Tras un rápido aseo, establecí contacto
con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme información al
respecto.
Intrigado, descendí las escaleras de piedra que conducían
hasta el patio central de la hacienda. Al llegar a las pilastras,
aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia
donde había permanecido buena parte de la tarde anterior y hacia
allí me encaminé. El fuego del hogar se elevaba vigoroso sobre unos
leños recién depositados en el fondo de la chimenea. Al pie del
murete circular del fogón, Marta y una de las sirvientas procedían
con ímpetu a la molienda del trigo, sobre una piedra muy parecida a
las que yo había visto la mañana anterior, en mi descenso por la
cara sur del monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este
triturador era negro y muy pulimentado. Al acercarme a las mujeres
y saludarías comprobé que se trataba de una piedra basáltica de
casi medio metro de longitud y treinta centímetros de anchura muy
desgastada por su parte superior como consecuencia de la diaria y
vigorosa fricción. En un instante, mis dudas se disiparon. Ya
partir de aquel día, aprendí a identificar el cotidiano despertar
de Betania y de la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y
generalizado en todas las casas -poderosas y humildes- de la
molienda del grano. Como me contaron los ancianos de la aldea de
Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela,
convirtiendo el trigo en harina, es que la ruina y la desolación
-como había escrito Jeremíashabían llegado a
Israel.
Por supuesto, no había sido el primero en levantarme. Desde
mucho antes del amanecer, las mujeres de la casa se afanaban ya en
las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la compra del
pan en el horno comunal de la aldea, María y otras jovencitas
acarreaban el agua y terminaban de adecentar la hacienda. Los
hombres, por su parte, ultimaban los preparativos para el duro
trabajo en los campos. El padre de Lázaro -rico hacendado- había
dejado a sus hijos la tierra suficiente como para vivir sin
estrecheces, permitiendo holgadamente en cada cosecha que los
pobres pudieran recoger una de las esquinas de sus campos, tal y
como ordenaban los viejos preceptos1.
Cuando entré en el salón-comedor, la diligente e incansable
Marta preparaba la harina para cocer unas pequeñas tortas sin
levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su hermano.
Lázaro había tenido que acompañar a sus operarios hasta uno de los
campos próximos, donde se venía trabajando en lo que llamaban la
«siembra tardía»; es decir, el cultivo de productos como el mijo,
sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse
necesariamente entre enero y marzo.
Antes de que pudiera reaccionar, Marta me suplicó que me
sentara a la mesa. En un abrir y cerrar de ojos situó ante mí un
ancho cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente. Siempre
en silencio, mientras su compañera seguía triturando el grano,
cortó varias rebanadas de una hogaza de pan moreno que posiblemente
pesaría más de tres libras. Dos generosas porciones de queso y miel
completaron mi desayuno.
Desde la hora tercia (las nueve de la mañana,
aproximadamente), grupos de peregrinos procedentes de Galilea, de
la Perea, viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y
muchos curiosos, habían ido llegando hasta las puertas de la casa
de Lázaro. Como casi todos los días, aquellos hebreos habían
aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para
«distraerse» viendo y escuchando al resucitado. Al verlos sentados
en el jardín e invadiendo, incluso, el atrio y el patio central,
sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que la
mayoría de aquellos individuos sólo buscaban un motivo para el
comadreo?
Comprendí que el paciente amigo de Jesús hubiera preferido
quitarse de en medio…
Al consultar a Marta sobre el camino que debía seguir para
encontrar a su hermano, la «señora» abandonó gentilmente sus
quehaceres y me rogó que la siguiera a través del espacioso huerto
situado a espaldas de la casa y en el que se alineaban numerosos
árboles frutales. Apenas si habíamos caminado trescientos pasos
cuando, al desembocar en una pequeña explanada, me detuve
sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de caliza
blanda. Al pie de aquella mole grisácea, salpicada en algunas de
sus grietas superiores por los nidos de barro de las primeras
golondrinas, distinguí una piedra circular.
Marta comprendió el motivo de mi sorpresa y, con un gesto de
su mano, me invitó a acercarme al sepulcro
familiar.
1 «Santa Claus» confirmaría esta costumbre, en base a los
textos sagrados del Levítico (19,9; 23,22) y del Deuteronomio (24,
19-21). Un tratado completo. con ocho capítulos, es recogido par La
Misná. (N. del m.)
En silencio inspeccioné el cierre de la boca de la cueva. Se
trataba de una losa perfectamente labrada, de un metro escaso de
diámetro y apenas treinta centímetros de grosor. Aquella piedra,
muy semejante a las muelas de molino, constituía el cierre de una
entrada que, a juzgar por las dimensiones, era bastante angosta. El
frente de la peña, en una superficie de dos metros -a partir del
suelo- por otros tres de ancho, había sido esculpido a manera de
fachada y revocado en blanco.
Yo sabía que retirar la losa constituía una falta de respeto
hacia los muertos. Así que, sin hacer comentario alguno, olvidé
aquel impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro que
me permitiera desplazar la roca. Por otra parte, lo más probable es
que, aunque Marta hubiera accedido, ni ella ni yo juntos hubiéramos
sido capaces de mover aquellos trescientos o quinientos kilos que
debía pesar el cierre.
Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas
que corría en dirección oeste y que, según la «señora», me llevaría
al encuentro de su hermano.
La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía
fresca: «diez grados centígrados y un moderado viento del norte de
diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el cilómetro
especial de la «cuna» -en base a un haz de luz láser- había
detectado una barrera de nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos
trescientos kilómetros de longitud, que se levantaba a seis mil
pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento,
estas amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en
su avance hacia Jerusalén por una corriente de aire frío procedente
del norte.
«No hay que descartar, sin embargo -me anunció mi compañero-,
que puedan cambiar las condiciones y que en 24 o 48 horas se
registren lluvias sobre nuestra área.»
Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino,
entre los ondulantes campos de cebada. Algunos campesinos habían
iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos con la mano
derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de
las espigas. Las hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de
hierro, sólidamente engastadas con remaches a una empuñadura de
madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las
mujeres cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después
separaban el grano de la paja, bien a mano o con la ayuda de los
bueyes. En este último caso -el más frecuente, según pude
comprobar- los animales pisaban la cebada. Después, los hombres
pasaban el trillo por encima, tirado por estos mismos bueyes. Los
más comunes estaban construidos con una tabla plana en cuya cara
inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros
eran simples rodillos, también de madera.
En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja,
cerniendo el grano y guardándolo finalmente en sacos. Varios asnos
y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos hasta
la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro
como la que había visto en la casa de Lázaro.
No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro
se alegró al verme pero rechazó de plano mi idea de ayudarles en
las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo
dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra
atención. Procedente de la aldea se acercaba un
jinete.
Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó
atentamente. De pronto, sin hacer el menor comentario, soltó el
sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera hacia la
vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando,
abrazó a Lázaro. Un instante después volvía a montar, alejándose
hacia Betania. El resucitado hizo señales para que me acercara. Al
llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
-¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría
incontenible-. Al fin podrás conocerlo… Vamos, tenemos mucho qué
hacer.
-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle
atropelladamente, mientras trataba de seguirle. Pero Lázaro no me
respondió.
Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio
centenar de metros de ventaja. A pesar de su aparente debilidad,
corría como un gato salvaje.
Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había
alterado a la familia y amigos. Marta, sobre todo, corría de un
lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a Lázaro,
confirmándole la buena nueva:
-¡Viene!… ¡Viene Jesús!…
El hermano intentó calmarla, preguntándole algunos detalles.
Dicen que está a unos diez estadios de Betania -añadió la
«señora».
Rice un rápido cálculo mental. Eso significaba que el rabí se
hallaba a unos 1 860 metros de la aldea.
Puedo jurar que, a pesar de mi intensa preparación, de los
largos años de entrenamiento y de mi condición de escéptico, la
familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin poder
evitarlo, un escalofrío me sacudió la columna vertebral.
Inexplicablemente, mi garganta se había quedado seca. Pero, en un
esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde los
campos. (Una vez más me equivocaba…)
Siguiendo los consejos de Lázaro, permanecí en la casa. Mi
primera intención fue salir al encuentro del Nazareno, pero el
resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle
allí.
-El viene siempre a nuestro hogar… Además -insinuó-, la
noticia habrá llegado ya a Jerusalén y dentro de poco no se podrá
caminar por las calles de Betania.
-Entonces -comenté con preocupación- el Maestro ha aceptado
el reto y pasará la Pascua en la ciudad santa…
Mi amigo no quiso responder. Sin embargo, adiviné en su
mirada un velo de pesadumbre. Ellos presentían que aquélla podía
ser la última Pascua de Jesús de Nazaret… Ni que decir tiene que el
sumó sacerdote y sus secuaces podían estar ya enterados de la
presencia del impostor en la vecina aldea. Y eso, como sabía muy
bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.
Poco después de la hora nona -quizá fuesen las cuatro o
cuatro y media de la tarde- la agitación entre las numerosas
personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se
disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y
desaparecieron entre los grupos de hombres y mujeres que taponaban
prácticamente la entrada principal.
Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de
voces, gritos y saludos. Sin saber por qué, sentí miedo. Retrocedí
unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas del ala
derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar.
Presioné disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo
de la inminente llegada de Jesús.
A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de
Lázaro fueron apartándose y un nutrido grupo de hombres irrumpió en
el patio.
Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron
clavados de pronto en un individuo que sobresalía muy por encima de
los demás… ¡Aquél tenía que ser Jesús!
Su extraordinaria talla -en un primer momento la calculé en
algo más de 1,80 metros- lo convertía, al lado de la casi totalidad
de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color
«burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno
al cuello y cayendo sobre unos hombros anchos y poderosos. Una
larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi hasta los
tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo
blanco arrollado sobre la frente, que caía sobre el lado derecho de
sus cabellos.
Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del
módulo, en aquella noche del 30 de enero de 1973, experimenté una
aceleración cardíaca como la que estaba soportando en aquellos
momentos.
El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su
brazo derecho descansaba sobre el hombro de Lázaro. A su alrededor,
Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el alborozo
general.
Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho,
propio de los pueblos caucásicos. El cabello, lacio y de una
tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco
después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre
la frente y que portaban también casi todos los hombres de su
grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio. Presentaba un
bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo,
similar a los cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a
ocultar los labios, relativamente finos. La nariz me desconcertó.
Era larga y ligeramente prominente.
Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de
sonreír, mostrando una dentadura blanca e impecable, muy distinta a
la que padecía la mayoría de los hebreos.
El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central,
sobre uno de los taburetes que alguien había rescatado del
«comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su
alrededor. Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y
quedé maravillado. El contraste con aquellas caras endurecidas,
sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores, era
sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y
bronceada.
Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús,
a poco más de cuatro o cinco metros, levantó repentinamente su
rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego me recorrió
las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó,
abriéndose paso entre las personas que habían empezado a sentarse
sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas empezaron a
temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba
frente a mí…
Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo
-ligeramente rasgados y de un vivo color de miel- tenían una virtud
singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que
observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le
proporcionaban un especial atractivo. La frente, despejada,
terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No
pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol,
infundía un extraño respeto.
Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas
sobre mis hombros, sonrió, al tiempo que me guiñaba un
ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de
responder a su gesto, pero no pude. Estaba confuso y aturdido,
emocionado…
Sé bien venido.
Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por
desarmarme. Había tal seguridad y afecto en su voz que necesité
mucho tiempo para reaccionar.
El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le
contemplaban en un mutismo total. Algunos de los discípulos
rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era
yo. El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su
invitado: «Un extranjero llegado expresamente desde Tiro para
conocer a Jesús.»
Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar
mis pensamientos. «No puede ser -me repetía una y otra vez-. Es
imposible que haya adivinado… ¿Cómo puede?…»
Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma
encrucijada. Si nadie le había hablado de mí -por qué iban a
hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el
patio había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso
estaba claro-, pero a otros no. Este era mi caso y, sin embargo,
había caminado hasta mí…
Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos,
estuve seguro, pero sólo un ser con un poder especial podría haber
actuado así.
Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como
un relámpago que rasga los cielos de Oriente a Occidente. Apenas si
me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera conmigo,
lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo
vagamente -entre saludos constantes- cómo Jesús salió de la casa,
acompañado por Lázaro y un nutrido grupo. Marta me informaría
después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente
ocupadas por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta
Betania y que -de común acuerdo con Simón, un anciano incondicional
del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría en la
casa de este antiguo leproso.
Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los
peregrinos llegados hasta la aldea discutieron entre sí, creyendo
que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén, como
desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el
Sanedrín. Pero se equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a
pasar la noche en la casa de Simón, así como en otros hogares de
amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la
verdadhicieron lo posible para que el Maestro se sintiera feliz
durante su estancia en la pequeña población.
Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a
Jesús y había anunciado un gran banquete para el día siguiente,
sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya que -de
acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía- el día
sagrado para los hebreos comenzaba precisamente con el crepúsculo
del día anterior.
Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió
a infinidad de amigos y visitantes, departiendo con
todos.
Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en
compañía de sus íntimos y de la familia del resucitado, repuso
fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron
asiento en torno a la gran mesa rectangular del «comedor» y las
mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un primer
momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero
Lázaro insistió y me vi obligado a compartir con ellos las
abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres, frutos secos y
vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se
probaba el agua. Esta era sustituida habitualmente por
vino.
Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o
quince personas que compartían los alimentos se pusieron en pie,
entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque permanecí
lógicamente en silencio. Al terminar, Marta -en una de las
presurosas idas y venidasme explicó que aquel himno, titulado
Oye, Israel, era en realidad una oración.
Me sorprendió ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas
diferencias con los doctores de la ley, respetaba las viejas
costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro
había hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del
humor, riendo y haciendo bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser
-al menos en los días que precedieron al jueves, 6 de abril- otro
de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de
esa imagen grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos
de los libros del siglo XX!… Jesús de Nazaret era una mezcla de
niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de hombre
que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le
notaba feliz. Mucho más alegre y despreocupado que sus propios
discípulos y amigos, visiblemente alterados por las amenazas del
sumo sacerdote.
Acto seguido, Jesús -que presidía la mesa junto a Lázaro- se
hizo cargo de una de las hogazas de pan y, según su costumbre, lo
troceó y distribuyó entre los comensales.
Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se
dirigió a uno de los hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre,
el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas
Iscariote!
El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí,
le entregó algo. Después regresó a su puesto. Permanecí como
hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y larguirucho, de
algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz
aguileña destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole
el clásico «perfil de pájaro» que yo había estudiado en la
clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra
se hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del
«tipo leptosomático» coincidía de lleno, en este caso, con el
temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido,
reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que
conforme fui conociendo el carácter de este hombre, me percaté que
se trataba en realidad de un gran tímido que no había tenido
oportunidad de desarrollar su inmenso caudal
afectivo.)
Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro
prácticamente imberbe.
Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del
simple cordón o ceñidor, iba sujeta por la cintura con una
hagorah o faja oscura, de la que había
extraído aquella pequeña bolsa de cuero. Al parecer, por lo que
pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para
guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas
portaba una pequeña espada, sujeta en su costado derecho. En
aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho
singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban
también sendas espadas bajo sus mantos y hagorahs.
El rabí rogó a las hermanas de Lázaro que se aproximaran a
Él. María fue la primera en abandonar los enseres que estaba
manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas de la
mesa, junto al Galileo. Al poco entraba Marta, secándose las manos
en el delantal. La luz de una de las dos grandes lámparas o
lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la mesa ponían
al descubierto el atractivo perfil de María. Una espesa mata de
pelo negro y cuidadosamente cardado le caía por la espalda, casi
hasta la cintura. Sobre la frente, María, sujetando parte de los
cabellos, lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis
aceitunado. Tenía las facciones pequeñas y delicadas, propias de
sus dieciséis o diecisiete años.
Ni una sola vez había logrado hablar con ella y, no obstante,
sus interminables ojos negros revelaban un corazón singularmente
sensible.
Jesús puso la bolsita en las manos de María y, dirigiéndose a
ambas, les pidió que aceptaran aquel pequeño obsequio. Mientras
María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató el
regalo de entre las manos de su hermana, abriéndolo con presteza.
Desde mi asiento apenas si llegué a distinguir unos gránulos.
Después supe que se trataba de semillas de bálsamo, compradas por
el propio rabí a su paso por Jericó.
Ante el regocijo general, María -siempre en silencio- se
aproximó a Jesús, estampándole dos sonoros besos en las
mejillas.
Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de
aquella comida fue decayendo, por obra y gracia de algunos de los
hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban seriamente
preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de
su Maestro y que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No
tardó en surgir el asunto de la orden de captura de Jesús por parte
del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para
salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto
del grupo al mismo tiempo.
Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba
encanecida y bigote rasurado, prácticamente calvo y de ojos claros.
Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso. Aquel hombre de
rostro acribillado por las arrugas -yo estimé que era uno de los de
más edad (quizá rondase los 40 o 45 años)- no era partidario de la
entrada en Jerusalén1. Temía, lógicamente, por la
vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de
convencer al grupo de lo peligroso del
empeño.
Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba
hablar a unos y otros, sin pronunciar palabra. Hasta que en un
momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su voz
grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules,
sentenció:
-Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es
recibido en su pueblo y que ningún médico cura a los que le
conocen?…
Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos,
añadió:
Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una
maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a causa del cuerpo, es la
maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo
esta gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?
Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el
Maestro, levantándose, se retiró a descansar.
Aquella noche, y las siguientes, los discípulos -temerosos de
todo y de todos- montaron guardia por parejas a las puertas de la
casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como Pedro, su
hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes
hermanos gemelos Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas
espadas cortas, prácticamente idénticas a los gladius de los legionarios romanos: la conocida
gladius Hispanicus o espada española, como
la definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta
centímetros de longitud, de hoja ancha y doble filo, con una punta
que las hacía temibles
Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los
mantos
-generalmente en el costado derecho- y dentro de una vaina de
madera.
Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores
llevaban armas. Sin embargo, salvo en el triste momento de su
captura en la noche del jueves, en la finca de Getsemaní, jamás les
hizo mención o reproche alguno.
1 Simón Pedro encajaba también
en el tipo «pícnico» que cita Kretschmer: cara ancha, blanda y
redondeada. Su rostro, visto de frente, recordaba un escudo. Su
frente era amplia, conservando algo de pelo en las zonas
temporales.
Sin embargo, Pedro no presentaba una excesiva obesidad. Su
caja torácica, así como los hombros y brazos, eran fuertes y
musculosos, muy propios de una vida consagrada al rudo trabajo de
la pesca.
En lo que si coincidía con la clasificación de Kretschmer era
en su temperamento «ciclotímico»: abierto, espontáneo, de amistad
rápida y con grandes oscilaciones en su estado de humor. Por su
gran capacidad de sintonización afectiva era fácil de contagiar de
la alegría o de la tristeza. Y tuve oportunidades sobradas para
confirmarlo. En suma: Pedro era muy sociable y bien aceptado por el
resto del grupo. (N. del m.)
amor, sacar agua de los pozos y hasta encender el fuego…
Aquellas abrumadoras normas de origen religioso trastornaban por
completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo que
en un principio debería haber sido un motivo de alegría y merecido
descanso, había terminado por deformarse, convirtiéndose en un
enmarañado código de disposiciones, en su mayoría absurdas y
ridículas.
Lázaro y su familia, siguiendo el ejemplo de Jesús, adoptaban
una postura mucho más liberal. Esa misma tarde tendría oportunidad
de comprobar los muchos disgustos y quebraderos de cabeza que
arrastraban, como consecuencia de la sincera puesta en práctica de
la doctrina que venía predicando el rabí de
Galilea.
A pesar de todo, quedé francamente sorprendido al ver -desde
primeras horas de la mañana- un incesante gentío que, procedente de
Jerusalén y del campamento levantado junto a sus murallas,
pretendía saludar a Lázaro y al hombre que había sido capaz de
desafiar al Gran Sanedrín. Según mis informaciones, uno de estos
preceptos sabáticos especificaba que el hombre de la casa debía dar
tres órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde
del viernes): «¿Habéis apartado el diezmo?»1. «¿Habéis
dispuesto el erub»? Por último, el cabeza
de familia debía ordenar que se prendiera la
lámpara.
Pues bien, si la distancia de Jerusalén a Betania era de unos
quince estadios (casi tres kilómetros), ¿cómo es que aquellos
judíos incumplían una de las normas más severas del sábado: caminar
más de los dos mil codos fijados por la Ley?2.
Lázaro, con una sonrisa maliciosa, vino a explicarme que,
también en aquellos tiempos, «hecha la ley, hecha la
trampa…»
Los israelitas, para aligerar esta disposición de los dos mil
codos, habían «inventado» el erub. Si una
persona, por ejemplo, colocaba en la vigilia del sábado (el
viernes) alimentos como para dos comidas dentro de ese límite de
los dos mil codos o mil metros, aquello -el erub era considerado como una «residencia temporal»,
pudiendo entonces caminar otros dos mil codos en cualquier
dirección3.
Esto explicaba la masiva presencia de peregrinos y vecinos de
Jerusalén en Betania, que según mi amigo- podían haber situado uno
o dos erub en el mencionado sendero que une
las tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé y la aldea en la que me
encontraba.
Mi condición de extranjero y gentil me proporcionó, al fin,
una oportunidad para ayudar a la familia que me había acogido bajo
su techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y después de
vencer la resistencia de Marta, me ocupé del transporte del agua,
así como de alimentar el fuego de la chimenea, recoger los huevos
del gallinero y de la limpieza y puesta a punto de un ingenioso
artilugio que llamaban antiki y que no era
otra cosa que una especie de calentador metálico, con un recipiente
para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las cenizas
del mismo y, por supuesto, volver a cargarlo. Aquel utensilio,
provisto de un tubo interior en contacto con el fuego, era de gran
utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo estaba liberado de
aquellas normas y ello, como digo, me permitió compensar en parte
la gentileza y hospitalidad de mis amigos.
Pero mi corazón ardía en deseos de salir al encuentro de
Jesús. Marta, con su finísimo instinto, me sugirió que lo dejara
todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de sus
visitas a la casa de su vecino, Simón, con motivo de la preparación
del festín que los habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer
al rabí, había tenido ocasión de verle en el
jardín.
1 Las estrechas leyes del descanso sabático llegaban a tal
extremo, que de los alimentos que habían de ser ingeridos había que
apartar el diezmo antes del sábado. Durante este tiempo no se podía
hacer tal operación. (N. del m.)
2 A diferencia del codo romano (cubitus), de 74 milímetros (es
decir, la longitud de una mano), el codo judío también llamado
filetérico, por el apodo de los reyes de Pérgamo (Philetairos)-,
estuvo vigente en el oriente del Imperio romano desde la
constitución de la provincia de Asia en el año 133 antes de Cristo.
Tenía 52,5 centímetros de longitud. Esta medida se empleaba
corrientemente en Palestina y Egipto. En una conexión rutinaria con
el módulo, nuestro ordenador central confirmó que según Dídimo de
Alejandría (final del siglo I antes de nuestra era), el codo
egipcio de la época romana equivalía a pie y medio del sistema
tolemaico. Es decir, 525 milímetros También los escritos de Josefo
daban esta medida como la descrita en la literatura rabínica. (N.
del m.)
3 El mismo recurso se utilizaba entre varios vecinos, colocando
los alimentos en un patio y creando así la presunción de que se
trataba de una sola casa. De este modo quedaba permitido el
transporte de objetos en su interior. (N. del
m.)
Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó
que yo también había sido invitado y que, si así lo consideraba,
ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había asignado.
Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un
acontecimiento «especial». Lo que no podía imaginar entonces era la
gravísima repercusión que entrañaría para el
Maestro…
La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de
Betania desde la muerte del padre de Lázaro, se levantaba a escasa
distancia y también en el núcleo oriental de la población. La única
diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso
jardín cuajado de cipreses, algarrobos y palmeras- perfectamente
cercado por un muro de piedra de dos metros de altura. En
Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban
prohibidos. Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes
ciudades. Simón, fervoroso creyente y seguidor del Cristo, era,
además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya
avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y
perfumados estoraques de flores blancas, jaras y los curiosos
tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma
blanquecina, altamente medicinal.
