Capítulo 14
Esas dos semanas en el Caribe le habían parecido dos meses. O más que eso.
Damaso pulsó el botón del ático y se pasó una mano por el pelo, demasiado largo. Se tocó la barbilla, notando el roce de la barba, y supo que debería haberse afeitado en el avión. Pero había trabajado como un loco intentando organizarlo todo para poder volver a São Paulo lo antes posible.
Se afeitaría cuando llegase al apartamento.
Salvo que una vez que viese a Marisa sus buenas intenciones se irían por la ventana. No podría controlarse.
La necesitaba de inmediato.
La necesitaba como nunca había necesitado a una mujer. Sus brazos estaban vacíos sin ella. Echaba de menos su sonrisa, su carácter, su generosidad, cómo le tomaba el pelo. Echaba de menos tenerla cerca, compartir las cosas pequeñas de cada día a las que nunca antes había dado importancia.
Las puertas del ascensor se abrieron y Damaso entró en el apartamento.
–¿Marisa? –fue al dormitorio, pero no estaba allí, de modo que salió al pasillo–. ¿Marisa?
–Senhor Pires –era Beatriz, secándose las manos en el delantal–. No esperaba que volviese hoy.
–He cambiado de planes. ¿Dónde está la princesa?
La mujer frunció el ceño.
–Se ha ido, senhor.
–¿Cómo que se ha ido? ¿Dónde?
–A Bengaria, para la coronación de su tío.
Damaso parpadeó, sorprendido. Había hablado con Marisa todos los días, pero no le había dicho nada de sus planes.
¿Porque temía que la detuviese?
Esa era la única explicación.
La ultima noche, en la galería, mencionó el matrimonio y ella intentó hacerlo callar. ¿Porque había decidido dejarlo?
–¿Se encuentra bien, senhor Pires?
Damaso sacudió la cabeza, intentando disimular su angustia.
–Sí, estoy bien.
–¿Necesita algo?
–No, nada, Beatriz. No necesito nada.
Salvo a Marisa. Era como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies.
Sin fijarse en la mirada preocupada de Beatriz, volvió al dormitorio.
Quince minutos después se dejaba caer sobre la cama, con la cara entre las manos. Había intentado hablar con ella por teléfono, pero tenía el móvil apagado. Y no había ningún mensaje, ningún correo explicándole por qué estaba en Bengaria.
Nada salvo una carta arrugada de su tío en el cajón de la mesilla. Una carta exigiendo su presencia en la ceremonia de coronación. Una carta recordándole la importancia de su regreso a Bengaria para conocer al hombre con el que pretendía que se casase…
Damaso tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones.
Lo había dejado para volver con su tío, el hombre al que detestaba.
Porque prefería casarse con un aristócrata antes que con él, un hombre sin familia ni árbol genealógico. Un hombre respetado solo por su enorme éxito profesional, un hombre que aún tenía las cicatrices de su pasado. En todos los sentidos.
Habría jurado que nada de eso importaba a Marisa, pero si no era eso, ¿qué entonces?
A menos que, como él, tuviese dudas sobre su capacidad para ser un buen padre. Para darle amor a su hijo.
¿Cómo iba a dar algo que él no había tenido nunca?
El miedo encogía su estómago, despertando profundas dudas sobre sí mismo.
Algo rozó su rodilla entonces y cuando bajó la mirada vio al chucho de Marisa con la cabeza apoyada en su pierna, mirándolo con ojos tristes.
–Tú también la echas de menos, ¿verdad, Max?
Curiosamente, le parecía normal hablar con el perro, que apoyó las patitas en el edredón, suspirando.
Si Marisa no tuviese intención de volver se habría llevado a Max, pensó.
Y se agarró a esa esperanza con todas sus fuerzas.
–No te preocupes, volverá. Yo la traeré de vuelta como sea –murmuró, acariciando la cabeza del animal.
No quería preguntarse si lo decía para convencer a Max o para convencerse a sí mismo.
La catedral era enorme e impresionante, pero Damaso no se fijaba en eso mientras recorría la alfombra roja, ignorando al edecán que intentaba frenéticamente llamar su atención.
El ambiente era de expectación y el aire olía a flores e incienso, la música barroca de órgano dándole pompa a la ocasión.
Damaso aminoró el paso y miró alrededor. Veía uniformes y trajes de chaqueta oscuros, mujeres con vestidos de diseño… pero los enormes sombreros ocultaban los perfiles, haciendo imposible identificar a la propietaria hasta que levantaba la cabeza.
