CAPITULO 1

 

Charlottesville, Virginia. Marzo 1979

—Puje Señora Allen, ya casi viene. —Le animó la enfermera simpática de ojos grises, pero para ella no lo era tanto en ese momento de dolor.

—Cariño, ¡vamos! Yo estoy contigo. Falta poco para que veamos por primera vez la carita de nuestra pequeña. –dijo su esposo. Eugene intentó sonreír, pero la siguiente contracción le obligó a apretar los ojos con fuerza. Por un instante recordó las veces que había soñado con el rostro de su hija, de cómo serían sus ojos y su sonrisa después de 5 años de intentos, remedios naturales y chequeos médicos.

Sabía que se trataba de un milagro. El doctor le aseguró que era imposible concebir, que su útero no contaba con el tamaño suficiente para alojar una criatura debido a una malformación congénita, y si daba a luz en esas condiciones tenía un 95 % de probabilidades de que naciera sin alguno de sus miembros. Las esperanzas se esfumaban pero la Fe que mantuvo por tanto tiempo, al fin tuvo un resultado feliz.

Meses antes, hubo una convocatoria entre doctores de toda la comunidad de Virginia para estudiar el caso de Eugene, ante la ciencia todo pronóstico había fallado. Realizaron avanzados estudios costeados por la escuela de medicina; algunos vaticinaron el peor desenlace para la vida de la madre si se llevaba a cabo el transcurso del embarazo, por lo que recomendaron hacer un aborto de emergencia el primer mes.

Eugene y Phil pertenecían a la religión católica y por ningún motivo iban a permitir que le practicaran dicho procedimiento quirúrgico, aunque su vida estuviera en riesgo. Se aferraron a sus convicciones de que lo que tuviera que pasar, pasaría sin que movieran un dedo.

Vivían en una pequeña comunidad, así que la noticia corrió rápidamente. Las vecinas se encargaron de cuidar de la salud de Eugene para que guardara el reposo necesario mientras Phil atendía a su trabajo todo el día.

Phil era agricultor, trabajaba para los Williston, una familia adinerada dueña de toda la cosecha de naranjas de la mancomunidad de Virginia. Llevaba muchos años junto a ellos. Incluso, se le consideraba uno más de la familia. Con 28 años de edad había asumido mucha responsabilidad durante toda su vida; asumió la responsabilidad de cuidar de su madre y sus hermanos. Su padre murió cuando él tenía 8 años y desde ese entonces se buscaba la vida vendiendo bebidas refrescantes, víveres y haciendo los mandados en la casa de los Williston. Así fue como logró ganarse el cariño y respeto de ellos.

—Uno más Eugene, una vez más. —dijo Phil notando el rostro de cansancio de su esposa. En ese instante se percató de que nunca igualaría el sentimiento que unía una madre con su criatura, era un milagro doble. La admiraba por ser tan valiente.

Eugene pujó por última vez, todo el dolor que desgarró su cuerpo unas horas antes, las lágrimas derramadas y el temor por su vida se esfumaron en un segundo. La invadió una sensación jamás experimentada, era una especie de felicidad materializada en un cuerpo diminuto de pocas libras, el amor entre ellos dos hecho persona alimentándose de su sangre…ninguna palabra en el diccionario serviría como sinónimo en ese momento.

El doctor levantó la niña envuelta en una toalla, lloraba a todo pulmón, señal principal de que estaba saludable.

—Aquí está la hermosa Charleen Allen, ¡felicidades!.

El doctor alto, de piel oscura y ojos marrones se iluminó con una sonrisa. En el hospital se hablaba de ese parto al que la mayoría del personal de la salud quería asistir. Dos enfermeras y tres doctores eran testigos del nacimiento. Hasta sostenían muestras de la placenta, las condiciones en que quedó el útero y algunas fotos. No quedó cicatriz alguna, el útero presentaba una regularidad como cualquier mujer normal.

—Es hermosa –decía su madre mientras la contemplaba en la revisión de rutina de los signos vitales.

—Es bella como tú, no se parece a mí.

Los esposos se miraron por unos segundos uniendo sus labios en un beso tierno.

—Su peso es de 8.5 libras, está en perfectas condiciones de salud así que hoy mismo podrán irse a casa a cuidar ésta criatura. —El doctor les dio las últimas instrucciones antes de enviarles a casa.

Todos sus amigos, familiares y miembros de la iglesia aguardaban detrás de la sala de cirugía ansiosos por tener noticias. Una vez salió Phil para comunicarles el maravilloso resultado de la larga espera, se dirigieron a casa para prepararles una bienvenida.

 

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—Míralas, esas dos arpías ya se estaban rifando a Phil cuando ocurriera la muerte de Eugene, no tienen vergüenza. —Comentaban unas vecinas sobre Margaret y Grecia —el tormento de toda la comunidad—, así les llamaban por ser dos señoras solteronas dedicadas exclusivamente a levantar calumnias, regar chismes, y convencer a los demás de seguirles el juego.

Desde que se supo el riesgo del embarazo de Eugene, ya se sorteaban cuál de las dos consolaría al soltero más lindo del pueblo, deseaban atraparlo y repartírselo por horas si fuese necesario.

Eugene las detestaba por vivir de asomadas con su marido. Phil era un hombre alto, fuerte, rústico y varonil. De piel blanca como papel, con una mirada natural pero atrayente. Hubo ocasiones en que una de ellas de atrevió a llevarle bebida refrescante al huerto, pero la señora Williston que tanto apreciaba a Eugene, la apartó de Phil y de su propiedad. No toleraba que en su propia casa se cometieran infidelidades.

