Capítulo tres

Después de regresar del pequeño templo de las montañas, la princesa no vio a su esposo durante unos cuantos días, aunque recibía frecuentes cartas y notas en las que el príncipe se lamentaba de los banquetes, las reuniones y las audiencias reales que lo mantenían alejado. Como parte de sus tareas oficiales, el príncipe organizaba los honores que se tributaban al gobernador de Mutsu y debía acompañarlo cuando presentaba sus informes. Cada noche regresaba a casa muy tarde, dormía en su habitación del ala oeste y, aunque partía de nuevo antes de que las mujeres se levantaran, los sirvientes siempre se las ingeniaban para que la princesa supiera que el príncipe había estado allí.

La princesa lo esperaba sin demostrar inquietud. Un día, pareció haber superado de pronto el malestar que la había embargado los primeros tiempos de su embarazo. Su piel se tomó radiante y fresca, y su cuerpo empezó a redondearse. A medida que el crecimiento del hijo se iba haciendo realidad su mirada destilaba más y más ternura cuando se concentraba en sí misma. Varias veces Aoi la encontró arrodillada con un brazo alrededor de la parte inferior del abdomen, sonriendo y abstraída. A la princesa le gustaba estar acompañada, pero se limitaba a escuchar pasivamente la conversación de sus damas. Adoptaba una expresión seria cuando hablaban de su futuro y gozaba con sus chismorreos y sus historias. También las alentaba a que compitieran entre ellas en la composición de poemas. Aunque se abstenía de participar, se mostraba conmovida cuando una de las damas daba con las palabras que mejor captaban la atmósfera de esperanza y expectación que las envolvía a todas.

El tiempo era frío y gris. Llovía, nevaba, soplaba el viento y volvía a llover. Dentro también se hacía notar el frío y sólo se encontraba alivio alrededor de los braseros. La princesa se mostraba impredecible en sus preferencias y empezó a anhelar aire fresco. Incluso en los días más desapacibles, a no ser que la lluvia penetrara directamente en la habitación, disponía que se mantuvieran abiertas las mitades superiores de las contraventanas, ordenaba a los sirvientes que trajeran más braseros y se sentaba tranquilamente entre sus quejosas damas. Después, tan de súbito como había recuperado el apetito, tan irracionalmente como había deseado respirar aire frío, determinó que las habitaciones se volvieran a cerrar, y se pasaba los días leyendo viejos poemas y contemplando pinturas. Quería que Aoi estuviera constantemente a su lado, le pedía que le explicara el significado de algunos de los poemas, discutía con ella las diversas técnicas del pincel y la composición de las pinturas, y debatía las virtudes del estilo chino y el estilo Yamato.

La princesa dijo que, en un principio, la había atraído el moderno y brillante estilo Yamato; se deleitaba en los intensos colores y en los densos diseños de los rollos narrativos. En una primera reacción, sentía curiosidad hacia las personas que se plasmaban en ellos, hacia sus aventuras y sus relaciones. Pero, después, lo reconsideró y decidió que esos rollos eran de una belleza en exceso obvia, que ofrecían deleite demasiado abiertamente —con sus colores cereza, dorado y azul—, y pidió pinturas más antiguas, realizadas en estilo chino, con colores más suaves, personas en actitud contemplativa y casi perdidas en medio del paisaje, y líneas impresionistas y delicadas.

—Para utilizar el pincel con tanta habilidad, el artista debe estar muy seguro, ya que no puede tapar ni corregir nada. Ha de concentrar su espíritu y hacer que el pincel fluya y reproduzca los degradados tal como él desea. Mira estas delicadas líneas que representan distancia, la curvatura que remata la cima de la montaña y esos breves toques que figuran árboles desnudos. Aunque estos otros sean más vistosos y elegantes, yo prefiero una serena maestría. Me pregunto si esos artistas que manejaban con tanta seguridad la tinta y el pincel eran capaces de vivir sus vidas con exquisita discreción. Me pregunto si su arte les enseñó honestidad, modestia y fidelidad.

Aoi comentó que el único pintor de la corte que conocía era un mujeriego borracho y vocinglero.

—Sí, pero es un hombre moderno. ¿Acaso los maestros de épocas pasadas no eran mejores que nosotros?

