-Es la hora -advirtió el centurión.

 

Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más

 

que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por

 

los brazos.

 

Un sudor frío empezó a envolverme. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar

 

seguía aullando, convulsionándose a ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor

 

atención. Arrodillado frente al patibulum, el verdugo responsable del enclavamiento esperaba

 

con uno de aquellos terroríficos clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente

 

similar a los utilizados anteriormente: de unos veinte centímetros de longitud -quizá un poco

 

más- y con la punta afilada, aunque no tanto como sus «hermanos». Hubo otro detalle que lo

 

distinguía también de los precedentes: aunque la sección era cuadrangular, las aristas se

 

hallaban notablemente deterioradas, formando ligerísimas rebabas y dientes.

 

Los soldados colocaron al Maestro de espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron

 

hacia tierra, al tiempo que un tercer legionario repetía la zancadilla. En esta ocasión, la extrema

 

debilidad del reo fue más que suficiente para acelerar su caída.

 

Una vez con las paletillas sobre el madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro sobre el patibulum, al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro con las rodillas. Las palmas quedaron hacia arriba, con las puntas de los dedos levemente flexionadas, temblorosas y -como el resto de los brazos y antebrazos- salpicadas de sangre reseca.

 

La pierna izquierda, inflamada a la altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el encargado de la cadena se preocupó de estirarla, abajándola con un seco palmetazo sobre la rótula. El Galileo acusó el dolor, abriendo la boca. Pero no emitió gemido alguno. Longino, en su rutinario puesto -junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.

 

Los ayudantes del verdugo principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta izquierda del tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del Maestro. Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior al patibulum. Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al filo se hubiera cortado irremisiblemente. El grado de crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener límites…

 

Los numerosos regueros de sangre que bañaban los gruesos antebrazos del Nazareno dificultaron en cierta medida la exploración de los vasos. Finalmente, el verdugo pareció distinguir las líneas azuladas de las arterias y venas, señalando el punto escogido para la perforación.

 

Antes de levantar la vista hacia el centurión, el soldado que se disponía a martillear el clavo sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros, rubricando su sorpresa con un significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente atónitos, respondieron con idéntica mueca.

 

Longino, cansado de sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe con otro leve movimiento de cabeza.

 

Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la altura del conglomerado de huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La punta, algo roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de sangre.

 

La punta del clavo, al abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de comprender.

 

Instantáneamente, los brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto, permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos segundos, se abrieron y el reo, cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó a inhalar aire con una respiración corta y anhelante.

 

Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de su asombro.

 

Al fin, derrotado por el dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la roca. Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo derecho, acelerando el ritmo respiratorio.

 

¡Cómo no me había dado cuenta mucho antes! Jesús sólo tomaba aire por la boca. Aquello me hizo sospechar que su tabique debía presentar alguna complicación -fruto de los golpes-, dificultando la inspiración por vía nasal.

 

El verdugo cambió de posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta segunda perforación iba a presentar complicaciones…

 

La sangre había empezado a brotar con extrema lentitud, formando un brazalete rojizo alrededor de la muñeca izquierda del Nazareno. Evidentemente, el clavo estaba sirviendo como tapón, dando lugar a la hemostasis o estancamiento del derrame sanguíneo. Pero la escasa hemorragia constituía un arma de doble filo. Los médicos saben que, en estas situaciones, el dolor aumenta.

 

Arsenius y el oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar problemas, había empezado a despertar una profunda admiración en Longino y en su lugarteniente. El contraste con aquel «zelota» que colgaba de la cruz y que desgarraba el aire con sus berridos y juramentos era tan extraordinario que el oficial, al caer en la cuenta que aún sostenía entre sus manos la lanza, la arrojó violentamente contra la base de las cruces, súbitamente indignado consigo mismo.

 

El segundo mazazo fue tan preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente, apuntando con su cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera del patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco.

 

En este segundo enclavamiento, el rabí no levantó siquiera la cabeza. Gruesas gotas de sudor habían empezado a resbalar por las sienes, tropezando aquí y allá con los coágulos. Se limitó a abrir la boca al máximo, emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.

 

-¿Qué sucede? -preguntó el centurión al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros por encima de la muñeca derecha.

 

El verdugo despegó el brazo y examinó la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de los dedos sobre la corteza movió la cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que había dado con un nudo.

 

Sentí cómo me ardían las entrañas.

 

Sin perder la calma, el legionario depositó nuevamente la taladrada muñeca sobre el patibulum y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y pulgar se dispuso a vencer la resistencia del inoportuno obstáculo con un nuevo golpe.

 

El impacto fue tan terrorífico que la sección piramidal del clavo se quebró a escasos centímetros de la ensangrentada piel del reo.

 

El nuevo contratiempo llegó aparejado con una soez imprecación del legionario.

 

Arrojó el mazo a un lado y ordenó a sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después, aprisionando como pudo el extremo del metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del clavo. Fue en vano. La punta había conseguido perforar el nudo y el metal se resistió.

 

Entre nuevas maldiciones, el enojado infante se incorporó. Pisó la zona cúbito-radial de Jesús con su sandalia izquierda y comenzó a remover el clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro. Hasta Longino palideció a la vista de aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo, buscando la liberación del metal, ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos e inundando de sangre sus propios dedos, el patibulum y la roca.

 

Es muy probable que el dolor se viera difuminado en parte por la profusa hemorragia. De lo contrario, no puedo explicar el comportamiento del Galileo. A cada movimiento pendular del soldado, en su afán por extraer la pieza, Jesús de Nazaret respondió con un lamento. Cinco, seis…, ocho sacudidas y otros tantos gemidos, acompañados de algunos resoplidos y de varios movimientos de cabeza. Pero aquel gigante no estalló; no protestó…

 

Al fin, después de una eternidad, el verdugo separó la punta del tronco. Y tras sacar la enrojecida y goteante barrita metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su interior. Al volver junto al Nazareno observé que traía una especie de barrena corta, con una manija de madera.

 

Retiró el brazo del Galileo y tras escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero, limpió con la mano la zona donde se ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca en espiral en el orificio practicado por el clavo. Y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la manija, hizo girar el vástago de hierro, taladrando la casi pétrea rugosidad con movimientos lentos pero firmes.

 

La operación fue laboriosa. Mientras, la sangre del rabí siguió corriendo, formando un extenso charco sobre la blanca superficie del Gólgota. A juzgar por la velocidad de escape del torrente, no creo que las aristas en sierra del clavo llegaran a rasgar ninguna de las arterias o venas principales. Sin embargo, aquella pérdida empezaba a ser dramática. Jesús palidecía por minutos y temí que entrara en un nuevo estado de shock.

 

Cuando el soldado consideró que había barrenado el patibulum suficientemente, buscó en su cinto y se hizo con otro clavo. Antes examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el antebrazo del reo a la posición inicial. Sin embargo, en contra de lo que suponía, antes de tomar el mazo, atravesó la muñeca por el holgado orificio. Cuando la punta amaneció por la cara dorsal, el verdugo la introdujo en el agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió el martillazo. Salvado el nudo, el clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe, el brazo derecho del Maestro quedó definitivamente fijado. La base del clavo, al igual que había ocurrido con la de la muñeca izquierda, no llegó a tocar la carne. Ambas cabezas -horas después comprendería por qué- sobresalían entre 8 y 10 centímetros.

 

Al igual que había sucedido con los guerrilleros, al registrarse el enclavamiento de las muñecas, los pulgares del Cristo se doblaron, saltando y colocándose hacia el centro de las palmas de las manos, en dirección opuesta a la de los cuatro dedos, ligeramente flexionados.

 

Mientras la herida de la muñeca izquierda -de forma oval- apenas si alcanzaba los 15 x 19 milímetros, la de la derecha era mucho más espectacular, con casi 25 milímetros de longitud, en el sentido del eje del antebrazo.

 

Aquella holgura me hizo temer incluso por la estabilidad del Maestro una vez que fuera levantado sobre la stipe. ¿Se produciría un desgarramiento de los tejidos?

 

Los soldados obedecieron al oficial. Aquello se estaba demorando en exceso. Así que, ayudados por el optio, izaron el patibulum al crucificado con él, actuando con ligereza a la hora de enroscar al prisionero en la soga que debería servir para auparlo hasta lo alto del árbol.

 

Al pasar la maroma por la ranura del extremo de la stipe y empezar a tensaría, el madero controlado por los legionarios para que no perdiera su posición horizontal- inició un lento y exasperante ascenso. Pero las fuertes ráfagas de viento, acuchillando el

 

cuerpo del Nazareno con sucesivas cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades el levantamiento.

 

El centurión reclamó a gritos la presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad del Gólgota, distribuyéndolos al pie de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba desde lo alto.

 

Mientras el Galileo conservó sus pies sobre la roca, la posición de sus brazos pudo mantenerse más o menos en el eje del patibulum. Poco a poco, su cabeza recuperó la verticalidad, cayendo en ocasiones sobre el mango o extremo superior del esternón.

 

En uno de aquellos tirones, tras inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó fugazmente la cabeza y dirigiendo la mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:

 

-¡Padre!…, ¡perdónales!… ¡No saben lo que hacen!

 

Los infantes, al escuchar la quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en arameo. Creo que, salvo uno o dos legionarios, el resto no le entendió. Pero, lamentablemente, preguntaron el significado. La pareja que sí había comprendido se miró de hito en hito y antes de que tradujeran las frases del reo, uno de los soldados cruzó el rostro de Jesús con una bofetada.

 

-¡Maldito hebreo! -masculló el que le había abofeteado-… ¡Ni muertos ni vivos son dignos de piedad!

 

La versión del traductor fue correcta, pero los incultos legionarios interpretaron sus frases erróneamente.

 

-Así que no sabemos lo que hacemos… -le gritó el que había practicado las perforaciones-. ¡Pues espera y verás!

 

Y dirigiéndose al centro del Calvario recogió del suelo el yelmo de espinas, regresando en el acto ante el Galileo.

 

El centurión tampoco había acertado a comprender el sentido de la expresión y vaciló ante la irritada postura de sus hombres. Supongo que no se atrevió a intervenir. En el fondo, él también se sintió ofendido por lo que parecía una burla hacia su profesionalidad.

 

El verdugo separó el cráneo del Maestro del patibulum y de un golpe le encasquetó el capacete de púas en la cabeza. El ajuste, quizás por temor a herirse con las espinas, no fue excesivamente violento, y la masa espinosa quedó medio bailando sobre las sienes del prisionero.

 

La multitud, que en aquellos momentos debía oscilar alrededor de las 2 000 o 3 000 personas, aulló de placer al ver el gesto del romano.

 

El Maestro permaneció con la cabeza baja y sus torturadores continuaron con el izado del tronco.

 

La gran estatura y el peso de Jesús -posiblemente alrededor de los 80 kilos- fueron otro «handicap» para los sudorosos verdugos, que no tardaron en animarse mutuamente, acompasando cada tirón a otros tantos «¡ey!»…

 

Palmo a palmo, la soga fue jalando del crucificado, en un ascenso interminable y sobrecogedor. Para colmo, el gentío -cada vez más excitado- se unió a las interjecciones de los legionarios. animándoles con sus «¡ey!».

 

Pero los poderosos brazos de los tres soldados que tiraban desde el suelo y en lo alto de la escalera no eran suficientes. Temiendo que reo y madero se precipitaran a tierra, Longino y Arsenius no tuvieron otra opción que formar con los soldados, añadiendo sus fuerzas al levantamiento.

 

«¡Ey!… ¡ey!…»

 

El cuerpo del Galileo se despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora «cuenta atrás» hacia una escalofriante agonía.

 

Al perder el apoyo de sus pies, los brazos del gigante se tensaron y los crujidos de sus huesos se unieron durante algunos segundos al chirriar de la maroma sobre la horquilla del palo vertical.

 

Al momento, las clavículas, esternón y costillas se dibujaron bajo la piel y regueros de sangre, mientras los músculos pectorales, de los hombros, cuello y brazos se esculpían embravecidos, a un paso de la dislocación. Pero la fortaleza de aquellos paquetes musculares era aún grande y evitaron la luxación de los hombros y codos. Las fibras de los antebrazos, especialmente los músculos extensores de las manos y de los dedos, se afilaron como sables y cerré los ojos, temiendo que saltaran en alguno de aquellos tirones.

 

Jesús colgaba ya a medio metro del suelo. La fuerza de la gravedad hizo que, desde el primer momento de la suspensión absoluta, los brazos girasen y, arrastrados por el peso del cuerpo, se deslizaron hasta formar un ángulo de unos 65 grados con la stipe1.

 

El formidable peso que soportó el Nazareno en cada una de las grietas de las muñecas, unido al desbocamiento de las heridas y a la suprema tensión de los ligamentos de hombros y codos tuvo que multiplicar sus dolores (suponiendo que le quedara capacidad para ello) hasta el enloquecimiento.

 

En varias ocasiones, acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y, sobre todo, un punto de apoyo. Pero esos puntos sólo podía encontrarlos en un lugar. Mejor dicho, en dos: en los clavos que le atravesaban los carpos. Pero, ¿cómo elevarse sobre unas piezas de metal, estando suspendido?

 

Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital, haciendo desistir al Maestro. Estas sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno fueron transformando su respiración en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada vez menos efectivo. El fantasma de la asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del Hombre…

 

«¡Ey!… ¡ey!»

 

Cuando los soldados detuvieron el pesado avance de la cuerda, el cuerpo de Jesús se balanceaba a unos 90 o 100 centímetros de tierra. Sus pies, chorreando sangre, palparon la corteza del tronco vertical y se pegaron a él desesperadamente. Pero las hemorragias le hicieron resbalar una y otra vez. Y en cuestión de minutos, la cara frontal del árbol se tiñó de rojo, impregnada desde la zona de los omoplatos hasta los talones.

 

El legionario situado en el extremo superior de la súpe apretó los dientes y comenzó a jalar de la lazada central. Pero el patibulum no se movió un solo centímetro. El peso del madero y del reo (algo más de 110 kilos) era excesivo para el agotado infante. El centurión y Arsenius, casi al unísono, le gritaron para que forzara el izado final. Fue inútil. El romano, jadeante, hizo una señal de impotencia con su mano derecha, dejándose caer sobre la horquilla de la stipe.

 

Miré a Jesús y conté la frecuencia respiratoria: ¡Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por minuto! Las puntas de sus dedos habían empezado a tomar una coloración azulada. La cianosis o deficiente oxigenación de la sangre había hecho acto de presencia. Examiné alarmado sus labios. Pero la hipoxia (disminución de la cantidad normal de oxígeno en sangre) no se manifestaba aún en la mucosa labial ni en las orejas.

 

El bombeo del cansado corazón del Maestro aumentó su ritmo, pero dudo que fuera suficiente para irrigar las partes más periféricas del cuerpo. Si Longino y sus hombres no actuaban con rapidez, la falta de riego y el consiguiente déficit de oxígeno en el cerebro podían desembocar en la pérdida primero de la razón de Jesús y su fulminante fallecimiento. Y, honestamente, en algunos de aquellos críticos segundos llegué a desearlo con todas mis fuerzas. Aquella hubiera sido una forma de segar de plano sus torturas.

 

1 Un sencillo cálculo matemático nos proporciona la terrorífica imagen del peso que tuvo que soportar Jesús de Nazaret durante este angustioso elevamiento. Repartiendo el peso total del Maestro entre ambos brazos (unos 40 kilos para cada uno) la fuerza de tracción ejercida sobre cada uno de ellos es igual a 40/coseno de 65º = 40: 0,4226 = 95 kilos, aproximadamente. (N. del m.)

 

Pero el oficial, sin perder los nervios, ordenó a los que permanecían al pie de la stipe que colaborasen con el legionario encargado de encajar el patibulum. «Pero, ¿cómo? -pensé-, si sólo hay una escalera de mano…» La solución llegó al momento.

 

Dos de aquellos diestros soldados, ágiles y entrenados, se aferraron con sus manos al palo vertical mientras otros dos se encaramaban a sus respectivos hombros, alcanzando así los extremos del madero transversal. A una señal del que había vuelto a sujetar el nudo central, empujaron el leño hasta que la afilada punta del árbol entró en el agujero central del patibulum.

 

-¡Ahora! -gritó el infante situado en lo alto de la escalera. Los soldados saltaron sobre la roca, al tiempo que el centurión y el resto dé los verdugos soltaban de golpe la maroma.

 

Y el palo horizontal se precipitó hacia tierra. Pero, a unos cuarenta centímetros de la horquilla, quedó encajado en el grueso perímetro de la stipe.

 

El frenazo fue recibido por la muchedumbre con grandes vítores y aplausos. El Maestro acusó el impacto con un lamento más fuerte. Su respiración se detuvo algunos segundos y las brechas de las muñecas se hicieron ostensiblemente más grandes. Los dedos, agarrotados, apenas si reaccionaron ante la bárbara tracción.

 

Longino alargó la tablilla al infante y éste procedió a clavarla por encima del patibulum.

 

Mientras remataba el ajuste del palo transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la pierna derecha de Jesús, forzando el abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las nalgas del madero. Su rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se disponía a clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo. El compañero que había jalado de la pierna obligó la superficie de la planta hasta que ésta -completamente plana- tocó la stipe. Y un tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue de flexión. (Al examinar de cerca la entrada y salida del clavo estimé que el legionario había perforado el ligamento anular anterior del tarso. De esta forma, la pieza se deslizó entre el tendón del músculo extensor propio del dedo grueso y los del extensor común de los dedos, penetrando por fuerza entre los huesos calcáneo y cuboides y el astrágalo y escafoides por dentro. Los cuatro huesos quedaron hábilmente separados y el clavo se dirigió hacia atrás y hacia abajo, quedando más cerca del talón que de los dedos.)

 

En esta ocasión, a pesar de la destreza del verdugo, la punta o las aristas del clavo desplazaron o aplastaron algunos de los ramales de las arterias digitales o de la vena safena externa, causando una hemorragia que me atemorizó. La sangre brotó a borbotones, anegando materialmente el metro escaso existente entre el citado pie derecho y el suelo del Gólgota. Es de suponer que aquel destrozo pudo afectar también al nervio tibial anterior, lacerando pierna y muslo, y provocando un insoportable dolor reflejo en las ramificaciones y de los nervios denominados plexo sacro y lumbar, en pleno vientre.

 

A pesar de los horribles dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo!

 

El enclavamiento del pie derecho, aunque parezca mentira, alivió el ritmo respiratorio del Nazareno, al menos durante los primeros minutos de su crucifixión. Al apoyar el peso del cuerpo sobre el clavo, repartiendo así los puntos de sustentación, sus pulmones lograron capturar un volumen mayor de aire, ventilando algo más los alvéolos. Pero, ¿a costa de qué índice de sufrimiento se consiguió esta momentánea regularización respiratoria?

 

Aquella inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa fase de progresiva asfixia. Sus inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas, cortas y a todas luces insuficientes para llenar y ventilar los pulmones.

 

Algo más tranquilo, el verdugo situó el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo. El golpe en los ligamentos posteriores de la rodilla, como dije, había hinchado y amoratado toda la región donde se insertan el fémur, la tibia y el peroné. Y a pesar de la rigidez de dicha pierna, el legionario la dobló violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.

 

El clavo entró sin problemas, resaltando -como en el caso del pie derecho- entre cinco y seis centímetros por encima del dorso. La sangre fluyó en menor cantidad, bien porque el metal no llegó a tocar vasos importantes o porque, sencillamente, la volemia del Nazareno había descendido notablemente.

 

La pierna izquierda había quedado flexionada, formando con el palo vertical un ángulo de unos 120 grados y abierta hacia la izquierda de la cruz,

 

Aunque el árbol disponía, como ya adelanté, de una barra de hierro o sedile, atravesada a cosa de 1,20 metros del extremo inferior de la stipe y paralela al patibulum, en esta ocasión resultó ineficaz. La considerable talla del reo hizo que los pies de éste quedaran por debajo del apoyo que quizá -en el supuesto de haber coincidido- sólo hubiera servido para dilatar su agonía.

 

Al ver consumada la crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando la macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre todo, mostraban una especial satisfacción. Toda su anterior cólera se había convertido en júbilo. Su venganza estaba casi saciada. Y digo «casi» porque, incluso después de muerto, el cadáver del Hijo del Hombre se vería amenazado por aquella perturbada ralea sacerdotal…

 

Mi atención quedó fija en el Iscariote. Nada más ver cómo atravesaban el segundo pie del Maestro, el traidor se alejó del gentío, perdiéndose por el polvoriento camino, rumbo a Jerusalén. Juan Marcos también desapareció de mi vista, por lo que supuse que habría seguido los pasos de Judas.

 

El triste espectáculo había entrado en su último acto. Los curiosos comenzaron a desfilar, retirándose hacia la ciudad santa. Jesús de Nazaret y los «zelotas» -clavados en dirección Sureran sólo un despojo…

 

A las 13.30 horas de aquel viernes, 7 de abril, comuniqué a Eliseo el final del duro enclavamiento. Y tanto mi hermano como yo guardamos silencio. Un doloroso silencio.

 

Si el texto que figuraba en la tablilla de Jesús Nazareno hubiera sido otro -a gusto de los sacerdotes judíos-, la mofa hacia el recién crucificado quizá hubiese sido menor. Cuento esto porque, a partir de la elevación del Maestro sobre la stipe, las risas y sarcasmos de la concurrencia menudearon durante un buen rato y, al parecer, según averiguaciones posteriores, como vengativa contrapartida por el conocido «inri». Al fracasar ante Pilato, los jueces tuvieron especial cuidado de intoxicar a la multitud, ridiculizando al Maestro y, de esta sutil forma, quitándole seriedad a las tres inscripciones, evitar que los testigos pudieran tomar en serio lo de «rey de los judíos».

 

Así que, volviéndose hacia la cada vez menos numerosa masa humana, algunos de los saduceos comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:

 

-¡Ha salvado a los demás, pero no puede salvarse a sí mismo!

 

Y el gentío aprobó esta nueva manifestación de burla con fuertes y repartidos aplausos. Al poco, otra voz se destacaba entre la turba, preguntando al Nazareno:

 

-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz?

