3

NO sé cuántas cosas se pueden ver a la vez, si pueden verse diez, quince o cuarenta y cinco, pero al menos yo, al bajar del bosque hasta el molino viejo, vi una cantidad enorme de cosas. Vi la luna en el cielo despejado del atardecer, y a lo lejos una montaña grande que para aquella hora ya estaba medio en sombras; y delante de esa montaña, otra más pequeña; y delante de esa montaña más pequeña, otra más pequeña todavía; y delante de esa montaña más pequeña todavía, una larga fila de colinas muy suaves. Pero no vi sólo eso: al mismo tiempo que la luna, el cielo y todas aquellas montañas, vi el valle en que había nacido, con su bosque, sus prados y sus casas; una casa al lado izquierdo del riachuelo, otra al lado derecho, y luego más cerca Balanzategui, y todavía más cerca, enfrente de mí, el molino viejo. Pero, con todo, lo que vi no fue sólo eso: al tiempo que luna, cielo, montañas, valle, bosques, prados, casas y molino, mis ojos vieron también cuatro individuos, los cuatro a muy poca distancia del sendero donde yo estaba: el primero, un caballo alazán muy fino y muy elegante, con una mancha blanca en la frente; el segundo, un hombre joven y con los dientes anormalmente grandes, quizá albañil, que trabajaba en el tejado del molino; el tercero, otro dentudo, hermano gemelo del anterior, éste también en el tejado; el cuarto, Gafas Verdes.

Gafas Verdes era un hombre de unos sesenta años, muy pálido. Tenía la piel blanquísima o, por decirlo con más detalle, una piel transparente, como papel de fumar, que le dejaba a la vista las venillas de la cara y del cuello; sus gafas, como pegadas sobre aquella palidez de su cara, parecían hechas de cristal de botella. Tanto aquel día como después, siempre lo vería así, con los ojos ocultos. No sé cuántas cosas se pueden ver a la vez, no sé cuántas vi yo cuando bajé por el sendero del bosque y me paré delante del molino; lo que sí sé es que todas aquellas cosas se me olvidaron de golpe, y que mi atención, mi curiosidad, quedó prisionera del cristal verde de sus gafas. No veía nada más, sólo el cristal verde de las gafas, y ni siquiera los gritos de los hermanos dentudos conseguían que volviera la cabeza hacia ellos. De pronto, Gafas Verdes torció la boca y movió los labios.

—¡Karral! ¡Karral, Karral! —dijo.

—¿Cómo? —le preguntaron los dos hermanos dentudos desde el tejado.

—¡Karral! ¡Karral, Karral! —repitió Gafas Verdes con voz más áspera.

No le entendía nada. Era evidente que estaba hablando, pero lo que decía era ininteligible para mí. Pronunciaba las palabras de forma muy rara.

—¿Qué pasa aquí? —me dije sorprendida. Pero no me pude contestar. Aún era una criatura, una recién llegada que ni siquiera sabía que en el mundo existieran lenguas y países diferentes, y que eso era lo que pasaba allí, que aquel hombre de las gafas verdes era un extranjero que hablaba mal mi lengua. O como hubiera dicho Pauline Bernardette:

—Aquí lo que se pasa es Babel.

A Pauline Bernardette le gusta mucho citar lo de Babel o, mejor dicho, le gustaba mucho hasta que me contó la historia y una objeción mía estuvo a punto de causarle un disgusto.

—Cierta vez, hace mucho tiempo —comenzó aquel día Pauline Bernardette—, los hombres tomaron la decisión de construire una torre terriblement grande que llegaría al ciel, porque era su deseo ser semejantes a Dieu Notre Seigneur. Y se metieron al trabajo, construyeron una part de la torre con sus picos, palas y azadas, y todo iba très bien, la torre para arriba y para arriba, pero voici que Dieu confundió sus lenguas. De pronto y de seguido, no se comprendían unos a otros, y como no se comprendían entre ellos mismos, surgía la riña y la discorde partout, y a la fin tuvieron que dejar el trabajo, y la torre y todo como estaba, y toda la gente, cada grupo con su nueva lengua, partió para el mundo cada uno a su rincón y país.

—Una historia preciosa, Soeur. Lástima que sea mentira —le dije yo.

—¿Mentira? —se espantó la pequeña monja—. ¡Mais, non! ¿Cómo tú dices eso, Mo?

