunos de los discípulos empezaron a dar señales de vida,
desperezándose sin el menor pudor. Dos de ellos, al descubrir al
niño, se aproximaron e intentaron que Marcos les contase qué habían
hecho durante aquel largo paseo del miércoles. Pero el muchachito,
con los ojos bajos y fruncido el entrecejo, no despegaba los
labios. A lo sumo, y cuando las presiones de los hombres de Jesús
se elevaban de tono, Juan negaba con la cabeza, con una visible y
creciente irritación. Algunas de las mujeres protestaron por este
interrogatorio y pidieron a los discípulos que dejaran en paz al
chico. Otros miembros del grupo se habían unido a los curiosos
inquisidores, rogando y suplicándole que les dijese, al menos,
dónde habían estado y si podían haber sido espiados por la policía
del Sanedrín. Al final -supongo que aburrido ya por tanta
pregunta-, Marcos abrió la boca y dio por zanjado el asunto con una
explicación que conocían muy bien los seguidores del
Maestro:
-El rabí me pidió que no dijese nada a
nadie…
Y allí, como digo, terminó el interrogatorio. En diversas
ocasiones, Jesús había hecho partícipes a sus hombres de diferentes
confidencias, rogándoles que no dijesen nada. Y todos, en líneas
generales, habían sabido respetarle.
1 Caballo de Troya había dotado nuestro módulo, entre otros
aparatos de tipo meteorológico, con un «raw¡n» (tipo láser de baja
energía) -con retomo «interno»-, y de tan alta sensibilidad que
puede medir la fuerza y dirección del viento con escasos metros por
segundo de error. (N. del
m.)
Los discípulos no quedaron muy conformes, en especial Simón,
el Zelotes, que había cubierto el último turno de vigilancia en la
puerta del huerto y que temía más que ninguno por la seguridad del
Maestro y del resto del grupo. En cuanto a mí, aquel obstinado
hermetismo de Juan Marcos sólo sirvió para despertar aún más mi
curiosidad. Tenía que averiguar algo de lo sucedido aquel miércoles
y que, en los textos de los evangelistas, aparece igualmente en
«blanco» respecto a las actividades del Nazareno. Pero, ¿cómo podía
hacer hablar al fiel acompañante de Jesús? Esa misma tarde del
jueves se presentaría la gran oportunidad…
Jesús no tardó en aparecer. Su rostro presentaba unas ligeras
ojeras, resultado probablemente de las escasas horas de sueño. Al
verle me sentí responsable. Si yo no le hubiera envuelto con mi
conversación, seguramente habría descansado algo más. Y al pensar
en lo que le aguardaba, me eché a temblar. Aquélla, en realidad,
había sido su última noche en paz.
Pero mis preocupaciones se desvanecieron al instante. El
Galileo estaba de un humor envidiable. Saludó a todos y, siguiendo
su costumbre, se dirigió hacia el ancho lebrillo de barro, con el
fin de asearse. Pero, a mitad de camino, Juan Marcos -que acababa
de verle- salió corriendo, abrazándose a su cintura. El Maestro,
sorprendido por aquel cálido recibimiento, tomó el rostro del niño
entre sus grandes manos e inclinándose levemente hacia él le
preguntó en un tono de complicidad:
-¿Te has acordado de las pasas de Corinto?
El pequeño sonrió y asintió con la cabeza. Y Jesús,
frotándose las manos en señal de satisfacción, comenzó a
desnudarse.
«¿Pasas de Corinto?», pensé. «¿A qué puede referirse?» Y de
pronto recordé una de las explicaciones de Lázaro. Al Maestro le
encantaban las uvas sin grano, como las que brotaban en la parra
que había plantado el padre del resucitado en el patio central de
su casa.
Y me dispuse a llevar a cabo otra de las misiones
encomendadas por la Operación Caballo de Troya. «Aquél -me dije a
mí mismo tratando de tranquilizarme- parecía un buen
momento…»
El gigante terminó sus abluciones y, cuando recibía de manos
de una de las mujeres el lienzo con el que debía secarse, me
aproximé hasta él, rogándole que me permitiera ayudarle. El
Nazareno se resistió pero, ante mi insistencia, puso parte del paño
en mis manos, mientras él divertido con lo que parecía un juego y
una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del
lienzo.
Aquella maniobra tenía en verdad una doble finalidad: de un
lado, proceder a una exploración manual y directa del cuerpo de
Jesús -hecho éste que no hubiera resultado lógico ni fácil de no
haber aprovechado una de aquellas ocasiones- y, en segundo lugar,
intentar una medición de sus principales partes anatómicas. Este
segundo objetivo, sobre todo, era de vital importancia para un
mejor análisis de su organismo durante las horas de la
crucifixión.
A través de aquella suave tela, mis manos fueron palpando su
cuello, hombros y espalda. Aquel Galileo -tal y como se desprendía
de una simple observación visual- era un ejemplar fornido. Los
músculos de la parte posterior y superior del tronco En especial
los trapeciosestaban muy desarrollados. Esta sensación de fortaleza
-fruto, sin duda, de un duro y continuado trabajo manual durante
muchos años- se extendía igualmente a los músculos deltoides, en la
zona de los hombros. Aquellos y los también sólidos paquetes
musculares que se distribuían a cada lado de la columna (los
grandes dorsales e infraespinosos) me inclinaron a pensar que Jesús
gozaba de una perfecta sincronización en la elevación y descenso de
su caja torácica.
Los brazos, de acuerdo con la configuración y estimable
volumen de los músculos de los hombros y parte superior y posterior
del tronco, eran igualmente macizos. En mi opinión, sus bíceps
braquiales eran especialmente gruesos y potentes. También los
grandes pectorales (lo que conocemos familiarmente como el pecho)
se hallaban fuertemente consolidados, como si el Galileo hubiera
practicado la natación. Su capacidad respiratoria tenía que ser
excelente.
Tanto la cintura como la parte inferior de la espalda
aparecían sin un gramo de grasa1. Y lo mismo aprecié en la cara
frontal del abdomen: la pared muscular del gran recto era lisa, sin
indicio alguno de tejido adiposo.
En cuanto a sus muslos y piernas, tanto los sartorios como
los músculos aductores, bíceps crural, semitendinosos y gemelos
surgieron al tacto firmes y duros como piedras. Aquellas
extremidades inferiores, en mi opinión, hubieran sido la envidia de
un corredor de la maratón…
Esta armónica y musculosa constitución -unida a la gran
estatura del Maestro- le convertían, sin ningún género de dudas, en
un ejemplar especialmente atractivo. Era como si la Naturaleza se
hubiera esmerado muy especialmente a la hora de configurar a aquel
hombre. A su evidente perfección natural había que añadir también
aquellos tres últimos años de incansable actividad, recorriendo
todos los caminos de Israel, que le habían proporcionado una
envidiable forma física.
Una vez concluida mi exploración -y ante el desconcierto de
cuantos me observaban- extraje el pequeño cordel del fondo de mi
bolsa de hule y, antes de que Jesús se enfundara en su túnica, le
supliqué que aguardase unos instantes. El Maestro, sin perder su
sonrisa, me dejó hacer con una docilidad que sólo sirvió para
aturdirme más. De mutuo acuerdo con mi compañero en el módulo, se
había previsto que -una vez terminada cada medición-, yo
presionaría mi oído derecho, transmitiéndole la cifra
correspondiente.
De esta forma, Eliseo podría registrar las medidas,
sometiéndolas posteriormente a un estudio más
complejo.
Como ya señalé, aquella cuerda -totalmente blanca- había sido
dividida en centímetros. Pero, en lugar de numerarlos, cada
separación era en realidad una marca de color negro (una
circunferencia, para ser más exactos, que rodeaba totalmente el
perímetro del cordel). Para poder efectuar los cálculos con
exactitud, y con el fin de soslayar cualquier tipo de sospecha,
Caballo de Troya había ingeniado un sistema de «numeración», basado
en colores y letras. (Cada 10 centímetros, la separación
correspondiente, en lugar de ser de color negro, había sido pintada
de acuerdo con los seis colores básicos del espectro. A partir del
centímetro número 70 y hasta el 100, los colores volvían a
repetirse.) El orden establecido para dichos colores básicos era el
siguiente, de menor a mayor: violeta, azul, verde, amarillo,
naranja y rojo. Y a partir del centímetro número 70, como digo, de
nuevo el violeta, azul, verde y amarillo. Los centímetros
existentes entre estas diez numeraciones fueron «convertidos» en
letras, siguiendo el alfabeto griego. Así, por ejemplo, cuando la
medición arrojaba 30 centímetros, yo debía anunciar a Eliseo:
«verde». Si se trataba de 80 centímetros, «azul-doble». Si, por el
contrario, eran 41 centímetros, la clave era «amarillo y alfa»
(primera letra del alfabeto griego)2. Sin pérdida de tiempo, empecé
por las extremidades superiores. Desde el hombro a la punta del
dedo medio, la medición arrojó 82 centímetros. La clave para
transmitir aquella cifra fue, por tanto, «azul-doble» y «beta». A
estas medidas siguieron las de las extremidades inferiores,
perímetros, altura de cabeza, cuello, etc.3
Como salta a la vista, el Maestro era un hombre de complexión
atlética, con un poderoso desarrollo del esqueleto y de su
musculatura. Sus extremidades eran largas y el tórax realmente
imponente, con unos hombros anchos y sólidos como rocas. La grasa o
panículo adiposo era muy escaso; prácticamente
inexistente.
La cabeza se presentaba firme y alargada, con un rostro
igualmente alargado en su parte media y un mentón y relieve óseos
acentuados. El cráneo, como ya dije, alto y
estrecho.
Estas características le hacían destacar sobre la media
normal de la raza judía de aquella época. Según los estudios de Von
Luschan y Renan, entre los judíos de la Rusia del Sur, la altura
media oscilaba alrededor de 1,60 metros, llegando a 1,70 entre los
hebreos de Londres y los judíos españoles de Salónica. El tipo
mesocéfalo de Cristo tampoco era frecuente. Entre los hebreos de la
Rusia del Sur, por ejemplo, el porcentaje de individuos
braquicéfalos (de cráneos cortos) era de un 81%, alcanzando los
mesocéfalos un 18% y los dolicocéfalos un 1%. Entre los judíos de
Salónica -expulsados de España-, los dolicocéfalos suponían un
14,6% y los braquicéfalos un 25%.
Además de por su considerable estatura -1,81 metros-, Jesús
de Nazaret llamaba la atención por su perímetro torácico, más
grande que la media de sus compatriotas.
Esta tipología «atlética» encajaba además considerablemente
con el temperamento «enequético», descrito por Mauz: escasa
reacción ante los estímulos, movimientos seguros y vigorosos,
aunque escasamente pródigos. De mayor fuerza que
precisión.
Fue sin duda esa fortaleza física la que pudo contribuir a
soportar en parte el brutal castigo que le aguardaba. A pesar de
todo -como veremos muy pronto-, los médicos y especialistas de
Caballo de Troya jamás pudieron entender cómo aquel Hombre logró
resistir hasta el final la cadena de horribles torturas a que fue
sometido.
Debo confesarlo. Aquella parte de la misión fue posiblemente
la más ingrata. Durante mucho tiempo, y a pesar de la mansedumbre
demostrada por Jesús, tuve la sensación de que, sometiéndole a las
citadas mediciones antropométricas, había abusado de aquel hombre.
Y aún hoy mismo sigo creyéndolo…
1 En esta exploración me llamó poderosamente la atención la
gran superficie que debía ocupar la lámina aponeurótica romboidal
(en toda la región lumbar) y que marcaba igualmente la tremenda
fortaleza de aquel hombre. (N. del
m.)
2 Los nueve primeros números -correspondientes a cada uno de
los centímetros- fueron asociados a las nueve primeras letras del
alfabeto griego: alfa para el 1, beta para el 2, gamma para el 3,
delta para el 4, epsilón para el 5, dseta para el 6, eta para el 7,
zeta para el 8 e iota para el 9. (N. del
m.)
3 Las lógicas dificultades para proceder a una medición
antropológica rigurosa -que hubiera exigido la utilización de un
instrumental más idóneo- fueron subsanadas en parte en el módulo,
mediante un estudio computarizado de las cifras que fueron
transmitidas por mi, de acuerdo con patrones estándar. Estas
mediciones anatómicas -una vez procesadas- arrojaron los siguientes
resultados:
Extremidades superiores (total): 82 centímetros (brazo: 37 cm
y antebrazo: 45 cm. De estos últimos, 20 correspondían a la
mano).
Longitud de las extremidades inferiores (total): 94 cm
(medidas desde el talón a la articulación de la cadera). Muslo: 55
cm, y pierna, 39 cm.
Anchura de los hombros (medida entre los puntos acromiales):
45 cm.
Tronco (desde el manubrio ozona superior del esternón al
punto trocantéreo o saliente del fémur a nivel de articulación): 62
cm.
Diámetro torácico (por la espalda): 41 cm.
Perímetro de la caja torácica (medida a la altura del gran
pectoral):
99 cm.
Longitud máxima de la cabeza (desde el punto opisto-craneano
a la gabela): 19,9 cm.
Anchura máxima de la cabeza (entre parietales): 15
cm.
Anchura bicigomática (desde la apófisis cigomática: de pómulo
a pómulo): 14 cm.
Altura total de la cara (desde el gonion hasta el punto
alveolar o prostion): 18,9 cm.
Perímetro de la cabeza: 58 cm.