 

Jesús, al igual que la patrulla y que yo mismo, pudo escuchar estas exclamaciones, teñidas de la más cruel y mordaz ironía. Al encontrarse a un metro escaso del suelo y a poco más de diez de la primera fila de judíos no era muy difícil retener estos gritos e, incluso, las conversaciones que sostenían los legionarios en el menguado círculo de piedra del Gólgota. Estos, finalizada la laboriosa crucifixión, se tomaron un respiro. El optio levantó el cordón inicial de seguridad que bordeaba la circunferencia del promontorio, formado como dije por seis infantes, reduciendo la vigilancia a un primer turno de cuatro soldados. Cada uno se situó en los puntos cardinales, rodeando a los tres condenados y al resto del pelotón. Los demás excepto dos- se apresuraron a sentarse a unos tres metros de las cruces. Y contemplaron con desgana cómo sus dos compañeros procedían a retirar la escalera de mano, enrollando minuciosamente la maroma y recogiendo las diversas herramientas utilizadas en el enclavamiento. A la vista de aquellos preparativos, todo apuntaba hacia una larga espera. Eso, al menos, creían Longino y sus hombres. En realidad, según me informó el centurión, el relevo no llegaría hasta el ocaso.

 

-¿Distingues ya desde tu posición los primeros frentes del «haboob»?

 

Las palabras de Eliseo me recordaron la inminente proximidad del «ojo» del «siroco». Protegí la vista con la mano izquierda, en forma de visera, y, efectivamente, en la lejanía -por detrás del Olivete- descubrí unas masas negruzcas y oscilantes que se abatían sobre un extenso frente.

 

El oficial también reparó en aquellas amenazantes nubes de polvo y, como buen conocedor de este tipo de fenómeno meteorológico, alertó a los legionarios. La primera medida precautoria fue comprobar la estabilidad de las cruces. Las stipes, en principio, parecían sólidamente plantadas en las grietas de la roca. Sin embargo, Arsenius ordenó que las cuñas de madera fueran incrustadas al máximo. Después, los soldados rasgaron los restos de las túnicas de los «zelotas», convirtiéndolas en estrechas tiras. Y sin pérdida de tiempo, el oficial fue distribuyéndolas equitativamente entre los doce infantes. Hasta que no vi a uno de ellos cubriéndose las desnudas piernas con aquellas bandas de tela no comprendí el sentido de la operación. Prudentemente, los romanos trataban de proteger su piel del azote de aquel viento terroso. Por último, la media docena de escudos de los hombres libres del servicio de vigilancia del Calvario fue tumbada en el suelo, uno junto a otro, formando una hilera y con la cara cóncava hacia arriba.

 

Alguien recordó al pelotón las vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del gran peñasco. Pero, cuando los soldados las recogieron, dispuestos a trocearías, los cuatro legionarios, responsables de la custodia y enclavamiento de Jesús, protestaron, aludiendo -con toda razón- que aquellas prendas les pertenecían y que, dado su buen estado, las reclamaban para sí.

 

El resto de la tropa cedió y, precipitadamente, antes de que la tempestad de arena cayera sobre Jerusalén, el oficial hizo inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio». A uno le correspondía la capa de púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par de sandalias y el último se vio recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba la túnica. ¿Qué hacer con ella? Algunos insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se opuso. A pesar de su deplorable aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el agua y la orina de Lucilio, sucia del polvo del camino y con algunos deshilachados a la altura de las rodillas-, aquella prenda, tejida a mano, merecía un final más honorable que el de fajar las piernas de los romanos. La solución fueron los dados.

 

El soldado responsable del saco de cuero no tardó en regresar junto al grupo, haciendo tamborilear en una de sus manos un trío

 

de dados. Formaron un cerrado círculo y, uno tras otro, fueron arrojando los pequeños cubos de madera de dos centímetros de lado sobre el suelo del patíbulo. Del uso, las piezas habían perdido su primitivo color blanco, así como el filo de sus aristas. La mugre había terminado por darles un lustre característico. Los valores de cada cara -perforados mediante alguna herramienta o instrumento al rojo- se hallaban repartidos de forma que, siempre la suma de los dos lados opuestos diera siete.

 

Y como digo, se produjo el lanzamiento: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para el segundo jugador); 1-3-5- (en el tercero) y 1-5-3 en la última jugada1.

 

El ganador plegó cuidadosamente «su» túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban frases hirientes contra el Maestro:

 

-Tú, que querías destruir el Templo y reconstruirlo en tres días…, ¡sálvate a ti mismo!

 

-Si tú eres el Rey de los Judíos -interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos…

 

-Se ha confiado a Dios -bendito sea- para que le liberara y ha llegado a pretender ser su Hijo… ¡Miradle ahora!: crucificado entre dos bandidos.

 

El autor de aquella última frase -otro de los sacerdotes de Caifás- no consiguió el efecto apetecido. La muchedumbre, por supuesto, no consideraba a Gistas y Dismas como ladrones y apenas si coreó al malintencionado saduceo.

 

Mientras los soldados guardaban las prendas del Maestro, me asaltó un pensamiento: ¿Qué ocurriría con aquellas vestiduras? ¿Dónde irían a parar?

 

De algo sí estoy seguro: que los legionarios no regalarían ni se desprenderían así como así de lo que, según la costumbre, les pertenecía. Por otro lado, además, seguir la pista de dichos vestidos no era cosa fácil para los discípulos de Jesús. La mayoría de aquellos romanos regresarían pronto a su campamento-base, en la ciudad de Cesarea y, con el paso de los meses, muchos cambiarían de destino o serian licenciados. Todo esto me hizo sospechar que al contrario de lo que ocurriría con el lienzo que sirvió para su enterramiento-, Jesús de Nazaret no era muy partidario de que sus discípulos guardaran estas reliquias, susceptibles siempre de convertirse en motivos de adoración supersticiosa, con el consiguiente riesgo de olvidar o relegar a segundo plano su verdadero mensaje…1

 

Concluido el reparto de las vestiduras, Longino pidió a su lugarteniente que examinara también las fijaciones de los reos. El optio se aproximó primero a la cruz de la derecha y tocó la cabeza del clavo del pie izquierdo del guerrillero. Parecía sólidamente clavado. El «zelota», con el cuerpo desmayado y violentamente encorvado hacia adelante, no había parado un momento de aullar y retorcerse, intentando sobrevivir. Pero las penosas, cada vez más duras, condiciones para robar algunas bocanadas de aire, sólo habían añadido nuevos dolores y mayores hemorragias a su organismo.

 

Al ver a Arsenius al pie de su cruz, Gistas hizo un supremo esfuerzo y tensando los músculos de sus hombros logró elevar los brazos. Inspiró y, al momento, mientras expulsaba el escaso aire conseguido, lanzó un salivazo, mezclado con sangre, contra el suboficial, insultándole. Indignado, el ayudante del centurión se hizo con una lanza, replicando con el fuste de madera en plena boca del estómago del «zelota». El castigado diafragma se resintió aún más. hundiendo al condenado en un proceso más acelerado de asfixia. Sin dejar de mirar hacia arriba, desconfiando, el optio repitió la comprobación en los pies de Jesús y, finalmente, con los clavos del tercer crucificado. Este había ido recobrando el sentido, aunque su mirada consecuencia posiblemente del aguardiente- se había tornado opaca y extraviada. El dolor le había sacado de su inconsciencia y los gemidos no cesarían ya.

 

De pronto, entre berrido y berrido, Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su cabeza hacia la izquierda, gritándole al

 

Maestro:

 

-Si eres el Hijo de Dios… ¿por qué no aseguras tu salvación y la nuestra?

 

Al instante, sofocado por el esfuerzo, cayó sobre los puntos de apoyo inferiores, jadeante y empeñado en nuevas y rapidísimas inspiraciones.

 

Pero el Maestro no respondió. Silo hizo en cambio el otro guerrillero. Apoyado como estaba con la punta de su pie izquierdo sobre la mitad del sedile, su mecánica respiratoria no resultaba tan fatigosa como la de sus compañeros de cruz. Y con voz balbuceante le reprochó a su amigo:

 

-¿No temes tú mismo a Dios?… ¿No ves que nuestros sufrimientos… son por nuestros actos?…

 

Dismas hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó:

 

¡Pero… este hombre sufre injustamente!… ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de nuestros pecados… y la salvación… de nuestras… almas?

 

Los músculos de sus brazos se relajaron y el vientre volvió a inflarse como un globo.

 

Jesús de Nazaret, que había escuchado las palabras de ambos «zelotas», abrió los labios unos milímetros, con evidente deseo de responder. Pero su cuerpo, despegado de la stipe y muy caído sobre las extremidades inferiores, no le obedeció. Sin embargo, el gigante no se rindió. Aceleró el número de inspiraciones bucales -llegué a sumar 40 por minuto, cuando el ritmo normal e inconsciente de respiraciones de un ser humano es de 16- e intentó contraer los potentes músculos de los muslos, en su afán de elevarse unos centímetros y hacer entrar aire en los pulmones. Sin embargo, aquellos cinco o diez primeros minutos en la cruz habían ido quemando el escaso potencial de todos 105 paquetes musculares de muslos y piernas utilizados por el Señor en el imprescindible apoyo sobre los clavos de los pies para tomar oxígeno- y los bíceps, sartorios, rectos anteriores, vastos y gemelos se negaron a funcionar. La rigidez de todas estas fibras musculares me llevó al convencimiento de que la temida tetanización se había iniciado antes de lo previsto. (Este dolorosísimo cuadro -la tetanización- se registra siempre al entrar los músculos en un proceso anaerobio o de falta de oxígeno. En estas condiciones, el ácido láctico existente en las fibras musculares no puede metabolizarse, cristalizando. El organismo se ve sometido entonces a un dolor lacerante, bien conocido por los atletas.)

 

Al comprender que sus piernas habían empezado a fallar, el Maestro -presa de las primeras convulsiones y espasmos musculares, propios de la incipiente pero irreversible tetanizaciónforzó las articulaciones de los codos, al tiempo que, buscando apoyo!, en los clavos de las muñecas, pedía a la musculatura de sus antebrazos que le sirviera de «puente» para elevar, a su vez, la de los hombros.

 

Entre jadeos, inspiraciones y lamentos entrecortados -provocados por el roce o aplastamiento de los nervios medianos de las muñecas con el metal que perforaba sus carpos-, aquel ejemplar humano venció al fin la fuerza de la gravedad, izándose sobre si mismo y relajando el diafragma. Los deltoides, duros como piedras, transformaron sus hombros en «manos» y la boca del Nazareno se abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la inspiración del aire polvoriento que nos azotaba.

 

Al observar el titánico esfuerzo de Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a hablarle:

 

-iSeñor! -le dijo con voz suplicante-. ¡Acuérdate de mí… cuando entres en tu reino!

 

Y al tiempo que expulsaba parte del aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las arterias del cuello tensas como tablas, acertó a responderle:

 

-De verdad… hoy te digo… que algún día estarás junto a mi… en el paraíso… Los músculos de los hombros, brazos y antebrazos se vinieron abajo y con ellos, toda la masa corporal del Nazareno que quedó nuevamente doblado «en sierra» y sin esperanzas inmediatas de repetir semejante y agotador «trabajo»1.

 

Por mi parte, en vista de la acelerada degradación del organismo del gigante, me dispuse a acoplar sobre mis ojos las «crótalos» e iniciar una de las más delicadas y vitales operaciones de seguimiento médico de aquella misión.

 

Pero dos hechos -uno de ellos absolutamente imprevisto y desconcertante- retrasarían esta nueva exploración del cuerpo del Galileo…

 

1 Aunque no soy entendido en los misterios de la llamada Cábala o Qabbalah (vocablo hebreo equivalente a «conocimiento» o «tradición»), invito a quien pueda leer este diario a someter las sucesivas numeraciones aparecidas en los dados al método de conversión utilizado por Cagliostro y que supone una pretendida correspondencia entre los números y tas letras, según los alfabetos hebreo y latino. Yo lo he hecho y he quedado sorprendido ante las palabras que parecen formar los números «153-634-135-153»… No sólo aparece el nombre «cósmico» de Jesús -siempre según el Esoterismo-, sino que, sobre todo, cuando esa secuencia numérica es «traducida» o «convertida» en letras (las del alfabeto hebreo), los expertos en Cábala descubrieron con asombro todo un «mensaje». A través de este sistema conocido en la ciencia cabalística como «gueematria»-, estos números (en el mismo orden que aparecen en el texto) fueron «descifrados» e interpretados, obteniendo, como digo, un «mensaje múltiple». No voy a desvelar aquí y ahora este increíble «mensaje». Prefiero que sea el lector quien trabaje sobre este apasionante enigma y descubra por sí mismo el «secreto» de dicha numeración. Sólo añadiré algo: en mi deseo de comprobar y analizar cuantos datos aparecen en este Diario, sometí las referidas tiradas de los dados a un frío y riguroso examen, por parte del catedrático de Ciencias Matemáticas y Estadísticas, J. A. Viedma, y de un grupo de especialistas en Informática, encabezados por mi buen amigo José Mora, todos ellos residentes en Palma de Mallorca. Pues bien, según estos expertos, el cálculo de probabilidad matemática de que puedan salir dichos números, y en ese orden, es de 1: 1.679.616 = 0,00000059537. Es decir, la probabilidad resultaba bajísima. (N. del m.)

 

1 Como saben bien los seguidores de las iglesias -especialmente de la Católica-, el número actual de reliquias, supuestamente relacionadas o pertenecientes a la Pasión del Galileo, supera el millar. Esto, desde un punto de vista objetivo, arqueológico y científico, es tan absurdo como imposible. En la basílica de Saint-Denis, en Argenteuil, al norte de Paris, se conserva, por ejemplo, una supuesta «túnica sagrada». Y Otro tanto ocurre en la catedral de Tréveris. Con los debidos respetos a los que creen en ambas «túnicas«, ninguna de las dos puede ser la que lució el Maestro de Galilea. En la primera, aunque las dimensiones son aproximadas a las reales (1,45 metros de longitud por 1,15 de anchura), careciendo incluso de costuras, el tejido, en cambio, lo constituye un burdo entramado de hilos de estopa de cáñamo, que nada tiene que ver con la naturaleza de las prendas utilizadas habitualmente por los hebreos en aquella época: algodón, lana y lino. (Por una túnica confeccionada con una tela tan raída como tosca, los legionarios no hubieran perdido el tiempo sorteándola.) En cuanto a la segunda, aún resulta más difícil de identificar. Se trata de una serie de trozos de un tejido muy fino y parduzco, envueltos y protegidos contra la polilla entre dos telas. Una de éstas es de seda adamascada, fabricada posiblemente en Oriente entre los siglos vi y ix. Con los clavos y la cruz de Cristo ocurre algo parecido. Según la tradición, la piadosa emperatriz santa Elena los desenterró en el siglo IV. (Para empezar, dudo que las fuerzas romanas perdieran el tiempo y el dinero sepultando las stipes y patibulum, así como los clavos, después de cada ejecución, como pretenden algunos exegetas, en defensa de la tradición de la mencionada madre del emperador Constantino.) Según estas mismas leyendas, santa Elena mandó hacer un freno con uno de los clavos para el caballo de su hijo (hoy se conserva en Carpentras). Con otro formó un circulo para el casco de Constantino y se dice que aquel círculo forma ahora parte de la corona de hierro de los reyes lombardos, conservada en Monza. Con el tercer clavo dícese que sirvió para apaciguar una tempestad en el Adriático… El caso es que, en la actualidad, en varias iglesias de Europa se veneran supuestos clavos de la Pasión, hasta un total de ¡diez!: dos en Roma, uno en Santa Cruz de Jerusalén, en Santa María del Capitolio, en Venecia, en Tréveris, en Florencia, en Sena, en París y en Arras.

 

Respecto a los maderos de la cruz de Jesús, el asunto se complica mucho más. El mundo de los cristianos está materialmente sembrado de astillas de todos los tamaños, todas ellas supuestamente extraídas de la verdadera Cruz. Como decían Breckhenridge y Salmasio, entre otros, «sí se juntasen estas reliquias podríamos plantar un bosque…» Quizá el trozo más voluminoso es el que se venera en España: en Santo Toribio de Liébana, en la provincia norteña de Santander. La tradición asegura que este lignum crucis fue traído desde Jerusalén por santo Toribio, obispo de Astorga, en España, y contemporáneo de san León 1 el Grande. lino de los datos a favor de este supuesto resto de la cruz en la que fue colgado el Maestro es el tipo de madera: pino. Pero, desde un punto de vista científico, las dudas siguen envolviendo su origen. (N. del m.)

 

1 Los hombres de Caballo de Troya, en un informe posterior a este primer «gran viaje» y en base al peso de Jesús, a las longitudes de sus brazos, a las distancias hombro-clavo y al ángulo de 30 grados que formaban sus miembros superiores con la horizontal, expusieron, entre otras, las siguientes consideraciones teóricas: la distancia entre los clavos de las muñecas y una línea horizontal (imaginaria) que pasara por el centro de ambas articulaciones de los hombros, era de 26,5 centímetros, aproximadamente. Esta era, en suma, la escalofriante altura a la que debía elevarse el Maestro cada vez que practicaba una de estas inspiraciones algo más profundas. Pensando que el músculo deltoides (que se extiende desde la clavícula y el omoplato al húmero) está diseñado para elevar el citado miembro superior, cuyo peso es de un kilo y pico, el esfuerzo a que se vio sometido en el caso del Galileo es sencillamente excepcional. Si hacemos actuar el citado deltoides en forma inversa -haciendo fijas sus inserciones en el húmero, tirando hacia arriba de los hombros para elevar el peso del cuerpo- comprobaremos las enormes dificultades que ello supone, perfectamente patentes en ese ejercicio gimnástico, único, que se lleva a cabo con las anillas y que, popularmente, es conocido como «hacer el Cristo». Al no contar con la ayuda de los músculos de las extremidades inferiores, la musculatura del hombro tenía que elevar el peso correspondiente a la cabeza, tronco y vientre, hasta la raíz de los

 

Hacia las 13.40 horas, la voz de Eliseo se escuchó "5 x 5" en mi oído. Con una cierta excitación me adelantó algo que, tanto los hebreos como el pelotón de vigilancia en el Gólgota y yo mismo, teníamos a la vista y que no tardaría en convertir la ciudad santa y aquel paraje en un infierno. El primer frente del «haboob» acababa de caer como una negra y tenebrosa niebla sobre la falda oriental del monte Olivete. La «cuna», como medida precautoria, había activado su «cinturón» de defensa. Las rachas de viento, a su paso sobre el módulo, alcanzaban los 35 nudos.

 

El gentío, al distinguir los sucios lóbulos de la tempestad, avanzando por el Este como una «ola» y gigantesca, empezó a movilizarse, huyendo precipitadamente hacia la muralla. Muchos de ellos se perdieron por la puerta de Efraím y otros, buenos conocedores de esta especie de «siroco», buscaron refugio al pie del alto muro que cercaba Jerusalén por aquel punto. El sol seguía brillando en lo alto, en mitad de un cielo azul y transparente. Creo que esta matización resulta sumamente interesante: en contra de lo que dicen los evangelistas, aquella muchedumbre no se retiró de las proximidades del Calvario como consecuencia de las «tinieblas» a las que aluden los escritores sagrados. Éstas, sencillamente, aún no se habían producido. Y hay más: en aquellos momentos tampoco detecté miedo. El fenómeno -no me cansaré de insistir en ello- era molesto, incluso peligroso, pero frecuente en aquellas latitudes. Los judíos, por tanto, estaban acostumbrados a tales tormentas de polvo y arena. En principio no era lógico que cundiera el pánico. Sin embargo, ese terror que citan Mateo, Marcos y Lucas se produjo. Pero, tal y como pasaré a narrar seguidamente, el origen de dicho miedo no estuvo, repito, en el «siroco»…

 

A los pocos minutos, de aquellos cientos de personas que contemplaban a los crucificados sólo quedó un mínimo contingente de sacerdotes y curiosos. Quizá medio centenar. La mayoría, como si se tratase de una medida habitual de protección, empezó a sentarse sobre el terreno, cubriendo sus cabezas con los pesados y multicolores mantos. Aquel pequeño grupo, en definitiva, era una prueba más de lo que afirmo. Sabían que se echaba encima una tempestad seca y, sin embargo, se tomaron el asunto con filosofía. Por supuesto, eligieron y apostaron por el macabro espectáculo de los reos, debatiéndose entre la vida y la muerte.

 

Tentado estuve de aprovechar aquellos instantes para extraer mis lentes especiales de contacto y proceder al chequeo del cuerpo del Maestro. Pero la inminente llegada de los densos y negruzcos penachos me hizo desistir. A semejante velocidad -unos 70 kilómetros a la hora-, las partículas de tierra y los gránulos de arena hubieran dañado la delicada superficie de las «crótalos», arruinando aquella fase de la misión e, incluso, poniendo en peligro la integridad física de mis ojos. Así que opté por aplazar el registro ultrasónico y tele-termográfico. Según Eliseo, el hocico del «haboob» y los dos o tres lóbulos que corrían detrás no eran muy profundos, estimándose su duración en unos 15 a 20 minutos.

 

miembros inferiores. Es decir, suponiendo que la masa total de Cristo fuera de unos 82 kilos, la mencionada musculatura debía correr con la elevación de los 2/3 del peso corporal. En otras palabras: con unos 54,6 kilos. De acuerdo con la expresión peso = masa x gravedad, se obtuvo que 54,6 x 9,8 = 535,73 julios. Al cronometrar el referido ascenso de 26,5 centímetros (0,265 metros) en unos 1,5 segundos, Caballo de Troya dedujo que la aceleración sufrida por Jesús de Nazaret fue de aproximadamente, 0,2355 metros por segundo en cada segundo. (Se tuvo en cuenta, obviamente, los siguientes parámetros: «e» = espacio o distancia recorrida; «V0» = velocidad inicial, en este caso cero; «a» = aceleración y «t» = tiempo invertido.

 

O, lo que es lo mismo: e = V0 + 1/2 a t2. Esto significaba lo siguiente: 0,265 = 1/2 a. 1,52.)

 

También fue calculada la fuerza que tuvo que hacer el Maestro en cada una de estas violentas elevaciones en vertical: peso-fuerza = masa X aceleración. Es decir, 535,73- F = 54,6 x 0,2355. El resultado fue de F = 522,87 julios.

 

En cuanto al «trabajo» desarrollado, he aquí la escalofriante cifra: trabajo = fuerza x distancia (T = 522,87 x 0,265 = 138,56 newtons). Ello arrojó una potencia de ¡92,37 watios! (potencia = trabajo/t¡empo o 138,56/1,5).

 

Si comparamos esos 92,37 watios con los 2,5 que normalmente realiza la misma musculatura para elevar simplemente el brazo, empezaremos a intuir el gigantesco y dolorosísimo esfuerzo que, como digo, desarrolló Jesús de Nazaret en la cruz. (N. del m.)

