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DESPUÉS de que llegara yo, fuimos doce vacas en Balanzategui, cinco rojizas y siete negras. La mayoría, tal como me había adelantado La Vache, eran bastante tontas, de las que no piensan en otra cosa más que en comer y dormir; pero, por otra parte, y mirando también la parte buena, eran muy amables y afectuosas, unas vacas siempre dispuestas a prestarme cualquier ayuda. Lo mismo las rojizas que las negras, todas querían estar conmigo, hablar conmigo, ir conmigo a los prados o a beber agua al riachuelo. Y durante todo ese tiempo, mis tiernas orejas de recién llegada al mundo no oían más que buenas palabras: «Por favor, Mo, ven a probar esta alfalfa; por favor, Mo, ponte en esta sombra tan fresca». Pasaba un día, pasaba otro, y todo seguía igual, mi vida discurría por el más fácil y cómodo de los caminos.

Quizá fueron demasiadas mieles, no sé. O mejor dicho, claro que lo sé, claro que fueron demasiadas mieles; tantas que al final me convertí en una vaca perezosa y comodona, incapaz de apartarse del amparo de Balanzategui. Del establo a los prados de enfrente, y de los prados de enfrente al establo: ése era todo mi recorrido. Vivía pegada a las paredes de aquella casa, igual que una mosca a un tarro de miel.

¿Y la cabeza?, me dirá alguien. ¿Qué pasaba con tu cabeza? Pues que, tal como hacía al caso, no era muy superior a la de una mosca mosquísima, y no tenía capacidad para darse cuenta de nada. No se daba cuenta, por ejemplo, del feo que le estaba haciendo a La Vache al no acudir a los alrededores del molino y al no ayudarla en su vigilancia de Gafas Verdes y compañía. Cierto que todos los días pensaba en hacerle una visita; pero llegaba la noche y yo seguía con las cuatro patas metidas en el dulce barro de Balanzategui. Había también veces que, acordándome de la conversación que habíamos tenido junto al pequeño cementerio, me ordenaba a mí misma acudir donde La Vache y continuar con el asunto de la guerra; pero, al cabo, siempre dejaba el cumplimiento de mi propia orden para otra ocasión. Como dice el refrán:

La vaca que no tiene cabeza todas las cosas aplaza.

Así me pasaba a mí, y, como consecuencia, corría el riesgo de perder una amiga. El riesgo de perder una amiga de veras, quiero decir, porque, a excepción de La Vache, yo no tuve amigas en Balanzategui: compañeras de establo, sí, pero no amigas.

Con todo, la miel que yo encontraba en Balanzategui no la hacían únicamente las vacas tontas. Tenía otra razón para quedarme en las proximidades del establo, y esa razón era Genoveva, la dueña de la casa.

Genoveva era una persona muy seria, de pocas palabras, y tendría en aquella época unos cincuenta años bien cumplidos. Viéndolo desde el día de hoy y con la experiencia que da la vida, tengo la impresión de que su espíritu era opuesto al de Pauline Bernardette: que lo que en aquélla era reciedumbre y sobriedad, en ésta es ligereza, alegría y contradicción. Porque, efectivamente, no parece que la pequeña monja tenga un solo corazón, sino que tenga diez; diez corazones repartidos por aquí y por allá, pequeños como las campanillas que suelen llevar los gatos; diez corazones que, además, nunca acaban de ponerse de acuerdo y que al sonar suenan todos diferentes. Por eso da respuestas como la que, después de una visita a su pueblo, me dio no hace mucho:

—¡Qué día mucho bonito yo he pasado, Mo! —comenzó contenta, agitando dos o tres campanillas muy agudas—. Después de tiempo, yo tenía verdaderamente ganas de ver a ma mère y a mon père. Pero qué tristesse a la hora de la despedida, Mo, ¡qué tristesse! —continuó haciendo sonar una campanilla grave y melancólica—. ¿Y tú sabes? ¡Han quitado de la autobús para Altzürükü! ¡Sin derecho para eso! ¡Es una cochonnerie! Que Mon Dieu me perdone esta forma de decir, ¡pero es una cochonnerie! —terminó por fin, completamente enfadada y haciendo sonar secamente las campanillas que le quedaban.