Horas más tarde, una camioneta del 1970 —nueva de paquete— que le regaló el señor Williston a Phil, hizo un chirrido al frenar en el aparcamiento de la modesta vivienda de madera. Todos aplaudieron desde el cobertizo que nunca antes se vio tan colorido por los globos  color rosa que adornaban ligeramente lo rústico y humilde de aquél lugar.

Phil sostenía a Charleen, mientras que el señor Williston ayudaba a Eugene paso a paso hasta la entrada de su hogar. Sus ojos tan verdes como los árboles que rodeaban la entrada de la casa.

—Eugene, ya sabes que los Williston somos como tus padres y que puedes contar con nosotros para cualquier cosa de Charleen, todo lo que necesites. —aseguró Charles Williston mientras sostenía sus delicadas manos durante el trayecto.

Charles era un hombre cuarentón que hizo su fortuna en base a generaciones familiares. Muchas empresas representaban la marca que llevaba su apellido, desde la cosecha de naranjas hasta la fábrica y embotellamiento de jugos por todo Estados Unidos. Su esposa Emma y él jamás pudieron tener hijos, así que se dedicaron a ayudar niños pobres y desamparados. Tenían el don natural de ofrecerse a los demás, Phil y Eugene  eran como sus hijos, compartían momentos muy importantes en sus vidas.

—Lo sé Charles, desde que conocí a Phil ustedes han sido la única familia que he conocido. No he querido hablar de…

—Shhh, ¿para qué recordar cosas tristes ahora? —Comentó Charles con un dedo en sus labios en señal de silencio. El secreto de la familia de Eugene estaba bien guardado. Aunque en el pueblo se comentaba en voz baja.

Se acercaron a saludar a toda la gente que estaba allí: Los hermanos de Phil, su madre, los miembros del grupo de la iglesia y algunos vecinos. Incluyendo las informantes del pueblo. Sólo fueron a verificar cada detalle con sus propios ojos.

Phil destapó unas cervezas para brindar con unos vecinos que asaban una ternera ofrecida por Richard, —su hermano menor— se había conseguido un trabajo de tesorero en la oficialía civil de Charlottesville, se le veía mucho más refinado y limpio, contrario a Taylor el hermano del medio. Era holgazán y bebedor. Vivía de uno que otro encargo en la bodega de su tío, mortificaba a su madre y hermanos con su comportamiento, además de ser prepotente y agresivo.

Por la estatura cualquiera diría que era el mayor, sin embargo las apariencias en esa familia engañaban a cualquiera.

—Atención amigos presentes —Phil levantó la botella— quiero brindar por mi hija Charleen Allen y por mi esposa Eugene Allen. Hoy he formado oficialmente mi familia gracias a Dios. —Abrazó y besó su esposa antes que entrara a la vivienda.

—Brindo por ustedes los que constantemente nos dieron ánimos en momentos difíciles.

Eugene se sentó en la añosa mecedora de madera pintada de blanco en la sala, al escuchar las palabras de agradecimiento de su marido, las lágrimas brotaron de sus ojos como acuosos diamantes. Acarició con un dedo uno de los bracitos de su hija y suspiró aliviada por tenerla viva. Se levantó para llevarla a su cuna que Emma con mucho cariño le había regalado. Ella sabía que Emma era como la abuela de Charleen ya que no tenía más familia de sangre, al menos no que quisiera reconocer.

—Phil, eres nuestro hermano. ¡Brindemos todos y a celebrar! –Gritó Richard desde el árbol en el que se recostaba mientras tomaba una cerveza.

Al atardecer, ya todos se habían marchado junto con el sol. Los árboles del patio mecían sus hojas haciendo reverencia a la felicidad del humilde hogar. Quedaron Phil y Eugene solos en la intimidad, no se cansaban de observarla como si fuese un ser hecho de naturaleza distinta al resto del mundo. Sus ojos verdes oscuros, la carita redonda como su madre y la piel muy blanca como su padre. El pelo parecía oro refinado de tan brillante que lucía.

Eugene se amarró un pañuelo a la cabeza para guardar los 40 días de riesgo que le recomendaron su suegra y Emma. Era de “rigor” y casi mandatorio ponerse unas medias, envolverse algo a la cabeza y colocarse en ropa de cama todo el día. Polly, —su suegra— les prometió ayudarles con los pañales de la pequeña lavándolos, pero Eugene no aceptó; prefería encargarse por sí misma del cuidado de su hija, aunque no rechazaba cualquier otra ayuda en los deberes del hogar. 

Eugene era una mujer de baja estatura, su figura no era muy estilizada pero tenía algo que atraía la atención de la gente y era la sonrisa resplandeciente que irradiaba todos los lugares que visitaba.

Tenía un hueco entre sus dientes que no era lo más atractivo en ella, pero a Phil le causó gracia el primer día que la vio cantando en el coro de la iglesia a los 13 años. Fue obligado por su tío a ir a la misa;  le amenazó con no ayudarle a comprarse una vespa que quería. Vio esa joven de pelo ondulado al descuido y dientes separados, su voz era angelical y su mirada también. Desde ese momento no dejó de ponerse en clases de catecismo los sábados en la tarde, se sentaba en el primer asiento junto a ella, iba también a las charlas juveniles y asistía a las misas de los domingos.

Phil esperó a que cumpliera los 18 años para pedirle matrimonio, se habían enamorado desde la primera margarita que cortó del jardín de la señora Collen, su vecina. Nadie se imaginó que Eugene tendría el alma tan pura considerando el hogar y el secreto que se guardaba en el convento donde creció hasta que se unió en matrimonio con Phil. Él la aceptó con su procedencia, por su forma de ser y su pureza. En principio la madre de Phil se opuso rotundamente a la decisión de su hijo, pero era aceptar o perderlo para siempre.