Capítulo 10
Pero eso es imposible, Alteza!
Marisa enarcó una ceja, sabiendo que su silencio sería como un trapo rojo para un toro. Le molestaba la actitud superior del embajador de Bengaria, pero era amigo de su tío y, sin duda, se le había contagiado la actitud petulante de Cyrill.
–Piense en la publicidad, en los cotilleos de la prensa. Tiene que ir a Bengaria para la coronación del rey.
–No recuerdo que eso esté en la Constitución –replicó Marisa, que se había visto obligada a aprender de memoria el documento cuando era niña para recordar sus obligaciones.
Lánguidamente, cruzó una pierna sobre otra y el embajador miró sus brillantes sandalias, el pantalón de lino y el top de seda de colores que había comprado la semana anterior en un mercadillo intentando disimular una mueca de horror.
Pero estaba guapa, se recordó a sí misma. De hecho, estaba más guapa que nunca con ese nuevo bronceado. Y el embarazo le sentaba bien. No era así como vestía una princesa de Bengaria, pero no estaba en Bengaria y no tenía intención de volver.
–Alteza, permita que le recuerde que tiene una obligación no solo hacia su país sino hacia su tío, que ha sacrificado tanto por usted. Recuerde que él prácticamente la crio.
–Y soy la mujer que soy gracias a él –replicó Marisa–. Nunca hemos tenido buena relación. No me echará de menos.
Sin duda Cyrill estaría rodeado de sicofantes, gente que había hecho su nido gracias a los cofres reales.
–Alteza, eso es muy… –el embajador no sabía qué decir– una actitud que no ayuda nada.
Si esperaba convencerla con eso, tenía mucho que aprender.
–No sabía que nadie esperase nada de mí. De hecho, creo recordar que hace meses se me recomendó salir de Bengaria lo antes y más discretamente posible.
El embajador tuvo el buen gusto de ruborizarse.
–Alteza…
–Gracias por su visita. Como siempre, es estupendo recibir noticias de Bengaria, pero me temo que tengo otras cosas que hacer.
–Pero no puede… –Marisa lo vio tragar saliva, su nuez subiendo y bajando torpemente por el delgado cuello. Le daría pena si no supiera que era uno de los hombres de Cyrill, que habían hecho su vida y la de Stefan imposible–. Quiero decir… el bebé.
–¿El bebé? –Marisa lanzó sobre él una mirada glacial.
–El rey Cyrill había esperado… quiero decir, ya está haciendo arreglos…
¿Para qué? ¿Para adoptar al niño? ¿Para obligarla a abortar discretamente? Marisa sintió un escalofrío.
En el fondo de su corazón temía no tener lo que hacía falta para ser una buena madre, pero a pesar de sus dudas se enfrentaría con el rey de Bengaria y con todo el Parlamento antes de permitir que pusieran una mano sobre su hijo.
–Como siempre, los planes de mi tío son fascinantes. Cuénteme, por favor.
El embajador se aclaró la garganta antes de hablar:
–El rey ha decidido negociar un matrimonio que le dará legitimidad a su hijo y salvará su reputación. Ha hablado con el príncipe de…
Marisa lo interrumpió con un gesto. Se le había revuelto el estómago al escuchar esas palabras.
–Con alguien que está dispuesto a olvidar que mi hijo es hijo de otro hombre –le espetó–. A cambio de un título o de dinero.
Cyrill debía estar desesperado y quería una noticia positiva para contrarrestar el enfado que su desastroso gobierno estaba provocando en la población. Y no había nada como una boda real para que la opinión pública se olvidase de los problemas.
Pero no iba a utilizar ni a su hijo ni a ella.
Haría lo que tuviese que hacer para que su hijo no fuese un peón en la corte. Crecería lejos del palacio y de las maquinaciones de Cyrill.
Su hijo tendría lo que ella no había tenido: cariño y un ambiente hogareño. Incluso había empezado a pensar que casarse con Damaso era la solución. No la amaba, pero no tenía la menor duda de que su hijo le importaba de verdad.
Marisa respiró profundamente. Tenía miedo, pero estaba decidida a no mostrarlo.