Perímetro máximo de los brazos: 35 cm. Perímetro máximo de
antebrazos: 31 cm.
Perímetro máximo de muslos: 57 cm. Perímetro máximo de
piernas:
46 cm.
Rodillas (perímetro máximo): 42 cm.
Estatura total: 1,81 metros.
La línea media o axial (desde la nuca al canal interglúteo
ten: punto superior del pliegue interglúteo) aparecía
recta,
sin desviación.
Longitud máxima del pie: 31 cm (planos de primer
grado).
Según los índices de Decourt y Pende, el morfotipo somático
de Jesucristo resultó fundamentalmente
macrosómico,
participando del tipo «atlético» y, en cierta medida, del
«pícnico». Los índices -resultantes de la multiplicación de sus
medidas reales por los factores hallados por los mencionados
científicos para el caso de los hombres- fueron los
siguientes:
Talla: 181 centímetros x factor 0,470 = 85,07; altura
trocánter: 94 cm x 0,457 = 42,96; bitrocantéreo: 37 cm X 1,250 =
46,25; bi-humeral: 45 cm X 1,052 = 47,34; occipito mentón: 22 cm x
0,870 = 19,14; perímetro torácico: 99 cm x 0,470 = 46,53 y
bi-maxilar: 14 cm x 1,820 = 25,48.
En cuanto al índice de Pignet, Caballo de Troya comprobó que
el Maestro correspondía a la descripción de «MUY FUERTE» (índice de
Pignet = altura en centímetros - perímetro torácico en espiración
máxima más su peso, en kilos = 181 - 97 más 80 = 4). Naturalmente,
las últimas dos cifras -perímetro torácico en máxima espiración y
peso- son aproximativas. (El referido índice de Pignet establece la
siguiente clasificación medía: IP 10 = persona muy fuerte; IP 15 a
20 = persona fuerte; IP 20 a 25 = persona mediana; IP 25 a 30 =
persona débil e IP 30 = persona muy débil.)
En relación con el índice craneal o cefálico, los expertos de
Caballo de Troya -siempre de acuerdo con las medidas obtenidas-,
dedujeron que Jesús de Nazaret era mesocéfalo, con una ligerísima
dolicocefalia. Este índice -75 %- se obtuvo de acuerdo con la
fórmula convencional:
I.C.: DT (medido entre ambos
eurión) x 100 = 15 x 100 = 75
DAP (medido entre opistión y gabela) 19,9
En la valoración lateral, el índice craneal arrojó 100,5 %.
Es decir, hipsocéfalo. En otras palabras, con una altura craneal
claramente superior al diámetro longitudinal.
Por último, al examinar el cráneo frontalmente, el índice del
Galileo resultó de 75 %. Es decir, con una ligera tendencia a la
estenocefalia (cráneo estrecho). (N. del
m.)
Por fortuna para mi, ninguno de los presentes acertó a
preguntar por qué me había empeñado en aquella insólita -casi
ridícula- operación. La verdad es que, desde un principio, gozaba
entre los seguidores del rabí de fama de hombre extraño y esto -no
lo sé muy bien- pudo justificar quizá mi comportamiento singular en
aquella espléndida mañana del jueves, 6 de abril.
El Maestro terminó de vestirse y siguiendo con aquel buen
humor se incorporó al grupo de amigos que le esperaban para
desayunar.
Felipe volvió a repartir el pan -aún caliente- que nos había
proporcionado el muchacho y las mujeres distribuyeron sendos
tazones de leche. En el cesto había también abundante grano
tostado, higos secos y una jarra de barro, repleta de las famosas
pasas de Corinto. Todo ello, obsequio de la familia de Juan Marcos
al Maestro y a su grupo.
El propio Juan se encargó de abrir la jarra y, radiante de
satisfacción, derramó un buen puñado de aquel fruto negro y
brillante en las palmas de Jesús. Después, siguiendo las
instrucciones del Galileo, fue repartiendo el resto de las pasas a
cuantos nos hallábamos en el huerto.
Aquella colación matutina transcurrió en un ambiente
distendido. Los apóstoles parecían algo más calmados que en la
noche anterior, aunque algunos como Pedro, Tomas y el Zelotes- no
tardaron en descubrir que faltaba Judas. Sin embargo, por los
comentarios que pude captar, los discípulos lo atribuyeron a las
obligaciones habituales del Iscariote como administrador general
del grupo y, más concretamente, a los detalles de la preparación de
la inminente fiesta de la Pascua. Ninguno de los ahí reunidos, por
cierto, sabía dónde y cómo pensaba celebrarla el Maestro. En mi
opinión, y a la vista de los graves acontecimientos que venían
produciéndose, en relación con la determinación del Sanedrín de
apresar a Jesús, aquel asunto de la Pascua tampoco les preocupaba
excesivamente.
Hacia las diez de la mañana hizo acto de presencia en el
campamento José de Arimatea. Le acompañaba uno de sus sirvientes.
Al verle, el Nazareno le invitó a sentarse junto al grupo. Pero
José rehusó amablemente, indicándole que necesitaba conversar a
solas con él.
El Maestro se levantó y ambos se alejaron unos pasos, hasta
situarse junto al muro de la cuba de piedra destinada a
almazara.
El de Arimatea, con el semblante serio, gesticulaba,
exponiéndole al Galileo lo que yo ya sabía sobre los planes de
Judas. Por fortuna, ninguno de los discípulos alcanzó a escuchar el
tema de la conversación del anciano y su Maestro. Este le escuchó
sin inmutarse. Y una vez que José hubo hablado, le tomó por el
brazo, iniciando un corto paseo a lo largo del parapeto de
piedra.
Durante cosa de quince o veinte minutos, Jesús dialogó con el
dimitido miembro del Sanedrín. Esa misma noche -ya madrugada- del
jueves, José me revelaría las palabras que le había dirigido el
Maestro durante aquel breve encuentro en el
campamento.
La súbita llegada de José de Arimatea y el misterioso cambio
de impresiones con el rabí no pasaron inadvertidos para los
discípulos. Todos se hicieron lenguas sobre la razón de aquella
visita. Y la mayoría acertó…, a medias. Cuchicheando entre si, los
apóstoles se inclinaban a pensar que algo grave estaba sucediendo y
que ese «algo» tenía mucho que ver con la captura del Maestro y con
la posible desintegración del movimiento que llevaban entre manos.
Y sus ánimos volvieron a tensarse.
Finalizada la conversación, José se dirigió a una de las
tiendas, intercambiando unas palabras con David Zebedeo. Por
último, y tras despedirse de todos, se alejó en dirección a
Jerusalén.
Jesús, que había retornado hasta el grupo que esperaba en
torno a la hoguera, parecía algo más serio. Y antes de que nadie
acertara a preguntarle, pidió a sus hombres y mujeres que le
acompañasen.
Hacia las diez y medía, el grupo completo -integrado por unas
cincuenta personas- comenzó a ascender por la ladera del Olivete.
Yo, algo rezagado, advertí a Eliseo de la dirección que seguía el
grupo, en previsión de cualquier aproximación a la zona de
seguridad del módulo.
Al llegar a la cima del monte, el Nazareno rogó a sus amigos
que tomaran asiento y que escucharan sus palabras. Por suerte, la
nave se hallaba mucho más al norte.
Había tanta inquietud como expectación en las miradas de
aquellos galileos. En el fondo, los allí reunidos sólo deseaban
asegurarse de algo: que el Maestro había tomado la decisión -como
ya hiciera en otras ocasiones- de retirarse de la jurisdicción de
la ciudad santa, evitando así a las amenazantes castas
sacerdotales. Pero no fue esto lo que escucharon, aunque el rabí
hizo algunas alusiones al poder terrenal…
-Los reinos de este mundo -dijo entre otras cosas-, siendo
como son materiales, pueden estimar a menudo que es necesario
emplear la fuerza física para la ejecución y desarrollo de las
leyes y del mantenimiento del orden. En el reino de los cielos los
creyentes no recurren al empleo de la fuerza física. El reino del
cielo, siendo como es una hermandad espiritual entre los hijos de
Dios, puede promulgarse únicamente por el poder del espíritu. Esta
distinción de procedimiento no anula, sin embargo, el derecho de
los grupos sociales de creyentes a mantener el orden en sus filas y
administrar disciplina entre los miembros ingobernables e indignos.
No es incompatible ser hijo del reino espiritual y ciudadano del
gobierno secular y civil. Es deber del creyente dar al César lo que
es del César y a Dios lo que es de Dios…
»No puede haber desacuerdo entre estos dos requisitos. A no
ser -aclaró Jesús- que resulte que un César intenta usurpar las
prerrogativas de Dios y pida homenaje espiritual y se le rinda
culto supremo. En tal caso sólo debéis adorar a Dios, mientras
intentáis iluminar a esos dirigentes mal guiados. No debéis rendir
culto espiritual a los gobernantes de la tierra. Ni tampoco debéis
emplear la fuerza física de los gobiernos
terrenales.
»Ser hijos del reino, desde el punto de vista de una
civilización avanzada -prosiguió Jesús, dirigiéndome una
significativa mirada- debe convertiros en ciudadanos ideales en los
reinos terrenales. La hermandad y el servicio -no lo olvidéis- son
las piedras angulares del evangelio. La llamada del amor del reino
espiritual debe probar que es efectiva a la hora de destruir el
instinto del odio entre los ciudadanos no creyentes y guerreros del
mundo terreno. Pero estos hijos de las tinieblas, con mentalidad
material, nunca sabrán de vuestra luz espiritual, a no ser que os
acerquéis a ellos. Por ello debéis ser honorables y respetados
entre los ciudadanos y entre los dirigentes de este mundo. Ese
servicio social generoso sólo es la consecuencia natural de un
espíritu que vive en la luz.
»Como hombres mortales sois en verdad ciudadanos de los
reinos terrenales y debéis ser buenos ciudadanos y mucho más cuando
habéis vuelto a nacer en el espíritu. Tenéis, por tanto, una triple
obligación: servir a Dios, servir al hombre y servir a la hermandad
de creyentes en Dios.
»No adoréis a los jefes temporales ni empleéis la fuerza para
el fomento del reino espiritual. Pero manifestaros en un honrado
ministerio de servicio amoroso, tanto a los creyentes como a los no
creyentes. Es en el evangelio del reino donde reside el poderoso
Espíritu de la Verdad. Yo verteré sobre vosotros ese Espíritu de
Verdad y sus frutos serán poderosas palancas sociales que elevarán
a las razas de las tinieblas. En verdad os digo que este Espíritu
llegará a ser vuestro fulcro, con un poder
multiplicador.
»Desplegad sabiduría y mostrad sagacidad en vuestros tratos
con los dirigentes civiles no creyentes. Por medio de la
discreción, mostraros expertos a la hora de allanar desacuerdos
poco importantes y arreglar fútiles faltas de entendimiento.
Buscad, por todos los procedimientos leales, el vivir apaciblemente
con todos los hombres. Sed siempre sabios como las serpientes y tan
inofensivos como las palomas…
»Seréis mejores ciudadanos si sabéis iluminar vuestro
espíritu con la verdad del evangelio. Y los dirigentes en los
asuntos civiles mejorarán corno resultado de esta creencia en el
reino celestial.
»Mientras los jefes de los gobiernos terrenales busquen
ejercitar la autoridad, como dictadores religiosos, vosotros -los
que creéis en este evangelio- sólo podéis esperar problemas,
persecuciones e, incluso, la muerte…
Jesús hizo una pausa, dejando que aquellas últimas palabras
flotasen como un negro presagio.
Pero yo os digo -prosiguió el Maestro en un tono firme y
esperanzador- que esa misma luz que llevéis al mundo, y hasta la
forma en que padezcáis por ella, iluminará finalmente por sí misma
a toda la humanidad y dará, como resultado, la separación gradual
de la política y la religión.
El Galileo volvió a fijar sus ojos en mi. Y
continuó:
La persistente predicación de este evangelio del reino
llevará algún día a las naciones a una nueva e increíble
liberación, a una libertad intelectual y a la libertad
religiosa.
»Yo os anuncio ahora que, bajo las próximas persecuciones de
los que odian este evangelio de la alegría y de la libertad,
vosotros floreceréis y el reino de mi Padre prosperará. Pero no os
engañéis. Correréis grave peligro cuando, en los tiempos
posteriores, la mayoría de los hombres hablen bien de los creyentes
en el reino y muchos, incluso, ocupando altos cargos, acepten el
evangelio. Aprended a ser leales al reino, incluso en tiempos de
paz y prosperidad. No tentéis a los ángeles que os vigilan. No les
tentéis a llevaros por caminos sembrados de dificultades, como
amante disciplina, cuando os dejéis arrastrar por la molicie y la
vanagloria. Recordad que estáis encargados de predicar este
evangelio cl supremo deseo de hacer la voluntad del Padre, junto
con la alegría suprema de la realización de la fe de ser hijos de
Diosy no debéis dejar que nada desvíe vuestra atención. Haced que
toda la humanidad se beneficie del desbordamiento de vuestro amante
ministerio espiritual, iluminando la comunión intelectual e
inspirando el servicio social. Pero ninguna de estas humanitarias
labores deben ocupar el verdadero objetivo de vuestros corazones:
proclamar el evangelio.
»No debéis buscar la promulgación de la Verdad, ni establecer
la honradez, por medio del poder de los gobiernos civiles ni
tampoco por la promulgación de leyes seculares.