Genoveva, la señora de Balanzategui, no tenía tal abundancia en su interior, sino un único corazón, sólido y profundo; un corazón con un sonido semejante al de los cencerros que alguna vez solemos llevar las vacas. Aquel corazón no se conmovía fácilmente, no se ponía a resonar por cualquier bobada; pero cuando eso ocurría, cuando algo golpeaba con dureza en aquel pecho, el sonido que seguía solía ser terrible y sombrío, capaz incluso de quebrar las paredes del propio pecho. Quizá fuera eso lo que le había ocurrido cuando el fusilamiento de su marido en el bosque, que su corazón y su carácter se habían ensombrecido para siempre.

Genoveva organizaba la vida de Balanzategui prácticamente sin ayuda de nadie. Tenía, eso sí, un criado que nosotras llamábamos El Encorvado; un anciano que le hacía los recados y algún que otro trabajo. Pero El Encorvado poca ayuda podía dar, porque —tal como daba a entender el apodo que le pusimos— su condición física era deplorable; y porque, además, sólo permanecía en Balanzategui durante la mañana. Al mediodía, cogía su bicicleta y se marchaba al pueblo a comer, despacio, muy despacio, como con miedo a caerse. Viéndole, lo que parecía era que Genoveva le tenía de criado por la compañía…, que eso parecía, digo, y está muy bien dicho, porque el viejo criado resultaría al cabo una sorpresa. En realidad, El Encorvado era una de las rarezas de aquella casa. Una rareza entre muchas, porque otra era que no había perros, ni gallinas, ni cerdos; animales muy habituales en las demás casas del valle. Y también resultaba raro que allí nadie supiera segar bien, porque ni Genoveva ni el criado eran capaces de cortar, no digo ya como Pauline Bernardette, sino medianamente bien. Pero me detengo, no alargaré más las rarezas de Balanzategui. Ya se mencionarán a su debido tiempo. Como dice la sentencia:

El que quiera saber enseguida todo,
que abra el libro por el otro lado
.

Mujer de espíritu fuerte, a Genoveva no le veíamos un momento de debilidad, ni siquiera cuando se retiraba al pequeño cementerio del bosque para arrodillarse ante las cruces, y era tan reservada en palabras y gestos, que uno solo de ellos cobraba enorme importancia. Así nos pasaba a todas: un saludo suyo era alegría para todo el día; una palmada suya en la espalda, casi una fiesta. Y sucedió que aquella mujer fuerte y reservada me llamó una vez a su lado, diciendo:

—¡Así que esta negra es la nueva!

Bastó aquella frase para que yo, sintiéndome la vaca más feliz del mundo, me rindiera a sus pies. Viéndolo con mis ojos de ahora, qué voy a decir: que no era para tanto, que ya se notaba que en aquella temporada mi cabeza era como la de una mosca. Pero, en fin, cada edad tiene lo suyo, y hay que conformarse. Ahora me cuida Pauline Bernardette, una suerte que pocos merecen; pero soy vieja, no está en mi mano la felicidad que suele acompañar a la simpleza. En cambio entonces, vivía entre una gente que tenía muchos problemas, en una época en que saltaban a la vista las secuelas de la guerra; pero era joven, también un poco insustancial, y vivir me resultaba fácil.

Pero la felicidad no fue la única consecuencia del gesto de Genoveva. Su forma de tratarme me dio además prestigio, y las vacas tontas del establo comenzaron a tratarme como si yo fuera importante. Así las cosas, las mieles de Balanzategui me resultaban cada vez más dulces, y ya no me acordaba de La Vache para casi nada. Únicamente reparaba en ella cuando, con objeto de oír uno de los discos de Genoveva o por algún otro motivo especial, aparecía por el establo. Llegaba siempre de noche, y se iba a su rincón sin cruzar una palabra con nadie. Una vez allí, levantaba la cabeza y nos lanzaba una larga mirada de desprecio:

—¡Cosa más tonta que una vaca tonta! —significaba aquella mirada.

Al principio, me costaba mucho aceptar su comportamiento, porque, con la cabeza de mosca que tenía entonces, no podía entenderlo: lo atribuía al mal carácter de La Vache, y pensaba que era muy mala amiga. Pero, naturalmente, las cosas eran justo al revés, era yo la mala amiga, era yo la que la desairaba a ella. Como he confesado antes, nunca iba de visita al molino, y no demostraba ninguna intención de seguir hablando sobre la guerra.

