Al despedirse, cada uno siguió en silencio
hacia sus respectivos refugios.
El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía
conocer el estado de ánimo de sus amigos y, posiblemente, con el
objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de
Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se
desvivieron nuevamente por atendernos. Lavaron nuestras manos y
pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de queso y fruta.
Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen
rato, Jesús permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus
ojos fijos en las rojizas y ondulantes llamas de la
chimenea.
Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que
aceptara el frasco de esencia de nardo que había comprado aquella
misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero,
finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que
salió de su enigmático aislamiento, uniéndose plenamente a la
sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.
Durante el frugal refrigerio había ido explicando al
resucitado y a sus hermanas el espléndido acontecimiento que
hablamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los
apóstoles, sise percató de inmediato de la trascendencia del acto
de Jesús. Sin olvidar la simbología, aquella multitud no había
hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín.
No me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los
Evangelios que yo había estudiado, en ningún momento se habla de
ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo de
información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas
semanas, no se le hubiera podido pasar por alto que dicha
«maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo. Como se
dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo
tiro».
Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al
diálogo, aproveché la ocasión y le pregunté su opinión sobre
aquella tarde.
-He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la
carne. Les he encontrado a todos borrachos. No he encontrado a
ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los hombres,
porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al
mundo e intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos.
Cuando vomiten su vino, se arrepentirán…
-Esas son palabras muy duras -le dije-. Tan duras como las
que pronunciaste sobre el Olivete, a la vista de
Jerusalén…
-Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz
al mundo. No saben que estoy aquí para echar en la tierra división,
fuego, espada y guerra… Pues habrá cinco en una casa: tres contra
dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el
padre. Y ellos estarán solos.
-Muchos, en mi mundo -añadí procurando que mis palabras no
resultaran excesivamente extrañas para Lázaro- podrían asociar esas
frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de los tiempos.
¿Qué dices a eso?
-Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo
del Hombre no llegará de la mano del guerrero. Ese día será
inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo desde
el principio del mundo- mi estandarte será visto en los cielos por
todas las tribus de la tierra. Esa será mi verdadera y definitiva
vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago que sale por
el oriente y brilla hasta el occidente…
-¿Qué será la gran tribulación?
-Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la
Humanidad…»
Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme
detalles.
-Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.
-De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles
ni el Hijo. Sólo el Padre. Únicamente puedo decirte que será tan
inesperado que a muchos les pillará en mitad de su ceguera e
iniquidad.
-Mi mundo, del que vengo -traté de presionarle-, se distingue
precisamente por la confusión y la injusticia…
-Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les
falta el principio que rige el universo: el Amor.
-Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te
revelarás a los hombres por segunda vez…
-Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros
vestidos, los pongáis bajo los pies como los niños y los pateéis,
entonces veréis al hijo del Viviente y no
temeréis.
Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con
Grecia. Eso me permitió seguir preguntando al Maestro con un cierto
margen de amplitud.
-Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día.
Allí, los hombres son enemigos de los hombres y hasta del propio
Dios…
Jesús no me dejó seguir.
-Estáis entonces equivocados. Dios no tiene
enemigos.
Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria
muchas de las creencias sobre un Dios justiciero, que condena al
fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo
expuse.
Cristo sonrió, moviendo la cabeza
negativamente.
-Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre
puede sentirse afligido ante las locuras de un hijo, pero nunca
condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal y como
creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le
ha ido de las manos al Padre… Y puedo asegurarte que creer eso es
no conocer al Padre.
-¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego
eterno y del rechinar de dientes?
-Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo
enseñaros entonces los misterios del Reino? En verdad, en verdad os
digo que aquel que apueste fuerte, y se equivoque, sentirá cómo
rechinan sus dientes.
-¿Es que la vida es una apuesta?
-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único
bien en juego desde que se nace.
Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para
mí.
-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
-Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han
amado?
-No hay tales.
-¿Qué me dices de los sanguinarios, de los
tiranos?…
-También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado
recibirán un buen susto…
-No entiendo.
-Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les
preguntará por sus crímenes, riquezas, poder o belleza. Ellos
mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida
válida en el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en
tu tiempo, tú solo te sentirás responsable.
-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido
amar?
-Querrás decir, con los que no habéis querido
amar.
Me sentí nuevamente confuso.
-…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán
los grandes estafados y, en consecuencia, los últimos en el Reino
de mi Padre.
-Entonces, tu Dios es un Dios de amor…
Jesús pareció enojarse.
-¡Tú eres Dios!
-¿Yo, Señor?…
-En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de
la Divinidad.
-Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de
amor?
-De no ser así, no sería Dios.
-En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de
castigo o premio?
-Es nuestra propia injusticia la que se revela contra
nosotros mismos.
-Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me
equivoco si te digo que todo tu trabajo consiste en dejar un
mensaje?
El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y
replicó:
-No podías resumirlo mejor…
Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la
cabeza.
-Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme
ese mensaje?
-Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para
transmitir la voluntad del Padre: ¡que sois sus
hijos!
-Eso ya lo sabemos…
-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo
de Dios?
Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una
respuesta válida. Ni siquiera estaba seguro de la existencia de ese
Dios.
-Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-.
Haber sido creado por el Padre supone la máxima manifestación de
amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he recibido
el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.
-Déjame pensar… Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos
condenados a ser felices?
-Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo
entienda y ponga en práctica que el único medio para ello es el
Amor.
Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos
instantes, la presencia del resucitado podía constituir un cierto
problema.
-Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan
elemental como la de depositar un mensaje para toda la humanidad,
¿no crees que «tu iglesia» está de más?
-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión,
había comprendido perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la
menor intención de fundar una iglesia, tal y como tú pareces
entenderla.
Aquella respuesta me dejó estupefacto.
-Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser
extendida hasta los confines de la tierra…
-Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica
condicionar o doblegar mi mensaje a la voluntad del poder o de las
leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos ni
que dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores.
él honrará a uno y ofenderá al otro. Nadie que bebe un vino viejo
desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino nuevo en odres
viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres
nuevos para que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un
vestido nuevo porque se haría un rasgón. De la misma forma te digo:
mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo transmitan;
no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo
cobijen.
-Tú sabes, que no será así…
-¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi
voluntad!
-¿Y cuál es tu voluntad?
-Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es
todo.
-Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas
burocracias, ni códigos ni jefaturas… Sin embargo, muchos de los
hombres de mi mundo desearíamos hacerte una
pregunta…
-Adelante -me animó el Galileo.
-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la
iglesia?
El rabí suspiró.
-¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu
corazón? Una confusión extrema me bloqueó la garganta. Y Jesús lo
percibió.
-Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano
Jasón, mucho antes de que el hombre fuera capaz de erguirse sobre
sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la sabiduría en la
Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa
iglesia?
-Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa
iglesia como santa.
-Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que
améis.
-Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a
decirte- esa iglesia está de sobra…
-El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el
bien o el mal de su propio corazón. Un solo mandamiento os he dado
y tú sabes cuál es… El día que mis discípulos hagan saber a toda la
humanidad que el Padre existe, su misión habrá
concluido.
-Es curioso: ese Padre parece no tener
prisa.
El gigante me miró complacido.
-En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El
hombre sufre de ceguera pero yo he venido a abrirle los ojos. Otros
seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el
Amor.
-¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de
encontrar esa paz?
-Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero
no trates de consumir a tus hermanos en la molicie o en la prisa.
Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al final,
será su juez y defensor.
-Entonces, todo eso del juicio final…
-¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis
el Principio? Ya te he dicho que al otro lado os espera la
sorpresa…
Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente
liberal para las iglesias de mi mundo.
-Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso,
que te equivoques. ¡Ay de aquellos que se arroguen el papel de
salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la
maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!
-Dios… Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme
quién o qué es?
El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que
exista muro, corazón o distancia que no pudiera ser alcanzado por
semejante fuerza.
-¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo?
¿Puede el hombre apresar los colores entre sus manos? ¿Puede un
niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica? ¿Pueden
cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién
tiene potestad para devolver la fragancia a la flor que ha sido
pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de Dios: siéntelo.
Eso es suficiente…
-¿Voy bien si te digo que lo siento como una…
energía?
No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al
paso de mis atropellados pensamientos-. El Amor, es decir, el
Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere…
-¿Y si no tienes a nadie?
El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible… Incluso los que no te conocen pueden
amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes
amarles?
-Sobre todo a ésos… El que ama a los que le aman, ya ha
recibido su recompensa.
La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la
madrugada. Ahora sé que mi escepticismo hacia aquel hombre había
empezado a resquebrajarse…
Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La
víspera, el Maestro había dado órdenes precisas a sus discípulos
para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas
antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso».
Jesús y los doce se hallaban reunidos en el jardín. Esta vez, las
indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de
ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los
gemelos Alfeo, no se habían recuperado de la experiencia del día
anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser sinceros›
ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte,
tampoco se mostraba excesivamente explícito. Acudir a la ciudad
santa constituía en aquellos momentos una caja de sorpresas. El
Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué
podía reservarles el destino.
Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús,
como siempre, marchaba a la cabeza.
Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de
sonsacar a los discípulos. ¡Qué distinta fue aquella caminata! La
alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían transformado en
temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en
aquellos hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o
renunciar y retirarse?» Pero ninguno tenía el valor suficiente como
para enfrentarse a Jesús y exponerle sus
inquietudes.
A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar
por el trasiego de peatones, el número de peregrinos había
aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo, se
encaminó hacia el templo.
La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los
Gentiles en plena ebullición. Los puestos y tenderetes aparecían
mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos de
judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o
cambiar sus monedas, preparándose así para las obligadas ofrendas,
para el pago del tributo al tesoro del santuario o, simplemente,
disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena
pascual. Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la
gente común había terminado por acudir hasta aquellos
«intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y
avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales
extremos que cualquier animal comprado fuera de aquel recinto podía
ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras, los
encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar
previamente cada una de las víctimas- podían echar atrás un cordero
o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de estimar que el
color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza
pública y, lo que era peor, tener que adquirir una nueva víctima.
Curándose en salud, los hebreos acudían hasta este mercado,
procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté
anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un
sobreprecio que resultaba tan deshonesto como ruinoso para las
familias más humildes.
Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía
satisfacer al templo había sido fijado en una moneda común: el
siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un grosor
doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales
instalaban sus mesas en las diferentes ciudades de Palestina,
suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal
menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos
«banqueros» se quedaban con una comisión, que oscilaba entre un
cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la moneda
objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con
una comisión doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente,
los «cambistas» se dirigían a Jerusalén, estableciendo su «cuartel
general» en la mencionada explanada de los
Gentiles.
Este negocio venía reportando grandes beneficios a los
verdaderos propietarios del ganado, de las mesas de cambio y de la
multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en el
sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros
que los sacerdotes y, muy especialmente, los hijos de
Anás.
Jesús conocía esta situación y también el resto del pueblo.
Pero el poder y la tiranía de estos individuos era tal que nadie
osaba levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de
Dios.
En este ambiente, entre gritos, discusiones, regateos y el
incesante ir y venir de cientos de hebreos, el Nazareno -tal y como
tenía por costumbre- se dispuso aquella mañana del lunes, 3 de
abril, a dirigir su palabra a los numerosos creyentes y seguidores
que habían ido congregándose junto a los puestos de los vendedores
y «cambistas».
El Maestro inició su predicación pero, al poco, su potente
voz se vio sofocada por dos hechos que iban a precipitar los
acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la
escalinata sobre la que se había sentado el rabí, un judío de
Alejandría comenzó a discutir acaloradamente con el responsable del
cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la abusiva comisión
que pretendía cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la
gente fue arremolinándose en torno a los vociferantes
hebreos.
Por si no fuera suficiente con aquel tumulto, en esos
momentos irrumpió en la explanada una manada de bueyes -algo más de
un centenar- que era conducida, a través del atrio, hasta los
corrales situados en el ala norte, junto a la Puerta Probática.
Aquellos animales, propiedad del templo, estaban destinados a ser
quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia, eran
encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los
Gentiles. Jesús, a la vista de aquellos bramidos y de la cada vez
más exaltada conducta del «cambista», del judío y de cuantos
apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos
permanecían retirados, como a unos 15 o 20 pasos, y en silencio.
Pero aquella violenta situación, lejos de amainar, fue a más. El
apretado gentío hacia poco menos que imposible que el joven pastor
pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían
desperdigado por entre las mesas. En eso, mientras el Nazareno
esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa
final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús se hallaba un
galileo, antiguo amigo del Maestro. (Después supe que se había
entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron.) Este humilde
granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos
procedentes de la Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos
individuos se burlaban de él por su credulidad. Cuando el gigante
se percató de esta última escena, ante el asombro de sus discípulos
y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y,
dejándolo caer sobre la escalinata, salió al encuentro del pastor,
arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una seguridad inaudita, el
Galileo fue reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre
sonoros gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el
embaldosado de la explanada. Cuando la muchedumbre vio al Maestro
dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez
concluida la operación de «limpieza», Jesús de Nazaret, en
silencio, se abrió paso majestuosamente entre la multitud,
dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano
izquierda hacia los corrales situados al otro lado del atrio de los
Gentiles, al pie de la fortaleza Antonia.
Aquello era nuevo para mi y corrí tras Él. Al llegar a los
establos, el Maestro con una frialdad que me dejó sin habla- fue
abriendo, uno tras otro, todos los portalones, animando a los
bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un
instante, cientos de animales irrumpieron en el atrio. Y el rabí,
con la misma decisión y destreza con que había sacado del templo a
la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección
a las mesas y puestos de venta de los «cambistas» e
«intermediarios». Como era de suponer, la estampida provocó el
pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los
pórticos de salida, derribaron un sinfín de tenderetes. Los bueyes,
por su parte, terminaron por pisotear el género, derramando
numerosos cántaros de aceite y de sal.