»Podéis trabajar para persuadir a las mentes humanas, pero
nunca -nunca- debéis atreveros a imponeros. No olvidéis la gran ley
de la justicia humana que os he enseñado: lo que deseéis que otros
os hagan, hacédselo vosotros a ellos…
«Cuando un creyente sea llamado a servir al gobierno
terrenal, dejad que rinda ese servicio como ciudadano temporal de
dicho gobierno, aunque tenga que mostrar todos los rasgos y señales
ordinarios en la ciudadanía. Éstos han sido realzados por la
ilustración espiritual de la ennoblecedora asociación de la mente
del hombre mortal con el espíritu divino que habita en él. Si el no
creyente llega a cualificarse como un sirviente civil superior,
debéis preguntaros seriamente si las raíces de la Verdad de vuestro
corazón no han muerto por falta de las aguas vivientes de la
comunión espiritual con el servicio social. La conciencia de ser
hijos de Dios debe acelerar toda la vida de servicio a vuestros
semejantes.
«No debéis ser místicos pasivos o desvaídos ascetas. No
debéis volveros soñadores o veletas, cayendo en el cómodo letargo
de creer que una ficticia Providencia os va a proveer, incluso, de
lo necesario para vivir.
»En verdad, debéis ser suaves en vuestros tratos con los
mortales que se equivocan. Y pacientes en vuestras conversaciones
con los hombres ignorantes. Y contenidos ante la provocación… Pero
también debéis ser valientes a la hora de defender la honradez y
fuertes en la promulgación de la verdad y hasta audaces para
predicar este evangelio del reino. Y deberéis llegar hasta los
confines del mundo…
»Este evangelio es una Verdad viviente. Os he dicho que es
como la levadura en el pan y como el grano de mostaza. Y ahora os
declaro que es como la semilla del ser viviente que, de generación
en generación, mientras siga siendo la misma semilla viviente, se
despliega indefectiblemente en nuevas manifestaciones y crece de
forma aceptable, adaptándose a las necesidades peculiares y
condiciones de cada generación. La revelación que os he hecho es
una revelación viva…
El Galileo recalcó estas dos últimas palabras con una fuerza
indescriptible.
-… Una revelación viva -dijo-, y es mi deseo que lleve frutos
apropiados a cada individuo y a cada generación, de acuerdo con las
leyes del crecimiento espiritual. Es mi deseo que se incremente y
que tenga un desarrollo. De generación en generación, este
evangelio debe mostrar vitalidad creciente y mayor hondura de poder
espiritual. No se debe permitir que llegue a ser un simple recuerdo
sagrado, una mera tradición sobre mí o sobre los tiempos en los que
ahora vivimos…
Aquella mirada profunda y afilada como un puñal se paseó por
todos y cada uno de los oyentes. Y al llegar a mi, Jesús volvió a
repetirlas:
-… No se debe permitir que llegue a ser un simple recuerdo
sagrado, una mera tradición sobre mi o sobre los tiempos en los que
ahora vivimos.
Después, descendiendo a un tono más calmado,
prosiguió:
-Y no olvidéis que no hemos dirigido un ataque personal a los
individuos ni a la autoridad de los que se sientan en la silla de
Moisés. Tan sólo les hemos ofrecido la nueva luz, que ellos han
rechazado con tanto vigor. Hemos arremetido contra ellos sólo por
su deslealtad espiritual para con las mismas verdades que confiesan
enseñar y salvaguardar. Hemos chocado con estos establecidos
dirigentes y reconocidos jefes sólo cuando se han opuesto
directamente a la predicación del evangelio. E incluso ahora no
somos nosotros los que arremetemos contra ellos, sino ellos los que
buscan nuestra destrucción. No estáis para atacar las antiguas
formas. Debéis poner diestramente la levadura de la nueva Verdad en
medio. de las viejas creencias. Y dejad que el Espíritu haga su
propio trabajo. Dejad que venga la controversia, sólo cuando
aquellos que os desprecian os fuercen a ella. Pero, cuando los no
creyentes os ataquen intencionadamente, no dudéis en manteneros en
una vigorosa defensa de la Verdad que os ha salvado y
santificado.
»Recordad siempre amaros el uno al otro. No luchéis con los
hombres, ni siquiera con los no creyentes. Mostrad misericordia,
incluso, con los que, despreciativamente, abusen de vosotros.
Mostraros ciudadanos leales, honrados artesanos, vecinos
merecedores de alabanza, parientes devotos, padres comprensivos y
sinceros creyentes en la hermandad del reino del Espíritu. Y yo os
aseguro que mi espíritu estará sobre vosotros ahora y siempre,
hasta el final del mundo…
Entre las horas sexta y nona (en nuestro sistema horario
actual podrían ser las 13 horas), Jesús dio por finalizada su
alocución. Y fueron los griegos que asistían a la reunión los que
más preguntas formularon. Desde mi punto de vista, aquellos
gentiles habían asimilado mejor que los propios apóstoles las
intenciones y enseñanzas del Maestro. Los once casi no abrieron la
boca. Y si debo juzgar por sus comentarios mientras descendíamos
hacia el campamento, no terminaban de entender qué relación podía
existir entre sus martirios, persecuciones y muerte anunciadas por
el rabí- y la inevitable propagación del evangelio por todo el
mundo. Persuadidos como estaban, con la excepción del joven Juan,
de que aquel «reino» del que hablaba Jesús tenía mucho que ver con
un sistema político que liberase a Israel de la dominación
extranjera, tampoco acertaban a comprender que la difusión de la
«Verdad» pudiera llevarse a efecto «sin la promulgación de leyes
seculares», como había pedido el Maestro.
Sus mentes, una vez más, habían naufragado en un sinfín de
especulaciones y dudas. Para la mayoría, las últimas frases del
rabí, sobre la destrucción que buscaban los dirigentes judíos,
fueron interpretadas como una gran tragedia que estaba a punto de
asolar el mundo. Y aunque conocían la orden concretísima del
Sanedrín de dar caza a Jesús, su fe en los poderes del Galileo era
tal que se resistían a admitir que los sacerdotes pudieran tocarle
siquiera. «En otras oportunidades -se decían unos a otros en un
simple afán de tranquilizarse-, el Maestro les ha burlado. ¿Por qué
no iba a hacerlo ahora…? Es casi seguro que esa "destrucción" a la
que se refiere Jesús tiene que ver con un cataclismo o con el fin
del mundo…»
Estas impresiones de los discípulos se vieron alimentadas por
la actitud personal de Jesús en aquella mañana. Salvo en el breve
parlamento con José de Arimatea, el Nazareno había demostrado un
humor excelente… «Si el Maestro temiera por su seguridad
-argumentaban en buena lógica- no adoptaría una postura tan alegre
e inconsciente…»
(Deseo insistir en este momento de mi relato en una
circunstancia a la que ya he hecho alusión pero que, dada su
importancia, estimo que debe ser considerada nuevamente. Aquel
discurso de Jesús de Nazaret había tenido una duración aproximada
de algo más de dos horas. Yo he referido únicamente los pasajes que
he considerado más interesantes. Pues bien, tal y como se refleja
en el Nuevo Testamento, ninguno de los evangelistas llegó a
recogerlo con un mínimo de rigor y amplitud. A lo sumo, en los
textos evangélicos aparecen algunas frases o sentencias, perdidas
aquí y allá y desvinculadas de lo que era en realidad todo un
contexto uniforme y perfectamente estructurado. Para mí, estas
graves deficiencias -repetidas, como digo, en otros capítulos- no
son la consecuencia de una acción negligente por parte de los
escritores sagrados. La única razón por la que los Evangelios
Canónicos no se hacen eco de estas enseñanzas está en una realidad
mucho más sencilla pero, no por ello, menos lamentable: desde mi
personal punto de vista, cuando los evangelistas trataron de poner
por escrito la vida, obras y parlamentos de Jesús había pasado el
tiempo suficiente como para que la inmensa mayoría de sus
enseñanzas no pudieran ser recordadas textualmente. De no ser por
mi sistema de filmación-grabación, yo tampoco hubiera sido capaz de
memorizar todo lo que llevaba oído. Y debo insistir en algo que no
puedo terminar de comprender: ¿por qué ninguno de aquellos
discípulos se preocupó de ir tomando notas de cuanto veía y
escuchaba? De esta forma tan elemental, hoy hubiéramos dispuesto de
una visión mucho más amplia y acertada de lo que dijo e hizo el
Maestro de Galilea.)
Para mi, a nivel personal, algunas de las afirmaciones de
Jesús en aquella inolvidable mañana en la cima del Olivete han
revestido una gran importancia. Por ejemplo, jamás he podido
olvidar sus alusiones a la esperanza: «…La persistente predicación
de este evangelio había prometido- llevará algún día a las naciones
a una nueva e increíble liberación…»
¡Cuánto he ansiado ver cumplida tal afirmación! Sin embargo,
hoy por hoy, esa maravillosa realidad parece aún lejana… «Si Jesús
fue capaz de pronosticar -¡40 años antes!- la total destrucción de
Jerusalén por las legiones de Tito, ¿por qué iba a equivocarse en
aquella otra profecía?»
También me desconcertó su recomendación sobre la forma en que
debía ser promulgada la Verdad. «No debéis buscar -aseguró- la
propagación de esta Verdad por medio de leyes seculares.» Y una
punzante duda quedó en mi corazón: ¿hubiera aprobado el Hijo del
Hombre la intrincada maraña de leyes, normas y códigos que han
regido y siguen rigiendo los destinos de las iglesias y que, en el
fondo, no son otra cosa que una asfixiante burocracia secular,
agazapada bajo pretextos espirituales y sagrados más o menos
claros?
Pero mi misión no era enjuiciar, sino observar y dar
testimonio. Ruego a quien pueda leer este diario me
disculpe…
Cuando entramos en el campamento, David Zebedeo tenía lista
la comida. Le noté nervioso y malhumorado. En un primer momento, lo
atribuí a nuestro retraso. Normalmente, aquel almuerzo -a mitad de
jornada- solía celebrarse alrededor de las doce. «El disgusto del
Zebedeo
-pensé- está más que justificado…» Pero, una vez más, me
equivocaba La desazón del jefe de los emisarios no se debía a la
demora del grupo…
Nos fuimos acomodando en torno al fuego y las mujeres
comenzaron a servir: guiso a base de lentejas, aromatizado con
sendos «pellizcos» de comino negro y cilantro1, espigas
frescas pasadas ligeramente por la lumbre o grano tostado
(proporcionado por Juan Marcos) y una pequeña ración de requesón,
elaborado por las mujeres con la leche de cabra. Y como
complemento, amén del vino, unas tortas de harina, amasadas esa
misma mañana a base de agua y sal. El procedimiento utilizado por
las mujeres del campamento en la cocción de aquellas tortas de unos
12 centímetros de diámetro era muy singular. Al menos para mí.
Empleaban un «horno» -si es que se le puede llamar así- consistente
en un gran jarro, perfectamente recubierto de barro en su exterior.
Se aseguraba en el suelo y en su interior se encendía un fuego. Una
vez que la candela había calentado suficientemente las paredes del
jarro, las mujeres procedían a apagar las llamas, pegando entonces
las tortas a la superficie interior del «horno». En general, se
comían calientes. Pero, cuando Jesús y los restantes discípulos
llegaron al huerto, las tortas hacía tiempo que se habían enfriado.
Algunos de los comensales subsanaron, sin embargo, aquel
contratiempo rociándolas con miel.
Jesús apenas probó el guisado de lentejas, dedicando su
atención al requesón y a su obligada ración de pasas sin
grano…
A mitad del almuerzo, Judas apareció en el campamento. Nadie
se sorprendió. Sólo Jesús, David Zebedeo y yo le seguimos con la
mirada. El Iscariote, con la vista baja, tomó una de las escudillas
de madera, sirviéndose una generosa ración de lentejas. Y en el
mismo silencio con que había entrado en el huerto, así se retiró y
aisló, sentándose entre las raíces de uno de los olivos más
cercanos. Durante un buen rato, el traidor centró su atención en la
comida. Una vez concluida, y mientras procedía a escarbarse los
dientes con una brizna de hierba, levantó los ojos hacia el cielo,
en dirección al sol. (Supongo que tratando de averiguar lo que
restaba de luz.) Y allí siguió, atento a todos y cada uno de los
movimientos del Galileo y de sus allegados.
Debía faltar una hora para las tres de la tarde, cuando David
Zebedeo -cada vez más inquieto- se levantó y tiró prácticamente de
Jesús, caminando con él en dirección a las tiendas. Hablaron unos
minutos y observé cómo el Maestro le respondía, al tiempo que
levantaba su mano izquierda, como tratando de apaciguarle. Judas,
impasible, seguía la escena sin moverse de su
sitio.
Cuando David regresó hasta el grupo, traté de
sonsacarle:
-¿Qué te ocurre? -le pregunté bajando el tono de mi voz, de
forma que no pudiera ser oído por el resto.
-Mis hombres en Jerusalén -me explicó con desesperación- han
traído malas nuevas…
Empezaba a intuir de qué se trataba y cuál era en verdad la
razón de la progresiva agitación del discípulo.
Han seguido a Judas y, tal y como vosotros me adelantasteis,
los planes para apresar al Maestro están casi ultimados. Será hoy.
Es posible que después de la puesta de sol. El capitán de la
policía del Templo está furioso por la fuga de Lázaro y ha
apremiado al Iscariote para que se consume el
arresto.
-¿Sabéis dónde tendrá lugar?
