CAPÍTULO IV
El amor de un blanco

—Tú eres un niño que no sabe lo que se dice. Rosalía tiene una fortuna inmensa y es de las mejores familias de La Habana. Su padre, don Julián Calvo, fue un verdadero magnate, emparentado con grandes de primera clase. Mejor partido no pudiera aceptarse. Una niña tan dócil, que se ha de llevar tan bien conmigo, y que ha sido educada como un primor. Ustedes, los muchachos, no miran sino la cara, y eso no hace la felicidad.

—Ten la bondad de considerar por un momento este retrato. Mi prometida podrá ser tan rica y tan notable como tú aseguras, pero es un hazmerreír, mamá.

—Nadie se reirá de ella cuando sea tu mujer.

—No, que entonces se reirán de los dos. ¿De qué me sirve su fortuna si he de estar en un continuo martirio? Mira que la fealdad se pega. Ya me parece verme amarillento, flaco y desgarbado con tu predilecta. Ni su educación me gusta, es una mojigata que se pasará el tiempo haciendo novenas y que no querrá ir al teatro, porque eso es pecado mortal.

—Más libre serás tú de andar como te viniera en voluntad.

—No es eso lo que yo deseo. Quiero una mujer elegante, que sepa hacer los honores de mi casa, y que no me ponga en ridículo. ¿Conoces tú las burlas que inspira Rosalía dondequiera que se presenta? ¡Si oyeras a los jóvenes! El uno dice: se vistió tan de prisa que dejó olvidadas las pestañas en el tocador. El otro: es preciso llevarla a don Felipe Poey3 para que la clasifique. Se resiste a la nomenclatura, le contestan.

»Quien asegura que sobre su nariz se puede levantar un edificio; quien, la compara con la mona de su casa y demuestra que la mona es mejor. “Es un hermoso estudio anatómico.” “Es un fósil.” “Es un ídolo indio.” “Es la fiebre amarilla.” “El que se case con ella tendrá que armarla todas las mañanas; si equivoca el número de las piezas, va a verse en un gran apuro.” Esto es lo que se oye, y yo, entretanto, recordando el proyecto de matrimonio, me avergüenzo y no sé qué decir.

—Cualquiera de esos mequetrefes quisiera encontrarse en tu situación. Tú le das importancia a lo que no la tiene. Piensa en agradar a tu madre que sabe lo que puede convenirte. En fin, ya no es tiempo de retroceder. A las tres debemos ir allá. Pórtate bien con ella, que el otro día estuviste insoportable.

—¿Todavía quieres que me muestre apasionado al lado de Rosalía?

—No se necesita tanto.

Este diálogo, cuyos interlocutores adivina el lector, tenía lugar en la habitación de Carlos, de Orellana, la más linda y la mejor alhajada de la casa. El suelo era de mármol. Los muebles de preciosa madera negra y cubiertos de esculturas. En el fondo se descubría el lecho con una exquisita sobrecama azul y una hermosa piel de tigre a los pies. El suave perfume que se respiraba allí, la blandura de los cojines, el sillón formado por cordones de seda en que estaba reclinado Carlos, los adornos y los elementos de su tocador, los grandes espejos de su armario: todo descubría los gustos y las costumbres del mancebo. Junto a esta habitación, hacia la derecha, había otra más pequeña: el salón de fumar, en cuyas paredes lucían pipas gigantescas y artísticos trofeos de armas, y en cuyo centro, sobre una mesa de mármol negro, se ostentaba una lujosa licorera de plata. En el piso, al lado de las paredes, había cojines turcos, para fumar en ellos a la oriental.

Hacia la izquierda estaba la sala de recibo en que Carlos conversaba con sus amigos. El retrato de sus padres, que los representaba jóvenes y había sido hecho poco después de su matrimonio, aparecía allí en grandes cuadros. En las esquinas, sobre esbeltos pedestales de bronce, cuatro bustos: Cristóbal Colón, Hernán Cortés, el Obispo Espada4 y, capricho del azar probablemente, el Ariosto.

