3 DE ABRIL, LUNES


Según mis noticias, fueron muy pocos los discípulos que lograron conciliar el sueño en aquella noche del domingo al lunes, 3 de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció rumiando sus pensamientos. Aquellos galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera establecieron los habituales turnos de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se alojaban Jesús, Pedro y Juan.

Al despedirse, cada uno siguió en silencio hacia sus respectivos refugios.
El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus amigos y, posiblemente, con el objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por atendernos. Lavaron nuestras manos y pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes llamas de la chimenea.
Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de nardo que había comprado aquella misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero, finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático aislamiento, uniéndose plenamente a la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.
Durante el frugal refrigerio había ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido acontecimiento que hablamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles, sise percató de inmediato de la trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología, aquella multitud no había hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en ningún momento se habla de ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo de información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera podido pasar por alto que dicha «maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo. Como se dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo tiro».
Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión y le pregunté su opinión sobre aquella tarde.
-He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a todos borrachos. No he encontrado a ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se arrepentirán…
-Esas son palabras muy duras -le dije-. Tan duras como las que pronunciaste sobre el Olivete, a la vista de Jerusalén…
-Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy aquí para echar en la tierra división, fuego, espada y guerra… Pues habrá cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos estarán solos.
-Muchos, en mi mundo -añadí procurando que mis palabras no resultaran excesivamente extrañas para Lázaro- podrían asociar esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de los tiempos. ¿Qué dices a eso?
-Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la mano del guerrero. Ese día será inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo desde el principio del mundo- mi estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la tierra. Esa será mi verdadera y definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago que sale por el oriente y brilla hasta el occidente…
-¿Qué será la gran tribulación?
-Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la Humanidad…»
Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme detalles.
-Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.
-De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre. Únicamente puedo decirte que será tan inesperado que a muchos les pillará en mitad de su ceguera e iniquidad.
-Mi mundo, del que vengo -traté de presionarle-, se distingue precisamente por la confusión y la injusticia…
-Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el universo: el Amor.
-Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te revelarás a los hombres por segunda vez…
-Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los pies como los niños y los pateéis, entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.
Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.
-Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio Dios…
Jesús no me dejó seguir.
-Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.
Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo expuse.
Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.
-Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal y como creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos al Padre… Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.
-¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?
-Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.
-¿Es que la vida es una apuesta?
-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se nace.
Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.
-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
-Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?
-No hay tales.
-¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?…
-También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto…
-No entiendo.
-Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.
-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?
-Querrás decir, con los que no habéis querido amar.
Me sentí nuevamente confuso.
-…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.
-Entonces, tu Dios es un Dios de amor…
Jesús pareció enojarse.
-¡Tú eres Dios!
-¿Yo, Señor?…
-En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.
-Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?
-De no ser así, no sería Dios.
-En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?
-Es nuestra propia injusticia la que se revela contra nosotros mismos.
-Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un mensaje?
El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:
-No podías resumirlo mejor…
Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.
-Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?
-Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del Padre: ¡que sois sus hijos!
-Eso ya lo sabemos…
-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?
Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese Dios.
-Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.
-Déjame pensar… Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?
-Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el Amor.
Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto problema.
-Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?
-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces entenderla.
Aquella respuesta me dejó estupefacto.
-Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la tierra…
-Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni que dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.
-Tú sabes, que no será así…
-¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!
-¿Y cuál es tu voluntad?
-Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.
-Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni jefaturas… Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una pregunta…
-Adelante -me animó el Galileo.
-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?
El rabí suspiró.
-¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.
-Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?
-Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa iglesia como santa.
-Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.
-Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra…
-El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es… El día que mis discípulos hagan saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.
-Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.
El gigante me miró complacido.
-En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el Amor.
-¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?
-Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al final, será su juez y defensor.
-Entonces, todo eso del juicio final…
-¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la sorpresa…
Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi mundo.
-Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!
-Dios… Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?
El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.
-¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica? ¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo. Eso es suficiente…
-¿Voy bien si te digo que lo siento como una… energía?
No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere…
-¿Y si no tienes a nadie?
El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible… Incluso los que no te conocen pueden amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?
-Sobre todo a ésos… El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.
La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse…
Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser sinceros› ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía reservarles el destino.
Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la cabeza.
Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.
A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo, se encaminó hacia el templo.
La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas, preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o, simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual. Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras, los encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar previamente cada una de las víctimas- podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan deshonesto como ruinoso para las familias más humildes.
Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido fijado en una moneda común: el siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un grosor doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las diferentes ciudades de Palestina, suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una comisión, que oscilaba entre un cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la moneda objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con una comisión doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén, estableciendo su «cuartel general» en la mencionada explanada de los Gentiles.
Este negocio venía reportando grandes beneficios a los verdaderos propietarios del ganado, de las mesas de cambio y de la multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en el sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy especialmente, los hijos de Anás.
Jesús conocía esta situación y también el resto del pueblo. Pero el poder y la tiranía de estos individuos era tal que nadie osaba levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de Dios.
En este ambiente, entre gritos, discusiones, regateos y el incesante ir y venir de cientos de hebreos, el Nazareno -tal y como tenía por costumbre- se dispuso aquella mañana del lunes, 3 de abril, a dirigir su palabra a los numerosos creyentes y seguidores que habían ido congregándose junto a los puestos de los vendedores y «cambistas».
El Maestro inició su predicación pero, al poco, su potente voz se vio sofocada por dos hechos que iban a precipitar los acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la escalinata sobre la que se había sentado el rabí, un judío de Alejandría comenzó a discutir acaloradamente con el responsable del cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la abusiva comisión que pretendía cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la gente fue arremolinándose en torno a los vociferantes hebreos.
Por si no fuera suficiente con aquel tumulto, en esos momentos irrumpió en la explanada una manada de bueyes -algo más de un centenar- que era conducida, a través del atrio, hasta los corrales situados en el ala norte, junto a la Puerta Probática. Aquellos animales, propiedad del templo, estaban destinados a ser quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia, eran encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la vista de aquellos bramidos y de la cada vez más exaltada conducta del «cambista», del judío y de cuantos apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían retirados, como a unos 15 o 20 pasos, y en silencio. Pero aquella violenta situación, lejos de amainar, fue a más. El apretado gentío hacia poco menos que imposible que el joven pastor pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas. En eso, mientras el Nazareno esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús se hallaba un galileo, antiguo amigo del Maestro. (Después supe que se había entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron.) Este humilde granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos procedentes de la Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos individuos se burlaban de él por su credulidad. Cuando el gigante se percató de esta última escena, ante el asombro de sus discípulos y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre la escalinata, salió al encuentro del pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una seguridad inaudita, el Galileo fue reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre sonoros gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la muchedumbre vio al Maestro dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez concluida la operación de «limpieza», Jesús de Nazaret, en silencio, se abrió paso majestuosamente entre la multitud, dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano izquierda hacia los corrales situados al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza Antonia.
Aquello era nuevo para mi y corrí tras Él. Al llegar a los establos, el Maestro con una frialdad que me dejó sin habla- fue abriendo, uno tras otro, todos los portalones, animando a los bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales irrumpieron en el atrio. Y el rabí, con la misma decisión y destreza con que había sacado del templo a la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección a las mesas y puestos de venta de los «cambistas» e «intermediarios». Como era de suponer, la estampida provocó el pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los pórticos de salida, derribaron un sinfín de tenderetes. Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear el género, derramando numerosos cántaros de aceite y de sal.
La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de peregrinos que se desquitó› volcando las pocas mesas que aún quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella permanente profanación. Para cuando los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo aparecía tranquilo y en silencio.
Jesús de Nazaret, que no había tocado con el látigo a un solo hebreo ni había derribado mesa alguna -de ello puedo dar fe, puesto que permanecí muy cerca del Maestro- volvió entonces a lo alto de las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud, gritó:
-Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está escrito en las Escrituras: «Mi casa será llamada una casa de oración para todas las naciones, pero habéis hecho de ella una madriguera de ladrones.»
Mi sorpresa llegó al máximo cuando, antes de que el rabí concluyera sus palabras, un tropel de jóvenes judíos se destacó de entre la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando himnos de agradecimiento por la audacia y coraje del Galileo.
Aquel suceso, por supuesto, no tenía nada que ver con lo que se cuenta en los Evangelios y en los que -dicho sea de paso- el Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear y azotar a las gentes. Como ya he mencionado, Jesús había predicado otras muchas veces en aquella misma explanada del templo y jamás se había comportado de aquel modo. El conocía perfectamente el cambalache y el robo que se registraban a diario en el atrio de los Gentiles y, no obstante, jamás se manifestó violentamente contra tal situación. Si en la mañana de aquel lunes provocó la estampida del ganado fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación concretísima e insostenible.
Quienes no podían faltar, obviamente, eran los responsables del templo. Cuando los sacerdotes tuvieron conocimiento del incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba Jesús, interrogándole con severidad:
-¿No has oído lo que dicen los hijos de los levitas?
Pero Jesús les contestó:
-En las bocas de los niños y criaturas se perfeccionan las alabanzas.
Los jóvenes arreciaron entonces en sus cánticos y aplausos, obligando a los fariseos a retirarse del lugar. A partir de ese momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de acceso al templo, impidiendo que pudiera restablecerse el cambio de monedas y la venta normal de los «intermediarios». Los jóvenes no consintieron siquiera que fuera transportada una sola vasija por la explanada.
