CAPÍTULO IV
Intermedio. La dama de mármol
La carta que había hecho partir a Carlos era la siguiente:
«Acabo de llegar. Te amo como siempre y te aguardo con ansiedad. Estoy en el hotel de Inglaterra.»
Tu Lucy.
La lectura de este conciso billete impresionó profundamente a Carlos y le hizo olvidar sus planes con respecto a Camila y su matrimonio y dirigirse con rapidez a La Habana.
Sin embargo, la mujer que le había escrito, era una mujer que merecía su odio y su desprecio. Actriz primero, aventurera después, habíala conocido Carlos en los Estados Unidos en la época en que comenzaba sus brillantes extravíos. Acercóse a ella con el objeto de obtener un triunfo de vanidad, y cuando más, un placer fugitivo, y ella se apoderó por entero de su alma.
Lucy resistió por algún tiempo a sus deseos, y un día, cuando ya el joven desesperaba de hacerse amar, cuando más rodeada parecía en Nueva York por las solicitaciones de sus pretendientes le dijo a Carlos que lo amaba, partiendo con él para una excursión de verano, que tuvo todo el aire de uno de esos hermosos paseos que hacen los recién casados en los Estados Unidos.
Esa victoria halagó sobremanera el corazón y el amor propio de Carlos; la notoriedad, o mejor dicho, el escándalo de aquella especie de huida, los poderosos rivales desairados por ella, el candor, la turbación y las indecisiones con que Lucy se entregó a él y que se hubieran dicho copiados de la más inocente de las vírgenes, le hicieron saborear de consuno una dulce embriaguez. Juró a Lucy, interpretando bien los deseos de su corazón, que la amaría mientras viviese.
Ya aquella Aspasia lo sabía. El amor de Carlos había sido fabricado por ella cuidadosamente. Obra de cálculo, obra astuta, obra artística, si cabe arte en la infamia, en que todo había sido intencional y premeditado desde la sonrisa en los labios hasta el lazo de cinta en el cuello, sabía ella muy bien hasta qué grado llegaba su imperio en el corazón de su inexperto enamorado.
Y no es que Carlos le fuera indiferente. Sentía un capricho por él. Quizás lo amaba. Sólo que cuando el amor llega a ser un oficio pasa rara vez y con dificultad a ser un sentimiento exclusivo y desinteresado. Contar los detalles de esa pasión nos alejaría demasiado de nuestros asuntos. Cuando concluido aquel verano Carlos retomó a la isla de Cuba, sus amigos lo desconocieron. Era otro hombre. Había bebido el veneno del desengaño. A nadie confió su secreto, siendo demasiado vanidoso para confesar una derrota. Se prometió a sí mismo olvidar a Lucy, y en honor de su fuerza de voluntad debe decirse que parecía haberlo conseguido. Por una jactancia de energía conservó el perro y el collar, que eran el último recuerdo de la extranjera, como para desafiar las imágenes que este recuerdo podía evocar en su mente.
Sus amigos le preguntaron qué significaba aquel nombre en el cuello de su terranova.
—Es el nombre de una cortesana célebre —contestó—. Estaba tan de moda últimamente en Saratoga. Se lo puse a mi perro para burlarme de ella. ¡Me inspiran tanto desprecio esas mujeres!
Este desprecio pareció fundado a Delmonte, explicable a Romero y estúpido a Peñalver.
Sin embargo, Lucy Conocía a Carlos mejor de lo que Carlos se conocía a sí propio. El billete de que hemos hablado, que era el colmo de la audacia de parte de ella, y que sólo debía producir en Carlos una sonrisa de desdén, lo trajo de nuevo a sus pies.
Es cierto que el mancebo no partió de la finca con la intención dé decir a Lucy que la amaba. Iba, por el contrario, a agobiarla bajo el peso de su indignación. Iba a tener el gusto de enseñarle la cicatriz de la herida que ella juzgaría abierta. El lujo de la indiferencia delante de la mujer que le ha martirizado con su coquetería es una exigencia para el hombre vanidoso.
