Sonó el teléfono, y oí a Jeeves atenderlo en el vestíbulo. Después, entró.

—La señora Travers, señor.

—¿Tía Dahlia? ¿Qué quiere?

—No me lo ha confiado, señor.

Fue un poco extraño, me parece a mi, ahora que lo pienso, que cuando me dirigía hacia el aparato no tuviera una premonición, si ésa es la palabra que quiero, de un destino fatal. No soy perspicaz, ése es mi problema.

—Hola, vieja relación de sangre.

—Hola, Bertie, asquerosa oveja negra —respondió ella, alegre como siempre—. ¿Estás sobrio?

—Como un juez.

—Entonces escucha con atención. Te hablo desde una minúscula aldea de Hampshire llamada Marsham-in-the-Vale. Estoy en Marsham Manor con Cornelia Fothergill, la novelista. ¿Alguna vez has oído hablar de ella?

—No está en mi lista de la biblioteca.

—Lo estaría, si fueras mujer. Estoy intentando persuadirla de que me ceda su nueva novela como serial para el Boudoir.

Lo entendí. Esta tía mía es propietaria de un semanario para la mujer imbécil llamado Milady’s Boudoir.

—¿Y cómo te va? —pregunté.

—Está flaqueando. Tengo la sensación de que bastará otro empujón. Por eso te invito a pasar el fin de semana aquí.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Para ayudarme a influir en ella. Ejercerás todo tu encanto…

—No tengo mucho.

—Bueno, ejerce el que tengas.

No soy aficionado a estas citas a ciegas. Y si la vida me ha enseñado algo, es que el hombre prudente se mantiene lejos de las mujeres novelistas.

—¿Habrá alguien más? Quiero decir, ¿habrá algún miembro brillante de la sociedad joven?

—Yo no lo llamaría la sociedad joven, pero es muy brillante. Está el esposo de Cornelia, Everard Fothergill, el artista, y su padre, Edward Fothergill. También es artista, más o menos. No te aburrirás ni un momento. Asique dile a Jeeves que te prepare las cosas.

Sorprende a mucha gente, creo, que Bertram Wooster, que por regla general es un hombre de acero, sea como la cera en manos de su tía Dahlia. Ellos no saben que esa mujer posee un arma secreta por la que siempre puede doblegarme a voluntad: la amenaza de que si me niego a lo que me pide, me excluirá de su mesa y me privará de los asados y guisos de su cocinero francés, Anatole, un don de Dios para los jugos gástricos.

Y así fue como hacia el atardecer del viernes veintidós de los corrientes me encontré al volante del viejo deportivo, con Jeeves a mi lado, el ceño fruncido y el ánimo abatido.

La llegada a Marsham Manor sirvió de poco para alisar el primero y levantar el segundo. Acompañado al salón, me hallé en un interior tan acogedor como uno querría encontrar: fuego con un gran leño, cómodos sillones y una mesa de té de la que se desprendía un vigorizante aroma de tostadas con mantequilla y pastelillos. Pero una sola mirada al personal me bastó para saber que había ido a parar a uno de esos grupos en que cualquier perspectiva agrada y sólo el hombre es infame.

Estaban presentes tres almas humanas, cada una de ellas un elemento tan destacado como Hampshire podía proporcionar. Uno era un ciudadano bajo y delgado, con una barba de esas que inquietan tanto (mi anfitrión, supuse) y sentado cerca de él otro tipo de complexión parecida pero modelo anterior, quien supuse sería el padre. También él lucía barba. El tercero era una mujer voluminosa que llevaba gafas con montura de concha, las cuales siempre son un riesgo ocupacional para las plumíferas del sexo más débil.

Tras una breve pausa para la identificación, ella me presentó al grupo, y después llegó tía Dahlia y charlamos de esto y aquello. El contingente Fothergill se retiró, y yo me encaminaba en la misma dirección cuando tía Dahlia detuvo mi avance.

—Un segundo nada más, Bertie —me dijo—. Me gustaría enseñarte algo.

—Y a mi —repliqué— me gustaría saber qué es lo que quieres que haga por ti.