Quizá lo más triste y desconsolador de aquel suceso fue la actitud de los doce. Durante la fogosa intervención de su Maestro, el grupo permaneció poco menos que acurrucado en un rincón, sin levantar una mano para ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y sorprendente acción del Galileo les había sumido en un total desconcierto.
Pero, si notable era la confusión de los discípulos de Cristo, la de los jefes del templo, escribas y fariseos no era menor. Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia. Aprovechando que José de Arimatea, Nicodemo y otros amigos de Jesús no se hallaban presentes, el Sanedrín celebró una reunión de emergencia, analizando la situación. Había que detener al impostor sin pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto de los sacerdotes, se daban cuenta que la multitud estaba de parte del Galileo. Había, además, otro factor que no podían perder de vista: la presencia del procurador romano Poncio Pilato en Jerusalén. Si el prendimiento de Jesús se materializaba a la luz del día y a la vista de los miles de peregrinos llegados desde todos los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía dar lugar a una revuelta generalizada. Eso hubiera significado, con toda seguridad, una violenta represión por parte de las fuerzas romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el campamento temporal levantado por los soldados en la zona noroeste de la ciudad, en las inmediaciones de las piscinas de Bezatá. ¿Qué podían hacer entonces?
Durante horas, los miembros del Sanedrín discutieron sobre la fórmula ideal para capturar a Jesús. Pero al final, no llegaron a un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos de «expertos» -especialmente escribas1 y fariseos- que siguieran los pasos del Galileo y trataran de confundirle y ridiculizarle en público, diezmando así su prestigio e influencia entre las gentes sencillas.
Siguiendo esta consigna, hacia las dos de la tarde, uno de estos grupos se abrió paso hasta el lugar donde Jesús había seguido su plática. Y con su característico estilo -soberbio y autontario- le preguntaron al Maestro:
-¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?
Ellos sabían que el Nazareno no había pasado por las obligadas escuelas rabínicas y que, por tanto, sus enseñanzas y el propio título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos, desde la más estricta pureza legal y jurídica.
Pero Jesús -con aquella brillantez de reflejos que le caracterizaba- les respondió con otra interrogante:
-También me gustaría a mí haceros otra pregunta. Si me contestáis, yo os diré igualmente con qué autoridad hago estos trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Consiguió Juan esta autoridad del cielo o de los hombres?
Los escribas y fariseos formaron un corro entre ellos y comenzaron a deliberar en voz baja, mientras Jesús y la multitud esperaban en silencio.
Habían pretendido acorralar al Galileo y ahora eran ellos los que se veían en una embarazosa situación. Por fin, volviéndose hacia Jesús, replicaron:
-Respecto al bautismo de Juan, no podemos contestar. No sabemos…
La razón de aquella negativa estaba bien clara. Si afirmaban que «del cielo», Jesús podía responderles: «¿Por qué no le creísteis entonces?» Además, en este caso, el Maestro podía haber añadido que su autoridad procedía de Juan. Si, por el contrario, los escribas respondían que «de los hombres», aquella muchedumbre -que había considerado a Juan como un profeta- podía echarse encima de los sacerdotes…
La estrategia de Cristo, una vez más, había sido brillante y rotunda. Y el rabí, mirándoles fijamente, añadió:
-Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas… Los hebreos estallaron en ruidosas carcajadas, ante la impotencia de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de vergüenza.
Jesús dirigió entonces su mirada hacia los que habían tratado de perderle y les dijo:
-Puesto que estáis en duda sobre la misión de Juan y en enemistad con la enseñanza y hechos del Hijo del Hombre, prestad atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y respetado terrateniente -comenzó el Galileo su relato- tenía dos hijos. Deseando que le ayudaran en la dirección de sus tierras, acudió a uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña.» Y este hijo, sin pensar, contestó a su padre: «No voy a ir.» Pero luego se arrepintió y fue. Cuando el padre encontró al segundo le dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña.» Y este hijo, hipócrita y desleal, le dijo: «Sí, padre, ya voy.» Pero, cuando hubo marchado su padre, no fue. Dejadme preguntaros: ¿cuál de estos hijos hizo realmente la voluntad de su padre?
La gente, como un solo hombre, contestó:
-El primer hijo.
Jesús replicó entonces mirando a los sacerdotes:
-Pues así, yo declaro que los taberneros y prostitutas, aunque parezcan rehusar la llamada del arrepentimiento, verán el error de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que vosotros, que hacéis grandes pretensiones de servir al Padre del Cielo pero que rechazáis los trabajos del Padre. No fuisteis vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los taberneros y pecadores. Tampoco creéis en mis enseñanzas, pero la gente sencilla escucha mis palabras a gusto.
Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta, entrando en el santuario. Y el Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la multitud.
Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo que poco faltó para que los levitas rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su captura. Pero la entrada en juego de los saduceos1 -que constituían mayoría en el Sanedrín retrasó nuevamente los planes de los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez, apoyaron los planes de los fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de Galilea.
Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola -la del rico propietario que llegó a enviar a su propio hijo para convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le entregaran su renta- preguntando a los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con aquellos malvados arrendatarios.
-Destruir a esos hombres miserables -contestó la multitud- y arrendar su viñedo a otros granjeros honestos que le den sus frutos en cada estación.
Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en voz alta:
-¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas cosas!
Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba Jesús. El Maestro, al verlos, les dijo:
-Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis decididos a rechazar al Hijo del Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo más intensa y añadió-: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores rechazaron y que, cuando la gente la descubrió, hicieron de ella la piedra angular?… Una vez más os aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de vosotros y entregado a otra gente, deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los frutos del espíritu. Yo os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella, aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será molido hasta quedar hecho polvo y sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.
En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus enseñanzas, refiriendo una tercera parábola: la del festín de bodas.
Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese instante, uno de los creyentes alzó su voz e interrogó al rabí:
-Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que tú eres el Hijo de Dios?
Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su dedo índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó:
-Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos a que le siguieran.
La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios. Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria frase de Cristo.
-¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción -se decían unos a otros- y aún dice que lo destruirá y levantará en tres días?
Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho después de su resurrección- se hizo la luz en sus corazones.
Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.
Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de la ciudad santa.
Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo
-hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en lo que a las actividades del Maestro se refiere?
La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-, iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes, 4 de abril.
Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden…
Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final les hacía intuir una catástrofe.
Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque -según comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que lograron conciliar el sueño.
Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración. Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.
La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo desistir.
El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la «cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la «conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche -justamente en la cumbre del Olivete- el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.
Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando considerablemente mi aproximación a la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero, localizando el suave promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo. Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la pantalla de radar algunas de mis inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona de seguridad del módulo -a unos 150 pies del «punto de contacto»-, mi compañero me anunció que procedía a la desconexión parcial del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles los pies de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.
De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos tubos, apuntando como fantasmas azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y con un suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin pérdida de tiempo me introduje entre el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por una escalerilla que, aparentemente, no conducía a ninguna parte, y desapareciendo progresivamente -primero la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco, vientre, piernas, etc.-, el susto hubiera sido considerable, creyendo quizá que había presenciado una visión divina…
Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y emotivo.
Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras verificar que todo seguía en calma en torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución de la segunda fase de la operación.
Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que disponía de unas nueve horas antes de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según Caballo de Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.
Después de asearme y cambiar mis ropas -no así el calzado-, Eliseo me hizo entrega de lo que, familiarmente, conocíamos como la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado fuera de la «cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente exploración; en especial a partir del prendimiento del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente, en un «viaje» de aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto -al menos para las horas de máxima tensión- la filmación de los principales sucesos: noche del llamado Jueves Santo, Viernes y Domingo de Resurrección.
Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo seguimiento -minuto a minuto- de las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus horas en la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi propio testimonio personal y, de otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado equipo técnico, capaz de filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo tiempo.
Como es natural, estas delicadas operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría ido en contra de los principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes vitales de Jesús de Nazaret. Y como, naturalmente, tampoco era posible la implantación de cables o dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un control de sus funciones orgánicas, ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y fabricó un complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de Moisés».
Este ingenio -que iré detallando de una forma progresiva- consistía en un simple cayado de madera de pinsapo de 1,80 metros de longitud por tres centímetros de diámetro, con el correspondiente remate superior, en forma de arco1. Para un observador cualquiera, ajeno a nuestras intenciones, no debería presentar mayor interés que el de cualquier vara común y corriente, como las utilizadas habitualmente por los caminantes y peregrinos.
En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros rotando siempre desde la base del bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación simultánea, con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación de 15 milímetros de diámetro cada una- habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres centímetros de anchura, formado por un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la visión de dentro hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada por nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca madera, había sido reforzada y adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las antiquísimas técnicas de la industria metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto marítimo de Salomón en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al pie de la letra las normas de la Misná o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto -dedicado a las prescripciones sobre purezas e impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color verdoso más intenso que el resto, y ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser pulsado manualmente, iniciándose así -de manera automática- la filmación simultánea. Bastaba una nueva presión para que el «clavo» volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la grabación.
También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya prescindió de los objetivos comúnmente utilizados en las cámaras de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un sistema revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la actual técnica lotográfíca. Dada la extrema miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de objetivos en las cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos. Mediante una técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos denominar «lentes gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de aproximación, etc.2.
