—Su señoría —anunció Amphlett cuando me recibió en el vestíbulo—, su señoría está en la colonia de grajos, señor.

Hizo una señal con un dedo a la doncella.

—Alice, el equipaje del señor Strangeways. Le hemos alojado en su antigua habitación, señor, espero que disfrute de su visita.

¿Detecté una débil y poco profesional falta de convicción en el tono del mayordomo? ¿Por qué no iba a disfrutar yo de mi visita? Cualquier persona civilizada tiene que disfrutar de una estancia en una casa de campo bonita y bien gobernada, donde el dinero no cuenta.

—Creo que saldré fuera directamente —dije.

—Muy bien, señor. Su señoría ha esperado su llegada con gran placer.

Observé que Gervase todavía no había conseguido que el viejo y querido Amphlett dejara de utilizar su título. Veinte años atrás, cuando era joven, Gervase había sufrido una especie de conversión tolstoyana. Hijo mayor del conde de Wessex, había decidido abandonar su título y ser llamado por el apellido de la familia, simplemente señor Musbury. Amigos, vecinos, parientes, criados… todos tuvieron que acatar sus deseos. Fue la época en que comenzó a dirigir su finca como una cooperativa.

Sin embargo, sus esfuerzos por llegar a ser pobre habían sido singularmente infructuosos. Su cooperativa prosperaba; la fortuna que le dejó en valores su madre americana florecía a pesar de su negligencia. Y si perdió algún amigo por rechazar su título, puede suponerse que no era merecedor de ser conservado.

Mientras avanzábamos por el césped, Amphlett se secó la frente con gesto delicado. Sin duda era un día muy caluroso para el mes de abril. Los graznidos de los grajos en los olmos a los que nos acercábamos eran frescos como una cascada. Casi envidié a Gervase, que se encontraba allá arriba; pero no me gustaba la idea de subir por la escala de cuerda para llegar hasta él.

Levanté la mirada y divisé un pequeño objeto, que después resultó ser una botella de gaseosa de jengibre, atado a una cuerda y que descendía erráticamente de la copa del olmo más próximo.

Un joven lacayo la recogió en silencio, cogió una botella fresca de una bandeja de plata, le ató la cuerda al cuello e hizo una señal para que la izaran. La botella fue subida de nuevo a las alturas, hacia una estrecha y bien camuflada plataforma montada sobre dos de las ramas más altas.

—Tenéis un nuevo lacayo, por lo que veo. Un joven muy apuesto.

—Henry es satisfactorio —dijo Amphlett sombrío, y no con demasiada convicción, me pareció.

—¿Hace tiempo que está aquí? —pregunté.

—Unos ocho meses, señor.

Henry tenía ese empleo, según el exigente Amphlett, desde hacía ocho meses. Bueno, quizá me equivocaba. Quizá si era satisfactorio.

—Su señoría encuentra que allí arriba hace mucho calor —observó Amphlett.

Percibo que el lector puede estar sintiendo cierta resistencia a mi narrativa. O ese amigo suyo era lunático, dice, o se lo está inventando todo. Esto es porque no conoce a Gervase Musbury.

Gervase era un excéntrico que podía permitirse dar a sus excentricidades un cheque en blanco y sabía como sacarles beneficios. La excentricidad, tal como yo lo veo, no es más que la parte visible de la libido que toma un atajo para llegar al objeto deseado. Cuando Amphlett me dijo que su amo estaba en la colonia de grajos, conociendo como conocía a Gervase no dudé de que estaba allí con algún propósito racional.

Asimismo, cuando vi la botella que viajaba hacia lo alto del olmo, lo acepté como algo natural; era mucho más sencillo que Gervase izara su gaseosa que no que el lacayo subiera la escala de cuerda cada vez que su amo quisiera beber.

La escala comenzó a moverse. Gervase me había visto y estaba bajando, con gran agilidad para un hombre que se acercaba a los cincuenta. Saltó el último metro y medio, me puso las manos sobre los hombros con impaciencia y dijo:

—No has cambiado, Nigel.

Él tampoco. Los ojos azules penetrantes, el bigote cortado como una versión más espesa del de Adolfo Menjou y que parecía erizado de electricidad, el contagioso entusiasmo… Gervase era el mismo de siempre.

