Capítulo veinte

Aoi no fue conducida de nuevo a la habitación vacía y polvorienta. Después del encuentro con las niñas, dama Saisho estaba medio histérica, y Aoi trataba de calmarla. Dama Saisho permanecía sentada en una plataforma baja, formada por esteras de paja y situada en el centro de la habitación. Se abrazaba el cuerpo, en su cara se veían manchas producidas por la tensión y mantenía apretados los labios, que habitualmente eran gruesos. Aoi ordenó a una doncella que trajera vino y agua caliente, y le preguntó por O-hana, que debía traerle sus efectos personales de la casita. La criada era hosca y le dijo que no había llegado nadie y que no se había entregado nada.

—¡Qué estúpida soy! —dijo dama Saisho, meciéndose y encorvada.

—No, no, claro que no —repuso Aoi, sentada a su lado—. Los niños son impredecibles.

—Ahora pensará que soy una tonta y deseará no haberme traído aquí.

—Es más probable que se esté haciendo reproches por haber permitido que las niñas se desmandaran.

—¿Tendré que verlas mañana?

—Sí, creo que deberíamos verlas. Necesitarán saber que están perdonadas.

—Pues yo no lo haré, no pienso verlas. Ya lo harás tú. Después de todo, vamos a partir, y nadie puede esperar que las enseñemos mientras viajamos. Después, cuando ya estemos en Mutsu... —Al pronunciar la palabra Mutsu, símbolo de tantos interrogantes, dama Saisho se quedó sin aliento.

Aoi la miró con compasión.

—Pobres niñas —dijo—. Están tan ansiosas por tener a alguien que las quiera.

—¿Eh?

—Su madre está enferma y ya has oído que decían que no habla con ellas. —Aoi se expresaba con la máxima suavidad—. Piensa en cómo deben de sentirse. ¿No recuerdas cómo es cuando has sido mala y la gente está enfadada contigo?

Dama Saisho continuaba meciéndose y no respondió. Aoi suspiró.

—Tenemos muchas cosas en que pensar en este momento. Lo más importante es encontrar damas que te acompañen. —Se abstuvo de decir que ella no la seguiría.

—Mañana visitaré a la princesa —dijo dama Saisho, casi sonriendo—. Hace mucho tiempo que no me ve. Será bonito volver allí. —«Este orgullo en tu nueva posición no complacerá a la princesa», pensó Aoi. «Y tú no puedes regresar a esa vida sencilla»—. Y a dama Takumi —continuó diciendo dama Saisho, a la vez que chasqueaba la lengua—; cuánto la he echado de menos. —Su sonrisa se hizo más intensa al pensar que exhibiría ante dama Takumi su estado de casada. Aoi se mostraba silenciosa; deseaba que la realidad entrara en las visiones de futuro de dama Saisho.

—Quizá podría pasar allí algunos días y partir hacia Mutsu más adelante, cuando haya tenido tiempo de hacer todos los preparativos y visitar a mis padres.

Ante la falta de comprensión del gobernador con respecto a la situación en que se encontraban, Aoi volvió la cara y se acercó a la puerta para pedir a la criada que dispusiera los jergones. Cuando volvió a sentarse, dama Saisho ya había dejado de fantasear y empezaba a preguntarse por qué el gobernador no había regresado.

—Probablemente, piensa que estás alterada —dijo Aoi—. Quizá si le envías una nota...

Tan pronto como pronunció estas palabras, Aoi deseó haber sido más prudente. Dama Saisho se volvió de inmediato hacia la izquierda, donde acostumbraba a guardar su caja de escritura, pero aún no había sido entregada y entre los primorosos enseres de la habitación no encontraron ni papel, ni pincel, ni tinta. Dándose cuenta de su soledad y de su grado de dependencia en esa casa extraña, dama Saisho agitó las manos en señal de desamparo y le estallaron las lágrimas.

Justo en ese momento el gobernador abrió la puerta. Entró en la estancia con su habitual aire prepotente, haciendo gala de su risa vacía y preparado para restar importancia a la torpeza de las niñas. Pero, entonces, observó la cabeza inclinada de dama Saisho y la manga levantada con la que se enjugaba las lágrimas, titubeó, y Aoi presenció una vez más el refinamiento físico y espiritual que había visto ya anteriormente cuando el gobernador mostraba su amor y su necesidad. La inicial consternación fue seguida por solicitud y, después, por irritación.