—Una sola entrevista —se decía—, una sola entrevista en que la confunda con mis sarcasmos. No nos hemos visto después de la burla que me hizo sufrir. Quiero que nos veamos y separarme de ella sonriente.
Pero, ¿no hemos dicho ya que Carlos tenía veintidós años? Si no lo hemos dicho, encontramos conveniente advertírselo al lector.
Carlos llegó al hotel a las tres de la tarde. Se hizo anunciar y fue recibido sin tardanza.
Esperaba encontrar a Lucy ataviada de modo que todos sus encantos estuviesen de relieve e iba muy dispuesto a luchar con los ardides de su infernal coquetería.
Se equivocó en todo.
En la habitación de Lucy, casi a oscuras, encontró a ésta descuidadamente vestida y peinada, como quien no espera a nadie o como quien no hace caso de parecer bien.
Se lanzó hacia él para estrecharle entre sus brazos pero él la rechazó. Entonces Lucy se dejó caer en un confidente, llevó el pañuelo a los ojos, y se puso a llorar con un llanto suave, silencioso, desesperado no obstante.
—No creo en tus lágrimas —le dijo Carlos con ira—; eres una miserable; no pienses engañarme de nuevo.
Lucy apartó el pañuelo de sus ojos y mostró el rostro inundado de lágrimas, con un movimiento rápido y sencillo.
—Quiero evitarte —repuso— el pesar de haber insultado a una mujer. Conozco tu carácter y tengo la convicción de que eso te dolería más tarde. Las explicaciones son inútiles entre nosotros. Podría muy bien intentar justificarme, demostrarte que no soy tan culpable como me juzgas. Esa discusión está en desacuerdo con mis sentimientos. Lo que disculparía a otra, no me disculpa a mis ojos ni debe disculparme a los tuyos. He sido infame. Poco importa que haya abandonado una senda en que marché por un extravío de mi educación y no por un extravío de mi espíritu. Dices bien, soy una miserable. Esa miserable tiene el atrevimiento de amarte, como se ama una vez no más, con ese amor que lo es todo para la mujer. Entre nosotros, aun cuando tú lo quisieras, la dignidad de mi amor lo prohíbe, no puede existir lazo alguno; pero, ¿no querrás verme?, ¿no querrás venir un día en tu mes, una hora en tu semana a decirme una palabra de compasión? He aquí lo único que oso desear. Si no puedes concedérmelo, me resignaré.
Y volvió a llorar sin aguardar la respuesta.
Lucy era una Venus muy distinta de Camila. La Venus del norte, no menos ardiente, no menos peligrosa que la Venus del mediodía.
Sus cabellos de oro se enroscaban también en peregrinos rizos, sus espaldas de nieve tenían a veces ese estremecimiento eléctrico que hace adivinar un alma impresionable habitando en la hermosa escultura de alabastro, y las turquesas animadas de sus ojos resplandecían con una llama intensa, viva, casi siniestra.
Sus formas guardaban un ritmo majestuoso y perfecto.
Inútil es decir que media hora después de la escena que hemos descrito, Carlos, loco de ternura, lo había aceptado y lo había perdonado todo.
Sentado a los pies del confidente en que ella estaba reclinada, estrechando sus manos y sin apartar un instante los ojos de aquel semblante querido, hablaba con ella como en los mejores tiempos de su pasado.
Supo entonces, con sorpresa, que sus tres amigos la conocían. Esto lo contrarió un poco.
—¿Les has hablado de mí? —le preguntó.
—Les he dicho sólo que nos conocimos en Nueva York. He admitido su visita y la de otros jóvenes porque, como voy a cantar en el teatro, necesito mostrarme amable.
—Pues, ¿cómo?, ¿vas a cantar en el teatro?
—Sí, estoy contratada en Tacón. No me quedaba más remedio —añadió ruborizada—. Tú sabes que no soy rica.
