Capítulo 2

 

Maldiçao! Lo que me haces… –Damaso besaba ardientemente su cuello, la ronca voz masculina llegándole hasta los huesos.

Marisa sintió un escalofrío.

Nunca se había sentido tan vulnerable, tan desnuda. Como si estar con Damaso le hubiera arrancado el escudo protector que había erigido entre ella y el mundo hostil.

Y, sin embargo, eso no la asustaba. Con Damaso no tenía miedo.

Marisa apretó su espalda desnuda, húmeda de sudor, mientras intentaba recuperar el aliento. Le gustaba sentir el peso de su cuerpo, el roce de las fuertes y peludas piernas que la aprisionaban.

Damaso se había tomado su tiempo para seducirla. Era un amante generoso, incluso paciente cuando un nerviosismo inesperado hizo que se quedase rígida entre sus brazos.

Marisa se había sentido mortificada, convencida de que él lo interpretaría como un rechazo cuando no lo era. En lugar de eso, Damaso la había mirado a los ojos en silencio, sonriendo antes de explorar cada zona erógena de su cuerpo.

Estar entre sus brazos era…

–Peso demasiado. Lo siento –se disculpó.

Antes de que Marisa pudiese protestar se tumbó de espaldas, llevándola con él. Y ella no se apartó ni un centímetro. Necesitaba el contacto piel con piel al que se había hecho adicta durante la noche.

Marisa sonrió, medio dormida. Había tenido razón, Damaso era diferente. La hacía sentir como una mujer nueva, llena de vida.

–¿Estás bien?

Le encantaba su voz, como rico chocolate. Nunca había conocido a un hombre con una voz tan sensual.

–Nunca he estado mejor –Marisa sonrió de nuevo, besando su ancho torso. Sabía a sal y a algo indefinible que era simplemente Damaso.

Él contuvo el aliento y eso la hizo sonreír de nuevo. Podría quedarse allí para siempre.

–¡Bruja!

Riendo, empujó sus hombros hacia atrás. Después de haber estado pegada al horno que era su cuerpo, el aire fresco del amanecer le parecía helado y abrió la boca para protestar, pero Damaso ya estaba levantándose de la cama.

Movió una mano para llamarlo, pero la dejó caer sobre la sábana. Volvería cuando hubiese tirado el preservativo y luego podrían dormir uno en brazos de otro.

Marisa se abrazó a una almohada para compensar la pérdida y, enterrando en ella la nariz, respiró su aroma.

Aún tenían una semana de vacaciones. Una semana para conocerse mejor. La potente atracción que había entre ellos los había llevado directamente a la cama, saltándose los pasos normales de una relación.

La promesa del placer que estaba por llegar era increíble. ¿Quién hubiera imaginado que podría sentirse tan bien cuando el día anterior…?

Marisa sacudió la cabeza, decidida a disfrutar del optimismo que la embargaba después de tanto tiempo hundida en un pozo negro de tristeza.

Estaba deseando saber más cosas de Damaso: qué lo hacía reír, qué hacía cuando no estaba dedicado a amasar lo que alguien del grupo había llamado «la fortuna más grande de Sudamérica».

Un ruido hizo que levantase la cabeza. Damaso estaba en el quicio de la puerta, mirándola, iluminado por las primeras luces del alba.

Alto, de hombros anchos, abdomen duro como una piedra y muslos como columnas, el vello oscuro que cubría su torso se perdía entre sus piernas. Marisa lo miraba con los ojos entrecerrados. Estaba increíblemente bien dotado y parecía listo para…

–Duerme, querida –la voz de Damaso interrumpió sus pensamientos– ha sido una noche muy larga.

Marisa pasó una mano por el sitio vacío a su lado.

–Cuando vuelvas a la cama.

Dormiría mejor con él allí, abrazándola como antes. No era sexo lo que quería sino su compañía, la rara sensación de bienestar que él había creado.

Pero Damaso se quedó donde estaba, inmóvil, y Marisa empezó a asustarse. Incluso estuvo a punto de taparse con la sábana. No se había avergonzado de su desnudez cuando la miraba con un brillo de admiración en los ojos, de adoración incluso. Pero aquello era diferente. Su mirada era impenetrable y tenía el ceño fruncido…

El silencio se alargó y Marisa tuvo que apretar los puños para no cubrirse con la sábana.

Por fin, respirando profundamente, Damaso se inclinó para tomar algo del suelo. Sus vaqueros.

–Te marchas –murmuró, casi sin voz.

Sentía como si le estuvieran arrancando el corazón.

Sus miradas se encontraron, la de él impenetrable. El brillo de admiración había desaparecido. En sus ojos no había nada.