 

No fue necesario que el centurión diera demasiadas indicaciones. Cada hombre sabía cómo debía comportarse ante aquella contingencia. Al comprobar la masiva retirada de los judíos, Longino permitió a los centinelas que se agrupasen en el extremo sureste de la cima del Gólgota, de cara a la tormenta. Juntaron los cuatro escudos, formando un parapeto, y clavaron sus rodillas en la roca, sujetando esta improvisada defensa mediante las abrazaderas interiores de cada escudo. El resto de la patrulla levantó la hilera de escudos que había sido dispuesta sobre la superficie del patíbulo, formando un segundo «muro» defensivo. Y la totalidad del pelotón -incluidos el oficial y Arsemus- se agazaparon dando la cara al cada vez más próximo temporal.

 

Longino, al verme en pie e indeciso, me hizo una señal con la mano para que buscara refugio junto a la piña que formaban sus hombres. Así lo hice sin pérdida de tiempo. Pero, en lugar de acurrucarme como los legionarios, en dirección al «sirocco», me senté de espaldas a la patrulla, sin perder de vista a los crucificados.

 

El viento, de pronto, se volvió más cálido y silbante. El primer torbellino del «haboob» se precipitó sobre Jerusalén, y sobre el peñasco donde nos encontrábamos, con una estimable violencia. En cuestión de segundos, una masa deshilachada y blanquecina, formada por toneladas de arena y polvo en suspensión, arrasó el lugar, repiqueteando en su choque contra las partes convexas de los escudos.

 

A pesar del manto que cubría mi cabeza, una minada de granos de una arena fina empezó a acosarme, penetrando por todos los huecos de mis vestiduras e hiriendo la piel -especialmente las piernas- como alfileres. El bramido de aquel tornado fue incrementándose con su velocidad. Al poco, tanto los soldados como yo, nos vimos obligados casi con desesperación a cerrar los ojos y proteger la boca, oídos y fosas nasales de aquella angustiosa polvareda.

 

Conforme el «siroco» fue arreciando, los gritos de los «zelotas» -encarados al viento y casi desnudos- se hicieron más y más estentóreos. Las rachas habían empezado a ensañarse con sus cuerpos indefensos, asaeteándoles con millones de partículas de tierra, añadiendo así un nuevo e insoportable suplicio. Levanté la cabeza como pude y, entre las columnas de polvo, más que ver, escuché a uno de los guerrilleros, pidiendo entre aullidos que le rematasen. En cuanto a Jesús, casi no pude distinguir su figura, pero imaginé el sofocante tormento que estaba soportando.

 

Dudo mucho que nadie en el Gólgota ni en sus alrededores, ni tampoco en la ciudad, pudiera levantar la vista durante aquella pesadilla. Los sucesivos frentes del «haboob», cuyo «techo» resultaba poco menos que imposible de fijar en semejantes condiciones, se elevaban -eso sí- a una altitud suficiente como para difuminar el disco solar, al menos para cualquier observador que se encontrase inmerso en el tornado. Sin embargo, yo no aprecié una oscuridad o debilitamiento de la luz diurna suficiente como para clasificarlo de «tinieblas». Hubo, naturalmente, un descenso de la visibilidad, como consecuencia del arrastre de arena y polvo, pero no esa cerrada negrura que parece desprenderse de los textos evangélicos. Cualquiera que haya vivido una de estas experiencias sabe que, por muy espeso que sea el fenómeno meteorológico en cuestión, difícilmente desemboca en tinieblas. Fue después cuando ocurrió «aquello» que sí «oscureció» un amplio radio…

 

Una vez alejados los tres o cuatro lóbulos «de cabeza», Eliseo abrió de nuevo la conexión auditiva, anunciándome que la «cola» del «siroco», muy debilitada ya, necesitaría otros cinco o diez minutos para cruzar la región. Las masas de tierra en suspensión eran menos consistentes, aunque los vientos en superficie mantenían velocidades no inferiores a los 20025 nudos.

 

El centurión, al notar cómo el torbellino principal parecía decrecer, se incorporó parcialmente, inspeccionando a los cuatro soldados que se resguardaban a escasos metros de nuestra «empalizada». No debió observar demasiadas anomalías porque volvió a acurrucarse de inmediato, en espera de los últimos coletazos del «haboob». Eliseo no estaba equivocado. Alrededor de las 14 horas, la fuerza del tornado disminuyó, así como el polverío. Afortunadamente el cuerpo principal del «siroco» había ido despedazándose desde su nacimiento en los desiertos arábigos, alcanzando las tierras de Palestina con una «cabeza» cuya longitud fue valorada por los instrumentos del módulo en unos 20 kilómetros y un frente de casi 125. Las ráfagas, sin embargo, no cesarían hasta bien entrada la tarde.

 

Cuando la tormenta cesó, el espectáculo que se ofreció a mi alrededor era sencillamente dantesco. Todos los legionarios, y yo mismo, naturalmente, aparecíamos cubiertos de arena. El polvo había blanqueado las cejas, cabellos y ropajes de los soldados, así como los mantos de los cincuenta escasos judíos que habían preferido aguantar el azote del viento al pie del Gólgota.

 

En cuanto a los crucificados, al verlos mudos y con las cabezas inmóviles sobre el pecho, lo primero que pensé es que habían perecido por asfixia. Longino debió imaginar lo mismo porque se precipitó hacia las cruces, palmoteando sobre sus ropas y sacudiéndose la tierra acumulada.

 

Sin embargo, al situarnos bajo los condenados, comprobamos -yo, al menos, con aliviocómo seguían vivos. Las costillas flotantes de Jesús registraban esporádicas oscilaciones, señal de una débil ventilación pulmonar. Las heridas y regueros de sangre se hallaban acribillados por infinidad de partículas de tierra y arena, llegando a taponar las profundas brechas de los costados y el desgarro de la rótula. Los cabellos de su cabeza, axilas y pubis, así como el del pecho, eran irreconocibles. Se habían convertido en masas encanecidas. Su cabellera, sobre todo, encharcada por las hemorragias, era ahora, con el polvo, un viscoso y ceniciento colgajo. Quedé aturdido al ver su barba y bigote cargados de polvo y sus labios, con una costra terrosa que desdibujaba las mucosas e, incluso, las profundas fisuras.

 

Las heridas de los clavos, tanto en el Maestro como en los «zelotas», habían sido poco menos que taponadas por el «haboob». Aquel viento infernal, que acababa de atentar contra el hilo de vida que aún flotaba en lo alto de aquellos árboles, había logrado lo que parecía un milagro: detener la pérdida de sangre del Nazareno (aunque, sinceramente, a aquellas alturas de la crucifixión ya no sé qué hubiera sido mejor). De todas formas, el destino es muy extraño…

 

Los guerrilleros y Jesús de Nazaret se hallaban sin conocimiento. En el fondo era lo mejor que les podía haber ocurrido.

 

Y sucedió. A las 14.05 horas, mi compañero en el módulo -con una excitación similar a la que había experimentado durante mi permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente la conexión, anunciándome algo que hizo tambalear mis esquemas mentales.

 

¡Ahí está otra vez…! ¡Jasón, lo tengo en pantalla…! El radar registra un eco… ¿Dirección…?, afirmativo: procede del Este. ¡Esto es de locos!

 

Me volví hacia el lugar, pero, una vez más, no observé nada anormal. Era lógico. Aunque la «ola» de polvo se había extinguido, aquel objeto se hallaba aún, según el «Gun Dish» de a bordo, a 135 millas del «punto de contacto» donde reposaba la «cuna».

 

No viene muy fuerte -prosiguió Eliseo, que debía tener la nariz pegada a la pantalla del radar-. Calculo que a unos 400 nudos… oh…!

 

La voz de mi hermano se cortó. Rodeado como estaba por los 12 legionarios y los dos jefes no pude pulsar mi conexión y dirigirme a él. ¿Qué demonios pasaba en el módulo?

 

-… ¡Jasón, nunca nos creerán…! El eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados… Lo tengo en rumbo 190… Si sigue así pasará casi sobre tu vertical… Pero, ¿cómo ha podido…?, ¿qué clase de «cosa» puede hacer un giro así…? Jasón, entiendo que no puedes hablarme. Seguiré informando… ¡Reduce, afirmativo, reduce su velocidad! ¡Y también el nivel…! A ver…, en electo… ¡Roger!, pasa de 400 nudos a 275… ¿Nivel…? 300 y sigue bajando… Te doy «pegeons»1 al módulo: 90 millas y mantenido en 190… ¡Un instante…! ¡Acelera…! Afirmativo, está acelerando: ¡400…, 700…, 900 nudos…! ¡No es posible…! Se ha estabilizado en nivel 120 (cuatro mil metros)… Lo tendrás a la vista en seguida si mantiene esa velocidad… Entiendo que a las «dos» de tu posición…

 

Efectivamente, a los cinco minutos y seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi cabeza. Pero, esta vez silo tenía a la vista: al principio como un punto brillante. Después, conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna llena», de un color mate.

 

Los soldados no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan perplejo como yo.

 

-… ¡Jasón…! ¿lo tienes? Yo lo veo casi a mis «12» y alto… Sigue a 12000 pies. ¡Se detiene…! ¡Afirmativo!, ¡ha hecho estacionario…!

 

Las últimas palabras desde el módulo, cargadas de emoción, terminaron por contagiarme. Me restregué los ojos, pensando en una posible alucinación… Pero pronto caí en la cuenta que aquella

 

hipotética explicación era ridícula: Longino, los legionarios y yo podíamos sufrir algún tipo de trastorno pero, ¿y el radar?

 

Aquella «cosa», según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que se encontraba y por su tamaño aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran enormes.

 

Mientras observaba boquiabierto aquel fenómeno pasaron por mi mente un sinfín de posibles explicaciones, que, por supuesto, no terminaron de satisfacerme. Era el segundo objeto volante que veía en las últimas 14 horas. ¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? Y, sobre todo, ¿quién o quiénes lo tripulaban?

 

Pero mis elucubraciones se vieron definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después de verificar hasta tres veces el diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1 757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente superior a la de toda la ciudad santa…

 

La presencia de aquel monstruoso disco, totalmente silencioso y flotando en el cielo como una frágil pluma, hizo pasar a la escolta y a los hebreos de la estupefacción al miedo. En un movimiento reflejo, el centurión y algunos de sus hombres desenfundaron sus espadas, replegándose hacia la base de las cruces. Pero ninguno acertó a expresarse. Un pánico irracional se había enroscado en sus corazones y lo mismo ocurría entre el medio centenar de curiosos que permanecía junto al Gólgota. Las miradas de todos estaban fijas en aquella «luna» misteriosa.

 

1 «Pegeons»: entre pilotos y astronautas, proporcionar distancia y rumbo. (N. del m.)

 

A las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.

 

Un alarido colectivo se escapó de las gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel artefacto empezaba a interponerse entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste (siempre considerada la observación desde el Calvario y sus inmediaciones).

 

En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado radio en el que, naturalmente, me encontraba.

 

Esta interposición con el sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes gobernaban aquel inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación quisieron que el «eclipse» pudiera ser observado paso a paso.

 

En menos de 120 segundos, el astro rey desapareció y, con él, la claridad. Mejor dicho, un ochenta por ciento de la fuente luminosa. Obviamente, aunque la gran masa metálica confirmada por el radar- proyectó al instante un gigantesco cono de sombra sobre la ciudad santa y sus alrededores, las radiaciones solares siguieron presentes, formando una «corona» o «aura» luminosa que abarcaba toda la curvatura del enigmático objeto. Las «tinieblas», en electo, se hicieron sobre Jerusalén, aunque no con el carácter absoluto de una noche cerrada, por ejemplo. La claridad existente alrededor del disco era suficiente como para que pudiéramos distinguir el entorno con un índice de luminosidad muy similar al que suele seguir a una puesta de sol. Y así se mantuvo hasta que llegó el momento fatídico…

 

(No creo necesario extenderme en profundidad sobre esa ilógica explicación científica, que trata de resolver este fenómeno de las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. Basta recordar que en aquellas fechas se registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal eclipse de sol era imposible. La luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún oculta por debajo del horizonte oriental. Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta naturaleza siempre se inicia por la cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés. El oscurecimiento del sol se inició por el Este.)

 

Eliseo, una vez consumado el ocultamiento solar, verificó los parámetros de a bordo, confirmando que aquella especie de «superfortaleza» volante había quedado «anclada» a 18 000 pies de altura, manteniendo una velocidad de desplazamiento de 1 431,055 km/ hora. En los 45 minutos que duró el fenómeno de las «tinieblas», aquel objeto cubrió un total de 1 073,2912 kilómetros, siempre a una altitud de 6 000 metros. (El diámetro solar aparente correspondía a un arco cuyo valor aproximado era de 33 minutos y 10 segundos.)1

 

Al consumarse el «eclipse», que insisto, sólo pudo tener una proyección puramente local, muchos de los judíos -espantados- cayeron rostro en tierra, golpeándose el pecho con ambas manos y profiriendo alaridos de terror. Los saduceos, desconcertados, no sabían cómo reaccionar. Al fin, la mayoría de los hebreos escapó hacia la puerta de Efraím, mientras los dirigentes judíos -no demasiado convencidos- intentaban retenerles, gritándoles que «todo aquello sólo podía obedecer a algún encantamiento del crucificado o a un fenómeno celeste…»

 

Fue inútil. La turbación de los incultos y supersticiosos enemigos de Jesús era tal que ni siquiera escucharon los razonamientos de los sacerdotes. Y allí permaneció el desamparado puñado de jueces, mucho más pendiente de lo que ocurría en los cielos que en el patíbulo. Supongo que, si siguieron al pie del Gólgota no fue porque les sobrara valentía, sino por obediencia a Caifás y al resto del Consejo.

 

El oficial romano tuvo que hacer un supremo esfuerzo para calmar su nerviosismo y el de sus hombres. Si los hebreos eran temerosos de este tipo de manifestaciones, los romanos aún lo eran mucho más. A fuerza de imperiosos gritos, Longino logró finalmente que sus soldados ocuparan los puestos de vigilancia asignados por el optio antes de la tormenta de arena. A juzgar por el vocerío que se levantaba más allá de la muralla, la confusión y el miedo entre los peregrinos y habitantes de Jerusalén tenían que ser extremos. Mientras aquella área permaneció en la penumbra, muchos curiosos llegaron a asomarse bajo el arco del portalón de Efraim, intrigados y, supongo, ansiosos por saber si todo «aquello» tenía alguna vinculación con el prodigioso Maestro de Galilea. Pero ninguno tuvo valor para aproximarse. Mejor dicho, hubo un grupo que silo hizo…

 

A los pocos minutos de iniciarse las «tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se destacó una veintena de personas. Con paso ligero y decidido fue acercándose al filo de la gran roca. A causa de las sombras no pude distinguir al joven apóstol Juan hasta que se detuvo a escasos metros de donde me encontraba. Al fin había vuelto. Le acompañaba otro hombre y unas 18 mujeres, todas ellas semiocultas por sus ropones. Pero no supe reconocer a ninguno de los amigos del Zebedeo.

 

Era sumamente extraño. En realidad, todo lo era desde la aproximación de aquel objeto, que seguía fijo e imperturbable sobre nuestras cabezas. Precisamente a raíz de su aparición en el espacio -aunque no me percaté de ello hasta la llegada de Juan y su grupo-, el viento había cesado. Y con él, todos los sonidos propios y naturales del campo. Al menos, los que habitualmente venía percibiendo. Incluso, los fugaces trinos de las golondrinas y demás aves y el zumbido de los insectos y de aquellas nubes de moscas verdes y gruesas como monedas de un centavo que, antes del paso del «haboob», habían empezado a posarse a decenas sobre la sangre de los crucificados.

 

Cuando estaba a punto de descender por el canal, a fin de reunirme con Juan, un súbito gemido del Galileo me detuvo. El Maestro parecía haber recobrado la conciencia. El centurión y yo caminamos unos pasos y, efectivamente, comprobamos cómo el crucificado se esforzaba nuevamente en sostener un acelerado ritmo respiratorio. La forzada caída del diafragma había hinchado su vientre y su tórax aparecía rígido como el madero del que colgaba. A pesar del polvo y la tierra que le cubrían -casi como un fatídico adelanto de su sepultura-, los signos de la cianosis eran cada vez más palpables. Las escasas uñas de sus pies que no se hallaban bañadas por la sangre habían empezado a tornarse de una típica coloración azulada. Otro tanto ocurría con las puntas de sus dedos. La tetanización de los miembros inferiores era ya galopante. Los músculos de los muslos y piernas seguían registrando espasmos, aunque cada vez más espaciados. Los dedos gruesos de ambos pies habían entrado ya en aducción, desviándose hacia el plano central del cuerpo del Nazareno.

 

De pronto, una mano se posó sobre mi hombro izquierdo. Era Juan. Con su coraje habitual había ascendido hasta lo alto del Calvario. Venía solo. La verdad es que ni siquiera se entretuvo en contemplar a su Maestro. Sus ojos se hallaban hundidos y el rostro, marcado por las largas horas de insomnio y sufrimiento. Parecía un viejo…

 

1 No puedo resistir la tentación de recordar al lector otro suceso que parece guardar una estrecha relación con éste: el sol que «bailó» en Fátima en 1917. En cuanto al objeto que provocó las»tinieblas» sobre Jerusalén y su entorno, el computador del módulo estimó que giraba geosincrónicamente sobre la ciudad santa (paralelo estimado para Jerusalén: 5 463 kilómetros). (N. del m.)

 

Con voz temblorosa se dirigió a Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante, permitiera a la madre de Jesús de Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo primogénito. Juan acompañó su petición dirigiendo su brazo derecho hacia el reducido número de mujeres que esperaba a escasa distancia de los saduceos.

 

A pesar de cuanto llevaba vivido y sufrido en aquella misión, al oír al Zebedeo mis rodillas temblaron. ¡María estaba allí!

 

Longino no tuvo valor para negarse. Y autorizó al discípulo a que acompañara a la madre del Maestro hasta lo alto del patíbulo, con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de que la permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible.

 

Juan agradeció el humanitario gesto del centurión y se apresuró a volver junto al grupo. Intercambió unas palabras con las mujeres y, seguidamente, una de las hebreas comenzó a subir por entre las rocas, asistida por Juan y el otro hombre.

 

Conforme se aproximaban, mi pulso se aceleró. A los pocos segundos tuve ante mi a la madre terrenal de aquel gigante…

 

Los legionarios, algo más tranquilos, habían descendido por el segundo peñasco, entregándose a la búsqueda de leña seca con la que poder encender una fogata. Ellos, lógicamente, no podían prever la duración de la oscuridad y Arsenius, prudentemente, ordenó a los infantes que se hicieran con una buena provisión de combustible. Faltaban cuatro horas para el ocaso y la custodia de los condenados podía ser larga.

 

En el instante en que María llegaba al pie de la cruz central, dos de los soldados depositaron sobre la roca sendos haces de ramas de la llamada retama «de escobas», muy ligera y de excelente calidad para sus propósitos.

 

Apoyándose en los antebrazos de Juan y del segundo hombre (que resultó llamarse Jude o Judas y que, según pude averiguar al día siguiente, era hermano carnal de Jesús), aquella hebrea de rostro extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba clavado su hijo. No era muy alta. Su cabeza, levantada hacia el Maestro, había quedado poco más o menos a la altura de las rodillas del Nazareno. Posiblemente mediría entre 1,60 y 1,65 metros. Contaba alrededor de 50 años, aunque su figura frágil, algo encorvada y las arrugas que nacían de sus hermosos ojos almendrados la hacían más venerable. A pesar de la oscuridad me llamó la atención su frente alta y despejada, rematando un rostro ovalado en el que apenas despuntaba una nariz pequeña y recta. Cubría su cabeza con un manto marrón claro que no me permitió ver sus cabellos. Sin embargo, á juzgar por el color de sus cejas finas y ligeramente arqueadas-, debían ser de un negro azabache. La túnica, de una tonalidad similar a la del manto, aunque algo más apagada, rozaba casi la superficie del Gólgota.

 

Nadie dijo nada. Juan rompió a llorar, aferrándose al brazo de la Señora. Longino, conmovido, se retiró.

 

Sin embargo, ante mi sorpresa, María no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de sus largas y encallecidas manos, bajo cuya piel serpenteaba una maraña de venas azules y pronunciadas, reflejaba su aflicción.

 

Mis problemas se vieron aliviados cuando el oficial, en otro gesto que decía mucho en su favor, regresó hasta nosotros, portando una tea recién encendida.

 

Cuando Longino aproximó la improvisada antorcha al cuerpo del Maestro, con el fin de que su madre pudiera contemplarle mejor, el Galileo, alertado quizá por el resplandor rojizo del fuego, despegó la barbilla del pecho, descubriendo a su familia. Su respiración volvió a agitarse y su ojo derecho se abrió al máximo.

 

La mujer, al igual que Juan y el hermano de Jesús, no despegaron ya sus miradas del rostro del crucificado.

 

La boca del gigante se abrió ligeramente, intentando hablar, pero sus pulmones -disminuidos en su capacidad vital por las múltiples lesiones de los músculos respiratorios y por la angustiosa falta de apoyo- se hallaban ante una gravísima insuficiencia ventilatoria restrictiva. (Pocos minutos más tarde, al ajustar los ultrasonidos a su tórax, Caballo de Troya recibiría información sobre esa delicada situación, certificando mis sospechas: la capacidad vital de Jesús se hallaba muy por debajo del 80 por 100 del valor teórico normal, estimado -como se sabe- en 5,50 litros.)

 

A pesar de ello, el Nazareno, en un titánico esfuerzo, contrajo los músculos abdominales y, casi al unísono, la agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar, buscando la energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo esos imprescindibles y kilométricos 26,5 centímetros. Pero las reservas del Cristo estaban casi agotadas y su voluntad no fue suficiente. En esos dramáticos momentos sucedió algo casi insignificante, poco menos que imperceptible para los que se hallaban al pie de la cruz, pero que para mi, como médico, me heló el corazón. Jesús arqueó el diafragma por segunda vez y tensó de nuevo los músculos elevadores y extensores, haciéndolos vibrar. Al mismo tiempo, su muñeca izquierda giró apenas un centímetro sobre el eje del antebrazo. Aquel movimiento del carpo sobre el clavo colaboró decisivamente en la elevación de los hombros. La cabeza del rabí se clavó en el patibulum y su barba apuntó hacia el cielo, mientras el violento dolor provocado por el mínimo giro de la muñeca izquierda hacía latir con precipitación las paredes de la vena yugular externa, marcando las fosas supraclaviculares y los músculos del cuello como jamás he visto en ser humano. Al instante, de la semicegada herida de la muñeca izquierda surgieron dos reguerillos de sangre, finísimos y divergentes, que corrieron hacia el codo.