Carlos de Orellana era lo que puede llamarse un mozo cumplido. En figura a nadie tenía que envidiar. Su crespo y naciente bigote rubio, sus grandes ojos verdes y su elegante talle habían hecho muchas conquistas. No daba la moda ni obedecía escrupulosamente sus preceptos. Vestía como hombre de buen gusto.

Con respecto a sus ideas, a su instrucción y a sus hábitos, estaba al nivel del grupo social de que formaba parte. No era sandio, ni pródigo, ni pendenciero. No bebía hasta perder la cabeza, ni jugaba hasta arruinarse, ni daba escándalos con sus amores. Frecuentaba la sociedad, y se decía de él que haría con el tiempo muy buenos negocios. Tenía en la cabeza el chichón del cálculo, para usar el lenguaje de los adeptos de la frenología, treinta mil pesos de renta y ninguna opinión política. Lo repetimos, era un mozo cumplido.

Cuando su madre salió de la habitación, quedóse algún tiempo entregado a profundas y, al parecer, nada halagadoras reflexiones. Un gran perro danés en cuyo collar de plata se leía un nombre extranjero: Lucy, echado junto al sillón fijaba en su amo una cariñosa e inteligente mirada. La cola inmóvil hacía comprender que el perro sabía a qué atenerse sobre la solemnidad del momento.

En aquel instante, Camila, que acababa de levantarse, pasó delante de la puerta, cantando en voz baja una habanera; detúvose al ver a Carlos.

—¿A cómo se vende el mal humor? —dijo—, y compro.

Y no obteniendo respuesta, hizo una mueca y prosiguió su camino.

La aparición de Camila dio un nuevo sesgo a los pensamientos de Carlos; miró el retrato, que conservaba aún en la mano, y lo puso en parangón con la risueña imagen que como un rayo de sol acababa de atravesar su melancolía.

«Si fuera a casarme con una mujer que se pareciese a Camila», díjose, «no me costaría tanto trabajo decidirme».

Entonces una idea extraña iluminó su rostro, deshaciendo los pliegues de su frente. Enderezóse sobre el sillón, y moviendo el pie, como quien lleva el compás de una melodía mental, abrió su imaginación a la puerta de oro por donde se lanza el alma a la región de los sueños color de rosa.

La visita a la casa de Rosalía Bustamante, rica heredera prometida de Carlos, dejó satisfecha a doña Josefa. Si el joven no se mostró apasionado, lo que era punto menos que imposible, estuvo en cambio galante y decidor no sólo con la enteca y poco lozana doncella, sino hasta con las viejas tías, que nunca faltan en esos casos, y en cuyo mustio y avellanado corazón produjo más efecto quizá que en el de la misma sobrina el perfume de juventud y de alegría primaveral que Carlos llevaba consigo. La entrevista fue cordialísima, y doña Josefa quedó muy pagada del resultado de su arenga y de sus sabios consejos.

Equivocábase empero la buena señora. Otras reflexiones no habían realizado cambio tan radical en el ánimo del mozo. Aunque rico y educado, en ese concepto, con una ternura sin límites, Carlos estaba habituado a desobedecer a su madre: el carácter dominante de Josefa se avenía mal con la contradicción, y cuando se trató aquel aventurado enlace, ni se consultó a Carlos, ni éste, así que hubo tenido noticia de lo que se tramaba, pensó en oponer sino tímida resistencia. Hubiera ido, sin embargo, a la boda, como quien va al sacrificio, y ya su primera entrevista con la familia de Rosalía dejaba presumir la mala figura del novio que estaba dispuesto a hacer.