—Debiste confiar en mí. Me disgusta mucho que cantes en público. No puedes comprender hasta cuánto me será desagradable.
—¡Celoso! El contrato no puede romperse, por desgracia. Yo cantaré sólo para ti. ¿Quieres oírme ahora?
Lucy fue bien pronto la favorita del público habanero. Su voz y su talento musical no eran muy notables, pero la naturaleza la había hecho actriz, y su belleza deslumbradora bastaba para ganarle las voluntades.
Como Carlos y Lucy habían convenido guardar la más absoluta reserva sobre sus amores, entre los ramilletes que se arrojaban a la artista venían muchas palabras apasionadas y muchas ofertas atrevidas que se dirigían a la mujer.
Carlos hubiera querido salir de su sombra, imponer silencio a los enamorados y castigar a los insolentes; pero Lucy era inflexible y Carlos la amaba demasiado para no someterse a sus deseos.
Para que se aumentaran sus desazones tuvo desacuerdos con sus amigos. Peñalver, cuyo padre había muerto recientemente, no asistía al teatro, pero visitaba con frecuencia a Lucy, haciéndole de continuo ridiculas protestas de amor.
Delmonte, por el contrario, la miraba con notable antipatía. Encargado en un periódico de importancia de escribir la crónica de teatro, sus juicios sobre la encantadora contralto eran severos. Por mucho que el público la colmase de aplausos y de flores, Lucy no veía con indiferencia la gacetilla cruel que venía a recordarle todas las mañanas los vacíos de su talento. Suplicó a Carlos que interviniese en su favor, pero sin revelar a Delmonte los motivos que la impulsaban.
Delmonte recibió a su amigo cariñosamente, como de costumbre; mas se echó a reír cuando supo el motivo de su visita.
—Mi querido Carlos —le dijo—, el amigo que te ha pedido ese servicio, puesto que tú me protestas que nada te liga a la hermosa contralto, es un amigo muy impertinente. Lo que deseas es un sacrilegio. Se conoce que no eres aficionado a la música. Yo no puedo decir en la crónica sino la verdad.
No hubo modo de hacerle ceder.
Dando cuenta a Lucy del resultado de esa comisión, se quejó Carlos con amargura de la reserva exigida por ella.
—Delmonte no me negaría eso —decía—, si supiera lo que hay entre nosotros.
—Confiesa, —le contestó Lucy— que no son los artículos de Delmonte los que te hacen detestar el disimulo que yo juzgo necesario.
—No es eso sólo ciertamente.
—No es eso en ninguna parte, ni de ninguna manera.
—Pues bien, lo confieso, tengo celos.
—Veamos de quién, señor musulmán.
—¡Dios mío!, de todo el mundo y en primer lugar y además de ese necio de Peñalver que te persigue de continuo ofreciéndote su fortuna.
Lucy hizo ademán de reír estrepitosamente, pero de súbito, como contenida por un pensamiento triste, reclinó la mejilla sobre la mano y se mantuvo largo tiempo en melancólico silencio.
—Te he ofendido acaso sin quererlo —exclamó Carlos algo inquieto.
—No —repuso ella—, no me ofendes. Tú tienes el derecho de juzgarme así.
Había un profundo dolor en estas palabras.
Carlos se arrojó a los pies de Lucy, y le pidió perdón de lo que llamaba sus delirios, asegurándole que tenía en ella la más absoluta confianza.
—Óyeme, mi adorado loco —le dijo ella, tomando su cabeza entre sus manos y clavando en sus ojos una dulcísima mirada— tu pobre Peñalver me divierte. Ya sabes mis excentricidades. Sentiría que me quitaran ese juguete. Por otra parte, su asiduidad me ha libertado de otras muchas. Se le cree preferido, y me dejan tranquila. ¿Qué dirías tú si para ese papel hubiera escogido a algún gallardo caballero?
