5

UNA vaca que quiera ser vaca de verdad, y no una vaca tonta, acabará por toparse con el desierto; no conseguirá cumplir su deseo sin antes conocer el amargo reino que, lejos de este mundo, sólo puede ofrecerle arena. Y entre la arena, sin una brizna de hierba, sin una gota de agua, la vaca que quiera ser vaca de verdad creerá enloquecer, y a veces, los días en que el sol castigue con más fuerza, se arrepentirá de haber comenzado el viaje y soñará con las dulzuras del establo que dejó. Pero ella, que recuerda bien lo tontas que suelen ser las vacas tontas, no cederá al desaliento; seguirá adelante hasta atravesar el desierto y tener ante sus ojos los montes húmedos y los bosques sombreados. Entonces, recordando lo que dijo el poeta, declarará así: Cela s’est passé, ya todo ha pasado, he salido del infierno, veo el mundo con ojos y corazón nuevos. Antes me faltaba la balanza de medir el valor de las cosas; pero ahora, en el desierto, la he encontrado.

Yo también quería ser una vaca de verdad, y apartarme de la tontería lo más posible, reunirme de nuevo con La Vache, mi primera y única amiga; pero el camino que llevaba del grupo de las tontas hasta ella era un camino que cruzaba el desierto. Y el desierto, en mi caso, tenía un nombre: Soledad. No Pobreza, Enfermedad o Cárcel, como se llaman los desiertos de tanta y tanta gente, sino Soledad. Por decirlo de otra manera, era un desierto opuesto al de Pauline Bernardette, pues el de ella era el que habitualmente se conoce con el nombre de Matrimonio.

—Cuando yo vivía en Altzürükü —me contó un día—, vivía feliz et contente. Pasaba el día completo en la montagne, cuidando el ganado de mis padres, y con eso y con las oraciones que le hacía a Mon Dieu, tenía suficiente. Pero yo fui creciendo y más creciendo, y me puse una chica très belle très belle, y entonces mon père me dijo: «Tendrás que casarte, así pues tendrás que ir al baile los domingos». Yo le dije: «Mais non, yo soy feliz et contente cuidando el ganado». Et mon père, una otra vez: «De aquí en adelante no irás a la montagne, irás al baile, porque eres una demoiselle y tienes que casarte».

»Aquel día yo caí á l’enfer, Mo, porque yo iba a bailar y todos querían bailar avec moi. Et non los de Altzürükü seulement, también los de Urdinarbe, Brissac, Ganges, Laroche y otros muchos lugares. Pero yo decía «non», et non bailaba con nadie. Yo no quería ser con aquellos chicos, yo quería ser á la montagne con mes vaches. Un día, me dijo mon père: «Pauline, ma cherie, veo cuánto sufres con tantos galanes. No es preciso que tú sufras más. Nuestro vecino Pierre me ha demandado tu mano, y yo he dicho que oui. Es un hombre muy bueno, tiene sesenta vacas y muchos terrenos».

»Aquel día sí que fue très triste pour moi, Mo. Antes un enfer, ahora enfer et demi. Llevaba cinco meses sin andar con el ganado en la soledad de la montagne, y el futuro era más y más oscuro. Pierre me venía todos los días a la casa: «Ma cherie Paulinette», me decía, «cuando nos desposemos, yo venderé los ganados y los terrenos y nos iremos a París a poner un bistrot restaurant». De verdad te digo, Mo: la primera vez que oí esa cosa del bistrot restaurant a París, yo me caí al suelo sin sentido. Al otro día yo le dije: «Pierre, je ne t’aime pas, y no iré a París a poner un restaurant bistrot». Y decía él: «Pero, c’est ridicule ça, ma cherie Paulinette. Yo sé que tu m’aimes». Y yo que non, y él que oui. Entonces, me encerré con llave en mi habitación y ya no salí más. Después de eso, Pierre venía todas las tardes debajo de mi balcón y me cantaba. Et finalement, yo decidí saltar le balcón, mon Dieu me pardonne, et partir de mi casa. Et, ¿qu’est ce que s’est passé alors?

