Capítulo dieciocho

Cuando terminó la lectura, Aoi dejó caer el rollo al suelo. Alisó la última sección, leyó de nuevo el poema del maestro y examinó el esbozo del vado. En el río Roca Plana era donde entonces lavaban los hilos de seda y donde descubrieron oro.

Las imágenes del rollo le sugerían multitud de ideas y asociaciones y, por primera vez, se alegró de la quietud que reinaba en la casa. El gobernador había intentado quitárselo. Su cubierta era de seda, y todos los rollos robados estaban recubiertos de seda. Sus pensamientos volaron a la casa quemada del maestro; no era una casa quemada, sino una biblioteca quemada con el propósito de destruir el rollo que faltaba en la serie sobre Mutsu.

La luz del atardecer entraba oblicuamente a través de la persiana, pero Aoi apenas la notaba. Imaginó cómo interrogaron al maestro, cómo lo secuestraron, cómo registraron su biblioteca y lo amenazaron con quemar la casa. En un intento por salvar su biblioteca, desesperadamente, confesó que le había entregado el rollo sobre el río Roca Plana a ella. Aoi pudo sentir la angustia del hombre cuando, después de todo, arrojaron una antorcha encendida entre sus papeles. Después, lo colgaron allí para disimular su ausencia en las ruinas de la casa. ¿Y la fina marca roja en la garganta? Antes de colgarlo lo habían estrangulado de alguna forma; de eso, Aoi estaba segura. Su pecho se llenó de compasión por el maestro y por su final. «Si lo hubiera sabido —pensó—, si lo hubiera sabido, habría podido dedicarle más atención, ser más amable, podría haber... O no. No podría haberle avisado, porque no sabía que guardaba un secreto o que el gobernador podría hacerle daño.»

Mientras Aoi reflexionaba con el rollo del maestro en sus manos, Tomo y O-hana, en la cocina, fueron sorprendidos por sorpresa por el hombre del gobernador, el guardia extra que había traído la noche anterior. No lo habían visto desde la mañana, cuando les arrojó la comida y después fue enviado a vigilar la parte delantera de la casa. Por lo visto, le había fastidiado que dos mujeres y uno de esos guardias blandengues no se dejaran intimidar por él, y después de que sus compañeros llegaran para rodear la casa e incomunicar a sus ocupantes, entró en el jardín con la excusa de orinar en los arbustos. Tomo se percató de que atravesaba el macizo de bambú y se ponía frente a la valla, pero no lo vio cuando volvió a salir inmediatamente y avanzó con sigilo hasta la pared trasera de la casa, por lo que no estaba alerta cuando el hombre descorrió la puerta de madera y su brazo derecho se introdujo en la cocina con la espada desenvainada.

Sus ojos los contemplaron: a Tomo a punto de sacar su arma, y a O-hana secando una bandeja que iba a guardar. Antes de que se dieran cuenta de que la puerta se había abierto más, el hombre ya estaba dentro y se había convertido en una presencia grande, fría y amenazadora, que los impresionó por su tamaño y su fuerza.

—No creí que las mujeres de la capital fueran tan perversas como para jugar con la comida de un hombre. —Su voz fuerte y rechinante se interrumpió, y sus ojos se movieron; echó una rápida mirada de advertencia a Tomo para que se mantuviera lejos y se fijó en O-hana, al tiempo que se acercaba a ella bordeando el hogar. Entonces, Tomo reaccionó; sacó su espada y embistió. Con un rápido giro de muñeca, el hombre introdujo la punta de su arma bajo el peto de Tomo y lo arrojó rodando a un rincón; le había desgarrado el brazo al levantar la espada. Salió disparado un chorro de sangre que llegó hasta la mitad del suelo de la cocina. Tomo lo miraba boquiabierto mientras se agarraba el brazo para tratar de cerrar la herida. Cayó de espaldas y se quedó sentado, mirando fijamente sus dedos enrojecidos; no podía hablar a causa de la conmoción.