A la mañana siguiente, Carlos, sin decidirse a creer en el testimonio de sus ojos, leía un párrafo de crónica en que Delmonte anunciaba al público que el contrato de Lucy se había roto, aludiendo de un modo encubierto a que la artista trocaba por los encantos del amor las fatigas y las glorias de la escena. Era una burla delicada. Carlos consideró aquello como una calumnia cobarde, como una persecución inmotivada y sobre todo como un insulto personal, dada su recomendación de la víspera.
Fue a encontrar a Delmonte, le exigió explicaciones de su conducta.
Su voz altiva y su duro lenguaje no fueron notados por el poeta.
—Desgraciado embajador —le dijo—, puedes anunciarle a quien te envía, que se burlan de él. Aunque se ha procedido con suma discreción, los periodistas somos una policía vigilante. Nuestro amigo Peñalver quiere consolar su duelo, teniendo una cantatriz para su uso, y parte con Lucy para Europa. No debes abrigar la menor duda.
—No conocía esta nueva faz de tu carácter —le contestó Carlos, arrojando sobre él una mirada de desprecio—. Probablemente algún desdén de esa pobre mujer es la causa de que la persigas con tanta obstinación. Vengo por mi propia cuenta. Amó a Lucy y ella me ama. Sé que en lo que has escrito no hay una palabra de verdad y exijo, ¿lo entiendes bien?, exijo que lo retires y la satisfagas.
Un diálogo que comenzaba así no podía terminar sino en un rompimiento. Las cosas llegaron al extremo. La calma y la dignidad de Delmonte no fueron poderosas a impedir el inevitable desenlace. Carlos estaba fuera de sí.
Los amigos encargados de concertar el combate procuraron en vano la paz.
Antes que el desafío vino, afortunadamente, el más terrible desengaño.
El contrato de Lucy estaba roto y su viaje con Peñalver era una verdad. La fortuna inmensa del cretino y la facilidad de engañarlo y conducirlo a su antojo, fueron una tentación suficiente para que Lucy abandonara otra vez a su iluso amante.
Carlos deploró la ligereza con que había dejado conocer su secreto, pero considerando ridículo el papel de Otelo, no quiso perseguir a los fugitivos, como se lo aconsejó por un momento su deseo de venganza.
El ultraje lo hirió bien cruelmente. Había estado a punto de abandonar a su familia, de perder su fortuna, de disgustar a su madre, de batirse con su mejor amigo por aquella mujer, y aquella mujer se reía de su enorme sacrificio.
Delmonte, reconciliado con él, trató de consolarlo y para consolarlo mejor le habló de Camila. Esto fue un dardo más en el corazón y en el orgullo de Carlos. Recordó que mientras Lucy huía con Peñalver, Camila era acaso feliz al lado de Francisco, y ya que las conveniencias le impedían vengarse de la primera, se resolvió a ser implacable con la segunda.
Delmonte agravaba el mal con la mejor fe del mundo. Le prometía ir en breve a La Esperanza, para acompañarlo algún tiempo.
—Antes de quince días estaré allí —le dijo—. Entre la amistad y el amor, tus penas se disiparán fácilmente. Vamos, un poco de valor. Tu Camila es superior a Lucy, piensa sólo en ella, que bien lo merece.
Aquel consuelo era, sin saberlo Delmonte, un sarcasmo del destino.
Garlos tuvo una sonrisa feroz al oír este lenguaje.
—Dices bien —contestó a Delmonte—. Me consolaré con Camila.
El desencanto había hecho de él un hombre sin conciencia.
¡Derrotado por Peñalver aquí, derrotado por Francisco allá, y sentirse con atractivos capaces de enloquecer a cien mujeres. Ser rico, ser joven, ser inteligente, ser hermoso, y que un imbécil y que un negro lo vencieran!
Partió tan aprisa como había venido, sin escribir, sin anunciarse, queriendo llegar de improviso, puesto a caer como un rayo sobre la dicha que su ausencia habría producido.