INTRODUCCION

Allá por los años de 1862 las «tertulias literarias» eran muy frecuentes en La Habana. La actividad intelectual tenía cerrada la puerta de la política y de la alta polémica científica y filosófica, y se refugiaba en la literatura. El que estas líneas escribe, era entonces poco más que un niño, pero por una inclinación irresistible hacia las letras, de que con torpeza pero con tenacidad innegable daba muestras constantes, había adquirido el derecho de asistir, en algún ángulo casi olvidado del salón, a eso que eran para él las sesiones de un areópago augusto. Pocas emociones de su vida se parecen a la deliciosa impresión que experimentaba en su oscuro puesto.

En una noche de invierno —cree recordar que fue en el año de 1862— se presentó uno de los miembros más importantes del grupo literario, con algunas hojas de papel en la mano, y después de asegurar que contenían la narración de una historia tan triste como verdadera, hizo su lectura, que duró más de dos horas; se ocupaba de un hecho cierto y de personas conocidas. Aquello no tenía la intención de ser un poema, tenía el propósito de ser una acusación. La acusación contra un hombre, por lo pronto, y en el fondo —y acaso sin advertirlo—, la acusación de un gran crimen nacional. El que era un niño, no tiene hoy bastante confianza en su discernimiento de entonces para apreciar el valor artístico del relato. De lo que está seguro es de que comenzó a llorar poco después de haberse empezado la lectura, y de que cuando se hubo concluido lloraba todavía. Tenía en aquella época muy vaga idea de lo que era la infamia de la esclavitud; nacido y educado en una sociedad en que esta infamia estaba en la atmósfera, había respirado su veneno sin darse cuenta de ello. En aquel instante sufrió un deslumbramiento. Tuvo una visión espectral y se estremeció de una manera profunda al ver aquella figura sombría de pie sobre los destinos de su país. Adoptó en su interior la resolución irrevocable de no ser cómplice de ello de ninguna manera y de consagrar en la primera ocasión oportuna su sangre y su alma a borrar de la frente de Cuba la mancha ominosa.

Ha tenido después la dicha de cumplir su juramento.

¿Pero cuál es la oportunidad de este episodio?

He aquí la explicación:

Se proponía escribir para Chile —a indicación de algunos amigos benévolos— una novela de costumbres cubanas. Creyó que para describir costumbres cubanas debía referirse a la época colonial, y que en la colonia lo que había de más característico era la esclavitud. Ahora bien, la esclavitud es un hecho tal que, después de presentarlo desnudo, toda declamación que se haga en tomo suyo es una banalidad, y aun la reflexión más insignificante que se le añada puede considerarse como un ultraje para el sentido moral del lector. Se trataba, por lo tanto, de contar el hecho y nada más.

Y para contar el hecho —lo confiesa con cierto rubor—, ningún esfuerzo de su fantasía ha podido superar el recuerdo que guarda en su mente de la historia a que acaba de referirse. La naturaleza tiene siempre cierto prestigio sobre el arte, y hay en la verdad que no puede remedar, la más exquisita y bien fabricada mentira.

Su obra tenía, empero, un grave inconveniente. Si se obtenía éxito en ella, era debido de seguro al hecho mismo o a la expresión dramática que había sabido darle el primer narrador y que tanto impresionó al que lo refiere ahora.

Si no se obtenía, era que el nuevo historiador no había sabido traducir eso.

Extraña empresa literaria, ¿no es cierto?, en que se corre el riesgo de haber hecho un mal comentario y no se busca la gloria de haber producido una invención feliz.

No ha podido, sin embargo, resistir a la tentación de acometerla.