Lo que alteró su melancólica resignación, trocándola en alegre conformidad, fue un proyecto que concibió, al presentarse Camila en el momento mismo en que él buscaba la manera de conciliar la voluntad de su madre con sus instintos y juveniles deseos. Los notables atractivos de la niña no herían por vez primera la imaginación de Carlos: más de una vez un delirio de verano turbó su mente con la imagen de aquélla;

El miedo de desagradar a su madre y cierto respeto religioso hacia su propio hogar, habían contenido los naturales arrebatos que la edad de Carlos y los encantos de Camila originaron muy luego. Ahora la situación cambiaba de aspecto. Fácil le era obtener que Camila pasase a servir a Rosalía, y todo lo que tenía de terrible la perspectiva de su matrimonio, era capaz de borrarlo la esperanza de verse correspondido por ella; criminal pensamiento que las circunstancias explicaban, si bien no lo justificasen.

Camila nada sospechaba, no ya de los proyectos, pero ni siquiera de las impresiones de Carlos; se hubiera estremecido profundamente al leer en su mirada lo que el mancebo sentía. Su espíritu, tan limpio como el cristal, era el menos a propósito para reflejar y devolver aquellos sentimientos. Había una virgen en esta sirena.

Con un alma semejante, Camila debió tener otro género de belleza. Su cuerpo parecía una hechicera equivocación del destino. Quien hubiera conocido sólo su pensamiento, hubiera sospechado que era una de esas suaves, casi etéreas, casi transparentes beldades del norte, cuyo pálido semblante está preparado para el éxtasis, y cuyos ojos copian no sólo el color sino la vaguedad y la serenidad de los cielos.

¡Qué tipo tan distinto era el suyo! Había en ella no lo que causa la suave embriaguez de su alma, sino lo que enciende la delirante embriaguez de los sentidos. La morbidez de sus formas, la felina gracia de sus movimientos, su palpitante seno, sus labios hechos para el beso más que para la palabra, su voz en cuyos tonos se adivinaba esa dulce flexibilidad que hace tan ardientes las caricias del lenguaje; su profusa y ondulante cabellera, su talle, que tenía el imprevisto repliegue de la serpiente, y sobre todo sus ojos, negros, húmedos y lánguidos ojos, que parecían contener apasionadas y misteriosas promesas: todo hacía de ella la Venus radiante y espléndida de quien se enamora la materia y no la psiquis, entrevista más bien que contemplada, de quien se enamora el espíritu.

El traje no encubría ninguno de esos peligrosos hechizos. El velo que sobre ellos echaba servía sólo para irritar el deseo de descubrirlos.

En la atmósfera de aquella mujer había una electricidad venenosa. El más austero no podía mirarla impunemente. ¡Y qué horrible angustia la del que vive en la severa abstención de todo lo que nao sea una emoción purísima y tropieza con una de esas hermosuras ante las cuales sentimos arder en nuestras venas la llama de la sensación y no el divino calor del sentimiento!

Pero para Camila el tormento era más duro. Hubiera querido ser el ángel de las inspiraciones inmaculadas, y era el dominio de los ensueños culpables; hubiera querido ser la imagen de la castidad, y era la estatua de la tentación. Lo era a su pesar, y sin poder evitarlo, y cuando quería imprimir a su rostro la expresión de la pureza y a su cuerpo la actitud de la inocencia, había tal resplandor en la dulzura de su mirada y tal lujo de formas, tal vigor escultural en los contornos, que en vez de ser una ninfa era una bacante; y su gesto, pensado para no producir sino piadosa ternura, se convertía en una emboscada hecha para sorprender a las almas en torno suyo y precipitarlas en la convulsión del apetito.

Entre los muchos amigos de Carlos sólo tres lo visitaban asiduamente y formaban con él en reuniones y paseos un grupo indivisible. Las relaciones amistosas del joven necesitaban el visto bueno de doña Josefa, y no todos los que hubieran querido ser íntimos suyos salían airosos de semejante prueba. En cuanto a Ricardo de Peñalver, Enrique Delmonte y Pedro Antonio Romero, nada tuvo la madre que objetar.