–Dele las gracias a mi tío por su preocupación, pero dígale que tengo otros planes. Buenos días.
Sin volver a mirarlo, se levantó para salir de la habitación, las protestas del embajador un ruido de fondo al que no podía prestar atención. Si no llegaba pronto al baño…
–Señora, ¿se encuentra bien?
Era Ernesto, el guardaespaldas de Damaso, que la acompañaba cada vez que salía de la casa. Y, por primera vez, Marisa se alegraba de verlo.
–Por favor, acompañe al embajador a la puerta –le dijo, llevándose una mano al estómago.
Ernesto vaciló durante un segundo, preocupado, pero luego se alejó para hacer lo que le había pedido.
–Y asegúrese de que no vuelve –dijo Marisa.
–No volverá a verlo, señora.
Cuando salió del baño, Ernesto apareció con una bandeja.
–Gracias, pero no tengo apetito.
–Sé que no se encuentra bien, pero el té de menta le asentará el estómago. O eso dice Beatriz.
Genial, el ama de llaves y el guardaespaldas hablaban de su salud.
Sin embargo, saber eso la tranquilizaba un poco. Ernesto y Beatriz, como los empleados de Damaso en la isla, no eran como los criados que ella había conocido. De verdad apreciaban a Damaso y, por extensión, a ella.
Y Damaso… Marisa estaba segura de que le importaba. Cuando volvía del trabajo no se apartaba de su lado y cada noche la envolvía más y más en su hechizo.
Le importaba de verdad, pero no sabía si era por ella o por el bebé.
Le había contado sus secretos, revelando detalles que nunca había compartido con nadie, y casi podría jurar que la entendía, que estaba de su lado.
Y sin embargo…
Marisa se mordió los labios. Las dudas la perseguían desde aquella noche memorable cuando volvió a entregarse a él. Se había abierto con Damaso como no lo había hecho con nadie. La catarsis de revivir el pasado y entregarse tan completamente la había dejado agotada y, sin embargo, más viva que en muchos años. Incluso la devastadora pérdida de su hermano le parecía más soportable.
A la mañana siguiente había despertado con los ojos enrojecidos, pero con una sensación de renovada esperanza. Hasta que descubrió que Damaso la había dejado dormir mientras él se iba a trabajar.
¿Qué había esperado? ¿Que se quedase a su lado, que lo dejase todo por ella, que compartiese sus secretos?
No era tan ingenua. Algunas barreras habían caído, pero era como si Damaso se hubiese apartado y no lo conocía mejor que un mes antes.
Era tierno en la cama, solícito cuando salían juntos. Marisa hizo una mueca al recordar cómo la había tomado del brazo, reclamándola como suya en otra fiesta. Quería creer que sentía algo por ella, pero tal vez solo hacía lo que era necesario para conseguir lo que deseaba: a su hijo.
El problema era que quería confiar en él. No solo confiarle su cuerpo sino el futuro de su hijo. Incluso su corazón.
Marisa se mordió los labios de nuevo, sorprendida.
¿Cómo podía pensar eso? Había querido a dos personas en su vida, su madre y su hermano, y sus muertes la habían destrozado. Amar era demasiado peligroso…
–¿Señora?
Ernesto le ofrecía una taza de porcelana y Marisa la aceptó. Estaba demasiado nerviosa para probar los pasteles que Beatriz había preparado, pero le encantaba el té de menta brasileño.
–Saldré cuando haya tomado el té, Ernesto.
–¿En helicóptero o en coche?
Marisa estuvo a punto de decir que solo quería dar un paseo, sin rumbo. Cualquier cosa para olvidar el dolor y el miedo que habían despertado las palabras del embajador. Cualquier cosa para olvidar el temor de estar cambiando una jaula de oro por otra.
Estaba a salvo de las maquinaciones de su tío, que no podía forzarla a un matrimonio concertado, pero aún no tenía un plan para el futuro de su hijo. Debía decidir dónde iba a vivir, no podía ir de un país a otro sin destino.
Marisa pensó entonces en la isla de Damaso y, sin darse cuenta, esbozó una sonrisa al imaginar a un niño de pelo oscuro nadando en la playa…
–¿Dónde está Damaso?