–Está amaneciendo –Damaso miró hacia la ventana.

–Aún faltan un par de horas para que los demás despierten.

No sabía cómo podía hablar con tanta calma cuando lo que quería era levantarse de la cama y echarse en sus brazos, suplicarle que se quedase.

Suplicarle… ella, que no había suplicado en toda su vida.

El orgullo había sido uno de sus mejores aliados. Después de años soportando la desaprobación de su familia y las acusaciones de la prensa solo le quedaba el orgullo, pero en aquel momento sentía la tentación de olvidarse incluso de eso para retenerlo.

–Por eso deberías dormir un rato.

Ella parpadeó, desconcertada ante el tono de advertencia. Sentía como si hubiese nadado mar adentro y, de repente, se encontrase a kilómetros de la playa.

Sentía que le ardía la cara mientras Damaso la miraba. ¿Había un brillo de pesar en sus ojos?

–Es mejor que me vaya.

Ella iba a protestar, pero no lo hizo. Quizá estaba intentando protegerla de los cotilleos… pero como no habían acudido a la cena la noche anterior, seguramente era demasiado tarde para eso.

–Entonces, nos veremos durante el desayuno –Marisa se sentó en la cama, intentando sonreír. Habría tiempo suficiente para estar juntos durante la siguiente semana.

–No, eso no será posible –Damaso terminó de abrochar los botones de su camisa y se acercó a la mesilla.

–¿No?

–Mira, Marisa –empezó a decir él, mientras se ponía el reloj– lo de anoche fue fabuloso. Tú eres fabulosa, pero nunca te prometí flores y corazoncitos.

Indignada, ella irguió los hombros.

–No creo que desayunar juntos tenga nada que ver con flores y corazoncitos –le espetó, cubriéndose con la sábana. Al menos así no estaría tan desnuda.

–Tú sabes lo que quiero decir –Damaso apartó la mirada y Marisa se alegró de haber roto esa fachada de suprema seguridad.

–No, no lo sé –respondió con aparente despreocupación, aunque por dentro estaba derrumbándose.

–No tenemos ningún compromiso –Damaso hizo una mueca en cuanto pronunció esas palabras. Como despedida, era la peor posible.

–Yo no te he pedido ninguno –se apresuró a replicar ella.

–Claro que no. Tú no eres ese tipo de mujer, por eso lo de anoche fue perfecto.

–¿A qué tipo de mujer te refieres?

–El tipo de mujer que cree que una noche significa toda una vida juntos.

Sus ojos se encontraron de nuevo y Marisa sintió la fuerza del deseo como un golpe en el pecho. Aunque estaba rechazándola, había chispas en el aire. No podía estar imaginándolo. Sin embargo, su expresión seria le decía que estaba dispuesto a ignorarlo.

Y ella soñando que aquella noche era el principio de algo especial, que después de una vida entera besando ranas y encontrando solo ranas, por fin había un hombre que la apreciaba por sí misma.

Debería haber imaginado que no sería así. Porque tal hombre no existía.

–¿Qué ha significado para ti, Damaso? –le preguntó.

–¿Perdona?

Parecía perplejo, como si ninguna mujer se hubiese atrevido a plantarle cara, pero Damaso Pires era un hombre inteligente y sabía muy bien lo que estaba preguntando.

–En fin, da igual. Está claro que no te interesa –Marisa contuvo el aliento, esperando estar equivocada, esperando que no solo hubiera sido sexo.

Lo deseaba tanto que, sin darse cuenta, estaba apretando los puños, clavándose las uñas en las palmas.

–Esto no puede ir a ningún sitio. No tiene sentido complicar más las cosas.

¿Complicar las cosas? Eso era lo que decían los hombres para denigrar algo que los hacía sentir incómodos.

–Entonces, por curiosidad: ¿qué fue lo de anoche para ti? ¿Hiciste una apuesta con los otros para llevarme a la cama?

–¡Claro que no! ¿Qué clase de hombre crees que soy?

Marisa enarcó una ceja.

–No lo sé, esa es la cuestión.

Lamentaba el impulso que la hizo acostarse con él. Había estado tan segura de haber encontrado a un hombre que no tenía una agenda oculta. ¿Cuántas veces tendría que aprender esa lección?, se preguntó, con una amargura que la ahogaba.

–Es porque soy una princesa, ¿verdad? ¿Nunca te habías acostado con alguien de sangre real y te parecía un reto?

–¿Por qué estás siendo deliberadamente insultante?

¿Y no era insultante que la apartase de su lado después de haber conseguido lo que quería sin darle los buenos días siquiera?