—¡Ah!, ¿estás llorando? ¡Ah! deja que... Pero no debes llorar, son sólo niñas. —Dama Saisho se inclinó aún más sobre la manga—. ¿Eres tú la mujer que me siguió en plena noche sin protestar? —preguntó el gobernador con aire acusador—. Si hubieras llorado entonces, ahora no estarías aquí.

«Esto podría haber bastado para secar sus lágrimas», pensó Aoi. Pero en vez de eso su llanto arreció. El gobernador se arrodilló y se inclinó hacia ella, pero dama Saisho se alejó.

—No ha sido nada, un malentendido, un leve trastorno. Estas cosas pasan con los niños. Muéstrame tu fuerza, tus sonrisas. Me estás avergonzando.

El gobernador puso la mano sobre el brazo de dama Saisho, la sacudió y después se lo retorció.

Su reacción fue repentina. Se irguió bruscamente y liberó el brazo, a la vez que descubría el rostro, oculto hasta entonces tras la manga. Aoi vio que lo miraba mostrándole los dientes.

—Alcanzaré valentía a mi manera, a través del miedo. Siempre me tendrás a tu lado, por mucho que pierda el aplomo. Pero ya tengo suficientes miedos, no trates de que te tema a ti.

La vehemencia afeaba la cara de dama Saisho. El gobernador la miró, y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa.

—Ven —le dijo—. Ven a contemplar la luna.

Entonces, ella se relajó, se inclinó hacia él y se apoyó sobre su brazo, al tiempo que él la levantaba y la llevaba casi en volandas hacia la galería; se detuvo brevemente para alzar la persiana de bambú. Se dejaron caer en la estrecha galería exterior.

La parte principal de la casa del gobernador estaba orientada hacia el sur. La habitación de dama Saisho, situada en el ala oeste, miraba al este, hacia la galería interior, más allá de la cual se extendía el patio. Pero también daba a una galería occidental más estrecha y sencilla. Fue allí adonde la condujo. Aoi, desde el interior, podía ver más allá de ellos, y pensó que la luna parecía cualquier cosa menos una tierna luna de primavera.

Rotundamente llena, alta y reluciente en un cielo despejado, brillaba en las ramas de los árboles que el viento mecía. En ese lado de la casa, el jardín no había sido desbrozado. La maleza y las malas hierbas crecían hasta alcanzar el borde de la galería y se apiñaban en torno a los árboles con sus nuevas hojas luminosas. Se oyó una risa estentórea que provenía del edificio de los sirvientes, en la parte de atrás de la residencia. El viento soplaba con violencia y sin interrupción. Dama Saisho miró brevemente y, acto seguido, volvió a esconder los ojos en su húmeda manga.

Detrás de ellos, en la habitación, Aoi recibía el vino y el agua caliente que había pedido, y trataba de apaciguar a las criadas campesinas que estaban abriendo los armarios y extendiendo los lechos: uno sobre la plataforma central y otro en un rincón del fondo, detrás de un biombo en el que dama Saisho había pedido a Aoi que durmiera. Ésta llevó la bandeja de vino y las tazas hasta donde ellos estaban sentados, les sirvió y se dispuso a marcharse. Les dijo que esperaría fuera, al otro lado del corredor, en la galería del patio, hasta que ellos ya durmieran y después ocuparía su sitio en la habitación.

Justo antes de cerrar la puerta vio al gobernador alzar la mano de dama Saisho y morder con pequeños movimientos juguetones un dedo, la mano y el brazo, mientras la miraba para ver su reacción. Ocultando el rostro, dama Saisho quiso apartar el brazo, pero él insistió; tiró violentamente de él y le levantó la manga Esta vez, cuando mordió, ella gritó. Ya no era un juego, no era un sonido de éxtasis. Se habían olvidado de Aoi, y ésta observó cómo él se inclinaba sobre ella y le retorcía o le apretaba alguna parte de su cuerpo cuando sus protestas eran demasiado fuertes o demasiado vigorosas. Dama Saisho se dejó caer hacia el lado, tensa como un arco, pero ofreció resistencia y luchó.

Aoi se movió y se aclaró la garganta para recordarles su presencia. Ellos se quedaron inmóviles, aunque no por ello menos tensos. Fue dama Saisho quien habló.