Poco a poco, me fui olvidando de todo. Gafas Verdes y los dos dentudos que había visto en el tejado del molino se me antojaban personajes de una pesadilla de otros tiempos; las historias acerca del fin o no fin de la guerra, historias tan viejas como el mismo Encorvado; el avión que había caído en los alrededores o las cruces del pequeño cementerio, objetos sin significado. Sin embargo, aquel olvido —que, de haber continuado, habría apagado la amistad surgida entre La Vache y yo— no llegó a ser total. Todo comenzó a arreglarse un día de otoño en que las vacas fuimos llamadas para uno de aquellos famosos banquetes de Balanzategui.

Estaba yo en el bosque junto con las otras vacas, tumbada sobre la hojarasca y descansando un poco, y de pronto aparecieron Genoveva y El Encorvado.

—¡Arriba todas! ¡Arriba todas! —decía El Encorvado azuzándonos con una vara.

—¡Venga! ¡Rápido! —insistía Genoveva más seria que nunca. Como vacas que somos, nos costó lo nuestro levantarnos, pero al fin nos arrimamos al sendero y fuimos para casa. Cuando todo el grupo estuvo frente al establo, El Encorvado comenzó a contarnos:

—¡Once! —dijo después de haber dado una palmada a todas y cada una de las vacas que estábamos allí—. ¿Cuál nos falta? —le preguntó a Genoveva.

—¡Pues quién va a faltar! ¡Esa vaca arrogante y medio contrahecha! —comentó por lo bajo la vaca rojiza llamada Bidani, la misma que me explicó la historia del Ángel de la Guarda.

—¿Por qué lo dices? La Vache qui rit no es arrogante —exclamé.

—¡Claro que lo es! Si no es arrogante, ¿por qué se hace llamar así? ¡La Vache qui rit! Pero ¡si su verdadero nombre es Cabezona! Además, ¿por qué anda siempre aparte del grupo? Porque es una arrogante y una estúpida —replicó Bidani.

Aunque normalmente no era tan desagradable, la impaciencia para saber para cuál de los grupos iba a ser el banquete —si para las rojizas como ella, o para nosotras las negras— afilaba y ensuciaba su lengua.

Por mi parte, no hice ni dije nada. Me dolió oír aquellas palabras de Bidani, pero la idea de que debía defender a La Vache no cruzó por mi cabeza; por mi cabeza de mosca, se entiende. Realmente, fue vergonzoso, un comportamiento que todavía me pesa. Porque, naturalmente, a la gente que se aprecia hay que defenderla siempre y contra todo: contra los lobos, contra las vacas tontas, contra las malas lenguas, contra los miserables que devuelven mal por bien, contra todos. Ahora, a mis años, no le fallo a nadie, y defiendo a mi gente, a Pauline Bernardette por ejemplo, incluso en contra de su voluntad.

Recuerdo, al hilo de esto que acabo de decir, algo que no hace mucho sucedió en el couvent. Aquel día, Pauline Bernardette hizo algo que nunca se permite en una comunidad de monjas de clausura: abrir las puertas y dejar entrar a gente de fuera en nuestro jardín. Eran seis jóvenes, con mochilas y botas, que aparecieron en el pórtico de la capilla y pidieron permiso para plantar su tienda de campaña.

—Denos permiso para poner la tienda en uno de los terrenos de ahí dentro, Soeur. Nos sentiremos más seguros en su jardín que en pleno campo —le dijeron a Pauline Bernardette. El grupo estaba formado por tres chicas y tres chicos, y el que llevaba la voz cantante era uno de los chicos, uno rubio.

El couvent, que en realidad parece una ciudadela, es enorme de grande, y dentro de sus muros hay de todo, desde el edificio del propio couvent hasta todo lo que se pueda esperar en una gran explotación agrícola: campos de hierba, campos de maíz, gallineros, establos para las vacas normales, establos para las vacas especiales como yo, filas y más filas de árboles frutales, garajes para las máquinas, cocinas donde las monjas hacen chocolate y mermeladas… Así pues, problemas de espacio no había, y los jóvenes podían aposentarse en cualquier rincón. El problema era —ya lo he apuntado antes— que las leyes de la clausura no permitían la entrada de extraños en el couvent. Y eso fue precisamente lo que Pauline Bernardette les dijo a aquellos jóvenes.

