Robert conducía su coche lentamente por la avenida del enorme caserón; al verlo, sonrió divertido. Mandy soltó una carcajada. Realmente, aquel edificio era una broma gastada a una viuda respetable. Era de piedra y tenía tres pisos, con un amplio porche que rodeaba tres de sus cuatro fachadas. Se decía que el primitivo edificio, al que se le añadieron después los dos pisos superiores, había sido construido en 1820. Unas altas columnas se erguían hasta la segunda planta, restando importancia a la puerta de entrada, de doble batiente; las ventanas del primero se arqueaban hacia fuera, a pares, y simétricamente espaciadas, y las del segundo seguían la misma pauta. Pero en el tercer piso daba la impresión de que el arquitecto había heredado una colección de ventanas, ninguna de las cuales tenía el mismo tamaño, forma o estilo. Unas se abrían hacia fuera, otras de abajo arriba, algunas tenían rejas, y dos de ellas unas raquíticas persianas. «Una casa extraña de verdad», pensó Robert. En el asiento posterior del coche, el doble letrero iba de un lado para otro al tiempo que tintineaba la cadena que unía las dos partes. En una se leía: «Agencia de Seguros Phillips», y llevaba adornos de estilo colonial; en la otra parte, agresivamente moderna: «Modas Amanda.» Este fin de semana colgaría el letrero, y se instalaría de modo oficial, aunque los de las mudanzas tardarían seis días en venir.

Robert aparcó el coche frente a la fachada posterior de la casa, después miró hacia el bosque, que se extendía al otro lado del patio.

—A veces es necesario que suceda algo muy importante para que se te abran los ojos y te pares a considerar las cosas. En mi caso ha sido el ataque cardíaco, ¿no crees?

Mandy se volvió rápidamente, y él sonrió al ver cómo escrutaba su cara. Ambos sabían que ella no podía evitarlo; después de su ataque al corazón, ocurrido dos años atrás, ella le observaba siempre atentamente a la menor provocación.

—Me refiero a nuestra marcha de la ciudad. ¡Dios mío, una casa de campo! ¡Nosotros, en una casa de campo!

—Tienes razón, esto no parece para nosotros. Tendremos que acostumbrarnos, supongo. Después de veintidós años en diversos apartamentos… —Mandy volvió a reírse al tiempo que abría la portezuela del coche y salía corriendo hacia la puerta posterior de la casa.

Robert la siguió a paso lento, mirándola satisfecho. Mandy era esbelta y ágil, y sus movimientos recordaban, por la fluidez de los mismos, los de un líquido. Llevaba muy cortos sus cabellos negros, aún sin una cana, y sus ojos oscuros brillaban y se humedecían con facilidad. Esto la molestaba, pero prestaba a su mirada una gran tersura y vivacidad. Rebosaba energía, sus músculos eran tensos, y tenía tendencia a la delgadez, contra la que luchaba con un régimen que hubiera obligado a Robert a volver al hospital en una semana.

Mandy canturreaba mientras trabajaba en la casa. Esperaba la llegada de un joven vecino que la ayudaría a ordenar los enseres amontonados en el garaje hasta el techo. Dio una ojeada por la ventana y vio a Robert con dos hombres que vestían sendos monos y que limpiaban el arroyo y reparaban el dique, gracias al cual se formaba un lago en el terreno perteneciente a la propiedad. Los contempló durante varios minutos; Robert, muy derecho y bien vestido, parecía fuera de lugar en aquel ambiente. Le compraría pantalones de pana, y quizá incluso un mono. Trató de imaginárselo con este atuendo, pero no lo logró. En aquel momento vino el muchacho.

El sábado por la noche, tanto ella como Robert estuvieron de acuerdo en que instalarse en una casa era un trabajo agotador.

—Ve arriba y toma un baño mientras lleno el lavaplatos —sugirió Mandy al tercer bostezo de Robert—. Yo subiré dentro de pocos minutos.

Él le dio un beso en el ojo derecho, sin replicar, y salió bostezando de nuevo. Mandy ansiaba andar sola, con su cansancio y su satisfacción, por la nueva casa. Quería tocar el entarimado, pasar la mano por los muebles, disfrutar de su hermosa adquisición. ¿Por qué ninguno de los dos había pensado antes en la posibilidad de abandonar la ciudad? Ahora les parecía algo tan natural. Jamás se había hecho ilusiones de que Robert accediera a marcharse, y, probablemente, él pensaba lo mismo de ella. Si Robert hubiera leído en su interior una sola vez durante todos aquellos años, habría sabido la nostalgia que ella sentía por el campo, por un jardín, por el bosque y por ver crecer las plantas. Dejó por unos momentos su tarea de fregar los platos y se quedó mirando fijamente hacia delante; después reanudó su trabajo con energía. Las personas siempre tienen facetas que los demás desconocen, a menos que quieran descubrirlas preguntando directamente. ¿Cómo podían haber adivinado ellos sus mutuos pensamientos?

Pero ahora ya no importaba. Se encontraban aquí, y les gustaba. Su hija Tippy, de veinte años, también estaba de acuerdo y Laura acabaría por convencerse cuando viniera, aunque de momento era muy contraria a la idea. Se hallaba en París, estudiando arte. Tippy estaba haciendo un curso avanzado de matemáticas en el estado de Pennsylvania. «Ojalá hubieran vivido en un lugar como éste cuando eran niñas y estaban en casa», pensó Mandy con nostalgia. «¡Basta!», se dijo bruscamente a sí misma, apagando la luz de la cocina. Las lámparas de la sala continuaban encendidas; era la única habitación de la planta baja que contenía algunos muebles. Se quedó en el umbral observando los sedosos cortinajes, las sillas blancas y doradas, el diván, y expresó su aprobación con un movimiento de cabeza.