—Pues pasó que te caíste del balcón encima mío, Soeur Pauline Bernardette. Menos mal que eras más ligera que un pájaro.

—Así se pasó, Mo, dices la verdad. Tú eras recién venida a Altzürükü, y resultaste debajo de mi balcón. Bien seguro, Mo, que Mon Dieu te puso allí. Si no fuera por ti, yo no sería ahora en el couvent. Algún día yo te tengo que pagar la faveur que me hiciste.

—La deuda está bien pagada, Soeur. Mejor que bien —le contesté acordándome del trébol y la alholva.

Así pues, el desierto de Pauline Bernardette se llamaba Matrimonio, y a fin de cuentas no le resultó tan difícil de cruzar: le bastó con caer encima de mí y luego entrar en el couvent. En cambio el mío, Soledad, parecía más árido y largo. Por un lado, estaba decidida a no tener ninguna relación con las vacas tontas del establo: no les negaría el saludo, pero sí todo lo demás. Sería inútil que me dieran conversación o que me ofrecieran buenas hierbas o buenos sitios para tumbarme. Todo aquello había acabado. Por otra parte, en cambio, la relación que había tenido con La Vache estaba dañada, y había que dar tiempo al tiempo. No podía ir al molino viejo y plantarme delante de ella diciendo: «Ya ves, aquí estoy de nuevo. Tienes que contarme lo que Gafas Verdes y los dentudos han hecho últimamente». No, de esa manera era imposible. Cuando se rompe la amistad con alguien, hay que actuar como Pauline Bernardette con las ramas rotas del geranio: poniendo esa amistad en una maceta y una tierra nuevas y esperando a que prenda.

Como no quería ser una vaca cualquiera, ni pasar de vacío el tiempo de soledad que me esperaba, me dedicaba a pensar en los problemas de Balanzategui y a ponerme tarea a mí misma:

—Mo, llevas ya un buen tiempo en este valle, y todavía no conoces todos sus rincones —me decía—. ¿Por qué no exploras los alrededores? ¿Por qué no buscas aquel avión caído al que se refirió La Vache?

Me dediqué a aquella exploración con bastante alegría, porque eso es lo que tiene el desierto llamado Soledad, que al principio no parece duro, sino agradable, tranquilizador, estimulante. Mientras subía y bajaba por el valle en busca del avión, me sentía como nunca en mi vida, y me felicitaba de haber perdido de vista a las vacas tontas del establo. Luego, cuando a mediados de aquel otoño llegué hasta unas rocas y vi el avión, me pareció una buena idea quedarme allí a pensar. Y eso es lo que hice, aposentarme junto a una de las alas rotas, y pensar en la guerra y en el piloto que había llevado aquella máquina de acero por los aires, y pensar también en lo pequeño que tenía que ser aquel piloto para caber en la carlinga… En realidad, pensaba en cualquier cosa, no tenía ninguna prisa. La temperatura era buena, el panorama que se divisaba desde allí —casi todo el valle—, inmejorable. ¿Qué más necesitaba para vivir bien? A mí me parecía que nada en absoluto. Como dice el refrán:

La vaca sola bien se lame.

Por desgracia, esa felicidad sólo se suele dar al principio, porque enseguida hace su aparición el peor enemigo de quienes tienen que atravesar el desierto de Soledad: el Aburrimiento. Y eso fue lo que, al igual que cuando me quedé atrapada en la nieve, me sucedió a mí. Me aburría estar siempre pensando. Me aburría estar siempre junto al avión. Me aburría de hablar sola. Así las cosas, comencé a buscar nuevos entretenimientos: un día, iba al pequeño cementerio del bosque y me tumbaba frente a las tres cruces; al siguiente día, esperaba a la camioneta Chevrolet de los sacos de pienso y le hacía una carrera hasta Balanzategui, como si fuera una apuesta.

—¡Tranquila, negra! ¡Tranquila! —me gritaba el conductor de la Chevrolet sacando la cabeza fuera de la cabina—. ¡Nadie te va a quitar tu pienso!