–¿Dónde está la princesa Marisa? –le preguntó a uno de los edecanes.
–¿La princesa? –el hombre, nervioso, miró hacia los asientos de primera fila y Damaso se dirigió hacia allí.
Todas las cabezas se volvieron, pero él no miraba ni a un lado ni a otro, concentrado en los asientos de primera fila. Azul pálido, limón, marfil, rosa, gris claro… miraba a cada mujer, buscando a Marisa. Todos los vestidos eran elegantes, pero nada llamativos.
Gris, negro y… azul zafiro, con un naranja tan vívido que le recordaba el cielo de la isla durante una puesta de sol. Damaso se detuvo, con el corazón acelerado.
La había encontrado.
En lugar de un traje de chaqueta llevaba un vestido de manga corta que dejaba sus brazos al descubierto. Parecía un rayo de sol entre todos esos colores pastel. Cuando movió la cabeza, la mezcla del oro de su pelo, el azul y el naranja parecían atraer toda la luz. Llamaba la atención incluso por la espalda.
Damaso apresuró el paso. Llevaba el collar que le había regalado y se preguntó qué significaba que se lo hubiera puesto aquel día, en un evento que sería televisado para todo el mundo.
Los murmullos se convirtieron en voces y el edecán llegó a su lado. Estaba diciendo algo, seguramente que se fuera de allí, pero Damaso no le prestaba atención.
Marisa hablaba con el hombre que estaba a su lado; un hombre de mentón cuadrado, ancha frente y rostro tan apuesto que no parecía real. O tal vez era el uniforme que llevaba: chaqueta blanca con galones de oro y doble botonadura y una banda de color índigo que hacía juego con sus ojos.
Damaso apretó los puños. ¿Era ese el hombre con el que, supuestamente, iba a casarse?
En lugar de repudiarlo, Marisa estaba charlando con él. Y cuando puso una mano en su brazo, Damaso sintió una furia ciega.
–De verdad, señor, tiene que acompañarme. No puede estar aquí…
–Ahora no –lo interrumpió él, con un rugido que hizo recular al hombre. Todos se volvieron para mirarlo.
–¿Damaso? –exclamó Marisa.
Atónita, miraba al hombre que bloqueaba el pasillo de la catedral como si no creyera lo que estaba viendo. A pesar del elegante traje de chaqueta, el perfecto corte de pelo y el rostro bien afeitado, había algo salvaje en él.
–¿Cómo has llegado hasta aquí? –le preguntó, intentando disimular su emoción.
Cyrill no habría invitado al padre de su hijo.
–¿Eso importa? –Damaso apartó a un par de edecanes que intentaban echarlo de la catedral. Tenía un aspecto tan imponente y peligroso como un felino enjaulado.
Marisa sacudió la cabeza. No, no importaba. Lo único que importaba era que estaba allí.
–Ven –dijo él, ofreciéndole su mano.
–Pero tengo que quedarme para la ceremonia. Empezará en unos minutos…
–No he venido para la ceremonia. Estoy aquí por ti.
El tono de Damaso hacía que su pulso se acelerase. Ella valoraba su independencia, pero esa actitud tan posesiva despertaba un primitivo anhelo.
Tras ella, varias mujeres empezaron a abanicarse.
–Marisa –intervino Alex– ¿quieres que me encargue de esto?
Antes de que ella pudiera responder, Damaso dio un paso adelante, tirando una silla vacía para detener al hombre uniformado que había aparecido como refuerzo.
–Marisa puede hablar por sí misma, no te necesita a ti.
Nunca lo había visto tan amenazador. Sus ojos brillaban de furia.
–Damaso, por favor.
–¿Quieres que me vaya? De eso nada, querida. No vas a librarte de mí tan fácilmente.
–No quiero librarme…
–Tenemos que hablar, Marisa. Ahora.
–Después de la ceremonia –dijo ella, señalando la silla en el suelo–. Estoy seguro de que podrías sentarte…
–Si crees que voy a dejarte con él –Damaso señaló a Alex– te equivocas. Sé que tú no quieres estar aquí. No dejes que te obliguen.
Alex se levantó entonces y Marisa hizo lo propio, abriendo los brazos para separarlos.
–No hagáis tonterías. Y no provoquéis una escena, todo el mundo está mirando.
–¿Vas a venir conmigo? –el acento de Damaso era más marcado que nunca.
–No sé qué pretendes, pero…
De repente, estaba en los brazos de Damaso, aplastada contra su torso mientras las cámaras de televisión grababan el momento.
–Marisa –la llamó Alex.