De repente, se tambaleó al tiempo que alargaba la mano en busca de un punto de apoyo, pero no encontró nada. Cerró fuertemente los ojos. En un instante, la habitación había cambiado, volviéndose grotesca, demasiado chillona, inhospitalaria, opresivamente calurosa y, asfixiante. Cuando abrió de nuevo los ojos y miró a su alrededor, la habitación volvía a estar como antes. Pero ella notaba una extraña sensación de ingravidez, aunque el malestar ya había pasado. ¿Indigestión? Había sido algo muy fugaz, el tiempo de cerrar los ojos y volver a abrirlos; quizá sólo dos segundos. Salió de la habitación y se dirigió al panel de interruptores desde donde se controlaban todas las luces de la planta baja. Apagó las lámparas, y en la oscuridad le invadió el terror, sólo el terror. Apretó de nuevo los interruptores y, al volver la luz, se desvaneció su miedo momentáneo. Rió débilmente, pero, cuando volvió a apagar las luces, tuvo la precaución de dejar encendidas las del vestíbulo.

Robert ya dormía cuando entró de puntillas en el cuarto. Sumergida en el agua caliente de la bañera, y ya más relajada, leyó un capítulo de un libro que él había dejado en el baño: El cine escandinavo. Ahora sí que Robert tendría espacio suficiente para una cámara oscura, y una sala de proyección, y para su colección de películas de ocho milímetros…

Robert gimió con un largo e inarticulado sonido de dolor o de protesta. Mandy dejó caer el libro, saltó de la bañera y se encontró junto a la cama, sin tener conciencia de haberse movido, con la bata encima de su cuerpo húmedo. Ahora dormía pacíficamente. ¿Había sido un sueño? Mandy se mordió los labios, hubiera querido despertarle, asegurarse de que estaba bien, pero temió interrumpir su descanso… Entonces sintió un escalofrío, y volvió al baño para secarse. Vio el libro dentro de la bañera y lo sacó; ya no servía para nada. Lo tiró a la papelera y se metió en la cama junto a Robert, acercándose mucho a él. Dejó encendida la luz del cuarto de baño y la puerta entreabierta.

A la mañana siguiente, en tanto que ella preparaba el desayuno, Robert fue al pueblo a comprar el periódico. Mientras comían, hablaron de la casa.

—¿Por qué no ha vivido nadie aquí durante los últimos treinta años? —preguntó Mandy—. Los anteriores propietarios gastaron miles de dólares en mejorar la propiedad, y sin embargo, nadie se ha quedado. ¿Por qué?

—La razón principal es el gasto de miles de dólares. El último comprador se arruinó. Y si no fuera porque ambos tenemos aquí nuestro local comercial, tampoco nosotros podríamos mantenerla, querida. A nosotros nos resultará más barato que dos oficinas en la ciudad, pero para una familia es imposible… —Robert volvió a mirar la página financiera del periódico, pero en seguida levantó la vista—. ¡Oh! Gus Farley me ha dicho que ayer su chico llegó enfermo a casa después de estar aquí. ¿Comió algo? —Ella negó con la cabeza—. Bueno, de todos modos, Gus dice que el chico no trabajará aquí este verano. Siente habérnoslo prometido, pero el caso es que tiene todas sus horas ocupadas.

—Si no podemos conseguir ayuda de la gente del pueblo, nos veremos en un buen lío —dijo Mandy—. Nosotros solos no tenemos tiempo para llevar una casa como ésta.

—Compraré una segadora y cortaré la hierba yo mismo.

—Si es de motor, seré yo quien corte la maldita hierba —replicó rápidamente Mandy.

El lunes recibieron contestación al anuncio de Mandy en el semanario local.

—Ellen Turnbull —dijo Mandy con excitación—; pide permiso para venir a verme el jueves y puede empezar inmediatamente.

—Si puede empezar este mismo jueves, dile que sí. ¡Dios santo! Ya temía que llegaran los muebles y no tuviéramos a nadie para ayudarnos.

—Sí, yo también —confesó Mandy—. Una semana más, cariño, y lo peor habrá pasado. Entonces sólo tendremos que habituarnos a la nueva vida.

El groth se movió lentamente, con gran dolor, e inspeccionó el sello de la puerta cuya alarma había empezado a sonar despiadadamente, avisando que se había producido una entrada. Ellos habían vuelto otra vez. Todos los movimientos que hacía significaban una tortura, y su único deseo era que le dejasen solo, y morir sin ningún esfuerzo ulterior. Volvió a su cama-tanque, un material semirrígido que cedía bajo la masa del groth, se cerraba automáticamente y se llenaba de un líquido que aliviaba, pero que ya no curaba a su ocupante. El groth volvió a sumirse en un sueño agitado.