Naturalmente, no eran las ganas de comer pienso, sino las ganas de pasar el tiempo. Porque el tiempo, en aquel otoño, casi no pasaba, o pasaba tan despacio que me daba dolor de cabeza. Por mi parte, seguí buscándome tareas.

—Mo, hace tiempo que no vas al viejo molino —reflexioné una tarde algo más interminable que las otras interminables tardes de aquella época—. ¿Por qué no vas a explorar un poco? Quizá puedas aclarar lo que Gafas Verdes y los dentudos están haciendo allí.

No se me había olvidado el susto que me había dado aquella gente nada más nacer, y aquel nuevo plan me daba miedo. Pero, tal como estaban las cosas, hasta el mismo peligro me resultaba atractivo: aceleraba el paso del tiempo.

Mis temores resultaron infundados. Los dentudos no sólo no me reconocieron, sino que ni siquiera dieron muestras de haberme visto. Uno de ellos estaba delante de la puerta principal del molino, sentado en una silla blanca y leyendo el periódico; el otro, en la ventana nueva del tejado y —aquello sí que era una novedad— mirando por un catalejo largo y grueso. A Gafas Verdes no se le veía por ningún lado.

—¿Qué vigila ése con el catalejo? ¿El valle? ¿Balanzategui?

No pude dar respuesta cumplida a la pregunta.

Llevaba ya bastante tiempo aburriéndome en aquel desierto, y —como cuando estuve aguardando a los lobos en la nevada— tenía la cabeza obstruida, una losa me impedía pensar como es debido. Hubiera debido bastarme el recuerdo de los jinetes que la noche de nuestro banquete habían bajado a Balanzategui para, nada más ver el catalejo, llegar a una conclusión clara:

—Los dentudos quieren saber cuándo bajan del monte, por eso vigilan Balanzategui y los caminos vecinos. Pero les va a costar dar con ellos. Esa cuadrilla del monte se vale del amparo de la noche.

Esa conclusión la saco ahora que estoy escribiendo las memorias, sabiendo lo que ahora sé. Pero aquel día no me di cuenta de nada, la pesada losa del aburrimiento me aplastó todas las ideas. Di una vuelta por los alrededores del molino y, tras comprobar que La Vache no andaba por allí, me volví por donde me había venido. Todavía quedaban unas cinco horas hasta el anochecer. Realmente, ¡qué largos eran los días de aquel otoño…!

Ya muy dentro del desierto, cada vez más sola y aburrida, comencé a sufrir los primeros decaimientos, y sólo mi voluntad, sólo mi capacidad de sufrimiento, me impedía volver al calor del establo de Balanzategui; a su calor y a su música, porque tal como vivía, alejada de las vacas tontas, me perdía la ocasión de escuchar los discos de Genoveva. Como no estaba dispuesta a ceder ni un ápice en mi propósito de ser una vaca de verdad, me dediqué a inventar nuevas formas de pasar el tiempo. Entre esas formas estaba lo que llamé Juego de las Hojas.

El entretenimiento consistía en acertar cuándo iba a caer una determinada hoja. Me adentraba en el bosque y, después de tumbarme en un sitio mullido, elegía una hoja en un árbol; una hoja muy verde, que más pareciera primaveral que de otoño. A continuación, clavaba los ojos en la hoja elegida, y me quedaba vigilándola, un día entero, o dos días, o tres días, todo el tiempo que hiciera falta. Y, en general, las hojas se tomaban su tiempo para saltar de la rama al aire y del aire al suelo. Solía ocurrir que, primero, les salía una mancha amarilla en el verde, y enseguida otra mancha, más amarilla y más grande; un poco más tarde, se quedaban totalmente amarillas, pero con una mancha marrón. Cuando esta mancha marrón se extendía, hacían su aparición unos puntitos rojos, lo cual era señal inequívoca de que la hoja estaba a punto de caer. Y durante todo ese proceso, yo hacía apuestas conmigo misma, «a que para hoy a la tarde sale otra mancha, a que cae mañana a primera hora». La verdad sea dicha, el juego me distraía mucho, y me hacía olvidar mis problemas. Encima, de vez en cuando me llevaba el alegrón de acertar el momento justo de la caída.