Ricardo de Peñalver, jovencito como de diez y nueve años, tenía gran fortuna y noble linaje. Miembro de una familia en que era común el matrimonio de los primos entre sí y de los tíos con las sobrinas, era el muchacho un argumento muy poderoso en favor de los naturalistas que sostienen que los tales matrimonios hacen degenerar la raza. Era en extremo delgado, de un color más bien viscoso que blanco, ojos desteñidos, aunque se conocía que habían sido verdes; el cabello escaso y de un rubio claro, sin barbas, ni esperanzas de tenerlas, y no estaba expuesto a los inconvenientes con que el genio y aun el humilde talento puedan tropezar en el mundo.

Enrique Delmonte era apuesto y gentil, de más que regular estatura; frente despejada y noble; sus ojos, dormidos de ordinario, brillaban a veces con extraordinario fulgor. Usaba toda la barba, que era rizada y negra, luciendo entre ella con más realce sus rojos labios y sus dientes de exquisita blancura. Hacía versos y tenía horas de tristeza y días de retraimiento, por lo que le calificaban de extravagante.

Pedro Antonio Romero era un joven ni feo ni hermoso, así como no era rico ni pobre. Su familia, sin poderse llamar encumbrada, era de buena estirpe. Su inteligencia ni se hacía notar por opaca, ni deslumbraba con su brillo. Estaba en el término medio de todas las cosas, riendo y llorando al compás del vulgo: existencia crepuscular.

En la sala de recibo dé Carlos, al día siguiente de la famosa visita, están los cuatro en plática sabrosa y reposada.

—Sí, amigos míos —dice Carlos—, es una cosa hecha, me caso con la estupenda Rosalía.

—Ya parece que lo llevas con más calma —añade Romero—. Me alegro mucho de que te hayas resignado.

—¿Y por qué se había de afligir? —exclama Peñalver—. A mí me van a casar con mi prima Juana de Dios, que es más fea que Rosalía.

—Eso no puede ser —dijeron en coro y con instintiva unanimidad Carlos y los otros.

—Sí, señor, es más fea —prosigue Peñalver—, y no por eso me desconsuelo. Al contrario, estoy bien impaciente que llegue la hora de casarme. Así no tendré quien se meta en mis acciones y haré todo lo que me parezca.

Delmonte era el único que no había emitido su parecer en el asunto. Notólo Carlos, y le preguntó lo que pensaba acerca de su boda.

—Es extraño que me preguntes lo que pienso —contestó—. Ya conoces mi opinión. Si no amas a Rosalía, no debes casarte con ella. Por mucho que eso desazone a tu madre, mayores males se evitan con que te niegues a complacerla.

—Ya está el poeta en su punto —dijo Romero—.. El amor no se usa más que en los dramas y en las novelas. No niego que nos pueda gustar una mujer...

—Me gustan todas —interrumpió Ricardo, riendo a carcajadas.

—Puede gustar una mujer más que otra, pero, ¿qué se saca de ello? El que más enamorado está al casarse, se fastidia más aprisa. Rosalía es un excelente partido. Además —añadió con aire malicioso—, Carlos tiene, modo de consolarse.

—Me permito no ser de la opinión de ustedes —contestó con desdén Enrique—. Por lo que ustedes sienten no se puede juzgar el corazón humano, como no se puede condenar la ciencia del cálculo por una cuenta equivocada.

—Con respecto al consuelo a que te refieres, no sé lo que quieres decir.

—Si no estuvieras siempre en las nubes, buscándole consonantes a las estrellas, ¿cómo se te iba a escapar lo que pasa? —Y poniéndole a Carlos la mano en el brazo—: ¡Ah, Carlitos! —dijo—, eres el hombre feliz.

—Por supuesto —dijo Peñalver—, y si yo me encontrara en su posición haría lo mismo. ¡Ojalá contara yo con una Camila que ofrecer como regalo de boda a Juana de Dios!

—¿Qué tiene que ver Camila con lo que estamos hablando?

—preguntó con asombro Delmonte.

—Pasemos al salón de fumar —dijo Carlos, queriendo cambiar de conversación.

Llegados allí, arrojóse Peñalver sobre uno de los cojines.