La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de
peregrinos que se desquitó› volcando las pocas mesas que aún
quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido
materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de
judíos que odiaban aquella permanente profanación. Para cuando los
soldados romanos hicieron acto de presencia, todo aparecía
tranquilo y en silencio.
Jesús de Nazaret, que no había tocado con el látigo a un solo
hebreo ni había derribado mesa alguna -de ello puedo dar fe, puesto
que permanecí muy cerca del Maestro- volvió entonces a lo alto de
las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud,
gritó:
-Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está
escrito en las Escrituras: «Mi casa será llamada una casa de
oración para todas las naciones, pero habéis hecho de ella una
madriguera de ladrones.»
Mi sorpresa llegó al máximo cuando, antes de que el rabí
concluyera sus palabras, un tropel de jóvenes judíos se destacó de
entre la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando himnos de
agradecimiento por la audacia y coraje del
Galileo.
Aquel suceso, por supuesto, no tenía nada que ver con lo que
se cuenta en los Evangelios y en los que -dicho sea de paso- el
Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear y
azotar a las gentes. Como ya he mencionado, Jesús había predicado
otras muchas veces en aquella misma explanada del templo y jamás se
había comportado de aquel modo. El conocía perfectamente el
cambalache y el robo que se registraban a diario en el atrio de los
Gentiles y, no obstante, jamás se manifestó violentamente contra
tal situación. Si en la mañana de aquel lunes provocó la estampida
del ganado fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación
concretísima e insostenible.
Quienes no podían faltar, obviamente, eran los responsables
del templo. Cuando los sacerdotes tuvieron conocimiento del
incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba Jesús,
interrogándole con severidad:
-¿No has oído lo que dicen los hijos de los
levitas?
Pero Jesús les contestó:
-En las bocas de los niños y criaturas se perfeccionan las
alabanzas.
Los jóvenes arreciaron entonces en sus cánticos y aplausos,
obligando a los fariseos a retirarse del lugar. A partir de ese
momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de acceso
al templo, impidiendo que pudiera restablecerse el cambio de
monedas y la venta normal de los «intermediarios». Los jóvenes no
consintieron siquiera que fuera transportada una sola vasija por la
explanada.
Quizá lo más triste y desconsolador de aquel suceso fue la
actitud de los doce. Durante la fogosa intervención de su Maestro,
el grupo permaneció poco menos que acurrucado en un rincón, sin
levantar una mano para ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y
sorprendente acción del Galileo les había sumido en un total
desconcierto.
Pero, si notable era la confusión de los discípulos de
Cristo, la de los jefes del templo, escribas y fariseos no era
menor. Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia.
Aprovechando que José de Arimatea, Nicodemo y otros amigos de Jesús
no se hallaban presentes, el Sanedrín celebró una reunión de
emergencia, analizando la situación. Había que detener al impostor
sin pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto
de los sacerdotes, se daban cuenta que la multitud estaba de parte
del Galileo. Había, además, otro factor que no podían perder de
vista: la presencia del procurador romano Poncio Pilato en
Jerusalén. Si el prendimiento de Jesús se materializaba a la luz
del día y a la vista de los miles de peregrinos llegados desde
todos los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía
dar lugar a una revuelta generalizada. Eso hubiera significado, con
toda seguridad, una violenta represión por parte de las fuerzas
romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el campamento
temporal levantado por los soldados en la zona noroeste de la
ciudad, en las inmediaciones de las piscinas de Bezatá. ¿Qué podían
hacer entonces?
Durante horas, los miembros del Sanedrín discutieron sobre la
fórmula ideal para capturar a Jesús. Pero al final, no llegaron a
un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos de
«expertos» -especialmente escribas1 y fariseos- que siguieran los
pasos del Galileo y trataran de confundirle y ridiculizarle en
público, diezmando así su prestigio e influencia entre las gentes
sencillas.
Siguiendo esta consigna, hacia las dos de la tarde, uno de
estos grupos se abrió paso hasta el lugar donde Jesús había seguido
su plática. Y con su característico estilo -soberbio y autontario-
le preguntaron al Maestro:
-¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado
semejante autoridad?
Ellos sabían que el Nazareno no había pasado por las
obligadas escuelas rabínicas y que, por tanto, sus enseñanzas y el
propio título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos,
desde la más estricta pureza legal y jurídica.
Pero Jesús -con aquella brillantez de reflejos que le
caracterizaba- les respondió con otra
interrogante:
-También me gustaría a mí haceros otra pregunta. Si me
contestáis, yo os diré igualmente con qué autoridad hago estos
trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Consiguió
Juan esta autoridad del cielo o de los hombres?
Los escribas y fariseos formaron un corro entre ellos y
comenzaron a deliberar en voz baja, mientras Jesús y la multitud
esperaban en silencio.
Habían pretendido acorralar al Galileo y ahora eran ellos los
que se veían en una embarazosa situación. Por fin, volviéndose
hacia Jesús, replicaron:
-Respecto al bautismo de Juan, no podemos contestar. No
sabemos…
La razón de aquella negativa estaba bien clara. Si afirmaban
que «del cielo», Jesús podía responderles: «¿Por qué no le
creísteis entonces?» Además, en este caso, el Maestro podía haber
añadido que su autoridad procedía de Juan. Si, por el contrario,
los escribas respondían que «de los hombres», aquella muchedumbre
-que había considerado a Juan como un profeta- podía echarse encima
de los sacerdotes…
La estrategia de Cristo, una vez más, había sido brillante y
rotunda. Y el rabí, mirándoles fijamente, añadió:
-Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas…
Los hebreos estallaron en ruidosas carcajadas, ante la impotencia
de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de
vergüenza.
Jesús dirigió entonces su mirada hacia los que habían tratado
de perderle y les dijo:
-Puesto que estáis en duda sobre la misión de Juan y en
enemistad con la enseñanza y hechos del Hijo del Hombre, prestad
atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y respetado
terrateniente -comenzó el Galileo su relato- tenía dos hijos.
Deseando que le ayudaran en la dirección de sus tierras, acudió a
uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy en mi viña.» Y
este hijo, sin pensar, contestó a su padre: «No voy a ir.» Pero
luego se arrepintió y fue. Cuando el padre encontró al segundo le
dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña.» Y este hijo, hipócrita y
desleal, le dijo: «Sí, padre, ya voy.» Pero, cuando hubo marchado
su padre, no fue. Dejadme preguntaros: ¿cuál de estos hijos hizo
realmente la voluntad de su padre?
La gente, como un solo hombre, contestó:
-El primer hijo.
Jesús replicó entonces mirando a los
sacerdotes:
-Pues así, yo declaro que los taberneros y prostitutas,
aunque parezcan rehusar la llamada del arrepentimiento, verán el
error de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que
vosotros, que hacéis grandes pretensiones de servir al Padre del
Cielo pero que rechazáis los trabajos del Padre. No fuisteis
vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los
taberneros y pecadores. Tampoco creéis en mis enseñanzas, pero la
gente sencilla escucha mis palabras a gusto.
Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas
y fariseos a dar media vuelta, entrando en el santuario. Y el
Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la
multitud.
Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes
había llegado a tal paroxismo que poco faltó para que los levitas
rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su captura.
Pero la entrada en juego de los saduceos1 -que
constituían mayoría en el Sanedrín retrasó nuevamente los planes de
los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado
pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e
«intermediarios» y, por primera vez, apoyaron los planes de los
fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría
absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de
Galilea.
Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola
-la del rico propietario que llegó a enviar a su propio hijo para
convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le
entregaran su renta- preguntando a los asistentes qué debería hacer
el dueño de la viña con aquellos malvados
arrendatarios.
-Destruir a esos hombres miserables -contestó la multitud- y
arrendar su viñedo a otros granjeros honestos que le den sus frutos
en cada estación.
Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la
parábola de Jesús y expresaron en voz alta:
-¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas
cosas!
Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron
hasta el lugar donde predicaba Jesús. El Maestro, al verlos, les
dijo:
-Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los
profetas y sabéis bien que estáis decididos a rechazar al Hijo del
Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo más
intensa y añadió-: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra
que los constructores rechazaron y que, cuando la gente la
descubrió, hicieron de ella la piedra angular?… Una vez más os
aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será
llevado lejos de vosotros y entregado a otra gente, deseosa de
recibir buenas nuevas y llevar adelante los frutos del espíritu. Yo
os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre
ella, aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien
caiga dicha piedra angular, será molido hasta quedar hecho polvo y
sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro
vientos.
En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron
replicar. Y el Maestro prosiguió sus enseñanzas, refiriendo una
tercera parábola: la del festín de bodas.
Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a
despedir a la multitud. En ese instante, uno de los creyentes alzó
su voz e interrogó al rabí:
-Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos
darás por el que sepamos que tú eres el Hijo de
Dios?
Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus
oídos y, cuando consideraban que el impostor había caído en su
propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su dedo
índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó:
-Destruid este templo y en tres días lo
levantaré.
Jesús dio por terminada su plática y descendió por las
escalinatas, invitando a los discípulos a que le
siguieran.
La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de
comentarios. Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían
comprendido el verdadero significado de aquella última y lapidaria
frase de Cristo.
-¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción
-se decían unos a otros- y aún dice que lo destruirá y levantará en
tres días?
Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del
rabí. Sólo después -mucho después de su resurrección- se hizo la
luz en sus corazones.
Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de
Jerusalén, rumbo a Betania.
Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los
Olivos, haciendo así más corto el camino hacia la aldea de Lázaro,
Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que, a partir
del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento
en las cercanías de la ciudad santa.
Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de
instalar su lugar habitual de reposo
-hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén.
Pero, ¿por qué? ¿Qué nos reservaba el destino en aquellos dos días
-martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en lo que a las
actividades del Maestro se refiere?
La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en
nuestro programa de trabajo, ya que los textos evangélicos
canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-, iba a
precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para
el atardecer del martes, 4 de abril.
Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho
martes, y a la vista de lo que aconteció, empecé a comprender por
qué el rabí de Galilea había dado aquella orden…
Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve
oportunidad de comprobar cómo la casi totalidad de los doce hombres
de confianza de Jesús no había entendido el mensaje ni las
intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus
silencios reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción
de su Maestro a lo largo de esa mañana del lunes, arruinando el
sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del templo,
les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de
instaurar un «reino terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar
la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes judíos de sus
enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos
hombres presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el
permanente contacto con la tensa realidad de aquellos días y las
repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo final
les hacía intuir una catástrofe.
Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se
dirigieron a sus respectivos lugares de descanso, aunque -según
comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que lograron
conciliar el sueño.
Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras
despedirme temporalmente de Lázaro y su familia, abordé la «cuna»,
iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración.
Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido
hombre alguno.
La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete
por su cara oriental. Yo había advertido ya a Eliseo de mi
inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de planes
por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una
antorcha, a fin de caminar con mayor seguridad por la trocha que
discurría entre los olivares. Pero un elemental sentido de la
prudencia me hizo desistir.
El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi
manto llegaba nítidamente hasta la «cuna». Eso me tranquilizó. Mi
objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del
monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una
vez localizado el calvero pedregoso donde se hallaba posado el
módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la «conexión
auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo
había procurado quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de
un acebuche -justamente en la cumbre del Olivete- el pequeño lienzo
blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de
los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca
derecha.
Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi
parte, no llegué a cruzarme con un solo caminante. Al distinguir la
tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras
retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome
entre la maleza en dirección norte. A mi izquierda, en la lejanía,
se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de Jerusalén.
Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de
nubes, facilitando considerablemente mi aproximación a la nave. A
los pocos minutos me asomaba al calvero, localizando el suave
promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el
módulo. Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis
pasos, corrigiendo a través de la pantalla de radar algunas de mis
inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona de
seguridad del módulo -a unos 150 pies del «punto de contacto»-, mi
compañero me anunció que procedía a la desconexión parcial del
apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles los pies
de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en
la nave.
De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las
rocas, aparecieron cuatro largos tubos, apuntando como fantasmas
azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y con un
suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la
escalerilla de aluminio. Sin pérdida de tiempo me introduje entre
el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del
módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos
momentos, ascendiendo por una escalerilla que, aparentemente, no
conducía a ninguna parte, y desapareciendo progresivamente -primero
la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco,
vientre, piernas, etc.-, el susto hubiera sido considerable,
creyendo quizá que había presenciado una visión
divina…
Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y
emotivo.
Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren
de sustentación y, tras verificar que todo seguía en calma en torno
a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución de la segunda
fase de la operación.
Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y
5 minutos. Eso significaba que disponía de unas nueve horas antes
de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según Caballo de
Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4
de abril.
Después de asearme y cambiar mis ropas -no así el calzado-,
Eliseo me hizo entrega de lo que, familiarmente, conocíamos como la
«vara de Moisés»: el único instrumental autorizado fuera de la
«cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente
exploración; en especial a partir del prendimiento del Nazareno en
la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente, en un «viaje» de
aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto
-al menos para las horas de máxima tensión- la filmación de los
principales sucesos: noche del llamado Jueves Santo, Viernes y
Domingo de Resurrección.
Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía
especial interés en el exhaustivo seguimiento -minuto a minuto- de
las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus horas en
la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente:
por un lado, mi propio testimonio personal y, de otro, sin duda más
importante, a través de un sofisticado equipo técnico, capaz de
filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo
tiempo.