—Será mejor que te quedes aquí, Henry —dijo al lacayo—. Volveré dentro de poco. —Después se dirigió a mí—. Henry me da las botellas a intervalos regulares. Como el biberón a un bebé.

Sus ojos azules se quedaron ensimismados.

—A ver, Amphlett, ¿a quién tenemos en casa? Estoy un poco despistado.

—Su hermano y su esposa, señor. El señor Prew. Y la señorita Camelot.

—Ah, ya. —Me cogió del brazo—. Será mejor que vayamos a saludarles y acabemos con ello. Después podremos pasar el resto de la tarde observando a los grajos. Es absorbente, te lo aseguro. Construí un pequeño escondrijo allí arriba antes de la época de anidamiento. Cabrás perfectamente.

—No, Gervase —dije con firmeza—. No hay sitio para dos en esa asombrosa pequeña plataforma. Y no me interesan tanto los hábitos de los grajos. ¿Desde cuándo te dedicas a observar a los pájaros?

—Sólo lo hago para relajarme, querido muchacho, nada más. Este invierno me quedé un poco rancio, trabajando en un nuevo explosivo. Mac Master me pidió ayuda. Trabajar contra reloj… ése es el problema. Dentro de dos años estaremos en guerra. O antes.

Salimos de la sombra de los olmos, y fuimos saludados por un hombre bajo y más bien robusto cuya fotografía yo había visto a menudo en los periódicos. Se trataba de Thomas Prew, diputado, notable defensor de causas perdidas. Si Gervase estaba en lo cierto, la causa más reñida de la vida de Prew ahora era tan buena como perdida estaba también, pues era un pacifista acérrimo, que había ido a prisión por sus convicciones en la última guerra y desde entonces las proclamaba por todo el país.

Me sorprendió encontrar aquí al pacifista miembro del parlamento, y cuando dejamos a Prew, le pregunté a Gervase por ello.

—Oh, Tom Prew es un hombre honesto —dijo—. Además, sirve para educar a mi hermano. Ya sabes que viejo belicista es Héctor. Él y Tom tuvieron una discusión la otra noche, a la hora de la cena. Tom venció por noqueo técnico. Héctor y Diana apenas le hablan desde entonces. Vayamos a buscarles.

Les encontramos por fin en el patio del garaje, ocupados en el motor de su Bentley. Casi había olvidado la magnífica pareja que hacían. Altos, guapos, rubios… tenían algo leonino, en su agitación y en reposo. Héctor poseía toda la superabundancia de energía de su hermano mayor, pero le faltaban las muchas salidas que Gervase tenía para ella: la guerra podría muy bien ser su liberación y métier.

A Diana yo la admiraba sin que me gustara; era demasiado ambiciosa, demasiado arrolladora para mi gusto. Además, estaba absorbida por su esposo. Daban la impresión, más que ninguna otra pareja que yo conociera, de que eran un equipo, de coordinación física y mental. En aquel momento volví a percibirlo, al observarles trabajar en una especie de unísono telepático en el motor del coche al que hacían funcionar sin descanso por toda Europa.

Mi sensación era compartida, evidentemente, por la hermosa señorita Anthea Camelot, que había estado allí presente con una expresión de estar de más. Se volvió a Gervase con alivio… y algo más que alivio, me pareció. Pobre chica, pensé: si fueras Circe y Sheba convertidas en una, tus encantos chocarían contra Gervase; el nombre que lleva escrito en el corazón está marcado con fuego con demasiada profundidad para que ninguna otra mujer lo pueda borrar.

Aunque era diez años más joven que Gervase, yo era desde hacía mucho tiempo su confidente. Era una de las pocas personas fuera de su familia que conocían la tragedia de Rose Borthwick. Ella era hija de uno de los agricultores arrendatarios de su padre. Gervase, en su juventud, se había enamorado apasionadamente de ella. Su padre, sabiendo que Gervase estaba decidido a casarse con la muchacha, había conseguido que la mandaran lejos, fuera de su alcance.

Hubo escenas terribles y un distanciamiento final entre Gervase y su padre. Gervase casi se había vuelto loco tratando de volver a encontrar a Rose. Pero todas sus pesquisas fueron en vano.

Yo seguía pensando en este triste asunto un cuarto de hora más tarde, mientras nos encontrábamos todos en el césped. La conversación giraba en torno a Hitler.

