Dos invitados, que no pasaban la noche en Cranleigh Court, se marcharon poco después de las once. Marcus Hunt les acompañó a la puerta principal. Luego regresó al comedor, donde las fichas de póquer ahora estaban apiladas en montones bien hechos de fichas blancas, rojas y azules.
—¿Otra partida? —sugirió Rolfe.
—No —dijo Derek Henderson. Su tono, como de costumbre, era cansado—. Sólo somos tres.
Su anfitrión se quedó junto al aparador y les observó. La casa, larga y baja, con vistas a la región de Kent, estaba tan silenciosa que sus voces se elevaban con alarmante estridencia. El comedor, grande y revestido en madera, estaba suavemente iluminado con candelabros eléctricos de pared que resaltaban los colores sombríos de los cuadros. No es frecuente ver, en una habitación de una casa de campo por lo demás corriente, dos Rembrandt y un Van Dyck. Esos cuadros eran una especie de desafío.
Para Arthur Rolfe, el tratante en arte, representaban una cantidad de dinero que le hacía estremecer. Para Derek Henderson, el crítico de arte, representaban un problema. Lo que representaban para Marcus Hunt no era evidente.
Hunt se quedó junto al aparador, con los puños a la cadera, sonriendo. Era un hombre de estatura mediana, rechoncho y con la cara redonda. Provisto de barba, habría parecido un antiguo ciudadano holandés o un cepillo holandés. La pechera de la camisa le sobresalía con desaliño. Contempló con irónico regocijo a Henderson, que cogió una baraja con sus largos dedos, la cortó formando dos montones y barajó los naipes dando un golpecito rápido con cada pulgar que hizo que las cartas se mezclaran como en un juego de prestidigitación.
Henderson bostezó.
—Chico —dijo Hunt—, me sorprendes.
—Eso es lo que intento hacer —respondió Henderson en tono de hastío. Levantó la vista—. Pero ¿por qué lo dices, en particular?
Henderson era joven, era alto, era delgado, era inmaculado; y llevaba barba. Era una barba rojiza, lo que movía a algunas personas a la hilaridad. Pero él la llevaba con un aire de absoluta naturalidad.
—Me sorprende —dijo Hunt— que disfrutes con algo tan burgués… tan plebeyo… como el póquer.
—Me gusta leer el carácter de las personas —dijo Henderson—. El póquer es la mejor manera de hacerlo.
Hunt entrecerró los ojos.
—¿Ah sí? ¿Puedes leer mi carácter, por ejemplo?
—Con mucho gusto —dijo Henderson.
Con aire distraído se sirvió una mano de póquer, boca arriba. Contenía un par de cincos, y la última carta era el as de espadas. Henderson se quedó mirando fijamente las cartas unos segundos antes de levantar la vista.
—Y puedo decirte —prosiguió— que tú me sorprendes a mi. ¿Te importa si soy franco? Siempre te he considerado el Coloso de los Negocios; el que se arriesga; el del éxito; el tipo que se lo juega todo. Ahora no eres así.
Marcus Hunt se rió. Pero Henderson permaneció impasible.
—Eres astuto, pero cauto. Dudo que alguna vez te lo hayas jugado todo. Otra sorpresa —se sirvió otra mano de cartas— es el señor Rolfe. Es el hombre que, dadas las circunstancias apropiadas, se lo jugaría todo.
Arthur Rolfe se quedó pensativo. Parecía sobresaltado, pero bastante halagado. Aunque en altura y complexión no era diferente a Hunt, no había nada de desaliño en él. Tenía el rostro cuadrado y moreno, llevaba gafas y su frente mostraba preocupación.
—Lo dudo —declaró, muy serio. Luego sonrió—. Una persona que se lo jugara todo en mi negocio se vería metido en problemas. —Recorrió la habitación con la vista—. De todos modos, sería demasiado precavido para tener tres cuadros, con un valor añadido de treinta mil libras, colgados en una habitación desprotegida del piso de abajo, con puertas vidrieras que dan a una terraza. —Un matiz casi frenético asomó en su voz—. ¡Dios mío! ¿Y si un ladrón…?
—¡Maldita sea! —exclamó Henderson inesperadamente.
Incluso Hunt se sobresaltó.
Desde la partida de póquer, la atmósfera se había ido haciendo tensa. Hunt había cogido una manzana de un frutero de plata que estaba encima del aparador. Empezaba a pelarla con un cuchillo de fruta, una hoja fina como una oblea y afilada que relucía a la luz de las lámparas de pared.