—Pero, Soeur —empezó otra vez el rubio que hacía de cabecilla—, no puede dejarnos fuera. Por aquí alrededor no hay más que monte, y tenemos miedo. Sobre todo las chicas, tienen mucho miedo. ¿No puede meternos por algún portillo?

Pauline Bernardette vaciló. La cabeza le decía que no, que no podía desobedecer las reglas del couvent, y que además no era para tanto, que no había tanto monte por los alrededores, que su mismo pueblo, Altzürükü, no quedaba lejos; pero todos sus corazones, aquellos diez corazones suyos que eran como campanillas de gato, le sonaban a lo contrario, le exigían que diera refugio a aquella gente que venía pidiendo un favor.

—Una soeur hace falta obedecer las reglas del couvent, pero la charité es antes que todas las muchas cosas de este mundo, Pauline Bernardette —se dijo a sí misma.

Poco después, un portillo de la parte trasera del couvent se abría para dar paso a los jóvenes.

—Por favor os lo pido. Restez-vous aquí muy secrètement, y luego mañana marchar vosotros con el primer rayon du soleil. Si Notre Mère Superieure tiene conocimiento de esto que yo he hecho, yo lo pagaré. Tendré un mes de penitence por lo menos —les dijo la pequeña monja después de llevarlos a un bonito prado del jardín.

Los jóvenes hicieron que sí con la cabeza, y empezaron a montar la tienda. Por mi parte, yo tenía mis recelos. No me gustaba mucho la forma que el cabecilla del grupo, aquel rubio, tenía de reírse.

Hasta la noche no pasó nada, porque nada eran, al menos para mí, las carcajadas que surgían de la tienda de vez en cuando. Pero luego, con la oscuridad, los tres chicos y las tres chicas salieron fuera y empezaron a hacer el loco. Fueron hasta una de las filas de árboles y se pusieron a coger cerezas, de muy mala manera, haciendo barbaridades, rompiendo, por ejemplo, una rama entera para coger dos o tres cerezas. Era evidente que estaban un poco bebidos.

—Os lo he dicho, que hoy nos daríamos un atracón de cerezas —gritó en un momento dado el rubio, descubriendo cuáles habían sido sus intenciones al acercarse a Pauline Bernardette—. ¿Y el sitio? ¿Qué os parece el sitio? ¿No es de película? —añadió con fanfarronería.

«Gente desagradecida que devuelve mal por bien, la peor clase de gente que hay en el mundo» —pensé para mí. Había que ser canalla para engañar a una persona como Pauline Bernardette.

Durante la cena bebieron mucho y se rieron aún más, a carcajada limpia, intercalando aquí y allá unos gritos que parecía que tenían que oírse desde Altzürükü. ¿Cuánto tiempo necesitaría la Madre Superiora del couvent para despertarse con aquel jaleo? Cada vez estaba más inquieta y preocupada, me costaba seguir en el establo.

Cuando las carcajadas y los gritos habían llegado al colmo, una sombra armada con un bastón atravesó el jardín. Era Pauline Bernardette. Venía muy enfadada, y con un buen susto encima.

—¡Cochonnerie! ¡Esto es una cochonnerie! ¡Fuera filisteos! ¡Fuera del couvent très vite!

Los del grupo siguieron con el mismo jaleo que antes, sólo que ahora miraban a Pauline Bernardette.

—¡Vaya con la monja enanita ésta! ¿Habíais visto alguna vez una monja tan enana? —chilló el rubio. Aquella ocurrencia les hizo una gracia tremenda a los demás chicos y chicas de la pandilla.

—¡Filisteos! —repitió Pauline Bernardette, y, blandiendo el bastón, hizo añicos dos o tres botellas de cerveza que había junto a la tienda.

Así como los demás eran cretinos y nada más que cretinos, el rubio era sucio, pura basura. Torciendo el gesto, se levantó de delante de la tienda y dio un empujón a la pequeña monja. Luego soltó contra ella una retahíla de palabrotas indecentes.