El sótano de la casa estaba lleno de instrumentos: grabadoras, una pantalla, auriculares y un potente transmisor conectado a una máquina traductora y a un codificador. Había un tanque lleno de un oscuro y espeso cultivo de olat —el alimento del groth— y un equipo que alteraba la atmósfera en el interior de la habitación sellada; la oscuridad era casi total, como la última penumbra del atardecer. La temperatura se mantenía agradablemente a 4,44 °C. Al groth no le faltaba ninguna comodidad durante su estancia en la Tierra, exceptuando la compañía de su pareja, muerta hacía ya mucho tiempo. También él se estaba muriendo, con el amargo convencimiento de que su permanencia en este planeta había sido un fracaso. Dormía con desasosiego, soñando con los mares de Gron donde se divertían los jóvenes. En su sueño había un joven groth que se sumergía hasta las profundidades para coger a su pareja que jugaba a escaparse de él una y otra vez. Los mares rebosaban de olat, y no existían especies peligrosas, lo cual hacía que la vida en aquel lugar fuera feliz y segura. Sus sueños le llevaban repetidamente a los mares de Gron, y su despertar era cada vez más doloroso y triste.

Se despertó con el recuerdo de los sonidos escuchados la noche anterior; surgían del edificio, y resolvió que debía hacer un último esfuerzo. Abandonar su húmedo lecho disminuyó la fuerza emotiva de su decisión, y la esperanza de cumplir la misión se transformó de nuevo en la seguridad de que tampoco esta vez lograría alcanzar su objetivo. La esperanza que le había despertado se fundió en los mares del sueño, y el groth inició la rutina cuya realización era ineludible.

Sacó su ración diaria de olat, midió la acidez del cultivo, añadió líquido para compensar el que había sacado, y volvió a cerrar el tanque. Sorbió el olat y entonces procedió a la comprobación de los sistemas vitales que mantenían el líquido de la cama a la necesaria concentración de ácido sulfúrico, y el aire, a la mezcla precisa de oxígeno, ácido sulfúrico, nitrógeno y pequeñas cantidades de otros elementos. La presión se mantenía constante a medio kilo por centímetro cuadrado, lo cual era satisfactorio. Después de inspeccionar los sistemas, el groth fue hacia la computadora y empezó a introducir datos en la máquina traductora y en el codificador. Ya no dedicaba mucha atención a los datos, ni estaba muy interesado en las tempestades de los océanos occidentales ni en las guerras que estallaban en los distintos puntos de todo el globo, como hogueras en la vertiente seca de una montaña. El equipo instalado por la pareja de groths durante los diez primeros años de su estancia en la Tierra tomaba medidas automáticamente; todos los aspectos de las actividades terrestres eran vigilados y registrados: lluvias, velocidades del viento, temperaturas, cambios de población, operaciones mineras, proyectos de construcción, guerras constantes, la evolución en las industrias de automóviles y aviones, la investigación de la energía atómica, los crecientes adelantos espaciales… Habían analizado concienzudamente todas las lenguas habladas en la Tierra, registrándolas en el computador para hacer posible la comunicación cuando llegase el momento. Se registraban a diario las clases de las Universidades, se copiaban los periódicos, se captaban los programas de radio y televisión para su posterior análisis, se vigilaban las iglesias y se tomaban datos de las distintas religiones; y todo ello era clasificado y archivado por el computador, incluidos también todos los mitos y todos los hechos históricos, con el fin de que el groth pudiera, en su día, estudiar todos los datos y formarse una idea completa.

Pero sólo nueve años después de su llegada, su pareja había sufrido un accidente. Incapaz de creer en la magnitud de la depresión económica que sumió al planeta en la desesperación, la guerra inminente y el fallo del cuadro de previsiones, su pareja había ido a inspeccionar personalmente algunos de los increíbles sucesos que veían centellear en la pantalla de televisión. Mientras su pareja volaba sobre el área totalmente desértica de la región meridional, un tornado, fenómeno desconocido para el groth, surgió de improviso y, sorprendiendo en su vórtice al pequeño aparato, lo había derribado y lanzado contra el suelo a muchas millas de distancia. El terrible calor, los rayos solares y los remolinos de polvo habían atormentado a su pareja mientras intentaba reparar el aparato. Al volver a funcionar, su pareja ya sufría quemaduras mortales. Cuando el groth que permanecía en el vlen captó su agonía, emitida desesperadamente, ya era demasiado tarde para salvarle la vida. El groth moribundo volvió por piloto automático, pero como ya no era capaz de controlar su mente, el dolor que irradiaba se propagó por el aire y alcanzó la casa erigida sobre el vlen, matando á un terrestre, una hembra, y provocando, la locura de otros dos.

El groth comprendió entonces que debía alejar el vlen de los frágiles terrestres que resultaban tan sensibles a sus ondas de pensamiento. Cuando, al año siguiente, empezó a efectuar el traslado, la casa se quedó misteriosamente vacía. El groth esperó acontecimientos. Al instalarse en la casa otros terrestres, volvió a pensar en marcharse de allí, pero era la estación veraniega del planeta, y el groth sabía que el calor minaría sus fuerzas, haciendo el traslado más largo y peligroso que si esperaba la llegada de la estación fría. Se quedó, pues, cerrando fuertemente sus ondas mentales y limitándose a dirigir sus dispositivos electrónicos. Pero los nuevos ocupantes de la casa, en especial los niños, también deseaban huir del calor, y jugaban en el sótano del edificio, muy cerca del vlen. Cierto día, uno de los niños terrestres utilizó unos tentáculos mentales que él mismo ignoraba que poseía, y sintió la proximidad de un ser extraño. El niño gritó de terror. El groth retrocedió ante el momentáneo e inesperado contacto provocado por la mente desconocida y se retorció a la vista de las imágenes que ésta le transmitía, sintiendo un dolor particularmente intenso cuando sus propios nervios respondieron al chorro de luz entrevisto por el niño. Más tarde, aquella misma noche, el groth vio interrumpido su profundo sueño por la repentina intrusión de una mente abierta que buceaba en la suya. El niño terrestre gritó en la cabeza del groth y ambos sufrieron con el contacto desnudo y sin protección. El pequeño no podía romperlo. Se produjo un fallo total de control, y cuando el groth consiguió desenmarañar sus propios pensamientos de los de la mente extraña, el niño se encontraba gravemente enfermo, con una fiebre muy alta. Murió al cabo de una hora.