—Pues sí, mentira —contesté secamente—. ¿Cómo voy a creer que se mezclaron las lenguas de la gente y pararon las obras? Para hacer una obra no hay necesidad de hablar, basta con trabajar. Si Dios deseaba que la torre de Babel no fuera más arriba, ¿por qué no les quitó todos los picos, azadas y palas? De estar yo allí, habría hecho eso: dejar a todos sin picos, azadas y palas, y se acabó la cosa, adiós paredes, adiós escaleras y adiós todo.

Pauline Bernardette se quedó con los ojos abiertos de par en par cuando oyó mis argumentos, y hasta creí que se enfadaría y me pondría de rodillas. Pero en vez de eso, empezó a andar de aquí para allá en el jardín del couvent, todavía con los ojos de par en par, y pasó así por lo menos media hora. Luego dijo:

—Cuando vivía en mi pueblo, en Altzürükü, nuestro vecino Pierre tenía deseo de hacer un muro justo à coté de nuestra huerta. Pero mon père, como no estaba d’accord con aquel disparate, fue una noche y le quitó la azada, el pico y la pala, y escondió las herramientas debajo la terre. Alors, fue Pierre y compró otra vez azada, pico y pala. Y mon père, también terco, otra vez los escondió. Y así muchas veces. Al final, Pierre se rindió y el muro restó sin construir. Como Babel, la misma cosa. Entonces, de la historia de la Biblia no sé qué yo voy a pensar.

La pequeña monja continuaba como ida, y aquellos ojos tan abiertos me dieron miedo. Dudaba, toda su fe religiosa temblaba como un edificio que fuera a caerse de un momento a otro. Y, naturalmente, aquello no me convenía. Si Pauline Bernardette se iba del convento, yo me quedaba sin alholva y sin alfalfa.

—Puestos a pensar —comencé entonces—, lo ocurrido en Babel y lo ocurrido en Altzürükü con Pierre es casi lo mismo. Porque, claro, ¿qué pasaba cuando Dios creó los idiomas y dio a cada uno el suyo? Pues que uno le decía al otro «pásame la pala», y éste le pasaba la azada. Y al revés. O que decía un tercero, «traedme un cubo de agua para la masa», y lo que le traían era un par de picos. Y, claro, así no se puede trabajar. Conque, ya ves, la historia de Babel tiene su razón, más de lo que yo pensaba en un principio.

Enseguida se le pasó el apuro a Pauline Bernardette, y sus ojos volvieron a ser los de siempre, alegres y despreocupados.

¡C’est la verité, Mo! ¡Qué peso me has quitado de encima! ¡Qué alegría! ¡Cómo yo estimo tu ayuda, Mo!

Y diciendo estas palabras, cogió la guadaña y se fue para una ladera cercana al convento, a cortar para mí la hierba más sabrosa.

De todas formas, ya lo he dicho antes, las historias de Pauline Bernardette son cosas de después, no de la época en que conocí a Gafas Verdes. En aquella época nada sabía de las diferentes lenguas y pronunciaciones. Y, en parte, ésa fue mi suerte el día del molino, porque debido a la sorpresa que me causó la forma de hablar de aquel hombre, mis ojos se despegaron del cristal verde de sus gafas y pudieron ver a los dos hermanos dentudos. Venían corriendo hacia mí.

—¡Atrápala! ¡Atrápala! —le decía un hermano al otro.

—¡Ven aquí, pequeña, que nos vamos a dar un buen banquete a tu costa! —me decía el otro enseñando todos los dientes.

En un instante, como tocada por un rayo, tuve una revelación: comprendí que la muerte existía y que podía tomar la forma de un cuchillo o de una maza. Casi llegué a sentir el cuchillo en mi corazón y la maza en mi cabeza. Sí, los de los dientes grandes querían matarme. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¡Karral, Karral! —oí entonces. Riéndose, Gafas Verdes se burlaba de mi angustia.

Aquel desprecio me encorajinó, y huí a trompicones sendero arriba. Si conseguía meterme en el bosque, estaba salvada. Sentía detrás de mí a los dos hermanos, que maldecían y resoplaban sin parar.

—¡No escaparás! —gritó de pronto uno de ellos. Estaba más cerca de lo que calculaba.