Así pasaban horas y horas. En la nueva aunque vacilante seguridad matrimonial, la princesa redescubría placeres sencillos. «O quizá —pensó Aoi—, quizá se está recordando a sí misma sus propias cualidades, para así tener el coraje suficiente para seguir confiando en él.»

En las ocasiones en las que el príncipe regresaba, parecía moverse dentro de una burbuja de aire frío del exterior que, paradójicamente, bullía y crepitaba con acontecimientos. Hablaba de manera brusca, con fuerza masculina, se erguía, se sentaba y andaba con la suave precisión pivotante de la persona que siempre está a punto, que adelanta el próximo movimiento, la próxima ruta a través de la ciudad, el próximo documento, las próximas cortesías y ceremonias, que ve las líneas de su deber tan claramente como ve las calles desiertas que transita de madrugada para atender a su hermano, el emperador. Después de un día ajetreado, a veces buscaba la compañía de su esposa, y Aoi notaba que ahora despertaba en él un interés que iba más allá de lo que su deber imponía. Le ofrecía como adorno personal las múltiples exigencias y demandas de su posición, del mismo modo que le ofrecía su lacada gorra de corte, su pelo y su barba inmaculadamente cuidados, su perfume, su vara oficial de marfil, sus brocados chinos y sus cinturones bordados. Durante esos momentos festivos, sólo se detenía para captar el brillo de una mirada de admiración, lanzada aún con timidez, y que él todavía debía provocar detrás de un abanico o una cortina de cabello.

—Este gobernador es todo un personaje —dijo el príncipe—. Creo que nadie conoce tan bien como él las provincias septentrionales. Cree que hemos llegado al límite de nuestra expansión, y sus informes nos son muy útiles. Según él, la tierra sólo es buena para cultivar arroz cuando los veranos no son demasiado fríos. Dice que estamos desperdiciando energías abriendo nuevos campos.

—¡Ah! —repuso la princesa—. ¿Y qué hay de él mismo? Hace tanto tiempo que vive en el norte que no debe de estar muy habituado a las costumbres de la capital.

—Nada de eso. Quizá no es un hombre refinado, pero despierta la simpatía y el respeto de todos. La otra noche... —el príncipe rió al recordarlo— todos nos emborrachamos en la fiesta del ministro. Él bebió tanto vino como nosotros, pero no le afectó. No obstante, se fingió borracho para mantener el tono de los demás. Cantó canciones del lejano norte y trató de enseñarnos una danza, pero, para demostrar que estaba demasiado ebrio, cayó sobre su trasero y se quedó allí riendo. El ministro en persona lo ayudó a levantarse, y el gobernador dijo: «En mi país enseñamos a los suelos a que se estén quietos cuando bailamos».

—¿Por qué creíste que en realidad no estaba borracho?

—Es difícil de explicar. Su mirada era la de un hombre completamente sobrio. Aún lo aprecio más por ser tan cuidadoso. No obstante, su ayudante es distinto. Es más culto que el gobernador y resulta bastante agradable, pero los hombres se mofan de él por su nombre de pila extranjero y por su apariencia. Se llama Sotohama y a su espalda murmuran que es un nombre ezo. Lo cierto es que lo interrogué al respecto y me dijo que tiene que ver con un lugar del norte. Pertenece a una familia norteña que no conocemos. Me dijo que su padre había servido mucho tiempo en esas provincias. Me gusta, pero algunos lo calumnian.

—¡Qué falta de amabilidad!

—Sí. Ya sabes cómo es la gente. Pero es un buen hombre, paciente y solícito. Según parece, se hace cargo de la forma en que hacemos las cosas aquí.

—Estoy segura de que le gustará pasar algún tiempo en la capital, donde podrá gozar de un poco de compañía civilizada y de todas las comodidades.

—Bueno, no creo que el gobernador disfrute mucho de su estancia aquí. Su madre murió hace algunos años, y su casa está en muy mal estado. Habitan sólo una pequeña parte de ella mientras los obreros hacen su trabajo.

—¿Está en el cuarto distrito? Dama Aoi y yo estábamos tratando de recordarlo.

—¿Es esa vieja casa cerca del templo del Pozo Cubierto? —añadió Aoi, que estaba sentada cerca, junto a dama Omi.