 

El Maestro -a qué precio- había logrado su propósito. Al elevarse, su boca se abrió al máximo y una bocanada de aire fresco penetró en sus pulmones, al tiempo que el hundimiento del vientre dejaba al descubierto la cresta ilíaca de la cadera derecha.

 

El cuerpo del crucificado volvió a caer y Jesús, bajando el rostro, esbozó una sonrisa extraña. Aquel rictus me alarmó: no se trataba en realidad de una sonrisa, sino de otro síntoma de la tetanización que le acosaba y que en Medicina se conoce por «sonrisa sardónica»: labios apretados, con las comisuras hacia afuera y hacia abajo.

 

María, al contemplar el desesperado esfuerzo de su hijo, bajó la cara y sus piernas flaquearon. Pero Juan y Judas la sostuvieron. Sus labios, apenas sombreados por la luz de la antorcha, empezaron a aletear y las profundas ojeras que corrían por encima de sus altos y afilados pómulos se confundieron con la oscura e insondable amargura de unos ojos que, a pesar de todo, conservaban una singular belleza.

 

-¡Mujer…!

 

La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el semblante de aquella hebrea se iluminó.

 

-¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu hijo!

 

Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin acertar a comprender.

 

Después, desviando el rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas:

 

-¡Hijo mío…, he aquí a tu madre!

 

La menguada inhalación del crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y apurando sus últimas posibilidades, ordenó entre jadeos:

 

-Deseo…, que abandonéis este… lugar.

 

Su abdomen había vuelto a deformarse y su cabeza, al igual que los músculos de los brazos y hombros, se desplomaron.

 

Los hombres hicieron intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en silencio, avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla derecha de Jesús. Después, ocultando su rostro entre las manos, abandonó el peñasco, prácticamente sostenida por Juan y su hijo.

 

Creo que, tanto el centurión como yo quedamos impresionados por la entereza de aquella mujer. Una hebrea a la que tendría oportunidad de volver a ver y de cuya conversación obtendría una magnífica y sensacional información.

 

La pequeña, casi insignificante, sombra de María, la madre del Maestro, no tardó en difuminarse en la penumbra. Juan y Jude la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén. Pero el resto de las mujeres continuó a corta distancia, pendiente del agonizante crucificado. Allí estaban, entre otras seguidoras y creyentes, Ruth, también hermana carnal del Nazareno; Salomé, la madre de Juan; Mirián, esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca y María, la de Magdala, más conocida hoy por «Magdalena».

 

Hacia las 14.25, el optio autorizó al que hacía las veces de intendente a que repartiera la cena entre los hombres de la patrulla: cerdo salado, queso, pan y una ración de agua con vinagre, conocido por el nombre de «posca». Todos los soldados, a excepción de los que montaban guardia, se reunieron en torno a la hoguera, dando buena cuenta de las viandas.

 

Durante aquellos breves momentos de distensión pregunté al oficial por qué los legionarios habían apilado sendos montones de ramas en la base de cada una de las cruces. Longino, invitándome a degustar aquel vino fermentado, me explicó que consistía en una simple medida de gracia. En caso necesario, si así se ordenaba o si la agonía de los reos se prolongaba en demasía, deberían prender fuego a la leña. El humo remataba a los crucificados, asfixiándoles en cuestión de minutos.

 

Algunos de los infantes, tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba, empezaron a gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto, se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:

 

-¡Salud y suerte al rey de los judíos!

 

La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo.

 

Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración, exclamó:

 

-¡Tengo sed!

 

El optio consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que cerraba la cántara con el agua avinagrada. Arsenius tomó el cierre y después de clavarlo en la punta de una de las azagayas de la escolta llegó al pie del madero, levantando la lanza de forma que el tapón, previamente empapado en la «posca», tocara los polvorientos labios del Maestro. Naturalmente, no desperdicié aquella ocasión. Jesús abrió la boca, mordiendo ansiosamente el corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza. Arsenius bajó el pilum y, al observar que el prisionero no hacía intención de repetir el humedecimiento de su boca, se retiró.

 

Los labios del rabí acusaban con sus temblores un incremento de la crisis febril. Tomé entonces una antorcha y, al aproximaría al rostro de Jesús, descubrí cómo la tetanización había empezado a reducir el brillo del esmalte dentario, aumentando en cambio la opacificación del cristalino. Su ojo izquierdo seguía cerrado por los hematomas. (La insuficiencia paratiroidea, provocada por la tetanización, debía ser ya alarmante, con un acusado descenso de la concentración de calcio en sangre.)

 

No había tiempo que perder. Me alejé unos pasos, hasta llegar al filo sur del promontorio y, de espaldas a los legionarios, ajusté las «crótalos» a mis ojos. Segundos antes, cuando extraía las lentes de contacto de la bolsa de hule, vi cómo Juan y su compañero regresaban de la ciudad, uniéndose a las mujeres.

 

Advertí a Eliseo del inminente chequeo, anunciándole que, si no me equivocaba, Jesús de Nazaret estaba entrando en pleno proceso pre-agónico y que, a fin de sincronizar la exploración médica con el tiempo real, ajustara los cronómetros del módulo con la activación del circuito ultrasónico, recordándome la hora cada cinco minutos.

 

Retrocedí de nuevo, plantándome a tres metros de la cruz central y activé las ondas ultrasónicas.

 

Eran las 14.30 horas…

 

Mi primera preocupación fue averiguar la pérdida general de sangre. Las constantes hemorragias -en especial después del enclavamiento- me hacían sospechar un grave descenso de la volemia. Las ondas de 3,5 MHZ buscaron las principales arterias y el «efecto Doppler» en las cavas y aorta confirmaron mis temores: en aquellos momentos, el volumen total de sangre fue estimado en un 47 por 100. Jesús, por tanto, a las 14.30 horas había experimentado una pérdida de 2,82 litros. (Estos datos, y otros más complejos que he preferido ahorrar en mi diario, fueron obtenidos, como ya apunté en su momento, después de la culminación de aquella primera parte del «gran viaje».)

 

El Nazareno, por tanto, había perdido casi la mitad de su volemia. Si seguía desangrándose y sin posibilidad de reponer, al menos, parte del plasma perdido -hecho éste francamente difícil-, la anemia galopante terminaría por provocar un desfallecimiento del que no podría recuperarse. En aquellos momentos, suponiendo que esto hubiera sido posible, el cuerpo del Maestro debería haber sido colocado en posición horizontal.

 

-14.35 horas…

 

El inmediato «rastreo» del bazo sólo vino a ratificar el prácticamente mermado circuito generador de glóbulos rojos o eritrocitos. Al descender éstos a la alarmante cifra de 2 700 000 por milímetro cúbico de sangre, el bazo había ido liberando sus reservas, pero pronto quedó agotado. En cuanto a la aceleración de la entropoyesis en la médula ósea y la estimulación de la síntesis proteica, hacía tiempo que habían quedado «bajo mínimos».

 

Estas pérdidas en el torrente sanguíneo y la no ingestión de líquidos compensadores desde que fuera izado sobre el madero vertical estaban originando una sed aplastante -quizá uno de los peores sufrimientos- y, consecuentemente, un desmesurado y casi sostenido gasto cardíaco. La rudimentaria ventilación pulmonar, cada vez más degradada, había hecho saltar todas las «alarmas» y el corazón, en un esfuerzo supremo, luchaba por bombear sangre a las musculaturas de hombros, brazos e intercostales. Estos últimos, sobre todo, se habían hecho cargo prácticamente del 90 y, a veces, del 100 por 100 de la responsabilidad respiratoria.

 

El músculo cardiaco, en definitiva, que en una persona normal trabaja a razón de 60 a 70 pulsaciones por minuto, golpeaba la caja torácica de Jesús a un promedio de 120-130 latidos, agobiado ante la dramática solicitud de oxigeno y de fuerza por parte de las áreas nobles del organismo: cerebro, riñones y, en estas circunstancias, de la musculatura que peleaba por la entrada de aire en los pulmones. El instinto de supervivencia estaba imprimiendo al corazón un gasto que Caballo de Troya estimó entre 30 y 40 litros por minuto. Sin embargo, conforme iba corriendo el tiempo, las formidables palpitaciones del Nazareno fueron oscilando, con sensibles descensos, consecuencia de la menor actividad del bulbo raquídeo, que empezaba también a flaquear, enviando muchos menos impulsos nerviosos al corazón. Esto, en suma, provocaría un circulo vicioso de carácter irreversible.

 

-14.40 horas…

 

El Maestro, con las costillas tensas como ballestas y las arterias pulsando sin descanso, despegó la barbilla del tórax. Su ojo derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o desviación divergente. Frunció las cejas y con un gemido suplicante exclamó:

 

-¡Tengo sed!

 

Longino repitió la maniobra pero, en esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron el cierre esponjoso de la cántara. El centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de la cara del Galileo, con lentos movimientos de derecha a izquierda. Pero la pupila, muy dilatada, no llegó a moverse. ¡Jesús había empezado a perder visión! La mirada vidriosa me hizo pensar en la posible formación de un edema papilar o hinchazón del nervio óptico en el fondo de aquel ojo, seguramente como consecuencia de la hipertensión intracraneal o por el menor flujo sanguíneo en aquella región de la cabeza.

 

El oficial examinó detenidamente el rostro del rabí. Su nariz, a pesar del hematoma y la posible desviación o fractura de los huesos propios, había empezado a adquirir un sombreado afilado (signo inequívoco de la fase premortal). También sus cuencas orbitales se hallaban más acusadas, registrándose un hundimiento de la bolsa adiposa del pómulo derecho. El izquierdo se hallaba tan tumefacto y ensangrentado que resultaba imposible distinguir señal alguna.

 

Este -comentó Longino- está listo.

 

Y retornó junto a sus hombres, moviendo la cabeza con un cierto desaliento.

 

Me situé en cuclillas y dirigí el finísimo láser rojizo por debajo del último segmento del esternón o apéndice xifoides, procurando evitar así el choque de los ultrasonidos con las costillas falsas y flotantes. Al encontrar la masa esponjosa y elástica de los pulmones, la catástrofe respiratoria apareció en todo su dramatismo. El pulmón izquierdo se hallaba casi colapsado, a causa de un derrame pleural. Los latigazos y sucesivos golpes y patadas en los costados -y concretamente en el izquierdo- habían originado, sin duda, la acumulación de líquido en la parte inferior del «saco» pleural que envuelve al pulmón.

 

Al medir los más importantes parámetros de la respiración1 de Jesús de Nazaret, la computadora encargada de las valoraciones y registros -una Dataspir, sistema «on line, EDV 70»- estimó que, en aquellos momentos (14.40 horas), tal y como suponía, la capacidad vital del Galileo se hallaba en fase crítica: con un déficit superior al 70 por 100.

 

Esta disminución generalizada de las funciones respiratorias había ocasionado igualmente un descenso en el volumen residual de aire, estimado en condiciones normales en 1,67 litros. En definitiva, las mermas en la capacidad vital, volumen residual y «TLC» o capacidad pulmonar total habían provocado en Jesús la formación del llamado «pulmón pequeño». Por descontado, el incremento de la frecuencia respiratoria -por encima, incluso, de las 40 respiraciones por minuto- sólo permitía una pobre aireación de los llamados «espacios muertos»: boca, tráquea, etc., resultando muy poco efectiva a la hora de transportar oxígeno a los alvéolos pulmonares. Y, consecuentemente, la hipoventilación que se derivaba de la existencia del «pulmón pequeño» arrastró de inmediato el incremento del C02 o anhídrido carbónico, que contribuyó a un progresivo envenenamiento e intoxicación del rabí. Esta alta dosificación de C02 no tardaría en deprimir el sistema nervioso central. Caballo de Troya estimó que el aumento de anhídrido carbónico había alcanzado valores superiores a los 50-60 mmg de presión a los 30 minutos de haber sido colgado en la cruz. El aumento del PaCO2 opresión arterial del anhídrido carbónico tuvo, sin embargo, una repercusión que podríamos calificar como «relativamente beneficiosa» para el Nazareno: al multiplicarse la presencia de este tóxico, el organismo de Jesús entró en una fase de adormecimiento que, sin duda, hizo más «llevadero» el tormento.

 

-14.45 horas…

 

La baja saturación de oxígeno en hemoglobina estimuló una vez más el instinto de supervivencia del Maestro. E izándose de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que sería su penúltima bocanada de aire. A partir de esos instantes, presa de una taquicardia mucho más agresiva, el Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar lo que me parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi ininteligible. Las fuerzas se le escapaban a borbollones y sólo de vez en cuando sus palabras llegaban con un mínimo de nitidez a mis oídos. Al retener algunas de aquella frases caí en la cuenta de que el Maestro no trataba de decirnos nada. Simplemente, ¡estaba rezando!

 

Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción…» o «Tu mano descubrirá a todos mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

 

Al retornar al módulo consulté el libro de los Salmos y, efectivamente, comprobé cómo el Maestro había estado recitando algunos de los pasajes de este texto sagrado. Entre los que yo acerté a identificar se hallaban párrafos de los salmos XX, XXI, y XXII. Este último (salmo 22,2) dice exactamente: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la salvación mis rugidos.»

 

No pude por menos que sonreír. Los teólogos, exegetas y moralistas de todas las Iglesias han escrito durante siglos ríos de tinta, tratando de interpretar y acomodar estas últimas palabras de Jesús.

 

1 Utilizando el llamado «Sistema 1», basado en tablas francesas elaboradas en Nancy, fueron desarrollados alrededor de 40 parámetros. Por ejemplo, la «VC» o capacidad vital; «VT«o volumen corriente; «RV«o volumen residual; «TLC» o capacidad pulmonar total; «MV» o volumen minuto; transferencia o difusión pulmonar del oxígeno; «RAW» o resistencia de vías aéreas; distensibilidad pulmonar y torácica, y «PST» o presión de retracción elásticopulmonar. (N. del m.)

 

Para algunos, sobre todo para los Padres latinos, este supuesto lamento del Nazareno era sólo una expresión metafórica: «Jesús -dicen- habla en nombre de la Humanidad pecadora y en su persona, los pecadores son abandonados de Dios.» Así pensaban, por ejemplo, Orígenes, Atanasio, Gregorio Nazianzeno, Cirilo de Alejandría y Agustín, entre otros.

 

Una segunda hipótesis -defendida por Eusebio y Epifanio- llegó a proponer lo siguiente: «La naturaleza de Jesús habla a su naturaleza divina, quejándose al Verbo de que vaya a abandonar a la naturaleza humana en el sepulcro por algún tiempo.»

 

Por último, una tercera teoría apunta hacia el hecho de que el Cristo llegó a sentirse verdaderamente abandonado por el Padre. Así dicen, al menos, hombres tan prestigiosos como Tertuliano, Teodoreto, Ambrosio, Jerónimo, santo Tomás y un sinfín de teólogos modernos.

 

En mi opinión, el Maestro, angustiado por la sombra de la muerte, se refugió en algo que resulta común a muchos humanos cuando se ven en un trance semejante: la oración.

 

-14.50 horas…

 

El fulminante ascenso de la acidosis fue otro anuncio del inminente final del Nazareno. Al revisar el torrente sanguíneo observamos un alarmante descenso del pH. De 7,20-7,30 en el momento de la crucifixión había bajado a 7,15. El riñón aún seguía fabricando angiotensina, luchando por subir la tensión, pero todo era poco menos que inútil. En realidad aquellas últimas respiraciones de Jesús de Nazaret, cada vez más breves y aceleradas, estaban sostenidas ya por la hipoxia o baja carga de oxígeno en la hemoglobina de la sangre. Pero este último y sabio estímulo de la naturaleza humana tenía los minutos contados.

 

La cianosis dominaba ya todas las mucosas y partes «acras»: puntas de los dedos de las manos y de los pies, lengua, labios e, incluso, algunas áreas de la piel.

 

De pronto, el ritmo galopante del corazón se encrespó aún más, pulsando a razón de 169 latidos por minuto. El Cristo, con los dedos agarrotados, había iniciado la que sería su última elevación muscular. La muñeca izquierda giró por segunda vez pero, en esta oportunidad, el golpe de sangre fue mucho más viscoso y amoratado. A pesar de ello, los regueros escaparon por el antebrazo, goteando hasta la roca del Calvario cuando toparon con el codo. El cuello se hinchó y los músculos intercostales experimentaron nuevos espasmos, mientras el rostro ganaba altura, milímetro a milímetro. Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía querer atrapar la vida, que ya se le iba…

 

La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:

 

-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!

 

Al instante, su cuerpo se desplomó, haciendo crujir todas las articulaciones.

 

La voz de Eliseo me anunció las 14.55 horas…

 

Al escuchar la retumbante frase del reo, el oficial se precipitó hacia el pie de la stipe. Y antes de que me olvide de ello, deseo precisar que, tal y como señala Juan en su Evangelio (único testigo de entre los cuatro escritores sagrados), no hubo grito, en el sentido literal de la palabra. Su voz se propagó estentórea, eso sí, y quizá por ello, con el paso de los años, las mujeres y el propio centurión pudieron confundir esta postrera manifestación del Maestro con un grito. Tal y como dice San Juan, Jesús no profirió semejante grito. Dicho esto, prosigamos. Longino acercó de nuevo la tea al rostro del Nazareno. Tenía el ojo abierto y la pupila dilatada. En la revisión de las filmaciones se pudo precisar cómo minutos antes de esta última pérdida de conciencia, la córnea del ojo se había vuelto opaca. Fue una lástima ¡que el ojo derecho se hallara cerrado. Muy probablemente, los analistas de Caballo de Troya habrían detectado el llamado signo de Larcher1.

 

Externamente había cesado toda evidencia respiratoria. El Maestro, con la barbilla hundida sobre el esternón, permanecía con la boca entreabierta.

 

Me apresuré a dirigir los ultrasonidos sobre la región cardíaca. Caballo de Troya estimó que, a partir de las 14.54 horas -cuando el tableteo del corazón llevaba unos tres minutos, aproximadamente, con una frecuencia vertiginosa (que alcanzó su pico máximo en las ya mencionadas 169 pulsaciones-minuto)-, el pulso bajó en picado. El nódulo senoauricular (que late normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó muy por debajo de los 60 impulsos y, en cuestión de segundos, todo el miocardio entró en una fibrilación ventricular. A los 30 segundos de arritmia, el Maestro cayó fulminado, aunque la parada cardíaca final no se produjo hasta dos minutos y medio después. Según estas apreciaciones, el fallecimiento de Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes, 7 de abril del año 30.

 

A pesar del gasto cardíaco, el riego sanguíneo que llegaba al cerebro fue insuficiente, provocando, entre otros efectos, el referido desmayo o pérdida de conciencia del que no habría retorno.

 

-Ha muerto…

 

El centurión pronunció aquellas dos palabras con una cierta piedad. Como si la desaparición de aquel ajusticiado hubiera representado algo para él… En realidad, como he dicho, la muerte clínica del Nazareno no se produciría hasta pocos segundos más tarde. Pero esto no podía saberlo Longino.

 

El Maestro no tardaría en entrar en la muerte biológica. Suspendido por los clavos de las muñecas, su vientre aparecía muy hinchado. El tórax había quedado hundido y los músculos pectorales -que no habían cesado de oscilar y convulsionarse- yacían rígidos, desmayados. Entre las ramas y púas del casco se apreciaba ya, cada vez más marcado, un círculo violado alrededor de la deformada nariz. Las sienes, semiocultas por los cabellos, se hallaban hundidas y la oreja derecha, algo visible, se había retraído. La piel situada inmediatamente por encima de la barba se arrugó y el globo ocular se fue oscureciendo, como silo cubriera una especie de tela viscosa. Por las heridas de los clavos -especialmente en la del pie derecho- seguía manando sangre, aunque la coloración era ya mucho más rosada. (La volemia en el instante del fallecimiento había rebasado la barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo había derramado más de la mitad de su volumen sanguíneo.)

 

Justo en aquellos momentos se registró la relajación de sus esfínteres, que añadieron al ya tétrico aspecto de Jesús el fétido olor de unos excrementos casi líquidos y amarillentos que se deslizaron por las caras interiores de sus piernas.

 

Dudé a la hora de utilizar el circuito «tele-termográfico». Sin embargo, a pesar de mi aturdimiento, cumplí lo establecido por el proyecto. De aquel último y rápido examen pudo deducirse, por ejemplo, que la acumulación de sangre en las extremidades inferiores -a pesar de la ruptura de una de las arterias del pie derecho- había sido considerable. A los pocos segundos de la muerte, la temperatura de dichas extremidades inferiores como consecuencia de la sobrecarga sanguínea era de un grado centígrado por encima de lo normal.

 

Al chequear los tejidos superficiales se comprobó también que el agudo y decisivo proceso de tetanización había inutilizado las piernas y muslos del Nazareno a los 12 minutos de su elevación y enclavamiento en el árbol. Esto confirmaba mis impresiones sobre los titánicos esfuerzos que tuvo que desarrollar el rabí de Galilea cada vez que luchaba por una bocanada de aire. Al fallar los hipotéticos puntos de apoyo de los clavos de los pies, como dije, fue la musculatura superior (hombros, antebrazos y músculos intercostales) los que corrieron con el gasto energético. Pero estas fibras se verían bloqueadas también por la tetanización pocos minutos después: a los 18, los deltoides, vastos externos de los brazos y supinadores, palmares mayores, cubitales y ancóneos de los antebrazos. A los 20 minutos, aproximadamente, quedaron diezmados los grandes pectorales y la potente red muscular de la zona superior de la espalda: los trapecios. Esta casi «congelación» de la formidable musculatura del Galileo precipitó su muerte, bajo el signo principal y horrible de la asfixia. Entre la pléyade de déficits circulatorios, ventilatorios, renales y del sistema nervioso central que confluyeron y le empujaron hacia el fin, Caballo de Troya consideró siempre que la raíz y causa básica del óbito (si es que a esta muerte se le puede dar el calificativo de «natural›)) del Maestro fue la asfixia. Hacia las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en el coma «Depasé», con las trágicas consecuencias que ello significa…

 

Las áreas de las perforaciones de los carpos y pies arrojaron un color azul intenso, señal evidente del importante proceso inflamatorio que habían padecido y, consecuentemente, de una mayor temperatura.

 

Para cuando situé el láser en el ojo de Jesús, la dilatación de la pupila ofreció únicamente una mancha oscura, signo claro de una pérdida de visión. La temperatura de las estrechas zonas periféricas de la córnea, sin embargo, aún conservaban calor y fue posible registrar unos breves «anillos» azules. El cristalino, en definitiva, aparecía opacificado, y el iris asimétrico.

 

En realidad, poco más se podía hacer. El general Curtiss luchó para que los técnicos perfeccionasen el sistema de «resonancia magnética nuclear», que nos hubiera permitido rastrear los movimientos atómicos de algunas zonas claves del cerebro del Nazareno, pero los trabajos no llegaron a tiempo.