Los hermanos eran rápidos y corrían bien, y pronto quedó claro que acabarían por cogerme. Pero justo cuando comenzaba a desmoralizarme, ocurrió uno de esos milagros que tanto le gustan a Pauline Bernardette: me salió un salvador, o mejor dicho, una salvadora, pues se trataba de una vaca negra: la que luego, durante muchísimo tiempo, conocería como La Vache qui Rit. Allí estaba, en la orilla del bosque, mirando con muy mala cara a los dos hermanos que me seguían por el sendero.

—¡Cuidado! —gritó uno de los dentudos—. ¡Está ahí esa vaca tan peligrosa!

Se dieron la vuelta y quisieron salir corriendo hacia el molino, pero fue inútil, porque La Vache qui Rit no les dio tiempo de nada. La Vache qui Rit, aquella vaca tan peligrosa, los embistió antes de que tuvieran tiempo de refugiarse en el molino. Al poco, uno de los hermanos estaba en el suelo, y el otro escondido en una hondonada del riachuelo.

—¡Karral! —gritó entonces Gafas Verdes. Con la boca torcida y agitando su bastón en el aire, recriminaba a los dos gemelos. Me fijé en su bastón: estaba forrado de cuero, y del extremo le sobresalía un estoque.

—¡Karral! —volvió a repetir, pero dirigiéndose esta vez a su caballo, que, después de haber estado hasta entonces como en otro mundo, se había puesto a relinchar de manera escandalosa. Tenía su razón El Pesado: aquel animal tan espléndido y elegante era, sin embargo, demasiado nervioso, un poco pobre de espíritu.

—Sin lugar a dudas, amiga mía —intervino El Pesado al oírme—. Ya te lo he dicho antes, el caballo no duerme bien por la noche, y luego en cualquier momento le surge la necesidad de echar una cabezadita. Es lo que le ha sucedido a éste del molino: que dormía, y que al despertarse de repente se ha asustado con el alboroto que se ha organizado.

—¡Karral! ¡Karral!

Fuera de sí, Gafas Verdes hacía ademán de pegar al caballo con el bastón.

Me di cuenta de que todos me tenían olvidada, y decidí seguir el ejemplo de La Vache qui Rit. Por un lado, a raíz de ver lo del caballo, había comenzado a enorgullecerme de ser vaca, y por otro, qué miedo ni qué cuernos, no tenía ningún miedo, quería devolverles a los dentudos el mal rato que me habían hecho pasar.

Cogiendo impulso en la cuesta abajo, me fui derecha hacia el hermano que en aquel momento estaba saliendo de la hondonada del riachuelo.

—No sabe usted cómo es esa vaca negra. Es muy peligrosa, está completamente loca —le decía a Gafas Verdes señalando a La Vache qui Rit, parada ahora junto a una puerta secundaria del molino. No había hecho más que terminar la frase cuando lo embestí de cabeza. Al instante se oyó un ruido, como cuando se aplasta y se rompe una astilla seca en el bosque.

«¿Se me habrá roto un cuerno?». —pensé. Pero no había tal, la desgracia correspondía al dentudo, que gemía y gritaba agarrando con una mano la muñeca de la otra.

—Pero ¿qué es esto? ¡Me ha roto la muñeca!

—¡Karral! —chilló Gafas Verdes. Dejó su bastón clavado en el suelo y fue hacia su caballo. Colgando del caballo había una funda con un fusil dentro.

—¡Vete! ¡Vete de ahí! ¡Sígueme a mí! —me pidió La Vache.

Sentí que se me ponía la carne de gallina, y la seguí corriendo hacia el bosque de Balanzategui. Antes de que Gafas Verdes tuviera tiempo de apuntarnos, las dos estábamos a resguardo, no muy lejos del lugar donde yo había nacido poco antes.

Ha pasado mucho tiempo desde aquel día, pero todavía sigo preguntándomelo: aquella carne de gallina que se me puso cuando me llamó La Vache qui Rit, ¿por qué se me puso? ¿Por la tensión del momento? ¿A causa del peligro? ¿O porque alguien, por primera vez, me trataba como una amiga? No lo sé, pero de cualquier forma, aquél fue un día grande en mi vida.

La Vache qui rit era fea y mal proporcionada: demasiado pequeña para el tamaño que habitualmente solemos tener las vacas, y muy corta de cuello, brazos y piernas. Sin embargo, era fortísima de pecho, y tanto su cabeza como su testuz eran muy grandes. De color, tal como he dicho antes, era igual que yo: negra.