A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa
muchedumbre, a la espera de poder ver al Maestro. Como si se
tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús
permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por
la faja y el manto controlando las entradas y salidas de los
amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos autorizados
a traspasar el umbral.
No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del
Galileo. Mi amistad para con Lázaro y el oportuno gesto de Jesús,
saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que me ganara
las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los
discípulos -Judas de Santiago, gemelo del otro Alfeo- me preguntó
si buscaba a alguien en particular. Le dije que a Jesús y se brindó
encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me
encontré ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino,
adoquinado con piedras blancas (caliza, sin duda), nos condujo en
línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la
escalinata de mármol que daba acceso a la casa.
No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El
gigante se hallaba rodeado de una decena de niños,
¡jugando!
Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio,
casi de puntillas, rodeé la pequeña explanada, sentándome en los
primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí, absorto,
disfrutando como los pequeños.
Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida
túnica blanca aparecía esta vez ceñida por un cordón. Entre la
algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y
rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me
emocionó fue comprobar cómo aquel hombre hecho y derecho -capaz de
desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a los muertos-
saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las
exigencias de aquella gente menuda.
Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio,
contemplando la escena y escabulléndose a continuación entre risas
mal contenidas.
Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo
se situaba de espaldas al grupo de niños y lanzaba un palitroque
hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la
chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo
hasta que uno de ellos generalmente el que más saltaba- se hacía
con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto corrían en todas
direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba
por perseguir v tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No
era casualidad que todos los niños pretendieran «cazar» al rabí.
Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos,
esquivándolos y burlándolos entre los árboles y
arbustos.
No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos
horas…
Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me
equivocaba o aquellos iban a ser los últimos juegos de Jesús de
Nazaret.
De pronto, cuando más punzante era aquella inexplicable
melancolía, el Maestro detuvo el juego. Retiró de sus ojos la venda
de tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a los
pequeños, dando por terminada la diversión.
Aunque Jesús había tenido múltiples oportunidades de verme
allí, sentado, fue en ese momento cuando dirigió su mirada hacia
mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el Maestro avanzó
hacia las escalinatas. Traté de ponerme en pie, pero el rabí
extendió su mano, indicándome que no me moviera.
Se sentó a mi lado, con la respiración aún agitada y la
frente empapada por el sudor.
-Jasón, amigo, ¿qué te sucede?
Aquel descubrimiento volvió a sumirme en la confusión. El
Maestro, sin mirarme siquiera y sin esperar una respuesta -¿qué
clase de respuesta podía haberle dado?- prosiguió con un tono de
complicidad que adiviné al instante.
Tú estás aquí para dar testimonio y no debes
desfallecer.
-Entonces sabes quién soy…
Jesús sonrió y pasando su largo brazo sobre mis hombros,
señaló hacia la puerta del jardín, donde aún montaban guardia sus
discípulos.
-Pasará mucho tiempo hasta que ésos y las generaciones
venideras comprendan quién soy y por qué fui enviado por mi Padre…
Tú, a pesar de venir de donde vienes, estás más cerca que ellos de
la Verdad.
-No comprendo, Maestro, por qué tus hombres van armados. Muy
pocos lo creerían… en mi tiempo.
-Los que están conmigo -respondió con un timbre de tristeza-
no me han entendido.
-Señor, ¡hay tantas cosas de las que desearía
hablarte!…
-Aún tenemos tiempo. Bástele a cada día su
afán.
Era irritante. Tanto tiempo aguardando aquella oportunidad y
ahora, mano a mano con El, no sabía qué decir ni qué
preguntar…
-Antes me has preguntado qué me ocurría -le comenté
intrigado- ¿Cómo has podido darte cuenta?
-Levanta la piedra y me encontrarás allí. Corta la madera y
yo estoy allí. Donde hay soledad, allí estoy yo
también…
-¿Sabes?, toda mi vida me he sentido solo.
Jesús replicó de forma fulminante:
-Yo soy la luz que está sobre todos. Hay muchos que se tienen
junto a la puerta, pero, en verdad, te digo que sólo los solitarios
entrarán en la cámara nupcial.
-Me tranquiliza saber que también los que dudamos tenemos un
rincón en tu corazón…
El gigante sonrió por segunda vez. Pero esta vez sus ojos
brillaron como el bronce pulido.
-El mundo no es digno de aquel que se encuentra a si
mismo…
-Mil veces me he hecho la misma pregunta: ¿por qué estamos
aquí?
-El mundo es un puente. Pasad por él pero no os instaléis en
él.
-Pero -insistí- no has respondido a mi
pregunta…
-Sí, Jasón, silo he hecho. Este mundo es como la antesala del
Reino de mi Padre. Prepárate en la antesala, a fin de que puedas
ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no se
detiene!
-Pero, Señor conozco a muchos que se han «instalado» en su
sabiduría y que dicen poseer la Verdad…
-Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece la
simiente?
-En la tierra.
-En verdad te digo que la verdadera sabiduría sólo puede
nacer en el corazón que ha llegado a ser como el polvo… El sabio y
el anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días por el
lugar de la Vida, vivirán. Porque muchos primeros serán últimos y
llegarán a ser uno.
-Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde debo
buscarla?
-Si los que os guían os dicen: «Mirad, el Reino está en el
cielo»; entonces, los pájaros del cielo os precederán. Si os dicen
que está en el mar, entonces los peces del mar os precederán. Pero
yo te digo que el Reino de mi Padre está dentro y fuera de
vosotros. Cuando os conozcáis seréis conocidos y sabréis que sois
los hijos del Padre viviente. Mas si no os conocéis, estaréis en la
pobreza y vosotros seréis la pobreza.
El rabí debió notar mi confusión. Y añadió:
-¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin
saber a dónde quería ir a parar.
-El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en
verdad te digo que mi Padre siempre ha estado en tu corazón. Sólo
tienes que mirar «hacia adentro»… Bienaventurado el que busca,
aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a
fuerza de buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y
habiéndose turbado, se maravillará y reinará sobre
todo.
-Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a
un mismo tiempo…
-Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que
tiene delante de sus ojos recibirá la revelación de lo oculto. No
hay nada oculto que no será revelado.
Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la
cordialidad de aquel Hombre terminaban por quebrar los muros más
inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente
interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se
agolpaba a las puertas de la casa de Simón reclamaba al rabí y los
hombres del Nazareno se sentían impotentes para
contenerlos.
Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría
nuevas oportunidades para conversar con El y exponerle mis
interminables dudas.
Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas
del jardín de la casa de Simón estalló al ver al Maestro. Pero
Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus
discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del
milagro que había hecho con Lázaro, no se contentaron con verle y
empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi asombro. A juzgar
por sus gritos, aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no
pretendían escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les
importaba era asistir a otro prodigio…
Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos
y se hizo el silencio. Un silencio expectante. Y muchos de los allí
congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos de que
su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro
«espectáculo». Pero el Maestro, en tono enérgico, les
dijo:
«¡Necios!… Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui
visto Por ellos. Y hallé a todos los hombres ebrios, y entre ellos
no encontré a ninguno sediento… Mi espíritu se dolió por los hijos
de los hombres, porque son ciegos de corazón y no
ven.»
Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar
dio media vuelta, perdiéndose a paso ligero en dirección a la
mansión de su anfitrión.
Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones
y prodigios, no se merecía otra cosa. Poco a poco fui dándome
cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el mensaje de
aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos -tal y como comprobaría
al día siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén-
habían distinguido a aquellas alturas del ministerio de Cristo de
qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el verdadero
alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en
las escalinatas: «Los que están conmigo no me han
entendido…»
Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus
hermanas, entraba por primera vez en el patio porticado de la casa
de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al
medio centenar largo de comensales. Todos -conocidos o no del jefe
de la casa- eran saludados con el ósculo o beso de la paz.
Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso,
acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había
asignado, en torno a una mesa muy baja y en forma de U. A
diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía
cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a
los capiteles de las columnas que rodeaban el hermoso lugar. La
cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma que
en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para
permitir el movimiento de los servidores.
Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al
anciano. Al besarle comprobé cómo su mejilla derecha conservaba aún
las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del ojo, así como
esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y
deformadas. La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la
huella del terrible mal. La mano izquierda había quedado mutilada
en las últimas falanges de los tres dedos
centrales.
Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado
aquellos años difíciles y ahora se mostraba feliz y satisfecho,
luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y
un manto de brillante seda a franjas azules y
escarlatas.
Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos
puestos en la mesa, comprobé con alivio que el resucitado había
sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que
permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió
maliciosamente.
Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado
derecho1. Aunque los judíos comían habitualmente sentados en sillas o
taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era una fiesta en la
que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al
Maestrolos hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de
almorzar reclinados sobre cómodos cojines y
esteras.
La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de
honor ocupaba el centro de la U, habiendo sido preparado una
especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la
mesa.
Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del
viernes la correspondiente invitación, con los nombres, incluso, de
los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada tradición,
el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado
otros tantos mensajeros a los domicilios de sus amigos,
recordándoles el lugar y la hora del banquete. Respetuosamente,
olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro
había esperado esta segunda y última comunicación del mensajero.
Sólo en ese momento partimos de la casa.
Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la
atención una tela blanca, colgada a las puertas del atrio. Lázaro
me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era tiempo de
entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber
servido el tercer plato.
Jesús y sus discípulos -los doce- estaban ya en el patio
cuando mi amigo y yo fuimos recibidos por el anfitrión. Por lo que
pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el desagradable
percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía
abiertamente, demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en
cambio, a pesar de haber prescindido de sus espadas, no reflejaban
demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida
comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco
sacerdotes, de una de las comunidades de fariseos: mortales
enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos de los
policías del templo -levitas en su mayoría- que habían acudido
hasta Betania con la sospechosa misión de escoltar a los altos
dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me comentó por lo
bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos
propósitos de aquellos fariseos. Era muy posible que -siguiendo las
órdenes de Caifás- aquel mismo atardecer, una vez finalizado el
sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los
«separados» o los «santos» -como se conocía también a los fariseos-
no hicieron ademán alguno que pudiera alertar a los seguidores de
Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento se acercaron al
grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas
de sus túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado
lavatorio de manos y pies, reclinándose en sus puestos con vivas
muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad podía obedecer
a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la
mesa. Los servidores de Simón habían dispuesto una especie de
tazones de fina cerámica (hoy conocida como terra sigillata), compactos y de cuidada forma,
fabricados en barro rojo y -según me señaló Lázaro- procedentes de
Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el sello
del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo.
(Memoricé aquel nombre y en la tarde del lunes cuando, al fin, pude
regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el citado artesano
italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberioy Claudio,
desde los años 14 al 54 después de Cristo.)
Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un
cocinero de Jerusalén. Curiosamente, si las cosas salían mal y los
invitados se mostraban disgustados con el menú, el «jefe» de cocina
debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una
proporción que siempre dependía de la categoría social del
anfitrión y de sus comensales.
No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito.
(Al menos para los hebreos.) Tras el caldo, a base de verduras y
hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la cuchara,
los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y
plata. repletas de pescado cocido y cordero asado, hábilmente
condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
1 Los israelitas se desenvolvían mejor con la mano izquierda
que con la derecha.
El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos,
especialmente uvas pasas, dátiles y miel silvestre. Todo ello,
naturalmente, generosamente rociado -desde el principio al fin- por
un vino del Hebrón, servido en altos vasos de cristal
primorosamente tallados. Al costado de cada comensal había sido
dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos.
(La costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados
con los dedos.)
Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó
sensiblemente. Algunos de los servidores y músicos contratados por
Simón comenzaron a tañer sus instrumentos -fundamentalmente flautas
y citaras- y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas
en un grupo aparte, pendientes de los invitados, se unieron a la
música, batiendo palmas por encima de sus cabezas y siguiendo el
ritmo con su cuerpo.