 

Tristemente, aquel Hombre, a quien yo había empezado a admirar y querer, había muerto. A pesar de todo mi entrenamiento, al despojarme de las «crótalos», me dejé caer sobre la dura superficie del Gólgota. La melancolía fue germinando en lo más intrincado de mi alma y sentí cómo parte de mí mismo se iba con aquel ser. Una melancolía sin horizontes que, lo sé, no se desprenderá de mi angustiado corazón hasta que la muerte cierre definitivamente mi pobre existencia. Mientras, como aquel día junto a las cruces, sigo llorando.

 

1 Esta «señal», que suele preceder a la muerte, bien conocida de los médicos, presenta generalmente en el ojo derecho una opacidad de la esclerótica algo más pálida que en la del izquierdo. Casi siempre se registra esta «mancha ocular» con cierta antelación en un ojo que en el otro. (N. del m.)

 

Ni Eliseo ni nadie del proyecto lo supo jamás. A partir de aquel fatídico momento de la muerte de Jesús, algo se hundió en lo más profundo de mi ser. Mis últimas horas en Palestina no tuvieron casi sentido. Cumplí con lo programado por Caballo de Troya, pero casi como un autómata. Y lo peor es que jamás pude rehacerme…

 

A las 14 horas, 57 minutos y 30 segundos -justamente cuando el corazón del Nazareno se detuvo para siempre-, ocurrió lo inesperado. Con una sincronización que aún me aterra, y que sólo puede tener una explicación, aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la misma lentitud con que había cubierto el sol, así fue desplazándose hacia el Este, devolviéndonos la transparente luminosidad de aquel viernes.

 

Mi compañero en el módulo se apresuró a confirmar lo que yo estaba viendo. Poco a poco, sin prisas, como dejándose ver, el objeto se dirigió hacia Levante, desapareciendo por detrás del monte de las Aceitunas.

 

Aquel singular «amanecer» fue acogido por los legionarios y por el escaso grupo de mujeres y saduceos que seguían junto al peñasco con vivas muestras de alegría y asombro. Otro tanto ocurrió en la ciudad. Sus habitantes estimaron esta «liberación» del sol como un signo de buen augurio.

 

Fue entonces, mientras el gigantesco disco rompía su estacionario, alejándose, cuando el centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció:

 

-¡Ciertamente era un hombre integro…! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios…

 

Los soldados, inquietos, pidieron instrucciones al optio y al oficial. Pero ni Arsenius ni Longino supieron qué hacer. Sencillamente, como medida de seguridad, doblaron la guardia. Algo intuían aquellos hombres cuando actuaron así. Y no se equivocaban…

 

Al desaparecer la penumbra, la luz del sol iluminó a los crucificados, desvelando todo el horror de aquellos cuerpos desangrados, grotescamente convulsionados y cubiertos de arena. Los «zelotas» continuaban inconscientes y así siguieron -afortunadamente para ellos- hasta que llegaron aquellos tres nuevos legionarios…

 

La piel del Galileo, a pesar de la gruesa película de polvo que se había adherido a sus desgarros, cabellos, coágulos y manchas de sangre, pronto empezarla a resaltar con la típica tonalidad marmórea de los cadáveres. El olor de las heces hacía insoportable la estancia junto a la cruz y los infantes que no montaban guardia se retiraron hasta el filo del patíbulo. La situación se hizo algo más llevadera cuando, nada más «salir» el sol, el viento volvió a soplar desde el Este, aunque. mucho más debilitado que en las horas precedentes. Es ahora, con la perspectiva del tiempo, cuando me he hecho una pregunta que entonces no llegué a intuir siquiera: ¿Tuvo algo que ver la presencia de aquel formidable objeto con la extraña quietud que sobrevino al mismo tiempo que las «tinieblas» y con el posterior recrudecimiento del viento? El científico no tiene respuesta pero el hombre intuitivo que también llevo dentro me dice que sí…

 

Noté una lógica alarma entre las mujeres y en Juan y el hermano de Jesús. La absoluta inmovilidad de su Maestro empezaba a extrañarles. Mi estado de ánimo era tan menguado que me volví de espaldas, no deseando tropezar con la mirada del joven Zebedeo. Entonces, hacia el Oeste, percibí una curiosa agitación entre las bandadas de pájaros que anidaban generalmente en los muros de la ciudad. A pesar del viento, habían remontado el vuelo, dispersándose en total desorden. Me encogí de hombros. Sin embargo, casi a la par, una confusa algarabía me hizo volver la cabeza hacia la muralla. Lo que vi me dejó perplejo. Por la puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Yo sabía que había canes en Jerusalén, pero nunca creí que fueran tantos. Parecían nerviosos, muy excitados y, sobre todo, atemorizados. Como si algo o alguien les hubiera puesto en fuga repentinamente. Pero ¿quién?

 

Longino y yo nos miramos sin comprender e igualmente alarmados. ¿Qué estaba ocurriendo en Jerusalén?

 

Los chuchos cruzaron a la carrera por delante del peñasco, en dirección a los campos del norte y noroeste. Algunos, jadeantes y husmeando el terreno sin cesar, treparon a lo alto del Gólgota, pero fueron rápidamente expulsados por los legionarios.

 

A los pocos segundos, una comunicación desde la «cuna» me estremecía, explicando en parte el anómalo comportamiento de aquellos animales: los sensores de a bordo habían empezado a detectar una serie de gases, con alto contenido de azufre, así como un ligero incremento de la temperatura a nivel del suelo.

 

Eliseo no estaba seguro pero era posible que se avecinara un movimiento sísmico. Aquella hipótesis sí podía aclarar en parte la inquietud de las aves y perros. (Los animales, y también el hombre, aunque en una proporción menor, tienen capacidad para inhalar los gases que frecuentemente preceden al estallido de un terremoto. Al registrarse las primeras perturbaciones en el interior de la Tierra, los gases son expulsados a través de, las estrechas fisuras del suelo y los animales pueden inhalarlos. Estos segregan al instante en sus cerebros un volumen de serotoninas muy superior al normal y las citadas hormonas disparan los mecanismos de excitabilidad del individuo. En el caso de los perros, habían salido huyendo, retirándose de las peligrosas áreas de edificios de Jerusalén.)

 

Sin embargo, los dos sismógrafos «Teledyne» y «Geotech», instalados por Caballo de Troya para medir y valorar el terremoto a que hace alusión el evangelista Mateo en su texto sagrado (27,51) -y del que yo, sinceramente, me había olvidado por completo- no registraban señal alguna. Ambos, especialmente diseñados por los especialistas del Centro Nacional de Terremotos y Meteorología de Tokio -y en los que colaboró decisivamente el profesor Nagamune, jefe de Información de Pronósticos de Terremoto-, fueron ubicados por los expertos en dos de los soportes o «trenes» de aterrizaje de la «cuna». En el delicado proceso de miniaturización y adaptación a nuestra nave, uno de los aparatos fue convertido en sismógrafo «horizontal», y el segundo en «vertical». Los pesados péndulos fueron sustituidos por sendos haces de luz láser, capaces de registrar las ondas de sismos profundos (hasta 720 kilómetros) y, naturalmente, las procedentes de movimientos intermedios o someros, con una profundidad límite de 7 kilómetros bajo la superficie. En el «horizontal» -especialmente programado para los movimientos de vaivén o de «rodillo» del terreno-, el espejo tradicional que sirve como registro fotográfico había sido eliminado. Los impulsos del láser quedaban codificados al instante sobre un papel especial, pudiendo ampliar las vibraciones por encima de las 100000 veces. En cuanto al de «péndulo-láser» de conformación vertical, preparado para los movimientos de comprensión, se hallaba en contacto con un papel térmico y un registro tradicional de cinta magnética.

 

Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Recuerdo un pequeño detalle que, en las primeras décimas de segundo, contribuyó aún más a duplicar mi confusión. Uno de los legionarios, por orden del optio, había tomado entre sus manos la vasija encerrada en la malla de cuerdas y se disponía a arrojar parte del agua de la misma sobre las llamas de la hoguera. Y así lo hizo. Pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata, el primer «tirón» del terreno le desequilibró y el chorro de agua fue a estrellarse sobre el rostro de otro compañero, que permanecía sentado muy cerca del fuego.

 

El legionario cayó sobre la roca y también la cántara, que se quebró en pedazos. Aquella oscilación del suelo produjo la fulminante incorporación de los soldados que se hallaban sentados, quienes, aturdidos, no tuvieron tiempo ni de mirarse unos a otros. Aunque en las comprobaciones posteriores se estimó que la primera onda sísmica apenas si tuvo una duración de 16 segundos, el desplazamiento horizontal de los estratos -en forma de vaivén-, llevaba una potencia suficiente como para derribar a varios de los infantes. En mi caso, lo que más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro…

 

Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a chillar, víctimas del mismo pánico que nos inundaba a todos.

 

Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento.

 

Longino y el suboficial, pálidos como la piel de Jesús, esperaron unos segundos. Sus miradas estaban fijas en los extremos superiores de las cruces. Pero las stipes, al cesar el temblor, habían quedado tan inmóviles como antes del sismo. Y el oficial, con muy buen criterio, se dirigió a sus hombres, gritándoles:

 

-¡Abajo…! ¡Vamos, todos abajo…!

 

La patrulla, incluidos los centinelas, obedeció al momento, precipitándose por el canalillo de acceso al Gólgota. En la atropellada huida del patíbulo, algunos de los soldados olvidaron sus escudos y cascos. Cuando el oficial estaba a punto de descender hacia el camino, se detuvo, y, girando sobre sus talones, regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese momento, mi corazón se astilló por el miedo: un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse por el Este. Casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante superficie del Calvario. (Es curioso pero, al ver y sentir aquellas vibraciones de la roca, me vino a la memoria la escena de los espasmos de la carne de vaca recién sacrificada…)

 

Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. Una de las stipes situada por detrás de los crucificados -la que se hallaba ligeramente inclinada- se bamboleó como un junco agitado por el viento, desplomándose.

 

El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir! Las sucesivas convulsiones del terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del suelo.

 

Hoy, después de la amarga experiencia, recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial.

 

Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni medida. Fueron, sencillamente, eternos. El trueno que parecía nacer de cada centímetro cuadrado del suelo y la violenta agitación de la Naturaleza tuvieron, sin embargo, una duración relativamente corta: 47 segundos, según el instrumental del módulo. A mí, aquellos 47 segundos se me antojaron siglos…

 

Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse. Y un silencio de muerte cayó sobre la peña y sus alrededores.

 

Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Ahora era el estómago el que me daba vueltas, con una angustiosa necesidad de arrojar. Un sudor frío llenó mi cuerpo casi simultáneamente. Hoy sé que buena parte de ese malestar era consecuencia del miedo…

 

Longino permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como esperando una tercera sacudida. Pero el sismo no se repetiría.

 

Al observar cómo el nuevo temblor no terminaba de llegar, el oficial se incorporó, haciéndome un gesto con el brazo para que le siguiera. Creo que jamás he obedecido tan ciegamente a una persona. A los pocos segundos, el centurión y yo, más que correr, volábamos por el callejón del Calvario, saliendo a campo abierto y uniéndonos al pelotón. La casi totalidad de las mujeres se hallaba caída en tierra, gimiendo y profiriendo unos gritos que terminaron de erizarme los vellos.

 

Juan y Jude, tan aterrados como el resto, no sabían si correr hacia la campiña o regresar a la ciudad. Pero, poco a poco, conforme el terremoto se fue distanciando en la memoria, los ánimos empezaron a recobrarse y se impuso el sentido común. Al menos, por parte de los oficiales romanos y del joven Zebedeo. La trágica realidad de los crucificados -olvidada durante los temblores- se presentó en seguida a los ojos de los amigos y familiares del Maestro.

 

Pero, antes de seguir adelante, quiero reseñar un hecho, altamente misterioso, detectado desde el módulo.

 

Según los datos recogidos en los registros permanentes o «sismogramas» de la «cuna", los dos temblores habían sumado un total de 63 segundos. La primera onda, mucho más débil que la segunda, correspondía al tipo «L», también llamadas «largas» o «superficiales». Los sismógrafos detectaron un predominio de la variante «Love», más de acuerdo con la naturaleza uniforme de los estratos superficiales de aquella zona geológica. La velocidad estimada fue de 3.3 kilómetros por segundo. Sin embargo, en este primer sismo cuya magnitud no fue excesivamente importante: 4,1 en la escala de Richter-, los aparatos no recibieron, como hubiera sido de esperar, las series de culebreos de las ondas «P» o «primarias» ni tampoco el zizgagueo posterior de las ondas «S», más lentas que las «P»1

 

Ante el desconcierto general, solamente surgieron las ondulantes, lentas y superficiales «Love» (que de «amorosas» no tuvieron nada).

 

En la segunda sacudida, en cambio, sí aparecieron las ondas «P» y «S» y, por último, las «L». Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y más intenso sismo en una magnitud de 6,81.

 

Hasta aquí, todo casi «normal», dentro de lo que es y supone un cuadro sísmico, excepción hecha de la ya mencionada ausencia de las ondas «de empuje» y de las «secundarias». Pero el desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del segundo temblor y de los correspondiente «paquetes» de ondas, el módulo entero se estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían enmudecido. Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue ¡una onda expansiva! Y lo más increíble es que aquella onda expansiva -viajando a razón de 300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en Sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: a unos 750 kilómetros al sur-sureste de Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual limite entre Jordania y Arabia y al sur de la actual población de Sakaka.

 

Cuando se ultimaron las comprobaciones, el general Curtiss y todos nosotros nos vimos desbordados por los resultados: aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea. Sinceramente, quedamos mudos por la sorpresa…

 

Al hecho incuestionable de la escasa sismicidad de Palestina -muy inferior a las de Grecia, Italia y España, por poner algunas comparaciones (en el período comprendido entre 1901 y 1955, por ejemplo, se registraron en Israel y zonas limítrofes del actual Líbano y Siria un total de 13 seísmos2. Según Karnik, que hizo públicos los datos en 1971, de éstos, 10 fueron de una magnitud comprendida entre 4,1 y 5,1, siempre según la escala de Richter. Dos oscilaron entre 5,2 y 5,6 y sólo uno rozó los 6,2 grados de intensidad- tuvimos que añadir este nuevo e inesperado factor. Si ya resultaba improbable que un seísmo «coincidiera» casi con la muerte de Jesús de Nazaret, el problema se agudizó cuando, como digo, los instrumentos captaron la enigmática explosión nuclear subterránea. (No quiero, ni debo extenderme más en este fascinante suceso por la sencilla razón de que éste, justamente, fue otro de los motivos que impulsó a Caballo de Troya a programar y ejecutar el segundo «gran viaje».)

 

1 La energía liberada en un terremoto se desplaza por la roca en forma de ondas. Dicha roca actúa como un cuerpo elástico. Las partículas individuales en los estratos rocosos vibran de una parte a otra con gran rapidez a medida que se transmite el movimiento ondulatorio. Aunque sus patrones resultan sumamente complejos, constantemente modificados por las propiedades de reflexión, difracción, refracción y dispersión de las ondas, internacionalmente han sido divididas en tres grandes grupos: Onda»P» o «primaria», «de empuje«, «compresional» o «longitudinal», que viaja por el interior de la Tierra a gran velocidad (entre 6 y 11,3 kilómetros por segundo), siendo la primera en llegar a la estación registradora. Se transmite, como las ondas sonoras, por compresión y expansión alternas del volumen de la roca a lo largo de la dirección de viaje de las ondas. Puede atravesar sólidos, líquidos y gases. Onda «S» o «secundaria», «de sacudida», «de esfuerzo cortante», «distorsionales» o «transversales». Forman un cuerpo de ondas más lento que las «P»,viajando entre 3,5 y 7,3 kilómetros por segundo. Son las segundas en llegar a los sismógrafos. Viajan también a través del interior de la Tierra, siendo transmitidas -al igual que las ondas de luz- por vibraciones perpendiculares a la trayectoria en que viajan las ondas en las rocas. Su velocidad es proporcional a la rigidez del material que atraviesan, no pudiendo cruzar los líquidos.

 

Por último, las ondas «L», también conocidas por los nombres de «largas o superficiales». Son lentas -alrededor de 3,5 kilómetros por segundo-, variando su desplazamiento con la elasticidad de la roca. Tienen una naturaleza

 

A los diez o quince minutos del seísmo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del Gólgota, reanudando la custodia de los crucificados. Minutos antes, el joven Juan se había aproximado al centurión, interrogándole acerca de la suerte de su Maestro. Al verle mover la cabeza negativamente y bajar los ojos, el apóstol comprendió que no había nada que hacer. Pero en su corazón no quedaban lágrimas y, simplemente, se limitó a rogar a las mujeres que se retiraran de aquel lugar. En medio de un estallido de dolor, la mayor parte del grupo -que creía firmemente que Jesús obraría un prodigio y se salvaría- obedeció al Zebedeo, retirándose en compañía de Judas hacia la casa de Elías Marcos, «cuartel general» de los más allegados al Maestro desde la definitiva dispersión de David Zebedeo y sus «correos» ante la llegada de los levitas del Templo. Pero trataré de no adelantar acontecimientos, ajustándome al más estricto orden cronológico de los hechos.

 

ondulante, moviéndose fundamentalmente bajo la superficie terrestre. Se conocen dos clases principales: las ondas «Love», en sólidos uniformes, y las «Raleigh», en sólidos no uniformes. (N. del m.)

 

1 Como base puramente comparativa, el famoso terremoto de 1755 en Lisboa, cuya magnitud fue estimada en 9, provocó una ola sísmica o maremoto denominada «tsunami», que arrasó la capital portuguesa y sus alrededores, ocasionando 60 000 muertos. Se trata del seísmo más fuerte de la Historia Moderna. Hasta lago Lomond, Escocia, se balanceó a causa del temblor. (N. del m.)

 

2 Uno de los testimonios más antiguos de que se dispone en la actualidad sobre seísmos en Israel procede de Flavio Josefo. En su libro I, capitulo XIV, de la Guerra de los Judíos y bajo el titulo «De las asechanzas de Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los Árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció», el historiador dice: «… Persiguiendo (Herodes el Grande) a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios otra desdicha a los siete años de su reinado, y en tiempo que hervía la guerra Acciaca, porque al principio de la primavera hubo un temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres, quedando salvo y entero todo su ejército porque estaba en el campo.» El terremoto ocurrió, por tanto, hacia el año 35 antes de Cristo, justamente 64 o 65 años antes del seísmo que mencionan los Evangelios. (N. del m.)

 

Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén.

 

Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había paralizado. Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor», se retirarían. ¡Qué equivocado estaba…!

 

Cuando Jude y las mujeres se alejaban por el polvoriento sendero, Longino y Arsenius, que se ocupaban con varios hombres en la comprobación de daños y en la estabilidad de las cruces, se sobresaltaron nuevamente. La puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente, enloquecida y vociferante que, al parecer, huía de la ciudad. Ante la terrible posibilidad de un nuevo seísmo, miles de ciudadanos y peregrinos, a quienes las dos sacudidas habían sorprendido en Jerusalén, eligieron el inmediato abandono de las callejuelas de la ciudad santa, en busca de terreno abierto. Cientos de hombres, mujeres y niños -muchos de ellos cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados interrumpieron su inspección, reforzando la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad. Poco antes de la puesta del sol, cuando, al fin, tuve oportunidad de entrar en Jerusalén, consulté sobre los posibles daños ocasionados por los temblores. Según Elías Marcos y José de Arimatea, las sacudidas habían provocado mucho más miedo que destrozos materiales. Las edificaciones, casi todas de una o dos plantas y de materiales ligeros, habían aguantado las acometidas. Se produjeron algunos pequeños derrumbes pero, afortunadamente, los lesionados no eran muchos ni de consideración. Uno de los hechos que sí provocaría un sinfín de comentarios -llegando a ser registrado, incluso, por los evangelistas- fue la ruptura de uno de los dos grandes velos o cortinajes situados frente al Debir o «lugar santísimo» (también llamado «oráculo») y al Hekal o «lugar santo», que precedía al primero. Al hallarse ambos en el interior del Santuario me fue imposible verificar los rumores, aunque todas las noticias pronunciadas por los hebreos en voz baja y con una alta carga de superstición- hacían referencia al primero y más importante1: el que cerraba el paso hacia la siempre misteriosa estancia cúbica de 9 metros de lado, considerada la «morada de Dios» y en la que se levantaban los dos querubines de 4,50 metros de altura, bellamente esculpidos en madera de olivo y chapados en oro. ¡Cuánto hubiera dado por poder penetrar en dicho recinto y examinar el interior del arca de la «alianza», depositada en el centro del piso y bajo las alas extendidas de los «ángeles»! Pero éste también era un sueño imposible…

 

Cuando la patrulla se convenció que aquella multitud sólo intentaba poner tierra de por medio y que ni siquiera se detenía a su paso junto a los jueces, el oficial y sus infantes reanudaron la inspección ocular del patíbulo, tratando de hacer inventario de los posibles daños originados por el terremoto.

 

Yo me uní a ellos, centrando mi atención en los crucificados. Las stipes habían soportado bien las convulsiones de la roca, salvo la plantada hacia el Oeste y por detrás de los reos. Los legionarios la apuntalaron de nuevo. Al concluir, el que se había responsabilizado de la recogida de los trozos de la cántara de agua se fijó en algo y llamó a Longino. A pocos pasos de las cruces, en dirección Sur, el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy larga -de unos 25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del seísmo o de si, por el contrario, se acababa de abrir. Ni el centurión ni el resto de los romanos le concedieron demasiada importancia. Y cada cual volvió a lo suyo. Por mi parte, tampoco puedo dar fe de que la resquebrajadura en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que sí es cierto es que la pequeña sima no seguía la dirección de la estratificación natural del promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.

 

Hacia las 15.35, la salida de hebreos de la ciudad santa empezó a menguar considerablemente. La calma fue restableciéndose y aquellas gentes, acampadas en los alrededores de Jerusalén, empezaron a deambular, indecisas y acosándose mutuamente a preguntas. Entiendo que el paulatino regreso de las aves a las murallas del Templo y de la ciudad contribuyó decisivamente a sosegar los temblorosos ánimos. Muchos recibieron con alborozo este masivo retorno de palomas y golondrinas a Jerusalén y se animaron a cruzar de nuevo el umbral del portalón de Efraím. El centurión, Arsenius, sus hombres y yo mismo respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de aquellas palomas grisazuladas hizo un alto en su vuelo hacia la ciudad santa, posándose en los maderos transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo segundos más tarde.