—Por poco me corto el pulgar —dijo, dejando el cuchillo—. ¿Qué te pasa?
—Es el as de espadas —dijo Henderson, lánguido aún—. Es la segunda vez que aparece en cinco minutos.
Arthur Rolfe se hizo el tonto.
—Bueno, ¿y qué?
—Creo que nuestro amigo se está haciendo el psicólogo —dijo Hunt, nuevamente de buen humor—. ¿Lees el carácter, o sólo predices el futuro?
Henderson vaciló. Sus ojos se dirigieron hacia Hunt, y luego hacia la pared, sobre el aparador, donde el cuadro de Rembrandt Mujer anciana con gorra le miraba con la inmovilidad y el color de un piel roja. Entonces, Henderson miró hacia la puerta vidriera que daba a la terraza.
—No es asunto mío. —Se encogió de hombros—. Es tu casa y tu colección, y responsabilidad tuya. Pero este tipo, Butler, ¿qué sabes de él?
Marcus Hunt parecía muy divertido.
—¿Butler? Es amigo de mi sobrina. Harriet le conoció en Londres, y me pidió que le invitara a venir aquí. ¡Qué tontería! No pasa nada con él. ¿En qué estás pensando, exactamente?
—¡Escuchad! —dijo Rolfe, levantando la mano.
El ruido que oyeron, procedente de la terraza, no se repitió. No se repitió porque la persona que lo había producido, una joven muy perpleja e inquieta, había corrido ligera y veloz hacia el extremo más alejado, donde se apoyó en la balaustrada.
Lewis Butler vaciló antes de ir tras ella. La luz de la luna era tan clara que se podía ver el mortero entre los ladrillos que pavimentaban la terraza y reseguir el diseño de las urnas de piedra de la balaustrada. Harriet Davis llevaba un vestido blanco con una falda larga y diáfana, que levantó del suelo para correr.
Entonces le hizo una seña a él.
Se encontraba medio sentada y medio apoyada en la barandilla. Sus blancos brazos estaban extendidos, agarrando los dedos la piedra. Su cabello y sus ojos oscuros se hicieron más nítidos a la luz de la luna. El hombre vio que el pecho le subía y bajaba rápidamente; incluso podía ver la sombra de sus pestañas.
—Es mentira —dijo.
—¿El qué?
—Lo que mi tío Marcus ha dicho. Usted le ha oído. —Los dedos de Harriet Davis se apretaron más aún a la balaustrada. Pero asintió con vehemencia, con fiera acusación—. Lo de que yo le conocía a usted. Y que le había invitado. Nunca le había visto antes de este fin de semana. Incluso el tío Marcus está perdiendo la cabeza, o… ¿me responderá a una pregunta?
—Si puedo.
—Muy bien. ¿Por casualidad es usted ladrón?
Lo preguntó con la misma sencillez y naturalidad que si le hubiera preguntado si era médico o abogado. Lewis Butler no era tan tonto como para echarse a reír. Ella se encontraba en ese estado en que, para cualquier mujer, la risa es como sal en una herida abierta; probablemente le habría dado una bofetada.
—Para serle franco —dijo—, no lo soy. ¿Me dirá por qué lo ha preguntado?
—Esta casa —dijo Harriet, mirando hacia la luna— antes estaba protegida con alarmas contra los ladrones. Si tocabas una sola ventana, todo el lugar sonaba como un cuartel de bomberos. Mi tío hizo quitar todas las alarmas la semana pasada. La semana pasada. —Apartó las manos de la balaustrada y las apretó una contra otra—. Los cuadros estaban en el piso de arriba, en una habitación cerrada con llave contigua a su dormitorio. Los hizo bajar… la semana pasada. Es casi como si mi tío quisiera que le robaran.
Butler sabía que aquí tenía que ir con mucho tiento.
—Quizá se trate de eso. —Ella le echó una mirada rápida, pero no hizo ningún comentario—. Por ejemplo —prosiguió él con calma—, supongamos que uno de sus famosos Rembrandt resultara ser falso. Podría ser un alivio no tener que mostrarlo a sus amigos expertos.
La muchacha negó con la cabeza.
—No —dijo—. Todos son auténticos. Yo también pensé en eso.
Era el momento de atacar. Para Lewis Butler, en su inocencia, no parecía existir ningún problema en particular. Sacó su pitillera y le dio la vuelta sin abrirla.