Como es natural, estas delicadas operaciones no podían
efectuarse abiertamente. Ello habría ido en contra de los
principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo
hubiera cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos
de «rastreo» de las constantes vitales de Jesús de Nazaret. Y como,
naturalmente, tampoco era posible la implantación de cables o
dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que
nos permitieran un control de sus funciones orgánicas, ritmos
arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y fabricó un
complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la
«vara de Moisés».
Este ingenio -que iré detallando de una forma progresiva-
consistía en un simple cayado de madera de pinsapo de 1,80 metros
de longitud por tres centímetros de diámetro, con el
correspondiente remate superior, en forma de arco1. Para un
observador cualquiera, ajeno a nuestras intenciones, no debería
presentar mayor interés que el de cualquier vara común y corriente,
como las utilizadas habitualmente por los caminantes y
peregrinos.
En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un
delicadísimo equipo. A 1,60 metros rotando siempre desde la base
del bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación simultánea,
con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera
rodarse a un mismo tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de
nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación de 15 milímetros
de diámetro cada una- habían sido disimuladas mediante un «anillo»
de tres centímetros de anchura, formado por un cristal
semirreflectante, de forma que sólo permitía la visión de dentro
hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada
por nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda
de pintura negra sobre la blanca madera, había sido reforzada y
adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban
firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados,
de acuerdo con las antiquísimas técnicas de la industria
metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de la Arabá,
al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto
marítimo de Salomón en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos
problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al pie de la letra
las normas de la Misná o tradición oral
judaica que, en su Orden Sexto -dedicado a las prescripciones sobre
purezas e impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible
de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno
de estos clavos, de un color verdoso más intenso que el resto, y
ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser pulsado
manualmente, iniciándose así -de manera automática- la filmación
simultánea. Bastaba una nueva presión para que el «clavo» volviera
a su posición inicial, interrumpiéndose la
grabación.
También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya
prescindió de los objetivos comúnmente utilizados en las cámaras de
filmación, ajustando en las «bocas» de cine un sistema
revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la
actual técnica lotográfíca. Dada la extrema miniaturización de los
sistemas, resultaba muy difícil el cambio de objetivos en las
cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos.
Mediante una técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio
fueron reemplazadas por lo que podríamos denominar «lentes
gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio
de objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de
aproximación, etc.2.
1 La gran diferencia entre los escribas y el resto del
sacerdocio -fariseos, levitas, jefes del templo, etc.- se basaba en
el saber. Los escribas venían a ser los depositarios de la ciencia
y de la iniciación. Para llegar a formar parte de las llamadas
«corporaciones de escribas», el aspirante se veía obligado a cursar
numerosos estudios que empezaban en sus años de juventud. Cuando el
talmîd o alumno había llegado a dominar la
materia tradicional y el me todo de la halaja (determinadas secciones de la literatura
rabínica de argumento legal), hasta el punto de ser considerado
como persona capacitada para tomar decisiones personales en las
cuestiones de legislación religiosa y de derecho penal, entonces, y
sólo entonces, era designado como «doctor no ordenado» o talmîd hakam. Después, cuando había llegado a los
cuarenta años -edad canónica para la ordenación- el aspirante a
escriba podía entrar en la «corporación» como miembro de pleno
derecho o «hakam». Desde ese momento, el nuevo escriba estaba
autorizado a zanjar por si mismo las cuestiones de legislación
religiosa o ritual, a ser juez en los procesos criminales y a tomar
decisiones en los juicios de carácter civil, bien como miembro de
una corte de justicia o bien individualmente. Tenía derecho a ser
llamado «rabí». Sus decisiones tenían el poder de «atar» y
«desatar» para siempre a los judíos del mundo entero. Nicodemo, por
ejemplo, amigo de Jesús, era uno de estos prestigiosos escribas, a
cuyo paso debían levantarse todos los hijos de Israel, excepción
hecha de determinadas profesiones artesanales. Pero lo que más
poder e influencia les proporcionó entre sus paisanos fue el hecho
de ser portadores de la «ciencia secreta»: la tradición esotérica.
Uno de sus textos decía: «No se deben explicar públicamente las
leyes sobre el incesto delante de tres oyentes, ni la historia de
la creación del mundo delante de dos, ni la visión del carro de
fuego delante de uno solo, a no ser que éste sea prudente y de buen
sentido. A quien considere cuatro cosas, más le valiera no haber
venido al mundo, a saber: (en primer lugar) lo que está arriba. (en
segundo lugar) lo que está abajo, (en tercer lugar) lo que era
antes, (en cuarto lugar) lo que será después». (Escrito rabínico
Hagiga II, 1 y 7.) Es fácil comprender la
audacia de Jesús cuando, en muchas de sus predicaciones públicas,
arremetió contra los escribas, acusándoles de haber tomado para si
las llaves de la ciencia, cerrando a los hombres el acceso al reino
de Dios. Aquello fue mortal. Los escribas jamás le perdonarían
semejante ridiculización. (N. del
m.)
1 En aquellos tiempos, el Sanedrín se hallaba básicamente
dividido en dos grandes grupos: los fariseos y
saduceos.
Estos últimos formaban un partido organizado, integrado
fundamentalmente por la nobleza laica y sacerdotal, por los
«ancianos» o notables del pueblo y por los sacerdotes-jefes. (El
sumo sacerdote en funciones en aquellos días, José, apodado Caifás,
era saduceo.) Su «teología» era distinta a la de los fariseos. Se
atenía estrictamente al texto de la Torá, en especial en lo que se
refería a las prescripciones relativas al culto y al sacerdocio. Su
oposición a los fariseos y a su halaká o tradición oral era total y
hasta enconada. Disponían, además, de su propio código penal, de
una extrema severidad. Por supuesto, hubo muchos escribas que
«practicaban» la doctrina saducea. (N. del m.)
1 El remate del cayado O «vara de Moisés» -en forma de asa
curvada- había sido estudiado meticulosamente por el proyecto
Caballo de Troya, en base a una de mis misiones, en la que tenía
que desempeñar el papel de «augur» o «adivino». Estos «astrólogos»
se distinguían precisamente por su lituus:
una pequeña. vara con la parte superior «enroscada» o doblada, en
forma de asa curvada o menguada espiral, tal y como habíamos
observado en un famoso bajorrelieve existente en el museo de
Florencia, en Italia.
El hecho de haber elegido precisamente la madera de pinsapo
para la fabricación de la «vara de Moisés» tuvo una justificación
puramente sentimental: de esta madera -reza la leyenda- se
construyó precisamente el «caballo de Troya» que el ejército heleno
situó frente a las puertas de Troya. (N. del m.)
2 Aunque intentaré no extenderme en la legión de factores
técnicos que formaban el novísimo sistema de las «lentes gaseosas»,
sí quiero ofrecer algunas de sus características más generales,
consciente de que quizá pueda servir de «pista» a los
investigadores y profesionales del mundo de la fotografía ya que,
como temo, este magnífico procedimiento no será dado a conocer al
mundo de forma inmediata. La clave o fundamento se encuentra en el
fenómeno de refracción de la luz. Todo el mundo sabe que, cuando un
rayo de luz pasa de un medio transparente a otro de distinta
naturaleza o densidad sufre un cambio de dirección. Toda la teoría
óptica geométrica tiende al análisis de estos cambios en el caso de
«dióptricos» y lentes o distintos tipos de superficies reflectantes
o espejos. En otras palabras: los técnicos consiguen integrar la
imagen visual de un objeto luminoso cualquiera, refractando los
rayos de luz por medio de un objeto de perfil estudiado
cuidadosamente y composición química definida, al que llaman
«lente», aunque de estructura rígida. Sin embargo, el fenómeno de
refracción se provoca también en un medio elástico, como es el caso
de un gas. Las «lentes gaseosas» parten, en suma, de este
principio, que recuerda en parte al mecanismo fisiológico del ojo,
en el que la «lente» -el cristalino- no es rígida, sino elástica.
Pues bien, nuestras cámaras sustituyeron estos medios -rígido
(vidrio) o semielástico (gelatina)- por un medio gaseoso de
refringencia variable.
Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar
de suma utilidad. A lo largo de los intensos y dramáticos jueves y
viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a teleobjetivo,
por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia,
especialmente durante las horas que duró la crucifixión. Aunque
prefiero referirme a ello más adelante, el proceso de filmación se
hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica:
la emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés»,
aunque en un mecanismo alojado en la zona superior del cayado, a
1,70 metros de la base.
Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como
otro de ultrasonidos, eran sostenidos por el ya mencionado
microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la base de
la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de
control automático de la filmación, acumulación de película (capaz
para 150 horas de filmación), regulación de las emisiones,
recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación
infrarroja, «traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de
los generadores de ultrafrecuencia, etc., su memoria de
titanio1 le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta
los movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las
cuatro cámaras gaseosas de cine, corrigiéndolos y consiguiendo una
perfecta estabilidad óptica.
Comentemos otro ejemplo: en un recipiente lleno de aire,
calentado por su parte inferior y refrigerado por la superior, las
capas inferiores serán menos densas que las superiores. En este
caso, y debido a la dilatación térmica del gas, un rayo de luz
sufrirá sucesivas refracciones, curvándose hacia arriba. Si
invertimos el proceso, el rayo se curvará hacia abajo. Caballo de
Troya, en base a estos principios, consiguió un control de
temperaturas muy exacto en los diversos puntos de una masa sólida,
líquida, gaseosa o de transición. Ello se logró emitiendo dos haces
de ondas ultracortas, que vaciaron el gradiente de temperatura en
un punto concreto «P» de una masa de gas; es decir, se obtuvo el
calentamiento de un pequeño entorno de gas en esa zona. Por este
procedimiento se pudo caldear, por ejemplo, la totalidad de un
recipiente, dejando en el interior una masa de gas frío que adopta
una forma lenticular y que, a su vez, puede ser alterada,
lográndose un cambio en su espesor y forma óptica. La luz que
atraviesa esa masa previamente «trabajada» de gas frío seguirá
direcciones definidas, de acuerdo con las leyes ópticas
universales. Esta fue la clave para sustituir definitivamente las
lentes tradicionales de vidrio por las de naturaleza gaseosa. Estas
lentes revolucionarias son creadas en el interior de un cilindro
transparente de paredes muy delgadas, lleno de gas nitrógeno. Una
serie de radiadores de ultrafrecuencia (en número de 1200),
distribuidos periférica-mente, calientan a voluntad y a distintas
temperaturas los diversos puntos de la masa gaseosa, consiguiéndose
así desde un simple menisco lenticular de luminosidad f:32 hasta un
complejo sistema equivalente, por ejemplo, a un teleobjetivo o un
gran angular de 180 grados. Estas «cámaras» no disponen de
diafragma, puesto que la luminosidad de la «óptica» varía a
voluntad. El film, de selenio, cargado electrostáticamente, fija en
él una imagen eléctrica que sustituye a la imagen química. Esta
película está formada por cinco láminas superpuestas transparentes,
cuya sensitometría está calculada para fijar otras tantas imágenes
de distintas longitudes de onda. Además de una segunda cámara de
gas xenón para un nuevo y complicado tratamiento óptico de las
imágenes (creando instantáneamente una especie de prisma de
reflexión), nuestras cámaras de lentes gaseosas son alimentadas por
un minúsculo computador nuclear, que constituye el «cerebro» del
aparato. Este microordenador, provisto también de memoria de
titanio, rige el funcionamiento de todas sus partes, programando
los diversos tipos de sistemas ópticos en el cilindro de gas y
teniendo en cuenta todos los factores físicos que intervienen:
intensidad y brillo de la imagen, distancias focales, distancia del
objeto para su correspondiente enfoque, profundidad del campo,
filtraje cromático, ángulo del campo visual, etc. (N. del
m.)
1 Es posible que muchas personas se pregunten cómo puede
lograrse un microcomputador nuclear de dimensiones tan reducidas
como para situarlo en el interior de una vara de pinsapo de treinta
milímetros de diámetro. Aunque no estoy autorizado a describirlos
íntegramente, trataré de esbozar algunas de sus características
esenciales. En general, los dispositivos amplificadores de voltaje
o de intensidad de los ordenadores actuales están basados en las
propiedades de la emisión catódica en el vacío, controlada por un
electrón auxiliar o en las características del estado sólido, como
en el caso de los diodos y transistores de germanio y silicio. Pero
dichos circuitos no amplifican la energía. Es más: la potencia de
salida es siempre menor que la de entrada (rendimiento menor que la
unidad). Tan sólo amplifican la tensión a costa de energía generada
en una fuente energética auxiliar: pila o rectificador de corriente
alterna. Por el contrario, los elementos de los ordenadores de
Caballo de Troya (amplificadores nucleicos) tienen unas
características distintas. En primer lugar, la base no es
electrónica -tampoco de vacío o de estado sólido (cristal)- sino
nucleica. Una débil energía de entrada (neutrones o protones
unitarios incidiendo sobre unos pocos átomos) provocan, por fisión
del núcleo, una gran energía. El rendimiento, por tanto, es mucho
mayor que la unidad. A la salida del amplificador elemental
obtenemos esta energía en forma no eléctrica sino térmica, aunque
en un proceso posterior, este calor se transforme en energía
eléctrica. Y siendo la base de estos elementos puramente atómica -y
entrando en juego, no trillones de átomos, sino unas pocas
unidades-el grado de miniaturización es extraordinario,
consiguiendo almacenar complejísimos circuitos en volúmenes
reducidísimos. (N. del
m.)
Aquel breve período en el módulo, además
de permitirme un corto pero profundo descanso y un aseo completo,
había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente
añorado en aquellos cinco primeros días de exploración: poder
desayunar «a la antigua usanza» (aunque en este caso tan especial
quizá habría que decir «a la futura usanza»…), tal y como tenía por
costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida
de mi compañero, yo mismo preparé los huevos revueltos, el bacon,
las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de café
humeante.
Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable
«compañero» -la «vara de Moisés»-, guardando en la bolsa de hule un
diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos
esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo
de Tesalónica. Todo ello, como iremos viendo, de suma importancia
para el desarrollo de mi misión.
Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda
que había tomado la noche anterior para mi regreso a la «cuna», una
creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué me depararía el
destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas
si se habla en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de
Nazaret durante las horas que precedieron a su
prendimiento?
Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.
Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce
de Jerusalén a Jericó, y que atravesaba Betania, un espeso matorral
me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de juncias -de
la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo
sabía que las hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos
de estas olorosas flores, extrayendo también de sus pequeños
tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de
refrescante licor, de un sabor muy similar a la
horchata.
Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y
proseguí la marcha.
Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del
grano me puso sobre aviso: los habitantes de Betania hacía tiempo
que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el Maestro de
Galilea -consumado madrugador- habría iniciado ya su jornada. No
tenía tiempo que perder.
Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con
vivas muestras de alegría, ofreciéndome el tradicional beso en la
mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa y feliz que
el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite
cuando, inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias.
Sus profundos ojos negros se clavaron en los míos. Y al instante,
en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo,
refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio
central. María y Lázaro no pudieron contener las
risas.
Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué
de inmediato a Lázaro sobre el paradero del Maestro. Aquel interés
mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y atendiendo mi
ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el
leproso».
Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana
cuando, tras cruzar el jardín, me reincorporé al grupo de
discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas
donde yo había sostenido mi primera conversación con el
Maestro.
Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión,
observando que, además de los doce hombres de confianza, asistían
una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al principio
de su ministerio-, así como veinte o veinticinco discípulos, todos
ellos muy amigos del Galileo, amén del propietario de la casa: el
anciano Simón.
Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí
que aquella reunión encerraba un sentido muy especial. No me
equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue
diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo
de cobre, activando la filmación simultánea. Nadie se percató de la
maniobra. Sin embargo, y así creo que debo registrarlo en honor a
la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante
-que se hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres-
giró súbitamente la cabeza, fijando primero su mirada en mí y, acto
seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano derecha. Una oleada
de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión
de segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo
que correspondí, aunque no estoy muy seguro… Por un momento creí
que todo se venía abajo.
Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de
los movimientos del Maestro, asociaron aquella mirada y la
inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más
trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía
demostrando un abierto y sincero interés por la doctrina del
rabí.
Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando
a cada uno de ellos unas cálidas palabras de
despedida.
Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del
grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los
hombros del hermano de Pedro, diciéndole:
-No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de
llegar. Mantén tu mano fuerte entre tus hermanos y cuida de que no
te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las
armas de metal. Fundamenta tu persona en los cimientos espirituales
de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente
asocié las palabras de Jesús con aquellas otras, vertidas por el
evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la confesión
de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma
textualmente:
«…Bienaventurado tú, Simón Bar Jona…, y yo te digo a ti que
tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi
Iglesia…»
Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación
para la operación Caballo de Troya, había detectado un dato
-repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta
confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados
con su nacimiento y vida pública sólo eran recogidos por uno de los
evangelistas, mientras que los otros tres no se daban por
enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que
sostiene la creencia entre los católicos de que Jesús de Nazaret
quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y desde el
primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una
afirmación tan decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente
registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que el Maestro de Galilea
no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia?
¿Pudo ser esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una
deficiente información por parte del evangelista? ¿O me encontraba
ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo, cuando
las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de
unas estructuras colegiales y burocráticas que exigían la
justificación -al más «alto nivel»- de su propia
existencia?
Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en
la tarde y noche de ese mismo martes, 4 de abril, confirmarían mis
sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los apóstoles, de
muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y
aunque nunca negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber
pronunciado esas palabras sobre Pedro y su Iglesia, al escuchar
aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de
Simón, «el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte
de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras -y en un
movimiento reflejo que le traicionó- trató de ocultar con su ropón
la empuñadura de la espada que escondía entre la túnica y la faja.
Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente
a Santiago, diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme
en tu fe y pronto conocerás la realidad de lo que
crees.
Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura
afirmó:
-No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo
parezca desvanecerse. Sé fiel a tu misión de embajador del
reino.
Al imperturbable Felipe -el hombre «práctico» del grupo- le
despidió con estas palabras:
-No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a
producir. Permanece tranquilo, aun cuando no puedas ver el camino.
Sé leal a tu voto de consagración.
A Mateo, seguidamente, le habló así:
-No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas
que nadie te estafe en tu recompensa eterna. Así como has resistido
tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea permanecer
resuelto.
En cuanto a Tomás, su despedida fue así:
-No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar
sobre la fe y no sobre la vista. No dudes que yo puedo terminar el
trabajo que he comenzado.
Aquellas palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron
especialmente proféticas.
-No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste -les
dijo a los gemelos-. Sed fieles a los afectos de vuestros corazones
y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud
cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros
hermanos.
Después, llegando frente a Simón Zelotes -el discípulo más
politizado-, prosiguió:
-Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu
espíritu se levantará sobre todos los que vayan contra ti. Lo que
no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las
verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por
las sombras irreales y materiales.
El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus
manos entre las suyas, diciéndole:
-Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y
recuerda que yo he creído en ti…
Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al
tiempo que exclamaba con un hilo de voz:
-Pero, Señor, ¿es que te marchas?
A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que
todos se habían formulado aquella misma pregunta. Sin embargo, sus
ánimos estaban tan maltrechos y confusos que ninguno, excepto el
sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz
alta.
Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas
Iscariote. Desde el primer momento, la compleja y atormentada
personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial.
En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y
puedo adelantar ya que las motivaciones que le empujaron a
traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los Evangelios-
las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los
demás y la vanagloria personal estaban muy por encima de la
avaricia…
-Judas -le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que
ames a tus hermanos. No te sientas cansado de hacer el bien. Te
aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos caminos de la
adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del
traidor.
Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una
cierta sombra de tristeza en su rostro, tomó a Lázaro por el brazo
y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después de su
muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo,
Marta me confesaría cuál había sido el tema de aquella conversación
privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después
de ordenar a los discípulos que dispusieran aquella misma mañana el
campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés, Juan y Santiago que
se adelantaran con él a Jerusalén.
Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido
grupo de discípulos seguí los pasos de aquellos cinco
hombres.
Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma
física, cubrió la empinada vertiente oriental del Monte de los
Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin, alcanzamos la
cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se
alejaban ya, colina abajo, en dirección al torrente seco del
Cedrón.
Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener
excesiva prisa por entrar en la ciudad santa. Y se detuvo en la
citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que se
apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos
procedentes de Galilea, así como por comerciantes de lanas y
vendedores de animales para los sacrificios
rituales.
Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias
conocían de antiguo al Galileo y le rogaron que se sentara junto a
ellos.
El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y
mostrándose encantado cuando una de las hebreas le presentó un
cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al
instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que
había tomado asiento el rabí una bandeja de madera con un puñado de
dátiles y una especie de torta de color blancoamarillento y que,
según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan
de higos»1.
Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las
numerosas moscas que trataban de posarse en la leche y, tomando el
recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo lenta y
placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones,
realizó otras dos visitas.
Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo
prosiguió su camino hacia Jerusalén.
Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios
días enzarzados en una polémica sobre las enseñanzas de su Maestro
en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir de
dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus
enseñanzas sobre la redención del pecado. Santiago afirma que tú
enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes de que se lo
pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir
por delante del perdón. ¿Quién de los dos está en lo
cierto?
Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la
muralla oriental del templo y, mirando intensamente a los cuatro,
respondió:
-Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no
comprendéis la naturaleza de las íntimas y amantes relaciones entre
la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No alcanzáis a
conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para
con sus hijos inmaduros y a veces equivocados.
»Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante
se ponga alguna vez a perdonar a un hijo normal. Relaciones de
comprensión, asociadas con el amor impiden, efectivamente, esas
desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento
por el hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el
padre disfruta de prioridad y superioridad de comprensión en todos
los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver la
inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia
más madura del viejo.
»Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee
una infinita y divina simpatía y comprensión amorosa. El perdón
divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la
infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo
lo concerniente a los juicios erróneos y elecciones equivocadas del
hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que incluye,
inevitablemente, el perdón comprensivo.
»Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus
semejantes, los amará. Y cuando ames a tu hermano, ya le habrás
perdonado. Esta capacidad para comprender la naturaleza del hombre
y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en
verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma
en que améis y comprendáis a vuestros hijos; incluso les
perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya
separado.
»El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre
la profunda relación padre-hijo, sentirá frecuentemente una
sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero
padre nunca estará consciente de esta separación.
»EI pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura;
no es parte de la conciencia de Dios.
»Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros
semejantes es la medida de vuestra inmadurez y la razón de los
fracasos a la hora de alcanzar el amor.
»Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción
directa a vuestra ignorancia sobre la naturaleza interna y los
verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el
resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en
la comprensión, se nutre en el servicio generoso y se perfecciona
en la sabiduría.
Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente,
Santiago y Juan sí comprendieron parte de las explicaciones del
Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro, rascándose
nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo,
sumido en un sinfín de cavilaciones.
1 En una posterior conexión con Eliseo, nuestro ordenador
central confirmó que los higos, juntamente con los dátiles,
proporcionaban al pueblo judío el mayor índice de azúcar.
Generalmente se ponían a secar, siendo almacenados en forma de
tortas Este «pan de higos» se utilizaba, incluso, como fármaco para
sanar úlceras. Santa Claus amplió mi información, exponiendo que
aquella torta de higos que había sido ofrecida a Jesús podía estar
formada por la variedad llamada «higo del sicómoro», muy frecuente
en la Palestina del siglo I. Este alimento, de bajísima calidad,
sufría una punción cuando todavía se hallaba en el árbol, logrando
así una más rápida maduración. (N. del
m.)
Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos
cruzaron bajo la llamada Puerta Oriental, en la muralla este del
templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los
Gentiles, lugar habitual de sus discursos y
enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos
propios de la Pascua habían vuelto a instalar sus mesas y
tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo aparecía
tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto
de desaprobación cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al
reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte, se dio perfecta
cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros.
Pero, tal y como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó
mayor atención. Aquella postura por parte del Maestro confirmó mi
convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior se
había debido fundamentalmente a una situación
límite.
Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los
peregrinos que iban engrosando día a día la población de la ciudad
santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del rabí
de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la
vista de los graves acontecimientos registrados en la mañana del
lunes en la explanada del templo y expectante por la actuación que
pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el
resto del gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión
de prender y ajusticiar a Jesús. Pero, ¿se atreverían a hacerlo en
público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y
fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba
al corriente de estas intrigas y de la oscura amenaza que se cernía
sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en secreto el
valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo,
mostrándose y avanzando serena y majestuosamente entre los levitas
o policías del templo y, sobre todo, a la vista de los
sacerdotes.
Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús
comenzó sus palabras. Pero, apenas si había empezado cuando, un
grupo de alumnos de las escuelas de escribas, destacándose entre el
gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:
-Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y
sabemos que proclamas los caminos de la verdad y que sólo sirves a
Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos también que no te
importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y
quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es
justo para nosotros dar tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos
dar?
En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo -que
profesaba desde hacía tiempo la doctrina de Jesús- hizo un
comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente
interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión
del Sanedrín del día anterior. Los fariseos, escribas y saduceos,
en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar grupos
«especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar
públicamente al Galileo.
Aquel típico silencio -propio de los momentos de gran
tensión- fue roto por el Nazareno quien, en un tono irónico -como
si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos
muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de
los «herodianos»1
les preguntó a su
vez:
-¿Por qué venís así, a provocarme?
Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los
estudiantes, les ordenó con voz firme:
-Mostradme la moneda del tributo y os
contestaré.
El portavoz de los alumnos le entregó un denario de
plata2 y el Maestro, después de mirar ambas caras,
repuso:
-¿Qué imagen e inscripción lleva esta
moneda?
Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando
por sentado que el rabí conocía perfectamente la
respuesta:
-La del César.
-Entonces -contestó Jesús, devolviéndoles la moneda-, dad al
César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios y a mí, lo que
es mío…
La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de
Jesús, prorrumpió en aplausos, mientras los aspirantes a escribas y
sus cómplices, los «herodianos», se retiraban
avergonzados.
Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario,
extraje de mi bolsa una moneda similar y la examiné detenidamente.
En una de sus caras se apreciaba la imagen del César, sentado de
perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente
inscripción: Pontif Maxim. En la otra cara
la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su
alrededor: Ave Augustus Ti Caesar
Divi1.
Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada.
Todo el mundo sabía que el denario era el máximo tributo que la
nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como señal de
sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los
miembros del Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el
procurador romano, acusando a Jesús de sedición. Si, por el
contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del
Imperio, la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su
orgullo patriótico, excepción hecha de los saduceos, que pagaban el
tributo con gusto.
Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos
después de este incidente, y siguiendo la estrategia programada por
el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba proseguir con sus
enseñanzas- tendiéndole una segunda trampa:
-Maestro -le dijo el portavoz del grupo-, Moisés dijo que si
un hombre casado muriese sin dejar hijos, su hermano debería tomar
a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto. Entonces
ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin
descendencia. Su siguiente hermano tomó a su esposa, pero también
murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo hizo el segundo hermano,
muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos
tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces,
después de todos ellos, la propia esposa falleció. Lo que te
queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién
será la esposa?
Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los
discípulos de Jesús movieron negativamente la cabeza, en señal de
desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías sobre este
particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo.
Amén de que aquel caso tan concreto era muy difícil de que se
produjera en realidad, sólo algunas comunidades de fariseos -los
más puristas- seguían considerando y practicando el llamado
matrimonio de levirato2.
El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos
saduceos, accedió a contestar. Y les dijo:
-Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las
Escrituras ni el poder viviente de Dios. Sabéis que los hijos de
este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero no
parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos
venideros a través de la resurrección de los justos, ni se casan ni
son dados en matrimonio. Los que experimentan la resurrección de
entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca
mueren. Estos resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los
hijos de la luz. Incluso vuestro padre, Moisés, comprendió esto.
Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Y así, junto a Moisés, yo
declaro que mi Padre no es el Dios de los muertos, sino de los
vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra
existencia mortal.
Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión,
mientras sus seculares enemigos, los fariseos, llegaban a exclamar
a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has contestado
bien a estos incrédulos.»
Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud,
por la sagacidad y reflejos mentales de aquel gigante. Jesús
conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como válidos
los cinco textos llamados los Libros de
Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su respuesta,
desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los
fariseos que aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron
tampoco la profundidad del mensaje del Nazareno, cuando aludió con
voz rotunda «a los que experimentan la resurrección de entre los
muertos». Los «santos» o «separados» -como se les llamaba
popularmente a los fariseoscreían que, en la resurrección, los
cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus afirmaciones, no
se refirió a este tipo de resurrección…
El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su
predicación y esperó en silencio una nueva pregunta. La verdad es
que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo grupo de
fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno
de ellos, señalando a Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo
al gentío:
-Maestro -le dijo-, soy abogado y me gustaría preguntarte
cuál es, en tu opinión, el mayor mandamiento.
Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión -y elevando
aún más su potente voz-, el gigante repuso:
-No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es
éste: ¡Oye, oh Israel! El Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y
lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente
y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y
el segundo es como este primero. En realidad, sale directamente de
él y es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro
mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los
profetas.
Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la
respuesta de Jesús, se inclinó a alabar abiertamente al
rabí:
-Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito
sea!, es uno y nada más hay tras él. Amarle con todo el corazón,
entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es el
primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran
mandamiento ha de ser tenido mucho más en cuenta que todas las
ofrendas y sacrificios que se queman.
Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y
sentenció, ante el estupor de los fariseos:
-Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de
Dios…
Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto,
aquel fariseo acudió hasta el campamento situado en el huerto de
Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser
bautizado.
Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por
disuadir a los restantes grupos de escribas, saduceos y fariseos,
que comenzaron a retirarse disimuladamente.
Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en
pie y, antes de que los venenosos sacerdotes desaparecieran, les
lanzó esta interrogante:
-Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros
una:
¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es
hijo?
Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados
mientras un murmullo recorría aquella zona de la
explanada.
Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos
y, finalmente, uno de los escribas, señalando uno de los papiros
que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía la Ley,
respondió:
-El Mesías es el hijo de David.
Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía
que existía una agria polémica sobre si él era o no hijo de David
-incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
-Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que
en el salmo que atribuís a David, él mismo, hablando con el
espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi derecha
hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le
llama Señor, ¿cómo puede ser su hijo?
Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos
que no se atrevieron a responder.
1 Aquel grupo era partidario de la dinastía de Herodes y, entre
otras misiones, tenían la de denunciar a la autoridad romana
cualquier movimiento o ataque -incluso verbal- contra el César. (N.
del m.)
2 El denario de plata era una moneda de curso legal en aquel
tiempo. Según Santa Claus, equivalía a algo menos del sueldo de dos
días de un legionario romano. En tiempos de César, el estipendio
anual de un soldado romano (legionario) era de 150 denarios.
Augusto le añadiría un nuevo sobresueldo, alcanzando la cifra de
225 denarios de
plata o 3600 ases. Esta cantidad fue confirmada por Tácito en
tiempos de Tiberio (Ann. 1, 17: denis in diem assibus animan et
corpus aestimari). Los centuriones, por su parte, cobraban 2500
denarios-año y los llamados primi ordines, 5000. (N. del
m.)
1 «Sumo Pontífice» y «¡Salve, Divino Tiberio César Augusto!»,
respectivamente. Las inscripciones aparecían abreviadas. En
realidad deberían decir: Pontifex Maximus y Ave Augustos Tiberius
Caesar Divinus. (N. del m.)
2 El ordenador central del módulo me proporcionó aquella misma
noche una extensa y exhaustiva información sobre este curioso tipo
de matrimonio. La tradición oral hebrea -recogida en la Misná (Orden Tercero), dedicado a las yebamot o cuñadas, y según las leyes contenidas en
el Deuteronomio (25, 5-10)- establecía que,
cuando dos hermanos habitaban uno junto al otro y uno de ellos
muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará con un
extraño: «Su cuñado irá a ella y la tomará por mujer.» El
primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto,
«para que su nombre no desaparezca de Israel». Pero, si el hermano
se negase a tomar por mujer a 50 cuñada, subirá ésta a la puerta, a
los ancianos, y les dirá: «Mi cuñado se niega a suscitar en Israel
el nombre de su hermano; no quiere cumplir su obligación de cuñado,
tomándome por mujer.» Los ancianos de la ciudad le harán venir y le
hablarán. Si persiste en la negativa, su cuñada se acercará a él en
presencia de los ancianos, le quitará del pie un zapato y le
escupirá en la cara, diciendo: «Esto se hace con el hombre que no
sostiene a la casa de su hermano.» Y su caía será llamada en Israel
la casa del descalzado. Este matrimonio, que es obligatorio, se
denomina yibbum; es decir, de levirato (de
levir: cuñado). Cuando la cuñada quedaba con sucesión, este
matrimonio estaba prohibido. A partir de la llamada «ceremonia del
zapato», la cuñada quedaba libre para contraer matrimonio con
cualquiera.
Con el paso de los siglos, esta norma fue perdiéndose y en
tiempos de Jesús apenas si era practicada, encerrando, en el mejor
de los casos, un carácter puramente simbólico o de trámite legal.
(N. del m.)
Hacia la hora quinta (las once de la mañana,
aproximadamente), Jesús dio por concluida su estancia en el Templo
y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus
discípulos hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el
propio Pedro- de dirigirse a la casa de José de Arimatea, en la
ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no
alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés
retrocedió y me invitó a compartir con ellos la segunda comida del
día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían cruzado ya entre las
mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia
puerta del muro sur del Templo.
Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto
procedente de la cara más oriental del Santuario nos hizo volver la
mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba siendo
prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico
Corintio. Una patrulla de la policía del Templo (los levitas),
posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres, se
dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en
dirección al Pórtico de Salomón y, más concretamente, hacia la
Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de día»
sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había
hecho presa en sus pies, soportando a duras penas los violentos
movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos entre un enjambre
de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y
varios sacerdotes.
La multitud que se hallaba entre los puestos de los
vendedores corrió al instante hacía la patrulla, lanzando gritos de
«¡adúltera!… adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y
hasta festejado por la turba.
Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con
expresión grave, lamentó aquella sombría coincidencia, resumiendo
el lamentable espectáculo con la siguiente frase:
-Son las «aguas amargas».
Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los
textos bíblicos Números Números
31)1, Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer
sospechosa de adulterio. Cuando el marido creía que su esposa le
era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a
confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía
que pasar por la prueba (una especie de «juicio de Dios») de las
«aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje especial
-compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y
la tinta con la que escribía el ritual de las maldiciones,
previamente diluida en agua- y, entre ceremonias religiosas, daba a
beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que,
si la mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba
sus entrañas, matándola. Por el contrario, si era inocente, las
«aguas amargas» no alteraban su organismo1.
Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que
desear en cuanto a su posible objetividad. Pero, a decir verdad, lo
que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella pócima. ¿Qué
podía contener?
Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me
acompañara. Quería presenciar la ejecución de la sentencia y, si
fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta utilizada para
la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias
mi aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en
concederme unos minutos.
Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental,
abriéndonos paso entre el gentío que rodeaba ya a la patrulla.
Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de
unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre
sujeta por los policías del Templo, permanecía en pie, sollozando.
Había sido vestida con una túnica negra y despojada de todos sus
adornos.
Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un
proceso que se había iniciado en la mañana del pasado lunes. (Los
jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían precisamente los
lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos
pendientes.) Este caso de supuesto adulterio había sido llevado por
el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no
rebasaría los 20 años- había sido conducida aquella mañana del
lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada
y atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho
pecado aporta el vino, mucho la risa, mucho la juventud, mucho los
malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de Dios,
que está escrito con santidad para que no sea borrado con el
agua.»
Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se
había declarado inocente y el Pequeño Sanedrín dictaminó que debía
someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando interrogué a
Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se
hubiera declarado culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué
podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el Tribunal «soy
impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote,
procediéndose entonces a la consumación del libelo de divorcio.
Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la esposa
quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y
a sus hijos, siendo despreciada de por vida. Aquellas leyes
establecían el derecho al divorcio, única y exclusivamente de parte
del hombre2. Esto se prestaba a constantes
abusos, caprichos e injusticias. Si el marido deseaba quedarse con
la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al mismo tiempo,
recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de
infidelidad. Una de dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas
amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con las consecuencias ya
mencionadas.
Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima
sobreviviera a la ingestión de aquel brebaje.
En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era
pura», había sido conducida a través de la Puerta de Nicanor -tal y
como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada existente al
pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se
llevaban a cabo las ceremonias de purificación de leprosos y
parturientas.
1 Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés,
diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de uno
fornicara y le fuese infiel, durmiendo con otro en concúbito de
semen, sin que haya podido verlo el marido ni haya testigos, por no
haber sido hallada en el lecho, y se apoderase del marido el
espíritu de los celos y tuviese celos de ella, háyase ella manchada
en realidad o no se haya manchado, la llevará al sacerdote, y
ofrecerá por ella una oblación de la décima parte de un efá de
harina de cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima
incienso, porque es minjá de celos, minjá de memoria para traer el
pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté
ante Yavé; tomará del agua santa en una vasija de barro, y cogiendo
un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará en el
agua. Luego, el sacerdote, haciendo estar a la mujer ante Yavé, le
descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la minjá de memoria,
la minjá de los celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la
maldición, y la conjurará, diciendo: «Si no ha dormido contigo
ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel
a tu marido, indemne seas del agua amarga de la maldición; pero si
te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido, contaminándote y
durmiendo con otro (aquí el sacerdote la conjurará con el juramento
de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y execración en
medio de tu pueblo, y séquense tus muslos e hínchese tu vientre,
entre esta agua de maldición en tus entrañas para hacer que tu
vientre se hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará:
«Amén, amén.» El sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja,
y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua
amarga de la maldición. Luego tomará de la mano de la mujer la
minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la llevará al altar; y
tomando un puñado de la ofrenda de la memoria, lo quemará en el
altar, haciendo después beber el agua a la mujer. Dárale a beber el
agua; y sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el
agua de maldición entrará en ella con su amargura, se le hinchará
el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de
su pueblo. Sí, por el contrario, no se contaminó y es pura, quedará
ilesa y será fecunda… Así el marido quedará libre de culpa, y la
mujer llevará sobre si su pecado.» (N. del
m.)
1 Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre
las aguas amargas», añadiendo que ya en el Código de Hammurabi
existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de
adulterio, era arrojada a la corriente del Éufrates. Sí salía con
vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era
manifiesta. (N. del m.)
2 La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su
marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor de
inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor.
(Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII. 108.) Y
ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas
actividades. La Ley estipulaba también que la esposa podía
solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la
obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si aquél padecía
de lepra o pólipos. (N. del
m.)
Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la
muchedumbre y con paso decidido se situó frente a la joven, asiendo
su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre. Después,
de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto
unos pechos blancos y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado
prácticamente por el bramido de la multitud, excitada ante la
contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo
sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su
larga cabellera negra.
Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse.
Tratando entonces de ganar tiempo y de aprovechar aquel lógico
deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi bolsa de
hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin
comprender.
-Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para
mí adquirir una muestra de la tinta con la que ha sido escrita esa
maldición…
El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus
pensamientos, añadí:
Confía en mi. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y
tratar de comprarla personalmente. Bastará con una pequeña
cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log1.
Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un
mínimo de confianza. La fortuna volvió a sonreírme y el discípulo
encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me moviera del
lugar.
Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo,
me reincorporé a la marcha de los acontecimientos. El sacerdote que
había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora deliberando
con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían
la cabeza hacia aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y
encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y caminó unos
pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin
inmutarse ante las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente,
inspeccionando de cerca los pequeños y oscuros pezones. Al cabo de
unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una nueva
y aún más áspera controversia.
Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes
tomó un cinturón egipcio -formado por cuerdas entrelazadas- y se
dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por
encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera
bajarse.
A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de
levitas, uno de los hebreos que permanecía junto a los sacerdotes,
y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del círculo,
depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o
cuatro kilos de harina de cebada2. Después, con la misma
frialdad, se retiró. Por un momento creí que el querellante iba a
situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por
indicación de uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó
por colocarlo en tierra. A mi regreso al módulo, en la mañana del
domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición
bíblica especificaba que la ofrenda del marido -la «efá» de harina
de cebada- debía ser colocada sobre las manos de la víctima. El
sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer, agitando
el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al
altar, cogía un puñado y lo quemaba. El resto era destinado a la
alimentación de los sacerdotes del
Templo.
La peligrosa resistencia de la infeliz -que no podía ser
liberada del firme control de los policías- hizo aconsejable en
este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del
ritual.