Las campanillas de Pauline Bernardette enmudecieron de golpe. Estaba sin aliento. Y el rubio venga con sus burlas ofensivas, venga con sus risotadas. Con el acompañamiento de los otros cretinos, además.

—La hora de romper otro par de huesos ha llegado, Mo —me dije a mí misma. No podía permitir que trataran así a Pauline Bernardette. No podía fallarle a ella como una vez había fallado a La Vache.

Enseguida se acabaron los insultos del chico rubio y sus alardes. Cuando me vio salir del establo, cogió una de las botellas que la pequeña monja había roto y se esforzó en parecer un hombrecito delante de los de su pandilla. Pero le temblaban las piernas.

«¡Imbécil! —pensé—. ¿Tú qué te has creído? ¿Qué soy de ayer? ¿Te crees que no me doy cuenta de que te estás cagando en los pantalones? ¡Vas a ver qué pronto dejas de amenazarme con ese cristal!».

Agaché la cabeza, adelanté los cuernos al tiempo que ponía en movimiento mis quinientos kilos, y le rompí un brazo por dos sitios. Luego pasaron muchas cosas, hubo en aquel jardín más chillidos y más golpes de los que había habido nunca, pero no merece la pena contar lo que cualquiera puede imaginarse.

—¡Pero, Mo! ¿Por qué has tomado tú de la vengeance? ¡No es bien que alguien tome la vengeance por su mano! —me dijo Pauline Bernardette cuando los jóvenes se esfumaron del jardín. Pero, a pesar de sus palabras, me daba cuenta de que sus campanillas sonaban con alegría.

Hay que defender a los amigos, siempre. Contra los cretinos, contra los compañeros de establo, contra quien sea; siempre hay que defender a los amigos. Sin embargo, no es ésta una verdad que se aprenda pronto. Yo, por ejemplo, no la conocía en los primeros tiempos de Balanzategui, cuando no tenía más cabeza que una mosca, y de ahí que no le pidiera cuentas a Bidani por lo que había dicho de La Vache; ni a Bidani ni al Encorvado, que también la insultó por su retraso en acudir al banquete.

—¿Dónde está la que falta, esa vaca negra mal hecha y cabezona? —exclamó El Encorvado después de contarnos a las que estábamos frente al establo.

—Estará por donde el molino viejo, siempre anda por allí. Pero, no sé, creo que podemos dejarla fuera —dijo Genoveva con su seriedad habitual.

—¿Y si se mezcla con las rojizas? Ya sé que no es normal, pero puede pasar. Mejor si entra ella también al establo.

—Silbaré —dijo Genoveva. Era muy hábil en aquello, y también aquel día acertó a emitir un silbido muy largo y agudo. Era, además, capaz de silbar artísticamente: a veces repetía punto por punto las piezas que oía en los discos.

No hizo falta una segunda llamada. La Vache apareció abajo en el riachuelo y, con la fuerza que nadie tenía en Balanzategui, subió la cuesta hacia la casa en un abrir y cerrar de ojos. Estaría mal hecha y sería cabezona, pero su poderío físico era muy superior al de cualquier otra vaca. Además, era valiente y tenía cerebro. El mismo Encorvado lo reconoció nada más llegar ella al grupo. Se había Puesto justo en la puerta del establo, como queriendo entrar.

—Entra, entra —le dijo El Encorvado al tiempo que abría la puerta—. No eres tonta. ¡Hay que ver como has adivinado que el banquete de hoy será para las negras!

Efectivamente, el banquete era para las de nuestro grupo. Cuando una de las rojizas, Bidani o cualquier otra, intentaba entrar, El Encorvado la disuadía con un bastonazo.

—Estate atenta, hija mía, que aquí empiezan a suceder cosas —escuché entonces en mi interior—. Acuérdate de lo que hablamos un día, de lo raros que me parecían a mí estos banquetes —añadió.

Ya recordaba algo. Hablamos de la mala gente que había en el molino, de la guerra, de los banquetes…

Todo aquel jaleo del banquete me hacía bien. Empezaba a despabilarme, a salir del atontamiento en que me había sumido la buena vida, y mi cabeza de mosca se mostraba capaz de recordar algunas cosas. Con ese ánimo, comencé a entrar en el establo.