-No. Lo único que sé es que no podemos perder de vista a ese
bastardo… -masculló David clavando su mirada en
Judas.
-¿Y qué ha dicho Jesús?
El Zebedeo se encogió de hombros y rezumando aún la evidente
sorpresa que le habla causado la contestación del Galileo,
comentó:
-Me ha pedido que no hable de esto con nadie, pero a ti sí
puedo decírtelo, puesto que ya lo sabes… «Sí, David -me ha
respondido-, lo sé todo. Y sé que tú sabes, pero cuida de no
decírselo a nadie.» Y, cuando trataba de persuadirle para que
huyera, añadió: «No dudes de que la voluntad de Dios prevalecerá al
final.» Te juro, Jasón, que no acierto a comprenderle. Si él
quisiera, ahora mismo pondríamos a su servicio más de un centenar
de hombres armados que le escoltarían y guardarían hasta llegar a
la Perea…
Coloqué mis manos sobre sus hombros, tal y como había visto
hacer a Jesús, e intenté animarle con la mirada. Pero la tristeza
de aquel hombre era mucho más profunda de lo que yo podía
suponer.
La súbita llegada de uno de los «correos» sacó a David de sus
sombríos pensamientos. Le acompañé hasta la tienda de los hombres y
allí, en presencia del Zebedeo, el emisario -que procedía de
Filadelfia- leyó un mensaje de Abner. Hasta aquella remota ciudad
oriental habían llegado también los insistentes rumores sobre un
complot para matar al Maestro y pedía instrucciones. «¿Debía
movilizarse con toda su gente y dirigirse a
Jerusalén?»
El Zebedeo leyó la misiva y acudió de inmediato al Galileo.
Éste, una vez conocida la nota del hombre que daba protección a
Lázaro, transmitió a David: «Dile a Abner que siga adelante con su
labor. Si marcho de vosotros en carne es porque puedo volver en
espíritu. No os abandonaré. Estaré con vosotros hasta el
final.»
Otro de los mensajeros partió a la carrera hacia Filadelfia y
yo aproveché aquella oportunidad para preguntar al Zebedeo por la
madre de Jesús. Era casi la hora nona (las tres) y María y sus
familiares no habían dado señales de vida. Como dije, la
posibilidad de encontrarme cara a cara con la madre del Galileo
había ido excitando mi espíritu, llenándome de curiosidad. ¿Cómo
era realmente aquella mujer? ¿Podía tener el aspecto que nos
muestra la tradición pictórica universal? ¿Qué había de cierto en
todas esas cualidades y virtudes que han remachado sin cesar los
investigadores y estudiosos mariológicos?
David no pudo satisfacer mi duda. El camino desde Beth-Saida,
en Galilea, a unos 600 estadios de Jerusalén (alrededor de 110
kilómetros), suponía un considerable esfuerzo, sobre todo para un
grupo en el que viajaban varias mujeres1. Había que
esperar.
Apenas se hubo retirado David de la presencia de Jesús cuando
el jefe de la intendencia, Felipe, se aproximó al Maestro y le
preguntó:
-Dado que se aproxima la hora de la Pascua, ¿dónde quieres
que preparemos la cena?
El Galileo le respondió:
-Vete a buscar a Pedro y a Juan y os daré las instrucciones
para la cena que comeremos juntos esta noche. En cuanto a la
Pascua, os hablaré de ello después de la cena…
Este asunto sí interesaba sobremanera a Judas. E
incorporándose, comenzó a caminar hacia Jesús, con el propósito
-supongo- de averiguar dónde y a qué hora iba a celebrarse la cena
de aquel jueves. Pero el Zebedeo -que no le perdía de vista-
comprendió las oscuras intenciones del Iscariote y, con unos
reflejos admirables, se interpuso en el camino del traidor,
entreteniéndole.
Judas, nervioso, vio cómo Felipe, Pedro, Juan y el Maestro se
separaban del grupo, entrando en una de las solitarias tiendas. A
los pocos minutos, los tres apóstoles salieron del albergue y, sin
hacer el menor comentario, abandonaron el huerto, ladera
abajo.
Por un momento dudé. ¿Qué debía hacer? ¿Me unía al grupo de
los apóstoles que acababa de salir del campamento o permanecía
junto al Maestro? David seguía entreteniendo al Iscariote quien,
con el rostro desolado pero sin perder su sangre fría, parecía
resignado a su suerte.
Me dejé llevar por el instinto y, disimuladamente, me lancé
en pos de Felipe y sus compañeros. Los alcancé cuando cruzaban al
otro lado del Cedrón, bordeando la muralla suroriental de la ciudad
santa, en dirección a la puerta de los Esenios. Al verme, los
discípulos se mostraron un tanto sorprendidos. Pero intenté disipar
sus recelos, comentándoles que -puesto que se avecinaba la fiesta
pascual- tenía intención de agradecer la hospitalidad del Maestro,
entregándole un obsequio1.
-Os he visto partir hacia Jerusalén -les dije- y he creído
que ésta era una buena oportunidad para pediros
consejo…
Sólo Juan -mejor observador y más sensible que sus amigos- se
emocionó por aquel gesto mío. Y tomándome por el brazo, me
preguntó:
-¿Y qué has pensado regalarle?
-Quizá una nueva túnica -improvisé.
-No es mala idea -meditó en voz, alta-, pero, quizá fuese más
práctico que compraras un manto… El tiene en alta estima su túnica.
Te habrás fijado que fue confeccionada a mano y sin
costuras…
Le hice saber que me parecía una excelente idea y que, si
disponían de unos minutos, me acompañaran y recomendaran un buen
mercader en telas.
Pedro intervino y en un tono brusco -como si arrastrara un
cierto malhumor- me desveló lo que, precisamente, deseaba
saber:
-Atiende, Jasón. Ahora no puede ser. El Maestro nos ha
encomendado un asunto un tanto raro…
En su voz adiviné aquella casi genética incapacidad para
comprender muchas de las acciones de Jesús.
-… Tenemos que llegar hasta las puertas de la ciudad y buscar
a un hombre -exclamó con «retintín»- con un cántaro de agua…
¡Imagínate!, con miles de peregrinos en Jerusalén…
Juan le reprochó su poca fe.
-Si el Maestro nos ha dicho que al franquear las puertas
encontraremos a ese hombre con el cántaro, no hay más que
hablar.
-Pero, reconoce -trató de razonar Felipe- que Pedro lleva
razón. ¿No hubiera sido más fácil y práctico que Jesús nos hubiera
dado la dirección de la casa donde desea cenar esta noche o el
nombre de su propietario? ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué necesidad
hay de tanto laberinto?
Sonreí para mis adentros, recordando el texto evangélico
donde se narra este suceso. No habría estado de más que los
escritores sagrados hubieran hecho mención de aquella polémica
entre los discípulos y que retrataba maravillosamente la fe ciega
de uno y las lógicas dudas del resto. (Cabe la posibilidad de que,
con el paso de los años, ni Pedro ni Felipe desearan descubrir a la
incipiente comunidad cristiana su flaqueza de espíritu. Y es del
todo humano y comprensible.)
Los tres hombres siguieron enzarzados en aquella disputa,
hasta que llegamos al umbral de la gran puerta de los Esenios,
frente al valle del Hinnom. A aquellas horas de la tarde el gentío
que entraba y salía sin cesar de Jerusalén era lo suficientemente
grande como para desalentar a cualquiera que intentara localizar a
un «hombre con un cántaro de agua».
De pronto, en aquel confuso trasiego de gentes, Juan nos
llamó la atención sobre un grupo de mujeres que salía de la ciudad.
Dos de ellas cargaban sobre sus cabezas sendos cántaros. El resto
-posiblemente lavanderas- mantenía sobre sus cráneos, con gran
destreza, cestos de mimbre repletos de ropa.
Pero Pedro, cada vez más desalentado, hizo ver al joven
discípulo que se trataba de mujeres y que, además, seguían una
dirección opuesta a la que les había anunciado el
rabí.
Al traspasar el arco de piedra de la gigantesca puerta, los
tres apóstoles se detuvieron frente a las primeras casas del barrio
bajo. Y, durante algunos minutos, se dedicaron a inspeccionar a
cuantos deambulaban por el lugar. No necesitaron mucho tiempo para
descubrir, a la derecha del portalón de los Esenios, a un hombre
que se hallaba sentado y con la espalda apoyada en la muralla. A su
lado había una cántara de casi medio metro de alzada, de las usadas
comúnmente para recoger el agua de las fuentes situadas delante de
Jerusalén.
Los discípulos se miraron en silencio y Juan, sonriente y
decidido, se adelantó hasta situarse a dos metros de aquel
individuo. Felipe le siguió y Pedro, vacilante aún, terminó por
unirse a sus amigos, negando sistemáticamente con la
cabeza.
Ni Juan ni el resto llegaron a despegar sus labios. Cuando
aquel hombre -que parecía aburrido de esperar- les vio inmóviles y
con los ojos fijos en él, dibujó una leve sonrisa y, sin más, se
levantó, tomando la pesada cántara. Acto seguido, y con el
recipiente bien sujeto sobre su cadera izquierda, inició una
apresurada caminata.
Pedro, en silencio y con los ojos bajos, había enrojecido de
vergüenza.
En cuestión de minutos, el misterioso personaje nos condujo
por las empinadas y angostas callejas de aquella zona meridional de
Jerusalén hasta una casa de dos plantas, situada muy cerca de la
residencia de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de
Caifás.
A la puerta de aquella mansión, tan lujosa casi como la de
José de Arimatea, esperaba un conocido de todos: el pequeño Juan
Marcos!
Al parecer no fui el único sorprendido. Los tres discípulos,
al ver al adolescente, intercambiaron una mirada, adivinando
entonces las intenciones de Jesús. Por mi parte, el supuesto hecho
milagroso del encuentro con el hombre del cántaro empezaba a tener
una explicación más racional. Aunque en aquellos instantes no
disponía de pruebas suficientes, un presentimiento comenzó a
rondarme:
¿Había dado instrucciones el Maestro a Juan Marcos, durante
el largo paseo del miércoles, para que un miembro de su familia
-quizá un sirviente- acudiera a una hora determinada hasta las
puertas de Jerusalén y portando un cántaro de agua? De no haber
sido así, ¿cómo explicar la presencia del muchacho, justamente en
el escalón de la puerta de la casa donde debería celebrarse la
llamada «última cena»? Aquella hipótesis fue ganando terreno en mi
subsconsciente. En el fondo, todo encajaba: el férreo mutismo del
joven ante las preguntas de los discípulos y la extrema prudencia
del Maestro a la hora de indicar el lugar donde deseaba reunirse
con sus íntimos…
Jesús de Nazaret estaba al corriente del complot que
protagonizaba Judas, así como de sus manejos para facilitar su
captura. Era lógico que, si el Galileo deseaba no ser molestado en
el transcurso de aquella cena, adoptase las necesarias medidas de
precaución. Y aquella «maniobra», evidentemente, formaba parte del
plan.
El joven Marcos nos condujo hasta el interior de la casa,
presentándonos a sus padres, Elías y María. Aquella familia -según
pude averiguar- estaba emparentada con la de Jesús, comulgando
plenamente con sus enseñanzas.
Felipe, como responsable de la preparación de la cena, rogó a
Elías Marcos que le mostrase el lugar elegido y que le pusiese al
corriente del menú y de los restantes preparativos. Prudentemente,
y puesto que el muchacho se hallaba presente, me abstuve de
formular preguntas a los dueños de la casa. Sin embargo, después de
comprobar que la cena tendría por escenario el piso superior de la
mansión de los Marcos, mis dudas sobre el acuerdo secreto entre
Jesús y el hijo de aquellos quedaron prácticamente disueltas. Sólo
restaba que el muchacho o sus padres me lo confirmaran. Pero eso
sucedería pocas horas más tarde…
Me disponía ya a seguir a Felipe y a Pedro hasta la primera
planta, iniciando así otra de las delicadas misiones encomendadas
por Caballo de Troya cuando, inesperadamente, Juan el Evangelista-
me propuso aprovechar aquellos minutos para visitar el cercano
barrio de los tintoreros, satisfaciendo así mi deseo de adquirir el
manto para el Maestro. Me vi atrapado en mi propio engaño y no tuve
más remedio que aceptar, simulando -además- gran contento por
aquella gentileza del discípulo.
El gremio de los tintoreros, tal y como me había anunciado
Juan al salir de la casa, se encontraba muy cerca. Descendimos por
un estrecho callejón, tan mal empedrado como pestilente, hasta
desembocar en un corro de pequeñas casas de una planta, situado a
la sombra de la muralla exterior y en el ángulo suroccidental de la
ciudad. Aquella treintena de casas eran en realidad otras tantas
tintorerías. Juan me condujo al interior de una de ellas, propiedad
de un viejo amigo: un tal Malkiyías, experto artesano y digno
sucesor de una antigua familia de tintoreros.
Y sin proponérmelo me vi en el interior de una habitación de
unos seis por tres metros, casi ahogada por la oscuridad, en uno de
cuyos extremos divisé dos grandes cubas de casi un metro de
diámetro por otro de altura. A su lado habían sido situadas varias
pilas de escaso fondo y un banco de mampostería. En las cubas se
había introducido potasa y cal apagada, así como una pequeña
cantidad de índigo1
en una de ellas y el doble en la siguiente. Cada
cuba, cerrada por una cubierta de piedra, presentaba un pequeño
orificio o boca central (de unos 15 centímetros) en la citada tapa.