—Déjanos —dijo. A la luz de la luna Aoi vislumbró un resplandor en el ángulo del ojo de ella, al tiempo que miraba fijamente y sonreía. El gobernador no volvió la cabeza. Una mano se movía a lo largo del brazo de la mujer, bien para acariciarlo, o bien buscando un sitio por donde agarrarlo, Aoi no hubiera podido decirlo. La espalda del hombre y sus poderosos hombros parecían inclinarse en actitud amenazadora. Su espada corta, aún sujeta al cinto, descansaba en el suelo. Con un movimiento de cuello casi imperceptible, dama Saisho se sometió.

Aoi salió de la habitación y cerró la puerta. Entonces, viendo que no había ningún guardia, decidió que ésa era la oportunidad para registrar la casa, y se escabulló hacia la sala principal.

A pesar de la oscuridad, Aoi se sintió desprotegida. Había abandonado el lugar que le correspondía y estaba penetrando en los espacios interiores de la casa, donde un visitante ordinario nunca iría. Orientarse sería tarea sencilla, pues la mayoría de las mansiones de la capital poseían la misma distribución: un salón principal en el centro orientado al sur y sendas alas al este y al oeste, con un jardín en medio. «La diferencia es que en esta residencia militar habrá muchos guardias», pensó. Necesitaba un lugar en el que sentarse un rato sin que su presencia fuera advertida, de manera que pudiera ubicar las patrullas y estimar a qué intervalos pasaban. Torció a la izquierda por el corredor, que estaba abierto a la noche, vio el jardín a su derecha al otro lado de la galería y se dio cuenta de que en la oscuridad la arena blanca parecía lisa, los setos bien podados y que el agua ondulada del estanque estaba iluminada con esporádicos destellos de luz de las estrellas. La noche se mostraba indulgente con el jardín del gobernador.

Dado que estaban en primavera, sus vestidos eran de colores claros, pero llevaba uno exterior informal azul oscuro. Mientras avanzaba presurosa por el corredor oscuro se percató de que sus faldas creaban una banda de movimiento visible por debajo del vestido exterior, que era ligeramente más corto, y le preocupó que algún guardia escondido pudiera verlo y acercarse. Aoi se dirigió a la sala principal, donde había visto fardos y cajas apiladas. Incluso la plataforma central, en la que habitualmente el amo se sentaba o dormía, estaba abarrotada de cajas de madera o de paja tejida. «El gobernador debe de estar usando una habitación detrás de esta sala», pensó Aoi, y encontró un sitio donde sentarse en el rincón noroeste, casi detrás de una montaña de grandes fardos. Aoi se remetió las faldas para cubrir las telas de color claro, se tapó la cara con una manga y confió en que resultaría invisible.

Había creído que el único sonido era el del viento, pero después de que el eco de sus propios pasos hubiera enmudecido fue consciente de que alguien andaba por el jardín; los talones crujían al pisar el suelo. Lo primero que vio fue su arco, claramente visible contra el cielo nocturno cuando el guardia lo levantó de su espalda. ¿Había visto sus faldas claras flotando? El guardia se paró, se quedó quieto y, con el arco preparado, se dio la vuelta. Agazapada contra los fardos, Aoi sintió que el polvo le picaba, pese a que se protegía tras la ropa. Contuvo la respiración, metió una mano debajo de la manga y se presionó la garganta; luchó contra la irritación y el cosquilleo que sentía, pero pese a todos sus esfuerzos le fue imposible no toser.

En ese mismo instante, se oyeron las fuertes vibraciones de un arco al ser tensado y soltado, así como un grito, lo que la asustó tanto que perdió el equilibrio y cayó contra los fardos, lo que desestabilizó uno de ellos. Al principio, creyó que su tos había producido esa cacofonía de sonido, que había creado un clamor sobrenatural que la descubría y revelaba su culpa. Sujetó el fardo que resbalaba y sintió cómo el corazón le palpitaba desbocado en el pecho, y cómo su piel se enfriaba y se contraía.

La observadora que llevaba dentro se sobrepuso al pánico y dijo: «Es la hora del carnero. Sólo está anunciando la hora».

El fuerte rasgueo de la cuerda del arco continuó mientras Aoi ahogaba primero risas y después lágrimas. Cuando recobró la calma, sintió que estaba por encima de la debilidad o de los contratiempos, que había absorbido el poder de la noche y la fuerza de la necesidad. Se le había presentado la oportunidad de explorar la casa secretamente y encontrar lo que sabía que había allí: oro, o más probablemente algo comprado con oro.

Aoi se dio cuenta de que no podría entrar en los almacenes situados en la parte trasera de la residencia y que dentro de la casa no tenía ni idea de lo que debía buscar. No obstante, tenía la sensación de que encontraría algo incongruente en una casa ordinaria. Antes incluso de que el guardia se marchara para continuar la ronda, Aoi empezó la búsqueda palpando los fardos que la rodeaban.

