Capítulo cinco
El Año Nuevo pasó, y la nieve llegó para quedarse. Al principio fue un cambio bienvenido porque reflejaba la luz e iluminaba el interior de la casa. Las damas admiraban las formas redondeadas que creaba en los bordes de los tejados, los calcos perfectamente trazados sobre las ramas de los pinos, las equilibradas rayas que se amontonaban sobre los enrejados que protegían las camelias, la pureza de las capas que se posaban sobre el marrón del jardín. Pero no hubo deshielo; el sol era demasiado débil para fundir la nieve y, a medida que el tiempo iba transcurriendo, fue ensuciándose y endureciéndose, hasta que ya no soportaban mirarla.
Al principio del segundo mes la princesa sugirió una velada musical con amigos. Invitaron a aquellos que tenían fama de buenos instrumentistas a que participaran, mientras que otros fueron invitados para que escucharan. El intervalo de tiempo hasta el día señalado se dedicó a la práctica.
Dama Omi y dama Takumi eran músicas expertas, ambas tocaban el laúd biwa. La princesa también prefería el biwa, pero decidió que, en ese momento, no podría sostener convenientemente ese instrumento abultado y redondeado contra su cuerpo, y que se sentiría más cómoda permaneciendo sentada e inclinándose sobre la larga cítara koto, que descansa sobre el suelo. Puesto que el koto no era su instrumento habitual, pasó muchas horas ejercitándose. Dama Saisho trabajó con ella. A veces tocaba las mismas notas, y otras, la parte de acompañamiento. La princesa felicitaba con frecuencia a dama Saisho por su interpretación, que verdaderamente resultaba muy buena. Aoi, cuyos talentos eran más bien literarios, se ejercitaba en la caligrafía, mientras las demás practicaban con sus instrumentos.
A medida que se aproximaba el día señalado para recibir a los invitados, la ejecución de dama Saisho se fue haciendo cada vez más vacilante. La princesa, que estaba mejorando mucho, le hablaba de manera tranquilizadora para animarla. Un día, cuando Aoi estaba sentada a su lado con pincel y papel, oyó cómo la voz de la princesa subía de tono.
—Eso es una tontería; pues claro que tocarás.
Dama Saisho fue rápidamente hacia la puerta, levantó una manga para enjugarse las lágrimas y se excusó.
—Dice que no va a tocar. —La princesa se había enfadado y en los viejos tiempos ése hubiera sido un momento decisivo para dama Saisho. Pero desde que estaba embarazada, nada era lo mismo, e inmediatamente se mostró comprensiva. Su voz se suavizó—. Habla con ella, dama Aoi. Por muy fastidiosa que resulte no debemos permitir que sea tan tímida.
Aoi hizo lo que la princesa le mandó, y dama Saisho prometió tocar.
Al fin, llegó el día convenido. Habían confiado en que el cielo estuviera despejado, porque es muy difícil mantener los instrumentos de cuerda afinados cuando hay mucha humedad en el aire. El cielo era de un gris oscuro uniforme, tal como lo había sido los dos días anteriores; el tipo de melancólico tiempo invernal que, si bien no es el ideal para los instrumentos, lleva a buscar alivio en el entretenimiento.
Los invitados empezaron a llegar a última hora de la tarde. Todo era bullicio de carruajes y clamor de instrumentos afinándose. Se colocaron marcos con cortinas y biombos en un lado de la gran sala principal; detrás se sentarían las damas que iban a tocar. Al fondo de la sala, se dispusieron más biombos para las damas que acudieran a escuchar la música. Además de laúdes y cítaras, también habría flautas, flautín, oboes, pequeños tambores y gongs. El príncipe, por ser el anfitrión, sería el primer oboe.
En el último minuto resultó que, después de todo, dama Saisho no había ocupado su sitio. Aoi fue a buscarla y, aunque la persuadió de que saliera de su cuarto, ésta se negó a pasar entre la marea de invitados para acceder a la sala principal. Aoi se sentó con ella en la oscuridad de la entrada junto al corredor, desde donde podían escuchar sin ser vistas.
La música empezó con una pieza china muy formal y continental. Después, los músicos tocaron una melodía de danza. Cuando terminaron estas dos piezas iniciales, ya se habían conjuntado y estaban tocando armoniosamente. Siguieron con una marcha militar china, que terminó con todos los instrumentos tocando a su máxima capacidad. Esto los hizo reír, y hubo un período de descanso y de charla. Todavía llegaban invitados. La sala estaba caldeada, la noche ya había caído y la altas lámparas de papel acentuaban aún más las sombras en los rincones. Aoi y dama Saisho estaban sentadas en total oscuridad.