1 La gran diferencia entre los escribas y el resto del sacerdocio -fariseos, levitas, jefes del templo, etc.- se basaba en el saber. Los escribas venían a ser los depositarios de la ciencia y de la iniciación. Para llegar a formar parte de las llamadas «corporaciones de escribas», el aspirante se veía obligado a cursar numerosos estudios que empezaban en sus años de juventud. Cuando el talmîd o alumno había llegado a dominar la materia tradicional y el me todo de la halaja (determinadas secciones de la literatura rabínica de argumento legal), hasta el punto de ser considerado como persona capacitada para tomar decisiones personales en las cuestiones de legislación religiosa y de derecho penal, entonces, y sólo entonces, era designado como «doctor no ordenado» o talmîd hakam. Después, cuando había llegado a los cuarenta años -edad canónica para la ordenación- el aspirante a escriba podía entrar en la «corporación» como miembro de pleno derecho o «hakam». Desde ese momento, el nuevo escriba estaba autorizado a zanjar por si mismo las cuestiones de legislación religiosa o ritual, a ser juez en los procesos criminales y a tomar decisiones en los juicios de carácter civil, bien como miembro de una corte de justicia o bien individualmente. Tenía derecho a ser llamado «rabí». Sus decisiones tenían el poder de «atar» y «desatar» para siempre a los judíos del mundo entero. Nicodemo, por ejemplo, amigo de Jesús, era uno de estos prestigiosos escribas, a cuyo paso debían levantarse todos los hijos de Israel, excepción hecha de determinadas profesiones artesanales. Pero lo que más poder e influencia les proporcionó entre sus paisanos fue el hecho de ser portadores de la «ciencia secreta»: la tradición esotérica. Uno de sus textos decía: «No se deben explicar públicamente las leyes sobre el incesto delante de tres oyentes, ni la historia de la creación del mundo delante de dos, ni la visión del carro de fuego delante de uno solo, a no ser que éste sea prudente y de buen sentido. A quien considere cuatro cosas, más le valiera no haber venido al mundo, a saber: (en primer lugar) lo que está arriba. (en segundo lugar) lo que está abajo, (en tercer lugar) lo que era antes, (en cuarto lugar) lo que será después». (Escrito rabínico Hagiga II, 1 y 7.) Es fácil comprender la audacia de Jesús cuando, en muchas de sus predicaciones públicas, arremetió contra los escribas, acusándoles de haber tomado para si las llaves de la ciencia, cerrando a los hombres el acceso al reino de Dios. Aquello fue mortal. Los escribas jamás le perdonarían semejante ridiculización. (N. del m.)
1 En aquellos tiempos, el Sanedrín se hallaba básicamente dividido en dos grandes grupos: los fariseos y saduceos.
Estos últimos formaban un partido organizado, integrado fundamentalmente por la nobleza laica y sacerdotal, por los «ancianos» o notables del pueblo y por los sacerdotes-jefes. (El sumo sacerdote en funciones en aquellos días, José, apodado Caifás, era saduceo.) Su «teología» era distinta a la de los fariseos. Se atenía estrictamente al texto de la Torá, en especial en lo que se refería a las prescripciones relativas al culto y al sacerdocio. Su oposición a los fariseos y a su halaká o tradición oral era total y hasta enconada. Disponían, además, de su propio código penal, de una extrema severidad. Por supuesto, hubo muchos escribas que «practicaban» la doctrina saducea. (N. del m.)
1 El remate del cayado O «vara de Moisés» -en forma de asa curvada- había sido estudiado meticulosamente por el proyecto Caballo de Troya, en base a una de mis misiones, en la que tenía que desempeñar el papel de «augur» o «adivino». Estos «astrólogos» se distinguían precisamente por su lituus: una pequeña. vara con la parte superior «enroscada» o doblada, en forma de asa curvada o menguada espiral, tal y como habíamos observado en un famoso bajorrelieve existente en el museo de Florencia, en Italia.
El hecho de haber elegido precisamente la madera de pinsapo para la fabricación de la «vara de Moisés» tuvo una justificación puramente sentimental: de esta madera -reza la leyenda- se construyó precisamente el «caballo de Troya» que el ejército heleno situó frente a las puertas de Troya. (N. del m.)
2 Aunque intentaré no extenderme en la legión de factores técnicos que formaban el novísimo sistema de las «lentes gaseosas», sí quiero ofrecer algunas de sus características más generales, consciente de que quizá pueda servir de «pista» a los investigadores y profesionales del mundo de la fotografía ya que, como temo, este magnífico procedimiento no será dado a conocer al mundo de forma inmediata. La clave o fundamento se encuentra en el fenómeno de refracción de la luz. Todo el mundo sabe que, cuando un rayo de luz pasa de un medio transparente a otro de distinta naturaleza o densidad sufre un cambio de dirección. Toda la teoría óptica geométrica tiende al análisis de estos cambios en el caso de «dióptricos» y lentes o distintos tipos de superficies reflectantes o espejos. En otras palabras: los técnicos consiguen integrar la imagen visual de un objeto luminoso cualquiera, refractando los rayos de luz por medio de un objeto de perfil estudiado cuidadosamente y composición química definida, al que llaman «lente», aunque de estructura rígida. Sin embargo, el fenómeno de refracción se provoca también en un medio elástico, como es el caso de un gas. Las «lentes gaseosas» parten, en suma, de este principio, que recuerda en parte al mecanismo fisiológico del ojo, en el que la «lente» -el cristalino- no es rígida, sino elástica. Pues bien, nuestras cámaras sustituyeron estos medios -rígido (vidrio) o semielástico (gelatina)- por un medio gaseoso de refringencia variable.
Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de los intensos y dramáticos jueves y viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a teleobjetivo, por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente durante las horas que duró la crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el proceso de filmación se hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo alojado en la zona superior del cayado, a 1,70 metros de la base.
Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran sostenidos por el ya mencionado microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la base de la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de control automático de la filmación, acumulación de película (capaz para 150 horas de filmación), regulación de las emisiones, recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación infrarroja, «traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia, etc., su memoria de titanio1 le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta los movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine, corrigiéndolos y consiguiendo una perfecta estabilidad óptica.
Comentemos otro ejemplo: en un recipiente lleno de aire, calentado por su parte inferior y refrigerado por la superior, las capas inferiores serán menos densas que las superiores. En este caso, y debido a la dilatación térmica del gas, un rayo de luz sufrirá sucesivas refracciones, curvándose hacia arriba. Si invertimos el proceso, el rayo se curvará hacia abajo. Caballo de Troya, en base a estos principios, consiguió un control de temperaturas muy exacto en los diversos puntos de una masa sólida, líquida, gaseosa o de transición. Ello se logró emitiendo dos haces de ondas ultracortas, que vaciaron el gradiente de temperatura en un punto concreto «P» de una masa de gas; es decir, se obtuvo el calentamiento de un pequeño entorno de gas en esa zona. Por este procedimiento se pudo caldear, por ejemplo, la totalidad de un recipiente, dejando en el interior una masa de gas frío que adopta una forma lenticular y que, a su vez, puede ser alterada, lográndose un cambio en su espesor y forma óptica. La luz que atraviesa esa masa previamente «trabajada» de gas frío seguirá direcciones definidas, de acuerdo con las leyes ópticas universales. Esta fue la clave para sustituir definitivamente las lentes tradicionales de vidrio por las de naturaleza gaseosa. Estas lentes revolucionarias son creadas en el interior de un cilindro transparente de paredes muy delgadas, lleno de gas nitrógeno. Una serie de radiadores de ultrafrecuencia (en número de 1200), distribuidos periférica-mente, calientan a voluntad y a distintas temperaturas los diversos puntos de la masa gaseosa, consiguiéndose así desde un simple menisco lenticular de luminosidad f:32 hasta un complejo sistema equivalente, por ejemplo, a un teleobjetivo o un gran angular de 180 grados. Estas «cámaras» no disponen de diafragma, puesto que la luminosidad de la «óptica» varía a voluntad. El film, de selenio, cargado electrostáticamente, fija en él una imagen eléctrica que sustituye a la imagen química. Esta película está formada por cinco láminas superpuestas transparentes, cuya sensitometría está calculada para fijar otras tantas imágenes de distintas longitudes de onda. Además de una segunda cámara de gas xenón para un nuevo y complicado tratamiento óptico de las imágenes (creando instantáneamente una especie de prisma de reflexión), nuestras cámaras de lentes gaseosas son alimentadas por un minúsculo computador nuclear, que constituye el «cerebro» del aparato. Este microordenador, provisto también de memoria de titanio, rige el funcionamiento de todas sus partes, programando los diversos tipos de sistemas ópticos en el cilindro de gas y teniendo en cuenta todos los factores físicos que intervienen: intensidad y brillo de la imagen, distancias focales, distancia del objeto para su correspondiente enfoque, profundidad del campo, filtraje cromático, ángulo del campo visual, etc. (N. del m.)