—Te lo contaré enseguida. Esto que voy a enseñarte está relacionado con ello. Pero antes unas palabras de nuestro patrocinador. ¿Has observado lo asustadizo que es Edward Fothergill?

—No. No me he fijado. ¿Es asustadizo?

—Es un tipo nervioso. Pregúntame por qué.

—¿Por qué?

—Por este cuadro que voy a enseñarte. Ven por aquí.

Me condujo al comedor y encendió la luz.

—Mira —dijo.

Lo que quería mostrarme era un gran cuadro al óleo. Un cuadro clásico, supongo que se le llamaría: una mujer rolliza con ropa mínima conferenciando con lo que parecía una paloma.

—¿Venus?— dije. Suele ser una apuesta segura.

—Sí. Lo pintó el viejo Fothergill. Es de esos hombres que pintaría un cuadro de Noche de damas en un baño turco y lo llamaría una Venus. Se lo regaló a Everard como regalo de boda.

—Me gusta el acabado —dije. Otra apuesta segura.

—No, no te gusta. Es un asco. El viejo no es más que un aficionado incompetente. Una noche Cornelia me lo contó todo. Como digo, él le regaló esta monstruosidad a Everard como regalo de boda y, naturalmente, como aprecia a su padre y no quiere herir sus sentimientos, Everard no puede bajarlo al sótano y colgarlo allí. Asique tiene que verlo cada vez que come, y sufre muchísimo. Everard es un auténtico artista. Su producción es buena. Mira esto —dijo, señalando el cuadro de al lado de la obra del viejo Fothergill—. Es una de sus obras.

Miré fijamente el cuadro de Everard. También éste era clásico, y a mi me parecía igual que el otro.

—¿Venus?

—No seas tonto. Es La alegre primavera.

—Oh, lo siento. Pero escucha lo que te digo, Sherlock Holmes habría cometido el mismo error. Dados los hechos, quiero decir.

—O sea que ya lo entiendes.

—En absoluto.

—Te lo diré con palabras sencillas. Si un hombre puede pintar algo tan bueno como esto, le hiere en lo vivo tener que pegar sus ojos a un pintarrajo como esa Venus cada vez que se pone el morral.

—Oh, entiendo, y tú le compadeces, por supuesto. Pero no veo que pueda hacerse nada.

—Yo sí. Pregúntame qué.

—¿Qué?

—Vas a robar esa Venus.

—¿Robarla?

—Esta noche.

—¿Cuando dices «robarla», te refieres a «robarla»?

—Eso es. Ése es el trabajo que te había mencionado. Dios mío —dijo—, siempre estás robando cascos de policía, ¿no?

Tuve que corregirla.

—No siempre. Sólo como placer ocasional, como podría ser la noche de la carrera de remo. Y robar cuadros es algo muy distinto a birlar el tocado de la policía.

—No es nada difícil. Sólo tienes que cortar la tela con un cuchillo para sacarla del marco. ¿Sabes una cosa, Bertie? —dijo con entusiasmo—, es extraordinario como las cosas encajan. Estas últimas semanas ha habido una banda de ladrones de cuadros trabajando por estos alrededores. Guindaron un Romney en una casa cerca de aquí, y un Gainsborough en otra casa. Cuando esta Venus desaparezca, no habrá ni una posibilidad de que el viejo Fothergill sospeche nada. Estos ladrones son expertos, se dirá, sólo quieren lo mejor. Cornelia estuvo de acuerdo conmigo.

—¿Se lo has contado?

—Naturalmente. Hablábamos del precio de la prensa. Le dije que si me daba su palabra solemne de que me dejaría publicar en el Boudoir esa tontería que está escribiendo, recortando un poco su precio usual, tú liquidarías la Venus.

—¿Eso hiciste? ¿Y qué dijo ella?

—Me lo agradeció con palabras entrecortadas, asique hazlo, muchacho, y que el cielo te ayude. Lo único que tienes que hacer es abrir una de las ventanas, para que parezca que es un trabajo de alguien de fuera, coger el cuadro, llevarlo a tu habitación y quemarlo. Yo me encargaré de que tengas un buen fuego.

—Oh, gracias.