—Yo quisiera ser turco —dijo—; es muy divertido ese papel. Siempre que he ido a bailes de fantasía, me he puesto un traje de turco.

—Tu tipo se presta mucho —exclamó en tono sarcástico Romero.

—Eso me han dicho —repuso Peñalver—, pero yo nunca he visto retratos de turcos. Delmonte, tú que has viajado por África, ¿visitaste la Turquía?

—Pero, mi querido amigo, la Turquía no está en África —le respondió Delmonte.

—¡Ay, qué gracioso! Dice que la Turquía no está en África. Homero tiene razón. Tú siempre andas por las nubes. Probablemente has estado en la Turquía sin saberlo. Si yo fuera, traería un harem. ¿No te gustaría tener un harem, Romero? A Carlos le basta con su sultana. —Y, poniéndose de pie—: Bebamos por la sultana de Carlos —dijo, y se acercó a la mesa en que estaban los licores. Llenáronse las copas y todos las apuraron de un trago.

—Bien ajena está Rosalía —exclamó a esta sazón Delmonte— de que bebemos por ella.

Peñalver y Romero prorrumpieron en una carcajada.

—¿Por qué ríen ustedes de ese modo? —preguntó Delmonte algo mohíno.

Pero ni Peñalver ni Romero acertaban a responder, tal era la fuerza con que los agitaba la risa.

—Hombre de Dios —pudo al cabo articular Romero—, por quien acabamos de beber es por Camila.

—¿Por Camila? ¿Es Camila la sultana de Carlos? Confieso que soy muy distraído. Bien equivocado juicio formé antes de ahora de esa niña.

—¿Te hace juzgarla mal el que le atribuyen amores conmigo? Ademáis, eso no pasa de ser una chanza de estos muchachos.

—Amores entre ustedes no pueden ser inocentes —le contestó gravemente Peñalver—, y pasa de chanza una suposición que autorizas con tu silencio. Camila no es lo que yo creía, ¿qué le hemos de hacer? Cuando un hombre de honor como tú permite que la llamen su sultana, y que digan que ha de consolarse con ella de la fealdad de su futura, la cosa es positiva. No te doy, sin embargo, mis parabienes.

Carlos palideció ligeramente.

—Hablemos de otra cosa —repuso—. ¿Quién de ustedes ha estado anoche en la ópera?

—No, mi querido Carlos —se adelantó a decir Delmonte—, hablemos de eso mismo. Veo que te he herido y tu amistad vale mucho para mí. ¿Qué quieres? Estoy empeñado en que escriban con motivo de mis extravagancias un segundo Don Quijote de la Mancha. ¡Se meten unas visiones en la cabeza! Lo que tú haces no tiene nada de particular. Todo el mundo haría lo mismo en tu caso, y un pecado tan bonito como Camila no es un gran pecado. —Y tomando entre las suyas la mano de Carlos, añadió sonriendo—: Hagamos las paces.

Carlos no tuvo el valor de justificar a Camila. Halagaban su vanidad las bromas de sus amigos, y prefirió su aplauso a la aprobación de Delmonte, a pesar de que no era un hombre sin corazón. Así nos lleva al vicio y hasta al crimen la falta de un buen criterio moral. Que una sociedad no ponga el mayor esmero en reprobar como indigno lo que lo es realmente, puede tener el mayor influjo en espíritus que no poseen una rectitud inconmovible. Distinguir lo malo de lo bueno, llamar a cada cosa por su nombre y no aplaudir ni con una sonrisa la desviación de la ley moral, es una tarea grave en que consiste la que puede llamarse la conciencia publica. Donde ésta calla, todo deber cumplido se convierte en heroísmo, y son pocas ¡ay! las organizaciones heroicas.

Pensaba Carlos, por otra parte, que consintiendo en aquéllas, había contraído un compromiso. «¡Si Delmonte supiera que no es verdad!» decía su orgullo. El Rubicón estaba a la espalda. El amor de Camila le era necesario.