1 Es posible que muchas personas se pregunten cómo puede lograrse un microcomputador nuclear de dimensiones tan reducidas como para situarlo en el interior de una vara de pinsapo de treinta milímetros de diámetro. Aunque no estoy autorizado a describirlos íntegramente, trataré de esbozar algunas de sus características esenciales. En general, los dispositivos amplificadores de voltaje o de intensidad de los ordenadores actuales están basados en las propiedades de la emisión catódica en el vacío, controlada por un electrón auxiliar o en las características del estado sólido, como en el caso de los diodos y transistores de germanio y silicio. Pero dichos circuitos no amplifican la energía. Es más: la potencia de salida es siempre menor que la de entrada (rendimiento menor que la unidad). Tan sólo amplifican la tensión a costa de energía generada en una fuente energética auxiliar: pila o rectificador de corriente alterna. Por el contrario, los elementos de los ordenadores de Caballo de Troya (amplificadores nucleicos) tienen unas características distintas. En primer lugar, la base no es electrónica -tampoco de vacío o de estado sólido (cristal)- sino nucleica. Una débil energía de entrada (neutrones o protones unitarios incidiendo sobre unos pocos átomos) provocan, por fisión del núcleo, una gran energía. El rendimiento, por tanto, es mucho mayor que la unidad. A la salida del amplificador elemental obtenemos esta energía en forma no eléctrica sino térmica, aunque en un proceso posterior, este calor se transforme en energía eléctrica. Y siendo la base de estos elementos puramente atómica -y entrando en juego, no trillones de átomos, sino unas pocas unidades-el grado de miniaturización es extraordinario, consiguiendo almacenar complejísimos circuitos en volúmenes reducidísimos. (N. del m.)

4 DE ABRIL, MARTES


A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.

Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»…), tal y como tenía por costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo preparé los huevos revueltos, el bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de café humeante.
Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-, guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello, como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.
Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué me depararía el destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a su prendimiento?
Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.
Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de juncias -de la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.
Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.
Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el Maestro de Galilea -consumado madrugador- habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo que perder.
Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con vivas muestras de alegría, ofreciéndome el tradicional beso en la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa y feliz que el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite cuando, inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos. Y al instante, en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo, refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron contener las risas.
Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre el paradero del Maestro. Aquel interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y atendiendo mi ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».
Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me reincorporé al grupo de discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo había sostenido mi primera conversación con el Maestro.
Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión, observando que, además de los doce hombres de confianza, asistían una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al principio de su ministerio-, así como veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del Galileo, amén del propietario de la casa: el anciano Simón.
Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un sentido muy especial. No me equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la filmación simultánea. Nadie se percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo registrarlo en honor a la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante -que se hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres- giró súbitamente la cabeza, fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no estoy muy seguro… Por un momento creí que todo se venía abajo.
Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro, asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y sincero interés por la doctrina del rabí.
Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas palabras de despedida.
Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro, diciéndole:
-No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:
«…Bienaventurado tú, Simón Bar Jona…, y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia…»
Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de Troya, había detectado un dato -repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y desde el primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo, cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras colegiales y burocráticas que exigían la justificación -al más «alto nivel»- de su propia existencia?
Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón, «el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras -y en un movimiento reflejo que le traicionó- trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago, diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la realidad de lo que crees.
Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura afirmó:
-No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu misión de embajador del reino.
Al imperturbable Felipe -el hombre «práctico» del grupo- le despidió con estas palabras:
-No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun cuando no puedas ver el camino. Sé leal a tu voto de consagración.
A Mateo, seguidamente, le habló así:
-No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te estafe en tu recompensa eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea permanecer resuelto.
En cuanto a Tomás, su despedida fue así:
-No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No dudes que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.
Aquellas palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron especialmente proféticas.
-No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste -les dijo a los gemelos-. Sed fieles a los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.
Después, llegando frente a Simón Zelotes -el discípulo más politizado-, prosiguió:
-Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los que vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por las sombras irreales y materiales.
El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas, diciéndole:
-Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti…
Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un hilo de voz:
-Pero, Señor, ¿es que te marchas?
A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se habían formulado aquella misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que ninguno, excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.
Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento, la compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial. En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las motivaciones que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los Evangelios- las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los demás y la vanagloria personal estaban muy por encima de la avaricia…
-Judas -le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te sientas cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos caminos de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del traidor.
Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después de su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría cuál había sido el tema de aquella conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos que dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés, Juan y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.
Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido grupo de discípulos seguí los pasos de aquellos cinco hombres.
Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física, cubrió la empinada vertiente oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin, alcanzamos la cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se alejaban ya, colina abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.
Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la ciudad santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que se apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea, así como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los sacrificios rituales.
Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le rogaron que se sentara junto a ellos.
El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de las hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí una bandeja de madera con un puñado de dátiles y una especie de torta de color blancoamarillento y que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan de higos»1.
Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas que trataban de posarse en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo lenta y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos visitas.
Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.
Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días enzarzados en una polémica sobre las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir de dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la redención del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes de que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante del perdón. ¿Quién de los dos está en lo cierto?
Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y, mirando intensamente a los cuatro, respondió:
-Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las íntimas y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No alcanzáis a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos inmaduros y a veces equivocados.
»Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga alguna vez a perdonar a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el amor impiden, efectivamente, esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por el hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y superioridad de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver la inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más madura del viejo.
»Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y comprensión amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios erróneos y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo.
»Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y cuando ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la naturaleza del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis a vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya separado.
»El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la profunda relación padre-hijo, sentirá frecuentemente una sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero padre nunca estará consciente de esta separación.
»EI pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de Dios.
»Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de vuestra inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el amor.
»Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia sobre la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en el servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.
Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro, rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín de cavilaciones.
1 En una posterior conexión con Eliseo, nuestro ordenador central confirmó que los higos, juntamente con los dátiles, proporcionaban al pueblo judío el mayor índice de azúcar. Generalmente se ponían a secar, siendo almacenados en forma de tortas Este «pan de higos» se utilizaba, incluso, como fármaco para sanar úlceras. Santa Claus amplió mi información, exponiendo que aquella torta de higos que había sido ofrecida a Jesús podía estar formada por la variedad llamada «higo del sicómoro», muy frecuente en la Palestina del siglo I. Este alimento, de bajísima calidad, sufría una punción cuando todavía se hallaba en el árbol, logrando así una más rápida maduración. (N. del m.)
Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte, se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior se había debido fundamentalmente a una situación límite.
Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero, ¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en secreto el valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y avanzando serena y majestuosamente entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la vista de los sacerdotes.
Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero, apenas si había empezado cuando, un grupo de alumnos de las escuelas de escribas, destacándose entre el gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:
-Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y sabemos que proclamas los caminos de la verdad y que sólo sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos también que no te importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos dar?
En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo -que profesaba desde hacía tiempo la doctrina de Jesús- hizo un comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior. Los fariseos, escribas y saduceos, en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar grupos «especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.
Aquel típico silencio -propio de los momentos de gran tensión- fue roto por el Nazareno quien, en un tono irónico -como si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de los «herodianos»1 les preguntó a su vez:
-¿Por qué venís así, a provocarme?
Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz firme:
-Mostradme la moneda del tributo y os contestaré.
El portavoz de los alumnos le entregó un denario de plata2 y el Maestro, después de mirar ambas caras, repuso:
-¿Qué imagen e inscripción lleva esta moneda?
Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía perfectamente la respuesta:
-La del César.
-Entonces -contestó Jesús, devolviéndoles la moneda-, dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí, lo que es mío…
La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos, mientras los aspirantes a escribas y sus cómplices, los «herodianos», se retiraban avergonzados.
Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda similar y la examiné detenidamente. En una de sus caras se apreciaba la imagen del César, sentado de perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente inscripción: Pontif Maxim. En la otra cara la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor: Ave Augustus Ti Caesar Divi1.
Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el denario era el máximo tributo que la nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como señal de sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el procurador romano, acusando a Jesús de sedición. Si, por el contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio, la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los saduceos, que pagaban el tributo con gusto.
Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos después de este incidente, y siguiendo la estrategia programada por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba proseguir con sus enseñanzas- tendiéndole una segunda trampa:
-Maestro -le dijo el portavoz del grupo-, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin dejar hijos, su hermano debería tomar a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto. Entonces ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su siguiente hermano tomó a su esposa, pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo hizo el segundo hermano, muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia esposa falleció. Lo que te queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién será la esposa?
Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron negativamente la cabeza, en señal de desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías sobre este particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel caso tan concreto era muy difícil de que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de fariseos -los más puristas- seguían considerando y practicando el llamado matrimonio de levirato2.
El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les dijo:
-Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente de Dios. Sabéis que los hijos de este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero no parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos venideros a través de la resurrección de los justos, ni se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan la resurrección de entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre, Moisés, comprendió esto. Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el Dios de los muertos, sino de los vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra existencia mortal.
Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión, mientras sus seculares enemigos, los fariseos, llegaban a exclamar a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has contestado bien a estos incrédulos.»
Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos mentales de aquel gigante. Jesús conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como válidos los cinco textos llamados los Libros de Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su respuesta, desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del Nazareno, cuando aludió con voz rotunda «a los que experimentan la resurrección de entre los muertos». Los «santos» o «separados» -como se les llamaba popularmente a los fariseoscreían que, en la resurrección, los cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus afirmaciones, no se refirió a este tipo de resurrección…
El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio una nueva pregunta. La verdad es que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo grupo de fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo al gentío:
-Maestro -le dijo-, soy abogado y me gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor mandamiento.
Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión -y elevando aún más su potente voz-, el gigante repuso:
-No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es como este primero. En realidad, sale directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.
Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a alabar abiertamente al rabí:
-Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras él. Amarle con todo el corazón, entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es el primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de ser tenido mucho más en cuenta que todas las ofrendas y sacrificios que se queman.
Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de los fariseos:
-Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de Dios…
Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el campamento situado en el huerto de Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser bautizado.
Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de escribas, saduceos y fariseos, que comenzaron a retirarse disimuladamente.
Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los venenosos sacerdotes desaparecieran, les lanzó esta interrogante:
-Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros una:
¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es hijo?
Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría aquella zona de la explanada.
Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía la Ley, respondió:
-El Mesías es el hijo de David.
Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica sobre si él era o no hijo de David -incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
-Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo?
Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a responder.
1 Aquel grupo era partidario de la dinastía de Herodes y, entre otras misiones, tenían la de denunciar a la autoridad romana cualquier movimiento o ataque -incluso verbal- contra el César. (N. del m.)
2 El denario de plata era una moneda de curso legal en aquel tiempo. Según Santa Claus, equivalía a algo menos del sueldo de dos días de un legionario romano. En tiempos de César, el estipendio anual de un soldado romano (legionario) era de 150 denarios. Augusto le añadiría un nuevo sobresueldo, alcanzando la cifra de 225 denarios de
plata o 3600 ases. Esta cantidad fue confirmada por Tácito en tiempos de Tiberio (Ann. 1, 17: denis in diem assibus animan et corpus aestimari). Los centuriones, por su parte, cobraban 2500 denarios-año y los llamados primi ordines, 5000. (N. del m.)
1 «Sumo Pontífice» y «¡Salve, Divino Tiberio César Augusto!», respectivamente. Las inscripciones aparecían abreviadas. En realidad deberían decir: Pontifex Maximus y Ave Augustos Tiberius Caesar Divinus. (N. del m.)
2 El ordenador central del módulo me proporcionó aquella misma noche una extensa y exhaustiva información sobre este curioso tipo de matrimonio. La tradición oral hebrea -recogida en la Misná (Orden Tercero), dedicado a las yebamot o cuñadas, y según las leyes contenidas en el Deuteronomio (25, 5-10)- establecía que, cuando dos hermanos habitaban uno junto al otro y uno de ellos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará con un extraño: «Su cuñado irá a ella y la tomará por mujer.» El primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto, «para que su nombre no desaparezca de Israel». Pero, si el hermano se negase a tomar por mujer a 50 cuñada, subirá ésta a la puerta, a los ancianos, y les dirá: «Mi cuñado se niega a suscitar en Israel el nombre de su hermano; no quiere cumplir su obligación de cuñado, tomándome por mujer.» Los ancianos de la ciudad le harán venir y le hablarán. Si persiste en la negativa, su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará del pie un zapato y le escupirá en la cara, diciendo: «Esto se hace con el hombre que no sostiene a la casa de su hermano.» Y su caía será llamada en Israel la casa del descalzado. Este matrimonio, que es obligatorio, se denomina yibbum; es decir, de levirato (de levir: cuñado). Cuando la cuñada quedaba con sucesión, este matrimonio estaba prohibido. A partir de la llamada «ceremonia del zapato», la cuñada quedaba libre para contraer matrimonio con cualquiera.
Con el paso de los siglos, esta norma fue perdiéndose y en tiempos de Jesús apenas si era practicada, encerrando, en el mejor de los casos, un carácter puramente simbólico o de trámite legal. (N. del m.)
Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta del muro sur del Templo.
Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres, se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies, soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios sacerdotes.
La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la patrulla, lanzando gritos de «¡adúltera!… adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y hasta festejado por la turba.
Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:
-Son las «aguas amargas».
Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos Números Números 31)1, Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo1.
Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué podía contener?
Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.
Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus adornos.
Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.»
Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte del hombre2. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya mencionadas.
Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje.
En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.
1 Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de uno fornicara y le fuese infiel, durmiendo con otro en concúbito de semen, sin que haya podido verlo el marido ni haya testigos, por no haber sido hallada en el lecho, y se apoderase del marido el espíritu de los celos y tuviese celos de ella, háyase ella manchada en realidad o no se haya manchado, la llevará al sacerdote, y ofrecerá por ella una oblación de la décima parte de un efá de harina de cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima incienso, porque es minjá de celos, minjá de memoria para traer el pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté ante Yavé; tomará del agua santa en una vasija de barro, y cogiendo un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará en el agua. Luego, el sacerdote, haciendo estar a la mujer ante Yavé, le descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la minjá de memoria, la minjá de los celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la maldición, y la conjurará, diciendo: «Si no ha dormido contigo ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel a tu marido, indemne seas del agua amarga de la maldición; pero si te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido, contaminándote y durmiendo con otro (aquí el sacerdote la conjurará con el juramento de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y execración en medio de tu pueblo, y séquense tus muslos e hínchese tu vientre, entre esta agua de maldición en tus entrañas para hacer que tu vientre se hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará: «Amén, amén.» El sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja, y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua amarga de la maldición. Luego tomará de la mano de la mujer la minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la llevará al altar; y tomando un puñado de la ofrenda de la memoria, lo quemará en el altar, haciendo después beber el agua a la mujer. Dárale a beber el agua; y sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el agua de maldición entrará en ella con su amargura, se le hinchará el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de su pueblo. Sí, por el contrario, no se contaminó y es pura, quedará ilesa y será fecunda… Así el marido quedará libre de culpa, y la mujer llevará sobre si su pecado.» (N. del m.)
1 Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el Código de Hammurabi existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era arrojada a la corriente del Éufrates. Sí salía con vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N. del m.)
2 La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor de inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII. 108.) Y ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley estipulaba también que la esposa podía solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si aquél padecía de lepra o pólipos. (N. del m.)
Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre. Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.
Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.
-Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa maldición…
El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí:
Confía en mi. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente. Bastará con una pequeña cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log1.
Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna volvió a sonreírme y el discípulo encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me moviera del lugar.
Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de los acontecimientos. El sacerdote que había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora deliberando con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y caminó unos pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y oscuros pezones. Al cabo de unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una nueva y aún más áspera controversia.
Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio -formado por cuerdas entrelazadas- y se dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera bajarse.
A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que permanecía junto a los sacerdotes, y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del círculo, depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de harina de cebada2. Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un momento creí que el querellante iba a situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición bíblica especificaba que la ofrenda del marido -la «efá» de harina de cebada- debía ser colocada sobre las manos de la víctima. El sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer, agitando el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo quemaba. El resto era destinado a la alimentación de los sacerdotes del Templo.
La peligrosa resistencia de la infeliz -que no podía ser liberada del firme control de los policías- hizo aconsejable en este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.
De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo, dando paso a otro sacerdote, estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto en cuestión -bastante liviano, a juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreoaparecía cubierto por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para despejar mis dudas. La recién llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la sujetaban, formando un segundo cordón de seguridad.
El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de arcilla rojiza, con una capacidad aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo ataque de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los torreones y cúpula del Templo.
Un silencio total -roto únicamente por los aullidos de la prisionera- cayó poco a poco sobre el lugar. El sacerdote que portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la mujer a que, por última vez, se declarara culpable o inocente.
El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo acertó a pronunciar dos palabras fatídicas: «Soy pura.»
El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia uno de los levitas, musitándole algo al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los tres compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la espesa mata de pelo, tirando de los cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro cara al cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se situaron a escasos centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella operación hubiera sido largamente estudiada o practicada, mientras el levita del flanco izquierdo cerraba con sus dedos la nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus manos a escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca a la judía. Entre sollozos y resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire. Como movidas por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior de la boca, separando violentamente la mandíbula inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que portaba el cuenco dio un paso hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima. A pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió ladear levemente la cabeza, haciendo que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus mejillas, cuello y túnica.
Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados dejaban libres nariz y boca. El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su puesto.
A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de indignación me conmovió de pies a cabeza. Sin embargo, tal y como estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer otra cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba decisiva para asimilar mi misión y poder asistir -con toda frialdad- a las no menos dramáticas horas del Viernes Santo…
No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de espasmos. Sus rodillas se doblaron, mientras los levitas trataban de mantenerla erguida. (Después, al analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un único y bien estudiado objetivo: evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la condenada pudiera vomitar las «aguas amargas», anulando así sus efectos.)
Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y sus ojos -muy abiertos y fijos en aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al tiempo que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma alarmante.
Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó desplomada a tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en silencio, cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.
Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la triste contemplación de aquel cuerpo desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del Templo. Mi amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del Templo, el discípulo sacó disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17 centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente cerrada por un «tapón» de tela. Sin más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis manos, al igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y discreción.
Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se vieron confirmadas. La tinta en cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de que -según rezaba el Antiguo Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua, redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel. Este importante requisito de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la llamada «tinta azul». Nuestros técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes el ácido arsenioso- no formaba parte en realidad de las sustancias primigenias y necesarias para la composición de la tinta. Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el sulfuro de arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era elemental: los israelitas utilizaban el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se daba espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes, de color amarillo-oro, inodoras, insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego1. Este «sulfuro amarillo de arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas. Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de efectos muy enérgicos. Los judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua, como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí aparecían en la composición de la «tinta azul»: el carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder alcalino2.
Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía las cuatro primeras sustancias -añil, carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva, consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía una pequeña porción de goma arábiga pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la «tinta azul» y en una proporción idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje doblemente útil: como tinta y como veneno.
En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del carbonato potásico, de fuerte sabor acre3.
Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y medio «log» de agua del pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un codo cuadrado (unos 45 centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a ella. Después de alzaría cogía la ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo que se hiciese perceptible en el agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el pavimento del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el agua».
Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé -tal y como especifica el libro sagrado (Números 5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro». En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia que quedase fija. Lógicamente, silo que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente soluble en el agua.
Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas -más intensas y fascinantes, si cabe quedaron flotando en el espíritu de los hombres del proyecto Caballo de Troya. En primer lugar, si la salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción sobre el organismo humano, si las primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse por el mundo en el siglo IX de nuestra Era?1. Y si ellos no fueron los descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte «asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral2.
Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o Echis Carinatus -muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y ¡cómo no!-, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas amargas».
Un asunto digno de un estudio en profundidad…
1 Un «log» -medida utilizada para líquidos y áridos- equivalía a medio litro, aproximadamente. (N. del m.)
2 Una «efá» -medida judía de capacidad- equivalía a 72 «log». En este caso, la Biblia estimaba que debía ofrendarse una décima de «efá»; es decir, 7,2 «log» o, lo que es lo mismo, unos 3 kilos y 600 gramos, aproximadamente. (N. del m.)
1 Este sulfuro -a diferencia del llamado «sulfuro rojo de arsénico», que se halla en abundancia en Bohemia- es fácil de encontrar en Persia. De ahí que los israelitas pudieran tener un mejor acceso al «amarillo». Ambos, sin embargo, reúnen características parecidas en cuanto al hecho de que son solubles en soluciones alcalinas. El «amarillo», no obstante, al contener el citado ácido arsenioso, resulta mucho más tóxico que el «rojo». Era también mucho más abundante en el comercio de aquella época, siendo conocido incluso por Theophrasto, que vivió 300 años antes de Cristo. (N. del m.)
2 El carbonato potásico, en especial, es fuertemente alcalino al contacto con el agua, gozando, además, de un fuerte poder cáustico o corrosivo que podría contribuir a una mejor desintegración de las láminas de sulfuro de arsénico y a la disolución de la tinta. (N. del m.)
3 En contra de la creencia popular, el ácido arsenioso no tiene un sabor amargo, sino ligeramente azucarado. (N del m.)
Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David.
José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa
-según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.
Su considerable fortuna -amasada principalmente con los negocios de la construcción- le había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José- le había permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros)1. Pues bien, José de Arimatea fue uno de los principales suministradores de plomo y argamasa.
1 Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de arsénico nativos, parece ser que no se tuvo conocimiento del ácido arsenioso -al menos en Europa- antes de la época de Geber (siglo IX). El mismo metal, aunque citado ya por Paracelso, no fue bien definido en sus propiedades y naturaleza hasta 1732 por el famoso alquimista Brand. (N. del m.)
2 El profesor E. Kochva, del Departamento de Zoología de la Universidad de Tel-Aviv (Israel), se manifestó también de acuerdo con esta última hipótesis. Si las mucosas que protegen las paredes internas del paquete intestinal son rasgadas, las «aguas amargas» pueden convertirse en un veneno activo. (N. del m.)
Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio -a cielo abiertodonde se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.
El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas:
-… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mi…
El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día.
Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi anfitrión y sus invitados.
-… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús- cuando miro hacia adelante y veo lo que va a ocurrirme?
Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus rostros, ninguno terminaba de comprender.
-… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad su nombre. Tu voluntad será cumplida.
Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro que les explicase más claramente qué significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa». Pero Jesús eludió toda respuesta.
Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido vaso de cristal, encerrado junto a una reducida colección de pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio. José debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se trataba de un valioso vaso de diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente practicado por los romanos. En cuanto a las piedras -de unos cinco centímetros cada una-, formaban parte de otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y caliza, utilizados -según los antepasados de José- por la tropa «especial» de 700 soldados benjaministas zurdos, «capaces de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como cita el libro de los Jueces (20,16).
-Es muy posible -insinuó José- que David utilizase una piedra similar en su lucha contra Goliat.
Aquel breve encuentro con el venerable José -que debería rondar ya los sesenta años- fue de gran utilidad para los planes que Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis objetivos, antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto con el procurador romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato, José se mostró dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole que había trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en Israel, sería de sumo interés para Pilato que pudiera conocer los graves acontecimientos señalados en los astros.
José, tal y como yo esperaba, manifestó una aguda curiosidad y prometió concertar la entrevista para la mañana del día siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar presente. Accedí encantado.
1 En su obra Guerras de los Judíos, Flavio Josefo, efectivamente, habla de este acueducto que constituyó otro de los graves errores de Pilato. Sin el menor tacto político, el procurador mandó utilizar el tesoro que los judíos llamaban «Corbonan» para traer el agua. Aquello provocó una revuelta, pero Pilato actuó con energía, ordenando que sus soldados golpearan a los manifestantes con porras y palos, dando lugar a una gran mortandad. Recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado que el acueducto en cuestión iba hasta el monte de los Francos, en las cercanías de Belén, sobre el que se asentaba la fortaleza del Herodium. (N. del m.)
Hacia las dos de la tarde, Jesús se despidió de José, el de Arimatea, subiendo por las empedradas calles hacia el muro sur del templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél iba a ser su último discurso público. Pero sus hombres de confianza no hicieron comentario alguno. En realidad, sus corazones se hallaban sumidos en una profunda confusión. ¿Es que el Maestro, que había escapado siempre de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo capturasen?
Una vez en la explanada de los Gentiles, el rabí se acomodó en su lugar habitual -las escalinatas que rodeaban el Santuario- y en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:
-Durante todo este tiempo he estado con vosotros, yendo y viniendo por estas tierras, proclamando el amor del Padre para con los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y, por medio de la fe, han entrado en el reino del cielo. En relación con esta enseñanza y predicación, el Padre ha hecho cosas maravillosas, incluida la resurrección de los muertos. Muchos enfermos y afligidos han sido curados porque han creído. Pero toda esa proclamación de la verdad y curación de enfermedades no ha servido para abrir los ojos de los que rehúsan ver la luz y de los que están decididos a rechazar el evangelio del reino.
»Yo y todos mis discípulos hemos hecho lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos, para cumplir los mandatos razonables de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos buscado persistentemente la paz, pero los dirigentes de esta nación no la tendrán. Rechazando la verdad de Dios y la luz del cielo se colocan del lado del error y de la oscuridad. No puede haber paz entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y el error.
»Muchos de vosotros os habéis atrevido a creer en mis enseñanzas y ya habéis entrado en la alegría y libertad de la consciencia de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he ofrecido la misma filiación con Dios a todo Israel. Incluso, a estos mismos hombres que hoy buscan mi destrucción. Pero os digo más: incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a estos dirigentes hipócritas si volviesen su cara hacia él y aceptasen su misericordia…
Jesús había ido señalando con la mano a los diferentes grupos de escribas, saduceos y fariseos que, poco a poco, fueron incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar al rabí de Galilea. Algunos de los discípulos, especialmente Pedro y Andrés, se quedaron pálidos al escuchar los audaces ataques de su Maestro.
-… Incluso ahora no es demasiado tarde -continuó Jesús- para que esta gente reciba la palabra del cielo y dé la bienvenida al Hijo del Hombre.
Uno de los miembros del Sanedrín, al escuchar estas expresiones, se alteró visiblemente, arrastrando al resto de su grupo para que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta cuenta del hecho y levantando el tono de la voz, arremetió contra ellos:
-… Mi Padre ha tratado con clemencia a esta gente. Generación tras generación hemos enviado a nuestros profetas para que les enseñasen y advirtiesen. Y generación tras generación, ellos han matado a nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos sacerdotes y testarudos dirigentes siguen haciendo lo mismo. Así como Herodes asesinó a Juan, vosotros igualmente os preparáis para destruir al Hijo del Hombre.
»Mientras haya una posibilidad para que los judíos vuelvan su rostro hacia mi Padre y busquen la salvación, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas hacía vosotros. Pero, una vez que hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta nación será abandonada a sus propios consejos e irá rápidamente a un final poco glorioso…
El arraigado sentido del patriotismo de los hebreos quedó visiblemente conmovido por aquellas sentencias de Jesús. Y la multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de los Gentiles, se removió inquieta, entre murmullos de desaprobación.
Pero el Nazareno no se alteró. Verdaderamente, aquel hombre era valiente.
-… Esta gente había sido llamada a ser la luz del mundo y a mostrar la gloria espiritual de una raza conocedora de Dios… Pero, hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de vuestros privilegios divinos y vuestros líderes están a punto de cometer la locura suprema de todos los tiempos…
Jesús hizo una brevísima pausa, manteniendo al auditorio en ascuas.
-… Yo os digo que están a punto de rechazar el gran regalo de Dios a todos los hombres y a todas las épocas: la revelación de su amor.