Con la cabeza baja y la sensación de que la maldición había caído sobre mi, me encaminé a mi habitación. Allí se encontraba Jeeves, abrochando la camisa, y sin tardanza le puse al corriente, si ésa es la expresión.

—Jeeves —dije—, he aquí una bonita situación. ¿Sabes con qué acaba de sorprenderme tía Dahlia?

—Sí, señor. Por casualidad pasaba por delante de la puerta del comedor, y no he podido evitar oír sus observaciones. La señora Travers tiene una voz que se oye de lejos.

—Supongo que tendré que hacerlo, Jeeves.

—Me temo que sí, señor. Teniendo en cuenta la probabilidad de que, en caso de ponerle reparos, la señora Travers le imponga sanciones en la cuestión de la cocina de Anatole, parece que no tiene usted otra opción que ceder a sus deseos. ¿Le duele algo, señor?

—No, sólo estoy irritado. Esto me ha impresionado, Jeeves. ¡Forzar a un Wooster a convertirse en ladrón de cuadros! No habría creído que se le pudiera ocurrir jamás una idea así, ¿y tú?

—La hembra de las especies es más devastadora que el macho, señor. ¿Puedo preguntarle si ya ha formulado algún plan de acción?

—Bien, ya has oído lo que ella tiene pensado. Abro la ventana…

—Disculpe que le interrumpa, señor, pero aquí creo que la señora Travers está en un error. Una ventana rota daría mayor verosimilitud.

—También haría que toda la condenada casa fuera arrancada de sus sueños y viniera a ver lo que estaba pasando.

—No, señor, puede hacerse sin ruido poniendo melaza en una hoja de papel de embalar, pegando el papel al cristal y golpeándolo con el puño.

—Pero ¿dónde está el papel de embalar? ¿Dónde está la melaza?

—Yo puedo conseguirlos, señor, y me complacerá efectuar la operación por usted, si lo desea.

—¿Lo harás? Es muy decente por tu parte, Jeeves.

—En absoluto, señor. Mi objetivo es dar satisfacción. Discúlpeme, creo que alguien llama.

Se acercó a la puerta y la abrió, y vislumbré lo que parecía un mayordomo.

—Su cuchillo, señor —dijo, regresando con este objeto en una bandeja.

—Gracias, Jeeves, maldita sea. —Contemplé el objeto con un estremecimiento—. Ojalá pudiera salir de este enredo.

—Puedo imaginarlo fácilmente, señor.

Tras algunas deliberaciones, decidimos dar el golpe a la una de la madrugada, cuando se suponía que toda la casa estaría tomándose sus ocho horas, y a la una en punto Jeeves entró en la habitación.

—Todo está dispuesto, señor.

—¿La melaza?

—Sí, señor.

—¿El papel de embalar?

—Sí, señor.

—Entonces rompe la ventana, ¿quieres?

—Ya lo he hecho, señor.

—¿De veras? Bien, tenías razón en lo de que no haría ruido. No he oído nada. Entonces, en marcha hacia el comedor, supongo. No tiene sentido retrasarlo.

—No, señor. Si se hace, es mejor hacerlo rápido —dijo.

Sería ocioso pretender que, mientras bajaba la escalera, yo era la misma persona calmada y gallarda de siempre. Tenía los pies fríos, y si se hubiera oído algún ruido inesperado, habría pegado un brinco. Mis meditaciones referentes a tía Dahlia, que me había metido en esto, carecían notablemente de amor de sobrino.

Sin embargo, en un aspecto había que felicitarla. Había dicho que sería tan fácil como saltar un tronco, y así resultó ser. No había sobreestimado en modo alguno lo cortante del cuchillo que me había proporcionado. Con cuatro rápidos cortes la tela salió del marco. La enrollé y subí de nuevo a mi habitación con ella.

Jeeves, en mi ausencia, había atizado el fuego. Y cuando yo iba a alimentar las llamas con el deplorable producto de Edward Fothergill, me detuvo.

—Sería poco juicioso quemar un objeto tan grande de una sola pieza, señor. Existe el riesgo de que arda la chimenea.

—Ah, sí. Entiendo lo que quieres decir. Cortarlo con unas tijeras, ¿te parece?