Sonriendo y avanzando de nuevo con movimientos lentos y amenazadores, el hombre se acercó a O-hana. Ella retrocedió, sujetando la bandeja a modo de escudo. Luego, de pronto, la arrojó contra él, pero el hombre la paró con el puño, y la bandeja fue a estrellarse contra la pared y el suelo. Aoi oyó el estrépito desde la habitación cerrada en la que se encontraba.

O-hana se precipitó hacia los escalones, pero el hombre fue más rápido y giró la espada para que los pies de la mujer tropezaran contra el filo posterior. O-hana cayó tan larga como era en el vestíbulo, junto a la puerta de la habitación pequeña.

Al otro lado de esa puerta, Aoi, oyendo los sonidos de la lucha, había sacado la espada secreta de su vaina de bambú. La espada se balanceaba de un lado a otro por su propio peso, y Aoi tuvo la sensación de que asía una cosa viva que no podía controlar. No obstante, no estaba dispuesta a permitir que la continuaran asediando.

El hombre se había precipitado hacia el vestíbulo y en ese momento se inclinaba encima de O-hana. Buscó la mano derecha de la mujer y levantó la espada para descargarla sobre... Nunca lo supieron, porque Aoi abrió de golpe el panel de la puerta y dejó caer su espada. Ésta voló o fue a caer sobre el largo músculo del hombro del guardia y, tras cortar la ropa, le desgarró la carne. Aoi detuvo el movimiento de la muñeca, levantó el codo y se puso de puntillas, en un alarde de equilibrio y control, para mantener al hombre inclinado extrañamente hacia el suelo.

—¿Qué ha sido eso? ¿Pasa algo? —interrogó la voz de dama Saisho desde la habitación principal.

Aoi se preguntó si la joven abriría la puerta y se encontraría con la acción congelada en el vestíbulo: O-hana tirada con la cara contra el suelo, el guardia agachado sobre ella con una pierna extendida hacia atrás sobre los escalones y una mano sobre el brazo de la mujer, y Aoi suspendida en el aire, medio volando medio atacando, con una espada en la espalda del hombre.

—Ahora voy, un momento —dijo Aoi con voz jadeante y consiguiendo a duras penas que no le temblara.

—Se está haciendo demasiado oscuro para escribir —dijo dama Saisho—, y quiero guardar estas cosas y cambiarme de ropa. ¿Has visto la faja verde? Se la di a O-hana para que arreglara el bordado, pero no está en el cajón. —Y siguió hablando en tono distraído sobre los vestidos que pensaba ponerse.

Tras este comentario doméstico la disputa en el vestíbulo cambió de rumbo. De pronto, el hombre, con la punta de la espada corta de Aoi clavada en la espalda, se movió. Estaba tan enfurecido contra las mujeres que no le importó el dolor que le causaba la espada al hundirse aún más profundamente en la carne. Levantó su brazo, colocado bajo el de Aoi, desprendió la espada y derribó a la mujer, que cayó de lado de nuevo dentro de la habitación. Antes de que pudiera recuperarse, justo cuando pensaba que nunca recobraría la iniciativa física, el hombre cerró la puerta y la atrancó con la rodilla.

—¡Dama Aoi! —gritó dama Saisho, alarmada por el ruido del ataque. Sin embargo, su costumbre de dejar los asuntos de la casa en manos de otros era tan fuerte que la puerta de la habitación permaneció cerrada. Aoi y O-hana no querían que supiera que el hombre de su esposo las había atacado, y el guardia no quería delatarse. Se hizo un breve silencio: O-hana tensa en el suelo, el hombre tratando de agarrarle la mano, Aoi intentando recuperar el aliento en la habitación cerrada y Tomo aún apretándose con fuerza el brazo que sangraba. El guardia cogió el dedo meñique de la mano derecha de O-hana y tiró de él; sonrió impúdicamente al tiempo que levantaba la espada.