Jesús -que había comido con gran apetito- apuró su tercera
copa de vino y sonrió al grupo, en el que destacaba María. La
hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus compañeras,
había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa
túnica, teñida con la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras
informaciones apuntaban hacia el hecho de que el célebre molusco de
las playas de Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se
obtenía la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al
contacto con el aire, se torna de color rojo oscuro. Los fenicios
lo descubrieron y supieron comercializarlo.)
María -tal y como ordenaban las normas sabáticas- había
prescindido de su habitual cinta sobre la frente y dejaba flotar su
negra y larga cabellera.
En aquel momento, mientras los servidores retiraban las
bandejas, daba comienzo en realidad lo que nosotros conocemos por
la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los vapores del vino,
se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús
y Simón, al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y
de cómo fueron derribadas las murallas de Jericó. Los discípulos,
por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados,
pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar
copa tras copa.
Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a
eructar sin el menor pudor. Aquello se convirtió pronto en algo
colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a
excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón
-que correspondía a cada uno de los groseros gestos con una leve
inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de valores.
Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de
cada uno de los invitados por la espléndida comida y el trato
recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en eructar,
«agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza
gastronómicas.
Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas
fueron pasando junto a cada uno de los comensales, ofreciendo unas
minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y blancoamarillentas.
Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas
«lágrimas» e introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de
«goma de mascar», muy refrescante y aromática. Según mi amigo, eran
extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda Palestina.
Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la
garganta, proporcionando. además, un aliento más fresco y
agradable.
En los días siguientes -y gracias a las «lágrimas» de
lentisco que me proporcionaría Lázaromi falta de aseo dental se vio
notablemente aliviado.
Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e
intensa alegría, no iba a tardar en estallar el
«escándalo»…
Creo que todos, o casi todos los presentes -distraídos con la
música y la agradable tertulia- tardamos algunos minutos en reparar
en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de las
mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era
María.
Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de
asistir a la escena de la unción. Sin poder remediarlo me incorporé
y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de la
mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos
metros de los invitados de honor.
Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio,
atónitos ante lo que estaba sucediendo. La hermana menor, con su
habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos treinta
centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un
material sumamente translúcido (después supe que se trataba de
alabastro oriental).
Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió
buena parte del contenido sobre los cabellos del Maestro. Un
líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo
acastañado del rabí, mientras un penetrante aroma fue llenando el
recinto. María cerró el recipiente y, tras depositarlo entre sus
piernas, procedió a extender el perfume entre los sedosos cabellos
del Galileo. Aquella unción fue hecha con tanta sencillez y amor
que los ojos del gigante se humedecieron.
Una vez concluida la operación, María volvió a abrir la
jarra, vaciando la esencia de nardo sobre los desnudos pies del
Maestro. Untó el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y
dedos, proporcionando a Jesús unos suaves y prolongados masajes
hasta que el líquido quedó perfectamente extendido1.
A esas alturas de la unción, algunos de los comensales habían
empezado a murmurar entre sí, lamentando aquel despilfarro. En uno
de los extremos de la mesa, varios de los discípulos entre los que
destacaba Judas Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras
subidas de tono- apoyaban con sus comadreos a los invitados que se
mostraban abiertamente molestos por el gesto de la
joven.
Ni María ni Jesús se alteraron ante aquellos cuchicheos. Al
contrario: la bellísima hermana de Lázaro -que había adornado las
uñas de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento2- echó atrás su
cabeza y pasando las manos sobre la nuca se inclinó sobre los pies
del rabí, arrojando por delante su espesa cabellera. Después, sin
prisas, fue enjugando con su pelo los pies del Maestro, hasta que
quedaron secos y brillantes.
Los comentarios, desgraciadamente, habían ido agriándose.
Judas, incluso, con una manifiesta indignación, acudió hasta Andrés
-el hermano de Pedro- preguntándole de forma que todos pudieron
oírle:
-¿Por qué no se vendió este perfume y se donó el dinero para
alimentar a los pobres?… Debes hablar al Maestro para que la
reprenda por esta pérdida…3.
María, asustada por el cariz que habían tomado los
acontecimientos, intentó levantarse, pero Jesús la detuvo. Y
poniendo su mano izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió
a los asistentes con voz reposada pero firme:
-¡Dejadle en paz todos vosotros!… ¿por qué le molestáis por
esto, si ella ha hecho lo que le salía del corazón? A vosotros, que
murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido vendido y el
dinero dado a los pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los
pobres con vosotros para que podáis atenderles en cualquier momento
en que os parezca bien… Pero yo no siempre estaré con vosotros.
¡Pronto voy a mi Padre!
A continuación, centrando aquella mirada -a la que no parecía
escapar ni el cimbreo de las llamas de las lámparas- en los ojos de
Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más
enérgico:
-Esta mujer ha guardado mucho tiempo este ungüento para mi
cuerpo en su enterramiento. Y ahora que le ha parecido bien hacer
esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe negar tal
satisfacción. Al hacer esto, María os ha reprobado a todos, en
cuanto que con este hecho evidencia fe en lo que he dicho sobre mi
muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta mujer no debe ser
condenada por esto que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en
los tiempos venideros, dondequiera que se predique este evangelio
por todo el mundo, lo que ella ha hecho será dicho en memoria
suya.
María desapareció del patio y yo me retiré a mi lugar. Lázaro
parecía entristecido. Tanto él como Marta sabían que su hermana
había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel costoso
perfume: La familia, al contrario de lo que venía observando entre
sus propios discípulos, si habían entendido el fondo del problema e
intuían que aquélla podía ser la última Pascua de
Jesús.
1 Esa noche, una vez en la casa de Lázaro, María me mostró el
recipiente: era, en electo, una especie de jarrita, bellamente
trabajada con una capacidad superior a los trescientos gramos.
(Algo más grande que una tradicional botella de coca-cola.) Le
rogué que me permitiera mojar un pequeño lienzo en los restos del
perfume y a los pocos días, en mi obligada entrada en el modulo
-con el fin de preparar la segunda fase de mi exploración- los
sistemas de a bordo analizaron la esencia, confirmando su origen
como una planta herbácea, cultivada en jardines, de la familia de
las valerianáceas. Se presentaba (hoy apenas si es trabajada como
esencia pura) en fragmentos de raíz, cortos, gruesos, como el dedo
meñique y de color gris negruzco. Terminan en un paquete de fibras
rojizas de forma de espiga. Es de olor fuerte y agradable y de
sabor amargo y aromático. También es conocido como nardo Indico,
del Ganges, Estaquide y Espicanardo. Su densidad era ligeramente
superior a la normal. (N. del m.)
2 Los israelitas fabricaban este cosmético con la corteza y
hojas del arbusto llamado juncia (henna para los árabes). (N. del
m.)
3 El contenido del jarrito era de unos trescientos gramos de
esencia de nardo índico. Su valor oscilaba alrededor de los
trescientos denarios. (Con doscientos se podía dar de comer a unas
cinco mil personas.) (N. del m.)
Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles
siguieron comentando el suceso, moviendo negativamente la cabeza,
en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había caído en
un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio
sordo y contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas
palabras de Jesús como un reproche personal e, indudablemente, se
había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió ser
a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su
venganza contra el Galileo. Dudo mucho que Judas pensase en
aquellos momentos en la entrega del Maestro a los miembros del
Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo
había recibido órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su
espíritu vengativo vio abierto así un camino para tratar de
humillar a Cristo y resarcirse.
Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de
los fariseos, que habían permanecido en un prudente silencio, se
dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa naturaleza del
perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer
hubiera violado las sagradas leyes del descanso sabático. Según
acerté a entender, una de las normas establecía que una mujer «no
podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es decir,
apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un
gorro en forma de caracol, ni con un frasco de perfume». Si
infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un
sacrificio, en compensación por su pecado.
Jesús observó divertido a los sacerdotes.
-Decidme -les preguntó- ¿de dónde venís?
-De Jerusalén -afirmaron.
-¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado
menos de un estadio,
habiendo recorrido vosotros más de quince?
Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder
salvar los dos mil codos o un kilómetro, que era el trayecto máximo
permitido en sábado. Jesús sabia que, aunque el pueblo sencillo
ponía en práctica el erub, los «santos» o
«separados» presumían públicamente de su extrema pureza, no dudando
en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego una buena
comilona.
Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no
estaba dispuesto a concederles cuartel. La casi totalidad de los
5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos de
Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la
sólida formación de los escribas y que, en base a sus estrictas
normas para con la pureza y el pago del diezmo, se habían elevado
por encima de los ammê ha' -ares o gran
masa del pueblo de Israel. Este engreimiento y dureza de corazón
era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en
proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y
nerviosismo de otros; en especial de sus más allegados, que temían
la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del
pueblo».
-¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó Jesús valientemente-. Sois
como un perro acostado en el pesebre de los bueyes: ni come él, ni
deja comer a los bueyes.
-¿Quién eres tú -esgrimieron los representantes de Caifás con
aire de suficiencia- para enseñarnos dónde está la
Verdad?
-¿Para qué salisteis al campo? -arremetió el Nazareno-. ¿Para
ver quizá una caña agitada por el viento?… ¿Para ver a un hombre
con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes
personajes -vosotros mismos- os cubrís de vestidos de seda y
púrpura, pero yo os digo que no podrán conocer la
Verdad…
-Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros
seguimos su ejemplo…
Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el
Galileo seguía imperturbable. Su dominio de la situación había
crispado los ánimos de los fariseos.
-¿Vosotros habláis de los que están muertos y estáis
rechazando al que vive entre vosotros?
-Dinos quién eres para que creamos en ti
contestaron.
-Escrutáis la superficie del cielo y de la tierra y no habéis
conocido a aquel que está entre vosotros…
Y volviendo su mirada hacia mi, añadió:
No sabéis escrutar este tiempo…
Una oleada de sangre ascendió desde mi
vientre.
Los fariseos optaron por levantarse, renunciando a seguir con
aquella batalla dialéctica. Entre expresivas muestras de
indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no
había terminado. Y antes de que pudieran abandonar el recinto les
espetó:
-¡Ay de vosotros, fariseos!. Laváis el exterior de la copa
sin comprender que quien ha hecho el exterior hizo también el
interior…
Empezaba a estar muy claro para mí por qué las castas de
sacerdotes, escribas y fariseos se habían conjurado para prender y
dar muerte a aquel Hombre.
La borrascosa cena culminó prácticamente con la salida de los
sacerdotes. Cuando los invitados se despedían ya de Simón, Pedro se
aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le propuso que María
fuera apartada del grupo, «ya que las mujeres comentó- no son
dignas de la Vida». El Nazareno debió de quedar tan perplejo como
yo. Y en el mismo tono, respondió al impulsivo
discípulo:
-Yo la guiaré para hacerla hombre, para que ella se
transforme también en espíritu viviente semejante a vosotros, los
hombres. Porque toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino
de los Cielos.
Esa noche, al retirarme a mi habitación y establecer la
conexión con el módulo, Eliseo me anunció que el frente frío había
penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la entrada de
Jesús en Jerusalén -prevista para el día siguiente, domingo- se
vería amenazada por la lluvia.
La mujer que salía de su hogar sin llevar
la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las buenas costumbres
que su marido tenía el derecho y -según los doctores de la ley-
hasta el deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma
estipulada para el caso de divorcio. Pude advertir que, en este
aspecto, había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en
su propia casa. Este fue el caso de una tal Qimjit que -según se
cuenta- vio a siete hijos llegar a sumos sacerdotes, lo que se
consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga sobre
mí esto y aquello -decía la púdica-si las vigas de mi casa han
visto jamás mi cabellera.»
Sólo el día de la boda, si la mujer era virgen y no viuda,
aparecía en el cortejo con la cabeza al
descubierto.
Ni qué decir tiene que las israelitas -especialmente las de
la ciudad- debían pasar inadvertidas en público. Uno de los
escribas
-Yosé ben Yojanán- había llegado a decir hacia el año 150
antes de Cristo: «No hables mucho con una mujer. Esto vale de tu
propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu
prójimo.»