—Me temo que es inevitable, señor. ¿Me permite sugerirle que le aliviaría la monotonía de la tarea si le proporcionara whisky y soda?

—¿Sabes dónde lo guardan?

—Sí, señor.

—Entonces tráelo, Jeeves.

—Muy bien, señor.

Estaba efectuando grandes progresos en mi tarea cuando la puerta se abrió sin que yo lo oyera y tía Dahlia entró de pronto. Habló antes de que yo supiera que se encontraba allí, lo que me hizo dar un salto hasta el techo ahogando un grito.

—¿Todo va bien, Bertie?

—¿Por qué no has tocado la bocina? —dije, regresando a tierra y hablando con no poca amargura—. Has hecho que me mordiera la lengua. Sí, todo va según el plan. Pero Jeeves insiste en quemar el corpus delicti trocito a trocito.

—Claro. No querrás prender fuego a la chimenea.

—Es lo que él ha dicho.

—Y tenía razón, como siempre. He traído mis tijeras. Por cierto, ¿dónde está Jeeves? ¿Cómo es que no está a tu lado, prestándote desinteresado servicio?

—Porque está prestando desinteresado servicio en otra parte. Pronto regresará con la botella de whisky y todo lo demás.

—¡Qué hombre! No hay nadie como él. Dios mío —dijo tía Dahlia unos minutos después—, cuántos recuerdos me trae de mi querida escuela y nuestras fiestas juveniles con chocolate. Solíamos escabullimos al estudio de la directora y tostábamos pan de trigo sosteniéndolo en la punta de las plumas, con la tetera calentándose en el hornillo. Días felices, días felices. Ah, Jeeves, ven aquí y deja eso a mi alcance. Vamos adelantando, como ves. ¿Qué llevas bajo el brazo?

—Las tijeras de podar, señora. Estoy ansioso por prestar toda la ayuda que esté en mi mano.

—Pues empieza a prestarla. La obra maestra de Edward Fothergill te espera.

Trabajando los tres, pronto completamos la tarea. Apenas había terminado mi primer whisky con soda e iba a comenzar otro, cuando todo lo que quedaba de la Venus, sin contar las cenizas, era el pequeño pedazo del extremo sudoeste que Jeeves tenía en la mano. Lo estaba mirando con lo que a mi me pareció ojo muy atento.

—Disculpe, señora —dijo—, ¿he entendido que ha dicho que el nombre del señor Fothergill padre era Edward?

—Eso es. Piensa en él como Eddie, si lo deseas. ¿Por qué?

—Sólo es que el cuadro que tenemos con nosotros esta noche está firmado «Everard Fothergill», señora.

Decir que tía y sobrino no se lo tomaron en serio sería faltar a la verdad. Los dos pegamos un respingo.

—Dame ese fragmento, Jeeves. A mi me parece que pone Edward —pronuncié, después de examinarlo.

—Estás loco —dijo tía Dahlia, arrancándomelo de la mano—. Es Everard, ¿verdad, Jeeves?

—Ésa es sin duda la impresión que me ha dado, señora.

—Bertie —dijo tía Dahlia, hablando con una voz que creo se llama estrangulada, y dirigiéndome esa mirada que en los viejos tiempos en que iba de cacería habría lanzado a un sabueso que persiguiera a un conejo—, si has quemado el cuadro que no debías…

—Claro que no —repliqué terco—. Pero para que te tranquilices, iré a verlo.

Había hablado, como he dicho, con terquedad, y al oírme se habría dicho uno: «Todo va bien. Bertram no se ha inmutado». Pero no era así. Temía lo peor, y ya me estremecía sólo de pensar en el apasionado discurso, refiriéndose a mis defectos mentales y morales, que tía Dahlia me daría cuando volviéramos a reunirnos.

Yo no estaba de humor para otro susto, y eso es lo que tuve cuando llegué al final de mi recorrido, pues cuando entré en el comedor alguien que estaba dentro salió y chocó conmigo. Los dos salimos al vestíbulo tambaleándonos, y cuando encendí la luz para no chocar con los muebles, pude verle bien y entero, como dice Jeeves.