Sin embargo, aquella diversión duró poco. El invierno se iba acercando, y el bosque se fue quedando cada vez más pelado. Cuando, algunas semanas después, ya no quedó hoja a la que mirar, lo intenté con las ramas. Pero no tenía gracia: o no caía ninguna, o —cuando había temporal— caían un montón a la vez. Desistí de seguir jugando, y la losa del aburrimiento volvió a caer sobre mí.

Un día, sería por la tarde, reparé en una vaca que se me acercaba. En un primer momento, no la reconocí; pero cuando se paró al lado del árbol que tenía delante, distinguí la gran cabezota de mi antigua amiga.

—¡La Vache qui rit! —grité sin poder reprimir mi alegría.

Me levanté y fui a su encuentro. Pero fue inútil, porque al lado del árbol no había nadie.

—¿Dónde te has metido? —grité. Pero pronto me di cuenta de lo que había pasado. La Vache qui rit que había visto no era una vaca real, sino producto de una alucinación. Así como las vacas o los camellos del Sahara, Gobi y otros desiertos ven espejismos, y en los espejismos lo que más desean, un pozo de agua o la sombra de las palmeras, los seres que andan por desiertos como soledad creen ver amigos. Así me sucedió a mí aquella tarde: que necesitaba compañía, y que la imaginación hizo el resto, creando el fantasma de La Vache.

—Hija mía —escuché entonces en mi interior. Hacía mucho tiempo que no tenía contacto con El Pesado—, hasta ahora no he querido decirte nada, pues creo que en este período trascendental de tu vida, que al cabo acabará por marcarte, debes luchar sola y con tus propios recursos. Pero después de tantas pruebas como has pasado, y considerando, además, que el invierno se nos viene encima a toda prisa, quiero proponerte otro pasatiempo. Y ello es el estudio. ¿Por qué no empezar a aprender los nombres y las leyes de las estrellas, hija? Es un saber que te vendrá muy bien si alguna vez te pierdes en el monte. Mira allá arriba, mira esa estrella roja que es la primera en iluminarse. Ya ves, aún es completamente de día, y ahí la tienes. Es Venus, también llamada Lucero.

—O sea que Venus —dije levantando la cabeza y buscando aquella estrella en el cielo.

—O Lucero…

—Eso, Lucero… —Me pareció una estrella interesante aquella tal Venus, Lucero o lo que fuera. Me quedé mirándola.

—Más tarde, cuando ya se haga de noche, saldrán las demás. A la altura de esa montaña de enfrente, por ejemplo, saldrá Andrómeda, y a su lado, Pegaso. En cuanto al grupo de Las Pléyades, aparecerá justo en el lado opuesto. Por su parte, Orión y Sirio se iluminarán aquí mismo, en tu vertical.

—O sea que Venus —me dije yo. El Pesado no conseguía interesarme por las otras estrellas. Todos mis sentidos estaban puestos en la observación de Venus. Vigilaba aquel punto rojo por si se ponía aún más rojo, o por si le salía una mancha amarilla, y me hacía apuestas sobre lo mucho o lo poco que iba a tardar su caída. Era una situación tan ridícula como penosa. Estaba muy mal. Soledad me había dado el golpe definitivo. Poco a poco, mi contacto con el mundo iba perdiendo fuerza. Pronto dejaría de comer y de beber, y me quedaría allí para siempre, mirando a aquella Venus o Lucero como una estatua.

Lo que me salvó fue el silbido de Genoveva. La dueña de la casa me llamaba y me volvía a llamar, cada vez con más intensidad, y al final alguno de sus silbidos consiguió entrar en mi cerebro y despertarme: sí, era a mí a quien reclamaban, era Genoveva la de los discos quien llamaba, era invierno, estaba en Balanzategui. En cuanto comencé a bajar, escuché la voz del Encorvado:

—¡Aquí todas! ¡Rápido!

Cada vez más dueña de mí misma, enseguida me acordé de nuestro banquete y de todo lo que había pasado aquella noche: los caballos que bajaron del monte, el cargamento de sacos, la conversación que sobre la guerra mantuvieron todos durante la cena.