Por allí, el amigo Malkiyías iba introduciendo los hilos de los
diferentes tejidos, procediendo a su tinte. En otra de las pilas,
varios obreros manipulaban grandes paños de tela, sumergiéndolos en
baños de púrpura y escarlata.
Juan le expuso mi deseo de hacer un regalo a un amigo,
rogándole que nos enseñara algunos de los mantos mejor trabajados y
listos ya para su traslado al gremio de los vendedores de telas. El
jefe de la tintorería aceptó con gusto, mostrándonos un abundante
surtido de ropones, túnicas de lana y algodón, mantos para mujeres
(muy parecidos al actual chal) y finas vestiduras de hilo de
Egipto, teñidos todos ellos en los más variados y sugestivos
colores.
Y, de pronto, al revisar aquellas prendas, tuve una idea.
Busqué entre los tejidos más delicados y señalándole a Juan un
manto de lino blanco, le dije…
-Este… Desearía llevarme éste…
El discípulo me miró con asombro y comentó:
-Pero, Jasón, éste es un manto de mujer…
-Lo sé -repuse-, pero acabo de tener una idea
mejor.
Juan respetó mi silencio, y sin hacerme una sola pregunta
sobre aquel repentino cambio, acordó con el maestro artesano el
precio del rico manto. Aunque aquel tipo de operaciones comerciales
estaba prohibido -ya que los tintoreros no podían vender sus
productos directamente al público-, la amistad entre Juan y
Malkiyías sirvió para soslayar el problema.
Y a eso de las cuatro de la tarde, después de recoger a
Felipe y a Pedro y en compañía del joven Juan Marcos, que quiso
unirse a nosotros, reemprendimos el camino de regreso al campamento
de Getsemaní. En la casa de la familia Marcos, todo estaba listo
para la cena. Las circunstancias me habían impedido tener acceso al
piso superior y ello empezaba a preocuparme. Era vital para el
completo desarrollo de mi misión que pudiera entrar en dicha sala,
antes de que fuera ocupada por Jesús y los doce…
1 El cilantro o Coriandrum sativum, de
las umbelíferas, es el fruto más conocido en Occidente por
coriandro, a causa del fuerte olor a chinches que desprende cuando
está recién cogido. Una vez desecado, se vuelve muy aromático. El
utilizado por las israelitas era amarillento y del tamaño de un
grano de pimienta. Es menos excitante y afrodisíaco que el comino.
Según pude comprobar, muchos hebreos mezclaban este último con miel
y pimienta, tomándolo dos veces al día. Esto, según me dijeron, les
excitaba sexualmente. (N. del
m.)
1 La ruta utilizada habitualmente en aquella época, desde la
localidad de Beth-Saida (Bethsaïde Julias) hasta Jerusalén,
obligaba a pasar por las poblaciones de Kursi e Hippos, en la
orilla oriental del lago de Génésareth; Gadara y Pella y, desde
allí, siguiendo la margen del río Jordán, se alcanzaba Bethabara en
la región de la Perea y, por último, Jericó, Betania y Jerusalén.
La otra ruta -la que cruzaba por el centro de Samaria- no era muy
recomendable, dados los continuos choques entre los habitantes de
Judea y Galilea y los samaritanos. (N. del
m.)
1 La costumbre judía de aquella época establecía que, para
cumplir plenamente con el precepto de estar alegres en la Pascua,
era aconsejable hacer regalos, tanto a los amigos como a los
familiares y, sobre todo, a las mujeres. Y aunque éste no era mi
caso, dada mi condición de gentil, consideré aquel pretexto muy
adecuado para mis fines. (N. del
m.)
Al vernos llegar, David Zebedeo se apresuró a interrogarme,
mientras Pedro, Felipe y Juan comunicaban a Jesús que todo estaba
ultimado para la cena.
El astuto David me explicó que, dadas las circunstancias,
había sugerido a Judas que le entregara algo de dinero, con el fin
de ir cubriendo las necesidades del grupo.
-Ante mi sorpresa -añadió-, este malnacido no sólo no ofreció
resistencia, sino que, entregándome la totalidad de los fondos
líquidos y los recibos del dinero en depósito, me anunció sin
titubear: «Tienes razón. Creo que es lo más adecuado… Se está
tramando algo contra el Maestro y, en el caso de que me ocurriera
algo, no serias molestado por nadie.» ¿Te das cuenta, Jasón?
-comentó con desaliento-. Este cínico acaba de confesarme que teme
por la vida de Jesús…
Aquel gesto de Judas -desprendiéndose de todo el dinero del
movimiento- apuntaló aún más mi sospecha de que el traidor no
actuaba precisamente por avaricia.
1 A juzgar por su color azul y por su Forma, en panes cuadrados
de unos 125 gramos de peso cada uno, aquella pasta tintórea debía
ser una de las especies de «índigo de la India», muy apreciada en
el arte del tinte. (N. del
m.)
Hacia las cinco de la tarde, cuando apenas faltaba una hora
para el ocaso, noté un movimiento inusitado en el campamento.
Felipe me informó que el Maestro tenía prisa por salir hacia
Jerusalén. Los apóstoles no terminaban de entender por qué el
Maestro había organizado aquella reducida e inusual cena, a la que
sólo podían asistir sus doce hombres de confianza. Los comentarios
eran de lo más diverso. La costumbre judía establecía con gran
rigor que el almuerzo pascual debía celebrarse -una vez sacrificado
el obligado cordero o cabrito en el Templo- en la víspera de la
Pascua propiamente dicha1. En esta ocasión, la fiesta
pascual caía en sábado por lo que era doblemente solemne, como creo
que ya comenté. Si la tradicional cena religiosa debía efectuarse
al día siguiente, viernes, 7 de abril y una vez oscurecido, era
lógico que los discípulos se hicieran preguntas sobre el misterioso
banquete organizado por el Galileo para esa noche del jueves. Sólo
unos pocos -Juan, Judas Iscariote, por supuesto, y David Zebedeo-
intuían que aquella cena iba a ser un acto muy especial, previo a
la inmediata y fulminante captura de su
Maestro.
Para mí, aquellas prisas de Jesús por abandonar el huerto
fueron la señal que me impulsó a retirarme, adelantándome al
grupo.
Dadas las especialísimas características de la «última cena»
-a la que, insisto, sólo podían asistir Jesús y sus doce
apóstoles-, Caballo de Troya había estimado que mi presencia en la
misma hubiera podido quebrar el carácter íntimo que el Maestro
pretendía. Era poco ético, por tanto, que yo me hubiera sentado
junto a los trece. Pero la misión no podía pasar por alto un hecho
tan trascendental y significativo como aquél. Yo debería recoger un
máximo de información sobre lo verdaderamente ocurrido en el piso
superior de la casa de los Marcos. Y para ello, el general Curtiss
había dispuesto una solución «intermedia»: además de mis
indagaciones cerca de los protagonistas, la totalidad de las
palabras de Jesús y de los doce serían recogidas mediante un
sensible y diminuto micrófono, que yo debería ocultar en un lugar
estratégico del cenáculo. (Difícilmente podía suponer entonces que
aquella minúscula maravilla de la electrónica -construida con gran
mimo por los especialistas de la ATT (American Telephone and
Telegraph), empresa norteamericana de explotación telefónica, para
nuestro proyecto- iba a constituir una de las razones que
aconsejaron a Caballo de Troya un segundo «gran viaje» a la época
de Cristo…)
Después de depositar el manto que había comprado en la
tintorería de Malkiyías en manos del Zebedeo, me apresuré a
arrancar algunos manojos de espliego y lirios morados y blancos,
que crecían en las proximidades del olivar. Y a la carrera, tomé la
senda más corta hacía Jerusalén, advirtiendo al módulo que me
disponía a situar el micro y la «vara de Moisés» en la casa de
Elías Marcos.
El gentil y apacible cabeza de familia no se sorprendió lo
más mínimo cuando le anuncié que Jesús y los doce no tardarían en
llegar y que, como muestra de mi amistad y afecto hacia el Maestro,
deseaba contribuir, adornando la mesa con aquel humilde pero
oloroso presente. Mi plan surtió efecto y uno de los sirvientes
-por indicación de Elías- me acompañó hasta el piso
superior.
Ascendimos por una estrecha escalera de piedra y, al abrir
una puerta de doble hoja, el improvisado «guía» me invitó a que le
precediera. Así lo hice, penetrando en una espaciosa sala
rectangular de algo más de 20 metros de longitud, por 6 o 7 de
anchura. En el centro había sido dispuesta una mesa baja, en forma
de «U» y de características muy parecidas a la que había visto en
la casa de Simón, «el leproso».
Alrededor se hallaban trece divanes, orientados casi
perpendicularmente a la mesa. El que ocupaba el centro, ola base de
la «U», era algo más alto que los demás. Deduje de inmediato que
aquél era el puesto destinado al invitado de honor; es decir, a
Jesús. Uno de los divanes muy similares a bancos de cuatro patas,
pero sin brazos ni respaldo alguno- era más bajo que el resto. Se
encontraba situado en uno de los extremos de la mesa y, al verlo,
deduje que el anfitrión había tenido problemas para conseguir
tantas tumbonas.
1 La fiesta de la Pascua judía -también llamada hag ha-massot o «fiesta de los ácimos»- se celebraba
anualmente el 15 de Nisán, correspondiendo con el plenilunio o luna
llena de la primavera. En aquel año 30, esta fecha -15 de Nisáncayó
en sábado, 8 de abril. El cordero pascual se sacrificaba la víspera
(14 de Nisán) y se comía en familia, una vez oscurecido; es decir,
en esta ocasión, el viernes, 7 de abril. El Galileo celebró, por
tanto, la «última cena» el 13 de Nisán o jueves, 6 de abril. El mes
de Nisán era el primero del año judío, correspondiendo a nuestros
marzo o abril. (N. del
m.)
A la izquierda del comedor (tomando siempre como referencia
la única puerta de entrada), y pegados prácticamente al muro de
ladrillo -cuidadosamente reforzado a base de caliza- conté tres
lavabos de bronce, elevados sobre el entarimado mediante sendos
pies de madera. Todos ellos, curiosamente, provistos de ruedas. De
esta forma, aquellos recipientes de unos cuarenta centímetros de
diámetro y de escasa profundidad- podían ser trasladados
cómodamente de una parte a otra del aposento. Junto a los lavabos,
el
dueño de la casa había preparado varías jarras con agua, así
como algunas jofainas y lienzos para el secado.
La escasa luz que penetraba por las espigadas ventanas -casi
«troneras»-, que se repartían a lo largo de los muros, había
obligado ya a los sirvientes a encender las lámparas de aceite. En
una rápida exploración observé que las seis o siete lucernas
adosadas en las paredes, y a cosa de metro y medio del suelo, no
daban una llama lo suficientemente grande como para iluminar la
estancia con amplitud. El defecto había sido subsanado con un farol
cuadrado, en cuyo interior ardía otra carga de aceite, con una
triple mecha de cáñamo. Este refuerzo, plantado en el interior de
la «U» y sostenido a poco más de un metro del piso por un pie de
hierro forjado bellamente trabajado, sí proporcionaba a la mesa y a
sus inmediaciones una generosa claridad. A través de las paredes de
vidrio -sutilmente teñidas de color oro-, la luz del farol inundaba
y bañaba de amarillo los divanes rojizos y el blanco e inmaculado
mantel.
En uno de los extremos de la mesa (el más distante al lugar
donde se encontraban los lavabos «rodantes»), la servidumbre habla
situado el pan, el vino, el agua y varios platos con legumbres. Y
sobre la mesa, en el punto correspondiente a cada uno de los
invitados, trece platos de fina cerámica, decorados con estrechas
bandas rojas y blancas, posiblemente trazadas a pincel por el
artesano. Junto a la vajilla, cuatro copas de cristal de Sidón por
comensal. La presencia de tan numerosa cristalería me hizo suponer
que Jesús pensaba celebrar aquella cena, según el rito
pascual.
Y por toda decoración, la sala lucía algunos tapices rojos,
colgados estratégicamente en las paredes. A la derecha de la
puerta, en el ángulo del cenáculo, la madre del joven Marcos había
puesto un discreto toque femenino, a base de brillantes ramas de
olivo y hojas de palma, firmemente sujetas en un barreño con
tierra.
Tras aquella vertiginosa ojeada a la estancia, comprendí que
el lugar ideal para ocultar el micrófono multidireccional era la
base del farol. Desde aquel punto, equidistante de casi todos los
discípulos, las voces podrían llegar con nitidez hasta el sensible
receptor. Pero, al volverme hacia la puerta, la presencia del
servicial acompañante me hizo desistir de mis propósitos. Tenía que
quedarme solo, aunque fuera únicamente durante un par de
minutos…
De pronto advertí que aún tenía las flores en mi mano
izquierda y entregándoselas al sirviente le rogué que buscara algún
jarrón. El buen hombre no entendía bien el griego y tuve que
expresarme por señas. Por fin pareció comprenderme y se alejó,
escaleras abajo, con el fin de satisfacer mi
súplica.
Sin perder un segundo me hice con el micrófono,
arrodillándome junto al farol. Por suerte, la base era igualmente
de hierro y el dispositivo magnético se «pegó» de inmediato. Los
flecos que colgaban del fanal formaron un excelente camuflaje.
Retrocedí, saliendo del centro de la mesa y, dirigiéndome
rápidamente al diván que presumiblemente debía ocupar el Galileo,
me recosté sobre él, accionando la conexión auditiva con la nave.
