La casa se erguía en un remoto cabo de Cornualles. Su tejado plano dominaba una vista magnífica, pero la casa misma no era dominada desde ningún sitio. O sea que era un buen lugar para tomar baños de sol, o para suicidarse de un modo civilizado y tranquilo. George Elwin al parecer la utilizó para ambas cosas sucesivamente.
Yacía en el tejado, bronceado y completamente desnudo; o completamente desnudo salvo por un reloj de pulsera. A su lado se encontraba el arma. Tenía el rostro destrozado.
—No suelo llevar a mis invitados del fin de semana a contemplar este tipo de cosas. —El jefe de policía había mirado como disculpándose al comisario Appleby—. Pero, al fin y al cabo, usted es un profesional. Elwin, como verá usted, era un hombre rico con gustos modestos. —Señaló el reloj, que era un modelo caro pero llevaba una sencilla correa de cuero—. ¡Pobre diablo! —añadió con voz suave—. Imagínese, Appleby, cogiendo un revólver y haciendo esto usted.
—¿No es posible que alguien le haya asesinado? ¿Un ladrón? Este lugar está muy apartado, y usted dice que él pasaba semanas seguidas aquí solo, trabajando en sus esquemas financieros. Cualquiera podría venir y marcharse.
—Es cierto. Pero abajo hay cinco mil libras en billetes, en un cajón que no está cerrado con llave. Y en el arma están las huellas de Elwin; el tipo a quien he enviado esta mañana lo ha dicho. O sea que no hay misterio, me temo. Y otra cosa: George Elwin tenía historial.
—¿Quiere decir que ya intentó suicidarse anteriormente?
—Exacto. Era un hipocondríaco, y siempre tomaba medicamentos. Y sufría de ataques periódicos de depresión. El año pasado tomó una dosis enorme de barbitúricos; también en esa ocasión estaba desnudo, en una cala solitaria. Al parecer tiene predilección por morir al sol. Pero el guarda costero le descubrió a tiempo, y le salvaron la vida.
Appleby se arrodilló junto al cuerpo. Con suavidad, giró la mano izquierda y le quitó el reloj. Todavía funcionaba. En la parte posterior había las iniciales G. E. grabadas en el oro. Con la misma suavidad, Appleby volvió a colocar el reloj en la muñeca y le ató la correa. Se detuvo un momento, con el ceño fruncido.
—Me gustaría echar una mirada a su dormitorio —dijo.
El dormitorio confirmó la impresión que le había dado el reloj. Los muebles eran sencillos, pero de la sencillez que cuesta dinero. El comisario Appleby abrió un armario ropero y miró las prendas. Extrajo un par de trajes y los examinó con atención. Volvió a colocar uno en su sitio y dejó el otro sobre la cama.
Entonces abrió un armario pequeño y lo encontró lleno de botellas de medicinas y cajas de píldoras. No cabía ninguna duda de que era hipocondríaco. Appleby inició un examen sistemático.
—Productos de marca —dijo—. Pero la mayoría también lleva el nombre farmacéutico. ¿Para qué supone que es la tetraciclina? Ah, es un antibiótico. El pobre tenía miedo de las infecciones. Se podrían descubrir todos sus miedos y sus fobias a partir de este armario. Varios antihistamínicos; no cabe duda de que coleccionaba productos para las alergias. Benzocaína, dexanfetamina, sulfafurazola; vaya bocados. Una preparación bronceadora. Pero mire, más barbitúricos. Habría podido marcharse de este mundo así si hubiera querido, hay suficiente para matar a un elefante, y Elwin no es tan voluminoso. Analgésicos sin fin… seguro que siempre esperaba sufrir algún dolor.
Appleby miró a su alrededor.
—Por cierto, ¿cómo se propone que identifiquen el cuerpo en la investigación?
—¿Identificar? —El jefe de policía le miró fijamente.
—Sólo es una idea. ¿Su dentista, quizá?
—En realidad, no serviría. El médico de la policía le ha examinado la boca esta mañana. Dentadura perfecta; probablemente Elwin no había ido al dentista desde que era niño. Pero, por supuesto, es una cuestión meramente formal, ya que no puede haber ninguna duda respecto a su identidad. No le conocía bien, pero le reconozco, más o menos… incluso con la cara así.
—Entiendo. Por cierto, ¿cómo se entierra un cuerpo desnudo? ¿Desnudo? Me parece una falta de respeto. ¿Amortajado? Ya no se lleva. Quizá simplemente con un traje. —Appleby se volvió hacia la cama—. Creo que vamos a vestir a George Elwin ahora.
—¡Mi querido Appleby!
—Busque en esos cajones. —El comisario se mostró inexorable—. Ropa interior y camisa, pero no se preocupe por los calcetines o la corbata.
Diez minutos más tarde, el cuerpo, aún yacente en el tejado, casi estaba completamente vestido. Los dos hombres lo miraron sombríos.
—Si —dijo despacio el jefe de policía—. Sé lo que está pensando.
—Creo que necesitamos información de las relaciones de George Elwin. Y de sus parientes en particular. ¿Qué sabe de él?