Alguien propuso una canción popular titulada A principios de la primavera, y el príncipe empezó a tocar la melodía con el oboe. La gente se calló y se sosegó al instante. El príncipe tocaba con sencillez, sin embellecimientos, y prolongaba las frases en largas respiraciones. Las notas eras dulces y redondas, incluso en los registros más altos. Cuando terminó, un koto llenó la pausa en vibrante fermata, tras lo cual repitió la melodía añadiendo acordes. En mitad de la ejecución, se unió una flauta. Ambos instrumentos continuaron de este modo, variación tras variación, hasta que ninguno de los presentes hubiera podido decir cuánto tiempo llevaban tocando. Aoi se perdió en ensoñaciones del pasado: cuando su marido aún vivía; cuando su padre ensenaba a jóvenes príncipes; cuando ella había sido feliz sin saberlo. A su lado pudo oír cómo dama Saisho sollozaba delicadamente. Alguien se había unido a ellas en el oscuro vestíbulo y se movió para tocar el hombro de la joven en señal de comprensión. Dama Saisho se alarmó, se encogió hacia la pared y se hubiera retirado por completo si no hubiera sido porque ese hombre y su acompañante le bloqueaban el camino.
—Está triste —dijo el hombre—. Quizá la música le recuerda a alguien que ya se ha ido o un tiempo pasado. —La voz y el acento resultaban inconfundibles: era el gobernador de Mutsu.
Dama Saisho se limitó a acercarse más a la pared y no respondió.
—Es un período frío y sin ningún interés, naturalmente a excepción de la música. Pero creo que para algunas personas el invierno es su estación preferida —dijo su compañero, el ayudante de piel oscura, dirigiéndose a Aoi—. Quizás usted espera con anhelo los brumosos amaneceres de la primavera o el zumbido de los insectos en verano. ¿Hay alguna estación que prefiera en particular, mi señora?
—Sí —respondió Aoi—. Me gustan los amaneceres de primavera y los grillos que cantan en los pinos en verano, pero la primavera es demasiado voluble para mí y el calor del verano es sofocante. Prefiero los encantos más seguros del otoño. Entonces siento una alegre melancolía, tanto si hay niebla como si el cielo está azul y despejado, tanto si la luna es brillante como si su luz llega tamizada a través de las nubes.
—Habla como alguien que ama las hermosas tristezas de la vida —dijo el ayudante.
—¿También usted prefiere el otoño? —preguntó el gobernador a dama Saisho. En ese lugar oscuro e íntimo, parecía un hombre distinto: hablaba con voz suavemente resonante y había abandonado su frecuente risa asertiva. Al parecer, dama Saisho aún no había recuperado el aliento, y no respondió.
La música empezó de nuevo. Se trataba de una canción que contaba una historia cómica por mediación de una larga parte vocal; le siguió una melodía china. Nuevamente, la belleza de la música suscitó repeticiones del tema principal; los intérpretes cambiaban los adornos y los ritmos a medida que iba progresando, y abandonaban el estilo chino para hacerlo cada vez más y más japonés. Como colofón, hubo un solo de flauta acompañado de vez en cuando por un suave retumbar de tambor que hacía hervir el pulso. Cuando finalizó se hizo el silencio, como si los ecos de la música siguieran sonando o como si se necesitara un tiempo para que dejara de resonar en el oído. Después, se oyó crujir de ropas cuando la gente empezó a agitarse, aún sin pronunciar palabra. En ese silencio, dama Aoi oyó cómo dama Saisho susurraba al gobernador.
Delicadas flores,
pálida luz verde de una joven luna,
bandas flotantes de bruma:
¿cómo pueden compararse otras
noches a las de primavera?
—¡Ah! —dijo el gobernador—, de algún modo intuía que usted es una persona a la que le gusta la sutileza.
—¡Oh!, no —protestó dama Saisho—. No es sutil preferir la primavera. Creo que es más bien simple. Es fácil apreciar la primavera, promete tanto... Pero el verano puede ser pesado, demasiado pleno y agotador, y el otoño, aunque a veces sea glorioso, declina y nos lleva a la estación del frío, cuando nada crece. —Se detuvo, riendo insegura, como si intentara disimular su risa. Aoi pudo sentir un ligero estremecimiento donde sus brazos casi se tocaban—. Perdóneme. Yo realmente no... —y se quedó de nuevo sin aliento.
—Nosotros en Mutsu sentimos lo mismo —respondió el gobernador con total seriedad—. Allí el invierno es muy duro e incluso puede llegar a ser una amenaza. Y, no obstante, las noches de invierno pueden ser las mejores de todas. ¿Recuerdas, amigo mío, la noche en que nos adentramos en las colinas occidentales?
—Sí. Soplaba viento y había nubes, de esas que se acumulan en hileras cada vez más y más arriba, con espacios entre ellas. Detrás de las nubes brillaba la luna y las contorneaba con luz dorada. En el suelo, la nieve era azul, de un azul tan profundo como el del mar en un día frío. Marchamos durante millas; formábamos una pequeña partida que avanzaba junto al borde de los árboles y buscábamos a un ezo que queríamos capturar.
Aoi sintió un escalofrío por el modo como terminó la descripción. «Toda esta charla poética sobre la primavera y el otoño debe de ser un juego para ellos —pensó—. Están acostumbrados a realidades más duras.» Su espíritu lógico e inquisitivo se agitó.
—¿Y el hombre? —preguntó sin que pudiera evitarlo.
—No estaba allí —respondió el gobernador en un tono que contenía toda la violencia de la entrada en las cabañas de los ezos, la brutal búsqueda y los interrogatorios. Aoi pudo notar que dama Saisho contenía la respiración detrás de su manga alzada.