Era curioso que sus pensamientos volviesen a él continuamente. Nunca había fingido estar interesado en ella más que como la mujer que esperaba un hijo suyo, pero esa última semana había sentido una conexión especial con él.
Aunque la dejaba sola durante todo el día.
Claro que eso era mejor que tenerlo a su lado continuamente, recordándole su petición de matrimonio.
–Está en la ciudad.
–¿En la oficina?
–No, señora.
Las respuestas de Ernesto no la ayudaban mucho. ¿Por qué estaba siendo tan evasivo?
–Me gustaría verlo.
–No sé si es buena idea.
–¿Por qué no?
¿Qué quería esconderle Damaso? Nunca le contaba nada de su vida.
Ernesto vaciló un momento.
–Está en una de las favelas.
–¿Favelas? –repitió Marisa.
–Los barrios más pobres de Brasil, donde las casas no son… –el hombre se encogió de hombros–. En fin, son construcciones de barro con tejado de uralita, no son casas de verdad.
Eso era lo último que había esperado escuchar.
–¿Puedes llevarme allí?
–No creo que sea buena idea, señora.
–Pero yo sí.
Marisa esbozaba una sonrisa de simpatía mientras Ernesto, a regañadientes, conducía por una carretera de tierra. Iba a buscar a Damaso y averiguar qué hacía allí.
Había casas a cada lado de la carretera; algunas eran edificios sólidos pintados de colores, otras simples barracas que parecían hechas con cualquier tipo de material. Olía a hogueras, a comida picante y a algo muy desagradable. No era la primera vez que visitaba un barrio pobre, pero allí había miles de casas… o lo que pasaba por casas.
Llegaron a un edificio pintado de color azafrán y los guardaespaldas que Ernesto había llevado se abrieron en abanico. El hombre le hizo un gesto para que lo acompañase, aunque no parecía tenerlas todas consigo.
Marisa vio a Damaso enseguida. Estaba sentado frente a una mesa de metal con un grupo de hombres, concentrado en la conversación mientras tomaba café. Incluso en vaqueros y camiseta llamaba la atención entre los demás.
Tras ellos había una cancha de baloncesto en la que jugaban un montón de adolescentes flacos, animándose unos a otros.
De una puerta a la izquierda llegaba ruido de cacerolas y un delicioso aroma a comida brasileña. Y frente a ella, en una pared deslucida, había una colección de fotos.
Damaso estaba ocupado y no con una mujer como había temido.
¿Por qué había sentido la imperiosa necesidad de verlo? Podía lidiar con las maquinaciones de su tío sin necesidad de pedirle ayuda. Lo había hecho durante toda su vida.
Marisa se acercó a las fotos y, de repente, su pulso se aceleró. Una de ellas era el retrato de un adolescente flaco de expresión recelosa y ojos demasiado viejos en un rostro tan joven, pero su postura era altiva, como si estuviera retando al mundo entero. En otra, una anciana de rostro arrugado miraba a una joven pareja bailando en un suelo de cemento…
–¿Qué haces aquí, Marisa?
–Admirando las fotos –respondió ella, sin volverse–. Algunas son preciosas.
–No deberías haber venido. Ernesto no debería haberte traído aquí.
–No culpes a Ernesto –Marisa se volvió por fin para enfrentarse con su oscura mirada, preguntándose qué habría interrumpido. La tensión de Damaso era palpable–. Él no quería traerme, pero su obligación es mantenerme a salvo no tenerme prisionera.
Había aceptado alojarse en su casa, pero con la condición de que no hubiese imposiciones y restringir sus movimientos sería una imposición.
–¿Este sitio te parece seguro? –le preguntó él, haciendo un esfuerzo para mantener la calma.
–He venido con guardaespaldas, de modo que no hay ningún peligro.
Aunque no le habían pasado desapercibidas las miradas de la gente o cómo algunos se escondían entre las sombras al ver el coche.
–Pero sí hay peligro.
–Sentía curiosidad.
–Y ahora que lo has visto, puedes marcharte.