 

La vuelta de la espantada muchedumbre a Jerusalén fue mucho más tranquila. En esta ocasión sí llegaron a detenerse frente al patíbulo, observando en silencio o interrogando a los saduceos. Estos aprovecharon la oportunidad para anunciar a los cuatro vientos que el Galileo había muerto y que, «casi con seguridad, el responsable de aquel terremoto era Jesús, aliado de Belcebú…» La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos

 

-arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes-volvieron a insultar al Maestro, engrosando el número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca.

 

La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Después de saludar a Longino le explicaron el motivo de su presencia en la roca: traían órdenes expresas del procurador de rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la Géhenne, al sur de la ciudad.

 

El oficial interrogó a los legionarios sobre la razón que había impulsado a Poncio a tomar una decisión tan aparentemente precipitada. Según explicaron, poco antes del seísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, como es sabido, era el día de la Preparación. Pilato -cuyo estado de ánimo se hallaba fuertemente impactado por las «tinieblas»- accedió, cursando las órdenes oportunas a Civilis para que enviara algunos hombres.

 

Longino no disimuló su extrañeza. Si aquellos mensajeros, en lugar de ser legionarios, hubieran sido sanedritas, probablemente no habría aceptado. A él, en el fondo, las costumbres judías le traían sin cuidado. Por un lado, aquel cambio de planes le molestaba profundamente. Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que iniciaron los laboriosos trabajos de izado y enclavamiento de los «zelotas» y se le exigía la no menos engorrosa y desagradable tarea de desclavarlos y transportarlos a la tumba común de los criminales…

 

Claro que, por otra parte, aquella contraorden también presentaba un cierto atractivo. Si las operaciones se desarrollaban con presteza, aquella noche no transcurriría al raso, expuestos a nuevas tormentas ni al rigor de la vigilancia.

 

Así que, dispuestos a terminar con el caso, el oficial y Arsenius ordenaron el descendimiento de los «zelotas» y del Galileo. Longino advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro ya había muerto. Y los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones, idénticos a los que yo había visto utilizar en el apaleamiento del soldado romano, tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero, también, como sus compañeros, a medio metro escaso de las extremidades inferiores de Gistas. Un cuarto legionario, espada en mano, completó el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del «zelota» más viejo.

 

No hubo señal alguna. Los cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de la roca y, blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes sobre las piernas de los infelices. El crujido de las tibias, pulverizadas a la altura del tercio inferior, fue seguido de una serie de cortas y violentas convulsiones. Los «zelotas» habían sido «despertados» por el dolor. Probablemente, los mazazos habían afectado también al peroné porque, al instante, las piernas se inflamaron y los cuerpos, sin el arduo consuelo siquiera del apoyo de los clavos de los pies, se desplomaron unos centímetros, mientras los desgraciados, entre aullidos, abrían sus bocas desesperadamente, en pleno e irreversible proceso de asfixia. Gistas, en esta ocasión, había llevado la peor parte. La espada del soldado le había seccionado la pierna. En cuestión de segundos el shock traumático y una posible embolia aceleraron la muerte por asfixia.

 

A las 15.45, ambos dejaban de existir.

 

A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. El grueso de los romanos se afanaba en los preparativos del descenso de los ajusticiados. Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin pensarlo dos veces› picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20 centímetros. Pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma. Sin embargo, la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la lanzada noté que había entrado entre la quinta y sexta costillas, con una trayectoria lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre líquida, una vez producido el óbito. En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó. En cuanto al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras pulmonares. (La visceral, como se sabe, se adhiere íntimamente al pulmón y la parietal tapiza las paredes del tórax; por debajo cubre el pulmón y por debajo, el diafragma, excepto su centro. Por dentro protege la cara mediastínica y por fuera, la cara interna de las costillas.)

 

Cuando la lanza desgarró estas pleuras, el citado líquido, al variar la presión, terminó por escapar, derramándose inmediatamente detrás de la hemorragia sanguinolenta. A su manera, el joven Juan había dicho la verdad…

 

Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido.

 

1 De las dimensiones de este gran vacío nos da idea cl siguiente dato del escrito rabínico Middot (III, 8): «si el velo del Templo ha sido manchado, se debe arrojar en un baño que necesita la presencia de 300 sacerdotes». (N. del m.)

 

Al ceder la oscuridad y el fuerte viento, las moscas y los insectos cayeron sobre los cuerpos de los crucificados, convirtiendo sus heridas en coronas negruzcas y palpitantes. Con una dilatada experiencia en este tipo de ejecuciones, el verdugo encargado de los enclavamientos sugirió al oficial que se iniciase la operación del descendimiento por el reo que llevaba más tiempo muerto. Longino asintió. También él sabía que la rigidez cadavérica no tardaría en empezar, dificultando los trabajos propios del traslado a la Géhenne.

 

Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces y transportarlos a la fosa común. Juan, que seguía atentamente los movimientos de los soldados, no se había movido de las proximidades del patíbulo. Atendió durante breves minutos a otro de los «correos» de David Zebedeo -informándole del fallecimiento del Maestro- y, una vez alejado el mensajero, continuó al pie del cabezo, visiblemente desmoralizado.

 

Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia. Pero ninguno dijo nada.

 

El verdugo, sin pérdida de tiempo, empezó a manipular la cabeza del clavo que atravesaba el pie derecho del Maestro, mientras otros soldados situaban la escalera de mano por detrás de la stipe, preparando de nuevo la larga soga que habían utilizado en los levantamientos.

 

Con una estudiada precisión, el legionario aprisionó la base del clavo con ambas manos, haciéndolo oscilar arriba y abajo. Sabiamente, el responsable del enclavamiento había dejado dicha cabeza a unos ocho o diez centímetros por encima de la piel. De esta forma disponía de espacio suficiente para manejarlo. A los pocos segundos, con un fuerte tirón, la punta metálica quedaba fuera de la madera y la extremidad inferior del Galileo se relajó totalmente, oscilando ligeramente en el vacío. El infante sujetó entonces el talón con su mano izquierda, rescatando el clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una enorme rosa rojiza sobre la citada cara del pie.

 

Antes de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en lo alto de la escalera, había anudado la maroma al patibulum. Esperó a que rematara la lazada central y, acto seguido, repitió la extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se registró problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde las puntas de los pies.

 

Los dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados hacia el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas, y que había quedado relativamente represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto hemostático comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el que los legionarios resbalaron varias veces.

 

Libres ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y cuarto legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la operación de izado del madero transversal.

 

Pendiente de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula representación del Sanedrín se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base del Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso…

 

Al unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los extremos del patibulum y el que sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que la afilada punta de la stine quedó fuera del orificio central del referido patibulum.

 

En ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que controlaban la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo hicieron. Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes de que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de forma que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal.

 

Al retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al anciano José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de estatura.

 

José se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me presentó a su compañero: Nicodemo, miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la custodia de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los familiares y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad romana y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado una fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo, rechazó el dinero, firmando en el acto la autorización.

 

Lo malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos compañeros del Sanedrín…

 

El centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente el texto, asintió, dando su conformidad.

 

Pero la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie de las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo José entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de apoderarse del cadáver.

 

Entretanto, el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se disponía a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos nosotros vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.

 

Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila, cubrieron el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar el final del callejón que conducía al promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los reflejos de las amenazantes espadas.

 

Pero, lejos de retroceder se encararon con la escolta, reclamando el cuerpo del Maestro. Parte de los curiosos que se habían unido a los jueces, instigados y alentados por éstos, clamaron también, insultando a los romanos y arrojándoles piedras: Los amotinados, embravecidos, empezaron a avanzar hacia el Calvario. Pero el centurión, desenvainando su espada, se colocó a la cabeza de los legionarios y dio la orden de cargar. En formación cerrada, protegiéndose de los proyectiles con los escudos, los romanos comenzaron a caminar con paso firme y decidido hacia los sanedritas que habían trepado hasta el peñasco. Sus rostros tensos, rezumando una rabia mal contenida, me hicieron temblar. Aquellos legionarios parecían dispuestos a todo. Pero los sacerdotes, intuyendo el peligro, dieron media vuelta, huyendo atropelladamente. Uno o dos, en su precipitación, rodaron por el canal, siendo pisoteados sin piedad por la patrulla que, en hilera, corría ya en dirección a los irritados hebreos.

 

La carga no tardó en surtir efecto. Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas en alto, dispuestos a masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas direcciones.

 

Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y más numeroso cinturón de seguridad en torno a las cruces.

 

Juan y las mujeres, que se habían visto obligados a correr, huyendo de la furiosa carga, contemplaron de lejos cómo el verdugo concluía su labor de desenclavamiento de Jesús. El resto de los sacerdotes y judíos que se había rebelado desapareció por los campos o en el interior de la ciudad. Sólo unos pocos, lejos y dispersos, se atrevieron a espiar los movimientos de la guardia. Pero en ningún momento tuvieron valor para aproximarse a menos de cien metros del patíbulo.

 

A pesar del forzado aislamiento del Calvario, Longino -tratando de obrar siempre con un mínimo de justicia- se destacó hasta el borde del promontorio y, levantando la voz, dio lectura a la orden de Poncio. Dudo mucho que los rabiosos jueces llegaran a escuchar al oficial.

 

A continuación, avanzando hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente:

 

-Este cuerpo te pertenece. Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para que nadie se oponga a tu deseo.

 

El anciano, pálido aún por el susto, agradeció las palabras de Longino y, en compañía de Nicodemo, se dirigió al lugar donde descansaba el cadáver de su Maestro. El patibulum había sido retirado y también el yelmo espinoso, que fue arrojado con fuerza por el verdugo hacia el pequeño peñasco situado al Oeste. Ni José ni su amigo, ni tampoco los soldados prestaron la menor atención al citado casco de púas. Sencillamente, lo vi perderse entre las retamas del accidentado terreno.

 

Mientras los soldados iniciaban el segundo descendimiento, el anciano José se arrodilló junto a la maltrecha cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el párpado derecho del Señor. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante casi dos minutos. En este tiempo, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del Nazareno.

 

Aunque el rigor mortis -que se vería indudablemente acelerado por la tetanización- no empezaría hasta unas seis horas después del fallecimiento, lo cierto es que la caída del maxilar inferior me hizo sospechar que los músculos de la boca, que había quedado abierta, no tardarían en entrar en rigidez. Por otra parte, la pierna izquierda del Maestro se hallaba flexionada, posiblemente por la forzada y sostenida postura de la cruz. Sus dedos -en garra- y con los pulgares disparados hacia el centro de las palmas, se habían vuelto mucho más azulados.

 

Una vez cerrado el ojo de Jesús, Nicodemo descargó en el suelo el par de saquetes que, unidos por un cordel, colgaban de su hombro izquierdo y de los que no se había desembarazado en todo el tiempo. Con la ayuda de José desplegó sobre la zona seca de la roca un lienzo blanco que traía plegado bajo el brazo. (Según me confesaría esa misma noche en el domicilio de Elías Marcos, el de Arimatea había adquirido aquellas seis varas de tela a un comerciante de la vecina localidad de Palmira, al norte.)

 

Examiné el tejido y comprobé que se trataba de un paño de lino. Lo medí disimuladamente con la ayuda de la «vara de Moisés» y deduje que tenía unos 4,30 metros de longitud por algo más de un metro. (En nuestra segunda «aventura», los análisis verificados en el interior del módulo sobre dicho paño arrojarían asombrosos y desconcertantes datos sobre lo que pudo acontecer en el sepulcro y que, sin lugar a dudas, coronaron nuestra misión. En dicha análisis comprobamos, por ejemplo, que las dimensiones exactas de la tela eran 4,36 x 1,10 metros, con un peso de 234 gramos por metro cuadrado. Es decir, el peso total de aquellos 4,80 metros cuadrados se elevaba a 1123 gramos. La fibra, en efecto, era de lino y en las ampliaciones de hasta 5000 veces apareció una estructura denominada «4 en espiga» o en «cola de pescado». Este tejido en sarga, tal y como me había dicho Nicodemo, procedía de los telares de Palmira. Curiosamente, este tipo de confección no irrumpiría en Europa hasta bien entrado el siglo XIV. Pero no deseo extenderme ahora sobre nuestros fascinantes descubrimientos en la sábana que cubrió el cadáver del Cristo durante aquellas históricas 36 horas…)

 

José de Arimatea comprobó la posición del sol y apremió a Nicodemo para que le ayudara a trasladar el cadáver hasta el recién extendido lienzo. El anciano se situó a la cabeza del Maestro y el amigo, a su vez, a los pies. Ambos se inclinaron a un mismo tiempo. José introdujo sus manos por debajo de los hombros del Galileo, sujetándolo por las axilas. Nicodemo hizo otro tanto, haciendo presa por los tobillos del gigante. Intercambiaron una mirada y, cuando consideraron que se hallaban dispuestos, trataron de levantar el pesado cuerpo. Y digo que «trataron» porque, por supuesto, sólo el de Arimatea consiguió levantarlo unos centímetros.

 

Lo intentaron por segunda vez, pero resultó igualmente estéril. Los forenses y aquellas personas que se han visto alguna vez en la obligación de mover un cadáver saben por experiencia que no resulta nada fácil. Y, mucho menos, silos puntos de sustentación no son los adecuados. Este era el caso de Nicodemo…

 

Absolutamente impotentes para levantar al Nazareno, José no tuvo más remedio que solicitar el concurso del oficial. Longino, comprendiendo la delicada situación de los hebreos, suspendió el desclavamiento de Dismas, que quedó colgado del patibulum. Uno de los legionarios, más joven y robusto que José, se hizo cargo de la parte superior del Maestro. Pasó sus brazos por las axilas, levantando el tronco del cadáver. Al mismo tiempo, otro soldado flexionó al máximo las rodillas del rabí, abrazando ambas piernas a la altura de las corvas. El cuerpo del Galileo formó entonces una «V» y, con la ayuda de otros dos infantes -que situaron sus manos en los riñones y espalda de Jesús- los ochenta u ochenta y dos kilos del Hijo del Hombre pudieron ser izados y trasvasados al lienzo.

 

El cuerpo fue depositado a unos 20 centímetros del extremo de la sábana más cercano a las cruces, con la cabeza casi en el centro del lienzo. En aquel traslado, de apenas cinco metros, la intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior), y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.

 

Nicodemo intentó bajar la rodilla izquierda del Maestro pero, aunque la hizo descender unos centímetros, los hematomas, desgarros de las articulaciones y la rigidez de la pierna hicieron imposible su abajamiento total. El de Arimatea puso fin a los esfuerzos de su compañero, cubriendo el cadáver con los dos metros largos de lino que habían quedado libres.

 

El oficial, que seguía atentamente la maniobra, comprendió de inmediato que los apuros de aquella voluntariosa pareja de sanedritas no terminaban ahí. Nicodemo y José, aturdidos al darse cuenta que el traslado de Jesús requería la colaboración de, al menos, cuatro hombres, se volvieron implorando hacia Longino. Y éste, sonriendo, encomendó a su lugarteniente el remate del descendimiento de los «zelotas», señalando seguidamente a cuatro de sus hombres más fornidos para que acompañaran a él y a los «propietarios» del cadáver hasta la tumba elegida.

 

Nicodemo y José rogaron al oficial que les permitiera ayudar en el traslado del improvisado féretro. Y así se hizo. A las 16.30 horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del Hombre. Detrás, los tres soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma tan descarnada como aquella funesta roca que nunca olvidaré.

 

Debí suponerlo. Aunque Juan habla en su relato de un sepulcro situado en el mismo lugar donde su Maestro había sido crucificado, por más que miré durante mi permanencia en lo alto del Gólgota no logré descubrir un solo punto -próximo al peñasco- que reuniera las principales características señaladas por los evangelistas; ‹es decir, un huerto y alguna peña en la que poder excavar la tumba. Pero pronto quedaría despejada esta nueva incógnita.

 

Nada más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso. José tranquilizó al centurión quien, al ver aproximarse al reducido grupo, se puso en guardia. Casi de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que le cediera su puesto. Longino respondió a la duditativa mirada de su soldado con un afirmativo movimiento de cabeza y Juan le sustituyó en el traslado.

 

Ningún crucificado podía ser enterrado en un cementerio judío. Así lo establecía la Ley. José y Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Pero el final de aquel trágico viernes se acercaba a pasos agigantados. Las trompetas del Templo no tardarían en anunciar el ocaso y, con él, la entrada del sábado y de la solemne fiesta de la Pascua. Era preciso darse prisa. Y los ex miembros del Sanedrín, que sostenían la sábana por la parte de los pies, aceleraron el paso. Por detrás, a cuatro o cinco metros, nos seguían María, la de Magdala; María, la esposa de Cleopás; Marta, otra de las hermanas de la madre de Jesús, y Rebeca de Séforis. Los legionarios, a su vez, se habían dividido, cubriendo los flancos del cadáver.

 

Al contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima sensación de soledad. Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado casi después del descendimiento por aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni siquiera podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos músicos de flauta y una plañidera. Para el Nazareno no quedaban ya lágrimas. Los corazones de las mujeres y de sus tres amigos se habían secado. En cuanto al acompañamiento, el único que recuerdo fue el de los presurosos pasos de la escolta y de los que cargaban su cadáver, tronchando cardos y abrojos.

 

El de Arimatea y Nicodemo dirigieron el traslado, bordeando la muralla norte de Jerusalén y siguiendo prácticamente el mismo itinerario de la «vía dolorosa». Cruzamos la carretera de Samaria y a los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo, sudorosa y con los dedos lastimados por el peso del cuerpo, la comitiva se detuvo frente a un huerto. Nos hallábamos al norte del Gólgota y relativamente cerca de la Torre Antonia, aproximadamente a unos 100 o 150 metros. (Era lógico que los ricos hacendados de Jerusalén no dispusieran sus fincas y plantaciones o huertos de recreo cerca del peñasco donde se ajusticiaba a los ladrones y criminales. Aquél, en cambio, parecía un lugar tranquilo y hermoso.)

 

Una de las mujeres, creo recordar que la Magdalena, se adelantó y soltó la cuerda que, a manera de lazo, sujetaba una puerta de madera, de un metro de altura, a una cerca de estacas meticulosamente blanqueadas. con cal. Aquel vallado, de una altura similar a la de la cancela de entrada, se perdía a derecha e izquierda, entre el enramado de un sinfín de árboles frutales.

 

Al girar, los herrajes articulados de los goznes chirriaron como un animal herido. El grupo se precipitó hacia el interior de la finca. Caminamos alrededor de cincuenta pasos, siempre entre una frondosa plantación de pequeños árboles selectos, hasta llegar a una bifurcación del estrecho sendero que arrancaba en el umbral mismo de la puerta del huerto. Tras una breve pausa, suficiente para recobrar el aliento perdido, José y Nicodemo hicieron una indicación a los soldados y tomamos el ramal de la derecha. El de la izquierda llevaba a una casita situada a cosa de un centenar de metros y que, a juzgar por la cimbreante y espigada columna de humo que escapaba por la chimenea, debía estar habitada. Dos pequeños perros salieron de entre los árboles, saltando y ladrando alegremente entre las piernas de José de Arimatea. Pero el anciano, con un autoritario grito, les obligó a retirarse.

 

A cosa de 20 metros de la bifurcación apareció ante mí una suave elevación del terreno. Era una formación calcárea que no sobresaldría más allá de metro y medio sobre el nivel del suelo.

 

Nos detuvimos y el de Arimatea anunció al oficial que ya podían depositar el cuerpo de Jesús sobre el terreno.

 

A cosa de dos pasos de donde reposaba el cadáver del Nazareno, el suelo arcilloso que rodeaba aquella cuña rocosa había sido removido. José, propietario del lugar, habla mandado construir unas rústicas escaleras que descendían hasta un estrecho callejón de apenas dos metros de anchura. Al bajar los cinco peldaños se encontraba uno en la mencionada galería y frente a una fachada, perfectamente trabajada sobre la roca viva. Groso modo calculé la altura de aquella pared rocosa en unos tres metros. En el centro había una diminuta puerta cuadrangular de 90 centímetros de lado. José nos rogó que le disculpáramos y se alejó a la carrera en dirección a la casita.

 

Mientras los soldados aprovechaban aquel respiro para sentarse y descansar, me agaché y traté de echar una ojeada al interior de la cripta. Una piedra redonda, muy parecida a una muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros de profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente pulida como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal guisa que -para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta- bastaba con hacerla rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi matemáticamente. Al pasar mi mano sobre aquella mole redonda imaginé el enorme esfuerzo que tenía que haber supuesto a los operarios su traslado hasta el fondo del callejón y, por supuesto, el que exigiría cada cierre y apertura de la tumba.

 

Pero, al introducir mi cabeza en el interior de la cripta, la oscuridad era tal que no acerté a distinguir ni su profundidad, ni la altura de las paredes ni ningún otro detalle.

 

Me incorporé y, mientras aguardaba a José, me dediqué a medir aquella especie de antesala o callejón: desde la fachada hasta el peldaño más bajo había 2,20 metros. Las paredes de la galería, a cielo abierto, iban descendiendo desde los 3 metros (altura máxima que correspondía a la fachada de la tumba) hasta poco más o menos un metro, al nivel del escalón más alto.

 

Aquellas mediciones se vieron interrumpidas por la llegada del anciano. Le acompañaba un hebreo de unos cincuenta años, con una barba corta y cuidada y de una corpulencia que, instintivamente, me recordó al fallecido Maestro. Se tocaba con un ancho sombrero de paja y cargaba una voluminosa y pesada ánfora. José portaba dos teas de mango corto y una especie de hatillo.

 

Hacia las cinco de la tarde, el dueño del huerto se arrodilló frente a la cámara sepulcral y, con sumo cuidado, alargó la mano izquierda, depositando una de las antorchas en el interior de la cripta. A continuación entregó la segunda tea a su siervo y jardinero, quien, hierático y mudo como una estatua, no se movería ya del callejón.

 

José, siempre en aquella forzada postura, se arrastró, penetrando en la cueva.

 

El relampagueo rojizo del hacha dentro de la tumba desapareció a los pocos segundos. Y el anciano, asomando la cabeza por la abertura, reclamó la segunda antorcha. Su ayudante se apresuró a entregársela, haciendo otro tanto con el hato.

 

Cuando José consideró que todo estaba dispuesto salió del panteón, indicando a Nicodemo que bajasen el cuerpo del Maestro.

 

Los soldados cumplieron la orden, situando los restos sobre la tierra rojiza y apisonada del callejón. El cadáver fue orientado de forma que la cabeza quedara frente al angosto portillo. El anciano retornó entonces al interior, seguido del centurión. Una vez dentro, ambos comenzaron a tirar de la sábana, siendo ayudados desde el exterior por otros tres legionarios.