—¿Cuántos huesos habías roto hasta hoy? —me preguntó después de tumbarse sobre el musgo del bosque.

—¿Cómo dices?

Me veía obligada a pedirle que me repitiera la pregunta, porque El Pesado me había impedido oír bien.

—Hija mía, en este mundo no hay cosa mejor que vivir según un horario —me había dicho El Pesado—. Ya ha anochecido, y es hora de ir a casa. Deja la noche para el mochuelo, el murciélago y otros animales nocturnos, y ve a descansar. El que pierde el sueño de una noche, pierde también el día siguiente.

Sin embargo, y por muy criatura que fuera, estaba decidida a no seguir los consejos del Pesado. Prefería quedarme con La Vache qui rit. Al fin y al cabo, le debía la vida. Y con este pensamiento en la cabeza, me tumbé junto a ella.

—Bien hecho, es de noche y a pesar de todo no tienes prisa de irte a dormir —dijo La Vache—. Menos mal, no parece que seas tonta. La mayoría de las que hay en Balanzategui lo son, no piensan más que en comer y en dormir. Son un asco de vacas. Pero tú pareces de otra clase, y mejor para ti, porque en este mundo no hay cosa más tonta que una vaca tonta.

—Seguro que sí —admití con humildad.

—De todas formas, estate tranquila. Aunque vayamos dentro de dos horas, las puertas del establo de Balanzategui seguirán abiertas. En esta casa las vacas hacemos lo que nos da la gana, es como un paraíso para nosotras. Nada de disciplina, nada de trabajo, y encima, de vez en cuando, banquetes.

—¿Banquetes?

—Como lo oyes, banquetes. A veces suelen ser para el grupo de las rojizas, otras para el de nosotras las negras. Más veces para nosotras que para las rojizas. Unos banquetes muy buenos, ya verás.

—Hija mía —volví a escuchar entonces—, prométeme una cosa. Que te retirarás al establo una vez que te hayas despedido de esta amiga tuya. Dile adiós con toda educación y vete a dormir placenteramente. Además, tienes que conocer a las otras vacas de Balanzategui.

Otra vez me hice la sorda con El Pesado. Estaba decidida a seguir hablando con La Vache. Quería saber tantas cosas que las preguntas se me amontonaban: ¿Qué historia era ésa de los banquetes de Balanzategui? ¿Quiénes eran Gafas Verdes y sus dos subordinados? ¿Y qué estaban haciendo en el molino? Se me cortaba la respiración. Como dice el refrán:

Vaca que se pone a preguntar, vaca que no para hasta reventar.

Pero La Vache se tomaba su tiempo para todo, y, sin reparar en mi curiosidad, comenzó a examinarme de arriba abajo. Tenía los ojos brillantes.

—Entonces, ¿qué me dices? ¿Que el hueso que le has roto hoy a ese del molino es el primero de tu vida? —comentó después de unos momentos. Parecía no reparar en mi condición de recién llegada al mundo.

—Pues sí —le respondí. Me sentía un poco acoquinada.

—Tienes que romper más, muchísimos más. La vaca que se va de este mundo sin romper de veinte a treinta huesos, es que es una vaca tonta. ¡Muy tonta, además!

—Escucha, hija mía —intervino El Pesado—. Bien está hacer amigas, pero no conviene deslumbrarse con lo primero que se conoce. En el establo de Balanzategui te aguardan otras compañeras, y deberías darte a conocer a ellas.

Por la situación en que estaba, la intervención del Pesado me intranquilizó. Me moví un poco y me tumbé en otra postura.

—¿Qué te pasa? ¿Es esa voz de dentro? —me dijo La Vache en un tono perfectamente normal. Por lo visto, la voz interior era una de nuestras características, un elemento que la condición de vaca traía consigo. Dije que sí con la cabeza. Que sí, que aquélla era la razón de mi inquietud.

—También a mí me da trabajo —empezó La Vache entonces, levantando la cabeza hacia la oscuridad de la noche y hablando pensativa—. No sé, en mi caso hay algo que no marcha bien. Mi voz interior no parece la de una vaca. Siempre me habla de lo mismo, de la pelea, de la lucha, de los ataques. «Dale a ése, métele el cuerno al otro», así son las cosas que oigo. Y que me marche de Balanzategui y que rehuya los establos: «Vete, vete pronto. Lárgate a lo profundo del bosque, allí está tu verdadero hogar». Realmente, no sé qué pasa. Se diría que me dieron la voz de un jabalí, y no la de una vaca.