Aoi, encerrada en la habitación, no vio cómo se desplomaba, aturdido, encima de O-hana, pero oyó un sonido sordo y, después, golpes y arañazos, y vio a Tomo asomarse dentro de la habitación, aún conmocionado pero consciente. El chico al que habían robado la carta había estado escondido en la cocina, olvidado, y había saltado enfurecido sobre el fornido guardia para golpearlo con un pesado jarro de loza para el sake. Después, asió la espada del hombre y empezó a blandiría de manera tan imprudente que Tomo salió de la cocina, a pesar de la sangre que goteaba del brazo que llevaba colgando, y se la arrebató antes de que hiriera a alguien.

Aoi respiró profundamente, intentando calmarse, y cruzó el vestíbulo para atender a dama Saisho y justificar el alboroto que había oído. Vio cómo Tomo conducía al guardia, que ya había vuelto en sí, fuera de la cocina, ayudado por el paje, que iba armado con un cuchillo para pescado. Los otros hombres que vigilaban la casa seguramente se burlarían de su herida en el hombro y, sin duda, el hombre encontraría una explicación ingeniosa. Tomo se mantuvo fuera de la vista; escondió su herida, porque prefería no vanagloriarse de su victoria por si acaso tenían que enfrentarse de nuevo con ese hombre. O-hana tuvo que vendarle el brazo con dos toallas.

Justo cuando Aoi volvía a su habitación preguntándose qué iba a suceder y si el gobernador los visitaría esa noche, su mirada se posó en el rollo desplegado, consciente del peligro que suponía poseerlo después de haberlo leído y saber por qué el gobernador había tratado de recuperarlo. Sus ojos recorrieron la sombría habitación, buscando un lugar donde esconderlo. Era conveniente ponerle una nueva cubierta, pero no tenía tiempo de hacer una. Mientras estaba sentada con el manuscrito enrollado y ligado en la mano, la puerta de la calle traqueteó como si alguien quisiera entrar; se sobresaltó tanto que se arrodilló. El rollo pareció quemarle en la mano, arder en una llama reveladora. Aoi se lo introdujo en la parte delantera de sus ropas, como si lo apagara, como si lo sumergiera en la oscuridad. Entonces oyó los pasos de O-hana en el vestíbulo, cómo la puerta se abría y la voz de Kosha. Aoi, sentada de nuevo sobre los talones, sintió palpitaciones de intenso temor y anticipación. Finalmente, se había roto ese tiempo de estancamiento.

El deber la obligó a moverse. «Debo saludarlo, debo estar con ella», pensó. Notando el extraño peso contra el cinturón, se detuvo para sacarse el rollo y esconderlo rápidamente bajo algunas ropas en una caja abierta. Después, cerró la puerta justo cuando O-hana alcanzaba el otro lado.

Kosha había llegado solo, y ellas se dieron cuenta de que nunca lo habían visto en solitario. Sus maneras, tan corteses y serenas, eran las mismas, y conservaba el mismo buen acento y gracia, pero sin el silencioso y singular gobernador como contraste parecía más extranjero. Lo invitaron a sentarse en la habitación de dama Saisho, delante de las cortinas. Las mujeres se fijaron en la longitud de sus brazos, que justificaba el que sus mangas debieran hacerse más anchas; en sus mates y densos cabellos, recogidos en un moño alto, bien prieto, bajo su gorro lacado, y en la sombra que la barba dejaba en sus mejillas afeitadas. Sus ojos redondos y adelantados, y su nariz respingona resultaban tan exóticos como siempre.

Dama Saisho recibió sus saludos bastante silenciosa y respondió desde detrás de la cortina con murmullos apenas audibles. Cuando finalizaron, se hizo una incómoda pausa, que finalmente dama Saisho rompió.

—¿A qué ha venido? —preguntó.