–¿Qué es este sitio?
Damaso metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–Un sitio donde se reúne la gente, una especie de centro cultural por así decir.
–Siento haber interrumpido la reunión –se disculpó Marisa, señalando al grupo de hombres.
–Ya hemos terminado –Damaso la tomó del brazo–. Es hora de irnos.
–¿Qué intentas esconder?
Él echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiese abofeteado. De modo que no estaba equivocada, escondía algo.
Instintivamente, Marisa apretó su mano.
–Ya que estoy aquí, podrías enseñarme este sitio. Debe ser importante para ti.
¿Pero qué haría un empresario como él en una zona tan pobre de la ciudad?
Damaso exhaló un suspiro.
–No vas a irte hasta que lo haga, ¿verdad?
–No.
–Muy bien.
Damaso pretendía que la visita durase unos minutos, pero el inevitable interés que despertaba en Marisa los retrasó. La gente salía de las casas para ver a la guapa rubia que Damaso Pires había llevado allí.
A medida que crecía el numero de gente, la tensión aumentaba. No estaba en peligro yendo con él y, sin embargo, no podía estar cómodo con Marisa en aquel sitio.
Pero ella no parecía asustada o molesta; al contrario, se mostraba interesada por todo. No se apartaba de nadie y los saludaba en su rústico portugués, que Damaso encontraba enternecedor y sexy.
La gente se sentía atraída por su energía y entusiasmo, por cómo estrechaba sus manos y compartía la bromas, por su interés en todo, especialmente en los niños. Un grupo de chicas estaba ensayando un baile y cuando una de ellas tropezó al intentar hacer una voltereta Marisa se quitó los zapatos y le enseñó a sujetar su cuerpo en vertical.
Damaso tuvo que disimular una sonrisa al ver las caras de sorpresa. Los niños la miraban con una mezcla de admiración e incredulidad que lo hacía sentir orgulloso… y enfadado al mismo tiempo.
–Esto está riquísimo –Marisa sonrió a la mujer que servía la comida en una gran mesa comunitaria, metiendo la cuchara en el cuenco que habían puesto frente a ella–. ¿Cómo se llama?
–Feijoada, un estofado de carne, arroz y judías negras.
Incluso en aquel momento, con un presupuesto que le permitía vivir de champán y langosta, la feijoada seguía siendo el plato favorito de Damaso. Claro que cuando lo comía de niño había poca carne y mucho arroz.
–¿Crees que Beatriz lo haría para nosotros?
–Sí, claro.
Beatriz también había crecido en un barrio como aquel.
Damaso la observaba charlar amablemente con todo el mundo, mostrando interés por lo que decían, encantadora con todos. Siendo una princesa, sin duda estaría acostumbrada a sonreír para enamorar a las multitudes.
Pero aquello era otra cosa. No estaba ensayado. Damaso sentía la calidez de su personalidad y, sin embargo, algo se rebelaba contra su presencia allí, algo que lo hacía desear llevársela a su mundo, un mundo de lujo y facilidades donde podía cuidar de ella mientras Marisa cuidaba del hijo que habían creado entre los dos.
Era eso, el niño.
Marisa tenía que pensar en el bienestar del niño, no en salvar su conciencia visitando a los pobres.
–Es hora de irnos.
Incluso a sus propios oídos sonaba como una abrupta orden y vio que todos lo miraban, sorprendidos. Pero no podía controlar el deseo de llevársela de allí inmediatamente.
Marisa se levantó del banco de madera con la elegancia de una emperatriz y tardó una eternidad en despedirse de todos. Y, mientras les daba las gracias por su hospitalidad, Damaso sintió que lo dejaban fuera, como si estuviera solo en la oscuridad, apartado de una felicidad a la que no sabía se hubiera acostumbrado.
¡Absurdo!
El era un hombre de éxito. Lo tenía todo. Todo lo que había soñado siempre y más.
Sin embargo, cuando Marisa por fin se volvió… hacia Ernesto, no hacia él, algo se rompió en su interior.
En dos zancadas estaba a su lado, tomándola del brazo.
Por fin había perdido la paciencia.