—Sí, tiene las puertas desvencijadas, el estanque del jardín se ha hundido y hay serios problemas con el tejado. Lo cierto es que el vecino del lado oeste debería haberse ocupado de ello, pero ha sido negligente. Después de cinco o seis años de descuido, ya se pueden imaginar en qué estado se encuentra.

—¿Hay algo más horrible que una propiedad descuidada? —preguntó dama Omi con reprobación.

—¡Ah! bueno —respondió el príncipe—, eso no es lo peor. Su esposa está enferma y realmente fue por ella por lo que el gobernador vino antes de las nieves del invierno.

La princesa miró a sus damas.

—Debemos enviar frutas o pastelillos.

Durante mucho tiempo la princesa y sus damas sólo supieron del gallardo gobernador de Mutsu de oídas. El príncipe solía sentarse con ellas unos minutos para después desaparecer hacia un banquete o una reunión privada. Las damas escuchaban las historias, y su interés iba creciendo.

—Hoy fuimos al mercado del este y se produjo un incidente —dijo en una de esas ocasiones.

—¡Oh!

—No sé cómo, se apartó de nuestro lado, y un hombre de la ciudad, que no sabía quién era, parece que se burló de su acento del norte. El gobernador sacó la espada y lo atacó.

—¡Qué cosa tan terrible!

—La gente empezó a gritar y fueron a buscar a la policía, pero cuando llegaron todo había pasado.

—¿Qué le ocurrió al hombre de la ciudad?

—Eso es lo más curioso. Nuestro amigo, el gobernador, es tan diestro en el manejo de la espada que rasgó las ropas del hombre hasta la piel, pero sin hacerle ni un arañazo.

—¿Y cómo terminó todo?

—El gobernador hizo una broma sobre los hombres de la capital que no se cubren decentemente. El pobre hombre tiraba hacia arriba las mangas para ocultar la piel desnuda y el gobernador se alejó. Los vendedores fueron testigos de su orgullo y desdeñaron a todos los demás para venderle a él.

En otra ocasión, el príncipe explicó a las damas un nuevo suceso inquietante.

—Hoy he recibido la visita de unas personas que viven en el distrito del Pozo Cubierto y que se quejaban del gobernador.

—¿Oh? ¿Y por qué les desagrada tener a un héroe como él viviendo en el mismo distrito?

—Dicen que su casa es como un campamento militar; que a todas horas entran y salen carros y guardias de una ferocidad que los inquieta; que se bebe y que hay ruido por la noche. También han mencionado la presencia de mujeres de baja estofa.

—¿Te lo han contado discretamente a ti y no se han quejado al gobernador?

—Sí. Dicen que lo respetan demasiado para sugerirle que debería amonestar a sus hombres. Yo les he dicho que han de entender la diferencia entre la vida aquí y en un lugar fronterizo como Mutsu. Naturalmente, no han quedado satisfechos, pero yo no podía darles la razón porque hubiera parecido que criticaba al gobernador. Hablaré en privado con Kosha, que es como se apellida el ayudante.

Un día les habló del comportamiento vago y escurridizo del gobernador.

—Desaparece de vez en cuando. Por ejemplo, tenemos una cita y no se presenta. Entonces mandamos a buscarlo a su casa y no están ni él ni Kosha. Y cuando llega, dice que se han perdido por la ciudad.

—Según tu opinión es un hombre muy listo —dijo la princesa—, por tanto ésa es una excusa que nadie creería.

La princesa no podía imaginar que alguien fuera incapaz de encontrar el recinto imperial, en el que se concentraban todas las oficinas del gobierno. En la cuadrícula que formaban las calles de la ciudad se desarrollaba la vida cotidiana, y todos sus habitantes estaban familiarizados con esa estructura. Incluso ella, que salía muy raras veces, era capaz de describir la ruta al palacio desde cualquier distrito. Ese cuadrado formado por muros, con árboles y tejados visibles desde fuera, era la fuente de luz para todo el país, y la princesa pensó que cualquier campesino de una región remota podría describir las amplias avenidas flanqueadas por sauces que conducían a él, aunque nunca las hubiera visto. Aoi, que conocía más que la princesa las complejas calles de las áreas congestionadas, también sabía que cualquier viandante al que se preguntara, estaría dispuesto a guiar personalmente al forastero hasta el destino deseado.