—No gran cosa. —El jefe de policía dio una vuelta, inquieto, por el tejado—. Tiene un hermano que se llama Arnold Elwin. Más bien un mal hermano, o al menos inútil; vive casi siempre en Canadá, pero viene de vez en cuando a embolsarse dinero de su hermano George, que es cada vez más rico.
—¿Arnold es de la misma edad, más o menos, que George?
—Tengo esa impresión. Puede que sean gemelos, en realidad. —El jefe de policía exclamó—: Por el amor del cielo, Appleby, ¿qué le ha metido esa idea en la cabeza?
—Mire esto. —Appleby volvía a estar arrodillado junto al cuerpo. Volvió a girar la mano izquierda del cadáver, con lo que quedó al descubierto la correa del reloj—. ¿Qué ve usted en el cuero, un centímetro más abajo de la posición actual de la hebilla?
—Una depresión. —El jefe de policía fue preciso—. Una depresión estrecha y decolorada, paralela a la línea de la propia hebilla.
—Exactamente. ¿Y qué le sugiere eso?
—Que el reloj pertenece en realidad a otro hombre, alguien con una muñeca ligeramente más gruesa.
—¿Y esa ropa, ahora que se la hemos puesto?
—Bueno, me recuerdan algo de Macbeth, de Shakespeare. —El jefe de policía sonrió con aire triste—. Algo referente al traje de un gigante puesto en un ladrón enano.
—Yo llamaría a eso exageración poética. Pero el cuadro general está claro. Será interesante descubrir si tenemos que ir hasta Canadá para alcanzar…
Appleby se interrumpió. En el tejado había aparecido el chófer del jefe de policía. Miró de soslayo el cadáver, y luego habló apresuradamente.
—Disculpe, señor, pero hay un caballero que pide por el señor Elwin. Dice que es el hermano del señor Elwin.
—Gracias, Pengelly —dijo sin emoción el jefe de policía—. Ahora bajamos. —Pero cuando el chófer se había ido, se volvió a Appleby emitiendo un silbido bajo—. ¡Hablando del diablo! —exclamó.
—O, al menos, del villano de la obra. —Appleby echó una breve mirada al cadáver—. Bien, vayamos a ver.
Cuando entraron en el pequeño estudio, una figura voluminosa se levantó de una silla que había junto a la ventana. No cabía ninguna duda de que el visitante se parecía notablemente al hombre muerto.
—Me llamo Arnold Elwin —dijo—. He venido a ver a mi hermano. ¿Puedo preguntar…
—Señor Elwin —dijo con gravedad el jefe de policía—, lamento profundamente informarle de que su hermano está muerto. Ha sido hallado esta mañana en el tejado, con un disparo en la cabeza.
—¿Muerto? —El hombre volvió a sentarse en la silla—. ¡No puedo creerlo! ¿Quién es usted?
—Soy el jefe de policía del condado, y éste es mi invitado, sir John Appleby, Comisario de la Policía Metropolitana. Me está ayudando en mis pesquisas, como usted, caballero, puede hacer. ¿Vio ayer a su hermano?
—Claro que sí. Acababa de llegar de Inglaterra, y vine directo aquí, en cuanto me enteré de que George iba a recluirse como hace periódicamente.
—¿No había nadie más por aquí?
—Nadie. George se las arreglaba solo, salvo por una mujer que venía del pueblo a primera hora de la mañana.
—¿Su entrevista con él… fue satisfactoria?
—En absoluto. George y yo no estábamos de acuerdo, por eso me fui.
—¿Su desacuerdo era por asuntos de familia? ¿Dinero, cosas así?
—No creo que eso sea asunto suyo.
Hubo un momento de silencio durante el cual el jefe de policía pareció reflexionar. Entonces intentó captar la mirada de Appleby, pero no lo consiguió. Finalmente, avanzó con firmeza hacia el fornido hombre.
—George Elwin… —comenzó a decir.
—¿Qué demonios quiere decir? Me llamo Arnold Elwin, no…
—George Elwin, en virtud de mi autoridad le arresto en nombre de la Reina. Comparecerá ante el magistrado y será acusado del asesinato premeditado de su hermano, Arnold Elwin.
Appleby había estado paseando por la habitación, mirando los libros, abriendo y cerrando cajones. Ahora se detuvo.
—Quizá sea algo irregular —dijo al jefe de policía—. Pero creo que podríamos explicarle al señor Elwin, como podemos llamarle sin temor a equivocarnos, lo que pensamos.
—Como quiera, Appleby. —El jefe de policía estaba aún poco tenso—. Pero hágalo usted.
Appleby afirmó con la cabeza.
—Señor Elwin —dijo con gravedad—, tenemos conocimiento de que el señor George Elwin, el propietario de esta casa, sufría, o sufre, fases de depresión aguda. El año pasado, una de ellas le condujo a un intento de suicidio. Ése es nuestro primer hecho.