Marisa tuvo que tragar saliva para calmarse. No iba a darle la satisfacción de ver cuánto le dolía aquello. Por fin había confiado en un hombre y…

Por eso vaciló cuando le ofreció su mano. Si hubiera hecho caso de su instinto, si no lo hubiera tocado…

–Solo quería aclarar las cosas –dijo, levántandose, envuelta en la sábana.

–Ha sido sexo, solo eso –de repente, en sus ojos había un brillo de furiosa energía–. ¿Es lo que querías escuchar?

–Muy bien, ya ha quedado bastante claro.

Marisa se preguntó por qué le daba tanta importancia a lo que solo era una atracción física.

¿Porque estaba necesitada?

¿Porque estaba sola?

Qué patética era. Tal vez su tío tenía razón después de todo.

–¿Marisa?

Cuando levantó la mirada vio un brillo de preocupación en las facciones masculinas. Incluso había dado un paso adelante, como para tomarla del brazo.

Pero ella no necesitaba la compasión de nadie, especialmente la de aquel hombre, que la había visto perfecta solo para una noche. Sin duda habría pensado que no le importaría acostarse con él y luego decirle adiós como si no hubiera pasado nada.

Marisa sintió un dolor entre las costillas y tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano al costado, doblándose por la fuerza del golpe.

–Si has terminado, puedes marcharte. Yo necesito darme una larga ducha caliente –Marisa miró la puerta del baño. Ojalá borrar el dolor fuese tan fácil como borrar el olor de Damaso de su piel–. Y no te preocupes, no te buscaré durante el desayuno.

–No estaré aquí. Me marcho.

Marisa parpadeó, sorprendida. De modo que nunca había habido una oportunidad para ellos. Damaso pensaba irse al día siguiente y no había tenido la decencia de decírselo. Eso dejaba bien claros sus sentimientos.

Nunca se había sentido tan dolida, tan desdeñada… desde que Andreas admitió haber apostado con sus amigos que era capaz de llevársela a la cama.

Marisa se detuvo en la puerta del baño, agarrándose al picaporte para buscar apoyo, y miró por encima de su hombro.

Damaso no se había movido y la miraba con el ceño fruncido, aunque eso no disminuía el magnetismo de sus hermosas facciones.

Pero cuando abrió la boca para decir algo, Marisa supo que no podría soportar otro rechazo.

–Me pregunto si esto ha sido una muesca más en tu cabecero o en el mío –dijo con voz ronca.

Y luego, arrastrando la sábana como solo podía hacerlo alguien acostumbrado a llevar largos vestidos de noche, entró en el baño y cerró la puerta tras ella.

 

 

–Es un placer volver a verlo, señor Pires –el gerente del hotel sonreía mientras Damaso miraba con gesto de aprobación el amplio vestíbulo, la mezcla de piedra local, madera y cristal que daba al hotel de montaña un aire de lujo moderno y refinado.

Había hecho bien en financiarlo, a pesar de los problemas de construir en aquel sitio. Seis meses después de la inauguración se había convertido en una meca para viajeros de lujo que querían experimentar algo diferente.

Tras los enormes ventanales, la vista era fabulosa. El sol iluminaba los picos de los Andes, con su blanco manto. Y debajo, la superficie turquesa del glaciar recibía los últimos rayos del sol.

–Su suite está por aquí –el gerente hizo un gesto para que lo precediese.

–La encontraré yo mismo, gracias –Damaso no dejaba de mirar el impresionante paisaje.

–Muy bien, como quiera. Ya habrán subido su equipaje.

Damaso asintió con la cabeza, distraído. Algo en aquel sitio, tal vez la sensación de estar tan arriba, sobre el resto del mundo, lo atraía. No era sorprendente, ya que había trabajado como un demonio durante el último mes.

Pero por frenéticos que fueran sus días y cortas sus noches, Damaso no encontraba el acostumbrado placer en dirigir y levantar su imperio.

Algo daba vueltas en su cabeza; una insatisfacción que no tenía ni tiempo ni inclinación para identificar.

Tal vez podría tomar una copa antes de cenar, pensó. Tenía toda una noche por delante con su ordenador antes de la inspección y las reuniones del día siguiente.

Pero cuando entró en el bar fue recibido por una risa contagiosa y atractiva que lo dejó sin aliento.

Su pulso se aceleró de repente.

Conocía esa risa.

Marisa.

Allí estaba, con el pelo dorado cayendo sobre los hombros, su sonrisa una pura invitación para los hombres que la rodeaban. Sus ojos bailaban mientras se inclinaba hacia ellos, como haciéndoles confidencias. Damaso no podía oír lo que estaba diciendo porque su pulso acelerado lo ensordecía.