—¿No ofrece ninguna explicación mejor? —preguntó la princesa.

—Sólo ríe y dice que bueno, que ahora ya ha llegado y que vayamos a asuntos más serios. Pero lo más curioso es que cada día sale a cabalgar, como si pasar algún tiempo a lomos de un caballo le fuera tan necesario como el aire que respira. Siendo así, ¿no te parece que debería conocer bien la ciudad?

En una ocasión, el príncipe mencionó sus reuniones.

—He estado con el gobernador. Hoy hemos hablado de papel.

—¿El maravilloso papel que se fabrica en Michinoku?

—Sí. Conoce su valor y quiere subir el precio. No es un plan descabellado, pero irrita al ministro porque expone su resolución al principio y no negocia.

—¡Pero si ya es muy caro! ¿Puede decidir estas cosas él solo?

—En efecto; lo malo es que no expresa pesar ni muestra tolerancia, sólo habla de las necesidades de sus fabricantes de papel, de la vida tan dura que llevan. Hoy ha sido Kosha quien ha mencionado las incursiones de los ezos y cómo queman las moreras para estropear la corteza de modo que no sirva para hacer papel. Ha dicho que al gobernador no le gusta elevar aún más el precio y ha escuchado asintiendo en señal de aprobación, mientras el ministro recomendaba encarecidamente austeridad en las provincias. Después de consultar con el gobernador, han bajado el precio que proponían en un principio. Finalmente, ha quedado fijado.

—Suena todo muy tedioso.

El príncipe, que en otro tiempo se hubiera sentido desairado por esta réplica, aún confiaba en contagiar su interés a la princesa.

—Nada de eso. Ha sido divertido. Al final, han fijado el precio que ellos querían. Pero, ya sabes, a nadie le gusta trabajar con una persona que tenga opiniones muy definidas.

La temporada del Año Nuevo estaba próxima, y las mujeres se encontraban muy atareadas; hablaban de vestuarios, encargaban comidas que fueran a la vez tradicionales y originales, preparaban regalos y ventilaban y decoraban las habitaciones. Una noche, justo la víspera de Año Nuevo, el príncipe llegó tarde y envió a la princesa recado de que había traído visitantes y que debía prepararse para recibirlos. Rápidamente, se colocaron marcos con cortinas para ocultarla. Miroko y dama Omi la ayudaron a ponerse un vestido exterior más elegante y dispusieron los bordes de sus varias capas de ropa de modo que asomaran un poco por debajo de la cortina. La princesa era muy discreta al respecto e insistía en que sólo se vieran unas pocas pulgadas de los dobladillos. La misma Aoi los arregló; ordenó en forma de abanico dos capas púrpuras sobre otras tres de color rosa en tonos cada vez más suaves, para terminar con el vestido interior turquesa pálido, de manera que cada color fuera sólo un vivido arco a la luz de la lámpara.

Aoi y dama Omi colocaron cojines para el príncipe y sus invitados al otro lado de la pantalla. Dama Omi permanecería tras la cortina con la princesa para trasladarle la conversación, mientras que las otras tres damas servirían comida y bebida. Después de echar un último vistazo para asegurarse de que las cortinas que ocultaban a la princesa caían formando pliegues iguales, Aoi fue a sentarse en su sitio. Detrás de ella, dama Saisho se movía continuamente haciendo crujir sus vestidos, y todas se volvían a mirarla. Estaba arrodillada como las demás, pero empezó a levantar ligeramente el cuerpo impulsándose al mismo tiempo contra el suelo con las manos. Lo que pretendía con esas extrañas maniobras era alejarse, casi de manera imperceptible, de las demás hacia una esquina de la habitación, donde, supuso Aoi, quería pasar inadvertida. Antes de que nadie pudiera reprobar su comportamiento, la puerta se abrió, y el príncipe hizo pasar a sus invitados. Dama Saisho se vio sorprendida a medio camino, aislada en una amplia superficie de suelo desocupado; encorvada hacia adelante, intentaba hacerse más pequeña en tan expuesta situación y, en su afán por ocultarse, mantenía el abanico abierto casi sobre la cabeza.