Se trataba del viejo Fothergill, en zapatillas y batín. En la mano derecha llevaba un cuchillo, y a sus pies había un paquete que había dejado caer en el momento del impacto; cuando se lo recogí, con mi cortesía de siempre, y se abrió, lo que vi hizo acudir una exclamación a mis labios. Ésta salió al mismo tiempo que un grito de angustia de los suyos. El hombre había palidecido bajo la barba.

—¡Señor Wooster! —dijo con voz temblorosa, creo que es la expresión—. ¡Gracias a Dios que no es Everard!

Bien, eso también me agradó bastante, claro.

—No cabe duda —prosiguió, temblando aún— de que le sorprende encontrarme sacando mi cuadro a escondidas. Pero puedo explicárselo todo.

—Bueno, no pasa nada, ¿no?

—Usted no es artista…

—No, más bien literato. Una vez escribí un artículo sobre «Qué viste el hombre que viste bien» para el Milady’s Boudoir

—No obstante, creo que puedo hacerle comprender lo que este cuadro significa para mi. Tardé dos años en pintarlo. Era mi hijo. Lo veía crecer. Lo amaba. Y entonces Everard se casó, y en un momento de locura se lo di como regalo de boda. No puede imaginar usted qué agonías he sufrido. Veía lo que él valoraba el cuadro. A la hora de las comidas, sus ojos siempre estaban puestos en él. No podía pedirle que me lo devolviera. Y por otra parte, yo me encontraba perdido sin él.

—¿Y decidió robarlo?

—Exacto. Me dije que Everard jamás sospecharía. Recientemente se han producido varios robos de cuadros en la vecindad, y él supondría que era obra de la misma banda. Y cedí a la tentación. Señor Wooster, usted no me traicionaría, ¿verdad?

—¿Yo no qué?

—No se lo dirá a Everard, ¿verdad?

—Ah, entiendo lo que quiere decir. No, claro que no, si usted no quiere que lo haga. ¿Labios sellados, sugiere usted?

—Exactamente.

—De acuerdo.

—Gracias, gracias. Sabía que no me fallaría. Bueno, podríamos ir a acostarnos, supongo, asique buenas noches —dijo, y a continuación subió la escalera como una centella.

Apenas había desaparecido cuando vi a tía Dahlia y a Jeeves a mi lado.

—Ah, estáis ahí —dije.

—Sí, aquí estamos. ¿Por qué has tardado tanto?

—Habría ido más de prisa, pero un artista barbudo me ha dificultado los movimientos.

—¿Quién?

—He estado charlando con Edward Fothergill.

—Bertie, estás borracho.

—Borracho no, pero si pasmado. Tía Dahlia, tengo que contarte una historia asombrosa.

Conté mi asombrosa historia.

—Y así —concluí— aprendemos una vez más la lección de que nunca, por oscuro que sea el panorama, hay que desesperar. Las nubes de tormenta estaban bajas, los cielos estaban negros, pero ahora, ¿qué vemos? El sol brilla y el pájaro azul canta en el viejo quiosco. Fothergill quería que la Venus desapareciera, y ha desaparecido. ¡Voilà! —dije, volviéndome un poco parisino.

—¿Y cuando ella vea que «La alegre primavera» de Everard también ha desaparecido?

Comprendí lo que estaba pensando.

—Sí, también está eso —dije en un murmullo.

—Ahora no hay ni una posibilidad de que me dé ese serial.

—No, aquí ganas. No había pensado en ello.

Ella hinchó sus pulmones, y el ojo menos sagaz habría podido percibir que estaba a punto de comenzar.

—Bertie…

Jeeves tosió con esa suave tos suya, la que parece una oveja aclarándose la garganta en una montaña distante.

—Me pregunto si podría sugerir algo, señora.

—Sí, Jeeves. Recuérdame —dijo, dirigiéndose a mi— que más tarde siga con lo que estaba diciendo.

—Sólo es que se me ocurre, como una idea pasajera, señora, que existe una solución a la dificultad con que nos enfrentamos. Si encontraran al señor Wooster en el suelo, inconsciente, con la ventana rota, y faltaran los dos cuadros, la señora Fothergill no podría sino suponer que el señor había sido atacado, mientras protegía los bienes de ella, por unos sinvergüenzas que habían entrado a robar.