—Mire, señorita Davis, no le gustará esto. Pero puedo decirle que hay casos en que la gente está bastante ansiosa por que les «roben» sus bienes. Si un cuadro está asegurado por un valor superior al real, y entonces una noche es «robado» misteriosamente…
—También podría tratarse de eso —respondió Harriet con calma—. Salvo que ninguno de esos cuadros está asegurado.
La pitillera, que era de metal pulido, resbaló de los dedos de Butler y cayó al suelo. Los cigarrillos se derramaron, igual que derramó y confundió las teorías de Butler. Cuando éste se inclinó para recogerla, oyó un reloj de iglesia que daba las once y media.
—¿Está segura de ello?
—Perfectamente segura. No ha asegurado ninguno de sus cuadros por un solo penique. Dice que es una pérdida de dinero.
—Pero…
—¡Oh, lo sé! Y no sé por qué le estoy hablando de esta manera. Usted es un extraño, ¿no? —Se cruzó de brazos, alzando los hombros como si tuviera frío. Inseguridad, temor y simples nervios asomaron a sus ojos—. Pero tío Marcus también es un extraño. ¿Sabe lo que pienso? Creo que se está volviendo loco.
—No será tanto.
—Sí, adelante —dijo la chica de pronto—. Dígalo: adelante, dígalo. Es fácil. Pero usted no le ve cuando sus ojos parecen empequeñecer, y todo ese aspecto de hombre de campo cordial desaparece de su rostro. Él no es falso; detesta las falsificaciones, y cambia sus costumbres para exponerlos. Pero si no se ha vuelto loco, ¿qué pretende? ¿Qué puede perseguir?
Al cabo de unas tres horas, lo descubrieron.
El ladrón no atacó hasta las dos y media de la madrugada. Primero se fumó varios cigarrillos en los arbustos de debajo de la terraza posterior. Cuando oyó sonar el reloj de la iglesia, esperó unos minutos más y subió con sigilo la escalera que conducía a la puerta vidriera del comedor.
Se levantó un viento frío al final de la noche, en la hora de los suicidios y las pesadillas, que allanaba la hierba y los árboles con un débil susurro. Cuando el hombre miró por encima del hombro, los últimos rayos de la luna le deformaron el rostro: mostraron no un rostro sino una máscara negra de tela, bajo una gorra mugrienta calada sobre las orejas.
Se puso a trabajar en la ventana del centro, con el contenido de un equipo de herramientas plegable no más grande que uno de motorista. Pegó dos cortas tiras de cinta adhesiva en el cristal, justo al lado del pestillo. Luego, con el cortador de vidrio cortó un pequeño semicírculo dentro de la cinta.
Esto lo hizo no sin ruido: crujió como un taladro de dentista en un diente, y el hombre se paró a escuchar.
No hubo ningún ruido como respuesta. Ningún perro ladró.
Sujetando la cinta adhesiva el cristal para que no cayera y se rompiera, el hombre pasó la mano enguantada a través de la abertura y abrió el pestillo. El peso de su cuerpo amortiguó el crujido de la ventana cuando entró por ella.
Sabía exactamente lo que quería. Se metió el equipo de herramientas en el bolsillo y sacó una linterna. Su rayo fue hasta el aparador; rozó la reluciente plata, un frutero y un pequeño cuchillo clavado en una manzana como en el cuerpo de alguien; finalmente, llegó al rostro de bruja de la Mujer anciana con gorra.
No era un cuadro grande y el ladrón lo sacó con facilidad. Arrancó el cristal y el marco. Aunque procuró enrollar la tela con gran cuidado, la frágil pintura se resquebrajó formando pequeñas estrellas que hirieron el rostro de la bruja. El ladrón estaba tan absorto en ello que no se percató de la presencia de otra persona en la habitación.
Era un ladrón incauto; no poseía un sexto sentido que percibiera el asesinato.
En el segundo piso de la casa, Lewis Butler fue despertado por un ruido sordo como el de objetos metálicos al caer.
En toda la noche no había podido conciliar un sueño profundo. Sabía con certeza qué debía de estar ocurriendo, aunque no tenía idea de por qué, o cómo, o a quién.
Butler estaba fuera de la cama y con las zapatillas puestas en cuanto oyó el primer débil estruendo procedente del piso de abajo. Como de costumbre cuando tenía prisa, su batín se enredó y no podría encontrar los agujeros de las mangas. Pero la pequeña linterna estaba ya lista en el bolsillo.