Aoi se debatía intentando decidir si debía quejarse de que sus cartas hubieran sido interceptadas, de la desaparición de la ayudante de cocina y del ataque del hombre del gobernador. Al mismo tiempo, trataba de apartar de su mente el rollo, las cabañas de los ezos y el territorio del norte. Distraída como estaba, no fue capaz de suavizar la rudeza de dama Saisho en su manera de dirigirse al visitante. La dama sentada detrás de la cortina ignoraba todos los problemas de ese día y no tenía razón para mostrarse irrespetuosa con el hombre del gobernador. Y, no obstante, le había hablado con brusquedad.

Kosha respondió sonriente, pero evitó mirar a Aoi, que lo estaba observando.

—¡Vaya! Pues a escoltarla hasta la mansión del gobernador de Mutsu, a quien el emperador ha concedido el nombre de Gran Conquistador de Bárbaros.

En lugar de utilizar el habitual lenguaje humilde, con el que se hubiera referido al hogar de su amo diciendo simplemente «casa», parecía utilizar a propósito un lenguaje más elevado.

—No esperaba marcharme tan pronto. Me temo que es completamente imposible —replicó dama Saisho de modo grosero.

Aoi pensó que debía intervenir, ¿pero a favor de quién? ¿Debía quejarse por la violencia del guardia y acusarlo de haber cortado la comunicación con la princesa? ¿Debía describir la lucha en la cocina? ¿O debía alejarlos a todos de esa casa, en la que eran prisioneros, tras convencer a dama Saisho de que podían partir al instante y de que las cosas ya se empaquetarían y enviarían al día siguiente? Decidió fácilmente; en parte, porque no le gustaba admitir que quizás una criada les había fallado, y, en parte, porque se sentía impelida a romper el estancamiento de su reclusión, y también porque no creía que le reportara ninguna ventaja contar a Kosha cómo habían vencido al hombre de Mutsu, que se había creído superior a las mujeres y al guardia del príncipe.

—De hecho, todo está preparado. Lo estábamos esperando —dijo, volviéndose hacia él. «Ah Aoi, ¡qué complicación! —pensó—. ¿Primero un trayecto en carruaje tirado por un buey y después desaparecer en la casa del gobernador? ¿Qué era mejor?» Todos sus instintos le decían que era preferible moverse y siguió con sus persuasiones—: Sólo un momento a solas, mi señora, y la prepararé.

Se oyó un súbito frufrú detrás de las cortinas.

—¿Debo marcharme en contra de mi voluntad? —dijo dama Saisho, elevando la voz.

Aoi hizo una leve inclinación de cabeza al hombre del gobernador y fue a hablar con ella. Dama Saisho estaba sentada contra la pared, con la cara pálida y tensa, y las manos apoyadas en el suelo a ambos lados.

—No voy a ninguna parte con ese extranjero —susurró a Aoi.

—Pero se trata de Kosha, a quien conocemos.

—No puede limitarse a enviar a alguien para recogerme. No pienso... No quiero... Debes explicarle que tiene que venir él mismo, que quiero que él... —Dama Saisho se echó a llorar.

Aoi conocía la firmeza de sus negativas. Tenía muy presentes la noche que había huido para no tocar el koto y la mañana en la que había sido imposible llevársela de esa casa. Intentó acercarse a ella, pero dama Saisho apartó la mano que Aoi le tendía. Los ojos de la joven estaban vidriosos.

—No podemos quedarnos aquí si él no lo quiere —dijo Aoi; hablaba suavemente, aunque reclamaba atención—. ¿Regresarás a casa de la princesa? ¿O quizá te gustaría volver a tu casa?

Ahora dama Saisho la miraba, escuchaba y sus ojos se movían. Aoi suavizó la voz.

—Naturalmente puedes negarte, puedes hacerlo.

«¿Cómo evitar traicionarla? —pensó—. Si intento persuadirla para que se quede, ella insistirá en marcharse, y si le digo, como acabo de hacer, que puede cambiar de opinión, se reafirmará en su decisión de ser la esposa de ese hombre. La única salida es la directa.» Esta críptica frase pendía como un blasón de verdad en la mente de Aoi y confiaba en que, fueran cuales fueran los peligros del exterior, pronto abandonarían esa casa.