 

Cuando, al fin, el cuerpo fue introducido en la tumba, Nicodemo fue pasando a José la pareja de sacos que aún colgaba de su hombro y el ánfora. Satisfecha esta última parte del laborioso traslado, aquél se inclinó también y, en cuclillas, se perdió entre la mortecina claridad del sepulcro seguido de Juan.

 

Ignorando si disponía de sitio, me aventuré a seguir a Nicodemo. Mi metro y ochenta centímetros de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso como ingrato.

 

Al levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de 1,70 de altura aproximadamente. (De esta última cifra estoy bastante seguro porque, durante el tiempo que permanecí en el interior de la cripta, no tuve más remedio que inclinar la cabeza para no tropezar con aquel techo rocoso, duramente ganado a base de escoplo de cantería, a juzgar por los cortes a bisel de la citada bóveda y del resto de las paredes.)

 

Mi intromisión fue bien recibida. Cuando me incorporé los cuatro hombres pujaban por levantar el cadáver hasta un simulacro de banco de 0,65 metros de altura, igualmente robado a la masa pétrea y ubicado en el muro derecho (tomando siempre como referencia el hueco de entrada).

 

Me apresuré a unirme a ellos, colaborando en el definitivo y último izado del Nazareno. Sé que aquel insignificante y pobre gesto no hubiera sido aprobado por el estricto código del proyecto, pero eso qué puede importar ya…

 

Los restos de Jesús reposaban finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo por 0,93 de ancho. A decir verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco Galileo.

 

José se apresuró a destapar el cadáver, mientras Nicodemo abría el hatillo de tela, extrayendo en primer lugar dos plumones totalmente blancos que, a primera vista, podrían ser de algún tipo de ave doméstica.

 

A la luz tambaleante de las teas -reclinadas por José sobre cada una de las esquinas del ara o poyo de roca- apareció de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del hasta hacía unas horas majestuoso Hijo del Hombre. Las costras de excrementos habían terminado por secarse sobre la piel de muslos y piernas, exhalando una fetidez insoportable. Aunque sólo habían transcurrido dos horas desde el instante de su muerte clínica, los pies, con las uñas azuladas, presentaban ya una contractura postmortem, con predominio extensor de los dedos. La rigidez, tal y como me temía, avanzaba ya sin remedio. La cabeza, caída hacia el lado derecho, conservaba abierta la boca, presentando un tinte lívido y un acusado amoratamiento de los labios. El tórax, totalmente relajado, aparecía cubierto por una mezcla de tierra y sangre reseca, con una minada de coágulos que no obedecía ya la ley de la gravedad y que despuntaba sobre toda la caja torácica. Observé el hundimiento del epigastrio y, con él, los pliegues del abdomen, especialmente en su mitad inferior.

 

Pero lo que más me llamó la atención fue la mano derecha. Su dorso y borde cubital se hallaban prácticamente ocultos por una gran mancha de sangre coagulada y los cuatro dedos largos, con una marcada cianosis y unas dimensiones ligeramente superiores a los de la izquierda, que conservaban el referido agarrotamiento en forma de «garra». Aquella hiperextensión de los cuatro dedos largos de la mano derecha, en mi opinión, sólo podía estar originada por alguna de las terroríficas lesiones, en los correspondientes músculos extensores, derivadas de la extracción del clavo y de la segunda perforación del carpo.

 

La rodilla izquierda seguía doblada y ambos codos, rígidos ya, mantenían los antebrazos en flexión.

 

Cuando vi cómo Nicodemo introducía las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús comprendí sus intenciones. Si el presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de los plumones irritaba las mucosas, excitando así la respiración. Era, tal y como ha escrito el rabino A. Levy, la «certificación de la muerte».

 

Ni qué decir tiene que el Galileo no experimentó reacción alguna. Cumplido el «trámite», José volvió a asomarse a la entrada de la tumba, retornando al instante.

 

-Hay que darse prisa -expresó en voz baja-. El sábado no tardará en apuntar.

 

Y abriendo el ánfora, vertió parte del agua en un trozo de esponja, ceniciento y perforado por cientos de minúsculos orificios. Nicodemo se situó a los pies del Maestro, levantando la extremidad inferior izquierda hasta donde fue posible. El de Arimatea se despojó del manto y, arremangándose la túnica, comenzó a frotar y limpiar la cara posterior del muslo y pierna. Después repitió el lavado en la pierna derecha, concluyendo con una serie de deficientes restregones sobre las nalgas, testículos y ano de Jesús.

 

-Dejémoslo así… -puntualizó Nicodemo, cada vez más nervioso ante el cercano final del viernes.

 

El de Arimatea arrojó la esponja al suelo y comenzó a desatar los saquetes de harpillera, mientras su compañero buscaba en el fondo del hatillo. Una de las sacas contenía entre 15 y 20 kilos de un polvo granulado, de un color amarillo-oro, sumamente aromático y que, nada más abrirlo, esparció una deliciosa fragancia por toda la cripta. Longino y yo nos miramos, agradeciendo aquel súbito cambio en el cerrado ambiente de la tumba.

 

En el segundo sacó distinguí un campanudo jarro de cobre, perfectamente lacrado con un tapón de tela. José, una vez descubierto, se volvió hacia Nicodemo, reprendiéndole por su lentitud. Al fin, entre las peludas manos del ex sanedrita vi aparecer unos retazos de tela. Eran unas tiras estrechas, desflecadas y que, por las irregularidades de sus filos, debían haber sido desgajadas a mano y con prisas de algún viejo paño de tela.

 

Nicodemo seleccionó una de aquellas «vendas» (de algo más de un metro de longitud) y tirando de ambos extremos la tensó, estabilizándola a un par de cuartas por encima del saquete que albergaba el dorado polvillo. Sin perder un instante, el de Arimatea enterró su mano izquierda en la saca, tomando un puñado de aquella especie de árido. Y lo dejó escapar por la parte inferior del puño, cubriendo más que generosamente la superficie de la tela. El tembloroso pulso del anciano hizo que buena parte del acíbar o áloe -porque de esto se trataba- cayera al saco o se derramara sobre el abrupto pavimento de la cámara mortuoria. Sin demasiado disimulo recogí un pellizco de aquel polvo, guardándomelo. Una vez de regreso al módulo, y sometido al correspondiente análisis microscópico, Caballo de Troya supo que aquella sustancia era en realidad una de las variantes del acíbar: el llamado «sucotrino», que debe su nombre a la isla de Socotora, a la entrada del golfo Arábigo. Generalmente se presenta en masas de fractura brillante y como vitrea, rojas, verdosas o amarillentas y que, sometidas a pulverización, proporcionan un producto granulado, idéntico al que yo tenía ante mis ojos. En el caso del áloe originario de Socotora, su origen, como en otros tipos de acíbar -«hepático o de las Barbadas», «caballuno», etc.-, está en el zumo que se extrae de diferentes especies botánicas. Se trata de grandes y hermosas plantas de la familia de la Liliáceas (tribu de las Asfodeleas), que crecen en las regiones cálidas de Asia, Africa y América. Del centro de un conjunto de hojas grandes y carnosas, con bordes armados de puntas, arranca un tallo o escapo vigoroso que lleva en su ápice una larga espiga de flores tubulosas, generalmente bilabiadas y rojas. El mencionado zumo es producido por las hojas.

 

José se incorporó y acercándose a los pies del Maestro, procuró juntarlos, levantándolos de forma que su compañero pudiera pasar la pieza de tela, impregnada de acíbar, a la altura de los tobillos. A continuación, Nicodemo fue arrojando su aliento sobre el áloe y, ante mi sorpresa, su particular olor se hizo más intenso y penetrante.

 

Anudó la «venda» en el nacimiento de los pies y, regresando a la saca, repitió la operación con una segunda tira. En esta ocasión, antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la precaución de depositarías reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda sobre la derecha. Aquélla, como esta última, mostraba un rosetón de sangre coagulada sobre la parte superior de la muñeca. La forma triangular de la herida, con sus bordes negros y descarnados, me hizo estremecer.

 

Una vez atado, tal y como marcaba la Ley judía, los amigos del rabí se inclinaron nuevamente sobre los saquetes. Nicodemo removió el contenido del jarro, mientras José llenaba ambas manos con un apreciable volumen de acíbar.

 

En la palma izquierda del primero surgió una sustancia pastosa, de aspecto gomo-resinoso, que destelleó a la luz de las antorchas como un millar de lágrimas rojizas. Era mirra. Su fuerte olor, mucho menos agradable que el del áloe, se mezcló en seguida con el del polvo granulado, sofocándome.

 

Nicodemo se plantó frente a la mitad superior del cadáver, mientras el anciano José hacía otro tanto junto a las extremidades inferiores de Jesús de Nazaret. El de Arimatea permaneció unos segundos con las manos firmemente cerradas, aprisionando el polvo dorado. Cuando las separó, el acíbar se había transformado en una pasta blanduzca, casi plástica.

 

Y ambos, a un mismo tiempo, se dedicaron a pellizcar las masas de mirra y áloe, embadurnando y cegando las brechas y orificios naturales del cuerpo. Nicodemo se ocupó de las fosas nasales, oídos y de las grandes heridas de los costados. José, de los profundos desgarros de las rodillas, clavos de manos y pies y de la maraña de agujeros provocados por las tachuelas de las sandalias de los soldados (paradójicamente, de aquellos mismos que le habían defendido después de muerto…).

 

Saltaba a la vista la precipitación de aquellos hombres. De haber actuado con menor premura, lo más probable es que el taponamiento no habría sido practicado en el último lugar. Una prueba de lo que digo surgió cuando José recordó que faltaba el recto. Pero las extremidades inferiores de Jesús se hallaban anudadas y fue precisa la ayuda de Nicodemo quien, refunfuñando, levantó nuevamente las piernas del Galileo, haciendo posible que el anciano taponara el ano. Lógicamente, al llevar a cabo esta maniobra, gran parte del polvo dorado depositado en la cinta que mantenía unidos los pies se deslizó, cayendo sobre el lienzo de lino.

 

Al terminar, José, agobiado por la llegada del crepúsculo, se dirigió nuevamente a la puertecilla. Pero, en su atolondramiento, tropezó con el ánfora y poco faltó para que cayera de bruces. Una vez comprobada la situación del sol, retornó hasta el banco de piedra, mascullando algo por lo bajo.

 

Para entonces, Nicodemo -más sereno que José- había soltado de su brazo derecho un largo pañuelo granate, utilizado habitualmente por aquellas gentes para enjugar el sudor. Lo retorció hábilmente, rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.

 

Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio. Antes de abandonar la cripta, mientras Nicodemo recogía y sacaba al exterior los diversos útiles, José echó mano de su bolsa y, al azar, extrajo un par de moneditas de bronce de unos 16 milímetros de diámetro cada una. Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea las depositó sobre los párpados del Nazareno. Pero la gran inflamación del ojo izquierdo hizo resbalar el «leptón»1.

 

Aunque la cabeza del Maestro había sido apuntalada -a la altura de los oídos- por sendos mazacotes de mirra, la tremenda deformación de la región malar mantenía sepultado el ojo, haciendo difícil el depósito de la moneda sobre el casi irreconocible párpado. Pero José insistió, consiguiendo un precario equilibrio de la moneda sobre los hematomas.

 

Las teas, con su centelleo, pusieron una chispa de vida en las brillantes superficies de los «leptones».

 

Al inclinarme comprobé que el troquelado de ambas era sumamente rudimentario, con una efigie descentrada y numerosas imperfecciones. Las dos procedían seguramente de la misma emisión, a juzgar por las idénticas inscripciones y lituus o cayado central2 y, sobre todo, por la misma falta ortográfica, en las letras que ceñían en círculo la referida efigie del lituus o cayado mágico3. La leyenda en cuestión decía así: «TIBEPIOY CAICAPOC». Es decir, Tiberiou Kaisaris o «de Tiberio César».

 

Levanté con curiosidad la monedita del párpado derecho y en el reverso descubrí la no menos desgastada silueta de un simpulum o catavinos, utilizado en las ofrendas rituales de las libaciones paganas. En el centro, junto a este cazo o cucharón, se leía el número 16, formado por una «iota» (equivalente al «10») y el llamado «epísemon», que correspondía al «6». En otras palabras, la fecha «16», año del reinado de Tiberio César o 29 de la Era Cristiana.

 

Antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó. Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Comprendí con desolación que aquélla era la última vez que vería el cuerpo sin vida del Maestro. No debo ocultar que, al posar mi mirada en sus machacados restos, me asaltó una duda densa y agobiante como aquella cámara funeraria: ¿resucitaría, tal y como había anunciado? Pero, ¿cómo? Aquella devastadora catástrofe había reducido su organismo a una piltrafa…

 

Lo confieso con toda sinceridad. Mi espíritu científico se rebeló. Nadie, que se sepa, lo había logrado en toda la Historia de la Humanidad. ¿Por qué iba a conseguirlo aquel Galileo, tan humano como los demás? Si realmente gozaba de poderes tan extraordinarios, ¿por qué no había evitado tanto suplicio y, sobre todo, una muerte tan cruel y humillante?

 

Nicodemo y la casi totalidad de sus amigos y discípulos tampoco estaban muy seguros de la anunciada resurrección de su Maestro. José, incluso, dudaba. Un signo palpable de lo que digo se hallaba justamente en aquel rápido y provisional adecentamiento del cadáver. Las intenciones del anciano de Arimatea, de su compañero y de las mujeres que esperaban fuera de la cripta, no tenían nada que ver con esa supuesta resurrección del rabí. Si de verdad hubieran creído en un suceso tan prodigioso, ¿por qué posponer el definitivo embalsamamiento del cuerpo de Jesús hasta después de la fiesta del sábado? Lo lógico hubiera sido no taponar siquiera sus heridas ni cubrirle con aquellos productos aromáticos, destinados únicamente a contrarrestar el cercano hedor de la putrefacción.

 

Encorvado, aturdido y extremadamente cansado por tantas emociones y por la falta de sueño, no fui capaz de formular un solo pensamiento o una fugaz oración ante el Hijo del Hombre. Con gran desolación por mi parte descubrí que no recordaba ninguna de las escasas plegarias que aprendí en mi niñez. Sin embargo, yo también me uní, simbólicamente, a José de Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en ella un cálido y prolongado beso.

 

Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Me apresuré a recoger su manto y en ese momento, al agacharme, descubrí en uno de los rincones de la cámara -semiocultos en la penumbra-, un par de capazos de mimbre, repletos de escombros y un pequeño pico. José se percató de mi observación, excusándose por el desorden del lugar. Según comentó, el sepulcro se hallaba aún en obras…

 

Hacia las 17.45 horas, Juan, Longino, José y yo salíamos al callejón. El resto fue relativamente cómodo. Mientras el de Arimatea sostenía las hachas, el centurión, sus cuatro soldados y el hortelano procedieron a empujar la roca circular, haciéndola rodar por la profunda ranura hasta que tapó totalmente la pequeña abertura de la fachada. E insisto en lo de «relativamente cómodo» porque, de no haber sido por la presencia de los seis hombres, no sé cómo se las hubieran ingeniado José y Nicodemo para mover aquella media tonelada…

 

El crujido siniestro y escalofriante de la peña, en su último roce con la pared principal del panteón, puso punto final a muchas de las esperanzas de aquellos hombres y mujeres. ¿Cómo podía suponer en semejantes momentos que dicho cierre del sepulcro no era otra cosa que un corto paréntesis en esta increíble y desconcertante historia?

 

1 Esta moneda, similar a la «perutah» de Agripa I, era acuñada en Jerusalén. Se han encontrado ejemplares emitidos bajo Coponio, Valerio Grato, Poncio Pilato y Antonio Félix. Su valor era mínimo: un denario de plata equivalía a 192 «perutah», aproximadamente. (N. del m.)

 

2 Al consultar los principales catálogos mundiales de monedas judías del tiempo de Cristo -especialmente el de monedas antiguas del Museo Británico y el libro de Madden sobre monedas judías, publicado en 1864 y reimpreso en 1967-, los especialistas de Caballo de Troya comprobaron que la mayor parte de las monedas acuñadas por Poncio Pilato (del 26 al 36 de nuestra Era) se distinguían precisamente por signos como el lituus, simpulum, etc., que, por su carácter pagano, ofendían los sentimientos religiosos del pueblo hebreo. En el caso del lituus o cayado del augur o adivino, es de suponer que esta osadía de Poncio -único gobernador romano que se atrevió a herir así la fibra religiosa de Judea- encerrase también un alto grado de adulación hacia Tiberio, gran entusiasta, como ya hemos visto, de los astrólogos. (N. del m.)

 

3 Una de las faltas de ortografía más llamativas era la «C» inicial de la palabra «CAICAPOC». Lo lógico es que el responsable del troquelado hubiera acuñado dicho titulo con la»K» griega: «KAICAPOC» o «Káisaris» («de César»). Pero, por otra parte, conocida la pésima reputación del procurador romano como acuñador de monedas, tampoco me extrañó excesivamente. Otro de los errores, consecuencia de la «comodidad» de los acuñaderes, aparece en las dos últimas «C» de «CAICAPOC». En realidad, la mencionada palabra griega debería de haber sido escrita con sendas «» (letra «sigma»). Probablemente, los artesanos prefirieron ahorrarse el engorroso signo, dejándolo reducido a su mitad: «‹» o «C». (N. del m.)

 

Antes de partir hacia Jerusalén, José agradeció la decisiva e inestimable ayuda de los legionarios entregando a cada uno de ellos una generosa cantidad de dinero. Creo no equivocarme pero, a partir de aquel viernes, la amistad entre Longino y el de Arimatea germinó firme y sincera.

 

Al abandonar el huerto, las mujeres, que se habían mantenido alejadas del sepulcro, tal y como especificaba la Ley judía, se unieron al cansino paso de José, manifestando sus dudas sobre la pulcritud desplegada en aquel vertiginoso enterramiento del Maestro. Tanto Nicodemo como el anciano coincidieron en las apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que, nada más despuntar el domingo, procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo, incluso, les entregó. los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían estar presentes, no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde tiempo inmemorial.

 

Frente a la puerta de los Peces, el oficial y sus hombres se despidieron, dirigiéndose nuevamente hacia el Gólgota, con la expresa misión de trasladar los cuerpos de los «zelotas» a la fosa de la Géhenne.

 

A las seis de aquella tarde, cuando nos hallábamos a pocos pasos de la casa de Elías Marcos, tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la jornada. A partir de esos momentos, en plena festividad ya de la Pascua, la actividad en Jerusalén fue decreciendo. Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida cuenta de la cena pascual. No sé por qué pero aquella excitación y los constantes saludos de los hebreos, deseándose paz cuando se cruzaban en las angostas callejas, me trajo a la memoria el ambiente festivo y tan especial de los atardeceres que precedían a la Navidad y que yo había vivido en mi país. Curiosamente, salvo Nicodemo, el joven Juan, José y el grupo de mujeres, que avanzaban cabizbajos, el resto de los peregrinos y habitantes de la ciudad santa no se hallaba afligido -ni muchísimo menos- por lo que acababa de acontecer en el peñasco de la Calavera. Estoy convencido que una inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica muerte del profeta de Galilea. Y silo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin cuidado… Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril del año 30. Un día que, durante mucho tiempo, sería recordado, no por la crucifixión de Jesús de Nazaret, sino por el «nefasto augurio» del oscurecimiento del sol y el posterior seísmo.

 

Nicodemo y Juan se despidieron a las puertas del domicilio de Marcos. El primero, dispuesto a reunirse con los apóstoles que se habían refugiado en su casa y a celebrar con ellos la obligatoria Pascua. El joven Zebedeo, a su vez, descorazonado y sumido en una tristeza infinita, se alejó hacia su residencia, donde aguardaba María, la madre del Nazareno.

 

José aceptó acompañar a las mujeres hasta el interior de la mansión de los Marcos, donde se hallaban las compañeras que Jude había conducido desde el patíbulo.

 

La familia, desolada por los acontecimientos, acogió al anciano y a las hebreas con gran solicitud, rogándoles que les pusieran al corriente de todo lo sucedido a partir de la muerte del Maestro. El eficacísimo servicio de mensajeros de David Zebedeo había mantenido informados puntualmente a los núcleos principales de amigos y seguidores del rabí. Por medio de estos «correos», Elías Marcos y el resto de los apóstoles, repartidos en Jerusalén, Betania y Betfagé, supieron del fallecimiento del Galileo entre una y dos horas después de ocurrido el óbito.

 

Cuando el anciano hubo concluido su relato, la esposa de Elías volvió a llenar nuestros vasos con aquel vino caliente y reconfortante. Y antes de que José tomara la decisión de abandonar a los Marcos, le rogué me informara sobre lo ocurrido desde que le vi alejarse hacia el templo, en pleno incidente con los jueces y judíos que intentaban variar el texto del «inri» del Nazareno.

 

José me miró con un profundo cansancio.

 

-¿Para qué recordar esa triste historia? -comentó sin entusiasmo.

 

Pero yo necesitaba averiguar lo sucedido en el interior del Santuario. ¿Qué había pasado en la reunión del Sanedrín? ¿Qué había sido de Judas Iscariote? El hijo de Elías Marcos no se hallaba en la casa o, al menos, yo no había acertado a verle y eso me preocupaba.

 

Le supliqué con una ansiedad tal que el bueno de José terminó por ceder.

 

-Desde los muros de la Torre Antonia -comenzó el anciano-me dirigí al Templo. Tal y como comentamos, en mi corazón había una sospecha: los ciegos saduceos, leales al clan de Caifás y de su suegro, podían conspirar también contra los íntimos del Maestro. Su temor a un levantamiento por parte de los seguidores y amigos de Jesús no se había disipado con la condena a muerte aprobada por Pilato. Todo lo contrarío. Precisamente a partir de esos momentos -según ellos- la situación se hacia mucho más delicada. Y de la misma forma que habían intentado capturar a Lázaro, adoptaron las medidas oportunas para prender y encarcelar a los discípulos.

 

-¿Medidas?, ¿qué medidas? -le interrumpí.

 

-Nada más regresar a su cuartel general en el Santuario, los levitas, siguiendo instrucciones del sumo sacerdote, formaron una escolta y salieron hacia la finca de Simón, «el leproso», en Getsemaní. Gracias a la bondad infinita de Dios -¡bendito sea su nombre!-, poco antes de la partida pude establecer contacto con uno de los emisarios de David Zebedeo. Al informarle de lo que se proponía el Sanedrín corrió hasta el Olivete, dando la alerta. Pero, sobre la suerte de los allí acampados no puedo añadir gran cosa. Sólo sé que a su regreso, el capitán de la guardia del templo se mostró furioso: «Los seguidores del impostor -explicó a Caifás- han huido como cobardes, pero hemos incendiado su campamento…»

 

»EI sumo sacerdote y la mayoría de los miembros del Sanedrín se tranquilizaron, estimando que la desbandada de los hombres del Nazareno reducía considerablemente el riesgo de un motín. Y Caifás, reunido con el Consejo en la sala de las «piedras talladas», prosiguió su informe sobre todo lo ocurrido en la noche y madrugada, hasta el momento en que nuestro Maestro fue introducido definitivamente en el Pretorio.