»El segundo es éste: el reloj de pulsera encontrado en la mano del hombre muerto no estaba abrochado como lo habría estado normalmente en la muñeca de su propietario. El hombre muerto tiene la muñeca más delgada.
»El tercer hecho tiene relación con el segundo. La ropa que hay en está casa es demasiado grande para el hombre muerto. Pero creo que a usted le iría muy bien.
—¡Está usted loco! —El fornido hombre se puso de pie otra vez—. No hay ni una palabra de verdad…
—Sólo puedo decirle lo que hemos pensado. Y ahora, llegamos al cuarto hecho: George y Arnold Elwin no eran fáciles de distinguir. ¿Está de acuerdo?
—Claro que estoy de acuerdo. George y yo éramos gemelos.
—O Arnold y usted eran gemelos. Bien, nuestra hipótesis es la siguiente: usted, George Elwin, como vivía solo en esta casa, fue visitado por su hermano Arnold, que acababa de regresar de Canadá. Le pidió dinero o algo así, quizá con alguna amenaza. Hubo una discusión violenta, y usted le mató de un disparo… a quemarropa.
»Bien, ¿qué podía hacer? La herida era compatible con un suicidio. Pero ¿quién creería que Arnold había llegado aquí, se había apoderado del revólver de usted y se había disparado? Afortunadamente, había alguien a quien se atribuiría fácilmente un suicidio, puesto que se sabía que lo había intentado un año atrás. Ese alguien era usted mismo, George Elwin.
»Asique usted, George Elwin, dispuso el cuerpo de su hermano y el arma de manera que sugiriera algo parecido a aquel intento de suicidio. Colocó su reloj en la muñeca del muerto. Las prendas que hay en la casa le irían grandes, pero le encontrarían desnudo, ¿y quién se percataría jamás de la discrepancia de la ropa?
»El cuerpo muerto, aun con la cara destrozada, pasaría prácticamente sin que hubiera dudas por el de George Elwin. Y eso es todo. Usted dejó de ser George, y con ello perdía lo que probablemente es una fortuna considerable; pero al menos tenía una identidad que adoptar, no le acusarían de asesinato y no le condenarían por ello.
—¡Eso no es cierto! —El hombre parecía experimentar un pánico ciego—. Me han acorralado. Es un complot. Puedo demostrar…
—¡Ah! —exclamó Appleby—, ésa es la cuestión. Si es usted, de hecho, George, que finge ser Arnold, tendrá que realizar un gran esfuerzo para mantener esa personificación. Pero si, como usted sostiene, es en realidad Arnold, la cosa cambia. ¿Tiene usted dentista?
—Claro que tengo dentista… en Montreal. Viajo mucho por todo el mundo, pero siempre voy al mismo dentista. En un momento u otro me ha hecho algo en casi todos mis dientes.
—Me alegro enormemente de saberlo. —Appleby miró al jefe de policía—. No creo —murmuró— que debamos retener más al señor Arnold Elwin. Espero que olvidará un poco lo que… bueno, digamos lo que se ha propuesto.
Appleby se volvió a Elwin.
—Estoy seguro —dijo suavemente— que perdonará que hayamos explorado el asunto en interés a la verdad. Ha llegado usted cuando todavía no habíamos aclarado todas las pistas. ¿Tendrá la bondad de aceptar nuestro pésame por el trágico suicidio de su hermano George?
—¿Quiere decir —preguntó el jefe de policía media hora más tarde— que yo tenía razón al principio? ¿Que no había ningún misterio?
—Ninguno. La depresión de George Elwin se agravó por la visita de su hermano, y se mató. Ésa es la historia.
—Pero maldita sea…
—Hasta el momento de acusar de asesinato a ese tipo, yo estaba completamente con usted. Y entonces, de pronto, he recordado algo que no encajaba: esas cinco mil libras que encontró usted en el cajón que no estaba cerrado con llave. Si George había matado a Arnold y tenía intención de convertirse en Arnold (o en cualquier otra persona), sin duda habría cogido ese dinero. Asique ¿por qué no lo cogió?
—Entiendo la fuerza de este argumento. Pero sin duda…
—Y después ha habido otra cosa… algo cuyo significado debería haber visto enseguida. La dexanfetamina del armario de las medicinas. Es un inhibidor del apetito muy eficaz, que se utiliza para hacer régimen y perder peso. George Elwin estaba adelgazando. Vino aquí, imagino, principalmente con este fin. Era la última expresión de su hipocondría.
»Podía perder siete quilos en quince días… lo cual sería suficiente para requerir cambiar de agujero la correa del reloj para estrecharla. Y en un mes podía perder quince quilos… lo cual produciría el efecto que usted mencionaba de la ropa de un gigante puesta en un ladrón enano. La primera llamada de George Elwin, de haber seguido vivo, habría sido a su sastre… para que le estrechara los trajes.
El jefe de policía permaneció en silencio un momento.
—Le hemos dado a ese infortunado tipo unos quince minutos muy malos.
Appleby asintió con sobriedad.
—Pero demos las gracias —dijo— porque uno de los jueces de Su Majestad no tiene que soportar la carga de dar a alguien quince años malos.