—Deberíamos haberle descubierto mucho antes la fanfarronada —dijo Héctor Musbury—. Si nuestros políticos no hubieran sido reacios…

—Vuestros políticos también tienen una responsabilidad —dijo Thomas Prew, con aquella hermosa voz profunda que contrastaba de un modo tan extraño con su figura mas bien insignificante—. Mirad a ese hombre joven —señaló hacia Henry, que estaba a poca distancia, a la sombra de los olmos—. Multiplicadlo por varios millones. Imaginaos a esos millones heridos, mutilados, pudriéndose en la tierra… ¿Podéis preguntaros si los políticos han sido reacios?

Una sombra de ira cruzó el rostro de Héctor.

—Eso no son más que argumentos sentimentales. Las alternativas son posible muerte o cierta esclavitud para nosotros. Es evidente que algunos preferís la idea de ser esclavos.

Diana le lanzó una mirada de advertencia, según me fijé. Anthea Camelot intervino:

—Pero el señor Prew no hablaba de los políticos. Hablaba de la gente que tendría que morir. Hablaba de Henry. Oigamos lo que piensa él. ¡Henry! —llamó.

El joven lacayo se acercó unos pasos. Su rostro mostraba una provocativa mezcla de respeto e ironía.

—Henry, qué preferirías: que los alemanes te mataran o que te hicieran esclavo suyo.

Henry se lo pensó, mirándonos a la cara a todos.

—En realidad, señorita Camelot —dijo al fin—, muchos dirían que ya soy esclavo.

Vi que Amphlett daba un respingo. Incluso para el igualitario ménage de Gervase, esto era un poco demasiado. No era de extrañar que el viejo mayordomo no hubiera resultado convincente al hablar de lo satisfactorio que era Henry. Era evidente que Diana era de la misma opinión.

—Tus criados, Gervase —exclamó—, parecen disfrutar de una Satumalia perpetua.

—No debes ser dura con Henry —dijo Anthea Camelot—. Al fin y al cabo, ha pasado casi todo el día de pie, cuidando de una bandeja con botellas de gaseosa. Si eso no es esclavitud, yo me llamo Faraón.


Yo estaba sentado muy cerca de Gervase, y tuve la sensación de que las palabras que murmuró iban destinadas solamente a mis oídos.

—La juventud debe pasar por sus pruebas, sus ordalías —oí que decía.

Diana intervino:

—Oh, querido, me he dejado el pañuelo dentro. Henry —era de esas mujeres que dan órdenes a los criados sin molestarse en mirarles—, ve a buscármelo, está en mi tocador.

—Tengo órdenes de permanecer aquí, señora.

Temí que se produjera una explosión. Gervase, evidentemente, no tenía intención de ayudar: su mirada burlona pasó de Diana al joven lacayo. Pero Héctor ya se había puesto de pie y se dirigía hacia la casa, como si el deseo de su esposa le hubiera sido comunicado antes de que ella lo manifestara.

—Iré a buscarlo —dijo.

Después del té, Gervase se retiró a su olmo otra vez. Héctor y su esposa colocaron una diana en el césped e intentaron convencernos al resto de que tiráramos con arco. Pero Anthea, consciente sin duda de que este deporte en particular resaltaría sus encantos con desventaja respecto a los de Diana, indicó que no le molestaría que yo la llevara a pasear por la rosaleda.

Mientras caminábamos, detrás de Amphlett y Henry, que llevaban las cosas del té a la casa, observamos a Héctor y a Diana arrastrar a un señor Prew no muy entusiasmado y empezar a instruirle en el arte de utilizar un arco de un metro ochenta.

—Por ahí se empieza —observó Anthea—. Inicia al pacifista con un arco y una flecha, y pronto correrá alegremente con una Tommy cargada.

La rosaleda de Gervase es un lugar encantador aun cuando no hay rosas, con sus pulcros paseos de césped, sus fuentes y estatuas, y los setos de boj que ofrecen su fragancia al sol. Anthea y yo nos sentamos en unas tumbonas, preparados para disfrutar cada uno de la compañía del otro. Al menos, yo lo estaba. Pero pronto fue evidente que ella me había llevado allí con un propósito.

—Usted es detective, ¿verdad? —preguntó.

—Más o menos. ¿Por qué?

Siguió con la mirada a una mariposa un momento.