Iba de una pila a otra; se movía sigilosamente por el suelo cubierto de polvo y procuraba que su silueta se confundiera contra cualquier cúmulo de formas. Mantenía el vestido oscuro desplegado sobre los dobladillos de sus vestidos más claros y buscaba por el tacto y el peso una textura o una carga poco habitual. Aoi dejó que sus sentidos se expandieran hasta llegar a los límites del oído y la vista. El viento soplaba impetuoso en las colinas, doblaba los árboles flexibles y sacudía las contraventanas que protegían de la lluvia. En el jardín, el agua se arremolinaba en torno a las rocas y lamía las orillas del estanque. La vieja casa crujía y los roedores rascaban tras los muros. Las estrellas parecían más próximas y más brillantes a consecuencia de que veía tan sólo unas pocas desde la profunda oscuridad que reinaba en el interior.

No encontró nada en las pilas de los rincones ni entre las cajas dispuestas a lo largo del borde posterior de la plataforma. Cuando se subió, ésta no cedió tal como Aoi esperaba que lo hicieran sus viejas esteras. Buscó a tientas los bordes de las esteras. No estaba formada por capas de tela; era sólo una plataforma barata, hecha para salvar las apariencias con una capa de esteras de paja dispuesta sobre las tablas. Una base tan dura se notaría incluso a través de varios colchones.

Abandonó el salón principal y se dirigió al ala este; cada vez que oía deslizarse una puerta, se detenía y escuchaba. Encontró todas las habitaciones desocupadas y, en su mayoría vacías, pese a que algunas estaban abarrotadas de cojines y mesas; una, en particular, aparecía llena de braseros, que no se necesitaban durante el tiempo de calor. Evitó a los guardias escuchando detrás de las puertas y moviéndose sólo cuando habían pasado.

Hasta entonces no había encontrado nada sospechoso, aunque tampoco esperaba que el secreto del gobernador se ocultara en un lugar de fácil acceso. Regresó a la sala principal con la intención de explorar las habitaciones situadas detrás. Justo cuando llegaba a la plataforma central, oyó de nuevo al guardia y se agachó junto a la base, refugiándose detrás de una pila de cajas. Sus manos tocaron paja suelta, que se escapaba por debajo de la plataforma.

Mientras los pasos del guardia se dirigían hacia el ala este, Aoi palpó toda la parte posterior de la plataforma. Estaba formada por dos piezas en forma de caja unidas entre sí. Cada una tenía una tabla en un extremo y era totalmente lisa, a excepción de cuatro diminutas clavijas en cada esquina. Una de las clavijas de una sección de la base estaba suelta y sobresalía. Aoi probó con las otras tres y pronto tuvo la tabla libre. La levantó y la apartó.

Dentro tocó más esteras de paja y al principio pensó que se había equivocado. ¿Era una manera nueva de hacer esteras, una manera que proporcionaba una firmeza sin igual? Notaba algo parecido a pequeñas balas de paja firmemente comprimida. Mientras investigaba, una de las balas se desplazó, y Aoi tiró de ella para liberarla de su aprisionamiento.

Era pesada, larga, con una ligera curva en un extremo y estaba cuidadosamente envuelta. Entre el interior duro y la paja fragante y flexible había algo suave, «probablemente tela o relleno», pensó. Olía a aceite.

Dobló hacia abajo la cubierta de paja por un extremo hasta que el objeto duro de dentro sobresalió, y palpó metal, grueso y rudo, con dos agujeros que lo atravesaban. Preguntándose fascinada qué sería, tiró, y el objeto se deslizó hacia afuera; sintió un corte en los dedos cuando la parte afilada emergió. Aoi reprimió un grito de dolor, de sorpresa y de súbita lucidez. Era un filo de espada desnudo, sin empuñadura. El espacio bajo la plataforma estaba lleno de ellas.

Temblando, Aoi apartó el filo que sostenía. Sus dedos sangraban y dejarían marcas en la paja. El tosco extremo de la espada no quería entrar de nuevo en el envoltorio, y Aoi empujó con demasiada fuerza, por lo que la punta salió por el otro lado. Descuidadamente, con el único pensamiento de recomponer el borde exterior del escondite, empujó la bala de paja contra las otras. No consiguió introducirla lo suficiente como para que las clavijas entraran en sus orificios. Todo lo que pudo hacer fue apoyar la tabla y empujar hacia adentro el borde suelto de paja que había descubierto primero.