—¡Mo! ¡Mo! ¡Pero dónde estará esa atontada de vaca! —gritó El Encorvado. Corrí más deprisa, y me reuní con las otras once vacas delante del establo antes de que el criado se enfadara del todo.

Aquella llamada y el banquete que le siguió fueron para mí el primer oasis que encontré en el desierto: allí descansé, allí cogí ánimo para proseguir el viaje. Como dijo el poeta:

Bajo las palmeras bebí,
bajo las palmeras comí,
agua y dátiles, para cobrar fuerzas
.

Mi agua y mis dátiles los conseguí nada más acercarme a Balanzategui. Por un lado, al ponerme junto a la puerta del establo sentí el murmullo de las vacas tontas: me llamaban arrogante y salvaje, poniéndome a la altura de La Vache y comentando lo cambiada que estaba. Acepté aquellos comentarios como un cumplido, y un momento más tarde, cuando El Encorvado nos comunicó que aquel banquete también era para las negras, entré en el establo como una verdadera reina.

—¡Quitaos de ahí! —les dije a las vacas rojizas que estorbaban el paso, y todas me obedecieron sin rechistar.

Pero no fue sólo la reacción de las vacas tontas, porque la alegría también me vino por el lado de La Vache. Se acercó hasta mi rincón en el establo, y me saludó:

—¿Cómo andamos esta temporada?

—Muy bien —le dije.

—Estupendo. Pues a ver de qué nos enteramos hoy. Yo tengo la impresión de que las cosas se van a torcer. Aquí va a haber tiros todavía, te lo digo yo.

—Ya hablaremos —le contesté. Prefería dejar las puertas abiertas para otra ocasión e interrumpir allí mismo nuestra conversación. Y además, estaba demasiado nerviosa para decir o preguntar nada. Ni siquiera reparé en los malos augurios que ella había hecho.

De cualquier forma, y a pesar de las aprensiones de mi amiga, en el banquete de aquel día no pasó nada especial. Fue exactamente igual que el anterior hasta en el menor detalle. Era ya noche cerrada —con Pegaso, Sirio, Orión y todas las demás estrellas en su sitio—, cuando oímos los pasos elegantes de los caballos y el saludo del Encorvado:

—Todo va bien. ¡Adelante sin miedo!

Después, cargaron los caballos, cenaron en la sala de Genoveva, y volvieron otra vez al monte. Por ser todo igual, tampoco en aquel segundo banquete faltó el reparo del Pesado:

—Sigo sin comprender el comportamiento de esta gente de Balanzategui. ¿Por qué insisten en daros pienso? Con esa hierba tan fina, tan sabrosa y nutritiva de los alrededores, sería más que suficiente. ¿Por qué tanto gasto? ¡Ya me gustaría, ya, saber lo que cuesta cada uno de los sacos!

«¿Qué cargarán en los caballos? —pensé yo por mi parte—. Eran sacos, sí, pero sacos llenos de ¿qué? ¿Armas, acaso? Si, como me había dicho La Vache, la guerra no había terminado en nuestro valle, ésa podía ser una posibilidad. De cualquier forma, tenía que ser un cargamento muy importante, tanto para los de Balanzategui como para Gafas Verdes. Porque, naturalmente, los cargamentos eran la razón de que los dentudos vigilasen la casa con su catalejo».

—No creo que en los sacos haya armas, hija —intervino El Pesado. Por lo visto había estado escuchando mis pensamientos—. No oigo ningún entrechocar de armas, ni siquiera cuando algún saco cae del caballo.

—Es verdad. Hacen un ruido sordo.

—Alguna vez se sabrá, hija mía. Y ahora, mejor que duermas. Ese pienso no parece muy digestivo, y mejor que cojas el sueño cuanto antes. Quizá luego te resulte imposible.