—Oh, todo parece tan raro esta vez.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, Prew vagando por ahí como un alma perdida, y Héctor discutiendo con él, y Diana pinchando a Gervase por ese nuevo lacayo, y Gervase sentado en un árbol sin hacernos caso.

Y sin hacerte caso a ti en particular, pensé. Dije:

—Es extraño, no cabe duda. Pero esta casa siempre ha sido extraña.

—Sin embargo, Gervase trata al joven Henry de una manera extraordinaria, ¿no le parece? La mitad del tiempo le mima, y la otra mitad le tiraniza. Esta tarde apenas le ha dejado alejarse de su vista, por ejemplo.

—Quizá es Henry quien está vigilando a Gervase —dije yo con indiferencia.

—¡Vigilándole! —Anthea me echó una mirada con sus ojos oscuros, cálidos—. No diría usted eso si… Escuche. La otra noche bajé tarde para coger un libro de la biblioteca, y oí a Gervase reñir a alguien en el estudio, que está al lado. Gritaba: «¡No me sacarás más dinero! Ahora tengo algo mejor en que emplearlo».

—Es interesante. ¿No sabe con quién estaba hablando?

—No. Pero cualquier tonto podría adivinarlo. Sólo hay una persona en esta casa que encaja en el papel de chantajista.

—Está juzgando a Henry en base a un hecho muy baladí. ¿Por qué no podía ser Héctor? ¿No ha estado Héctor viviendo a costa de Gervase casi toda la vida?

Anthea se levantó con impaciencia. No la había tomado suficientemente en serio. O eso creía ella. Regresamos paseando al césped, donde los arqueros seguían tirando. Diana parecía una diosa, el pelo brillante y el arco tensado. Héctor estaba cerca de ella, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de tweed. Thomas Prew parecía una figura nada inspiradora al lado de ellos.

La flecha de Diana salió volando hacia el disco de oro. Luego, ella se volvió a nosotros, el rostro sonrojado y excitado.

—Ahora lanzaré la flecha de oro. Solíamos hacerlo cuando éramos niños. ¡Mirad todos! ¡Henry, tú también has de mirar!

Hizo que el lacayo se alejara un poco del olmo y se uniera a nosotros en el césped. Todo el mundo tenía que ver su triunfo.

Cogió una flecha corriente de su carcaj y la colocó en la cuerda del arco.

—En el cielo se volverá de oro —dijo.

Su cuerpo se inclinó graciosamente hacia atrás, y disparó hacia arriba. La flecha oscura subió muy alto, casi invisible por su velocidad. El sol se ponía tras la colina baja que estaba a nuestro oeste; pero, más arriba, sus rayos aún flotaban lateralmente sobre la colina, de manera que la flecha de repente quedó presa en ellos, se hizo dorada y prosiguió su curso un rato, brillando como un hilo de oro sobre el azul profundo del cielo.

Para nosotros fue una vista extrañamente fascinante, un momento de pura inocencia. Igual que niños, todos queríamos hacerlo. Pero cuanto más bajo se encontraba el sol tras la colina, más alto teníamos que lanzar la flecha.

Al cabo de un cuarto de hora, sólo Héctor y Diana podían hacer llegar la flecha al torrente dorado. Luego Diana falló. Entonces Héctor realizó un último esfuerzo. Su flecha se volvió de oro un momento antes de empezar a tambalearse, cambió de dirección y descendió veloz hacia los olmos de detrás de nosotros.

La oímos golpear una rama y caer de rama en rama. El sonido de su caída se hizo cada vez más fuerte, espantosamente amplificado como si en una pesadilla la flecha se hubiera convertido en un cuerpo humano cayendo con violencia.

Unos segundos después, el cuerpo de Gervase Musbury cayó al suelo con estrépito, a media docena de metros de donde nos hallábamos nosotros.

Por un momento, pareció poner palabras a lo que todos pensábamos cuando Anthea Camelot gritó amargamente a Héctor, que estaba inmóvil, el arco en la mano aún, con aire estúpido y asustado como un niño que ha roto algún adorno muy apreciado:

—¡Tú le has matado!

Thomas Prew miraba fijamente el cuerpo, una expresión de horror en el rostro, y movía la boca en silencio. Debía de haber sufrido alguna fuerte impresión en su infancia, algún espectáculo como éste de sangre y huesos rotos, que creó al pacifista que era ahora.