Después de envolverse la mano cortada con el borde de su vestido exterior, Aoi decidió seguir explorando sólo hasta la sala trasera antes de regresar a un sitio seguro. Apretó con fuerza el vestido para aliviar el dolor en los dedos y encontró la puerta en la pared del fondo; la abrió. Ese lugar estaba más oscuro que la habitación abierta, y parecía ser un vestíbulo central con puertas a ambos la dos. De pronto, oyó el sonido de un ronquido que reverberaba a su alrededor, por lo que se retiró a la habitación grande hasta que, atrapado en un ataque estrangulador de hipo, el fuerte ronquido cesó.

En el exterior, el viento seguía golpeando y bramando, y el agua de la corriente estaba revuelta y salpicaba. La luna empezaba a desaparecer, y su luz era más suave. El patio y el cielo estaban más iluminados que la sala cerrada en la que Aoi tanteaba las paredes para localizar la primera puerta. El espacio era reducido y, de pronto, oyó el sonido de una respiración casi a su lado. Consciente de la banda clara de color que formaban los bordes de sus faldas, Aoi se dejó caer y se tapó los ojos con la manga. Era imposible ver nada y debía confiar en sus demás sentidos.

La respiración era demasiado fuerte para pertenecer a alguien que estuviera al otro lado de las puertas. Aoi no osaba moverse y se quedó allí sentada, como una sombra entre sombras, hasta estar segura de que fuera quien fuera dormía profundamente. Cuando, finalmente, apartó la manga del rostro, sus ojos se habían ajustado y pudo verlo: un guardia apoyado contra la puerta de enfrente, con la cabeza entre las rodillas. Junto a él la puerta estaba medio abierta, y Aoi distinguió un lecho, aunque no vio si estaba ocupado.

Se levantó con precaución y, deslizando los pies por las tablas pulidas para no producir vibraciones, se aproximó a la puerta abierta. El guardia sorbió por la nariz, y Aoi apretó los codos contra los costados, casi ahogándose y con la respiración paralizada. Sin embargo, no dejó escapar la oportunidad de echar un vistazo a la habitación en la que el gobernador guardaba algo, aunque estuviera a oscuras. Aoi pudo ver recortada contra la lejana persiana la silueta de un marco con cortinas. Eran pues los aposentos de una dama, quizá de su esposa. Pero ¿por qué hacía vigilar a su esposa que estaba enferma? ¿Qué mal creía el gobernador que podía sucederle en su propia casa?

Su cuerpo se contrajo y se quedó completamente inmóvil. Aoi sintió que el corazón se le desbocaba y que le fallaba la respiración cuando el guardia se movió. Aoi había llegado al límite de su osadía. Retrocedió lentamente hacia la sala principal, cruzó las puertas y las cerró. Sin pararse a escuchar si el guardia la seguía, sin preocuparse de sus pisadas y olvidando sus vestidos claros que se veían en la oscuridad, Aoi recorrió a toda prisa los kilómetros de espacio abierto del vestíbulo abarrotado, las millas y millas de corredor que conducían a la habitación de dama Saisho y al colchón colocado detrás de un biombo, donde se suponía que estaba durmiendo. Sus vestidos brillaban y flotaban a su alrededor al impulso de su movimiento. Tropezó contra un extremo suelto de la tabla apoyada, que rebotó contra el suelo con estrépito.

Se oyó un grito del guardia y el golpe de una puerta al abrirse. Sotohama no Koshanain llegó corriendo de alguna parte y le agarró el brazo por detrás. Cuando se volvió hacia él, tenía la sonrisa hueca y cruel que había visto en alguna otra ocasión, con el mentón hundido. Aoi recordó la noche en la que, estando en la casita, el gobernador lo envió con una misión a los distritos occidentales. Y, entonces, recordó que el jinete de la calle que había alzado el arco y había dejado caer la cuerda contra el cuello de un hombre que iba a pie también había hundido el mentón.

La certeza definitiva se impuso y no dejó lugar al miedo. Kosha se estaba riendo en su cara. La cogió con fuerza por el brazo y la empujó hacia el suelo. Aoi imprimió en su voz todo su carácter público y personal, cuya dignidad intocable no estaba sujeta a la fuerza física. Así, su caída se convirtió en la reverencia de una dama a un caballero.

—Lo estaba buscando —le dijo.