De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos
fueron abriendo un pasillo, dando paso a otro sacerdote,
estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó
entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo
entre sus manos. El objeto en cuestión -bastante liviano, a juzgar
por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreoaparecía cubierto
por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del
recipiente que contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no
tuve que aguardar mucho tiempo para despejar mis dudas. La recién
llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que
la sujetaban, formando un segundo cordón de
seguridad.
El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los
presentes un pequeño cuenco de arcilla rojiza, con una capacidad
aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo ataque
de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos
alaridos que hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas
que se hallaban posadas sobre los torreones y cúpula del
Templo.
Un silencio total -roto únicamente por los aullidos de la
prisionera- cayó poco a poco sobre el lugar. El sacerdote que
portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la
mujer a que, por última vez, se declarara culpable o
inocente.
El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos
cada vez más apagados, sólo acertó a pronunciar dos palabras
fatídicas: «Soy pura.»
El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible
prisa, volvió la cabeza hacia uno de los levitas, musitándole algo
al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los tres
compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la
víctima la sujetó por la espesa mata de pelo, tirando de los
cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro cara al
cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus
pies sobre el áspero terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos
y piernas de la mujer, otros dos policías se situaron a escasos
centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si
aquella operación hubiera sido largamente estudiada o practicada,
mientras el levita del flanco izquierdo cerraba con sus dedos la
nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus manos a
escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia
obligara a abrir la boca a la judía. Entre sollozos y resoplidos
mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire. Como movidas
por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior
de la boca, separando violentamente la mandíbula inferior. En
décimas de segundo, el sacerdote que portaba el cuenco dio un paso
hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima. A
pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización
de la hebrea, ésta consiguió ladear levemente la cabeza, haciendo
que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus mejillas,
cuello y túnica.
Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al
tiempo que los levitas de los costados dejaban libres nariz y boca.
El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que
aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su
puesto.
A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de
indignación me conmovió de pies a cabeza. Sin embargo, tal y como
estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer otra
cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco
que fue una prueba decisiva para asimilar mi misión y poder asistir
-con toda frialdad- a las no menos dramáticas horas del Viernes
Santo…
No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer
comenzó a sufrir una serie de espasmos. Sus rodillas se doblaron,
mientras los levitas trataban de mantenerla erguida. (Después, al
analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los
policías tenía un único y bien estudiado objetivo: evitar que, al
caer al suelo y flexionar el abdomen, la condenada pudiera vomitar
las «aguas amargas», anulando así sus efectos.)
Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro
adquirió un tinte amarillento y sus ojos -muy abiertos y fijos en
aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al tiempo
que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma
alarmante.
Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes
lo sabían y, al apreciar aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla
que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó desplomada a
tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en
silencio, cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo,
hacia el Cedrón.
Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta
Oriental, la que me sacó de la triste contemplación de aquel cuerpo
desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del Templo. Mi
amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el
brazo, me condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección
a la ciudad baja. Una vez fuera del Templo, el discípulo sacó
disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17
centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida
boca circular perfectamente cerrada por un «tapón» de tela. Sin más
explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis manos, al
igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés
no hizo una sola pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y
discreción.
Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de
aquel recipiente, mis sospechas se vieron confirmadas. La tinta en
cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato
potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua
común. La circunstancia clave de que -según rezaba el Antiguo
Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua,
redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas
presumiblemente en el siglo I en Israel. Este importante requisito
de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho
de que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos
condujo casi irremisiblemente a la llamada «tinta azul». Nuestros
técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes el
ácido arsenioso- no formaba parte en realidad de las sustancias
primigenias y necesarias para la composición de la tinta. Junto al
añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el sulfuro de
arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La
explicación era elemental: los israelitas utilizaban el tipo
denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se daba
espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas
semitransparentes, de color amarillo-oro, inodoras, insípidas,
insolubles en agua y volátiles al fuego1. Este «sulfuro amarillo de
arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado
sin problemas. Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno
muy activo: el ácido arsenioso puro, de efectos muy enérgicos. Los
judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua,
como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí
aparecían en la composición de la «tinta azul»: el carbonato
potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder alcalino2.
Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de
las «aguas amargas» hervía las cuatro primeras sustancias -añil,
carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva,
consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el
líquido resultante, le añadía una pequeña porción de goma arábiga
pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la «tinta azul»
y en una proporción idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje
doblemente útil: como tinta y como veneno.
En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría
deberse a la presencia del carbonato potásico, de fuerte sabor
acre3.
Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es
que no fuera compuesta hasta poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres),
explica que el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una
cantidad que oscilaba entre un cuarto y medio «log» de agua del
pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A
continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la
derecha, donde había un lugar de un codo cuadrado (unos 45
centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a
ella. Después de alzaría cogía la ceniza que había bajo ella y la
ponía en el cuenco, de tal modo que se hiciese perceptible en el
agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el pavimento
del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el
agua».
Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía
las fórmulas rituales. Yavé -tal y como especifica el libro sagrado
(Números 5,23) ordenaba que se escribiera
sobre «un libro». En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía
utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia que quedase fija.
Lógicamente, silo que se perseguía era que la acusada bebiese el
veneno contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente
soluble en el agua.
Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas -más
intensas y fascinantes, si cabe quedaron flotando en el espíritu de
los hombres del proyecto Caballo de Troya. En primer lugar, si la
salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes
de Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido
arsenioso y su funesta acción sobre el organismo humano, si las
primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse por el
mundo en el siglo IX de nuestra Era?1. Y si ellos no fueron los
descubridores o creadores de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La
conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero, aceptando esta
hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas
químicas tan precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y,
sobre todo, ¿por qué un ser que se autodefinía como Dios establecía
procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar la
culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología
y medicina legal, la mujer que ingería una sustancia de las
características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro
gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de
este ácido arsenioso podía provocarse la muerte de la mujer. A los
pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed muy intensa,
vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando
una muerte «asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que
quizá las «aguas amargas» podían contener, en lugar del ácido
arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto
conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan
mortífero veneno, los sacerdotes introducían en la pócima la cal
viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la
desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía
oral2.
Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último
veneno, siempre existía la posibilidad de «obrar el milagro».
Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o
Echis Carinatus -muy frecuente en los
desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta adúltera
no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado
también por el sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas
manipulaciones de la ignorante multitud y ¡cómo no!-, a posibles
chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas
amargas».
Un asunto digno de un estudio en
profundidad…
1 Un «log» -medida utilizada para líquidos y áridos- equivalía
a medio litro, aproximadamente. (N. del
m.)
2 Una «efá» -medida judía de capacidad- equivalía a 72 «log».
En este caso, la Biblia estimaba que debía ofrendarse una décima de
«efá»; es decir, 7,2 «log» o, lo que es lo mismo, unos 3 kilos y
600 gramos, aproximadamente. (N. del
m.)
1 Este sulfuro -a diferencia del llamado «sulfuro rojo de
arsénico», que se halla en abundancia en Bohemia- es fácil de
encontrar en Persia. De ahí que los israelitas pudieran tener un
mejor acceso al «amarillo». Ambos, sin embargo, reúnen
características parecidas en cuanto al hecho de que son solubles en
soluciones alcalinas. El «amarillo», no obstante, al contener el
citado ácido arsenioso, resulta mucho más tóxico que el «rojo». Era
también mucho más abundante en el comercio de aquella época, siendo
conocido incluso por Theophrasto, que vivió 300 años antes de
Cristo. (N. del m.)
2 El carbonato potásico, en especial, es fuertemente alcalino
al contacto con el agua, gozando, además, de un fuerte poder
cáustico o corrosivo que podría contribuir a una mejor
desintegración de las láminas de sulfuro de arsénico y a la
disolución de la tinta. (N. del m.)
3 En contra de la creencia popular, el ácido arsenioso no tiene
un sabor amargo, sino ligeramente azucarado. (N del
m.)
Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me
fue conduciendo por las estrechas callejuelas de la parte baja de
Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la Sinagoga de los
Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la
ciudad santa. La fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba
sobre el pétreo dintel un escudo circular con una estrella de cinco
puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del
tiempo, pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco
letras hebreas, cada una de ellas situada entre las puntas de la no
menos famosa estrella de David.
José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor
del Sanedrín, en virtud de su riqueza y estirpe noble: su familia
procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un personaje
de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto,
sin duda, de sus viajes por Grecia y el imperio romano, le había
arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de Jesús de
Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy
Rantís, al nordeste de Lidda), su infancia y juventud habían
transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella
casa
-según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido
levantada por sus antepasados, justamente sobre los restos de la
antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado
Ofel.
Su considerable fortuna -amasada principalmente con los
negocios de la construcción- le había permitido acondicionar
aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda su
decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya
-y este fue uno de los aspectos que más me atrajo de José- le había
permitido, además, un estrecho contacto con el procurador romano,
Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano
Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras
obras fue la construcción de un acueducto de unos 300 estadios
(casi 50 kilómetros)1. Pues bien, José de Arimatea
fue uno de los principales suministradores de plomo y
argamasa.
1 Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de
arsénico nativos, parece ser que no se tuvo conocimiento del ácido
arsenioso -al menos en Europa- antes de la época de Geber (siglo
IX). El mismo metal, aunque citado ya por Paracelso, no fue bien
definido en sus propiedades y naturaleza hasta 1732 por el famoso
alquimista Brand. (N. del m.)
2 El profesor E. Kochva, del Departamento de Zoología de la
Universidad de Tel-Aviv (Israel), se manifestó también de acuerdo
con esta última hipótesis. Si las mucosas que protegen las paredes
internas del paquete intestinal son rasgadas, las «aguas amargas»
pueden convertirse en un veneno activo. (N. del
m.)
Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al
espacioso patio -a cielo abiertodonde se hallaban el Maestro, sus
discípulos, una treintena de griegos (los mismos que abordaron a
Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al
parecer, habían recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José,
el de Arimatea, con los 19 miembros del Sanedrín que habían
presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo
tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en
caza y legumbres, transcurría ya por el tercer plato cuando tomé
asiento en un extremo de la mesa.
El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos
extranjeros de Alejandría, Roma y Atenas:
-… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo
que mi gente está decidida a desdeñar el reino, pero me alegro al
recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que vienen hoy
aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió
Jesús-, el corazón me duele por mi gente y mi alma se turba por lo
que está ante mi…
El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre
sí, desconcertados ante aquella idea obsesiva que el rabí venía
manifestando día tras día.
Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara
sobre una de las paredes de mármol blanco, pulsando el clavo que
ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo que
permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del
cayado -y de que no fuera derribado por el sin fin de siervos que
entraban y salían con los manjares- que de mi anfitrión y sus
invitados.
-… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús- cuando miro hacia
adelante y veo lo que va a ocurrirme?
Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a
juzgar por el gesto de sus rostros, ninguno terminaba de
comprender.
-… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este
propósito he venido al mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré
y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad su nombre. Tu
voluntad será cumplida.
Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se
levantaron, rogando al Maestro que les explicase más claramente qué
significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa». Pero Jesús
eludió toda respuesta.
Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido
vaso de cristal, encerrado junto a una reducida colección de
pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio. José
debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y,
aproximándose, me explicó que se trataba de un valioso vaso de
diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en
la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del
vidrio, tan magistralmente practicado por los romanos. En cuanto a
las piedras -de unos cinco centímetros cada una-, formaban parte de
otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de
pedernal y caliza, utilizados -según los antepasados de José- por
la tropa «especial» de 700 soldados benjaministas zurdos, «capaces
de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como cita
el libro de los Jueces (20,16).
-Es muy posible -insinuó José- que David utilizase una piedra
similar en su lucha contra Goliat.
Aquel breve encuentro con el venerable José -que debería
rondar ya los sesenta años- fue de gran utilidad para los planes
que Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis objetivos,
antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto
con el procurador romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de
celebrar una entrevista con Poncio Pilato, José se mostró
dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole
que había trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que,
aprovechando mi corta estancia en Israel, sería de sumo interés
para Pilato que pudiera conocer los graves acontecimientos
señalados en los astros.
José, tal y como yo esperaba, manifestó una aguda curiosidad
y prometió concertar la entrevista para la mañana del día
siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar presente.
Accedí encantado.
1 En su obra Guerras de los Judíos, Flavio Josefo,
efectivamente, habla de este acueducto que constituyó otro de los
graves errores de Pilato. Sin el menor tacto político, el
procurador mandó utilizar el tesoro que los judíos llamaban
«Corbonan» para traer el agua. Aquello provocó una revuelta, pero
Pilato actuó con energía, ordenando que sus soldados golpearan a
los manifestantes con porras y palos, dando lugar a una gran
mortandad. Recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado
que el acueducto en cuestión iba hasta el monte de los Francos, en
las cercanías de Belén, sobre el que se asentaba la fortaleza del
Herodium. (N. del m.)
Hacia las dos de la tarde, Jesús se despidió de José, el de
Arimatea, subiendo por las empedradas calles hacia el muro sur del
templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél iba a ser su
último discurso público. Pero sus hombres de confianza no hicieron
comentario alguno. En realidad, sus corazones se hallaban sumidos
en una profunda confusión. ¿Es que el Maestro, que había escapado
siempre de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo
capturasen?