Las reglas de la buena educación prohibían, incluso,
encontrarse a solas con una hebrea, mirar a una casada o saludarla.
Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer
en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que
se entretenía con todo el mundo en la calle o que hilaba a la
puerta de SU casa podía ser repudiada, sin recibir el pago
estipulado en el contrato matrimonial.
La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en
relación a esta conducta pública. Las hijas, por ejemplo, debían
ceder siempre los primeros puestos -e incluso el paso por las
puertas- a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a
las labores domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los
hermanos más pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de
alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo
cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus
derechos, en lo que se refiere a la herencia, no era el mismo que
el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a las
hijas. La patria potestad era extraordinariamente grande respecto a
las hijas menores antes de su boda. Se hallaban en poder de su
padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres
categorías: la menor (hasta la edad de «doce años y un día»), la
joven (entre los doce y los doce años y medio), y la mayor (después
de los doce años y medio). Hasta esa edad de los doce años y medio,
el cabeza de familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven
-aunque menor- estuviese ya prometida o separada. Según este código
social, las hijas no tenían derecho a poseer absolutamente nada: ni
el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por ejemplo, en
la calle. Todo era del padre. La hija -hasta la edad de doce años y
medio- no podía rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Se
llegó a dar el caso de ser casadas con hombres deformes. El escrito
rabínico Ketubot hablaba, incluso, de
algunos padres atolondrados que llegaron a olvidar a quién habían
prometido sus hijas…
El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no
hubiera cumplido los doce años. Los esponsales solían celebrarse a
una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija celebraba la
boda propiamente dicha, pasando entonces de la potestad del padre a
la del marido. (Y realmente, no se sabía qué podía ser peor.)
Después del «contrato de compraventa», porque eso era en el fondo
la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba a vivir a
la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva
carga, amén del enfrentamiento con otra familia extraña a ella que
casi siempre manifestaba una abierta hostilidad hacia la recién
llegada. A decir verdad, la diferencia entre la esposa y una
esclava o una concubina era que aquélla disponía de un contrato
matrimonial y la última no. A cambio de muy pocos derechos, la
esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser,
lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido
y, en compensación por su sustento, hilar y tejer. Otros añadían
incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y pies y
preparar la copa del marido. El poder del marido y del padre
llegaba al extremo de que, en caso de peligro de muerte, había que
salvar antes al marido.
Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar
la presencia y las constantes afrentas de la o las
concubinas.
En cuanto al divorcio, el derecho estaba única y
exclusivamente de parte del marido. Esto daba lugar, lógicamente, a
constantes abusos.
Por supuesto, desde el punto de vista religioso, la mujer
israelita tampoco estaba equiparada al hombre. Se veía sometida a
todas las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles
y penales -incluida la pena de muerte- no teniendo acceso, en
cambio, a ningún tipo de enseñanza religiosa. Es más: una sentencia
de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la ley) a su hija,
le enseña el libertinaje». Este «eminente» doctor -que vivió hacia
el año 90 después de Cristo- decía también: «Vale más quemar la
Torá que transmitirla a las mujeres.»
En la casa, la mujer no era contada en el número de las
personas invitadas -tal y como había tenido oportunidad de
comprobar en el banquete ofrecido por Simón, «el leproso»- y
tampoco tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio.
Sencillamente, «era considerada como mentirosa… por
naturaleza».
Era muy significativo que el nacimiento de un varón era
motivo de alegría, y el de una niña se veía acompañado de la
indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos
Qiddushin (82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos
hijos son niñas!»
Sólo conociendo este deplorable entorno social en el que
malvivía la mujer judía, uno podía alcanzar a entender en su justa
medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con
ellas e instruirías y tratarlas como a los hombres. Quedé muy
sorprendido al comprobar que el rabí de Galilea no sólo había
escogido a doce varones, sino que también había procurado rodearse
de otro grupo de mujeres (llegué a contar hasta diez), que seguían
al Maestro allí donde iba. Este hecho, como otros que poco a poco
iría descubriendo, no había sido incluido con claridad en los
Evangelios canónicos que conocemos.
Tal y como me había anunciado Eliseo en la última conexión
auditiva, aquella mañana del domingo, 2 de abril, amaneció nublada.
Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura, sacando un
brillo especial a las campiñas y perfumando Betania con un
agradable olor a tierra mojada.
En cuanto me fue posible me trasladé a la casa de Simón. El
Maestro, madrugador, había llamado a sus hombres y mujeres,
reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante -que
presentaba un semblante más serio que en la jornada anterior- les
dio instrucciones concretas, de cara a la próxima celebración de la
Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo
manifestación pública alguna mientras permaneciesen en el interior
de la ciudad santa y que, sobre todo, no se movieran de su
lado.
Una vez más, los discípulos asociaron aquellas medidas
precautorias con la orden de captura dictada por el Sanedrín.
Jesús, como creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus
hombres iban permanentemente armados. Sin embargo, no hizo alusión
alguna a sus espadas.
Cuando Jesucristo comenzó a hacer un repaso de lo que había
sido su ministerio, desde su ordenación en Cafarnaúm, hasta ese
día, observé cómo Judas el Iscariote haciendo oídos sordos,
dedicaba toda su atención al recuento de la bolsa común. Poco
después abandonó el grupo, entrando en la casa. Esa misma mañana,
muy de madrugada, David Zebedeo le había entregado los fondos
conseguidos por la venta del campamento que habían instalado
semanas antes en la ciudad de Pella, en la orilla oriental del
Jordán y como a unas cuarenta millas del mar
Muerto.
La bolsa común debía ser lo suficientemente importante como
para que Judas la depositase aquella misma mañana en poder del
anciano anfitrión. Al parecer, la inminente entrada de Jesús en
Jerusalén no hacía aconsejable que el «administrador» del grupo
llevara encima tanto dinero. Era en realidad en aquellas fechas de
la Pascua cuando los israelitas venían obligados por una
antiquísima ley a satisfacer lo que llamaban el «segundo diezmo».
En otras palabras: una vez apartados el importe de la ofrenda que
se hacía en el templo y el primer diezmo1, cada hebreo
tenía la obligación de consumir o gastar dentro de Jerusalén -esto
era imprescindible- el citado «segundo diezmo» de acuerdo con sus
posibilidades económicas. Si el judío, como digo, vivía lejos de la
ciudad santa podía convertir el «segundo diezmo» en dinero y
llevarlo hasta Jerusalén, donde tenía la obligación de gastarlo en
alimentos y bebidas, precisamente durante la fiesta de la Pascua.
(La Misná dedica cinco capítulos a lo que
se puede y lo que no se puede hacer con dicho
«impuesto».)
Judas conocía perfectamente esta obligación y,
presumiblemente, al hacer el «balance» de los fondos generales,
había separado ya el dinero que debía ser consumido en Jerusalén,
en concepto de «segundo diezmo». El hecho, sin embargo, de que lo
dejara en manos de Simón daba a entender que Jesús y sus hombres
tardarían aún unos días en acudir a Jerusalén para celebrar la
tradicional cena pascual. Aunque sólo se trata de una presunción
muy personal -ya que nunca traté de averiguarlo- cabe la
posibilidad de que Cristo hubiera cambiado ya impresiones con
Judas, como responsable del dinero, fijando, incluso, el día para
dicho rito.
1 Una vez que se apartaba y se entregaba al sacerdote la
ofrenda (teruma gedola) que, según la disposición rabínica, debía
ser por término medio el uno por cincuenta de la producción
obtenida en el campo, del resto había que separar un diezmo que era
destinado a los levitas (policías del templo), y que era llamado
«primer diezmo» o «diezmo de los levitas». El Pentateuco lo refiere
en varios pasajes: «Toda décima parte de la tierra, tanto de las
semillas de la tierra como de los frutos de los árboles, es del
Señor, es cosa sagrada al Señor«(Levítico, 27.30). «Y doy como
heredad a los hijos de Leví todos los diezmos, por el servicio que
prestan, por el servicio al tabernáculo de la reunión.» (Números,
18,21). La Misná dedica otros cinco capítulos a los pormenores de
este «primer diezmo»: «Qué frutos están sujetos al diezmo; en qué
momento ha de hacerse; en qué casos pueden comerse frutos sin haber
separado el diezmo y aplicación del diezmo en casos de
replantación, venta, aprovechamiento de subproducto y plantas
libres de la obligación del pago del diezmo.» (N. del
m.)
Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta
de la gran importancia que tenía para los residentes habituales de
la ciudad santa la presencia de aquellos miles de peregrinos
-llegados de todas las provincias y del extranjero- y, sobre todo,
el beneficio económico que les representaba el hecho de que cada
hebreo tuviera que gastar durante la Pascua una parte de sus
ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si
tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de
las ganancias globales de las ventas del ganado, de los frutales y
de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos
artesanales.
El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les
dejaría muchas consignas y lecciones…, antes de volver al Padre».
Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué se
refería.
Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola
pregunta.
Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a
Lázaro, que me había acompañado hasta la casa de Simón, y le
recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar Betania.
Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que -después
del milagro- el Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión
de que Lázaro debía ser también eliminado. «¿De qué servía prender
y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de
excepción del milagroso suceso?» Este planteamiento -no carente de
lógica- había movido a los sacerdotes a planear una acción
paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.
Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población
de Filadelfia, en la zona más oriental de la fértil Perea. Cuando
los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta, María
y sus sirvientes permanecían en la casa.
El resto de la mañana -hasta la una y media de la tarde, en
que el gigante dio la orden de partida hacia Jerusalén- el rabí
prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de
Simón.
Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de
preguntarle por qué había elegido aquella forma de entrada en la
ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras, me
respondió escuetamente:
«Así convenía, para que se cumplieran las
profecías…»
Efectivamente, tanto en el Génesis
(49,11) como en Zacarías (9,9) se dice que
el Mesías liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los
Olivos, montado en un jumentillo. Zacarías, concretamente, dice:
«¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de
Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae
la salvación. Viene como el más bajo, montado en un asno, en un
pollino, la cría de un asno.»
Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal
almuerzo, Jesús -que había recobrado el excelente buen humor del
día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran hasta el
poblado de Betfagé.
-Cuando lleguéis al cruce de los caminos -les dijo-
encontraréis atada a la cría de un asno.
Soltad el pollino y traedlo.
-Pero, Señor -argumentó Pedro con razón-, ¿y qué debemos
decirle al propietario?
-Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid
simplemente:
«El Maestro tiene necesidad de él.»
Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones
desconcertantes, se encogió de hombros y
salió hacia Betfagé. El joven Juan -un muchachito silencioso,
casi taciturno (debería andar por los 16 o 17 años), enjuto como
una caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún unos
instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la
sorpresa y un cierto temor. ¿Qué estaba tramando el
Maestro?
De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya
hacia la puerta de salida y, dando un brinco, salió a la carrera en
Persecución de su amigo.
Para entonces, David Zebedeo -uno de los más activos
seguidores de Cristo- sin contar para nada con el Maestro ni con
los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de
Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a
los peregrinos de la inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella
iniciativa -como quedó demostrado despuésiba a contribuir
decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la
ciudad santa. Además de los cientos de hebreos que, como cada día,
habían acudido hasta Betania, otros miles de habitantes de
Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida
noticia de la presencia de aquel galileo -hacedor de maravillas- y
con los suficientes arrestos como para plantar cara a los sumos
sacerdotes.
No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media
de la tarde, Pedro y Juan se reunieron con el resto de la comitiva,
que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro. Tal y como
había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a
Betfagé, allí estaban los animales: un asno y su
cría.
La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes -todas
ellas fervientes seguidores de Jesús-, encontrar en sus calles a
los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que prestara
uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho
milagroso. Ésa, al menos, fue mi impresión. Si en algo se
distinguían Betania y Betfagé del resto de las poblaciones de
Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la
férrea fe de sus habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que
estaba convencido de que aquel milagro del Nazareno -posiblemente
uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su
vida pública- había tenido por escenario Betania, no para que las
gentes de ambas aldeas creyesen, sino más bien porque ya creían. La
teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más importantes -caso
de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a
Jesús…
El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a
soltar el jumento, se presentó el propietario. Al preguntarle por
qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el
hebreo, sin más, respondió:
-Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el
pollino.