El groth sintió mucho esta muerte, y se culpó a sí mismo del accidente, pese a que el niño había entrado en contacto con él de modo accidental. Entonces sondeó suavemente el cerebro del otro terrestre que habitaba la casa, pero éste quedó paralizado por el terror. El groth comprendió que jamás podría volver a sondear la mente de un habitante de este planeta y reanudó los preparativos de marcha hacia una región totalmente deshabitada, muy al norte de la actual situación del vlen.

El groth dejó de pensar en el pasado para considerar el presente. Ahora tenía que resolver los problemas sencillos y básicos. De nuevo había gente viviendo en la casa. Se le presentaba una última posibilidad de cumplir la misión de mayor trascendencia, y con la ayuda de uno de los terrestres aún podría conseguirlo. Había pasado todo el verano y el otoño echado en su cama, semiinconsciente. Se despertaba todos los días para atender a los aparatos y después volvía a la vida ficticia de su juventud. Al llegar el invierno, el groth comprendió que su propia muerte no estaba muy lejos. Su respiración era débil y dolorosa, insuficiente, y el mareo que a veces le acometía se prolongaba cada vez más y le dejaba totalmente confuso. Hizo un esfuerzo para desechar el pasado y se preguntó si realmente importaba ya que volviese a haber terrestres a su alcance. Ignoraba si ahora tendría el poder necesario para intentar algo que valiese la pena. El groth sabía que si aceptaba el fracaso, sus últimos actos serían de destrucción. La aceptación del fracaso implicaba inevitablemente la desaparición total del satélite en órbita, de la nave espacial sobre la Tierra, del vlen de aquel sótano del edificio, y finalmente, su propia destrucción.

Abrió su mente con precaución extrema, pero encontró a la hembra terrestre, que, al igual que él mismo, retrocedió ante el contacto. Después sondeó al macho, y se alejó de él con una rapidez todavía mayor. El macho estaba débil, a causa de una lesión cardíaca; no podía sondearle. El groth se quedó pensando en la hembra; intentaría un nuevo contacto con ella.

El jueves, Mandy se sentía cansada como si hubiera estado corriendo durante un mes. Llegó en coche a la casa de campo bajo una lluvia torrencial, pero una vez dentro de ella, la lluvia y el viento se le antojaron muy lejanos. Al enderezarse después de quitarse las botas, se fijó en una mancha de aceite que había en el suelo, junto a la puerta que bajaba al sótano. La abrió y examinó la mancha más de cerca. ¿Quién podía haber derramado el aceite allí? Hizo ademán de tocar el brillante líquido, pero retiró bruscamente la mano y cerró la puerta. Miró hacia el teléfono y lo probó, pero sin esperar que funcionara. Le habían dicho que lo conectarían por la tarde, y todavía eran las once; la señora Turnbull vendría a la una. Tenía tiempo de medir las ventanas del tercer piso y decidir en qué emplearía las habitaciones.

El tercer piso tenía cinco habitaciones pequeñas, dispuestas en hilera, y sus acabados eran toscos: probablemente estaban destinadas al servicio. Había también una estancia muy espaciosa, en forma de L. Aquí instalaría la máquina de coser y las mesas para cortar los patrones, las telas, los accesorios, los estantes…, había espacio para todo. Además, aún quedaba el resto del piso, de pavimento desigual, pero con ventanas. Mientras lo recorría, volvió a pensar en la comodidad de tanto espacio, luminoso, caliente, aireado…, y rodeado de la paz más absoluta.

Se detuvo en su inspección y escuchó. La quietud era tan profunda, que en aquellos momentos lamentó no tener una radio, o no estar un poco más cerca de la carretera, o del pueblo. Daba la impresión de que la casa estaba conteniendo el aliento.

Frunció el ceño, enfadada consigo misma. Nunca había sido timorata ni temido la soledad. Y la casa no tenía nada de alarmante; era una casa alegre, acogedora. Terminó rápidamente de medir las ventanas, silbando entre dientes mientras lo hacía.

A las doce y media, hizo café y abrió una lata de copa para el almuerzo. Ahora la lluvia caía furiosamente sobre la casa. No tenía ningún deseo dé salir para recoger las cortinas que había dejado en el coche.

La señora Turnbull apareció cuando Mandy estaba lavando los platos. Debía de tener unos cincuenta años, llevaba el pelo teñido de rojo, ostentaba un incipiente bigote que debía requerir frecuentes afeitados y sus piernas recordaban a las de un futbolista. Sus ojos muy azules no dejaron de mirar a su alrededor con suspicacia mientras hablaba con Mandy.

—¿Usted es la señora Phillips? Soy Ellen Turnbull. Gus Farley me ha dicho que necesita una asistenta. Pero me es imposible quedarme a dormir; tengo un chico que va a la escuela y una hija con su bebé que también vive conmigo. No puedo quedarme fuera de casa por la, noche.