Una vez en la explanada de los Gentiles, el rabí se acomodó
en su lugar habitual -las escalinatas que rodeaban el Santuario- y
en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:
-Durante todo este tiempo he estado con vosotros, yendo y
viniendo por estas tierras, proclamando el amor del Padre para con
los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y, por medio de
la fe, han entrado en el reino del cielo. En relación con esta
enseñanza y predicación, el Padre ha hecho cosas maravillosas,
incluida la resurrección de los muertos. Muchos enfermos y
afligidos han sido curados porque han creído. Pero toda esa
proclamación de la verdad y curación de enfermedades no ha servido
para abrir los ojos de los que rehúsan ver la luz y de los que
están decididos a rechazar el evangelio del reino.
»Yo y todos mis discípulos hemos hecho lo posible para vivir
en paz con nuestros hermanos, para cumplir los mandatos razonables
de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos buscado
persistentemente la paz, pero los dirigentes de esta nación no la
tendrán. Rechazando la verdad de Dios y la luz del cielo se colocan
del lado del error y de la oscuridad. No puede haber paz entre la
luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y
el error.
»Muchos de vosotros os habéis atrevido a creer en mis
enseñanzas y ya habéis entrado en la alegría y libertad de la
consciencia de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he
ofrecido la misma filiación con Dios a todo Israel. Incluso, a
estos mismos hombres que hoy buscan mi destrucción. Pero os digo
más: incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a
estos dirigentes hipócritas si volviesen su cara hacia él y
aceptasen su misericordia…
Jesús había ido señalando con la mano a los diferentes grupos
de escribas, saduceos y fariseos que, poco a poco, fueron
incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar al
rabí de Galilea. Algunos de los discípulos, especialmente Pedro y
Andrés, se quedaron pálidos al escuchar los audaces ataques de su
Maestro.
-… Incluso ahora no es demasiado tarde -continuó Jesús- para
que esta gente reciba la palabra del cielo y dé la bienvenida al
Hijo del Hombre.
Uno de los miembros del Sanedrín, al escuchar estas
expresiones, se alteró visiblemente, arrastrando al resto de su
grupo para que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta
cuenta del hecho y levantando el tono de la voz, arremetió contra
ellos:
-… Mi Padre ha tratado con clemencia a esta gente. Generación
tras generación hemos enviado a nuestros profetas para que les
enseñasen y advirtiesen. Y generación tras generación, ellos han
matado a nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos
sacerdotes y testarudos dirigentes siguen haciendo lo mismo. Así
como Herodes asesinó a Juan, vosotros igualmente os preparáis para
destruir al Hijo del Hombre.
»Mientras haya una posibilidad para que los judíos vuelvan su
rostro hacia mi Padre y busquen la salvación, el Dios de Abraham,
Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas hacía vosotros. Pero,
una vez que hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta
nación será abandonada a sus propios consejos e irá rápidamente a
un final poco glorioso…
El arraigado sentido del patriotismo de los hebreos quedó
visiblemente conmovido por aquellas sentencias de Jesús. Y la
multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de los
Gentiles, se removió inquieta, entre murmullos de
desaprobación.
Pero el Nazareno no se alteró. Verdaderamente, aquel hombre
era valiente.
-… Esta gente había sido llamada a ser la luz del mundo y a
mostrar la gloria espiritual de una raza conocedora de Dios… Pero,
hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de vuestros
privilegios divinos y vuestros líderes están a punto de cometer la
locura suprema de todos los tiempos…
Jesús hizo una brevísima pausa, manteniendo al auditorio en
ascuas.
-… Yo os digo que están a punto de rechazar el gran regalo de
Dios a todos los hombres y a todas las épocas: la revelación de su
amor.
»En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis
rechazado esta revelación, el reino del cielo será entregado a
otras gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso:
estáis a un paso de perder vuestro puesto en el mundo como
sustentadores de la eterna verdad y como custodios de la ley
divina. Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad
para que entréis, como los niños, por la fe sincera, en la
seguridad de la salvación del reino del cielo.
»Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra
salvación, y yo he bajado a vivir entre vosotros para mostraros
personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e,
incluso, de los gentiles han creído en el evangelio del reino. Y
vosotros, los que deberíais ser los primeros en aceptar la luz del
cielo, habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios revelado
en el hombre y del hombre elevado a Dios.
»Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio.
Pero pronto escucharéis sus voces, clamando por la salvación. Ahora
os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes en el
evangelio del reino, de que, una vez más, he ofrecido a Israel y a
sus dirigentes la libertad y la salvación. De todas formas, os
advierto que estos escribas y fariseos se sientan aún en la silla
de Moisés y, por tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen
los reinos de los hombres no los destierren y destruyan, yo os
ordeno que cooperéis con estos mayores de Israel. No se os pide que
os unáis a ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre,
sino en cualquier otra cosa relacionada con la paz de Israel. En
estos asuntos, haced lo que os ordenen y observad la esencia de las
leyes, pero no toméis ejemplo de sus malas acciones. Recordad que
éste es su pecado: dicen lo que es bueno, pero no lo hacen.
Vosotros sabéis bien cómo estos dirigentes os hacen llevar pesadas
cargas y que no levantan un dedo para ayudaros. Os han oprimido con
ceremonias y esclavizado con las tradiciones.
»Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí mismos,
se deleitan haciendo buenas obras, de forma que sean vistas por los
hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los bordes de sus
vestidos oficiales. Solicitan los lugares principales en los
festines y piden los primeros asientos en las sinagogas. Codician
los saludos y alabanzas en los mercados y desean ser llamados rabís
por todos los hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos
honores, toman secretamente posesión de las viudas y se benefician
de los servicios del templo sagrado. Por ostentación, estos
hipócritas hacen largas oraciones en público y dan limosna para
llamar la atención de sus semejantes.
En aquellos momentos, cuando Jesús lanzaba sus primeros y
mortales ataques contra los sacerdotes y miembros del Sanedrín, los
apóstoles que se habían encargado de la instalación del campamento
en la ladera del monte Olivete hicieron acto de presencia en la
explanada, uniéndose al grupo de los discípulos. Fue una lástima
que no hubieran escuchado la primera parte del discurso de Jesús.
En especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el
traidor hubiera sido testigo de aquellas primeras frases,
ofreciendo misericordia, quizá hubiese cambiado de parecer. Pero,
por lo que pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad
de la plática del Maestro en el templo fue decisiva para que aquél
desertara del grupo. Su sentido del ridículo y su negativo
condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más acentuados en su
alma de lo que yo creía.
-… Y así como debéis hacer honor a vuestros jefes y
reverencias a vuestros maestros continuó el rabí-, no debéis llamar
a ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios es
vuestro Padre. Tampoco debéis buscar dominar a vuestros hermanos
del reino. Recordad: yo os he enseñado que el que sea más grande
entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si pretendéis exaltaros
a vosotros mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero,
el que se humille sinceramente, con seguridad será exaltado. Buscad
en vuestra vida diaria, no la propia gloria, sino la de Dios.
Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del Padre
del cielo.
»No confundáis mis palabras. No tengo malicia para con estos
sacerdotes principales que, incluso, buscan mi destrucción. No
tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que rechazan
mis enseñanzas. Sé que muchos de vosotros creéis en secreto y sé
que profesaréis abiertamente vuestra lealtad al reino cuando llegue
la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí mismos vuestros rabís si
dicen hablar con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que
viene a los mundos a revelar al Padre?
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Hipócritas…! Cerráis
las puertas del reino del cielo a los hombres sinceros porque son
incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo
tiempo, hacéis todo lo que está en vuestra mano para evitar que
entren los demás. Permanecéis de espaldas a las puertas de la
salvación y os pegáis con todos los que quieren
entrar.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas!
Abarcáis el cielo y la tierra para hacer prosélitos y, cuando lo
habéis conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos
veces más malos que lo que eran como hijos de los
gentiles.
»¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis la
propiedad de los pobres y exigís pesados tributos a los que quieren
servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia, ¿podéis
esperarla de los mundos venideros?
»¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué puede
esperarse de una nación en la que los ciegos dirigen a los ciegos?
Ambos caerán en el abismo de la destrucción.
»¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento!
¡Sois estafadores! Enseñáis que un hombre puede jurar ante el
templo y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del
templo permanecerá ligado. ¡Sois todos ciegos y
locos…!
Jesús se había puesto en pie. El ambiente, cargado por
aquellas verdades como puños que todo el mundo conocía pero que
nadie se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en presencia
de los dignatarios del templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie
osaba respirar siquiera. Los discípulos, cada vez más acobardados,
bajaban el rostro o miraban con temor a los grupos de
sacerdotes.
Pero el Nazareno parecía dispuesto a todo…
-… Ni siquiera sois consecuentes con vuestra deshonestidad.
¿Quién es mayor: el oro o el templo?
»Enseñáis que si un hombre jura ante el altar, no significa
nada. Pero si uno jura ante el regalo que está ante el altar,
entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad! ¿Quién es
mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis
justificar tanta hipocresía y deshonestidad?
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que
traigan diezmos, menta y comino y, al mismo tiempo, no os
preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y
justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro.
¡Sois ciertamente maestros ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y
os tragáis el camello…
»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois
escrupulosos para limpiar la parte exterior de la taza y de las
fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los
excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced
conmigo que sería mejor limpiar primero el interior de la taza.
Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior.
¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra
religión sean conformes a la letra mientras vuestras almas están
empapadas de iniquidad y asesinatos.
»¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y
desdeñáis la misericordia! Muchos de vosotros sois como sepulcros
blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están
llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza.
Aún así, vosotros, los que rechazáis a sabiendas el consejo de
Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos, pero, por
dentro, vuestros corazones están inflamados por la
hipocresía.
»¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos
habéis construido un monumento a los profetas martirizados por los
antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél de
quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os
halagáis a vosotros mismos diciendo que, de haber vivido en tiempos
de vuestros padres, no hubierais matado a los profetas. Y con este
pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien
hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y
llenad hasta el borde la copa de vuestra condena!
»¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad
los vástagos de las víboras. Y yo me pregunto: ¿cómo podéis escapar
al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?
El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los
miembros del Sanedrín -rojos de ira- iban tomando notas en los
rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho me
trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando,
resultaría lamentable. Ninguno de los apóstoles o seguidores de
Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y, sobre todo, de
cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de
Galilea y su considerable extensión -como el discurso que
pronunciaba en aquellos momentos-, iba a resultar poco menos que
imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con
integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de
aquellos hombres se hubiera propuesto la importantísima misión de
ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el Nazareno.
Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión
de comprobar que no estaba equivocado en mis apreciaciones
personales…
-… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y
perdón. Incluso ahora -añadió Jesús en un tono más suave y
conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas y
a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los
perseguís. Entonces apareció Juan, proclamando la venida del Hijo
del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos habían
creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más
sangre inocente. ¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que
el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas por la forma en que
habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del
cielo? ¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre
honrada, desde el primer profeta, asesinado en los tiempos de
Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si
proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida,
incluso, a esta misma generación.
»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis
apedreado a los profetas y asesinado a los maestros, incluso ahora
reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus polluelos
bajo sus alas… ¡Pero no queréis!
»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado
vuestra decisión. Los que han creído en mi evangelio están
salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me
veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está
hecho.
»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa
queda desolada…
Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda
posibilidad de reconciliación con los dirigentes del Sanedrín y de
la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras, el
Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos
del templo, en dirección al campamento del Olivete. Pero en el
ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta: «¿Qué
suerte le aguardaba al rabí de Galilea?»
Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que
recordaba la profecía de su Maestro en la cima del monte de las
Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados sillares
de la muralla del Templo, le comentó con evidente
incredulidad:
-Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las
piedras macizas y los hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas
edificaciones vayan a ser destruidas?
El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad,
rumbo a la puerta de la Fuente, le dijo:
-¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en
verdad, en verdad os digo que llegarán días muy próximos en los que
no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas
abajo.
Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó
entonces en interminables polémicas, considerando que era muy
difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni siquiera el
fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría
ocasionar la destrucción del Templo.»
El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar
a la muchedumbre de peregrinos que iban y venían por el valle de
Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el camino que conducía
a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera
sur del Olivete, en dirección norte.
Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a
nuestra izquierda, majestuoso y bañado en oro por los últimos rayos
solares. En el santuario y en las callejas habían empezado a
encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo
detenerse al grupo, mientras uno de los discípulos -señalando a la
ciudad santa- preguntaba a Jesús:
-Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos
están a punto de ocurrir?
El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de
pie y sin prisa, les fue diciendo:
-Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente
habrá llenado la copa de su iniquidad y la justicia caerá sobre
esta ciudad de nuestros padres…
»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje,
tened cuidado de que ningún hombre os engañe. Muchos vendrán como
libertadores y llevarán a muchos por el mal camino. Cuando oigáis
rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra,
el fin de Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis
preocuparos cuando seáis entregados a las autoridades civiles y
seáis perseguidos por el evangelio…
Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los
semblantes.
-… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por
mi causa. Y algunos de vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante
gobernadores y dirigentes será como testimonio de vuestra fe y para
que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis
ante jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis
decir: el espíritu os enseñará en ese mismo momento lo que debéis
contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor, incluso
vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado
al Hijo del Hombre, os entregarán a la prisión y a la muerte. Por
cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero, incluso en esas
persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará
desamparados. ¡Sed pacientes! No dudéis que el evangelio del reino
triunfará sobre todos los enemigos y, a su tiempo, será proclamado
por todas las naciones.
El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo,
sentado con los demás, quedé maravillado ante la precisión de
aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando las
legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los
apóstoles se hallaba en la ciudad. De no haber sido advertidos por
el Maestro. hubiera sido más que probable que algunos, quizá,
hubieran perecido o hechos prisioneros.
El silencio fue roto por Andrés:
-Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser
destruidos y si tú no estás aquí para dirigirnos, ¿cuándo deberemos
abandonar Jerusalén?
Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y
preciso:
-Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido,
incluso en esos tiempos de dolor y amarga persecución. Pero, cuando
finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los ejércitos romanos tras
la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su
desolación está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No
dejéis que nadie os detenga ni permitáis que otros entren. Habrá
una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los
gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente
caerá bajo el filo de las espadas de los gentiles. Entretando os
aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a deciros:
«Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis.
Saldrán muchos falsos maestros y otros serán llevados por el mal
camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he advertido de
antemano.
¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis
oídos! Los apóstoles y discípulos no podían sospechar siquiera la
sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera que haya
estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los
ejércitos romanos a Jerusalén poco antes de la luna llena de la
primavera del año 70, la advertencia del Maestro tiene que resultar
lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se
convertiría en un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo,
el partido de los zelotes o «fanáticos», armados hasta los dientes,
terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del año
66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la
petición del procurador Floro, que exigió 17 talentos del tesoro
del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el sacrificio
diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma,
que envía una legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio
Gallo. Pero las revueltas han encendido el país y los romanos se
ven obligados a retirarse.
La nación judía se prepara para la guerra v fortifica sus
ciudades, siendo nombrado generalísimo de sus ejércitos el que
después sería historiador, Flavio Josefo.
Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio
Vespasiano quien, acompañado de su hijo Tito, cae sobre Galilea,
machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que
regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar
la gran venganza de Roma.
Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén
miles de soldados, pertenecientes a las legiones 5.ª, 10.ª, 12.ª y
15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y tropas auxiliares,
así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000
hombres que -tal y como profetizó Jesús en el año 30- fueron
tomando Posiciones y cercando la ciudad santa. Jerusalén, repleta
de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la
locura de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de
arrastrar a las masas y al miedo. Pero, para cuando los hombres de
Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron
aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril
del año 30, frente a Jerusalén, ya habían escapado de la ciudad.
Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar piedras
de un quintal de peso a 185 metros de distancia- arrasaría
Jerusalén, no dejando piedra sobre piedra.
Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo
que Jesús les estaba anunciando. Por sus comentarios deduje que
asociaba aquella destrucción con el «fin del mundo» y no con la
caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí
plenamente:
-Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos sabemos que estas cosas
pasarán cuando los nuevos cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo
sabremos entonces que tú vienes para traer todo
esto?
El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que
su fogoso amigo no había captado su mensaje. Y le
dijo:
-Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la
nueva enseñanza con la vieja. Estás decidido a malinterpretar mi
enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo con
vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de
explicaros.
»¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en
el trono de David y esperas que se cumplan los sueños materiales de
los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a finalizar y será un
nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a
todo el mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento,
estad seguros de que el Padre del cielo no dejará de visitaros. Y
así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su
amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que
mi Padre me haya investido de todo poder y autoridad, yo también
seguiré vuestros destinos, guiándoos en los asuntos del reino con
la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la
carne. Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y
prometo que alguna vez volveré a este mundo, en el que he vivido
esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar
simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy
pronto he de dejaros y realizar la obra que el Padre ha confiado en
mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez. Entretanto, mi
espíritu de verdad os confortará y guiará.
Sin esperarlo, Jesús había pasado de la profecía sobre la
destrucción de Jerusalén a un extremo que me interesaba
profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y
confusa segunda venida a la Tierra. Así que todos mis sentidos se
centraron en aquellas palabras, tan mal interpretadas y peor
transmitidas en el futuro por sus seguidores.
-… Ahora me veis en la debilidad y en la carne. Pero, cuando
vuelva -remachó el rabí desviando su mirada hacia mí-, será con
poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del Hombre en
carne, pero sólo el ojo del espíritu contemplará al Hijo del Hombre
glorificado por el Padre y apareciendo en la tierra con su propio
nombre.
»Pero los tiempos de la reaparición del Hijo del Hombre sólo
son conocidos por los "consejos del paraíso". Ni siquiera los
ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis comprender
que, cuando este evangelio del reino haya sido proclamado por todo
el mundo para la salvación de los hombres y cuando la plenitud de
la época haya llegado, el Padre os enviará otro otorgamiento de
designación divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la
época
Al escuchar aquellas revelaciones quedé perplejo. Y tentado
estuve de tomar la palabra e interrogar a Jesús sobre ese
misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mí condición de
estricto observador me mantuvo al margen de la
conversación.
Y ahora, en relación con el dolor de Jerusalén, en verdad os
digo que ni esta generación transcurrirá sin que se cumplan mis
palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre, nadie en
la tierra ni en el cielo puede pretender hablar.
Como si el rabí hubiera leído mis pensamientos, prosiguió con
estas palabras:
-… Debéis ser sabios en relación con la madurez de una época
Debéis estar alerta para discernir los signos de los tiempos.
Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y adelanta
sus hojas, el verano está cerca. De igual forma, cuando el mundo
haya pasado el largo invierno de la mentalidad material y veáis la
venida de la primavera espiritual, entonces debéis saber que ha
llegado el verano para mi nueva visita.
De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión,
resultó tan confusa como aquélla para las mentes de sus apóstoles y
simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito lustros después de
su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de
Jerusalén, y conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de
Jesús en aquel atardecer del martes, no puede por menos que sentir
una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios
canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente,
no iba a ser éste el único pasaje ignorado o mal interpretado por
los evangelistas…
Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el
grupo reemprendió el camino. Jesús, a la cabeza, continuó por la
accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al llegar
a las proximidades del campamento público, donde se habían
instalado los peregrinos procedentes de Galilea, el Maestro se
desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y el sinfín
de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera
occidental del monte. Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo
encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos más tarde, cuando nos
hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender
hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde
Jerusalén a Betania. La oscuridad no me permitía distinguir con
claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy lejos
del «punto de contacto», donde reposaba el módulo. (Quizá fueran
1000 o 1500 pies lo que nos separaba de Eliseo.)
El grupo penetró entonces en una de las plataformas naturales
que tanto abundaban en la falda Oeste del monte de las Aceitunas.
Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno con mayor
comodidad, observé que se trataba de una explanada de unos sesenta
a ochenta metros de largo, por otros treinta a cuarenta de lado,
perfectamente cercada por un murete de piedra de un metro escaso de
altura. En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la
cancela de entrada, distinguí una enorme cuba de piedra de metro y
medio de altura. Al fondo, confundidos en la oscuridad, se
alineaban unos olivos de gruesos y torturados
troncos.
Jesús y los discípulos se dirigieron directamente hacia la
derecha del olivar. A muy pocos pasos, y aprovechando el muro, los
hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias tiendas o
albergues. Varias piezas de tela embreadas y ensambladas a base de
cuerdas constituían la techumbre. Las lonas, de unos cuatro metros
de profundidad por otros tres de anchura, aparecían apuntaladas por
dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por una
tercera, situada en el centro de la tienda. La techumbre terminaba
en el cercado de piedra. Allí, las telas habían sido tensadas y
aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su vez,
estaban formados por otras dos bandas de paño y pieles de cabra,
pésimamente cosidas entre sí. La entrada, de unos dos metros de
altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía de
protección.
A la luz de la fogata que se levantaba frente a los dos
refugios pude observar que el suelo de las tiendas había sido
cubierto con mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí
algunos bultos que supuse se trataba de enseres y útiles para
cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era tan densa que preferí
posponer para el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del
terreno y de cuanto formaba aquel huerto, propiedad del viejo
Simón, «el leproso».
El reencuentro con el resto de los discípulos levantó los
decaídos ánimos de los hombres que acompañaban a Jesús. Y muy
pronto nos vimos sentados en torno al fuego. La temperatura había
descendido notablemente y los apóstoles, apretados los unos contra
los otros, se habían envuelto en sus pesados ropones. Allí, entre
los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera (de las que
Felipe, el encargado de los suministros, había hecho abundante
acopio), chisporroteando bajo un cielo estrellado, conocí por
primera vez a un muchachito de unos doce o trece años, de cabeza
rapada y acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que
seguía las enseñanzas y gestos del Maestro con un interés y
devoción como no había visto hasta ese momento. Su nombre era Juan
Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya próximas horas
del jueves.
La conversación de Jesús con sus apóstoles mientras
regresábamos al campamento de Getsemaní trascendió de inmediato
entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su
partida no tardó en aparecer en mitad de aquellos hombres rudos y
lentos de pensamiento. Tomás, tomando la palabra, se dirigió al
Maestro, preguntándole:
-Puesto que vas a volver para terminar el trabajo del reino,
¿cuál debe ser nuestra actitud mientras estés fuera, en los asuntos
del Padre?
Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un
palo, removiendo la candela.
Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad.
Con una paciencia envidiable, el Nazareno miró a Tomás por encima
del fuego, respondiéndole:
-Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he
estado diciendo. ¿No os he enseñado que vuestra relación con el
reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros? La caída
de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los
judíos no creyentes, el fin de una época e, incluso, el fin del
mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este evangelio y
que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros,
que conocéis a Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la
seguridad de la vida eterna. Puesto que vuestras vidas están en
manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los
mundos celestiales, los constructores del reino, no deben
preocuparse Por las sacudidas temporales o perturbarse por los
cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las naciones
se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si
sabéis que vuestra vida es un regalo del Hijo y que está
eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida temporal
con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de
servicio por vuestros semejantes, podéis mirar adelante con
confianza.
»Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra,
con vistas al posible retorno del Hijo del Hombre, exactamente
igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida, con
vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os
hayáis establecido como hijos de Dios, nada más debe preocuparos.
¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de manifiesto -cada vez
más- los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por
primera vez en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos
del reino celestial no os salvará de conocer el rechazo persistente
de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos
espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis
estado conmigo en los asuntos del Padre en la tierra, podéis,
incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os gusta la
forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como
creyentes, oídme mientras os digo una parábola…
Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús,
desvié mi mirada hacia Judas Iscariote. El hombre que ya había
desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro con una
frialdad que me produjo escalofríos.
-… Hubo cierto hombre -prosiguió el Nazareno- que, antes de
marchar para un largo viaje a otro país, llamó a todos sus
sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le
dio cinco talentos1, a otro dos y al tercero, uno.
A todos les confió sus bienes, según sus distintas habilidades.
Cuando el señor hubo marchado, sus sirvientes se pusieron a
trabajar para sacar beneficios de la fortuna que les había sido
confiada. Inmediatamente, el que había recibido cinco talentos
comenzó a comerciar con ellos y muy pronto hizo un beneficio de
otros cinco talentos. De igual modo, el que había recibido dos
talentos pronto ganó otros dos. Y así lo hicieron todos los
sirvientes, acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el
tercero. Este se marchó e hizo un agujero en la tierra, escondiendo
el dinero. Pero el señor volvió inesperadamente y llamó a sus
criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta su
señor y, entregándole los diez le dijo: "Señor me distes cinco
talentos y me complace presentarte otros cinco." Entonces, el señor
le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré mayordomo de
muchos." Entonces, el que había recibido dos talentos, avanzó
diciendo: "Señor, entregastes en mis manos dos talentos. Mira, he
ganado otros dos." Y su señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel
sirviente. Tú también has sido fiel y ahora te pondré por encima de
otros." Por último, llegó al recuento el que había recibido un solo
talento. "Señor -le dijo-, te conocía y me di cuenta de que eres un
hombre astuto porque esperabas ganancias cuando tú, personalmente,
no habías trabajado. Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías
confiado… Yo guardé tu talento a salvo en la tierra y aquí está.
Ahora tienes lo que te pertenece." Pero su señor
contestó:
"Eres un criado indolente y perezoso. Por tus propias
palabras has confesado que sabías que te iba a pedir cuentas con
beneficio razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo
esto deberías, al menos, haber colocado mi dinero en manos de los
banqueros para que, a mi vuelta, yo pudiera recibir mi dinero con
interés."
1 Un talento equivalía a 6.000 denarios. Los ocho talentos, por
tanto, eran una considerable fortuna. (N. del
m.)
"Entonces, el señor dijo al jefe de los criados: "Quitad el
talento a este sirviente y dádselo al que tiene
diez."
»A todo el que tiene, le será dado mucho más y tendrá
abundancia. Pero, al que no tiene, incluso, lo poco que tenga le
será quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino
eterno. Mi Padre exige que todos sus hijos crezcan en gracia y en
conocimiento de la verdad. Vosotros, que conocéis estas verdades,
debéis producir el incremento de los frutos del espíritu y
manifestar una devoción creciente en el generoso servicio a
vuestros compañeros sirvientes. Y recordad que lo que deis al más
pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio
mío.
"Y así debéis hacer la obra del Padre, ahora y más adelante.
Continuad hasta que yo venga.
»La verdad es la vida. El espíritu de la verdad siempre
dirige a los hijos de la luz a nuevos reinos de realidad espiritual
y divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis
en formas hechas, seguras y honorables.
»¿Qué pensarán las generaciones futuras de aquellos
depositarios de la verdad, si les oyen decir?: "Aquí, Maestro, está
la verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No hemos
perdido nada. Hemos preservado fielmente todo lo que nos diste. No
hemos permitido cambios en lo que nos enseñaste. Aquí está la
verdad que nos diste."
»Libremente habéis recibido. Por tanto, libremente debéis dar
la verdad del cielo. En verdad, en verdad os digo que entonces, esa
verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso, cuando la
administréis vosotros.
Bien entrada ya la noche, el grupo se levantó, repartiéndose
entre las tiendas. Jesús, sin embargo, siguió solo, frente a la
hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de uno de
los añosos olivos, envolviéndome en el manto. Y antes de que el
Nazareno se retirara a descansar a una de las tiendas, el sueño
terminó por doblegarme.