»En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis rechazado esta revelación, el reino del cielo será entregado a otras gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso: estáis a un paso de perder vuestro puesto en el mundo como sustentadores de la eterna verdad y como custodios de la ley divina. Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad para que entréis, como los niños, por la fe sincera, en la seguridad de la salvación del reino del cielo.
»Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra salvación, y yo he bajado a vivir entre vosotros para mostraros personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e, incluso, de los gentiles han creído en el evangelio del reino. Y vosotros, los que deberíais ser los primeros en aceptar la luz del cielo, habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios revelado en el hombre y del hombre elevado a Dios.
»Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio. Pero pronto escucharéis sus voces, clamando por la salvación. Ahora os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes en el evangelio del reino, de que, una vez más, he ofrecido a Israel y a sus dirigentes la libertad y la salvación. De todas formas, os advierto que estos escribas y fariseos se sientan aún en la silla de Moisés y, por tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen los reinos de los hombres no los destierren y destruyan, yo os ordeno que cooperéis con estos mayores de Israel. No se os pide que os unáis a ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre, sino en cualquier otra cosa relacionada con la paz de Israel. En estos asuntos, haced lo que os ordenen y observad la esencia de las leyes, pero no toméis ejemplo de sus malas acciones. Recordad que éste es su pecado: dicen lo que es bueno, pero no lo hacen. Vosotros sabéis bien cómo estos dirigentes os hacen llevar pesadas cargas y que no levantan un dedo para ayudaros. Os han oprimido con ceremonias y esclavizado con las tradiciones.
»Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí mismos, se deleitan haciendo buenas obras, de forma que sean vistas por los hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los bordes de sus vestidos oficiales. Solicitan los lugares principales en los festines y piden los primeros asientos en las sinagogas. Codician los saludos y alabanzas en los mercados y desean ser llamados rabís por todos los hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos honores, toman secretamente posesión de las viudas y se benefician de los servicios del templo sagrado. Por ostentación, estos hipócritas hacen largas oraciones en público y dan limosna para llamar la atención de sus semejantes.
En aquellos momentos, cuando Jesús lanzaba sus primeros y mortales ataques contra los sacerdotes y miembros del Sanedrín, los apóstoles que se habían encargado de la instalación del campamento en la ladera del monte Olivete hicieron acto de presencia en la explanada, uniéndose al grupo de los discípulos. Fue una lástima que no hubieran escuchado la primera parte del discurso de Jesús. En especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el traidor hubiera sido testigo de aquellas primeras frases, ofreciendo misericordia, quizá hubiese cambiado de parecer. Pero, por lo que pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad de la plática del Maestro en el templo fue decisiva para que aquél desertara del grupo. Su sentido del ridículo y su negativo condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más acentuados en su alma de lo que yo creía.
-… Y así como debéis hacer honor a vuestros jefes y reverencias a vuestros maestros continuó el rabí-, no debéis llamar a ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios es vuestro Padre. Tampoco debéis buscar dominar a vuestros hermanos del reino. Recordad: yo os he enseñado que el que sea más grande entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si pretendéis exaltaros a vosotros mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero, el que se humille sinceramente, con seguridad será exaltado. Buscad en vuestra vida diaria, no la propia gloria, sino la de Dios. Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del Padre del cielo.
»No confundáis mis palabras. No tengo malicia para con estos sacerdotes principales que, incluso, buscan mi destrucción. No tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que rechazan mis enseñanzas. Sé que muchos de vosotros creéis en secreto y sé que profesaréis abiertamente vuestra lealtad al reino cuando llegue la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí mismos vuestros rabís si dicen hablar con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que viene a los mundos a revelar al Padre?
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Hipócritas…! Cerráis las puertas del reino del cielo a los hombres sinceros porque son incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo tiempo, hacéis todo lo que está en vuestra mano para evitar que entren los demás. Permanecéis de espaldas a las puertas de la salvación y os pegáis con todos los que quieren entrar.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas! Abarcáis el cielo y la tierra para hacer prosélitos y, cuando lo habéis conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos veces más malos que lo que eran como hijos de los gentiles.
»¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis la propiedad de los pobres y exigís pesados tributos a los que quieren servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia, ¿podéis esperarla de los mundos venideros?
»¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué puede esperarse de una nación en la que los ciegos dirigen a los ciegos? Ambos caerán en el abismo de la destrucción.
»¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento! ¡Sois estafadores! Enseñáis que un hombre puede jurar ante el templo y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del templo permanecerá ligado. ¡Sois todos ciegos y locos…!
Jesús se había puesto en pie. El ambiente, cargado por aquellas verdades como puños que todo el mundo conocía pero que nadie se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en presencia de los dignatarios del templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie osaba respirar siquiera. Los discípulos, cada vez más acobardados, bajaban el rostro o miraban con temor a los grupos de sacerdotes.
Pero el Nazareno parecía dispuesto a todo…
-… Ni siquiera sois consecuentes con vuestra deshonestidad. ¿Quién es mayor: el oro o el templo?
»Enseñáis que si un hombre jura ante el altar, no significa nada. Pero si uno jura ante el regalo que está ante el altar, entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad! ¿Quién es mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta hipocresía y deshonestidad?
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino y, al mismo tiempo, no os preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y os tragáis el camello…
»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte exterior de la taza y de las fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor limpiar primero el interior de la taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior. ¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la letra mientras vuestras almas están empapadas de iniquidad y asesinatos.
»¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de vosotros sois como sepulcros blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que rechazáis a sabiendas el consejo de Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos, pero, por dentro, vuestros corazones están inflamados por la hipocresía.
»¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los profetas martirizados por los antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél de quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos diciendo que, de haber vivido en tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los profetas. Y con este pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de vuestra condena!
»¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo me pregunto: ¿cómo podéis escapar al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?
El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los miembros del Sanedrín -rojos de ira- iban tomando notas en los rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho me trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable. Ninguno de los apóstoles o seguidores de Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y, sobre todo, de cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su considerable extensión -como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos-, iba a resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales…
-… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió Jesús en un tono más suave y conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente. ¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo? ¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma generación.
»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas… ¡Pero no queréis!
»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho.
»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada…
Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta: «¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?»
Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad:
-Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas?
El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo:
-¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas abajo.
Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la destrucción del Templo.»
El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del Olivete, en dirección norte.
Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario y en las callejas habían empezado a encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo, mientras uno de los discípulos -señalando a la ciudad santa- preguntaba a Jesús:
-Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos están a punto de ocurrir?
El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:
-Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente habrá llenado la copa de su iniquidad y la justicia caerá sobre esta ciudad de nuestros padres…
»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún hombre os engañe. Muchos vendrán como libertadores y llevarán a muchos por el mal camino. Cuando oigáis rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las autoridades civiles y seáis perseguidos por el evangelio…
Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los semblantes.
-… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio de vuestra fe y para que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en ese mismo momento lo que debéis contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor, incluso vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre, os entregarán a la prisión y a la muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero, incluso en esas persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed pacientes! No dudéis que el evangelio del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su tiempo, será proclamado por todas las naciones.
El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé maravillado ante la precisión de aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando las legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la ciudad. De no haber sido advertidos por el Maestro. hubiera sido más que probable que algunos, quizá, hubieran perecido o hechos prisioneros.
El silencio fue roto por Andrés:
-Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para dirigirnos, ¿cuándo deberemos abandonar Jerusalén?
Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y preciso:
-Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de dolor y amarga persecución. Pero, cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los ejércitos romanos tras la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni permitáis que otros entren. Habrá una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las espadas de los gentiles. Entretando os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a deciros: «Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos maestros y otros serán llevados por el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he advertido de antemano.
¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y discípulos no podían sospechar siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera que haya estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a Jerusalén poco antes de la luna llena de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro tiene que resultar lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos», armados hasta los dientes, terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del año 66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la petición del procurador Floro, que exigió 17 talentos del tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el sacrificio diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el país y los romanos se ven obligados a retirarse.
La nación judía se prepara para la guerra v fortifica sus ciudades, siendo nombrado generalísimo de sus ejércitos el que después sería historiador, Flavio Josefo.
Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su hijo Tito, cae sobre Galilea, machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.
Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados, pertenecientes a las legiones 5.ª, 10.ª, 12.ª y 15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y tropas auxiliares, así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres que -tal y como profetizó Jesús en el año 30- fueron tomando Posiciones y cercando la ciudad santa. Jerusalén, repleta de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero, para cuando los hombres de Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén, ya habían escapado de la ciudad. Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar piedras de un quintal de peso a 185 metros de distancia- arrasaría Jerusalén, no dejando piedra sobre piedra.
Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo que Jesús les estaba anunciando. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí plenamente:
-Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo esto?
El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había captado su mensaje. Y le dijo:
-Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja. Estás decidido a malinterpretar mi enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo con vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de explicaros.
»¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en el trono de David y esperas que se cumplan los sueños materiales de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a finalizar y será un nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo no dejará de visitaros. Y así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que mi Padre me haya investido de todo poder y autoridad, yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los asuntos del reino con la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne. Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este mundo, en el que he vivido esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar la obra que el Padre ha confiado en mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez. Entretanto, mi espíritu de verdad os confortará y guiará.
Sin esperarlo, Jesús había pasado de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén a un extremo que me interesaba profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y confusa segunda venida a la Tierra. Así que todos mis sentidos se centraron en aquellas palabras, tan mal interpretadas y peor transmitidas en el futuro por sus seguidores.