Eliseo respondió de inmediato. Por espacio de varios segundos
dirigí mi voz -en diferentes niveles de intensidad- hacia el farol,
situado a poco más de tres metros de la curvatura de la «U».
Después repetí las pruebas de sonido desde los dos extremos de la
mesa.
Eliseo verificó las recepciones, anunciándome que el sonido
llegaba «cinco por cinco»1.
Algo más sereno, me situé entonces en el rincón donde María
Marcos había dispuesto el adorno floral. En mi opinión, aquél era
el único ángulo desde el que habría sido posible una completa
filmación de la escena. Pero, al examinar la posición de la única
lente capaz -en este caso- de registrar los acontecimientos,
comprobé que existían dos obstáculos que dificultaban la filmación:
por un lado, las hojas de palma ocupaban la mayor parte del campo
visual. Por otro, y aunque no se hubiera dado aquel inconveniente,
el lugar que tenía que ocupar el Maestro quedaba oculto en parte
por el farol central.
1 Esta expresión es frecuentemente utilizada en el argot
aeronáutico para comunicar que se recibe el sonido de forma nítida.
(N. del t.)
Traté de tranquilizarme y, tomando de nuevo la vara,
escudriñé hasta el último rincón de la sala. Pronto desistí. No
había una sola zona donde apoyar el cayado sin que levantase
sospechas y con garantías de una filmación
correcta.
Desalentado, me dirigí entonces hacia el punto que había
elegido en un principio, con el fin de depositar la «vara de
Moisés» por detrás de las ramas y palmas. «Al menos -me dije a mí
mismo-, quedará constancia del lugar y de algunos de los
personajes.» Mi misión, en este caso, era sencilla: bastaba con que
dejara pulsado el clavo que activaba el rodaje. Una vez concluida
la cena, y si no surgían inconvenientes, todo era cuestión de subir
nuevamente y recogerla.
Pero, cuando me faltaban unos pasos para alcanzar el rincón,
el sirviente se presentó en la estancia, arruinando mis
intenciones. Traía en las manos un pequeño jarrón de barro y, en su
interior, mis flores.
Tuve que forzar una sonrisa. Después, casi como un autómata,
lo situé sobre la mesa, frente al plato y a las copas asignados al
Nazareno.
Y profundamente contrariado, abandoné aquel histórico
lugar.
Me disponía ya a despedirme de la familia Marcos cuando el
bronco y áspero sonido de los cuernos de carnero del Templo
anunciaron el final del día. Mi intención era ocultarme en las
proximidades de la casa y esperar la llegada de Jesús y de sus
hombres. De esta forma podría controlarles y, sobre todo, estar al
tanto de los movimientos de Judas. Pero la hospitalaria familia no
me dejó partir. Elías me rogó que aceptase un vaso de vino y que,
si no alteraba mis planes, permaneciese en su compañía hasta el
regreso del grupo a Getsemaní. El padre de Marcos conocía la
disposición del rabí sobre la cena: nadie -excepto los trece-
debería participar en la comida pascual. Ni siquiera habría
sirvientes. Y aunque yo me apresuré a recordarle este deseo del
Maestro, el buen hombre insistió en que no era necesario que yo
estuviera presente en el piso superior. Podía satisfacer mi apetito
y, de paso, resguardarme en la planta baja o en el pequeño jardín
contiguo a la vivienda.
Reflexioné y acepté. Quizá aquél fuera el emplazamiento ideal
para mi misión. Después de todo, desde el piso inferior e, incluso
desde el patio, era posible seguir los movimientos de cuantos
subieran o bajaran al cenáculo. Aquella amable invitación me
permitió, además, averiguar otro dato curioso: el menú de la
«última cena».
De acuerdo con las costumbres judías, esta comida se
sustentaba en un plato único -el cordero o cabrito-, aderezado y
acompañado con una serie de verduras, igualmente
obligatorias.
María Marcos había preparado varios platos con lechuga,
perifollos olorosos (con un suave aroma parecido al anís), un cardo
llamado «eringe» o «eringio» y las imprescindibles yerbas amargas.
Todo ello, sin hervir ni cocer, tal y como marcaba la
ley.
Cuando le pregunté sobre la forma de preparar el cordero, la
matrona me condujo hasta el jardín, mostrándome unas brasas de
madera de pino, perfectamente circunscritas en un hogar a base de
grandes cantos de río. Uno de los sirvientes velaba para que la
candela no se extinguiera mientras otros dos se ocupaban de un
cordero que no pesaría más allá de los ocho o diez kilos. Con una
destreza admirable, los sirvientes había cortado las extremidades y
extraído la totalidad de las entrañas. Después, tanto éstas como
las patas -todo ello perfectamente desollado y purificado a base de
agua- fue introducido en el interior del cordero.
Uno de los hombres tomó varios brotes de alhova, así como
laurel y pimienta, rellenando con ello los huecos. A continuación,
el vientre fue cerrado mediante largas y escogidas ramas de romero,
dispuestas alrededor de la pieza.
El segundo sirviente introdujo entonces un largo y sólido
palo de granado por la boca del cordero, atravesando todo el cuerpo
y haciéndolo aparecer por el ano.
Una vez dispuesto de esta guisa, los extremos de la vara de
granado fueron depositados sobre sendas horquillas de hierro,
firmemente clavadas en la tierra. Y dio comienzo un lento y
meticuloso asado. Siguiendo un antiguo ritual, antes de que los
servidores situaran el cordero sobre las brasas, el padre de
familia dirigió su mirada al cielo, comprobando que nos hallábamos
«entre dos luces», tal y como específica el Éxodo (12,6).
El banquete había sido redondeado con puerros, guisantes, pan
ácimo y, como postre, nueces y almendras tostadas y una pasta -sin
levadura- a base de higos secos.
Con el fin de aliviar el sabor de las obligadas yerbas
amargas, la madre del pequeño Juan Marcos tenía dispuesta una
deliciosa compota o mermelada -llamada «jarôset»-, preparada a base
de vino, vinagre y frutas machacadas. El vino (los comensales
debían beber, como mínimo, cuatro copas previamente mezcladas con
agua) procedía del Monte de Simeón, de gran prestigio en
Israel.
A eso de las seis y media, el benjamín de los Marcos irrumpió
en la casa como una exhalación. Jadeante y sudoroso comunicó a su
padre que el Maestro se acercaba ya a la mansión…
Los nervios y la alegría de la familia al recibir al Galileo
y a sus hombres no tuvo límites. Y durante varios minutos, la
confusión fue total. María Marcos subía y bajaba sin cesar,
mientras la servidumbre procedía a ultimar los detalles de la
cena.
Los discípulos -por consejo de Jesús- fueron ascendiendo las
escaleras, camino de la estancia superior. Según pude apreciar, no
faltaba ninguno. Judas, encerrado en un mutismo total, siguió a sus
compañeros, mientras el rabí departía con la familia. A juzgar por
sus jocosos comentarios sobre el cordero, su humor seguía siendo
excelente. Nada parecía perturbarle. Sin embargo, y a partir de
aquel momento, yo debía mantenerme en alerta total. El Iscariote,
al fin, había averiguado el lugar donde iba a celebrarse la
misteriosa cena y sus pensamientos sólo podían ocuparse ya de algo
básico para él y para los policías que esperaban, sin duda, su
información: salir de la casa de los Marcos y acudir al Templo para
poner en marcha la operación de arresto del
Nazareno.
Hacia las siete, Jesús se retiró, dirigiéndose hacia el
cenáculo. Su semblante seguía reflejando una gran
jovialidad.
A partir de ese instante me situé en el quicio de la puerta
que daba acceso al jardín, montando guardia a escasos metros de la
escalera que conducía al primer piso.
Al poco, el servicial Juan Marcos -por indicación de su
padre- me trajo un pequeño taburete. Me senté y él hizo otro tanto,
observándome en silencio. Apuré lentamente el plato de pescado
cocido que me había servido la señora de la casa y, sin demasiadas
esperanzas de éxito, comencé a interrogar al muchacho. Pero Juan, a
pesar de su corta edad, poseía un profundo sentido de la lealtad y,
sobre todas las cosas de este mundo, amaba a Jesús. Así que mis
preguntas fueron estrellándose, una detrás de otra, contra el
celoso silencio del jovencito. Cuando, por último, me atreví a
exponerle mi teoría sobre su acuerdo secreto con el rabí, en
relación al hombre del cántaro de agua y a los demás planes sobre
la cena, Juan Marcos se puso pálido. Y en un arranque, se levantó,
escapando hacia el fondo del jardín.
Sin querer, su actitud le había delatado. Pero no quise
forzar la situación.
A la hora, aproximadamente, de iniciada la cena, Santiago y
Judas de Alfeo -los gemelosaparecieron por las escaleras. Me puse
en pie. Pero, al verlos entrar en el patio y recoger la bandeja de
madera sobre la que había sido dispuesto el cordero -previamente
troceado-, me tranquilicé. Tenían la mirada grave. Y la curiosidad
volvió a asaltarme. ¿Qué estaba sucediendo allí arriba? ¿A qué se
debía aquella sombra de angustia en los rostros de los hermanos,
habitualmente risueños? La constante presencia de la familia Marcos
me impidió consultar al módulo. Y opté por serenarme. Tiempo habría
de averiguarlo.
Juan Marcos, algo más calmado y sonriente, recogió mi plato.
Procuré mostrarme amistoso, cambiando mi anterior tema de
conversación por otro más cálido. De esta forma -haciendo de Jesús
el centro de mis palabras-, el muchacho olvidó sus recelos,
demostrándome lo que yo ya sabía; que su pasión por el Maestro no
tenía límites y que, si fuera preciso, «él sería el primero en
ofrecer su vida por el rabí», según dijo.
Conforme avanzaba la noche, sin poder remediarlo, mi
nerviosismo fue también en aumento. Hasta que, finalmente, hacia
las nueve, vi bajar a Judas. Evidentemente, llevaba prisa. Y sin
mirarnos siquiera, abrió el portalón de entrada, saliendo de la
casa.
De un salto me situé en la puerta y observé cómo se alejaba
precipitadamente. Juan Marcos, alarmado por mi súbita actitud,
preguntó si ocurría algo. Si mis suposiciones eran correctas, el
Iscariote se dirigía hacia el Templo. Aquello significaba que yo
perdería su pista de inmediato. Era preciso actuar con rapidez e
inteligencia. Y, de pronto, fijándome en el muchacho, se me ocurrió
una solución.
-¿Conoces la casa de José, el de Arimatea? -le pregunté,
tratando de no alarmarle.
Juan Marcos asintió.
-Pues bien, corre hacía allí y dile a José que acuda de
inmediato al Templo. Es importante que él o Ismael se reúnan con
Judas…
Sin preguntar ni hacer el menor comentario, el muchacho -que
había captado mi preocupación- salió calle abajo, en dirección a la
piscina de Sibé.
Por mi parte, procurando que el Iscariote no advirtiera mi
presencia, inicié una tenaz persecución del traidor. A aquellas
horas de la noche, el número de transeúntes había decrecido
sensiblemente. A duras penas, ayudado más por la luz de la luna que
por los míseros y mortecinos candiles de aceite de las calles, pude
seguir los presurosos andares del judío hasta una casucha de una
planta, en los límites casi del barrio bajo con la ciudad alta.
Allí, Judas penetró en la casa, saliendo a los pocos minutos en
compañía de otro individuo. Y ambos se dirigieron entonces hacia el
muro occidental del Templo.
Cuando alcancé el atrio de los Gentiles, vi cómo el Iscariote
y su acompañante se alejaban por la solitaria explanada, camino de
las escalinatas que rodeaban el Santuario. Algunos de los 21
guardianes que montaban el habitual servicio de vigilancia en torno
al Templo les salieron al paso. Dialogaron unos segundos y, de
inmediato, dos de los levitas les acompañaron al
interior.
Obviamente, allí terminó mi trabajo. Y confiando en que, bien
el de Arimatea o Ismael, el saduceo, supieran interpretar mi
mensaje, acudiendo lo antes posible al Templo para poder espiar los
movimientos de Judas, di media vuelta, tratando de orientarme para
retornar a la casa de Marcos.
Preocupado por el asunto del Iscariote no me percaté que
entraba en una solitaria callejuela, sin ningún tipo de
iluminación. De pronto, por mi izquierda surgió un bulto que se
interpuso en mi camino. Quedé paralizado por el susto. La luna
iluminó entonces a un individuo de baja estatura y poblada barba
que avanzó lentamente hacia a mí. Un reflejo azulado en una de sus
manos me heló la sangre. Aquel salteador se abalanzó sobre mí y,
sin mediar palabra alguna, me asestó un duro golpe en el vientre.
Pero la curvada daga se quebró por su base, cayendo sobre los
adoquines con un eco metálico. La «piel de serpiente» me había
librado de un serio percance.
El individuo, desconcertado, miró la hoja rota y soltando la
empuñadura del arma, retrocedió a trompicones, sin poder dar
crédito a lo que estaba ocurriendo. Segundos más tarde desaparecía
por el estrecho callejón, aullando como un loco.
Por fortuna, el desgarro en la túnica no era demasiado
escandaloso. Y a toda prisa salí de la zona.