Estaba a punto de lanzarse sobre Damaso porque no sabía que lo único que deseaba era estar entre sus brazos.
–No pasa nada, estoy bien.
Sin decir una palabra más, Damaso tiró de ella para sacarla de la catedral.
Tal vez los paparazis tenían razón, había perdido la dignidad. En lugar de mostrarse ofendida por tan escandaloso comportamiento, estaba emocionada.
Debía importarle de verdad.
No se portaría de esa manera a menos que le importase.
–Podrías haberme llamado por teléfono.
–Lo tienes apagado –dijo él, entre dientes–. No me habías dicho que venías a Bengaria.
Marisa levantó una mano para tocar su cara. Estaba ardiendo.
–Porque pensé que si te lo contaba me seguirías.
–Querías venir sola para ver a ese hombre con el que tu tío quiere que te cases.
–¿Lo sabes? –exclamó ella, sorprendida.
–¿Es por eso por lo que has venido? ¿Para comprometerte con ese niño bonito a quien le importa un bledo quién seas de verdad? ¿Un tipo al que le da igual que estés esperando el hijo de otro hombre?
Marisa oyó murmullos de sorpresa a su alrededor, pero solo tenía ojos para Damaso. En su rostro no solo había enfado sino dolor, angustia y miedo.
Y le dolía en el alma verlo sufrir.
–No dejaré que lo hagas. No es hombre para ti, Marisa.
–Lo sé –dijo ella.
–¿Lo sabes?
Nunca lo había visto tan angustiado. ¿Podría ser cierto? ¿Podría haber ocurrido el milagro?
–No estoy aquí para casarme con otro hombre –Marisa puso las manos en su torso, sintiendo los salvajes latidos de su corazón–. Estoy aquí porque soy la princesa de Bengaria y acudir a la coronación es mi deber. Este es mi país, aunque no piense residir aquí de forma permanente.
–¿Dónde piensas vivir? –le preguntó Damaso.
–Brasil me parece un buen sitio.
–¿Entonces no vas a dejarme?
Ella negó con la cabeza y cuando Damaso suspiró, por primera vez vio su alma. Un alma llena de anhelo, dolor y determinación.
–Vas a casarte conmigo –era una afirmación, no una pregunta, pero Marisa asintió con la cabeza.
–¿Por qué?
–Yo podría preguntarte lo mismo.
–¿Por qué quiero casarme contigo?
Aquel no era el mejor sitio para mantener esa conversación, pero nada, ni el protocolo ni un desastre natural podrían detenerla. Tenía que saberlo.
–Sí.
Damaso esbozó una sonrisa que transformó su rostro.
–Porque quiero pasar el resto de mi vida contigo –respondió, sus palabras una caricia invisible, su mirada oscura prometiendo un regalo mucho más precioso que cualquier título nobiliario–. Porque te quiero.
Marisa intentó contener las lágrimas.
–Dilo otra vez.
Damaso levantó la cabeza y cuando habló sus palabras resonaron en toda la catedral.
–Te quiero, Marisa, con todo mi corazón, con toda mi alma. Y quiero ser tu marido porque no hay ninguna mujer en el mundo más perfecta que tú.
¿La amaba?
Marisa intentó contener un sollozo, que escapó de su garganta como un hipo de desesperada felicidad. Nunca en su vida había sentido algo así.
–Dime por qué quieres tú casarte conmigo –murmuró Damaso, mirando su abdomen.
Estaba pensando en su hijo, pero esa no era la razón.
–Porque yo también te quiero. Te amo con todo mi corazón y no podría casarme con otro hombre.
A su alrededor, los murmullos aumentaron de volumen. Incluso oyó algunos aplausos.
–Llevo tanto tiempo enamorada de ti –siguió, poniéndose de puntillas para hablarle al oído–. Parece que he despertado a la vida desde que estoy contigo.
–¿Quieres quedarte para la ceremonia ya que has venido hasta aquí? –le preguntó Damaso, con voz trémula.
–Prefiero estar con usted, senhor Pires. Llévame a casa.
La sonrisa de Damaso iluminaba toda la catedral. Dos mujeres suspiraron mientras pasaban a su lado por el pasillo.
–Y me acusan a mí de ser escandalosa. Tu comportamiento ha sido imperdonable –dijo Marisa, tomando un sorbo de agua mineral en el jet privado que los llevaba de vuelta a Brasil.
Era suya, pensó Damaso. Absolutamente suya.
Sentía algo en el pecho… ¿alivio, triunfo, felicidad? Le daba igual lo que fuese, era la mejor sensación del mundo. Parecía a punto de explotar de felicidad.