 

»EI cúmulo de mentiras, injurias y arbitrariedades esgrimidas por el yerno de Anás fue tal que, asqueado, me retiré del tribunal.

 

»Pero, cuando me disponía a salir del Templo, apareció Judas. Nos miramos en silencio y el traidor entró en la sala del Sanedrín. Regresé de nuevo al interior de la sede del Consejo, dispuesto a hundir a aquel miserable. Pero no fue preciso. Al ver al Iscariote, Caifás y sus hombres comenzaron a murmurar entre sí. Pero ninguno le dirigió la palabra. Al parecer, Judas esperaba un recibimiento triunfal. Pensó, equivocadamente, que aquella ralea le colmaría de honores, ensalzando su «gran servicio a la nación». Pobre desdichado!

 

»A una señal del sumo sacerdote, uno de los servidores se dirigió a Judas y, tocándole la espalda, le invitó a que le siguiera. Visiblemente confundido y decepcionado, el traidor obedeció y ambos salieron de la sala.

 

»Entonces, el siervo, entregándole un bolsa, le dijo:

 

»-Judas, he sido encargado de pagarte por traicionar a Jesús, el Galileo. He aquí tu recompensa.

 

»EI Iscariote, pálido, abrió la bolsa y con una sangre fría que aún me aterra, contó las monedas…

 

José hizo una pausa y, cuando daba por sentado que aclararía el importe de la citada recompensa, esquivó el asunto. Me vi en la obligación de interrumpirle otra vez e interesarme por la suma.

 

-Treinta monedas… -replicó el anciano con repugnancia.

 

-¿Denarios de plata? -presioné.

 

José, molesto por mi insistencia, aclaró:

 

-No, 30 «seqel».

 

(Esta moneda de plata, conocida popularmente como «siclo de Tiro», constituía, como ya dije, el dinero habitual en el pago de los tributos del Templo. Era, en definitiva, una pieza usada comúnmente por los sacerdotes en la mayor parte de sus transacciones comerciales. Su equivalencia, en aquella época, era de unos cuatro denarios de plata por «seqel». Una suma, por tanto, «moderada». Hay que tener en cuenta que, según el testimonio evangélico de Mateo (27,9), los sacerdotes compraron un campo con el dinero que había rechazado Judas. Hoy, esos 120 denarios de plata podrían equipararse a unos 200 dólares.)1

 

El de Arimatea prosiguió:

 

-Cuando el traidor se cercioró del valor de la bolsa, lívido y mudo de estupor se lanzó hacia la puerta del Consejo, dispuesto -supongo- a protestar. Pero el portero le cortó el paso, prohibiéndole la entrada.

 

»Derrotado, Judas pasó de la cólera a su habitual frialdad. Dejó caer la bolsa en su bolsillo, alejándose de la sala de las «piedras talladas». Desde entonces no he vuelto a verle…

 

Fue inútil que insistiera. José de Arimatea, en efecto, había perdido la pista del traidor. Ignoraba su suerte y, por supuesto, no podía conocer el incidente del Templo y el gesto desesperado del Iscariote, arrojando las monedas al tesoro del Santuario. Yo estaba al tanto de esta última acción de Judas por la lectura previa de Mateo, pero ¿habían sucedido las cosas tal y como lo describe el autor sagrado?

 

La fortuna quiso que pudiera desvelar esta incógnita poco después de la marcha del anciano de la casa de Elías Marcos. Había dos asuntos que me obligaban a permanecer en aquel domicilio y que, sin proponérmelo, fueron una magnífica excusa para averiguar otro dato.

 

Caballo de Troya me había asignado la ineludible misión de rescatar el micrófono que había camuflado en el farol situado en la sala donde había tenido lugar la última cena de Jesús. Una de las normas básicas del proyecto especificaba que los «astronautas» no podían dejar en el área de exploración ningún resto, señal o indicio de su paso. Tampoco era lícito trasladar a «nuestro tiempo real» nada que pudiera pertenecer a dicha época. La recuperación de esta pieza, en consecuencia, era obligatoria.

 

Por otra parte, resultaba imprescindible que hablase con el joven Juan Marcos. Pero el adolescente no terminaba de comparecer. Así que, invocando un sentimental deseo de ver por última vez el cenáculo, convencí a la esposa de Elías para que me acompañara al piso superior.

 

Cuando entramos en la estancia, mi corazón casi se detuvo: ¡El farol había desaparecido!

 

La hebrea notó mi palidez, confundiendo mi angustia con una supuesta y honrosa emoción al pisar de nuevo el recinto donde había cenado el Maestro. Tratando de no perder los nervios paseé la mirada por la sala, buscando afanosamente el maldito farol. Pero, evidentemente, alguien lo había sacado de la habitación.

 

Al borde del colapso, interrogué a la señora de la casa sobre el paradero de la hermosa pieza. La mujer. desconcertada, me explicó sin conceder importancia al asunto que se había hecho añicos durante el temblor. Uno de los sirvientes lo había llevado a un taller de Jerusalén con el propósito de que fuera reparado.

 

Agradecí su gentileza por permitirme ver el cenáculo y, desarbolado, regresé a la planta baja. Yo sabía que, a partir del toque de las trompetas, y tratándose de una fiesta tan solemne como aquélla, las actividades artesanales y de cualquier otro tipo cesaban automáticamente. Y ya no se reanudarían hasta finalizada la Pascua. ¿Cómo podía recuperar el micrófono si el retorno del módulo había sido establecido a las 7 de la mañana del domingo? Como creo haber insinuado, este contratiempo vino a sumarse a la serie de «razones» que aconsejaron a Caballo de Troya la repetición del gran «salto» al año 30.

 

Absorto por este inesperado incidente, casi no me di cuenta del paso del tiempo. La familia de Marcos, ocupada en los preparativos de la cena pascual, apenas si reparó en mí.

 

Hacia las ocho de la noche, cuando el sueño empezaba a vencerme, alguien me sacó de mis confusos pensamientos. Al levantar la vista encontré ante mi dos rostros bien conocidos. Uno, sonriente -el del activo David Zebedeo- y otro, por el contrario, demacrado y afligido: el del joven hijo de mis hospitalarios anfitriones. Aquello me despejó momentáneamente.

 

David, con una alegría que no terminaba de entender, puso en mis manos el manto de lino blanco que yo había adquirido en la tarde del pasado jueves en la tintorería de Malkiyías y del que, honestamente, me había olvidado.

 

-Te supongo enterado de todo lo ocurrido -habló al fin el jefe de los emisarios.

 

Asentí en silencio.

 

Al advertir mi decaimiento, David me zarandeó cariñosamente, exclamando con un convencimiento que me dejó atónito:

 

-¡Resucitará! Lo prometió…

 

Escruté los cansados ojos de aquel hebreo y quedé maravillado. David Zebedeo creía realmente lo que estaba diciendo. Era asombroso. Tenía ante mí al único que creía ciega y firmemente en la promesa del Maestro. Ni en el audaz Juan, el Evangelista, ni en José de Arimatea ni en ningún otro discípulo o amigo de Jesús había observado una fe como la de aquel hombre. Y, paradójicamente, apenas si es citado en los textos evangélicos…

 

Ahora sí estaba clara la razón de su alegría.

 

Antes de su partida hacia la casa de Nicodemo, donde había trasladado su «centro» de «correos», David me informó sobre sus últimas peripecias en el campamento de Getsemaní. Efectivamente, al recibir el aviso de José, desmontó velozmente las tiendas de campaña, trasladando su «puesto de mando» a lo más alto del Olivete. Desde allí, una vez superada la amenaza de los levitas, siguió enviando mensajeros a todos los puntos donde él sabía que se hallaban los apóstoles, amigos y familiares del Nazareno.

 

Nada más conocer por uno de sus agentes la orden de crucifixión, otros tantos y veloces mensajeros corrieron hacia Pella, Bethsaíde, Filadelfia, Sidón, Damasco y Alejandría, con la noticia de la inminente muerte de Jesús, por orden del procurador romano.

 

Durante buena parte de aquella jornada, David no cesó de mandar «correos» a Jerusalén y a Betania, informando puntualmente a los discípulos y a la familia de Jesús de cuanto estaba ocurriendo. De no haber sido por la pericia y valentía de este judío, la mayor parte de los apóstoles, escondidos y temerosos, hubieran tardado algún tiempo en conocer el triste final de su Maestro.

 

Por último, con el ocaso, este Zebedeo suspendió los «correos», permitiendo a sus mensajeros que se retiraran a descansar y a celebrar la obligada fiesta pascual. Sin embargo, su convencimiento sobre la resurrección del rabí era tan sólido que, antes de que partieran, les comunicó en secreto la obligación de concentrarse en la casa de Nicodemo, a primeras horas de la mañana del domingo. Su intención era transmitir la buena nueva en cuanto se produjese.

 

Mi admiración por aquel hombre no tuvo límites…

 

Y antes de que el hijo de los Marcos se uniera a su familia en el banquete de Pascua, mi curiosidad se vio satisfecha al desvelar, al fin, la suerte del Iscariote.

 

1 Doscientos dólares de 1973, claro. (N. de J… J. Benítez.)

 

Me costó trabajo persuadir al joven Juan Marcos de que hablase. En aquellas últimas diez horas, su alma de niño se había consumido entre el dolor, la rabia y la impotencia. Jamás olvidaría la ensangrentada figura de su ídolo y amigo: Jesús de Nazaret. Como tampoco podría borrar la imagen de unos sacerdotes fanatizados y la de un populacho que, poco antes, había aclamado las valientes y lúcidas intervenciones de su Maestro en la explanada del atrio de los Gentiles y que, ahora, hubiese lapidado al Galileo en la mismísima fachada del Pretorio romano.

 

Intenté calmarle, recordándole las palabras que acababa de pronunciar David Zebedeo sobre la resurrección. Pero Juan me miró sin comprender. Aquella expresión -«y resucitaré al tercer día»- rebasaba su capacidad infantil.

 

Tanto Juan Marcos como su familia sabían que yo había permanecido al pie de la cruz y, como reconocimiento a lo que ellos consideraron un gesto de amor y valentía hacia el rabí, el muchacho terminó por narrarme lo que había visto y oído desde que yo le encomendase el seguimiento de Judas.

 

Este fue su entrecortado y ceñido relato:

 

-Cuando el traidor vio cómo los legionarios terminaban de atravesar los pies de Jesús, con la cabeza cubierta por el manto se alejó del patíbulo. Tú lo viste…

 

Le animé a continuar.

 

-Entonces, Judas fue directamente al Templo. No pude verle la cara porque siempre fui detrás de él pero, viendo sus grandes zancadas y los empujones con que se abrió paso en la explanada del Santuario, yo diría que estaba furioso.

 

»Caminó hasta las puertas de la Sala del Consejo de Justicia pero, al intentar abrirlas, el portero se le interpuso. Judas, con una maldición que no me atrevo a repetir, le golpeó en pleno rostro, derribándole y dejándole como muerto.

 

(Aquella reacción encajaba, desde luego, en la violencia que, en ocasiones, estalla en los grandes tímidos. Y el Iscariote lo era.)

 

-… Abrió la gran puerta de la sala de las «piedras talladas» y, descubriéndose, irrumpió en el Tribunal. Yo no me atreví a moverme del quicio de la puerta. Si alguien me hubiera puesto la mano encima, seguro que me azotan…

 

Correspondí con una sonrisa de gratitud y Juan Marcos prosiguió:

 

-Sólo pude ver a Caifás y a alguno de los saduceos, escribas y fariseos, sentados en sus bancas de madera. Cuando el Iscariote avanzó hasta las gradas, los jueces enmudecieron. En sus rostros habla sorpresa. Por lo visto no esperaban al traidor. Y Judas, jadeando y en un tono que casi me dio lástima, les dijo:

 

»-He pecado en el sentido de haber traicionado una sangre inocente… Me ofrecisteis dinero por este servicio -el precio de un esclavo- y, con ello, me habéis insultado…

 

»Los sanedritas, atónitos, parecían no dar crédito a lo que estaban viendo. Y Judas concluyó así:

 

»-… Me arrepiento de mi acto. He aquí vuestro dinero.

 

»Entonces sacó una bolsa de su faja y la mostró al Consejo. Por último, exclamó con voz imperiosa:

 

»-¡Quiero liberarme de esta culpa!

 

»Las carcajadas no tardaron en llenar la gran sala. Aquellos hipócritas, dando fuertes palmadas sobre los asientos, se mofaron y le ridiculizaron cruelmente. Uno de los que ocupaba un puesto cercano a Judas se levantó y acercándose a él le invitó con la mano a que se retirara. Pero antes manifestó en alta voz:

 

»-TU Maestro ha sido condenado por los romanos. En cuanto a tu culpabilidad, ¿en qué nos concierne? ¡Ocúpate tú de ello y vete!

 

»El Iscariote dio media vuelta y con la cabeza baja se alejó del Tribunal, mientras las risotadas e insultos arreciaban de nuevo.

 

»Cuando pasó a mi lado, su cara me dio miedo. Llevaba la bolsa en su mano izquierda y los ojos fijos en el suelo. Creo que ni siquiera me vio.

 

»A grandes pasos se perdió en dirección al atrio de las Mujeres, entrando en la sala de los «cepillos». Con gran calma tomó un puñado de monedas, lanzándolas a boleo. Después volvió a meter la mano en la bolsa, estrellando el resto de los siclos contra las baldosas. Cuando comprobó que ya no quedaban monedas, arrojó la bolsa sobre el pavimento pisoteándola con furia.

 

»Entonces, abriéndose paso violentamente entre los atónitos hombres que allí se encontraban, salió en dirección al atrio de los Gentiles.

 

Estimo que esta aparentemente insólita acción de Judas Iscariote, desembarazándose de las 30 monedas de plata, merece un comentario. Las palabras del traidor ante el Tribunal -«he aquí vuestro dinero» y «quiero liberarme de esta culpa»- no fueron una simple y humana reacción de arrepentimiento. Judas sabía, como todos los judíos, que la Ley protegía a los «vendedores» de algo o de alguien. La Misná, en su Orden Quinto: «Votos de Evaluación» (arajin), establece en un total de nueve capítulos las disposiciones en torno a los llamados votos de evaluación; es decir, aquellos por los que una persona se compromete a entregar al Templo el valor de una determinada persona, tal y como viene determinado en el Levítico (27, 1-8) en relación con la edad y sexo. Además abarca una minuciosa normativa sobre la compra y dedicación de tierras heredadas y de casas como, asimismo, sobre su rescate y los votos de «exterminio». Pues bien, en vista de la actuación del Iscariote, entiendo que éste consideró -o trató de considerar ante los sanedritas- que la entrega de su Maestro encajaba de lleno en lo que podríamos denominar una «venta» o «transacción comercio» por la que, incluso, había percibido una compensación económica. En este sentido, al menos en lo que concierne a bienes puramente materiales casas, campos, etc.-, si el vendedor, una vez efectuada la operación, no la consideraba justa o, sencillamente, decidía echarse atrás, podía recurrir dentro de un plazo de 12 meses, a contar a partir del día de la venta. La mencionada Misná, en el capítulo IX (4) del citado apartado sobre «Votos de Evaluación» reza textualmente en este sentido:

 

«Si llegó el último día de los doce meses y no ha sido redimida (la casa, por ejemplo), se hace definitivamente suya (es decir, del comprador), indiferentemente que la hubiera comprado o que la hubiera recibido en regalo, puesto que está escrito en el Levítico (25,30): "a perpetuidad". Antiguamente (el comprador) se escondía cuando llegaba el último día de los doce meses a fin de que se hiciera definitivamente suya (la casa). Pero Hilel, «el viejo», dispuso que (el vendedor) pudiera echar el dinero en la cámara del Templo, pudiera romper la puerta y entrar (en la casa) y que el otro pudiera venir cuando quisiera y recoger su dinero.»

 

Judas, en consecuencia, había obrado de acuerdo con la Ley. No estaba conforme con la «venta» de Jesús de Nazaret e hizo uso de su derecho, en el mismo día del pago de dicha «transacción». Y aunque el Iscariote debía saber también que en el capítulo primero (apartado 3) del referido asunto de los Votos se aclara que «el moribundo y el que es conducido a la muerte (por veredicto de un tribunal judío que no admite gracia) no pueden ser objeto de voto ni pueden ser evaluados», forzó sus derechos al máximo, creyendo ingenuamente que aquel gesto anularía dicha «venta». Hay que reconocer, en descargo de la culpabilidad del Iscariote, que, por lo menos, apuró todas las posibilidades jurídicas, en beneficio del Maestro. De poco sirvió, por supuesto, pero creo que es de justicia esclarecer este hecho, tan parcamente contado por el escritor sagrado. Muchas personas podrán preguntarse -yo también lo hice- por qué Judas accedió a esta «venta», si sabía que su traición desembocaría en el ajusticiamiento del Nazareno. Personalmente, a la vista del mencionado comportamiento del Iscariote en la sala del Sanedrín y, posteriormente, en la del tesoro, creo que Judas jamás llegó a pensar que su Maestro sería condenado a muerte. Él lo había entregado a los dignatarios de las castas sacerdotales, convencido de que éstos se limitarían a «custodiarle» e interrogarle y, a lo sumo, encarcelarle o desterrarle. No trato de hacer una defensa extrema del traidor, pero su fría venganza contra el Galileo y su movimiento se hubiera visto sobradamente colmada con la vergonzosa captura y el posible desmembramiento de los discípulos. Pero los acontecimientos, como sabemos, tomaron otros derroteros.

 

De lo que ya no puedo estar seguro es de cuál fue la razón que pesó más en el agitado corazón del Iscariote: la inminente muerte del rabí o el ridículo a que se vio sometido por los sanedritas. Como ya he repetido, no era dinero lo que perseguía Judas. Su obsesión era el reconocimiento público y los honores prometidos y soñados y que, desgraciadamente para él, jamás llegaron. Por lógica, si sus maquinaciones hubieran tenido como base y objetivo final la obtención de dinero, ¿por qué iba a prescindir de aquellas 30 monedas de plata? En todo caso, se las hubiera llevado a la tumba con él. La lucha interna del traidor en aquellas horas debió ser tan afilada que no tengo valor para juzgarle ni para juzgar su trágica decisión última…

 

Es curioso pero, si Jesús no hubiera sido condenado a muerte, quizá Judas hubiera tenido éxito en su intento de anulación de la «venta». La Ley, al menos, preveía un plazo de un año para que el «comprador» -en este caso los sanedritas- se retractaran y devolvieran la mercancía».

 

Juan Marcos, medio dormido, remató su testimonio con una noticia que cambiaba -en partelo que afirma Mateo en su evangelio:

 

-Judas descendió por el barrio bajo. Al principio creí que se dirigía a mi casa o a Betania. Llevaba mucha prisa. No saludaba a nadie. Salió de la ciudad por la puerta de la Fuente y, ante mi desconcierto, torció a la derecha, en dirección a la garganta del Hinnom. Empezó a trepar entre los peñascos y al llegar a una de las rocas más altas y puntiagudas se deshizo del manto y del cinto. Yo estaba tan asustado que me pegué al terreno, temblando de miedo. Entonces vi a Judas, al borde del precipicio, amarrando uno de los extremos del ceñidor a la rama de una pequeña higuera que crecía entre las grietas de la roca. Cuando comprendí lo que quería hacer me incorporé, dispuesto a pedirle que no lo hiciera. Pero no tuve tiempo siquiera de abrir la boca. El Iscariote hizo otro nudo alrededor de su cuello y, en silencio, se lanzó al vacío… El muchacho, con una extrema palidez, se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar. Tuve que esperar a que se calmara. Al rato, gimoteando, concluyó:

 

-… ¡Fue espantoso, Jasón…! Corrí hacia la higuera. En aquellos momentos sólo tuve un pensamiento: cortar, morder, arañar el cinto… Todo menos dejar que se ahorcase.»Cuando llegué al filo del abismo, el cuerpo del pobre Judas se balanceaba en el aire, pateando y girando sobre sí mismo como un «zevivon»1

 

»Tenía las manos aferradas al cuello como tratando de luchar contra la asfixia, y los ojos muy abiertos, casi fuera de las órbitas.

 

»Las rodillas me temblaban y mi garganta se secó, como si hubiera tragado un puñado de arena. Pero, cuando me disponía a trepar al arbolillo y quebrar la higuera, el nudo de la rama se soltó y Judas cayó al precipicio, estrellándose contra las piedras.

 

»Fue todo tan rápido que no pude hacer absolutamente nada. Me quedé allí arriba, como un poste, contemplando el cuerpo inmóvil de Judas. Después, sin fuerzas ni para llorar, regresé a la ciudad y, cuando trataba de volver al Gólgota, ocurrió el temblor… Mi terror fue tan grande que volví a la puerta de la Fuente, huyendo hacia el campamento. Allí fue donde me encontró David…

 

Al preguntarle si el cuerpo del Iscariote seguía aún en el fondo del barranco, Juan Marcos se encogió de hombros. Al parecer no había comentado el suceso con nadie. Yo era el primero en saberlo. Agradecí su información, rogándole que se retirara a descansar.

 

-Mañana, a primera hora, si no tienes inconveniente -le dijo- quiero que me acompañes hasta esa garganta…

 

Juan Marcos asintió como un autómata, desapareciendo en el patio donde estaba a punto de comenzar la cena pascual.

 

La versión del muchacho variaba ligeramente la siempre trágica suerte del traidor. Era preciso que confirmase si Judas había fallecido por ahorcamiento o por precipitación. Aunque sus intenciones, en el fondo, estaban claras -suicidarse-, quizá la forma definitiva de su muerte (suponiendo que hubiera muerto) no había sido la que siempre hemos conocido y aceptado.

 

Y abusando de la generosidad de aquella familia, escogí uno de los rincones de la planta baja, envolviéndome en el manto. Al quedarme solo establecí una última conexión con el módulo, anunciando a Eliseo mi intención de visitar el Hinnom y, suponiendo que aún estuviese allí, examinar el cadáver de Judas.

 

Hacia las 21.30 horas, el sueño disipó mi fatiga y mis angustias. Me pareció extraño, muy extraño, que Jesús de Nazaret no estuviera vivo y cercano. Sin querer me había acostumbrado a su majestuosa presencia…