—No tanta prisa, hija mía —me interrumpió El Pesado—. ¿Por qué andar presurosa y arrebatada a la hora de entrar en el banquete? ¿Por qué no quedarse un momento tomando la brisa del otoño para, de paso, saber qué ordenan a las vacas rojizas? En mi opinión, una recogida de datos es completamente necesaria. De lo contrario, nunca sabremos a qué vienen las rarezas de esta casa.

Obedecí al Pesado y, quitándome de la puerta del establo, corrí hacia las vacas rojizas.

—Nada de eso, tú adentro —me dijo Genoveva nada más verme. Ella y El Encorvado empujaban al grupo de las rojizas hacia un pequeño terreno circular cercado por un muro de piedra. También aquello era excepcional. Normalmente no nos dejaban pasar allí, ni siquiera cuando la hierba estaba muy crecida.

—¡Adentro he dicho! ¡Tú, al establo! —me gritó Genoveva. Sin más dilaciones, me encaminé hacia donde mis iguales. Ya tenía el dato que me pedía El Pesado, sabía dónde metían a las rojizas cuando nosotras íbamos a tener el banquete. O dónde nos meterían a nosotras el día en que el banquete fuera para las rojizas.

—¿Por qué nos diferencian? ¿Por qué nos separan en dos grupos cada vez que hay banquete? —me pregunté. Me sentía cada vez más despabilada, lejos ya del espíritu de una mosca.

Desgraciadamente, no podía hablar de aquel tema con nadie. La Vache no daba muestras de querer reconciliarse conmigo. Seguía sin dirigirme la palabra, y cuando nos miraba, sus ojos expresaban su convicción de siempre:

—¡No hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta!

En aquella situación era imposible intentar una conversación con ella, así que puse toda mi atención en la comida que nos habían puesto en el pesebre.

Viéndolo desde ahora, con la experiencia que da la vida, no consideraría un banquete la comida que hicimos aquel día en Balanzategui. Al fin y al cabo, no era otra cosa que pienso, un pienso de color blancuzco que una camioneta Chevrolet traía en sacos de vez en cuando. Pero, claro, en aquellos tiempos nosotras las vacas apenas conocíamos comida de fuera, y el pienso nos parecía una novedad tremenda. Una novedad, dicho sea de paso, tan grande como aquella camioneta Chevrolet que andaba sobre cuatro ruedas. Y es que eran otros tiempos. El único artilugio mecánico que hasta entonces se había visto en el valle era el avión caído que había mencionado La Vache.

Además de algo nuevo, el pienso era un poco picante, tenía un sabor más fuerte que la hierba de todos los días, y lo comíamos con gusto. Al final, después de un par de horas de dedicación, nos tumbábamos a hacer la digestión. En el mismo sitio, se entiende, pues Genoveva y El Encorvado esperaban hasta la mañana siguiente para abrir las puertas del establo.

Aquel día de mi primer banquete, yo me sentí muy bien. No solamente por el asunto de la comida, también por los discos que ponía Genoveva en la sala. No obstante, a pesar de la tranquilidad que reinaba en Balanzategui, El Pesado andaba preocupado. No comprendía lo del banquete de pienso.

—Escucha, hija mía. ¿Por qué el pienso? Con la hierba fina, sabrosa y nutritiva que hay en Balanzategui, ¿a cuento de qué ese alimento que hay que traer en camioneta? ¿Cuánto costará un saco de pienso? La verdad, me parece un derroche. Y además, no es forma saludable de comer. Siempre que sea posible, hay que comer lo natural, pues de lo contrario puede dañarse alguno de vuestros estómagos. Y créeme, la vaca que daña uno de sus estómagos, daña también un pedazo de su vida. Lo natural, hija mía. Siempre que sea posible, hay que comer lo natural. Sinceramente, no sé en qué está pensando la señora de Balanzategui.