Al ver el asnillo -de pelo pardo, apenas de un metro de
alzada y posiblemente de la llamada raza «silvestre» (muy común en
Africa y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la misma
pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría
de asno? Jesús siempre había trillado los caminos con la única
ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas por muchos
corredores de maratón… Poco después, al verle desfilar entre la
muchedumbre que se agolpaba en el camino y en las calles de
Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a sospechar cuáles podían
ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el
concurso de aquel pequeño animal.
El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia
Jerusalén. Los gemelos, en un gesto que Jesús agradeció con una
sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el
ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno
tomó la cuerda que hacia las veces de riendas y golpeó suavemente
al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.
La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus
largas piernas hacia atrás, a fin de no arrastrar los pies por el
polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su figura,
cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un
espectáculo, mitad ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo,
me fui dando cuenta que aquél, precisamente, era uno de los efectos
que parecía buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como
romana- fijaba que los reyes y héroes entrasen siempre en las
ciudades a lomos de briosos corceles o engalanados carros. Algunas
de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesíasque
entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de
Israel el yugo de la dominación extranjera.
Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo
un hombre de semejante estatura, a lomos de un burrito?
Indudablemente, una de las razones para entrar así en la ciudad
santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el
poder puramente temporal. Y Jesús iba a lograrlo…
Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o
doce mujeres elegidas por Jesús
-y que se habían unido a la comitiva- quedaron
desconcertados. Pero el Maestro era así, imprevisible, y ellos le
amaban por encima de todo. Así que encajaron el hecho con
resignación. El propio Jesús, con sus constantes bromas,
contribuyó
-y no poco- a descargar los recelos de sus fieles seguidores.
Yo mismo me vi sorprendido al observar cómo el Nazareno se reía de
su propia sombra.
Aquel ambiente festivo fue intensificándose conforme nos
alejamos de Betania. Una muchedumbre que no sabría calcular se
había ido agrupando a ambos lados del camino, saludando, vitoreando
y reconociendo al Cristo como el «profeta de
Galilea».
Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente (tanto Pedro
como Simón, el Zelotes, Judas Iscariote e incluso el propio Andrés,
habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto a las
fajas), estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de
su jefe y del resto del grupo fue disipándose conforme
avanzábamos.
Cientos -quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la
Perea y hasta de Galilea parecían haberse vuelto repentinamente
locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los extendían
sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante
el paso del jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños,
ancianos y adultos gritaban y repetían sin cesar «¡Bendito el que
viene en nombre del Divino!…» «¡Bendito sea el reino que viene del
cielo!…»
Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos
hosanna, por la sencilla razón
de que esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según
la etimología original de la palabra judía1.
Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la
espalda y que me hizo temblar, fue experimentado también por los
apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos hebreos
cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso
las flores violetas de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas
de este árbol, de forma que un fragante aroma se esparció por el
ambiente.
Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía
esperar un recibimiento como aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y
la orden de captura del Sanedrín?
Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos
en brazos del Nazareno, que los acariciaba sin cesar. El corazón de
Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.
Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la
comitiva seguiría por el camino habitual -el que yo había tomado
para dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la derecha,
iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había
reparado en aquella empinada y pedregosa trocha que, efectivamente,
servía para atajar. A los pocos metros, Jesús saltaba ágilmente del
voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la
cumbre de la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que
había cesado, aunque el cielo seguía con unas negras y amenazantes
nubes.
Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en
fila de a uno entre las plantaciones de olivos, el corazón me dio
un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota más alta del
Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero
alguno, siempre cabía la posibilidad de que los participantes en
aquella agitada manifestación de júbilo pudieran penetrar en la
franja de seguridad de la «cuna».
Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la
aproximación de la comitiva.
Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado
al comprobar que el «punto de contacto» del módulo se hallaba mucho
más a la derecha y como a unos trescientos pies de donde nos
habíamos detenido.
Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en
todo su esplendor. Las torres de la fortaleza Antonia, del palacio
de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo se
habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando
sobre un mosaico de casas y callejuelas
blanco-cenicientas.
Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto
por el rumor de abigarrados grupos de israelitas que corrían desde
las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las
murallas- advertidos de la llegada del profeta.
El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y
contagioso buen humor había pasado a una extrema gravedad. Los
discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no entendían
las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de
boca…
El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso,
cuando los allí reunidos comprobamos cómo Jesús de Nazaret,
adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del Olivete,
comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna.
Las lágrimas corrieron mansamente por las mejillas y barba del
Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi garganta se formó un
nudo áspero.
Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo,
sin poder evitar su emoción y con voz entrecortada,
exclamó:
-¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras sabido, incluso tú, al
menos en este tu día, las cosas pertenecientes a tu paz y que
hubieras podido tener tan libremente… Pero ahora, estas glorias
están a punto de ser escondidas de tus ojos… Tú estás a punto de
rechazar al Hijo de la Paz y volver la espalda al evangelio de
salvación… Pronto vendrán los días en que tus enemigos harán una
trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes Te
destruirán completamente, hasta tal punto que no quedará piedra
sobre piedra. Y todo esto acontecerá porque no conocías el tiempo
de tu divina visita… Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y
todos los hombres te rechazarán.
Obviamente, ninguno de los que escucharon aquellas frases
podía intuir siquiera el trágico fin que acababa de profetizar el
rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el general
romano Tito Flavio Vespasiano primero caería sobre Israel con tres
legiones escogidas y numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo
Tito remataría la destrucción del Templo y de buena parte de
Jerusalén, en medio de un baño de sangre. Más de ochenta mil
hombres, integrantes de las legiones 5.ª, 10.ª 12.ª y 15.ª,
reforzadas por la caballería, llegarían poco antes de la luna llena
de la primavera del año 70 ante la murallas de la ciudad santa. En
agosto de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los
romanos plantaban sus insignias en el recinto sagrado de los
judíos. En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no quedaba
piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad «ombligo del
mundo». Según los cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían
reunido en Jerusalén -con el fin de celebrar la tradicional Pascua-
alrededor de seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador
Flavio Josefo afirma que, durante el sitio, el número de
prisioneros -sin contar a los crucificados y a los que lograron
huir- se elevó a 97000. Y añade que, en el transcurso de tres
meses, sólo por una de las puertas de la ciudad pasaron 115000
cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron vendidos como
esclavos y dispersados.
Las lágrimas y los lamentos del Nazareno estaban más que
justificados…
1 La inclusión de los familiares «¡Hosanna al hijo de David!»,
que aparecen en los evangelios canónicos, parece ser una concesión
posterior de la Iglesia primitiva, en base al salmo 118, 25, y que
servia como profesión de fe, tal y como apuntó muy acertadamente
Leonardo Boff. (N. del m.)
El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús
-sin duda por su inocencia y generosidad- se aproximó hasta el
Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de los usados
habitualmente para quitar el sudor del rostro y que solían guardar
anudado en cualquiera de los brazos. Cristo, sin pronunciar una
sola palabra más, se enjugó las lágrimas y volvió a montar en el
jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad.
La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya
por la ladera, arreciando en sus vítores.
Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a
aquellas manifestaciones de afecto, avanzando cada vez con mayores
dificultades. El gentío que salía a raudales por las murallas de
Jerusalén no se contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del
camino. Muchos de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se
arremolinaban en torno al borriquillo, obligando a los discípulos a
abrir paso entre empujones y gritos. ¡Era el
delirio!
El bullicio había conmovido de tal forma a los hebreos de la
ciudad y de los campamentos levantados en su entorno que, al poco,
cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la puerta de
la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y
levitas -alertados por el tumulto y que, según los indicios, salía
precipitadamente con idea de prender al impostor- hizo su aparición
entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas
y mazas, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los
sacerdotes. Pero el entusiasmo y el clamor de aquellos miles de
judíos eran tales que debieron pensarlo con más calma y,
prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. El rabí,
con una envidiable astucia, había evitado su tumultuosa entrada por
la zona nororiental de Jerusalén. Desde la cumbre del Olivete, el
ingreso en la ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido,
salvando el cauce seco del Cedrón y penetrando por la llamada
Puerta Probática o por la del Oriente, en el costado oriental de
las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un riesgo
latente: pasar muy cerca de la fortaleza Antonia, sede y cuartel
general de las fuerzas romanas de ocupación. Por otra parte, al
planear la entrada triunfal por la zona más meridional, Jesús se
veía obligado a cruzar por algunas de las calles más populosas de
la parte baja y vieja de la capital. Aunque tampoco llegué a
preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente manifestación
del pueblo judío, volcado con y por Jesús1, tuve la
certidumbre de que el Maestro quiso dirigir sus pasos a través de
aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble intención:
permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que -de
paso- le protegiera a El y a sus hombres contra la orden de caza y
captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido fue tan sincero y
clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se
atrevieron a consumar el
prendimiento.
Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió
tan expresiva que muchos de los jóvenes y mujeres, al alcanzar la
rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa), arrancaron
decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo.
Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y
escribas que habían ido saliendo al encuentro del «impostor» y
algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a codazos y
empellones, cerrando la marcha del Nazareno.
Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le
gritaron a Jesús:
-¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles
a que se comporten con más decoro!
Pero el rabí, sin perder la calma, les
contestó:
-Es conveniente que estos niños acojan al Rijo de la Paz, a
quien los sacerdotes principales han rechazado. Sería inútil
hacerles callar… Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las
piedras del camino.
Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y
con la misma violencia, se perdieron en la cabeza de la
manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude
verificar poco después- el Sanedrín celebraba uno de sus habituales
consejos. Estos sacerdotes dieron cuenta a sus colegas de lo que
estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de Jerusalén. José
de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús,
relataría a la mañana siguiente a Andrés y al resto de los
apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los rostros
desencajados en la sala de las «piedras talladas» (lugar de
sesiones del Sanedrín), exclamando:
«¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil! Remos sido
confundidos por ese galileo. La gente se ha vuelto loca con él… Si
no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le
seguirá.»
La triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y
empinadas callejas de la ciudad. Las gentes se asomaban a las
ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos -que veían en
realidad al Nazareno por primera vez- preguntaban: «¿Quién es este
hombre?» La propia multitud y los discípulos se encargaban de
responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de Galilea! ¡Jesús
de Nazaret!»
A eso de las tres y media o cuatro de la tarde, llegamos al
largo muro oeste del hipódromo. Una vez allí, al sur del gran
recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento,
pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran
el burrito a su dueño. Atraídos por el incesante griterío de los
judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se asomaron por entre
los altos arcos del acueducto que unía el vértice suroccidental de
templo con la zona alta de la ciudad, contemplando atónitos cómo la
multitud solicitaba a gritos que Jesús hablase y que fuese
proclamado rey. En el ánimo general -incluyendo a los más íntimos
del Nazareno- flotaba la creencia de que aquél era el libertador
esperado. Por un momento me dejé llevar por la fantasía e imaginé
qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las
incesantes peticiones del pueblo…
Pero no eran esas -ni mucho menos- las intenciones del
Galileo. Muy al contrario. Haciendo caso omiso de las sugerencias
de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la
muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso
rápido, dejó a la gente plantada, entrando a la gran explanada del
templo por la llamada puerta Doble.
Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de
Cristo de no dirigirse públicamente a los hebreos y, a
regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el
interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del
imponente muro sur del templo, observando cómo parte de los que le
habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros cientos se
decidían finalmente por acompañar al Mesías.
Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario -y
a pesar de haber visto aquel formidable «rectángulo» desde el aire-
quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra. Herodes se había
jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo.
Enormes bloques de piedra -meticulosamente escuadrados y encajados
(los mayores de 4,80 x 3,90 metros)- constituían las hiladas
inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que
rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido
cercado con una soberbia columnata. Una balaustrada aislaba el
templo de la zona destinada a los no judíos (el mencionado atrio de
los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al
interior, y en las que montaban guardia los levitas o policías al
mando de siete guardianes permanentes, pude leer sendas
advertencias -en griego- que, naturalmente, respeté en todo
momento. Decían textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar
dentro de la cerca y muralla en torno al santuario. Todo el que sea
sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de
muerte que de ahí se seguirá.»
Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían
exagerado al describir aquella maravilla. Al ingresar en el
gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para
ello- uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas -tanto
la Probática como la Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real-
habían sido recubiertas con planchas de oro y plata. (Sólo había
una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se
hallaba en el centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de
Nicanor. Según Josefo y la Misná, «todas
las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de
Nicanor, pues en ella había sucedido un milagro; según otros,
porque su bronce relucía como el oro».)1
A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo
oblicuamente sobre Jerusalén, las agudas puntas que sobresalían en
el tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y destelleaban,
proporcionando al conjunto un halo casi mágico y
fascinante.
El patio de los Gentiles -en especial toda la zona próxima a
las columnatas del llamado Pórtico Regio- presentaba un movimiento
inusitado. Buena parte de esta área sur del gran «rectángulo» del
templo se encontraba atestada de tenderetes, mesas y jaulas con
palomas. Teniendo en cuenta que dicha explanada media en su parte
más estrecha justamente al pie de la columnata del Pórtico Regio)
735 pies2, es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de venta
que -en tres o cuatro hileras- habían sido montados en la
mencionada explanada. No llegué a sumarías en su totalidad, pero
dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen de trescientas o
cuatrocientas.
En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban
con los animales que debían ser sacrificados en la Pascua. Allí se
vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de los
tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera
montados sobre las propias jaulas o, cuando mucho, provistos de
patas o soportes plegables, se ofrecían y «cantaban» al público
muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio
pascual:
aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras
tostadas y hasta mermelada. Y en mitad de aquel mercado al aire
libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los
llamados «cambistas» -griegos y fenicios en su mayoría- que se
dedicaban al cambio de monedas. La circunstancia de que muchos
miles de peregrinos fueran judíos residentes en el extranjero había
hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros».
Allí vi monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos,
dracmas, óbolos, calcos y leptones o «calderilla» de bronce),
romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o
«assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las
variantes de la moneda judía (denarios, maas y pondios -todos ellos
en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce, entre
otras).
Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a
los hebreos, ya que les proporcionaban -«in situ»- el cambio
necesario para poder satisfacer el obligado tributo o contribución
al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan
antigua como tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas
porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo iba a ser testigo
de excepción de un hecho histórico -la mal llamada «expulsión de
los mercaderes del templo por Jesús»- que, a juzgar por lo que pude
ver, no había sido descrita correctamente por los
evangelistas.
Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los
puestos de venta, contemplando los preparativos para la Pascua, yo
aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por moneda
romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos
regateos con uno de aquellos malditos especuladores fenicios,
obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios cientos de ases o
moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.
Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos,
departiendo pacíficamente con aquellos cientos de mercaderes, me
asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús tan
tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios»,
cuando el evangelio afirma que, en una de sus múltiples visitas al
templo, la emprendió a latigazos con ellos, haciendo saltar por los
aires las mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como
digo, al día siguiente…
Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta
la gran explanada que rodea el Santuario, fue olvidando al
Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en
el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior. Yo
no tuve más remedio que esperar en el atrio de los Gentiles. Esta
circunstancia me impediría estar presente en el conocido suceso de
la viuda que, en aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los
«cepillos» donde los judíos depositaban su contribución para el
sostenimiento del templo. A la salida del grupo, Andrés me refirió
la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha sido
correctamente narrada por los evangelistas. Lo que yo no sabia es
que esos «cepillos», en número de trece, estaban estratégicamente
situados en una sala que rodeaba el atrio de las mujeres. (Las
hebreas no podían salir de ese recinto y entrar en los patios de
los hombres o de los sacerdotes.) Eran recipientes en forma de
trompeta -estrechos por su boca y anchos en el fondo- para
protegerlos de los ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba
al cargo de un tal Petajia, responsable de los sacrificios de las
aves y que controlaba el dinero que se depositaba en dicho tercer
«cepillo». (En lugar de realizar la ofrenda de los animales, el
judío podía entregar el equivalente en dinero.) Pues bien, este
Petajía -cuyo verdadero nombre era Mardoqueo- había recibido este
mote a causa de su extraordinaria facilidad como políglota: ¡sabía
setenta lenguas! (La palabra pataj
significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al
interpretarlas.) Aquella alusión de Andrés iba a resultar altamente
provechosa para mí, ya que días después- el tal Petajía iba a jugar
un papel destacado en una de las negaciones de Pedro… Mientras
aguardaba la salida del grupo del interior del Santuario, me senté
muy cerca de los mercaderes y pude asistir a un fenómeno que, al
parecer, era frecuente en la compra-venta. Muchos de los
«intermediarios» abusaban cruelmente de los hebreos más humildes,
llegando a venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos
en cuenta que el precio normal de estas aves en Jerusalén era de
1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros resultaban
desproporcionadas.)1.
Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era
propiedad de la poderosa familia de Anás, ex sumo sacerdote. Esto
sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el
sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo.
(También aquella observación iba a resultar importante para
comprender lo que sucedería al día siguiente.)
Indignado con aquellas miserables actitudes de los
«intermediarios», procuré distraerme, lijando un máximo de detalles
de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de
columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo
corintio. Las balaustradas habían sido trabajadas en piedra. Una de
ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban el
atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En
algunas zonas de esta balaustrada exterior habían sido grabadas
también las mismas advertencias que yo había leído sobre varias de
las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta
inmensa explanada -cuidadosamente enlosada con piedras de
diferentes colores- estaban cubiertos con artesonados de madera de
cedro, traída posiblemente de los bosques del
Líbano.
Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de
griegos que había llegado en aquellos días a Jerusalén y que, por
supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a Felipe y le
expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido
aún del templo y el discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta
después de la resurrección del Galileo, ostentaría la autoridad
moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me
había llamado la atención desde un primer momento por su seriedad.
Casi siempre aparecía silencioso, como preocupado y distante. Quizá
esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su
acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos
de la misma estatura (1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña
y cabello fino y abundante, a diferencia de Pedro, que sufría una
extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de
suponer que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél
le hacia parecer más viejo.
Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras
observar al grupo de griegos, regresó con Felipe al interior del
Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente, departió con
aquellos gentiles.
Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí
sobre su muerte y le interrogaron sobre ello. Jesús les
respondió:
-En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo
arrojado a la tierra no muere, se queda solo; pero si muere,
produce mucho fruto…
-¿Es que es preciso morir para vivir? -preguntó uno de los
gentiles visiblemente extrañado ante las palabras del
Maestro.
-Quien ama su vida -le contestó Jesús-, la pierde. Quien la
odia en este mundo, la conservará para la vida
eterna.
-¿Y qué nos ocurrirá a nosotros -preguntaron nuevamente los
griegos- si te seguimos?
-El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de
mí, se aleja de la vida.
Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo,
replicándole que aquellas palabras eran similares a las de un viejo
refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está
cerca del rayo.»
-A diferencia de Zeus -comentó el Maestro- yo sí puedo daros
lo que ningún ojo vio, lo que ningún oído escuchó, lo que ninguna
mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del hombre. Si
alguno de vosotros quiere servirme -concluyó- que me siga. Donde yo
esté, allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi
Padre lo honrará…
Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las
órdenes del rabí y terminaron por alejarse.
Jesús, sin poder disimular su tristeza, comentó entre sus
discípulos: «Ahora, mi alma está turbada… ¿Qué diré? Padre,
¡líbrame de esta hora!…»
Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de
aquellos pensamientos en voz alta y añadió, de forma que todos sus
seguidores pudieran oírle:
-Pero para esto he venido a esta hora…
Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de
Jerusalén, gritó:
-¡Padre, glorifica tu nombre!
Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría
explicar con exactitud. Nada más pronunciar aquellas desgarradoras
palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus que
cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo,
era de unos seis mil pies) se produjo una especie de relámpago o
fogonazo. De no haber sido por la potente y metálica voz que se
dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible
chispa eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas.
Pero, como digo, casi al unísono de aquel «fogonazo», los cientos
de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos escuchar
una voz que, en arameo, decía:
-Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.
La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos.
Al fin, la gente comenzó a reaccionar y la mayoría trató de
tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un trueno.
Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un
trueno no habla…
Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste
les anunció:
-Esta voz ha venido, no por mi, sino por vosotros. Ahora es
el juicio de este mundo: ahora va a ser expulsado el príncipe de
este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los
hombres hacia mí…
Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola
palabra. Los propios discípulos se miraban entre sí, como
diciendo:
«¿de qué está hablando?»
Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al
escuchar aquella enigmática voz, le replicaron «que ellos sabían
por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin inmutarse, se
volvió hacia los recién llegados y les contestó:
-Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros.
Caminad mientras tenéis la luz y que no os sorprenda la
oscuridad:
el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras
tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la
luz…
-Somos nosotros, los sacerdotes -arremetieron los
representantes del templo, tratando de ridiculizar a Jesús-,
quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a
éstos…
El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre,
replicó:
-¡Ciegos!… Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no
veis la viga en el vuestro. Cuando hayáis logrado quitar la viga de
vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis quitar la mota
del ojo de éstos…
Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por
sus más allegados.
1 Nuestro ordenador central, en base a los cálculos estimados
en la Misná, nos había prevenido sobre la afluencia de hebreos que
podríamos encontrar en aquellos días en la Pascua en Jerusalén. De
acuerdo con las medidas de los diferentes atrios del templo, Santa
Claus fijaba en unos dieciocho mil los israelitas que podían tener
acceso al recinto sagrado, en tres turnos y que representaba el
sacrificio de otros tantos corderos pascuales. Teniendo en cuenta
que cada víctima podía ser consumida por un promedio aproximado de
diez personas, ello significaba un volumen de unos ciento ochenta
mil asistentes a la fiesta. De éstos, unos veinte mil eran vecinos
de la propia ciudad de Jerusalén y quizá otros cinco o diez mil más
acampaban fuera de las murallas. En suma, los peregrinos llegados
en aquellos días hasta la ciudad santa podían oscilar alrededor de
los cien mil o ciento veinticinco mil. Esto nos da una idea
bastante aproximada de lo que realmente constituyó la aglomeración
al paso de Jesús y de sus discípulos en aquella tarde del domingo,
2 de abril. (N. del m.)
1 El archivo contenido en el ordenador central del módulo ponía
de manifiesto -según el escrito rabínico Middot, II,3- que la citada puerta de Nicanor,
situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas (todo
en el interior del templo), era de bronce de Corinto. Según datos
escritos por Josefo, «nueve puertas del templo, junto con dinteles
y jambas, estaban completamente revestidas de oro y plata. Una sola
era de bronce de Corinto, la cual superaba con mucho a las otras en
valor». Al incendiar las puertas para tomar el templo, se fundió el
revestimiento y las llamas alcanzaron así las partes de madera.
Siguiendo con esta suntuosidad, Flavio Josefo aseguraba que el
vestíbulo estaba enteramente recubierto de placas de oro «de cien
codos cuadrados y del grosor de un denario de oro». De las vigas
del vestíbulo colgaban cadenas de oro. Allí mismo había dos mesas;
una de mármol y otra de oro; esta última era de oro macizo. Sobre
la entrada que conducía del vestíbulo al Santo se extendía una
parra también de oro, la cual crecía continuamente con las
donaciones de sarmientos de oro que los sacerdotes se encargaban de
colgar. Además, sobre esta entrada pendía un espejo de oro que
reflejaba los rayos del sol naciente a través de la puerta
principal (que no tenía hojas). Había sido una donación de la reina
Helena de Adiabene. En el Santo, situado detrás del vestíbulo, se
hallaban singulares obras de arte, que constituyeron los trofeos de
Tito a su entrada triunfal en Roma: el candelabro macizo de siete
brazos, dedos talentos de peso (cada talento equivalía a 34 kilos y
272 gramos) y la mesa maciza de los panes de la proposición,
también de varios talentos de peso. El «sanctasanctórum»,
finalmente debía de hallarse vacío y sus paredes totalmente
recubiertas de oro.