Supimos lo de los sacos mucho antes de lo que El Pesado y yo misma hubiéramos imaginado, porque aquel invierno —una época normalmente muy silenciosa y monótona— resultó muy agitado. Fue como si la rueda de un gran carro, atascada hasta entonces en el barrizal, se hubiera zafado y hubiera comenzado a girar. A cada giro, aquella rueda —la Gran Rueda de los Secretos— iba a salpicarnos un poco de su barro de la verdad; un barro que, al final, tomaría la forma de lo que en realidad estaba pasando en nuestro valle.

En primer lugar, aumentaron las visitas de la camioneta Chevrolet, y también, como consecuencia, nuestros banquetes del establo. Los nuestros, digo, y está bien dicho, porque los banquetes de casi todo aquel invierno —para desesperación de las rojizas— fueron para nosotras las negras. En estos banquetes, la conversación entre La Vache y yo se hizo habitual. Cuando estábamos fuera del establo, no, pues ella prefería, porque así se lo pedía su corazón de jabalí, andar completamente sola; pero bastaba que el silbido de Genoveva nos reuniera en Balanzategui para que nos pusiéramos a charlar.

—Lo de siempre —me saludó La Vache en uno de los últimos banquetes del invierno—. Basta que el molino se quede sin nadie, para que Genoveva nos llame.

—Y ahora que no hay vigilancia, bajará esa cuadrilla del monte. En busca de qué bajan, eso es lo que me gustaría saber. O por qué nos dan de comer pienso habiendo aquí tanta hierba —le comenté. No se me olvidaba lo que decía El Pesado.

—Si acertáramos a contestar esas preguntas, se acababan los secretos de Balanzategui —dijo ella—. Pero vamos a callarnos ahora —continuó, viendo que estábamos a punto de entrar en el establo—. Tenemos que cuidarnos de estas tontas. Si se enteraran de lo que está pasando, a saber el jaleo que organizarían. Porque, ya sabes, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta.

Miré a La Vache y me encontré con aquel brillo tan especial de sus ojos. Era una vaca orgullosa y tenía corazón de jabalí. Y además, volvía a ser amiga mía. Había recorrido, casi sin enterarme, el último tramo del desierto, había llegado a la otra orilla.

La Vache se fue a su rincón del establo y yo al mío, a esperar que la tarde de invierno se oscureciera del todo. Entonces llegarían los del monte para cargar los caballos con aquellos sacos de no se sabía qué. Quizá pudiéramos oír o ver algo que nos ayudara a desentrañar el misterio.

Afortunadamente, así es como ocurrió. La Rueda de los Secretos ya estaba girando en el barro, y una de sus salpicaduras iba a llegar hasta mis manos con una parte de la verdad. Todo sucedió antes de que la cuadrilla bajara a casa, cuando una de las vacas del grupo —una negra que era bastante infeliz—, vino a donde estaba yo y me pidió un poco de pienso.

—Ya te lo doy —le contesté—. Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo has comido tu parte tan rápido?

—No he comido mi parte, Mo —me dijo ella poniendo cara de pena—. Lo que pasa es que no me gusta nada el pienso que me han puesto hoy en el pesebre. Son unos granos blancos, durísimos, que se me pegan debajo de la lengua cuando intento tragármelos.

—¿Sí? ¡A ver, enséñame cómo son!

Fui a su pesebre y eché un vistazo. Allí había un pienso blanco, pero del que comen los hombres, no las vacas. Aquel pienso era arroz.

—¿Puedo comer un poco de tu pienso, Mo? —me preguntó la infeliz.

—Come todo lo que quieras —le respondí casi sin poderme contener de alegría. Estaba segura de que acababa de hacer un descubrimiento de importancia. Por qué era de gran importancia, eso era lo que en aquel momento no se me ocurría.

Decidí recurrir al Pesado. Conocía su opinión, lo de que tenía que aprender por mi cuenta y todo lo demás, y no se me olvidaba tampoco la postura despreocupada que había adoptado cuando la nieve y los lobos, pero aquélla era una ocasión especial. La Vache y yo volvíamos a ser amigas, y yo quería ofrecerle algo. El significado de aquel descubrimiento, por ejemplo.