-… Ahora me veis en la debilidad y en la carne. Pero, cuando vuelva -remachó el rabí desviando su mirada hacia mí-, será con poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del Hombre en carne, pero sólo el ojo del espíritu contemplará al Hijo del Hombre glorificado por el Padre y apareciendo en la tierra con su propio nombre.
»Pero los tiempos de la reaparición del Hijo del Hombre sólo son conocidos por los "consejos del paraíso". Ni siquiera los ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis comprender que, cuando este evangelio del reino haya sido proclamado por todo el mundo para la salvación de los hombres y cuando la plenitud de la época haya llegado, el Padre os enviará otro otorgamiento de designación divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la época
Al escuchar aquellas revelaciones quedé perplejo. Y tentado estuve de tomar la palabra e interrogar a Jesús sobre ese misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mí condición de estricto observador me mantuvo al margen de la conversación.
Y ahora, en relación con el dolor de Jerusalén, en verdad os digo que ni esta generación transcurrirá sin que se cumplan mis palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre, nadie en la tierra ni en el cielo puede pretender hablar.
Como si el rabí hubiera leído mis pensamientos, prosiguió con estas palabras:
-… Debéis ser sabios en relación con la madurez de una época Debéis estar alerta para discernir los signos de los tiempos. Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y adelanta sus hojas, el verano está cerca. De igual forma, cuando el mundo haya pasado el largo invierno de la mentalidad material y veáis la venida de la primavera espiritual, entonces debéis saber que ha llegado el verano para mi nueva visita.
De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como aquélla para las mentes de sus apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito lustros después de su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no puede por menos que sentir una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único pasaje ignorado o mal interpretado por los evangelistas…
Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el grupo reemprendió el camino. Jesús, a la cabeza, continuó por la accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al llegar a las proximidades del campamento público, donde se habían instalado los peregrinos procedentes de Galilea, el Maestro se desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y el sinfín de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte. Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos más tarde, cuando nos hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad no me permitía distinguir con claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy lejos del «punto de contacto», donde reposaba el módulo. (Quizá fueran 1000 o 1500 pies lo que nos separaba de Eliseo.)
El grupo penetró entonces en una de las plataformas naturales que tanto abundaban en la falda Oeste del monte de las Aceitunas. Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno con mayor comodidad, observé que se trataba de una explanada de unos sesenta a ochenta metros de largo, por otros treinta a cuarenta de lado, perfectamente cercada por un murete de piedra de un metro escaso de altura. En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la cancela de entrada, distinguí una enorme cuba de piedra de metro y medio de altura. Al fondo, confundidos en la oscuridad, se alineaban unos olivos de gruesos y torturados troncos.
Jesús y los discípulos se dirigieron directamente hacia la derecha del olivar. A muy pocos pasos, y aprovechando el muro, los hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias tiendas o albergues. Varias piezas de tela embreadas y ensambladas a base de cuerdas constituían la techumbre. Las lonas, de unos cuatro metros de profundidad por otros tres de anchura, aparecían apuntaladas por dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por una tercera, situada en el centro de la tienda. La techumbre terminaba en el cercado de piedra. Allí, las telas habían sido tensadas y aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su vez, estaban formados por otras dos bandas de paño y pieles de cabra, pésimamente cosidas entre sí. La entrada, de unos dos metros de altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía de protección.
A la luz de la fogata que se levantaba frente a los dos refugios pude observar que el suelo de las tiendas había sido cubierto con mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí algunos bultos que supuse se trataba de enseres y útiles para cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era tan densa que preferí posponer para el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del terreno y de cuanto formaba aquel huerto, propiedad del viejo Simón, «el leproso».
El reencuentro con el resto de los discípulos levantó los decaídos ánimos de los hombres que acompañaban a Jesús. Y muy pronto nos vimos sentados en torno al fuego. La temperatura había descendido notablemente y los apóstoles, apretados los unos contra los otros, se habían envuelto en sus pesados ropones. Allí, entre los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera (de las que Felipe, el encargado de los suministros, había hecho abundante acopio), chisporroteando bajo un cielo estrellado, conocí por primera vez a un muchachito de unos doce o trece años, de cabeza rapada y acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que seguía las enseñanzas y gestos del Maestro con un interés y devoción como no había visto hasta ese momento. Su nombre era Juan Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya próximas horas del jueves.
La conversación de Jesús con sus apóstoles mientras regresábamos al campamento de Getsemaní trascendió de inmediato entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su partida no tardó en aparecer en mitad de aquellos hombres rudos y lentos de pensamiento. Tomás, tomando la palabra, se dirigió al Maestro, preguntándole:
-Puesto que vas a volver para terminar el trabajo del reino, ¿cuál debe ser nuestra actitud mientras estés fuera, en los asuntos del Padre?
Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela.
Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el Nazareno miró a Tomás por encima del fuego, respondiéndole:
-Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he enseñado que vuestra relación con el reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros? La caída de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el fin de una época e, incluso, el fin del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este evangelio y que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que vuestras vidas están en manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los mundos celestiales, los constructores del reino, no deben preocuparse Por las sacudidas temporales o perturbarse por los cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las naciones se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra vida es un regalo del Hijo y que está eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida temporal con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de servicio por vuestros semejantes, podéis mirar adelante con confianza.
»Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno del Hijo del Hombre, exactamente igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida, con vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como hijos de Dios, nada más debe preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de manifiesto -cada vez más- los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de conocer el rechazo persistente de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los asuntos del Padre en la tierra, podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os gusta la forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme mientras os digo una parábola…
Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas Iscariote. El hombre que ya había desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro con una frialdad que me produjo escalofríos.
-… Hubo cierto hombre -prosiguió el Nazareno- que, antes de marchar para un largo viaje a otro país, llamó a todos sus sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le dio cinco talentos1, a otro dos y al tercero, uno. A todos les confió sus bienes, según sus distintas habilidades. Cuando el señor hubo marchado, sus sirvientes se pusieron a trabajar para sacar beneficios de la fortuna que les había sido confiada. Inmediatamente, el que había recibido cinco talentos comenzó a comerciar con ellos y muy pronto hizo un beneficio de otros cinco talentos. De igual modo, el que había recibido dos talentos pronto ganó otros dos. Y así lo hicieron todos los sirvientes, acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el tercero. Este se marchó e hizo un agujero en la tierra, escondiendo el dinero. Pero el señor volvió inesperadamente y llamó a sus criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta su señor y, entregándole los diez le dijo: "Señor me distes cinco talentos y me complace presentarte otros cinco." Entonces, el señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré mayordomo de muchos." Entonces, el que había recibido dos talentos, avanzó diciendo: "Señor, entregastes en mis manos dos talentos. Mira, he ganado otros dos." Y su señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Tú también has sido fiel y ahora te pondré por encima de otros." Por último, llegó al recuento el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, te conocía y me di cuenta de que eres un hombre astuto porque esperabas ganancias cuando tú, personalmente, no habías trabajado. Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías confiado… Yo guardé tu talento a salvo en la tierra y aquí está. Ahora tienes lo que te pertenece." Pero su señor contestó:
"Eres un criado indolente y perezoso. Por tus propias palabras has confesado que sabías que te iba a pedir cuentas con beneficio razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo esto deberías, al menos, haber colocado mi dinero en manos de los banqueros para que, a mi vuelta, yo pudiera recibir mi dinero con interés."
1 Un talento equivalía a 6.000 denarios. Los ocho talentos, por tanto, eran una considerable fortuna. (N. del m.)
"Entonces, el señor dijo al jefe de los criados: "Quitad el talento a este sirviente y dádselo al que tiene diez."
»A todo el que tiene, le será dado mucho más y tendrá abundancia. Pero, al que no tiene, incluso, lo poco que tenga le será quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino eterno. Mi Padre exige que todos sus hijos crezcan en gracia y en conocimiento de la verdad. Vosotros, que conocéis estas verdades, debéis producir el incremento de los frutos del espíritu y manifestar una devoción creciente en el generoso servicio a vuestros compañeros sirvientes. Y recordad que lo que deis al más pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio mío.
"Y así debéis hacer la obra del Padre, ahora y más adelante. Continuad hasta que yo venga.
»La verdad es la vida. El espíritu de la verdad siempre dirige a los hijos de la luz a nuevos reinos de realidad espiritual y divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis en formas hechas, seguras y honorables.
»¿Qué pensarán las generaciones futuras de aquellos depositarios de la verdad, si les oyen decir?: "Aquí, Maestro, está la verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No hemos perdido nada. Hemos preservado fielmente todo lo que nos diste. No hemos permitido cambios en lo que nos enseñaste. Aquí está la verdad que nos diste."
»Libremente habéis recibido. Por tanto, libremente debéis dar la verdad del cielo. En verdad, en verdad os digo que entonces, esa verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso, cuando la administréis vosotros.
Bien entrada ya la noche, el grupo se levantó, repartiéndose entre las tiendas. Jesús, sin embargo, siguió solo, frente a la hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de uno de los añosos olivos, envolviéndome en el manto. Y antes de que el Nazareno se retirara a descansar a una de las tiendas, el sueño terminó por doblegarme.

5 DE ABRIL, MIÉRCOLES