A saber en qué estaría pensando aquella señora de nuestra casa que iba y venía por la sala y a veces ponía música. Desde luego que no en cuestiones de hierba, y todavía menos en la alimentación que nos convenía a las vacas. De todas formas, era evidente que —por otras razones— estaba tan inquieta como El Pesado, porque los silencios entre disco y disco se rompían con pequeños ruidos inusuales: el golpe de una puerta cerrada demasiado fuerte, o el tintineo de un cacillo que rodaba por el suelo. Además, El Encorvado seguía en casa —veíamos su bicicleta en un rincón del establo—, y trabajaba en el desván. ¿Por qué tanto movimiento?, me preguntaba a mí misma. Pero había que esperar hasta que cayera la tarde y vinieran las primeras sombras. La noche me diría la verdad. La noche no sólo ponía al descubierto la luna y las estrellas, también sacaba a relucir otros secretos.

La oscuridad de la noche era completa cuando oí los pasos. A pesar de que por el ventanuco que tenía enfrente no había modo de ver nada, mis oídos enseguida me hicieron saber su origen: eran pasos ligeros y a la vez enérgicos, y además elegantes, muy elegantes, pasos realmente muy hermosos, de los que yo había deseado para mí en el momento de mi nacimiento. Sí, efectivamente, eran pasos de caballo. El Pesado dirá lo que quiera, que no duermen bien y demás, pero en lo que toca a los pasos, no tienen igual. No hay en el mundo quien ande como ellos.

Los caballos, cinco o seis, puede que siete, se pararon delante del establo, y ya no se oyó el sonido de sus pasos, sino el de una cuadrilla de hombres. Hombres ligeros y jóvenes, que al andar apenas se apoyaban en el talón.

—Todo va bien. ¡Adelante! —oí con claridad. Era la voz del Encorvado. La cuadrilla de hombres saludó al viejo criado.

—¿Qué tal en el monte? ¿Estaban bien los caminos? —preguntó Genoveva.

—Los caminos están bien. Es un otoño muy seco —contestó uno de los hombres.

—Cuanto antes terminemos el trabajo, más tiempo tendremos para cenar. ¡Vamos a trabajar un poco, chicos!

—Eso es lo malo en este mundo. Que para comer, antes hay que trabajar. Pero mejor que empecemos, sí —bromeó el hombre que había hablado antes, y los demás se rieron un poco. Serían unos seis o siete, pero imposible saber quiénes y cómo eran. Por el ventanuco del establo no se veía sino la noche y alguna que otra estrella. Por su parte, La Vache lo intentaba a través de una rendija de la puerta del establo, pero sin mayor resultado. Estando donde estábamos, la única posible vía de información era el oído.

Que estuvieron cerca de media hora cargando los caballos, eso fue lo que mi oído me hizo saber. ¿Qué cargaban? Pues, por el ruido que metió uno de ellos al caer, sacos, sacos repletos. Repletos de ¿qué? Imposible saberlo. El oído tiene sus limitaciones.

Después de cargar, cenaron todos, bastante rápido y hablando poco. Se le oía sobre todo al Encorvado, que mencionaba la palabra «guerra» una y otra vez: «Serapio el que murió en la guerra, después de perder la guerra, los que ganaron la guerra…». Pero, con todo, me costaba coger el hilo de la conversación. La Vache también escuchaba atenta lo que venía de la sala, y era, junto conmigo, la única vaca que estaba despierta… Sin duda, una buena oportunidad para reconciliarnos y para volver a hablar. Pero, con todo, no me atrevía a acercarme a ella. Pensaba que estaría enfadada, que jamás me perdonaría que hubiese preferido la compañía de las vacas tontas a la suya.

Cuando acabó la cena, se oyeron de nuevo los pasos ligeros y elegantes de los caballos. Como iban cargados, les costaba caminar, pero no por ello perdían su toque de distinción. Al final, se alejaron montaña arriba, y ya no hubo nada más que hacer. Sólo cabía dormir.

Al día siguiente, en cuanto nos abrieron la puerta del establo, me fui derecha a donde estaban las vacas rojizas.

—¿Qué clase de gente ha andado esta noche por aquí? —le pregunté a Bidani. Desde el cercado en que ellas habían pasado la noche, todo el frente de Balanzategui quedaba visible. Por decirlo así, era un punto estratégico.

—¿Y a mí qué me importa la gente que haya andado? Yo no he visto nada. Eso sí, he dormido de maravilla —me contestó Bidani. En aquel momento acabé de decidirme: abandonaría el grupo de las vacas tontas. Las vacas tontas eran la cosa más tonta del mundo. Costara lo que costara, tenía que reconciliarme con La Vache.