Al parecer aquel ruido no había despertado a nadie más. Barajando ciertas posibilidades, jamás en su vida se había movido tan de prisa una vez consiguió salir de su dormitorio. Sin encender la linterna, bajó dos tramos de escalera alfombrada sin hacer ruido. En el vestíbulo de abajo notó corriente de aire, lo que significaba que en algún sitio habían abierto una puerta o una ventana. Se fue directo al comedor.
Pero era tarde.
Una vez recorrida la estancia con la linterna, Butler encendió las luces. El ladrón aún estaba allí. Pero yacía inmóvil frente al aparador; y, a juzgar por la cantidad de sangre que se veía en su jersey y pantalones, jamás volvería a moverse.
—Eso es —dijo Butler en voz alta.
Un servicio de plata, incluida una tetera grande, se había caído del aparador. El hombre muerto yacía de espaldas entre un montón de naranjas, manzanas y un racimo de uvas aplastado, donde había caído el frutero. La máscara aún cubría la cara del ladrón; su mugrienta gorra seguía calada hasta las orejas; sus manos enguantadas estaban abiertas.
A su alrededor había fragmentos del cristal del cuadro, junto con el marco vacío, y la Mujer anciana con gorra estaba medio plegado bajo su cuerpo. Por la posición de las manchas de sangre más notorias, se podía saber que le habían clavado en el pecho el cuchillo de fruta manchado de sangre que había a su lado.
—¿Qué es esto? —preguntó una voz casi al oído de Butler.
No se habría asustado tanto si le hubieran apretado el cuchillo de fruta en las costillas. No había visto a nadie encender las luces del pasillo ni había oído acercarse a Harriet Davis. La muchacha se encontraba justo detrás de él, envuelta en un kimono japonés, con el pelo oscuro sobre los hombros. Pero, cuando le explicó lo que había sucedido, ella no miró en el comedor; retrocedió, sacudiendo la cabeza violentamente, como un pilluelo a punto de echar a correr.
—Será mejor que despierte a su tío —dijo Butler enérgico, con una confianza que no sentía—. Y a los criados. He de utilizar el teléfono. —Entonces la miró a los ojos—. Sí, está usted en lo cierto. Creo que ya lo ha adivinado. Soy oficial de policía.
Ella asintió.
—Sí. Lo he adivinado. ¿Quién es usted? ¿Se llama realmente Butler?
—Soy sargento del Departamento de Investigación Criminal. Y realmente me llamo Butler. Su tío me hizo venir.
—¿Por qué?
—No lo sé. No me lo dijo.
La inteligencia de la muchacha, aun cuando enturbiada por el miedo, era directa y desconcertante.
—Pero sino dijo por qué quería a un oficial de policía, ¿cómo es que le enviaron a usted? Tendrían que saber por qué, ¿no?
Butler le hizo caso omiso.
—Tengo que ver a su tío. ¿Quiere hacer el favor de subir a despertarle?
—No puedo —dijo Harriet—. Tío Marcus no está en su habitación.
—¿No está…?
—No. He llamado a su puerta antes de bajar. No está.
Butler subió los escalones de dos en dos. Harriet había encendido todas las luces al bajar, pero nada se movía en los pasillos lúgubres y excesivamente decorados.
La habitación de Marcus Hunt se hallaba vacía. Su esmoquin estaba colgado en el respaldo de una silla, la camisa se encontraba sobre el asiento con el cuello y la corbata encima. El reloj de Hunt tictaqueaba fuerte sobre la mesilla de noche. Su dinero y las llaves también estaban allí. Pero él no se había acostado, pues la ropa de la cama estaba intacta.
La sospecha que acudió a la mente de Lewis Butler, al escuchar el débil e insistente ruido de aquel reloj poco antes del amanecer, era tan fantástica que no pudo darle crédito.
Bajó de nuevo, y por el camino se encontró con Arthur Rolfe que salía de otro dormitorio del pasillo. El rechoncho cuerpo del tratante en arte estaba envuelto en un batín de franela. No llevaba las gafas, lo que le daba al rostro una expresión legañosa y hundida. Se plantó delante de Butler y se negó a moverse.
—Si —dijo Butler—. No tiene que preguntarlo. Es un ladrón.
—Lo sabía —dijo Rolfe con calma—. ¿Se ha llevado algo?
—No. Le han asesinado.
