CAPÍTULO IX
El salvador

Francisco fue transportado a una pequeña pieza, cómoda y ventilada, en que los asiduos cuidados que se le prodigaron produjeron rápidamente su efecto. Su robusta organización contribuyó mucho para salvarlo. Sin embargo, la muerte no dejó de luchar por su presa. Una fiebre intensa se apoderó del esclavo cuando ya se le creía fuera de peligro. Era una fiebre cerebral.

Perdido el conocimiento, Francisco pasaba sus noches entregado a un delirio vertiginoso. El médico llegó a creer imposible su curación.

En medio de su delirio, Francisco pensó tener cierta noche una visión maravillosa. Acercóse a su lecho una mujer que tenía completa semejanza con Camila, pero que revestía los vaporosos contornos de un ángel. Aquella mujer le besó en la frente. De allí en adelante todas las noches se repitió el fenómeno. La figura suave y dulcísima que él miraba marchar por el aire, se aproximaba a él, besaba su frente y llevaba después a sus labios, en una copa de cristal, un calmante delicioso.

Francisco, en la media conciencia de que disfrutaba al través de su sonambulismo, creía firmemente que aquel ángel no era Camila. Era más bien su sombra: tal vez ella había muerto.

El ardiente deseo de conocer la verdad influyó mucho en el restablecimiento de Francisco. Es cosa probada que la voluntad, esa potencia divina que se agita en nuestro interior, posee cierto imperio sobre las funciones de nuestro miserable organismo.

Una cosa llamó de un modo vivo la atención del enfermo. A medida que su salud se acercaba, las visitas eran más rápidas y furtivas, lo que hasta cierto punto comprobaba su carácter extraordinario; pero en la última que recibió, el hermoso fantasma, al besar la frente de Francisco, se detuvo algún tiempo inclinado sobre él, y entonces lágrimas abrasadoras se deslizaron de sus ojos y cayeron en las mejillas de nuestro héroe. Aquel llanto era demasiado real y daba testimonio de un dolor humano, de estos que padecemos en la tierra.

Indeciso sin embargo, cuando Francisco pudo levantarse y le fue permitido salir, buscó con ansiedad la ocasión de hablar con Camila, a fin de salir de sus dudas.

La ocasión no se presentaba.

Veíala a veces, a lo lejos atravesando el alto corredor de la casa de vivienda. Ella le sonreía amorosamente, pero nada más. Por otra parte, Camila tenía un aspecto extraño. Al principio tardó Francisco en reconocerla. Una palidez sobrehumana, el cabello desordenado recogido sobre la cabeza, cierto bizarro descuido en el traje, un no sé qué de terrible, de vago, de estremecedor.

Esto hizo inclinarse el alma de Francisco bajo el peso de una tristeza abrumadora. Pensó en dejarse morir. Negóse a seguir el régimen de que aún necesitaba. Camila hizo entonces llegar hasta él algunas palabras de ternura, de esperanza y de resignación. ¿Con qué objeto? Ella quería que él viviese.

Restablecido por completo, Francisco no sabía qué imaginar .acerca de su situación. ¿Por qué tan súbito cambio de conducta respecto a él? Ni la menor sospecha acusadora cruzó por su mente. Su corazón encerraba tanta bondad, que todo lo que era bueno le parecía posible y verosímil.

Admitió la esperanza.

Pero la impaciencia lo consumía. Una entrevista con Camila era la necesidad perenne de su corazón. Se prometía ser muy resignado después que hubiese hablado con ella.

La indulgencia con que se le trataba le era molesta. La fatiga le hubiera venido bien.

Trató de subir la escalera para saludar a la señora y acercarse por este medio a Camila. Se lo estorbaron. ¡Desesperante incertidumbre! Tan gran rigor mezclado con tanta benignidad.

Se presentó a don Eulogio y le dijo que ya se encontraba con fuerzas para el trabajo. Contestóle el mayordomo que ninguna orden había recibido acerca de él, que Carlos estaba ausente y que llegando, como llegaba, esa misma tarde, dispondría lo que tuviera a bien. En el pequeño diálogo que trabaron, Francisco pudo notar que el tono desdeñoso y aun agrio de don Eulogio había desaparecido. Trataba al negro con ciertas consideraciones, que nunca, ni en los mejores tiempos, usara con él.

Este don Eulogio era un gran diplomático.

Para él, Francisco estaba siendo el protegido de Camila, y Camila la favorita del señor don Carlos. Por si acaso, creía conveniente mantenerse en buenas relaciones con el africano.

La duda nueva que tan raro procedimiento hizo surgir en el ánimo de Francisco, colmó la copa de la paciencia. Salía de la habitación del mayoral dispuesto a las más extravagantes resoluciones.

A poco de andar tropezó con Camila. La joven venía en su busca.

—Esta noche, a las doce, entre los álamos —le dijo en voz muy queda, y se alejó precipitadamente.

—¡Por fin! —exclamó Francisco.

A la tarde Francisco se encontraba vagando por los, campos, dando rienda suelta al confuso tropel de encontradas ideas que bullían en su cabeza.

Estaba solo, en un potrero, cuyo pasto perfumado y crecido ondeaba bajo el impulso de la noctivaga brisa.

Mansos rebaños de robustos toros pacían la yerba o retozaban alegremente, mientras los más graves, arrojados en el suelo, tendían soñolienta ojeada sobre el horizonte de púrpura.

Un hombre a caballo se marcó a lo lejos en uno de los senderos que atravesaban el campo.

Era Carlos de Orellana.

Recién llegado de la ciudad, sintió, quizás como Francisco, el anhelo de soledades en que espaciarse. Agitábanlo profundas preocupaciones lo mismo que a su esclavo. Al verse a solas con su dueño, Francisco llevó instantáneamente la mano al pomo de su machete.

Todavía no estaban en su posesión los datos necesarios para formar un juicio perfecto sobre la conducta del joven, había, empero, algo de positivo. El castigo exagerado que por ligeros pretextos, buscados, inventados casi por don Eulogio, recibió anteriormente Francisco, nunca pudo atribuirlos sino a la voluntad del mancebo. Además, lo odiaba, sin explicarse y sin pedirse cuenta de las razones de su odio. Mirarlo y llevar la mano al pomo del machete fue obra de un instante.

Entretanto, ocurría un accidente bien grave. Un toro indómito, que se encontraba encerrado dentro de un vallado, rompió la cerca en el instante en que Carlos pasaba junto a ella, y se arrojó sobre el joven.

El caballo, asustado, dio un bote terrible y lanzando al jinete en el suelo, huyó despavorido.

Carlos, casi sin conocimiento, se encontraba a merced del furioso animal.

Francisco, con el machete en la mano, acudió al socorro de Carlos, y puso en fuga al toro, que, herido gravemente, fue a morir a poca distancia.

Algunos peones, que pasando por los alrededores contemplaron la última parte de la escena, condujeron a Carlos desvanecido hasta la casa en que se encontraba su madre. Francisco se quedó largo rato contemplando su machete ensangrentado, y el cadáver del toro extendido en la yerba.

Él había soñado otra víctima.