Al cabo de un cuarto de hora, Mandy había aceptado sus servicios.

—¿Puede empezar mañana? —preguntó Mandy.

—Vendré a las nueve. ¿Me da una nave?

—¿Una llave? Por supuesto. Pero tendré que hacerme otra…

—Démela y yo me encargaré de esto. ¿No estará usted mañana a las nueve, verdad? ¿Cuándo vienen los de las mudanzas?

—A la una —repuso Mandy. Buscó en silencio la llave, que tenía en el monedero, y la entregó a la mujer del pelo rojizo. «Quizá no lo lleve teñido», pensó dé improviso.

Cuando la señora Turnbull se hubo ido con la llave, Mandy se dio cuenta de que ni siquiera le había pedido referencias. Pero pensó que no valía la pena con una mujer como aquella: su aspecto ya era suficiente referencia. Mandy se echó a reír, y cuando levantó el auricular del teléfono, la línea ya estaba conectada. Marcó con gran alegría el número de la oficina de Robert, y empezó a silbar mientras esperaba que le contestara.

Robert opinó que había hecho bien en seguir su intuición en lo que concernía a la señora Turnbull.

—Haré discretas indagaciones sobre ella en el pueblo —dijo—. Por lo que me cuentas, parece una joya. ¿Por qué no le dices mañana que venga su hijo a echarme una mano en el patio?

Mandy colgó, sonriendo, y decidió ir a buscar las cortinas y colgarlas mientras esperaba la vuelta de su flamante asistenta con la llave de repuesto. Se puso el abrigo y corrió hasta el coche. La lluvia ya no caía oblicuamente, pero seguía siendo torrencial. Cubrió cuidadosamente los cortinajes con varias sábanas y corrió de nuevo hacia el porche de la parte de atrás, donde comprobó que, sin darse cuenta, había cerrado la puerta al salir. Dio varias vueltas al pomo con exasperación, pero estaba echado el cerrojo y no había forma de abrir. Pateó furiosa, mirando fijamente la puerta y preguntándose cuánto tardaría en volver la señora Turnbull pues no le quedaba más remedio que esperarla a la intemperie. Sabía que todas las ventanas estaban cerradas, protegidas, además, por los postigos, como precaución, contra las tormentas. Entonces recordó la puerta del sótano, y se inclinó sobre la barandilla de la escalera para ver si también estaba cerrada. La habían dejado abierta por si venía el encargado de encender la caldera, y no recordaba haber bajado a cerrarla, ni creía que Robert lo hubiera hecho. Dudó unos momentos, pero una ráfaga de viento la empapó de lluvia, y entonces decidió ir a echar un vistazo. Dejó las cortinas sobre la barandilla, bajó corriendo los peldaños y encontró abierta la puerta del sótano. Hacía calor, allí, y olía a cerrado y un poco a azufre… Fue apresuradamente hacia las escaleras que conducían a la cocina. A mitad de camino volvió a notar aquella sensación.

De improviso, su visión de los escalones y de la puerta cerrada se transformó, desenfocándose, convirtiéndose en algo diferente, extraño, irreconocible y amenazador. Se agarró a la barandilla, luchando contra el miedo, un miedo espantoso. Cerró con fuerza los ojos al ver cómo se movían y aumentaban de volumen los escalones. Pensó que iba a caerse, y entonces oyó un gemido. Sintió que la cabeza se le hinchaba, que aumentaba de tamaño, causándole un dolor insoportable. Pero bruscamente, del mismo modo que había empezado, la sensación desapareció, tan de repente, que la hizo tambalear, y se hubiera caído por las escaleras de no ser por un movimiento reflejo de sus manos que se asieron fuertemente a la barandilla. Se quedó medio sentada durante unos momentos, tratando de recobrar el aliento y esperando a que el corazón le latiese con normalidad. Respiraba espasmódicamente, y no podía serenarse. Subió a gatas los escalones hasta alcanzar la puerta, pero al traspasar el umbral tocó con una mano aquella extraña mancha de aceite, que le produjo al momento una fuerte quemadura. Corrió a la fregadera y se lavó la mano, llorando de dolor; toda la palma estaba enrojecida.

Cuando Ellen Turnbull volvió con las llaves, Mandy estaba bebiendo una taza de café y fumando un cigarrillo.

—¿Se encuentra bien, señora Phillips? ¿Está enferma?

—Me quedó cerrada fuera y tuve que entrar por el sótano, y como una estúpida, me caí por las escaleras —explicó Mandy, asiendo fuertemente el asa de la taza. ¿Qué otra cosa podía decir? Había sido algo muy fugaz, y cuando hubo pasado, se sintió completamente normal. ¿Qué otra cosa podía decirle a aquella mujer?

La señora Turnbull, tras mirarla unos segundos, abrió la puerta del sótano.

—Tenía barro en los zapatos —dijo—, y por eso resbaló. —Se volvió a mirar a Mandy—. ¿Está segura de no haberse hecho daño? La veo muy pálida. —Mandy negó con la cabeza—. Bueno, será mejor que quite este barro antes de que alguien vuelva a resbalar.

Desapareció, volviendo en seguida con una toalla de papel que tiró al cubo de la basura. Entonces salió por la puerta que daba al patio y volvió con las cortinas.

—Se las ha dejado olvidadas en la barandilla —dijo.

—Sí…, las colgaré mañana —murmuró Mandy—. Hoy no haré nada más. Me iré con usted.