Por un momento Rolfe no dijo nada, pero se llevó la mano al pecho, como si sintiera dolor allí.
—¿Asesinado? ¿Quiere decir que han asesinado al ladrón?
—Sí.
—Pero, ¿por qué? ¿Quiere decir que le ha matado un cómplice? ¿Quién es el ladrón?
—Eso es lo que intento descubrir —dijo Lewis Butler.
En el pasillo de abajo encontró a Harriet Davis, que ahora se hallaba en el umbral de la puerta del comedor y miraba fijamente el cuerpo que había junto al aparador. Apenas se movió un músculo de su cara, pero tenía los ojos rebosantes de lágrimas.
—Va a sacarle la máscara, ¿no? —preguntó sin volverse.
Avanzando con cuidado para evitar la fruta aplastada y los cristales rotos, Butler se inclinó sobre el hombre muerto. Apartó la visera de la mugrienta gorra; levantó la máscara negra, que estaba torpemente sujeta con una goma elástica, y descubrió lo que esperaba descubrir.
El ladrón era Marcus Hunt, al que habían apuñalado en el corazón cuando intentaba robar en su propia casa.
—Ése es el problema, señor —explicó Butler al doctor Gideon Fell la tarde siguiente—. Se mire como se mire, el caso no tiene sentido.
Repasó de nuevo los hechos.
—¿Por qué ese hombre iba a robar en su propia casa y robar sus propios bienes? Todos esos cuadros son valiosos, y ni uno de ellos está asegurado. Entonces, ¿por qué? ¿Era un simple lunático? ¿Qué pretendía?
El cálido sol se derramaba sobre la localidad de Sutton Valence, dispersa como una ciudad italiana gris y blanca. En el huerto de detrás de la blanca taberna llamada Tabard, el doctor Gideon Fell estaba sentado ante una mesa de jardín entre avispas, con una jarra de cerveza junto al codo. El doctor Fell iba vestido con un traje blanco de hilo. Su sonrosado rostro acusaba el calor, y su cautelosa vigilancia de las avispas daba un lamentable aspecto a sus ojos mientras reflexionaba. Dijo:
—El comisario Hadley me ha sugerido que podría… mirar aquí. Se encarga la policía local, ¿no?
—Sí. Yo sólo estoy de mirón.
—Las palabras exactas de Hadley han sido: «Es tan descabellado, que nadie más que usted lo entenderá». La adulación de ese hombre se hace más nauseabunda cada día. —El doctor Fell frunció el ceño—. Yo pregunto, ¿encuentra usted extraña alguna otra cosa de este asunto?
—Bueno, ¿por qué un hombre iba a robar en su propia casa?
—¡No, no, no! —exclamó el doctor Fell—. No se obsesione con ese punto. No se deje hipnotizar por él. Por ejemplo —una avispa rondaba cerca de su cerveza y la apartó soplando con fuerza—, por ejemplo, la joven parece haber planteado una cuestión interesante. Si Marcus Hunt no quiso decir para qué quería a un detective en la casa, ¿por qué el Departamento de Investigación Criminal consintió en enviarle a usted?
Butler se encogió de hombros.
—Porque el inspector jefe Ames —dijo— creía que Hunt iba tras algún asunto extraño y quería impedirlo.
—¿Qué clase de asunto extraño?
—Un falso robo de sus cuadros para cobrar el seguro. Parecía el viejo truco de llamar a la policía para no levantar sospechas. En otras palabras, señor, exactamente lo que esto parecía ser hasta que me enteré de que ninguno de esos malditos cuadros ha sido asegurado jamás ni por un penique, lo que hoy he comprobado.
Butler vaciló.
—No puede haberse tratado de una broma pesada —prosiguió—. ¡Fíjese en lo elaborado que está! Hunt se puso ropa vieja de la que se habían quitado todas las etiquetas del sastre y de la lavandería. Se puso guantes y máscara. Cogió una linterna y un moderno equipo de herramientas de ladrón. Salió de la casa por la puerta trasera; más tarde la encontramos abierta. Fumó varios cigarrillos en los arbustos de debajo de la terraza; hemos encontrado sus huellas en el suelo. Cortó un pedazo de cristal… pero todo esto ya se lo he dicho.
—Y después —murmuró el doctor Fell—, alguien le ha matado.
—Sí. El último y el peor «por qué». ¿Por qué iba nadie a matarle?
—Mmmm. ¿Alguna pista?