Tía Dahlia salió como un cohete de las profundidades de la aflicción.

—Entiendo lo que quieres decir. Ella estaría tan agradecida por su valiente conducta, que, para ser decente, no podría más que darme ese serial al precio que yo pidiera.

—Exactamente, señora.

—Gracias, Jeeves.

—De nada, señora.

—Un plan colosal, ¿no crees, Bertie?

—Supercolosal —afirmé—, pero con un inconveniente bastante grave. Me refiero al hecho de que yo no voy a estar inconsciente en el suelo.

—Eso se puede arreglar. Yo podría darte un golpecito en la cabeza… ¿con qué, Jeeves?

—El maculo del gong, señora, es evidente.

—Está bien, con el maculo del gong. Apenas lo notarás.

—No voy a notarlo.

—¿Quieres decir que no lo harás? Piénsalo bien, Bertram Wooster. Reflexiona sobre cuál será la consecuencia. Pasarás meses y meses sin siquiera el olor de la cocina de Anatole. Preparará sus Sylphides à la crème d’écrevisses y sus Timbales de ris de veau Toulousiane y que sé yo, pero tú no estarás allí para probarlo. Esto es oficial.

Me erguí todo lo que pude.

—No me aterran, tía Dahlia, tus amenazas, porque… ¿cómo es, Jeeves?

—Porque usted está tan armado de honestidad, señor, que pasan de largo como el ocioso viento, al cual no respeta usted.

—Exactamente. He estado pensando mucho, tía Dhalia, en este asunto de la cocina de Anatole. Es una delicia, por supuesto, degustar sus ofrecimientos, pero ¿y la línea? La última vez que disfruté de tu hospitalidad engordé casi tres centímetros en la cintura. Estoy mejor sin la cocina de Anatole. No quiero parecerme a tío George.

Me refería al actual lord Yaxley, destacado hombre de club que de año en año se hace más prominente, en especial visto de lado.

—Por eso —proseguí—, por mucho que me cueste, estoy preparado para degustar esos Timbales de los que hablas, y, por lo tanto, acataré tu sugerencia de darme unos golpecitos en la cabeza con un resuelto nolle prosequi.

—¿Es tu última palabra?

—Lo es —dije, girando sobre mis talones, y lo fue, porque aún hablaba cuando algo me propinó un violento golpe en la parte posterior de la cabeza, y caí como un monarca del bosque bajo el hacha del leñador.

Lo siguiente que recuerdo con claridad es que me encontraba en cama con una especie de ruido retumbante muy cerca. Una vez disipadas las brumas, pude diagnosticar que se trataba de la voz de tía Dahlia.

—Bertie —dijo—, quiero que escuches y me prestes atención. Tengo noticias que te harán bailar por toda la casa.

—Tardaré un poco —respondí con frialdad— en poder bailar por cualquier casa. Mi cabeza…

—Estás un poco agotado, sin duda. Pero no nos desviemos del tema. Quiero contarte el resultado final. El trabajo sucio se ha atribuido a la banda, probablemente internacional, que se llevó el Gainsborough y el Romney. Los Fothergill te están muy agradecidos, como Jeeves predijo, y ella me ha dado el serial con unas condiciones favorables para mi. Tenías razón respecto al pájaro azul. Está cantando.

—Igual que mi cabeza.

—Lo sé. Y se me parte el corazón. Pero no puedes hacer una tortilla sin romper un huevo.

—¿Cómo?

—Me lo dijo Jeeves en voz baja mientras contemplábamos los restos.

—¿Eso hizo? Bueno, confío que en el futuro… Oh, Jeeves —dije cuando entró con lo que parecía una bebida refrescante en las manos.

—¿Señor?

—Este asunto de los huevos y las tortillas…

—¿Si, señor?

—A partir de ahora, si pudieras ver la manera de excluir los huevos y suspender las tortillas, te estaría muy agradecido.

—Muy bien, señor. Lo tendré en cuenta.