Henry estaba arrodillado al lado del cuerpo, haciendo como si levantara la cabeza de Gervase para colocarla en su falda. Luego dijo, con voz apagada:

—Creo que se ha roto el cuello.

—Siempre le decía que esa plataforma no era segura —dijo Anthea, levantando la vista hacia la copa de los árboles. Los grajos, que habían levantado el vuelo a cientos, graznando, cuando el cuerpo cayó, empezaban a regresar.

Di un paso al frente y puse la mano sobre el hombro de Henry. Noté que estaba temblando. Miramos a Gervase. Su rostro tenía un extraño color rosa azulado. El corazón me dio un vuelco. Esto era demasiado; era grotesco e imposible.

Me agaché y le olí la boca. Luego descubrí, a pocos metros, en el césped, un objeto cuya caída había pasado inadvertida en el trágico momento: los fragmentos de una botella de gaseosa. Recogí uno de ellos. Se desprendía de él el mismo olor a melocotón que había olido en los labios de Gervase.

Me volví airado al grupo de gente.

—Es posible que la flecha le haya dado —dije— y sin duda se ha roto el cuello. Pero lo que le ha matado ha sido un veneno, ácido prúsico, que se le ha administrado con esa botella de gaseosa.

Una hora más tarde nos encontrábamos todos reunidos de nuevo, sentados alrededor de la mesa del comedor. El policía de la localidad había tomado declaraciones, y ahora estaba a cargo del cuerpo. Un comisario, un médico de la policía, y el resto estaban en camino, procedentes de la capital del condado. Entretanto, yo había utilizado las llaves de Gervase y examinado su estudio, donde encontré un par de cosas interesantes.

Miré al grupo. Anthea lloraba en voz baja. El rostro de Thomas Prew seguía pálido, aturdido, incrédulo. Héctor, por alguna razón, aún sostenía una flecha y el arco, como si se le hubieran pegado a los dedos. Sólo Diana parecía relativamente normal.

—Creo que podríamos aclarar algunas cosas antes de que llegue la policía de Westchester —dijo—. El suicidio parece quedar descartado. Gervase no tenía ningún motivo para hacerlo, no era de esa clase de personas, y no hay ningún mensaje de despedida. Asique me temo que le han asesinado.

Los cuatro se agitaron en su asiento, casi como aliviados al conocer lo peor.

—De alguna manera introdujeron veneno en esa botella —proseguí llanamente—. Gervase la izó, se bebió la gaseosa (el ácido prúsico tiene un efecto muy rápido), fue abatido en el momento en que Héctor enviaba su última flecha y cayó de la plataforma.

—¿Pero cómo ha podido el veneno…? —empezó Anthea.

—He hablado con Amphlett. La gaseosa se guardaba en la bodega. Sólo él y Gervase tenían llaves de la bodega. La de Gervase estaba en su bolsillo. Asique es poco probable que alguien que no sea él o Amphlett pudiera manipular una de las botellas mientras aún se encontraban en la bodega. Amphlett ha abierto la bodega después del almuerzo, le ha dado media docena de botellas a Henry, que se las ha llevado en una bandeja, y ha vuelto a cerrar con llave la puerta de la bodega inmediatamente.

—Pero Henry ha estado ahí fuera, al lado de la bandeja, toda la tarde —dijo el señor Prew.

—Sí. Lo extraño es que él lo admite. Casi como un centinela de guardia, y jura que no ha dejado su puesto ni un momento. Jura que nadie ha podido tener acceso a las botellas, excepto durante el par de minutos, después del té, cuando él y Amphlett llevaban las cosas a la casa.

—Bien —dijo Anthea—, usted y yo paseábamos por la rosaleda entonces, asique podemos corroborar nuestras coartadas.

—Supongo que el señor Prew, Héctor y yo podemos hacer lo mismo —dijo Diana, en tono de cierto disgusto, como si dar una coartada a la gente fuera algo vulgar y repugnante, como contagiarles la tina.

—En ese caso, nadie más que Henry o Amphlett pueden haber puesto el veneno en la botella —dijo el señor Prew.

—Eso parece. Lógicamente.

—Pero Amphlett es muy fiel a Gervase —dijo Héctor tras una pausa—. Y Henry no lo haría. Quiero decir, no asesinaría a su propio padre, ¿no?