—Ninguna. —Butler sacó su cuaderno de notas—. Según el médico de la policía, murió de una herida directa en el corazón con una hoja (presumiblemente ese cuchillo de fruta) tan fina que la herida ha sido difícil de encontrar. Había numerosas huellas suyas, pero de nadie más. Pero hemos encontrado una cosa extraña. Varias piezas de la vajilla de plata del aparador tenían arañazos extraños. Parecía como si en lugar de haber caído del aparador en una pelea, hubieran sido apiladas una encima de otra como una torre y después empujadas…
Butler hizo una pausa, pues el doctor Fell meneaba la cabeza hacia adelante y hacia atrás con expresión preocupada.
—Vaya, vaya, vaya —decía—, vaya, vaya, vaya. ¿Y dice usted que no tiene ninguna pista?
—¿No es así? Eso no explica por qué un hombre roba en su propia casa.
—Mire —dijo el doctor con suavidad—, me gustaría preguntarle una cosa. ¿Cuál es el punto más importante de este asunto? ¡Un momento! No he dicho el más interesante, he dicho el más importante. ¿No cree que es el hecho de que han asesinado a un hombre?
—Sí, señor. Naturalmente.
—Menciono el hecho —dijo el doctor a modo de disculpa— porque me parece que corre el riesgo de ser omitido. Apenas le interesa a usted. Sólo le preocupa la mascarada sin sentido de Hunt. No le importa que hayan cortado la garganta a alguien, pero no soporta que le tomen el pelo. ¿Por qué no intenta verlo desde el otro lado y se pregunta quién mató a Hunt?
Butler permaneció en silencio largo rato.
—Los criados quedan descartados —dijo al fin—. Duermen en otra ala en el piso de arriba; y por alguna razón —vaciló—, alguien les encerró anoche. —Sus dudas, incluso sus sueños, comenzaban a cobrar forma—. Se armó un buen revuelo por eso cuando la casa se despertó. Por supuesto, el asesino podía haber sido alguien de fuera.
—Sabe usted bien que no lo fue —dijo el doctor Fell—. ¿Le importaría llevarme a Cranleigh Court?
Salieron a la terraza a la hora más calurosa de la tarde.
El doctor Fell se sentó en un canapé de mimbre con una Harriet abatida a su lado. Derek Henderson, con pantalones de franela, apoyaba su larga figura en la balaustrada. Arthur Rolfe vestía un traje oscuro y parecía fuera de lugar. Las tierras de Kent, de color verde pálido y marrón, que raramente adquirían un tono chillón, ahora estaban radiantes. No soplaba nada de aire, no se movía ni una hoja en aquel calor sofocante; y en el jardín, hacia la izquierda, el agua de la piscina centelleaba con calidez. Butler sentía los párpados pesados.
La barba de Derek Henderson era lánguida y agresiva al mismo tiempo.
—Es inútil —dijo—. No sigan preguntándome por qué Hunt quería robar en su propia casa. Pero les daré una pista.
—¿Cuál? —preguntó el doctor Fell.
—Sea cual fuere la razón —dijo Henderson, estirando el cuello—, era una buena razón. Hunt era demasiado cauto y precavido para hacer nada sin una buena razón. Eso le dije anoche.
El doctor Fell habló con aspereza.
—¿Cauto? ¿Por qué lo dice?
—Bueno, por ejemplo. Saco tres cartas del montón. Hunt coge una. Hago la apuesta; él me ve y sube. Yo lo cubro, y subo otra vez. Hunt se retira. En otras palabras, está bastante seguro de que cubre su mano, pero no tan seguro de que yo tenga mucho más que un par. No obstante Hunt se retira. Así, con mis tres sietes le engaño. Anoche jugó una docena de manos de esta manera.
Henderson se rió entre dientes. Al ver la expresión del rostro de Harriet, se controló y se puso serio.
—Pero claro —añadió Henderson—, anoche tenía muchas cosas en la cabeza.
Nadie dejó de observar el cambio de tono.
—¿Ah, sí? ¿Y que tenía en la cabeza?
—Desenmascarar a alguien en quien siempre había confiado —respondió Henderson fríamente—. Por eso no me gustó que el as de espadas apareciera tantas veces.
—Será mejor que expliques eso —dijo Harriet tras una pausa—. No sé que insinúas, pero será mejor que lo expliques. ¿Te dijo que intentaba desenmascarar a alguien en quien siempre había confiado?