«¿Qué otra cosa podía decir?», se preguntó Mandy mientras se alejaba en el coche. ¿Cómo podía explicárselo a Robert? ¿Cómo describir algo completamente extraño a cualquier experiencia humana? No había palabras para hacerlo; ni siquiera de modo aproximado. Extraña, diferente, ominosa. La palabra terror se le parecía, pero tampoco era exactamente terror. No conocía ninguna palabra que pudiera describirlo. Sus manos y pies conducían el coche, mientras ella miraba fijamente hacia delante; la hora de trayecto que la separaba de la ciudad pasó pronto. Cuando llegó al piso, empezó a pasearse arriba y abajo, y al final decidió que no explicaría a Robert lo sucedido. Él lo achacaría a los nervios, o a una indigestión; le diría que la caída, la quemadura, el terror, eran parte de un breve desmayo que había sufrido, y que el desmayo se debía al cansancio. El traslado, las compras, la costura, tomar medidas y más medidas… Estaba tan cansada que ya no reconocía los síntomas de la fatiga, y se engañaba atribuyéndolos a otras causas.

Cuando llegó Robert, le dijo simplemente que había resbalado sobre el barro de las escaleras del sótano, y él estuvo muy solícito y le dio un masaje en la espalda y en las piernas.

El groth sabía que esta vez tendría que esperar pacientemente a que los nuevos inquilinos se instalaran en la casa. Seguramente se quedarían a vivir en ella de una forma permanente. Esto parecía confirmar la vuelta de la receptiva hembra terrestre. El groth ignoraba si tenía tiempo para esperar, así que decidió tantearla con mucha cautela. Había olvidado la distorsión con que veían el mundo, la fuerza de su iluminación, los ángulos agudos que usaban, las superficies brillantes y los colores chillones y cegadores. Sintió nostalgia por los amables mares de Gron donde podría curarse, aliviado por la frescura de sus aguas, y por la suavidad de las formas, siempre sumidas en la penumbra y siempre redondeadas.

Hacía mucho tiempo que el groth había aprendido que los terrestres utilizaban la luz del mismo modo que los groth utilizaban las sombras en Gron. Allí los ojos reposaban en las sombras profundas, en las formas redondas, en las curvas, buscando siempre la oscuridad más densa; aquí, en la Tierra, la luz se reflejaba en los objetos y en las superficies, hacía daño a los ojos, y los obligaba a moverse de un lugar a otro para lograr el mismo fin: forzarlos a ver el conjunto, en lugar de sólo una parte. La dificultad estribaba en el efecto que dichas superficies brillantes y relucientes producían en los enormes ojos de los groth, cuya reacción inmediata era la misma que sufren los ojos de los terrestres después de contemplar durante varias horas un campo nevado a pleno sol. Dolor, alucinaciones, y ceguera, que en ocasiones podía ser permanente. El groth no pudo controlar la terrible sensación de que la superficie se le echaba encima, aun sabiendo que sólo se trataba del cegador reflejo de la luz. Pero, peor todavía que el sufrimiento físico era el odio instantáneo e intenso que inspiraba aquel contacto: un odio semejante a una fuerza potente que absorbiera la energía del groth. Fue él quien la tocó, pero le pareció que la fuerza invasora era ella. El groth se liberó bruscamente, y desde una distancia prudencial, vio cómo la hembra perdía el equilibrio.

Todos los groth poseían cualidades extrasensoriales, pero sólo un pequeño porcentaje tenía el poder de controlar y ordenar el proceso a un alto nivel. El entrenamiento facilitaba el dominio del conjunto de neuronas hasta el punto de que la mente del groth era como una habitación cuya puerta estuviera abierta, pero más resguardada de cualquier intrusión que si la protegieran siete llaves. El groth perfectamente entrenado jamás entraba en la mente de otro sin invitación, a menos que le moviera un propósito puramente terapéutico, o si la mente que debía penetrar no estaba en situación de dar su consentimiento. Cuando un groth que carecía de entrenamiento buceaba en una mente entrenada, hallaba imágenes familiares, conceptos elementales comunes, pero ningún pensamiento formado ni conversaciones mentales organizadas. Entonces no había sacudida alguna. El groth invadido se limitaba a retirarse, si el contacto persistía, y ahí acababa todo. Pero ser invadido por una inteligencia extraña implicaba para ambas mentes una conmoción perturbadora, revelando ambas una imagen del mundo totalmente distinta, y unos temores dominantes que eran irracionales, pero ineludibles. Si el poder invasor era grande, como el que poseían los terrestres, había el peligro de que la conmoción del groth se comunicara a la de la mente invasora antes de que el contacto pudiera ser interrumpido. En esto residía el peligro: provocar la locura.

El groth se retiró por completo, para serenarse y reflexionar. Aún ignoraba si le sería posible utilizar a aquella hembra. Vendrían otras personas; se lo había oído decir. Lo intentaría con ellas antes de tomar una decisión. Tenía que utilizar a alguna si no quería perder una oportunidad inestimable.