Anthea ahogó un grito de asombro. No fue ninguna sorpresa para mi. Había encontrado un testamento en el escritorio de Gervase, por el que dejaba casi toda su fortuna a Henry Borthwick. No cabía duda de que Henry era el hijo de Gervase concebido con su amor de juventud, Rose Borthwick.

Este parentesco explicaba el tratamiento peculiar que dispensaba al joven. Recordé que me había murmurado: «La juventud debe pasar por sus pruebas, sus ordalías». Siempre había método en la excentricidad de Gervase. Era bastante propio de su carácter haber probado al joven, como el héroe de un cuento de hadas, haberle hecho pasar por un período de pruebas, imponiéndole los deberes domésticos de un sirviente.

—Entonces era Henry quien pretendía hacer chantaje a Gervase —exclamó Anthea. Dijo a los demás lo que había oído aquella noche en la biblioteca.

—Pero ¿por qué —pregunté— iba hacer chantaje a Gervase, si éste le dejaba casi toda su fortuna en un testamento?

—¿Es eso cierto? —preguntó Diana.

Afirmé con la cabeza.

Héctor dijo:

—La cuestión del chantaje no parece importante ahora. La cuestión es: Henry tenía un motivo para matar a Gervase. Es decir, si sabía que Gervase había hecho testamento en su favor.

—Será mejor que se lo preguntemos. —Antes de que nadie tuviera tiempo de poner objeciones, envié a Amphlett a buscar a Henry. Cuando el joven entró, le pregunté—: ¿Sabías que Gervase era tu padre, y que te dejaba su fortuna?

—Oh, si —respondió Henry, mirándonos a todos con desafío—. Pero si creen que yo le he asesinado, están…

—¿Qué otra cosa esperas que creamos?

—Espero que piensen que tengo cerebro. Si hubiera querido matar a mi padre, ¿suponen que sería tan tonto como para hacerlo poniéndole veneno en una botella que me señala como el sospechoso más probable?

—Tiene razón en lo que dice —observó el señor Prew—. Pero ¿quién más podría tener un motivo para…?

—Usted mismo —le interrumpí—. Usted es militante pacifista. Oyó que Gervase estaba perfeccionando un nuevo explosivo. Quizá ha querido ahorrar a la humanidad el horror de ello.

—¡Pero eso es fantástico!

—Después están Diana y Héctor. Diana es una mujer ambiciosa, con un marido no muy rico y un cuñado muy rico. Si se deshace de este último, podrá satisfacer todas sus ambiciones… al menos, sería así en cuanto el padre de Héctor muriera, y es ya un hombre muy anciano.

—Creo que quizá sería mejor dejar estos asuntos para la policía —dijo Diana con frialdad.

No le hice ningún caso.

—Lo que Anthea oyó en la biblioteca aquella noche es significativo. Encaja con la teoría de que fue Héctor, y no Henry, quien pedía dinero a Gervase, Gervase dijo: «¡No me sacarás más dinero! Ahora tengo algo mejor en que emplearlo». Algo mejor en que emplearlo, ahora; porque había encontrado a su hijo, Henry. Sin duda Héctor le preguntó entonces a qué se refería con esta última frase, y Gervase le dijo que se proponía dejar su dinero a su hijo.

—En ese caso, Nigel, ¿de qué me serviría matar a Gervase? —Héctor estaba sonrojado, aunque triunfante, como un niño que plantea una cuestión decisiva en un debate escolar.

—De nada. A menos que lo hicieras de tal manera que incriminaras a Henry. Él sería colgado por tu crimen, y la fortuna de Gervase pasaría a ti. Y, debo decirlo, si Henry no ha cometido el asesinato, alguien se ha tomado muchas molestias para que parezca que sí lo ha hecho. ¿Por qué?

Todos nos sobresaltamos cuando Anthea estalló histérica:

—¡Oh, por el amor de Dios, basta ya! Yo amaba a Gervase. ¿Por qué no decir que yo lo hice porque… porque ni me miraba?

—¡Cállese, Anthea! —ordené—. Todavía no he terminado con Héctor y Diana. Han ocurrido dos cosas bastante extrañas que la policía puede pedirles que expliquen.

—¿Cuáles son? —preguntó Diana con indiferencia; pero me di cuenta de que había despertado su curiosidad.