El príncipe lanzó una mirada de asombro a Aoi, pero empezó a acomodar a sus invitados. Sorprendentemente, fue dama Takumi quien rescató a dama Saisho, la ayudó a regresar al sitio que le correspondía y arregló elegantemente sus vestidos, formando atractivas líneas; todo ello lo hizo de muy buen humor, como si estuviera atendiendo a una mascota que hubiera olvidado sus buenos modales. Cuando, finalmente, la atención se centró en los invitados del príncipe, que no parecían haberse percatado de la escena anterior, Aoi reconoció a uno de ellos como el hombre que había encabezado el desfile. El príncipe los presentó: Miura no Takamasa, gobernador de la provincia de Mutsu y su ayudante Sotohama no Koshanain, en su primera visita a la capital. Las damas murmuraron sus salutaciones y los observaron con discreto interés. La princesa tenía una visión imperfecta de ellos a través de las pequeñas aberturas en la cortina, por lo que más tarde le darían todos los detalles.

—Le insistimos al príncipe que no deseábamos importunaros a una hora tan avanzada —dijo el gobernador, tras lo cual se detuvo y abruptamente lanzó una sonora risa—. Además, nos ha explicado que está esperando un hijo y temo que nuestra visita la fatigará.

Su voz vibrante recordaba los tonos más profundos de la flauta de caña y hablaba con un acento nasal, zumbador, propio de regiones remotas, que sonaba extraño a los oídos de las damas. Tenía una cara ancha, pesada y rubicunda por los lados, ojos grandes, cejas espesas y una boca generosa, muy modelada y con firmes comisuras.

La princesa, azorada ante la mención de su estado, no replicó. En la capital no era costumbre referirse a dichos asuntos entre hombres y mujeres, excepto en la familia.

—¡Qué tiempo tan benigno tienen! —dijo el ayudante a dama Takumi, y causó asombro por lo depurado de su acento. Tenía un extraño aspecto: piel oscura por el sol, mejillas en las que se adivinaba la sombra de una espesa barba afeitada, pecho redondo como un pilar y brazos largos—. Ahora en Mutsu hace un frío intenso. Las corrientes de agua fluyen negras entre piedras cubiertas de nieve, los pájaros se han marchado y los zorros están hambrientos.

Aoi estaba tan sorprendida por el refinamiento y las imágenes poéticas de las últimas palabras del ayudante de piel oscura que fue incapaz de encontrar una réplica conveniente. Miró al príncipe. Éste comprendió su confusión e intentó disimular su regocijo. La princesa habló desde detrás de la cortina, y dama Omi repitió por ella:

Blanco es el color

de la nieve de invierno y del cielo

de invierno. Todos olvidamos...

El poema quedó inacabado.

Que el blanco también es el color de las flores,

y que la hierba puede mecerse y doblarse.

Fue el ayudante quien completó los últimos versos del viejo poema.

—¡Ah!, este hombre confunde a todo el mundo —dijo el gobernador—. Es cierto que nunca antes ha estado aquí, pero habla muy bien. —Entonces rió y prosiguió—: Su padre fue el ayudante de mi padre y él se crió en mi casa. Hemos sido como hermanos desde que éramos niños, pero yo nunca tuve su aptitud para los estudios.

—Supongo que la vida es muy distinta en las provincias —dijo el príncipe—, pero allí donde hay mujeres se mantienen principios civilizados. Nuestras madres y nuestras niñeras siempre son estrictas, no importa dónde vivan, ¿no cree?

—Sí. Mi madre era una dama muy benévola, pero tenía un ojo malo, y siempre notábamos cuando la habíamos disgustado. Solíamos detenernos y mirarnos el uno al otro antes de entrar en su cuarto. Sólo éramos unos muchachos, pero sin embargo... En una ocasión, ja, ja, me lo ha hecho recordar, pusimos tinta en el borde del sombrero de nuestro tutor, y él salió afuera mientras llovía. Mi madre nos mandó llamar.

—¿Y qué les dijo? —inquirió dama Takumi.

—¡Oh!, no dijo mucho, pero nos hizo practicar caligrafía durante tres días. Fue su manera de enseñamos cuál es el uso adecuado de la tinta.