Pocos minutos después de la diez llamaba a la puerta de los
Marcos. La posibilidad de que Jesús y los once hubieran salido ya
del cenáculo me preocupaba. No quise alarmar a Eliseo, dándole
cuenta del penoso incidente con el ladrón. Después de todo, me
encontraba perfectamente. Sí el asaltante, en lugar de atacar, me
hubiese exigido, por ejemplo, la bolsa con el dinero, quizá la
situación hubiera sido radicalmente distinta. Mis posibilidades de
defensa eran casi nulas y lo más probable es que aquel inoportuno
bandolero se hubiera hecho con el dinero de Caballo de Troya y, lo
que habría sido mucho más lamentable, con el pequeño estuche que
contenía las «lentillas de visión infrarroja».
Al verme, Juan Marcos corrió a mi encuentro. El Maestro y los
suyos seguían aún en el piso superior. Respiré aliviado. José, el
de Arimatea, había recibido mi recado y -según me explicó el
muchacho- salió al instante hacia el Templo. Le di las gracias y,
un poco a regañadientes, obedeció a su madre, retirándose a
descansar. Pero su sueño no iba a ser muy
prolongado…
Hacia las diez y media, poco más o menos, escuché un himno.
Elías me ofreció un vaso de vino con miel y, señalando hacia el
lugar de donde procedía aquel cántico, me advirtió que Jesús y los
discípulos estaban a punto de terminar.
La verdad es que nunca había necesitado tanto una copa de
vino como en aquellos momentos. La apuré de un trago y,
efectivamente, a los pocos segundos -una vez finalizado el himno
religioso-, los apóstoles empezaron a bajar. Jesús fue el
último.
Los once, al menos en aquellos instantes, se hallaban mucho
más relajados que durante la mañana. Se despidieron de la familia y
emprendimos el camino de regreso al campamento.
Mientras cruzábamos las solitarias calles del barrio bajo, en
dirección a la Puerta de la Fuente, en la esquina sur de Jerusalén,
me las ingenié para descolgar a Andrés del resto del grupo. Y un
poco rezagados, me interesé por el desarrollo de la cena. El jefe
de los apóstoles empezó diciéndome que, tanto él como sus
compañeros, estaban intrigados por la súbita desaparición de Judas
y, muy especialmente, por el hecho de que no hubiera vuelto al
cenáculo. «Al principio, cuando le vimos salir, todos pensamos que
se dirigía al piso de abajo, quizá en busca de alguno de los
víveres para la cena. Otros creyeron que el Maestro le había
encomendado algún encargo…»
Los pensamientos de los discípulos eran correctos, ya que
ninguno disponía de información veraz sobre el complot. Por otra
parte, con la excepción de David Zebedeo -que no había asistido al
convite pascual-, ni Andrés ni el resto sabía aún que el Iscariote
había cesado como administrador y que el dinero común estaba desde
esa misma tarde en poder del jefe de los
emisarios.
Y Andrés continuó con su relato, haciendo hincapié en un
hecho, acaecido nada más entrar en el piso superior de la casa de
los Marcos, que -desde mi punto de vista- aclaraba perfectamente
por qué el Nazareno se decidió a lavar los pies de sus discípulos.
Los evangelistas habían ofrecido una versión acertada: Jesús llevó
a cabo este gesto, poniendo de manifiesto la honrosísima virtud de
la humildad. Sin embargo, ¿cuál había sido la «chispa» o la causa
final que obligó al Maestro a. poner en marcha el citado lavatorio
de los pies? ¿Es que todo aquello se debía a una simple y pura
iniciativa de Jesús? Sí y no…
Al visitar la estancia donde iba a celebrarse la cena
pascual, yo había reparado en los lavabos, jofainas y «toallas»,
dispuestos para las obligadas abluciones de pies y manos. La
costumbre judía señalaba que, antes de sentarse a la mesa, los
comensales debían ser aseados por los sirvientes o por los propios
anfitriones. Esa, repito, era la tradición. Sin embargo, las
órdenes del Maestro habían sido tajantes: no habría servidumbre en
el piso superior. Y la prueba es que -según pude comprobar-, los
gemelos descendieron en una ocasión con el fin de recoger el
cordero asado. Pues bien, ahí surgió la polémica entre los
doce…
-Cuando entramos en el cenáculo -continuó Andrés-, todos nos
dimos cuenta de la presencia de las jofainas y del agua para el
lavado de los pies y manos. Pero, si el rabí había ordenado que no
hubiera sirvientes en la estancia, ¿quién se encargaría del
obligado lavatorio? Debo confesarte humildemente que, tanto yo como
el resto, tuvimos los mismos pensamientos. «Desde luego, yo no
caería tan bajo de prestarme a lavar los pies de los demás. Esa era
una misión de la servidumbre…»
»Y todos, en silencio, nos dedicamos a disimular, evitando
cualquier comentario sobre el asunto del aseo.
»La atmósfera empezó a cargarse peligrosamente y, para colmo,
el enojoso asunto del aseo personal se vio envenenado por otro
hecho que nos hizo estallar› enredándonos en una agria polémica. El
Maestro no terminaba de subir y, mientras tanto, cada cual se
dedicó a inspeccionar los divanes. Saltaba a la vista que el puesto
de honor correspondía al diván más alto -el situado en el centro- y
nuevamente caímos en la tentación: ¿Quién ocuparía los lugares
próximos a Jesús? Supongo que casi todos volvimos a pensar lo
mismo: «Será el Maestro quien escoja a los discípulos predilectos.»
Y en esos pensamientos estábamos cuando, inesperadamente, Judas se
fue hacia el asiento colocado a la izquierda del que había sido
reservado para el rabí, manifestando su intención de acomodarse en
él, «como invitado preferido». Esta actitud por parte del Iscariote
nos sublevó a todos, produciéndose una desagradable discusión. Pero
Judas se había instalado ya en el diván y Juan, en uno de sus
arranques, hizo otro tanto, apoderándose del puesto de la
derecha.
»Como podrás imaginar, la irritación fue general. Pero las
amenazas y protestas no sirvieron de nada. Judas y Juan no estaban
dispuestos a ceder. Quizá el más enojado fue mi hermano Simón. Se
sentía herido y defraudado por lo que llamó «orgullo indecente» de
sus compañeros. Y visiblemente alterado, dio una vuelta a la mesa,
eligiendo entonces el último puesto, justamente, en el diván más
bajo. A partir de ese momento, el resto se fue instalando donde
buenamente pudo. Tú sabes que Pedro es bueno y que ama intensamente
al Maestro pero, en esa ocasión, su debilidad fue grande. Conozco a
mi hermano y sé por qué hizo aquello…
-¿Por qué? -le animé a que se sincerara
conmigo.
Andrés necesitaba contárselo a alguien y descargó sobre
mí:
-Aturdido por los celos y por la impertinente iniciativa de
Judas y Juan, Simón no dudó en acomodarse en el último rincón de la
mesa con una secreta esperanza: que, cuando entrase el Maestro, le
pidiera públicamente que abandonara aquel diván, desplazando así a
Judas o, incluso, al joven Juan. De esta forma, ocupando un lugar
de honor, se honraría a sí mismo y dejaría en evidencia a sus
«orgullosos» compañeros.
»Cuando el rabí apareció bajo el marco de la puerta, los doce
nos hallábamos aún en plena acometida dialéctica, recriminándonos
mutuamente lo sucedido. Al verle se hizo un brusco
silencio.
»Jesús permaneció unos instantes en el umbral. Su rostro se
había ido volviendo paulatinamente serio. Evidentemente había
captado la situación. Pero, sin hacer comentario alguno, se dirigió
a su lugar, ante la desolada mirada de mi hermano
Pedro.
»Fueron uno minutos tensos. Sin embargo, Jesús fue recobrando
su habitual y característica dulzura y todos nos sentimos un poco
más distendidos. Al poco, la conversación volvió a surgir, aunque
algunos de mis compañeros siguieron empeñados en echarse en cara el
incidente de la elección de los divanes, así como la aparente falta
de consideración de la familia Marcos al no haber previsto uno o
varios sirvientes que lavaran sus pies.
»Jesús desvió entonces su mirada hacia los lavabos,
comprobando que, en efecto, no habían sido utilizados. Pero tampoco
dijo nada.
»Tadeo procedió a servir la primera copa de vino, mientras el
rabí escuchaba y observaba en silencio.
»Como sabes, una vez apurada esta primera copa, la tradición
fija que los huéspedes deben levantarse y lavar sus manos. Nosotros
sabíamos que el Maestro no era muy amante de estos formulismos y
aguardamos con expectación.
»Y ante la sorpresa general, el rabí se incorporó, caminando
silenciosamente hacia las jarras de agua. Nos miramos extrañados
cuando, sin más, se quitó la túnica, ciñéndose uno de los lienzos
alrededor de la cintura. Después, cargando con una jofaina y el
agua, dio la vuelta completa a la mesa, llegando hasta el puesto
menos honorífico: el que ocupaba mi hermano. Y arrodillándose con
gran humildad y mansedumbre, se dispuso a lavar los pies de Pedro.
Al verle, los doce nos levantamos como un solo hombre. Y del
estupor pasamos a la vergüenza. Jesús había cargado con el trabajo
de un criado cualquiera, recriminándonos así nuestra mutua falta de
consideración y caridad. Judas y Juan bajaron sus ojos,
aparentemente más doloridos que el resto…
-¿También Judas? -le interrumpí con cierta
incredulidad.
-Sí…
Andrés detuvo sus pasos y, mirándome fijamente, preguntó a su
vez:
-Jasón, tú sabes algo… ¿Qué sucede con
Judas?
Me encogí de hombros, tratando de esquivar el problema. Pero
el jefe de los apóstoles insistió y -dado lo inminente del
prendimiento- le expuse que, efectivamente, yo también dudaba de la
lealtad del Iscariote.
Proseguimos y, al cruzar el Cedrón, mi acompañante salió de
su sombrío mutismo. Le supliqué que continuara con su relato y
Andrés terminó por aceptar.
-Cuando Simón vio a Jesús arrodillado ante él, su corazón se
encendió de nuevo y protestó enérgicamente. Como te he dicho, mi
hermano ama al Maestro por encima de todo y de todos. Supongo que
al verle así, como un insignificante sirviente y dispuesto a hacer
lo que ni él ni nosotros habíamos aceptado, comprendió su error y
quiso disuadirle. Pero la decisión del rabí era irrevocable y Pedro
se dejó hacer. Uno a uno, como te decía, Jesús fue lavando nuestros
pies. Después de las palabras de Pedro, ninguno se atrevió a
protestar. Y en un silencio dramático, el Maestro fue rodeando la
mesa, hasta llegar al último de los comensales.
Después se vistió la túnica y retornó a su
puesto.
-¿Juan y Judas seguían a derecha e izquierda del Maestro,
respectivamente?
-Si, nadie se movió de sus asientos, a excepción de Judas,
que salió de la estancia poco antes de que fuera servida la tercera
copa:
la de las bendiciones…
La proximidad del campamento me obligó a suspender aquel
esclarecedor relato. Sin embargo, en mi mente se acumulaban aún
muchas interrogantes. ¿Cómo había sido la revelación de Jesús a
Juan sobre la identidad del traidor? ¿Cómo era posible que el resto
de los apóstoles no lo hubiera oído? Indudablemente, así era ya que
ninguno estaba al tanto de los manejos del Iscariote. Sólo había
sospechas… Era vital que buscase un hueco en las horas siguientes
para interrogar a Juan.
En esos momentos no me preocupaba excesivamente el no conocer
las extensas enseñanzas del Maestro durante la cena. Eliseo me
había adelantado que la transmisión y grabación habían sido
impecables. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, iba a
tener la oportunidad de escucharlas en su totalidad. Y debo señalar
-por enésima vez- que la transcripción de tales palabras por parte
de los evangelistas es sólo un pobre reflejo de lo que se habló
aquella noche del llamado «jueves santo». Cuando uno conoce esas
enseñanzas y mensajes en su totalidad se da cuenta que las
Iglesias, con el paso de los siglos, han reducido el inmenso caudal
espiritual de aquella reunión con Jesús a casi una única fórmula
matemática1.
Hacia las once de la noche, cuando entrábamos en el huerto,
Andrés respondió a una última cuestión que, aunque para él no
revestía interés, para mi, en cambio, resultó de suma
importancia.
A mi pregunta de si Jesús había cenado abundantemente, el
discípulo, visiblemente extrañado, contestó que más bien poco. Y
añadió que, tal y como tenía por costumbre, el Maestro tampoco
probó el delicioso asado de cordero.
Según esto, el Galileo sólo pudo degustar algunas de las
verduras y legumbres -incluyendo las yerbas amargas-, así como algo
de pan ázimo, vino con agua y, presumiblemente, un poco de postre.
Este dato era de indudable valor, sobre todo de cara a las posibles
reacciones del organismo del Nazareno en las terribles y
prolongadas horas que tenía por delante. A las torturas, pérdida de
sangre, agotamiento y lacerante dolor habría que sumar también una
notable falta de recursos energéticos, como consecuencia de una
cena tan escasa y del consiguiente y total ayuno, a partir de las
diez de la noche de ese jueves.
En la primera oportunidad que tuve, transmití al módulo las
características y volumen aproximado de los alimentos que había
ingerido Jesús en la cena, así como los tiempos de iniciación y
remate de la misma. (Según mis cálculos, la comida pascual
propiamente dicha pudo dar comienzo alrededor de las ocho u ocho y
media de la noche, concluyendo una hora y media después, más o
menos.)