—Hija mía —escuché entonces, y enseguida supe que iba a acceder a mis deseos—, el arroz estaba en el pesebre de esa buena vaca porque alguien se ha confundido, sólo por esa razón. Ese alguien, El Encorvado o la misma Genoveva, no se ha dado cuenta de lo que hacía.

—¿Y de dónde ha salido ese saco de arroz? ¿Para qué necesitan tanto arroz en Balanzategui? ¿Para ellos?

—No lo creo. Ten en cuenta que El Encorvado casi siempre se va a comer al pueblo. En mi opinión, que a estas alturas será también la tuya, el arroz se lo llevan esos hombres que bajan del monte. Por eso hacían los sacos un ruido tan sordo al caer, porque eran de arroz o de algún alimento parecido. Pero, me detengo, no creo que deba darte una explicación más larga. Ya no eres una criatura, y debes empezar a pensar con lógica. ¿No comprendes lo que está sucediendo? En mi opinión, no es una maraña inextricable.

Me mantuve en aquel rincón del establo, muy quieta y esforzándome por ver algo en la blancura del arroz que había en el pesebre. Casi inmediatamente, como si se tratara de un sueño, vi la camioneta Chevrolet cargada de sacos y avanzando por la carretera del valle hacia nuestra casa.

—El arroz que luego llevan al monte lo traen en la camioneta —empecé a pensar, muy despacio pero con mucha lógica—. Además, lo traen disimulado, poniendo encima los sacos de nuestro pienso. Si no lo hicieran así, los enemigos de Balanzategui…

Me detuve un momento para tomar aliento. Pensar con lógica me cansaba muchísimo.

—Continúa, hija, que no lo estás haciendo mal —me animó El Pesado.

—Los enemigos de Balanzategui… ¡Gafas Verdes y los dos dentudos! Por ellos andan con disimulo a la hora de traer el arroz. De lo contrario…

—Un buen castigo para todos —me ayudó El Pesado.

—Y un día determinado —seguí yo con mi lógica, cada vez más agotada—, la cuadrilla del monte decide bajar en busca de los sacos de arroz. Entonces nos llaman a nosotras para el banquete, porque, naturalmente, alguien se tiene que comer los sacos de pienso que han servido de tapadera.

—Muy bien pensado, hija mía —intervino El Pesado—. A esa conclusión llegué yo también. Como sabes, me extrañaba el gasto superfluo de Genoveva. ¿Por qué comprar pienso teniendo tanta hierba como se desea? No podía ser, Genoveva no tiene aspecto de ser una mala administradora. Y claro que no lo es. El gasto en pienso está más que justificado. ¡Como que son esos sacos los que permiten que todo funcione!

—Entonces, esta casa… —comencé de nuevo, quitando los ojos de la blancura del arroz y mirando al sitio donde está La Vache. Me parecía que me ardía la frente, que no podía seguir pensando con tanta lógica. Pero El Pesado no parecía dispuesto a terminar la frase, y seguí pensando. O mejor dicho, seguí recogiendo las salpicaduras que la Rueda de los Secretos iba lanzando sobre mí: que había habido guerra en el valle, que fusilaron al marido de Genoveva, que la guerra no había terminado del todo, que Gafas Verdes obligaba a los dentudos a vigilar nuestra casa, que los caballos del monte siempre llegaban de noche… Al final, reuní todas las salpicaduras y conseguí una pequeña figura de barro, una frase, una verdad:

—¡Balanzategui es el almacén del ejército que todavía no se ha rendido!

No pude más. Pensar con lógica me había robado todas las fuerzas, y caí dormida delante del pesebre de arroz.

Al cabo de cinco o seis horas, abrí los ojos y vi a La Vache a mi lado.

—¿Has visto lo que hay aquí? —le pregunté.

—Sí, ya sé que hay arroz. Pero no nos precipitemos. ¿Encontraste el sitio donde cayó el avión?

—Sí, conozco el sitio.

—Pues, mañana al mediodía, allí. Hablaremos de todo esto. Ahora vamos a seguir durmiendo —dijo ella.

Seguía rendida, y no me costó mucho hacer caso de su indicación. Como dice el refrán:

La vaca que se esfuerza en discurrir,
luego no deja de dormir
.