Cuando el planeta fue descubierto, en 1896, año terrestre, y 14395, año de Gron, el entusiasmo de los habitantes de este último rozó casi la exaltación. Nunca habían encontrado un mundo situado en el preciso umbral psicológico que conduciría a una civilización tecnológica durante el término de vida de los groth. Se hicieron planes para el envío de observadores, y se programaron las computadoras para estimar la medida del progreso alcanzado en aquel planeta recién descubierto. Se calcularon fechas terrestres para los probables avances: en 1965, descubrimiento de la energía atómica; en 1980, primer satélite espacial; en 1995, primera nave tripulada en órbita; en 2010, alunizaje; 2040, aterrizaje en el planeta más próximo; en 2150, listos para comunicarse con una civilización extraterrestre. Se planeó la primera estación de Gron para la observación constante de la Tierra, con computadoras y satélites espías en órbita. Para esta fase de la operación se calcularon cuarenta años de Gron, transcurridos los cuales se previo una discreta retirada, posiblemente hacia el planeta más alejado del sistema. En términos terrestres, esto significaba que el primer aterrizaje se haría en 1920, y que los groth permanecerían allí hasta 1973. Cuarenta años de Gron, cincuenta y tres años terrestres. Se consideró particularmente necesaria la presencia de observadores en la Tierra mientras los terrícolas descubrían y ensayaban la energía atómica, fase tras la cual, al comenzar los terrestres la exploración del espacio exterior, un satélite de procedencia extraterrestre en su firmamento ya no les confundiría ni inspiraría sentimientos suspicaces y agresivos.

Se sabía que la Tierra era un planeta peligroso para un groth; se trataba de un mundo caliente, y la atmósfera rica en oxígeno era más densa que aquella a que estaban acostumbrados; peligrosamente densa y pegajosa. El exceso de oxígeno provocaba una reacción peculiar en la composición química de sus cuerpos, haciéndoles perder con la orina y el sudor más cantidad de azufre de la que convenía a su salud. Además, el espectro de las ondas electromagnéticas procedentes de la estrella de este mundo estaba menos moderado por la distancia —Gron se hallaba a trescientos cincuenta millones de kilómetros de su astro—, lo cual significaba una acción brutal de los rayos ultravioleta e infrarrojos sobre la piel de los groth, y en especial sobre sus enormes ojos, protegidos únicamente por un fino párpado, perfecto para los mares de Gron y sus frescos y tenebrosos continentes, pero inadecuado para la superficie terrestre. Se diseñaron especiales lentes de contacto, que protegían, pero causaban, no obstante, cierta irritación en sus ojos. La alcalinidad de las aguas terrestres era venenosa para el groth, lo cual significaba otro inconveniente. Pero, por otra parte, existía la ventaja de que los terrestres, con la arrogancia típica de los planetas en vías de desarrollo, no creían en otras formas de vida. Esto protegía a los groth en el momento en que su presencia se hiciera evidente. Por lo tanto, aunque se trataba de una misión ciertamente arriesgada, las ventajas superaban a los inconvenientes, y al final del período indicado por las computadoras, otra potencia mundial vendría a unirse a las familias interestelares. Otra cosa igualmente importante era que, por primera vez, podría ser estudiada una raza que atravesaba un período de los mayores cambios imaginables. Se eligió a una pareja de groth, ambos especialmente entrenados en el uso de todos sus instrumentos, con extraordinarias dotes ultrasensoriales y facultades de penetración enormemente desarrolladas. Pero sólo vivía uno de ellos para llevar a cabo su misión.

Una semana después de haberse instalado, Mandy se paseaba por la casa mientras esperaba a que Robert terminase el trabajo de la oficina, que realizaba en unión de su socio, Eric, y la colaboración de Grace, la secretaria. La casa resplandecía bajo el sol del atardecer, que se filtraba por las ventanas de la fachada principal, por los cristales dobles de la puerta y por las amplias ventanas que coronaban ésta. El tiempo lluvioso y frío había cedido el paso a una serie de días soleados. Recordó vagamente el terror que había sentido en la casa en dos ocasiones diferentes, y se encogió de hombros. Entonces se encontraba muy cansada, y, aunque seguía estándolo, ya no era la fatiga que sintiera la semana anterior. Repasó la habitación de los huéspedes, que destinaba a Dwight. El dormitorio del lado izquierdo era el de Eric, que ya había pasado dos noches en la casa. Eric tenía treinta años y era un hombre soltero y muy simpático, que se contentaba con trabajar en la compañía de seguros sin ambicionar nada más, aunque Mandy tenía la seguridad de que cuando fuese el dueño absoluto de la agencia, ampliaría el negocio fácilmente y sin esfuerzo, lo cual no le importaba; lo que no quería era que Robert tuviese más trabajo.

Mandy estaba en el vestíbulo de arriba, sobre las oficinas, cuando oyó abrirse la puerta y la voz de Grace, que decía:

—¿No has sentido nada en absoluto, Robert? Yo lo he advertido durante unos segundos en cuanto he llegado esta mañana. Nada extraordinario, ni muy desagradable, pero sí algo.

—Es de esperar que una casa como ésta tenga sus fantasmas —comentó Eric con ligereza, y Grace le replicó:

—Jamás en mi vida he esperado que una casa tenga fantasmas. Y no he dicho que ésta los tenga. Sólo he dicho que he sentido algo extraño, y nada más.

Eric se rió, y sus voces se alejaron. Entonces Mandy se acercó a la barandilla y vio los cabellos grises y muy rizados de Grace y la cabellera castaña y demasiado larga de Eric. Caminaban juntos hacia la fachada delantera de la casa. Miró su reloj de pulsera: las cuatro y media, hora del aperitivo. Bajó rígidamente las escaleras.

Se dirigió a la cocina, donde Ellen Turnbull preparaba una bandeja con el cubo de hielo, los vasos, el queso y las galletas.