Su mirada, en aquel momento más brillante que nunca, se perdía en algún punto entre el bosque y la luna. Yo no dije nada. Por un lado, aquello del error a la hora de dar la voz no parecía posible; pero, por otro, en La Vache había algo de salvaje y de hosco. Los mismos dentudos del molino lo habían dicho: no era una vaca normal, era una vaca peligrosa.

—¿Y la tuya? ¿Cómo es tu voz interior? —me preguntó de pronto, saliendo de su ensimismamiento.

—Habla bien, aunque un poco despacio. Lo único que sé de ella es que siempre se muestra a favor de ser vaca. Prefiere ser vaca antes que cualquier otra cosa.

—Ya es algo —comentó La Vache sin demasiado interés. Su mente ya estaba en otro sitio.

—Muy mala gente, esos tipos del molino —dijo poco después mostrando cuál era el nuevo objeto de sus preocupaciones—. Mala gente los dos gemelos de los dientes grandes, y mucho peor el de las gafas. Si será peligroso ese viejo que incluso mi voz interior, con lo aficionada que es a las peleas, me aconseja dejarlo en paz. Así que calcula. Con los gemelos ningún problema, que esos dos no son más que un par de campesinos bobos de por aquí. Pero con el viejo, cuidado. Es extranjero, sin duda, y le gustan mucho los cuchillos, los estoques y demás. Ya has visto el bastón que lleva.

Miré hacia el molino. La luna blanqueaba sus paredes.

—¿Por qué andan en ese molino? —pregunté a La Vache.

—Los gemelos viven allí mismo. Pero el verdadero jefe, ahora, es el viejo. Hace aproximadamente un mes comenzó a hacer visitas al molino, y ordenó a esos dos que hicieran obra. Y ya has visto, los dos estaban trabajando.

—Me ha parecido que estaban renovando el tejado —le dije yo queriendo colaborar.

—No, no están poniendo tejas nuevas al tejado, sino abriendo allí una ventana grande. Y eso es precisamente lo que no entiendo. ¿Para qué hace falta una ventana en semejante sitio? ¿Para mirar las estrellas? La verdad, me gustaría saberlo.

—Atiende, hija mía —escuché entonces—. A mí me parece que están haciendo la ventana para vigilar algo. Pero no para vigilar las estrellas, porque el tal Gafas Verdes podrá tener aspecto de muchas cosas, pero de astrónomo precisamente no. Piensa un poco, por favor. ¿Qué se verá bien desde esa ventana cuando la terminen?

«El sitio donde estamos, ¡Balanzategui!» —pensé para mí. Enseguida, transmití mi pensamiento a La Vache qui rit.

—Yo creo que la ventana servirá para vigilar Balanzategui. Alguien hará guardia en ese tejado del molino.

La Vache qui rit hizo un gesto de aprobación.

—¡Menos mal! ¡Menos mal que has dado una buena razón! —dijo luego—. Te he puesto a prueba para ver si tienes cabeza o no, ¡y ya lo creo que la tienes! Me alegro, no eres una vaca tonta. De veras que me alegra mucho. Y es que no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta.

Respiré tranquila, me había hecho valer ante La Vache. Sin palabras —con el puro pensamiento, quiero decir—, le agradecí su ayuda al Pesado.

—Así es, Cuchillos quiere vigilar nuestra casa —empezó de nuevo La Vache. Ella llamaba a Gafas Verdes Cuchillos—. ¿Por qué? Pues, no lo sé. Por eso suelo estar en lo alto de la ladera controlando el molino y escuchando lo que allí se dice. Pero Cuchillos es muy reservado, les cuenta pocas cosas a los dentudos. Encima, con esa forma de hablar que tiene, me cuesta lo mío entenderlo.

—A mí ni me cuesta ni me deja de costar. No le entiendo nada. Pero ¿es verdad que no sabes nada?

La Vache se me quedó mirando, muy seria. No, esta vez no quería ponerme a prueba.

—No sé nada a ciencia cierta, ésa es la verdad. Pero, por supuesto, he sacado mis conclusiones.