–A tu tío se le pasará.
–Lo dudo. Cuando le dijiste que no podía quedarme a la ceremonia porque teníamos otros planes… pensé que iba a darle un ataque –Marisa sacudió la cabeza–. Haciéndole sombra el día de su coronación, qué falta de decoro.
–Tú no habrías sido feliz con ese niño bonito –dijo Damaso. Solo él podía darle lo que necesitaba porque era el hombre del que estaba enamorada.
–Claro que no.
–Ni siquiera tuvo valor para intentar detenerme –siguió él, como un niño petulante.
–¿Te refieres a Alex? Él no es el hombre con el que Cyrill quería casarme.
–¿Ah, no?
–No, Alex es un buen amigo.
–Pensé que no tenías amigos en Bengaria.
Marisa se encogió de hombros.
–Bueno, era más amigo de Stefan que mío. Hacía años que no nos veíamos. Pero no, no es hombre para mí.
–Pero yo sí lo soy –Damaso pensaba asegurarse de que así fuera y disfrutar de ello cada día de su vida.
–Desde luego que sí –Marisa levantó una mano para acariciar su mejilla y experimentó una increíble sensación de paz–. Soy mejor persona desde que estoy contigo, Damaso. Me siento orgullosa de lo que hago, segura del futuro. Me has dado fuerza para enfrentarme con todo.
–Eras fuerte ante de conocerme.
Ella negó con la cabeza.
–Cuando vi que tú eras capaz de enfrentarte con el pasado y seguir adelante me di cuenta de que había sido una cobarde al no enfrentarme con Cyrill. Por eso volví a Bengaria, para demostrarle a él, y a mí misma, que soy feliz siendo quien soy. Tal vez no sea lo que todo el mundo espera de una princesa, pero da igual.
–Eres perfecta tal y como eres –Damaso puso una mano en su abdomen, que había crecido en esas semanas. Su mujer, su hijo…
Marisa tomó un sorbo de agua con expresión seria.
–¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Ella se encogió de hombros.
–No, todo es perfecto.
Pero su sonrisa no era tan radiante como antes. Damaso inclinó a un lado al cabeza.
–Te ocurre algo. Cuéntamelo.
–No, de verdad…
–No me escondas nada. La sinceridad es una de las cualidades que más admiro en ti, Marisa. Dime la verdad y si ocurre algo lo resolveremos juntos.
Marisa lo miraba como si quisiera leer sus pensamientos.
–Me gusta que quieras ser un buen padre para nuestro hijo –empezó a decir.
–¿Pero?
–Pero… –Marisa se mordió los labios y ese gesto le recordó los primeros días en la isla, cuando rechazó su oferta de matrimonio. Un hijo no le parecía razón suficiente para casarse.
–Pero tienes miedo de que solo quiera a nuestro hijo –murmuro él– y no a ti. Quiero a nuestro hijo, amor mío, y me esforzaré para ser el mejor padre posible –Damaso sabía que ese sería un reto mayor que cualquier negocio–. Pero aunque no estuvieses embarazada, aunque nunca hubiese un hijo, te querría con todo mi corazón –Damaso le quitó el vaso y lo dejó sobre una mesita para tomar sus manos, que temblaban. O tal vez eran las suyas–. Eres el sol y las estrellas para mí, Marisa. Me has enseñado que no es mi negocio lo que me define sino a quién amo y quién me ama a mí.
Mientras besaba sus manos, disfrutando del aroma a manzanas verdes y a limón, supo que ese sería siempre su perfume favorito.
–Cariño…
–No sabía que pudiese amar hasta que tú apareciste en mi vida.
Marisa tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su sonrisa era lo más hermoso que había visto nunca y Damaso clavó una rodilla en el suelo.
–¿Quieres ser mía para siempre? No tienes que casarte conmigo si no quieres…
En esa ocasión, fue Marisa quien puso un dedo sobre sus labios.
–Me casaré contigo, Damaso. Quiero que todo el mundo sepa que eres mío –su sonrisa era incandescente–. Soy una princesa acostumbrada a dar escándalos, pero estoy dispuesta a ser respetable mientras sea contigo.
–Ah –Damaso la tomó en brazos para llevarla al dormitorio del jet privado–. Qué pena. Yo esperaba algo de comportamiento escandaloso.
Marisa alargó una mano para aflojar la corbata, que tiró por encima de su hombro con una sonrisa de pura seducción.
–Seguro que eso puede arreglarse, senhor Pires.