Pero a sus ojos no les pasaba nada y admiró el vestido negro que abrazaba sus curvas. El contraste entre la tela negra y las bien torneadas piernas haría que cualquier hombre babease.

Él lo sabía bien porque había pasado horas explorando esas piernas… y cada centímetro de su hermoso cuerpo. Todo en ella lo excitaba, incluso su espalda le parecía deliciosa. Ella le parecía deliciosa.

Antes de que su cerebro volviese a funcionar con normalidad se encontró dando un paso adelante. ¿Qué iba a hacer, tomarla del brazo y apartarla de sus fans? ¿Echársela al hombro para llevarla a su habitación?

Un sonoro «sí» resonó en todo su ser.

Y eso lo detuvo.

Había habido una razón de peso para dejarla tan abruptamente un mes antes.

¿Dejarla? Prácticamente había salido corriendo.

No tenía nada que ver con reuniones de trabajo y sí con lo que lo hacía sentir; no solo deseo sino algo mucho más grande, algo sin precedentes.

Se había levantado de la cama con la intención de volver a ella, pero entonces se había dado cuenta de que por primera vez en su vida no había ningún otro sitio en el que quisiera estar.

Y esa idea era tan extraña para él, tan aterradora.

Fue entonces cuando decidió pedir el helicóptero para volver a la ciudad. No había sido su mejor momento, debía reconocerlo. Incluso con su reputación de donjuán, normalmente solía ser más fino dejando a una amante.

Una parte de él lamentaba haberla dejado después de una sola noche porque lo que había ocurrido entre ellos había sido asombroso.

La risa de Marisa llegó de nuevo a sus oídos y Damaso se dio la vuelta para salir del bar.

Una vez era suficiente con cualquier mujer. Aquella reacción a la princesa Marisa de Bengaria era una anomalía que debía controlar. Él no mantenía relaciones, no podía hacerlo y nada cambiaría eso.

Marisa no era nada para él, solo otra mujer.

¿Se habría ido a casa después de las vacaciones en la selva? Seguro que no. Debía vivir en hoteles exclusivos a expensas de las arcas de su país, con amantes nuevos en todas partes.

Damaso apretó los dientes, acelerando el paso.

 

 

Una empleada del hotel llamó a la puerta de la sala de juntas y asomó la cabeza con gesto de preocupación.

–Lamento interrumpir –se disculpó, mirando de unos a otros–. Una de las clientes se ha puesto enferma en las pistas de esquí. Están a punto de llegar.

–¿Se ha puesto enferma o se ha caído? –le preguntó el gerente, con tono preocupado. Enfermar era una cosa, tener un accidente en las pistas del hotel, otra muy diferente.

–Parece que es un mareo. Se trata de la princesa Marisa de Bengaria, por eso he venido a avisarlo.

–¿Ha llamado al médico? –Damaso se levantó de un salto.

–No se preocupe, tenemos un médico en el hotel –se apresuró a decir el gerente–. Lo mejor para nuestros clientes, como usted sabe bien.

Por supuesto que lo sabía. Eso era lo que diferenciaba sus hoteles de los demás hoteles de lujo, la atención al detalle y el mejor de los servicios.

–El médico la examinará en cuanto llegue –dijo el gerente, haciéndole un gesto a la empleada para que saliera de la sala de juntas.

Damaso volvió a sentarse, pero había perdido la concentración. Durante la siguiente media hora tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en los beneficios, proyectos y problemas hasta que, por fin, decidió rendirse.

–Tengo algo urgente que hacer –se disculpó mientras se levantaba de la silla–. Sigan ustedes.

Sabía que estaba portándose de una forma inexplicable. ¿Desde cuándo Damaso Pires delegaba en nadie algo que podía hacer él mismo? Especialmente después de haber cruzado el continente para acudir en persona a esa reunión.

Quince minutos después recorría el silencioso pasillo siguiendo a una nerviosa empleada.

–Esta es la suite de la princesa –la mujer llamó a una puerta con intricados picaportes de cristal tallado a mano, pero no hubo respuesta y Damaso la empujó. Estaba abierta.

–Soy amigo de la princesa –pasando por alto la mirada suspicaz de la mujer, entró en la suite y cerró la puerta tras él.

«Amigo» no describía su relación con Marisa. Ellos no tenían una relación, pero, curiosamente, no era capaz de concentrarse en el asunto que lo había llevado allí hasta que comprobase por sí mismo que estaba bien.

El salón estaba desierto, pero la puerta que lo conectaba con el dormitorio estaba entreabierta y al otro lado escuchó el murmullo de una voz femenina, seguida de la voz de un hombre:

–¿Es posible que esté embarazada?