—¿Y cuáles son esas conclusiones? —le pregunté con el candor de una vaca recién llegada al mundo.

La Vache qui rit se me quedó mirando con aquellos ojos suyos tan brillantes, más seria que nunca.

—¿Has oído algo acerca de la guerra? —me dijo después de un momento de silencio.

—No, yo no.

—Claro, con lo joven que eres, es natural. Pero yo ya tengo mis años, y ya he visto algunas cosas en este mundo. La guerra, sin ir más lejos. Mira nuestro valle de Balanzategui, mira el cielo ahí arriba, esos montes y esos bosques…

La Vache qui rit cortó el hilo de su discurso, y se quedó callada. Por mi parte, hice lo que me decía y me quedé mirando hacia la luna. En aquella primera hora de la noche, el valle estaba silencioso, no se oían más que los rumores que aquí y allá levantaba el viento sur.

—Sí, ahora todo está en silencio y en paz —siguió La Vache—. Pero tenías que haber visto este valle hace un año o menos. Disparos de fusil a todas horas, de día y de noche. Y disparos de cañón, también. Y luego los aviones, ametrallando los alrededores y matando a todo bicho viviente. Uno de esos aviones cayó ahí cerca, en lo alto del valle. Un avión muy bonito, pequeño y plateado.

—¿Dónde está ese avión? ¡Me gustaría verlo! —me excité de pronto. Nunca había visto un avión.

—Saber eso sería saber tanto como yo, amiga —me contestó La Vache secamente—. Lo del avión es mi secreto, yo soy la única que conoce el lugar. Quizá te lo enseñe algún día, ya veremos.

La Vache me miró detenidamente. Su dilema era si yo era una vaca tonta o no. No quería enseñar el avión caído a una vaca tonta.

—Aunque no me enseñes el sitio, lo encontraré —le respondí intentando hablar igual de secamente que ella—. Pero ahora, vamos a seguir con el asunto de la guerra y con lo que está pasando en el molino.

La Vache levantó la cabeza. Le gustaba mi forma de reaccionar.

—Pues eso, que hasta hace poco aquí hubo guerra —empezó otra vez, más amablemente—. Soldados de un bando y del contrario. Y muchos de ellos murieron. En ese mismo bosque, tres.

—¿Tres hombres?

—Sí, tres hombres. Los mataron ahí un poco más adelante. El marido de Genoveva estaba entre ellos.

Me puse que no cabía en mi pellejo de curiosidad. Con las prisas por saber qué había pasado, se me cortaba la respiración.

—¿El marido de Genoveva? ¿Y quién es Genoveva?

—¡La señora de Balanzategui! ¡Quién quieres que sea! —exclamó La Vache irritada. Me pareció que iba a perder la paciencia. Pero si ella era una vaca con carácter, yo también.

—¡Y qué quieres que sepa yo, si ni siquiera he puesto los pies en el establo de Balanzategui! ¿No ves que he andado por el monte? —le dije con mucha firmeza.

—De acuerdo, de acuerdo —admitió La Vache en tono conciliatorio—. Pues lo que te decía, Genoveva es el nombre de la señora de Balanzategui.

Sentí que cada vez me tenía más respeto. Indudablemente, aquélla era la forma en que había que tratar a La Vache.

—Fusilaron a su marido cuando la guerra estaba a punto de terminar. A su marido y a otros dos. ¿Quieres ver las tumbas?

—¡Oh, sí! —exclamé.

Cogimos un sendero que iba directamente hacia la casa, visible a aquellas horas de la noche gracias a sus paredes blancas y a la luna, y cuando ya casi estábamos allí, torcimos un poco hacia el interior del bosque y llegamos hasta un jardín entre árboles. Pero aquel lugar, por muy lleno de flores que estuviera, no era un jardín, sino un cementerio. Así lo demostraban las tres cruces de madera que se erguían rebasando la altura de las flores.

—El marido de Genoveva y sus dos compañeros. Fusilados aquí mismo —dijo La Vache tumbándose en un borde del cementerio. La luz de la luna confundía los colores: las flores de color rojo parecían negras, y las blancas, azules. El musgo cubría la tierra como una alfombra.