—Ha sido extraño que vosotros dos, que según me dijo Gervase apenas os hablabais con el señor Prew, de repente fuerais tan amigos de él después del té para insistir en enseñarle a disparar con el arco. Pero no es extraño si queríais tener una coartada para entonces, los únicos minutos de la tarde en que Henry no estaba junto a las botellas de gaseosa. No es extraño si era absolutamente vital para los dos poder demostrar que no os acercasteis a ellas.

—Pero mi querido Nigel, has admitido, hace tan sólo unos minutos, que nadie más que Henry o Amphlett podía haber manipulado esa botella. ¿Por qué nos acusas a nosotros? —dijo Héctor.

—He dicho que lógicamente parecía eso. Pero Diana ha hecho otra cosa rara. También se ha vuelto amable con Henry; Henry, a quien hasta entonces había estado tratando como a un trapo sucio.

El señor Prew y Anthea se habían puesto tensos. Me miraban fijamente como si se tratara del Apocalipsis.

—Si —proseguí—, cuando se preparaba para lanzar la flecha dorada, la primera vez, Diana ha llamado a Henry para que fuera a mirarla. Eso ha sido terriblemente impropio de ti, Diana. Pero supongamos que tuvieras que apartarle de los olmos, hacerle mirar el cielo como todos nosotros, siguiendo el curso de tu flecha, durante los siete u ocho segundos que Héctor necesitaría para avanzar los pocos metros que nos separaban de la bandeja y sustituir una botella de gaseosa por otra envenenada. Héctor —proseguí rápidamente—, ¿dónde está ese pañuelo que has ido a buscar para Diana durante el té? No has llegado a dárselo, ¿verdad?

Héctor ahora estaba enojado, pero me ofreció una extraña sonrisa de triunfo, se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de tweed y sacó un pañuelo.

—Ya veo adónde quieres ir a parar, amigo. La idea es que en realidad entré para coger una botella de gaseosa envenenada. Bien, no lo he hecho. Sólo he traído el pañuelo. Asique ahora —avanzó hacia mi con aire amenazador—, harás el favor de pedirle disculpas a mi esposa por…

Le arrebaté el pañuelo y me lo llevé con cuidado a la nariz.

—Lo que imaginaba. ¿Desde cuándo utilizas perfume de melocotón, Diana? —Ahora me encontraba al otro lado de la mesa—. Has ido a buscar el pañuelo y la botella envenenada, Héctor. En ese gran bolsillo que tienes. Necesitabas el pañuelo para evitar dejar huellas en la botella, sin duda. Ha sido mala suerte que se haya derramado en él un poco de la gaseosa envenenada.

Sin duda alguna Héctor y Diana formaban un buen equipo. Apenas había terminado yo de hablar cuando ellos ya estaban en la puerta, amenazándonos Héctor con la flecha que había colocado en la cuerda del arco.

—Si alguien grita, dispararé. Diana, ve a buscar el coche.

Diana salió por la puerta como un rayo. Prew, Anthea y el viejo Amphlett miraban fijamente a Héctor, inmóviles por el aturdimiento. Yo me sentía como uno de los pretendientes en el comedor de gala cuando Odiseo volvió su gran arco a ellos. Entonces oí un movimiento rápido detrás de mi.

Henry había cogido la tapa de una fuente de plata del aparador y, protegiéndose la cara y el pecho con ella, corría directo hacia Héctor. Éste tensó el arco y soltó la flecha. Ésta golpeó en el borde de la tapa de la fuente, rebotó y se clavó en la pared del fondo.

El ataque de Henry hizo caer a Héctor. Casi le mató antes de que pudiéramos apartarle. Habría sido un buen hijo para Gervase, si éste hubiera vivido.

Yo también amaba a Gervase. De no haber sido así, no creo que hubiera podido tender esa trampa a Héctor.

El perfume del pañuelo que le había cogido no era de melocotón, ni la fragancia letal del ácido prúsico. El pañuelo no olía a nada más peligroso que a ropa limpia, aunque si lo había utilizado para sujetar la botella envenenada.

Si, había sido una jugada muy arriesgada por mi parte; tan arriesgada como largo había sido el último lanzamiento de Héctor, que había captado el resplandor dorado y luego caído en los árboles donde Gervase murió.