—Yo no quiero negarme. —El tono de dama Saisho era virulento—. ¿Crees que ahora puedo volver atrás..., sea adónde sea? Después de lo que ha ocurrido aquí, después de conocer...

¿Después de conocer la vida de una mujer con un hombre? ¿Después de conocer el miedo y el abuso? Aoi no sabía qué decir porque aún no conocía la razón de su insistencia en no marcharse con Kosha. Indecisa, se limitó a repetir lo que dama Saisho le estaba diciendo.

—No quieres ir ahora, quieres ir más tarde.

—Él es un hombre fuerte, luchador, protector. Yo quería que me trajera aquí tal como lo hizo, llevándome con su fuerza. ¿Cómo puedo entrar en su casa de tapadillo y con un criado? ¿Quién me respetaría entonces? No será mi casa tal como lo ha sido ésta, ella estará allí. Aquí soy su igual y debe ser así si vamos a vivir juntos. Sé que no seré la principal pero para que yo sea su esposa debe dejar claro que él me considera valiosa. ¿Es que no lo ves?

—Sí, sí, lo veo. No obstante, creo que deberías ir ahora.

Meneando la cabeza y mirando a su alrededor, a la habitación en la que había pasado las últimas semanas, dama Saisho rompió a llorar. Señaló el jarrón redondo de loza que contenía la curvada rama de melocotonero.

—La rama ha echado raíces —dijo.

Su diálogo fue interrumpido por una tosecilla de Kosha, a quien casi habían olvidado. Su mano apareció en el borde de la cortina y la descorrió.

—Perdónenme. ¿Podría hablar con ella? Mi ama está enferma y no puede abandonar su habitación. Y con una casa tan grande e hijos...

—¿Hijos? —preguntaron al unísono Aoi y dama Saisho.

—Sí, hay hijos: dos niñas, de cinco y seis años. No hay nadie que las enseñe ni que les haga compañía. Siguen a los criados a todas partes y hacen travesuras. —Miró a una y a otra, mostrando su encantadora sonrisa—. Él me pidió que no le mencionara cuestiones prácticas, sino que le comunicara su pesar por no poder venir personalmente. Entienda que nos estamos preparando para partir hacia Mutsu. Ha recibido un mensaje urgente del príncipe, que como recordará ahora es el ministro del Tesoro. Puesto que no podía negarse a ir y el asunto es importante, me ha enviado a mí. Quiere que llegue siendo aún de día, pues piensa que se sentirá más cómoda si puede ver su nuevo hogar. Ha dispuesto una habitación para usted.

Dama Saisho se tapaba la cara con una manga y miraba al suelo. Permanecía sentada sin moverse.

—Y puesto que no tenía tiempo de escribir una carta, me ha pedido que le recordara la tierna luna de primavera.

Dama Saisho volvió ligeramente la cabeza y miró entonces al hombre que instantes antes había calificado de extranjero y de criado. La mirada fue breve, pero firme. Después, habló como para sus adentros.

—Para gobernar su casa podría contratar a un mayordomo. Las dulces niñas son otra cosa. Y en cuanto a contemplar la luna de primavera..., estoy segura de que en eso puedo serle de ayuda. —Esbozó una débil sonrisa y se volvió hacia Aoi—. Ayúdame a cambiarme de ropa —dijo.

Kosha se retiró, Aoi volvió a correr la cortina y seleccionó un vestido exterior más oscuro.

—Tendremos que llevamos a mi doncella con nosotras —dijo a Kosha.

—Puede empaquetarlo todo y venir más tarde.

—La quiero ahora.

—No podemos retrasamos.

Aoi retiró la cortina y vio que su cara resultaba una máscara de dedicación y obediencia.

El carruaje era elegante y el interior estaba suntuosamente forrado y acolchado. Aoi se fijó en que la escolta aumentó al unírseles los hombres que habían estado vigilando la casa. A la luz del atardecer, todos los colores eran intensos. Se dirigieron hacia el sur, en dirección al distrito sexto.