—No. Como he hecho yo, lo insinuó.
Fue el impasible Rolfe quien intervino entonces en la conversación. Rolfe tenía el aire de un hombre decidido a atenerse a la razón, pero le resultaba difícil.
—Escuche —dijo Rolfe—, he oído, en un momento u otro, que al señor Hunt le gustaba desenmascarar a la gente. ¡Muy bien! —Se llevó una mano al pecho del abrigo, en un gesto característico—. Pero ¿dónde, en nombre de la cordura, nos deja eso? Quiere desenmascarar a alguien. Y, para ello, se pone ropa estrafalaria y se hace pasar por ladrón. ¿Es sensato? ¡Se lo digo, era un loco! No existe otra explicación.
—Existen otras cinco explicaciones —dijo el doctor Fell.
Derek Henderson se levantó despacio de su asiento, pero volvió a sentarse ante un gesto violento de Rolfe.
Nadie habló.
—Sin embargo —prosiguió el doctor Fell—, no les haré perder el tiempo con cuatro de ellas. Sólo nos interesa una explicación: la verdadera.
—¿Y usted sabe cuál es la verdadera? —preguntó Henderson con aspereza.
—Creo que sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde que he tenido oportunidad de verles a todos ustedes —respondió el doctor Fell.
Se recostó en el canapé de mimbre, por lo que el armazón de éste crujió. Alzó la barbilla, y asintió con aire ausente como para dar énfasis a algún punto que tenía claro en su mente.
—Ya he hablado con el inspector local —prosiguió de pronto—. Llegará dentro de unos minutos. Y, a sugerencia mía, les pedirá una cosa. Espero sinceramente que nadie se niegue.
—¿Nos pedirá algo? —preguntó Henderson—. ¿Qué nos pedirá?
—Hoy hace mucho calor —dijo el doctor Fell, mirando hacia la piscina—. Les sugerirá a todos ustedes que vayan a darse un baño.
Harriet dijo algo entre dientes, y se volvió como apelando a Lewis Butler.
—Será —continuó el doctor Fell— la manera más educada de dirigir la atención hacia el asesino. Entretanto, déjenme que les haga resaltar un punto que parece haber sido omitido por todos. Señor Henderson, ¿sabe usted algo de heridas directas al corazón efectuadas por una hoja de acero fina como una oblea?
—¿Como la herida de Hunt? No. ¿Qué pasa con ellas?
—Prácticamente no hay hemorragia externa —respondió el doctor Fell.
—¡Pero…! —exclamó Harriet, pero Butler la detuvo.
—De hecho, el médico de la policía ha resaltado que la herida resultaba difícil de encontrar. La victima muere casi al instante; y los bordes de la herida se comprimen. Pero en ese caso —prosiguió el doctor Fell—, ¿cómo es que el difunto señor Hunt tenía tanta sangre en el jersey e incluso le había salpicado los pantalones?
—Bien, ¿qué pasó?
—Él no lo hizo —respondió sencillamente el doctor Fell—. La sangre del señor Hunt no le llegó a la ropa.
—No puedo soportarlo —dijo Harriet, poniéndose de pie—. Yo… lo siento, pero ¿se ha vuelto usted loco? ¿Nos está diciendo que no le hemos visto tumbado junto a ese aparador, manchado de sangre?
—¡Oh, sí! Le han visto.
—Prosiga —dijo Henderson, que tenía bastante pálida la zona cerca de las ventanas de la nariz.
—Admito que es una cuestión fina —dijo el doctor Fell—. Pero responde a su pregunta, repetida hasta la saciedad, en cuanto a por qué el eminentemente sensible señor Hunt decidió disfrazarse de ladrón y hacer de ladrón. La respuesta es breve y sencilla. No lo hizo. Debía de ser evidente para todos —prosiguió el doctor Fell, abriendo los ojos de par en par—, que el señor Hunt estaba tendiendo una trampa para alguien, para el ladrón auténtico.
»Él creía que cierta persona podría intentar robarle uno o varios de sus cuadros. Probablemente sabía que esta persona había probado juegos similares con anterioridad, en otras casas; es decir, un trabajo interno que estaba planeado con gran cuidado para que pareciera un trabajo externo. Asique le facilitó las cosas a este ladrón, para atraparle, con un oficial de policía en la casa.