—¿Cuándo terminó la guerra, exactamente? —pregunté sin levantar la voz y sin atreverme a tumbarme. Sabía, desde la persecución que había sufrido en el molino, lo penosa que era siempre la muerte, y las tres cruces del cementerio me provocaban un sentimiento cercano al miedo. Pero La Vache parecía acostumbrada al lugar, y no le impresionaba. Me pidió que me tumbara a su lado.

—Eso es lo que yo me pregunto a mí misma —dijo La Vache una vez que yo me hube tumbado. Me hablaba sin ninguna reserva, de igual a igual—. Me pregunto si la guerra ha terminado. Ahora hace un año dijeron que sí, y en parte parece verdad, porque ahora no se oyen disparos y cañonazos. Pero, por otro lado, no estoy muy segura, tengo indicios de que la guerra todavía sigue. Por lo menos aquí, en Balanzategui. Y ésa es la razón por la que Cuchillos y los otros vigilan la casa.

—¿Que vigilan quiénes? —le pregunté. Se me había olvidado aquel nombre que le daba La Vache a Gafas Verdes, Cuchillos.

—Esos del molino —me respondió sin salir de las cavilaciones en que estaba sumida. Poco después, suspiró e hizo un comentario que me puso alerta—: Sí, ésa es la verdad. En esta casa pasan cosas muy raras. Raras de veras.

Calló una vez más y se quedó pensativa, como si se hubiera olvidado completamente de mí. Por mi parte, le habría hecho más preguntas, por qué decía aquello, cuáles eran las cosas raras de Balanzategui, pero no me animé a mover los labios. Estaba feo hacer tantas preguntas, no era serio. Como dice el refrán:

El que cien preguntas hace
ninguna respuesta merece
.

Como La Vache no parecía dispuesta a salir de su ensimismamiento, me quedé callada y mirando a las cruces del pequeño cementerio. El marido de Genoveva. Un compañero suyo. Otro más. Tres soldados fusilados. ¿Habría terminado la guerra en Balanzategui? ¿Las cosas raras que había mencionado La Vache tendrían algo que ver con aquellas muertes? Sí, lo más probable es que la relación existiera.

—Hija mía —escuché entonces. El Pesado me hablaba desde dentro—. Yo también he estado pensando, y he resuelto lo siguiente: que esta vaca, un poco hosca y que a sí misma se llama La Vache qui rit, dijo en un momento determinado algo que me extrañó. Afirmó que Balanzategui era un paraíso para las vacas y que en esta casa, que por cierto, y a pesar de mis consejos de acostarte, todavía no conoces…, pues que en esta casa las vacas no tienen ninguna tarea, y que en ella no reina la disciplina, que a veces hay banquetes… realmente, y si bien se piensa, ¿no es todo esto un poco llamativo y raro?

El Pesado tenía razón, sin duda. También yo recordaba lo del paraíso y lo de los banquetes, y, efectivamente, eran cosas un poco raras. Giré la cabeza hacia La Vache y me dispuse a hacer la pregunta; una pregunta, esta vez sí, muy adecuada.

No tuve oportunidad de cumplir mi deseo. De pronto, un sonido desconocido y escalofriante llegó hasta el pequeño cementerio y me hizo cambiar de pregunta.

—¿Qué animal hace ese sonido?

La imaginación me mostró, como en sueños, aquel animal: era un pájaro inmenso de grande, con las plumas azules y una forma de volar muy parecida a la del águila.

—¿En qué estás pensando? —me dijo La Vache viendo que yo miraba hacia el cielo—. No se trata de ningún pájaro, sino de uno de los discos de Genoveva; música de violín, si quieres saberlo. Genoveva suele escuchar discos, no todas las noches, pero sí de vez en cuando. Ahora, vamos al establo. El establo está debajo de la sala de Balanzategui, y la música se oye allí mejor que en cualquier otro sitio.

La idea me gustó. No sabía lo que era un disco, pero lo que producía me resultaba emocionante. Como dice el refrán:

Beethoven, Chopin y Mendelssohn,
las alegrías de la vaca son
.

—Ya seguiremos con los asuntos de la guerra.

—Todavía tenemos mucho que hablar —me susurró La Vache antes de entrar en el establo.

Por fin entramos, y la música de violín me envolvió. Al fin estaba en Balanzategui, dentro de mi casa. Y cuando las vacas que estaban allí reunidas me saludaron, qué tal Mo, bienvenida Mo, adelante Mo, me sentí alguien. No, no era poca cosa lo de ser vaca.