Una vez dentro del atrio de las mujeres, el oro resplandecía
también por doquier. Había candelabros de oro, con cuatro copas en
sus vértices. Las tesorerías del templo estaban abarrotadas de
objetos de plata y oro. Según cuenta Josefo, al registrarse la
destrucción del templo por los romanos, la Provincia de Siria se
vio inundada por una gigantesca oferta de oro que trajo Como
consecuencia la caída de la «libra de oro». (N. del
m.)
2 Unos 245 metros, aproximadamente (N. del
t.)
1 Cuando interrogué a Andrés sobre la cantidad de dinero que
había depositado la viuda en el cepillo del templo, éste me señaló
que creyó ver un total de dos lepta o 1/4 de as. En otras palabras,
pura calderilla. (Una nación diaria de pan venía costando en
Jerusalén un par de ases. Lo normal es que con un as pudieran
comprarse dos pájaros.) (N. del m.)
La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía
por costumbre, cruzó el barrio viejo de Jerusalén, en dirección a
la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en
Betania.
Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la
aglomeración había sido tal que, francamente, apenas si tuve
oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en
cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro
exterior del hipódromo, el grupo se deslizó por las estrechísimas
callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se
dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que
ahora circulábamos (conocido también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas «ciudades»
estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella
raíz -sûq- designaba la naturaleza de ambos
lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude ver
en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de
«bazares» en los que se vendía de todo.
Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por
sendas calles principales, adornadas con columnatas: la gran calle
del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del mercado, en la
ciudad vieja1. Estas dos «arterias»
comerciales estaban unidas por un enjambre de calles transversales
que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría
sin empedrar y sumidas en un pestilente olor, mezcla de aceite
quemado, guisotes y orines arrojados al centro de las vías- se
hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y con
las paredes desconchadas.
1 Ésta corresponde a la actual calle el-Wad. (N. del
m.)
Pero el grupo, encabezado siempre por Jesús, evitó aquellas
incómodas y oscuras callejas, dirigiendo sus pasos por una de las
calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante mi
sorpresa, entramos de pronto en una calle de casi ocho metros de
ancho, perfectamente empedrada, que desembocaba junto a la piscina
de Sibé.
Las antorchas y lucernas -estratégicamente situadas sobre los
muros de las casasempezaban ya a alumbrar la noche de la ciudad
santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas tinieblas, el tráfico
de peatones era incesante. A las puertas de los edificios de
aquella calle, de más de doscientos metros de longitud, observé
numerosos artesanos, enfrascados por entero en sus labores o en
interminables regateos con los posibles compradores. En aquella
zona baja o vieja se habían afincado las profesiones más nobles y
consideradas de Jerusalén. Los paganos, prosélitos e «impuros», en
cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo de los
judíos en este sentido había llegado a tal extremo que, por
ejemplo, el esputo de un habitante de la ciudad alta era
considerado como impuro; cosa que no ocurría con las
expectoraciones de los residentes en esta área de la ciudad. Andrés
me explicó que, en el fondo, todo había arrancado a raíz de la
instalación de los «bataneros» o blanqueadores de tejidos en dicha
zona alta. Estos aparecían entre las profesiones «despreciables» de
la comunidad israelita.
Junto a las más variadas tiendas o janûyôt se alineaban -siempre en la calle- sastres,
barberos, médicos o sangradores, fabricantes de sandalias
carpinteros, zapateros, vendedores de lámparas y de utensilios
propios de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de
vestidos de Tarso, sin olvidar a los solicitados vendedores de
perfumes y de ungüentos. Aquello, en definitiva, constituía un
espectáculo único, en el que los pregones de las mercancías, gritos
infantiles, risas y el aroma de las frituras terminaban por
envolverle a uno, cautivándole.
Fue en uno de aquellos puestos al aire libre donde,
súbitamente, decidí adquirir un hermoso frasco de esencia de nardo.
Sin ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés -que me sirvió de
oportuno mediador- consiguió una sustancial rebaja, pagando un
total de 250 denarios por la preciada jarra. La vasija en cuestión
había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo procedimiento
que los hebreos llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento
circular. El engobe y el bruñido habían reducido la porosidad de
los vasos, con un pulimento tan brillante que, a primera vista,
daba la impresión de un proceso de vidriado.
Alcanzamos al Maestro y a los restantes discípulos cuando
pasaban bajo el arco de la puerta de la Fuente, en el extremo
meridional de Jerusalén. Yo sabia que la ciudad, en especial en
aquellos días previos a la Pascua, era un «nido» de mendigos, pero,
al cruzar las murallas quedé impresionado. Decenas de leprosos se
disponían a pasar la noche, envueltos en sus mantos y harapos,
mientras una legión de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y
ciegos nos salían al paso, suplicándonos una limosna. De no haber
sido por Andrés, que tiró de mi sin contemplaciones, lo más
probable es que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a
manos de aquellos supuestos desdichados. Y digo «supuestos» porque
-según el hermano de Pedro- la inmensa mayoría eran simuladores
«profesionales», que aprovechaban la fiesta para conmover los
corazones de los forasteros y «no dar golpe…».
Creo que no me percaté bien del desconcierto general de los
discípulos de Cristo hasta que hubimos caminado algo más de un
kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso, encabezaba el
grupo, tirando de los diez con sus características
zancadas.
Ni uno solo abrió la boca en todo el trayecto. Aquellos
galileos parecían confusos, deprimidos y hasta malhumorados. Pronto
deduje cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada
recepción tributada al Maestro, 105 apóstoles no habían comprendido
por qué Jesús no había aprovechado aquella magnífica oportunidad
para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su «reino» en
Judea, extendiéndolo después a las restantes provincias. Al ver sus
rostros no era difícil imaginar cuáles eran sus
pensamientos.
Andrés, preocupado por su responsabilidad como jefe del
grupo, era quizá el que menos valoraba aquel estallido popular en
torno al Maestro.
La verdad es que, en los días sucesivos, algunos de los
íntimos -en especial Pedro, Santiago, Juan y Simón Zelotes-
tuvieron que hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas
emociones…
Simón Pedro fue posiblemente uno de los más afectados por la
manifestación popular. Y, más que por el excitante recibimiento,
por el incomprensible hecho de que el Maestro no se hubiera
dirigido a la multitud o, cuando menos, que les hubiera permitido
hacerlo a ellos. Para Pedro, aquélla había sido una magnífica
oportunidad… perdida.
Mientras caminaba hacia Betania le noté afligido y triste.
Sin embargo, su pasión por Cristo era tal que supo encajar el
extraño comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo
de disgusto.
Los sentimientos de Santiago, el Zebedeo, eran muy parecidos
a los de Simón Pedro. Su miedo inicial había ido esfumándose
conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de aquella
multitud que aclamaba a su Maestro le había hecho concebir
esperanzas de poder e influencia. Pero todo se había venido abajo
cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose en el templo.
¿Cómo podía renunciar así, tan graciosamente, a una oportunidad de
oro como aquélla?
Por su parte, Juan Zebedeo había sido el único que había
intuido las intenciones de Jesús. El recordaba que el Maestro les
había hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no
sin dificultades, asoció aquella entrada triunfal con las
verdaderas intenciones de Jesús. Aquello le salvó en buena medida
de la depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su
juventud y ciego amor por el Nazareno le impedían, además,
sospechar o imaginar siquiera que el Maestro se hubiera
equivocado…
Felipe, el «intendente» y hombre «práctico» del grupo, había
sufrido otro tipo de preocupación. Al ver aquella riada humana
pensó por un momento que Jesús podía pedirle como ya había hecho en
otras oportunidades- que les diera de comer. Por eso, al verle
abandonar la procesión y pasear tranquilamente por el recinto del
templo, sintió un profundo alivio.
Cuando aquellos temores desaparecieron de su mente, Felipe se
unió a los sentimientos de Pedro, compartiendo el criterio de que
había sido una lástima que Jesús no hubiera aprovechado aquella
ocasión para instalar definitivamente el reino. Aquella noche,
sumido en las dudas, se preguntó una y otra vez qué podían querer
decir todas aquellas cosas. Pero su fe en el Galileo era sólida y
pronto olvidaría sus incertidumbres.
Mateo, hombre cauto, aunque de una fidelidad extrema, quedó
maravillado ante aquel estallido multicolor en torno al rabí. Sin
embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no tardaría en
olvidar aquellas emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un
momento en el que Mateo estuvo a punto de perder su habitual calma.
Ocurrió en plena explosión popular, cuando uno de los fariseos se
burló públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién
viene: el rey de los judíos sobre un asno.» Aquello estuvo a punto
de sacarle de sus casillas y poco faltó -según me confesó días
después- para que saltara sobre el sacerdote.
A la mañana siguiente, como digo, Mateo había superado la
crisis general, mostrándose tan alegre como siempre. Después de
todo, era un perdedor que sabía tomarse la vida con
filosofía…
Tomás, como Pedro, caminaba aturdido. Su profundo corazón no
terminaba de encontrar la razón de aquel festejo, absolutamente
infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en un enredo
como aquél y eso le había desorientado. Por un momento, el práctico
y frío Tomás llegó a suponer que todo aquel alboroto sólo podía
obedecer a un motivo: confundir a los miembros del Sanedrín, que
como todo el mundo sabía- intentaban prender al Maestro. Y no le
faltaba razón…
Otro de los grandes confundidos por aquel acontecimiento fue
Simón el Zelotes. Su sentido del patriotismo le había hecho
concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su
país. El acariciaba la idea de liberar a Israel del yugo romano y
devolver al pueblo su soberanía. Y Jesús, por supuesto, debía
ocupar el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada
triunfal en Jerusalén, su corazón tembló de emoción y se vio ya al
mando de las fuerzas militares del nuevo reino. Al descender por el
monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y
simpatizantes del Sanedrín ajusticiados o desterrados. Fue, sin
lugar a dudas, el apóstol que gritó con más fuerza y que animó
constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde, era
también el hombre más humillado, silencioso y desilusionado.
Tristemente, no se recuperaría de aquel «golpe» hasta mucho después
de la resurrección del Maestro.
Con los gemelos Alfeos no existió problema alguno. Para
ellos, despreocupados y bromistas, fue un día perfecto. Disfrutaron
intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que más
cerca estuvieron del cielo». Su superficialidad evitó que germinara
en ellos la tristeza. Sencillamente, aquella tarde culminaron todas
sus aspiraciones.
En cuanto a Judas Iscariote, nunca llegué a saber con
exactitud cuáles fueron sus verdaderos sentimientos. En algunos
momentos me pareció notar en su rostro signos evidentes de
desacuerdo y repulsión. Es posible que todo aquello le pareciese
infantil y ridículo. Como los griegos y romanos, consideraba
grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar sobre
un asno. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de
abandonar allí ~ al grupo. Pero posiblemente le frenó el hecho de
ser el «administrador» de los bienes. Eso significaba una
permanente posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una
especial inclinación por el oro.
Quizá uno de los momentos más dramáticos para el vengativo
Judas fue poco antes de llegar a las murallas de Jerusalén. De
pronto, un importante saduceo -amigo de la familia de Jesússe
acercó a él y, dándole una palmadita en la espalda, le, dijo: «¿Por
qué ese aspecto de desconcierto, mi querido amigo? Anímate y únete
a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús de Nazaret, el rey de
los judíos, mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de
un burro.»
Aquella burla debió de herirle en lo más profundo. Judas no
podía soportar aquel sentimiento de vergüenza. Esa pudo ser otra
razón de peso para acelerar su plan de venganza contra el Maestro.
El apóstol tenía tan incrustado el sentido del ridículo que allí
mismo se convirtió en un desertor.
Salvo muy contadas excepciones, los discípulos de Cristo
demostraron en aquel histórico acontecimiento -a pesar de sus tres
largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesíasque no habían
entendido nada de nada.
Comprendí y respeté el duro silencio de Jesús, a la cabeza de
aquellos hombres hundidos y perplejos. Se hallaba a un paso de la
muerte y ninguno parecía captar su mensaje…