»El ladrón, triste necio, picó. Este ladrón, invitado de la casa, esperó hasta bien pasadas las dos de la madrugada. Entonces se puso ropa vieja, una máscara, guantes y el resto. Salió por la puerta trasera. Hizo todos los movimientos que erróneamente hemos atribuido a Marcus Hunt. La trampa funcionó. Cuando estaba enrollando el Rembrandt, oyó un ruido. Hizo girar su linterna. Y vio a Marcus Hunt, en pijama y batín, que le miraba.
»Sí, hubo una pelea. Hunt se abalanzó sobre él. El ladrón cogió el cuchillo de fruta y peleó. En esa lucha, Marcus Hunt forzó hacia atrás la mano del ladrón. El cuchillo de fruta hirió al ladrón en el pecho, produciéndole una herida superficial pero muy sangrienta. Eso casi volvió loco al ladrón. Retorció la muñeca de Hunt, le cogió el cuchillo y se lo clavó a Hunt en el corazón.
»Luego, en una casa silenciosa, con un pequeño rayo de luz que emitía la linterna sobre el aparador, el asesino vio algo que le delataría. Vio la sangre de su propia herida que empapaba su ropa.
»¿Cómo se deshará de las ropas? No puede destruirlas, ni llevárselas de la casa. Inevitablemente, ésta será registrada, y las encontrarán. Sin las manchas de sangre, parecerían prendas corrientes colgadas en su armario. Pero con las manchas…
»Sólo puede hacer una cosa.
Harriet Davis estaba de pie detrás del canapé de mimbre, haciéndose sombra en los ojos para protegerlos del resplandor del sol. La mano no le temblaba cuando dijo:
—Se cambió de ropa con mi tío.
—Eso es —dijo el doctor Fell—. Ésta es la triste historia. El asesino vistió el cadáver con su propia ropa, efectuando un corte con el cuchillo en el jersey, la camisa y la camiseta. Luego se puso el pijama del señor Hunt y su batín, prendas que en caso necesario podía decir eran suyas. La herida de Hunt no había sangrado apenas. Su batín se había abierto, creo, durante la pelea; o sea que lo único que podía preocupar al ladrón era una pequeña perforación en la chaqueta del pijama.
»Pero una vez hecho esto, tenía que hipnotizarles a todos ustedes para que creyeran que no había habido tiempo para cambiarse de ropa. Tenía que parecer que la pelea había tenido lugar en aquel momento. Tenía que despertar a los de la casa. Asique armó un estruendo volcando una pila de objetos de plata y se deslizó escaleras arriba.
El doctor Fell hizo una pausa.
—El ladrón jamás habría podido ser Marcus Hunt —añadió—. Hemos sabido que las huellas de Hunt estaban por todas partes. Y sin embargo el ladrón llevaba guantes.
Se oyó ruido de pisadas en el césped, debajo de la terraza, y de unas botas que subían la escalera de la terraza. El inspector de policía local, vestido de uniforme, iba acompañado de dos guardias.
El doctor Fell volvió la cabeza, satisfecho.
—¡Ah! —exclamó, respirando profundamente—. Han venido para ver esa fiesta en el agua, imagino. Es fácil taponar una herida con vendas y algodón, o incluso con un pañuelo. Pero esa herida será infernalmente notoria en alguien obligado a ponerse bañador.
—Pero no podía ser… —gritó Harriet.
Miró a todos. Apretó los dedos en el brazo de Lewis Butler en un gesto instintivo que recordaría mucho después, cuando él la conociera mejor.
—Exactamente —dijo el doctor, resollando con placer—. No podía ser un tipo alto y delgado como el señor Henderson. Seguro que tampoco podía ser una muchacha menuda y delgada como usted.
»Sólo hay una persona que, como sabemos, tiene una altura y complexión parecidas a las de Marcus Hunt, que podía poner su ropa a Hunt sin levantar sospechas. Es la misma persona que, aunque logró taponar la herida de su pecho, ha estado constantemente llevándose la mano al pecho para asegurarse de que la venda sigue en su sitio. Tal como está haciendo ahora el señor Rolfe.
Arthur Rolfe estaba sentado muy quieto, con la mano derecha aún en el pecho de la chaqueta. Su rostro había quedado pálido bajo el implacable sol, pero sus ojos, tras aquellas gafas, permanecieron inescrutables. Sólo habló una vez, a través de unos labios resecos, después de haberle advertido.
—Debería haber tenido en cuenta la advertencia del joven —dijo—. Al fin y al cabo, me dijo que me lo jugaría todo.