El computador central de la «cuna»
nos proporcionó la siguiente tabla de calorías -siempre de una
forma estimativa-, en base a los alimentos mencionados y que
constituyeron la dieta de Jesús en aquella noche: teniendo en
cuenta que cada una de las cuatro copas de vino había sido mezclada
con agua, ello arrojaba un total aproximado de 300
calorías2. En cuanto a los puñados de nueces y almendras -alimentos de
máximo poder energético de cuantos había ingerido el Maestro-, el
ordenador calculó el número de calorías entre 500 y 600.
Considerando, por último, que cada gramo de grasa proporciona nueve
calorías, la llamada «última cena» de Jesús de Nazaret pudo
significar un total aproximado de 750 calorías. Un aporte
energético teniendo en cuenta las características físicas del
gigante- más bien bajo. (El «metabolismo basal» de Jesús -es decir,
lo que su cuerpo necesitaba diariamente para mantenerse con vida,
sin hacer ejercicio- fue igualmente calculado por Santa Claus en
1728 calorías3. En el caso de que el Maestro
desarrollase un mínimo de actividad física -aminar, etc.- la cifra
se elevaba ya a 3 000 o 3 500 calorías, como consumo medio
diario.)
Las mujeres y los cuarenta o cincuenta discípulos que
aguardaban en el campamento recibieron al Maestro y a sus apóstoles
con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría en venirse
abajo. La causa, una vez más, fue Judas.
Al cerciorarse de que el Iscariote tampoco había hecho acto
de presencia en Getsemaní, algunos de los hombres del Nazareno
empezaron a sospechar que la alusión del Maestro durante la cena,
sobre una inminente traición, tenía mucho que ver con el
desaparecido administrador. David Zabedeo, al escuchar el rumor,
olvidó momentáneamente a sus mensajeros, aproximándose a los
corrillos. Pero su actitud siguió siendo prudente. Escuchó a unos y
a otros sin revelar lo que sabía.
1 El interesante contenido de las palabras y enseñanzas de
Jesús de Nazaret durante la última cena aparecerán en un siguiente
volumen, en el que se relatan las vivencias del mayor
norteamericano durante su segundo «gran viaje» al año 30. (N. de J. J.
Benítez.)
2 El volumen de cada copa fue calculado en 200 centímetros
cúbicos, de los cuales, 100 correspondían a agua (un litro de vino
representa un aporte de 700 calorías, aproximadamente). (N. del m.)
3 "Metabolismo basal» de Jesús: 40 x 1,8 metros cuadrados de
superficie total x 24 horas: 1728 calorías (cuando me refiero a
«calorías» se sobreentiende la expresión «kilocalorías»). (N. del m.)
Simón, el Zelotes, más nervioso que el resto, encabezó un
grupo y acudiendo hasta Andrés, comenzó a acosarle a preguntas. El
responsable del grupo, que en realidad carecía de información, se
limitó a contestar:
-No sé dónde está Judas… Pero temo que nos haya
abandonado.
El desaliento cundió rápidamente. Y Pedro, el Zelotes, Tomás
y Santiago, entre otros, se reunieron en la tienda, con la
intención de examinar la situación y adoptar las medidas de
seguridad que creyeran oportunas.
En eso, el joven Marcos apareció en el recinto. Se cubría con
una sábana blanca y, al verme, corrió a mi encuentro, rogándome que
no le delatara.
Cuando le pregunté por qué, me confesó que se había escapado
de su casa. Al oír cómo Jesús y los once abandonaban la mansión, se
levantó del lecho, cubriéndose a toda prisa con lo primero que
encontró: el lienzo de lino que le cobijaba. Y así había llegado
hasta el campamento. La fidelidad de aquel muchacho por el Galileo
me llenó de admiración.
Es muy posible que el Maestro se diera cuenta enseguida del
tenso ambiente que reinaba entre sus hombres, y llamándoles, les
dijo:
-Amigos y hermanos. No me queda mucho tiempo para estar entre
vosotros. Desearía que nos aisláramos con el fin de pedirle a
nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora y seguir
así la obra que, en su nombre, debemos realizar.
Los discípulos y los griegos le siguieron entonces ladera
arriba, hasta una plataforma rocosa, en plena cima del Olivete. Una
vez allí, pidió que nos arrodilláramos a su alrededor. Yo continué
de pie, al tiempo que filmaba aquella impresionante escena. El
gigante, bañado por la luz de la luna, levantó los ojos hacia las
estrellas y con su voz de trueno exclamó:
-¡Padre, ha llegado mi hora!… Glorifica a tu Hijo para que el
Hijo pueda glorificarte. Sé que me has dado plena autoridad sobre
todas las criaturas vivientes de mi reino y daré la vida eterna a
todos aquellos que, por la fe, sean hijos de Dios. La vida eterna
es que mis criaturas te reconozcan como el único y verdadero Dios y
Padre de todos. Que crean en Aquel a quien has enviado a este
mundo. Padre, te he exaltado en esta tierra y cumplido la obra que
me encomendaste. Casi he terminado mi efusión sobre los hijos de
nuestra propia creación. Solamente me resta sacrificar mi vida
carnal.
»Ahora, Padre, glorifícame con la gloria que tenía antes de
que este mundo existiera y recíbeme una vez más a tu
derecha.
Jesús hizo una breve pausa, mientras sus cabellos comenzaron
a agitarse por una brisa cada vez más intensa.
Te he puesto de manifiesto ante los hombres que has escogido
en el mundo y que me has dado -prosiguió-. Son tuyos, como toda la
vida entre tus manos. He vivido con ellos enseñándoles las normas
de la vida, y ellos han creído. Estos hombres saben que todo lo que
tengo proviene de ti y que la encarnación de mi vida está destinada
a dar a conocer a mi Padre en el mundo. Les he revelado la verdad
que me has dado y ellos -mis amigos y mis embajadores- han querido
sinceramente recibir tu palabra. Les he dicho que soy descendiente
tuyo, que me has enviado a esta tierra y que estoy dispuesto a
volver hacia ti… Padre, ruego por todos estos hombres escogidos.
Ruego por ellos, no como lo haría por el mundo, sino como hombres a
los que he elegido para representarme después que haya vuelto junto
a ti. Estos hombres son míos. Tú me los has dado.
»No puedo permanecer más tiempo en este mundo. Voy a volver a
la obra que m has encargado. Es preciso que deje a estos compañeros
tras de mí para que nos representen y representen nuestro reino
entre los hombres. Padre, preserva su fidelidad mientras me preparo
para abandonar esta vida encarnada. Ayúdales a estar unidos en
espíritu como tú y yo lo estamos. Son mis amigos.
«Durante mi estancia entre ellos podía velar y guiarles, pero
ahora voy a partir. Padre, permanece junto a ellos hasta que
podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y reconforte.
Me has dado a doce hombres y he guardado a todos menos a uno, que
no ha querido mantener su comunión con nosotros. Estos hombres son
débiles y frágiles, pero sé que puedo contar con ellos. Los he
probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que padecer mucho
por mi culpa, deseo que estén ilusionados.
«El mundo puede odiarles como me ha odiado a mí. Pero no pido
que les retires del mundo; solamente que les libres del mal que
existe en este mundo. Santifícales en la verdad. Tu palabra es la
verdad. Lo mismo que me has enviado a este mundo, así voy a
enviarles a ellos por el mundo. Por ellos he vivido entre los
hombres y consagrado mi vida a tu servicio, con el fin de
inspirarles para que se purifiquen en la verdad y en el amor que
les he mostrado. Bien sé, Padre mío, que no necesito rogarte que
veles por ellos después de mi marcha. Y también sé que les amas
tanto como yo. Hago esto para que comprendan mejor que el Padre ama
a los mortales lo mismo que el Hijo.
»Deseo demostrar fervientemente a mis hermanos terrestres la
gloria que disfrutaba a tu lado antes de la creación de este mundo
que se conoce tan poco…
»¡Oh, Padre justo!, pero yo te conozco y te he dado a conocer
a estos creyentes, que divulgarán tu nombre a otras
generaciones.
»De momento les prometo que estarás cerca de ellos en el
mundo, de la misma manera que has estado conmigo.
Y levantando sus largos brazos hacia el cielo,
concluyó:
Yo soy el pan de la vida… Yo soy el agua viva… Yo soy la luz
del mundo… Yo soy el deseo de todas las edades… Yo soy la puerta
abierta a la salvación eterna… Yo soy la realidad de la vida sin
fin… Yo soy el buen pastor… Yo soy el sendero de la perfección
infinita… Yo soy la resurrección y la vida… Yo soy el secreto de la
vida eterna… Yo soy el camino, la verdad y la vida… Yo soy el Padre
infinito de mis hijos limitados… Yo soy la verdadera cepa y
vosotros, los sarmientos… Yo soy la esperanza de todos aquellos que
conocen la verdad viviente… Yo soy el puente vivo que une un mundo
con otro… Yo soy la unión viva entre el tiempo y la
eternidad…
Tras unos minutos de silencio, el Galileo pidió a sus hombres
que se alzaran y -uno por unofue abrazándoles. Cuando llegó hasta
mi, sus ojos se hallaban arrasados por las
lágrimas.
Poco después, el grupo regresó al
campamento.
David Zebedeo y Juan Marcos se aproximaron a Jesús y trataron
inútilmente de convencerle para que se alejara de Jerusalén. A
partir de aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual buen
humor del rabí desapareció. Y con palabras entrecortadas por una
profunda emoción, el Maestro rogó a sus discípulos que se retirasen
a dormir. A regañadientes, los apóstoles fueron acomodándose en la
tienda y en sus lugares habituales de descanso. Pero antes, y
mientras el Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a Pedro que
«permanecieran un poco más con él», Simón el Zelotes se dirigió con
gran sigilo hacia uno de los laterales de la tienda de los hombres,
abriendo un gran fardo. ¡Eran espadas!
Los ocho apóstoles restantes acudieron a la llamada del
Zelotes y se enfundaron las armas. Todos menos uno: Bartolomé.
Este, rechazando el equipo de combate, exclamó:
-Hermanos míos, el Maestro nos ha dicho muchas veces que su
reino no es de este mundo y que sus discípulos no deben combatir
con la espada para establecerlo. A mi juicio, creo y pienso que el
Maestro no precisa que empleemos las armas para defenderlo. Todos
hemos sido testigos de su poder y sabemos que puede defenderse de
sus enemigos si lo desea. Si no quiere resistir es porque esta
línea de conducta representa su intento por cumplir la voluntad de
su Padre. Por mi parte rezaré, pero no sacaré mi
espada.
Al escuchar a Bartolomé, Andrés devolvió su espada. Si no me
equivocaba, en total eran nueve los apóstoles que ceñían un arma en
aquellos momentos. Todos menos Bartolomé, Andrés y Juan (aunque de
este último no estaba muy seguro).
Por fin, francamente agotados, los apóstoles y discípulos se
retiraron, estableciendo un riguroso turno de vigilancia,
consistente en dos hombres armados a las puertas del campamento.
Por lo que pude deducir, el grupo estaba persuadido de que la
detención del Maestro por parte de los jefes de los sacerdotes no
se llevaría a cabo hasta la mañana siguiente. Y se durmieron con la
intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo
peor.
Juan, Pedro y Santiago se habían sentado en torno a la
hoguera y esperaban a Jesús. Este había llamado a David Zebedeo,
pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal
Jacobo, que había desempeñado la función de «correo» nocturno entre
Jerusalén y Beth-Saida. Y el Nazareno le dijo:
-Vete enseguida a casa de Abner, en Filadelfia, y dile lo
siguiente: el Maestro te envía sus deseos de paz. Dile también que
ha llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y que seré
muerto…
El emisario palideció, pero Jesús prosiguió sin
inmutarse:
Dile igualmente que resucitaré de entre los muertos y que me
apareceré a él antes de regresar junto a mi Padre. Entonces le daré
instrucciones sobre el momento en que el nuevo instructor vendrá a
morar en vuestros corazones.
David y yo nos miramos. Jesús rogó entonces a Jacobo que
repitiera el mensaje y, una vez satisfecho, le despidió con estas
palabras:
-No temas. Esta noche, un mensajero invisible correrá a tu
lado.
Mientras el Zebedeo ultimaba la partida del «correo», Jesús
se dirigió a los griegos que acampaban junto a la cuba de piedra de
la almazara y se despidió de ellos.
Yo permanecí sentado muy cerca de Pedro, Juan y Santiago. Los
apóstoles, a pesar de sus esfuerzos, comenzaron a bajar los
párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó hasta la
fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el
interior del olivar, David le retuvo unos instantes. Con la voz
trémula y los ojos húmedos acertó al fin a
decirle:
-Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar para
ti. Mis hermanos son tus apóstoles, pero me alegro de haberte
servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo corazón tu
partida…
Las lágrimas terminaron por rodar por sus curtidas mejillas.
Y el Galileo, sin poder contener su amor hacia aquel hombre
prudente y eficaz, le tomó por los hombros,
diciéndole:
-David, hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené.
Pero, en tu caso, ha sido tu propio corazón el que ha respondido y
servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi lado
en el reino eterno.
Y antes de separarse definitivamente del Maestro, David le
confesó que había dado órdenes para que su madre y su familia se
trasladasen a Jerusalén. Jesús no pareció muy
sorprendido.
-Un mensajero me ha comunicado -concluyó- que esta misma
noche han llegado a Jericó y que mañana temprano estarán
aquí.
El Nazareno le miró y respondió:
-David, que así sea.
Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban al pie del
olivar, se perdió en la oscuridad de la noche.
La gran tragedia estaba a punto de comenzar…