Esto hizo reír a todos.

—Estas damas gustan de los relatos y las historias —dijo el príncipe—. Ambos deberían venir a menudo para entretenerlas. Cuando pase la excitación por el Año Nuevo, el invierno se les hará muy tedioso.

Miroko llegó con dos ayudantes de cocina; traían vino caliente y pequeñas bolas de pescado. Tal como había hecho en el templo, el príncipe creó una atmósfera de bienestar e intimidad: urgió a las criadas a que sirvieran, sonrió con aprobación ante los elegantes platitos y escanció él mismo el vino. Aoi sentía lo mismo que sabía que estaba sintiendo la princesa: la tranquilidad que le daban las cortesías del príncipe, ya que demostraban que participaba en la vida de la casa.

—He aquí algo muy curioso —dijo el gobernador, después de que todos hubieran sido servidos. De su cinturón sacó un palo curvo con dibujos geométricos grabados a ambos lados—. Si fuéramos como esos peludos ezos necesitaríamos un palo como éste para... —se inclinó ligeramente adelante y se pasó el palo ante la boca en un movimiento ascendente— levantarnos los bigotes antes de beber este vino tan delicioso.

—Ciertamente nadie... —dijo tímidamente dama Saisho, tras una breve pausa de turbación. Hasta el momento había permanecido visiblemente quieta y en silencio.

—¡Ah! excúseme señora. Me he convertido en un rudo soldado y ya no sé cómo debo comportarme ante las damas. Los ezos son un pueblo verdaderamente repugnante y no debería hablar de ellos. —Apartó el palo curvo, riendo—. Pero son demonios cuando luchan, son como demonios en la Tierra cuando se enfrentan a nosotros. —Y rió, y rió.

—Por tanto, es preciso que los comprendamos —dijo el ayudante, cuya compostura contrastaba con el rudo regocijo del gobernador—. Intentamos que sean útiles a sí mismos y a veces a nosotros, y procuramos mantenerlos satisfechos y separados de los colonos japoneses. Al mismo tiempo, aprendemos de ellos. La vida no es nada fácil en esas regiones, y uno debe conocer sus peculiaridades.

—Dice que es un lugar muy duro —intervino el príncipe—, pero hay grandes bosques y vastas praderas con caza abundante.

—¡Caza, ja, ja! —El gobernador interrumpió la descripción del príncipe—. Tiene que venir a cazar con nosotros. ¿Qué le parece mañana? Todas estas reuniones nos mantienen encerrados demasiado tiempo.

—Me temo que mañana... el ministro del Tesoro ha solicitado de nuevo su presencia.

—¡Bah! —Era evidente que el gobernador se estaba reprimiendo para no exteriorizar la impaciencia que le causaban las reuniones y las conferencias. No obstante, su risueño asentimiento con la cabeza demostraba que todas esas peticiones para verlo le halagaban—. Por supuesto, si el honorable ministro...

—Tiene un plan, algo relacionado con ramio y gasa de seda —dijo el príncipe.

El ayudante se inclinó hacia su amo y amigo, y le susurró algo, lo que hizo que el gobernador se volviera súbitamente hacia las cortinas de la princesa.

—¡Ah!, lo olvidaba. He mandado que fueran a mi casa a buscar un regalo para usted. Pronto estará aquí. —Las damas se inclinaron y expresaron su agradecimiento. Dama Saisho, sintiéndose segura en los simples rituales de agradecimiento, fue más prolija que las demás. El gobernador se volvió de nuevo hacia el príncipe.

—Si salimos pronto a cazar aún podremos reunimos con el ministro. O... ¿por qué no lo llevamos con nosotros? Primero cazamos y después conferenciamos. —El gobernador se expresó de manera agradable y persuasiva—. Podemos hablar mientras cabalgamos —dijo al príncipe.

—En ese caso será mejor que me excuse y que disponga algunas cosas —dijo el príncipe, e hizo ademán de levantarse.

El ayudante se dirigió a las damas cuando se despedían.

Incluso aquí encuentro

mi propia tierra

si la busco.

El poema era un clásico muy conocido, y Aoi lo completó al tiempo que hacía una reverencia.

Esa colina con juncos seguramente

es la que conozco, donde los halcones anidan.