—He pensado que desearían esto con las bebidas —dijo.

—Gracias, yo lo llevaré —contestó Mandy.

—Mike vendrá conmigo mañana por la mañana —dijo la señora Turnbull—. ¿Por dónde quiere que empiece, por el garaje o por el patio?

—Creo que será mejor por el garaje. Iría muy bien si pudiera quitar las cosas suficientes para poder meter los coches. —Cogió la bandeja, y apoyando el hombro contra la puerta, preguntó—: ¿Cómo está el chico de Farley?

—Pete Farley ha visto demasiados seriales de televisión, eso es todo. Ya ha vuelto a la escuela. Como le dije, sólo fue un empacho. También se lo dije al estúpido de Gus.

Cuando Mandy entró en el salón, Eric y Grace discutían si la chimenea sería suficiente para calentar la habitación. Siempre discutían fuera de la oficina; según Mandy, la culpa era del instinto maternal de Grace. Eric decía:

—Dejadme encender el fuego y veréis cómo calienta. Es lo mejor, con este clima.

A diferencia de Robert, Eric parecía estar en su ambiente en el campo; vestía un pantalón de franela, un jersey y calcetines de lana. Mientras hablaba, hizo una bola con los periódicos, la colocó en la chimenea, junto con tres troncos, y la encendió con una cerilla. Los troncos estaban muy secos, y prendieron sin dificultad. Pronto las llamas empezaron a crepitar. Robert se acercó con las bebidas y se sentó en el sofá, al lado de Mandy. El fuego daba mucho calor, y como los rayos del Sol entraban casi horizontalmente, la habitación resultaba acogedora y alegre.

Eric y Robert empezaron a comentar en voz baja los problemas relativos al traslado del negocio, y Grace hizo un gesto de resignación. Se dirigió a Mandy:

—¿De verdad no te han dicho nada de esta casa? No puedo imaginarme que una casa esté vacía tantos años sin que se oigan ruidos, o se vean luces, o la gente chismorree.

Robert apretó brevemente la mano de Mandy mientras decía:

—Claro, la semana pasada ocurrió lo de Pete Farley. Trabajó aquí unas horas y volvió a casa muy enfermo. No pudo ir a la escuela durante dos días; tenía mareos, nerviosismo, náuseas, pero el médico no encontró la causa. La gente dice que es culpa de la casa.

Mandy no pudo controlar un estremecimiento de su propia mano; Robert la miró en aquel momento y le guiñó un ojo. Estaba bromeando con Grace, y pensaba que Mandy le seguía el juego. A ésta le pareció increíble que él no notase lo mucho que le desagradaba esta conversación. Bebió un gran sorbo y se levantó.

—La cuestión no es lo que piensa la gente, sino lo que piensa el chico —dijo Grace—. ¿Está dispuesto a volver a trabajar aquí?

—Su padre le ha prohibido que vuelva —replicó Mandy con sequedad, mientras se encaminaba hacia la puerta—. Tengo que vigilar el asado; vuelvo en seguida.

Ellen ya se había ido; el asado se estaba dorando y despedía un ligero olor a ajo. Mandy cerró el horno. Se sirvió una taza de café y empezó a sorberlo, deseando que Tippy y Dwight estuvieran allí. Se preguntó si Grace ya habría abandonado el tema de la casa y su hipotético fantasma; ella no quería hablar del asunto ni que los demás volvieran a mencionarlo en su presencia.

Tippy y Dwight no tardaron en llegar, y la reunión se animó; hubo bromas, chismes universitarios, la cena, y el inevitable recorrido por toda la casa. Tippy era alta, esbelta, casi demasiado delgada y muy bonita; los cabellos negros le cubrían media espalda y sus ojos, rasgados como los de Mandy, pero mucho más pintados, resaltaban en su rostro desprovisto de maquillaje. Llevaba pantalones negros y una túnica blanca; aquella noche, parecía una hermosa modelo de la portada de una revista. Fumaba demasiado e irradiaba una energía desbordante que algunas veces resultaba agotadora. Poseía auténtica intuición para las matemáticas, cualidad que la volvía impaciente cuando una persona no comprendía algo en seguida.

Dwight tenía veinticuatro años, había terminado el doctorado en literatura neolatina, y ya era autor de un libro sobre literatura española. Trabajaba en una editorial de libros de texto. Mandy no lo había dicho nunca, ni siquiera a Robert, pero opinaba que Dwight era insoportablemente aburrido. Hacía tres meses que Tippy y Dwight eran novios.

Mandy logró por dos veces desviar a Grace del tema de las casas encantadas, y en cuanto Tippy se llevó a Eric y a Dwight a visitar el resto de la casa, Mandy dijo:

—Grace, te ruego que no hables más de esto. Tippy es demasiado joven y tiene mucha imaginación…

—¡Tippy! —exclamó con incredulidad Grace—. A esta niña no la asusta ni el mismo diablo.

—Le entusiasma la casa, y no me gustaría que suscitaras dudas en su mente…

Grace vaciló, y terminó por encogerse de hombros.

—Las dudas le vendrán por sí solas cuando tenga esa sensación. Yo ya la he tenido.

—¿De qué sensación hablas?

—¿No te lo ha contado Robert? —Grace se acercó más a Mandy y bajó la voz—. Lo siento, Mandy; estaba segura de que Robert te había dicho algo; de otro modo, yo no hubiese mencionado el asunto. Esta mañana he experimentado algo extraño, como una repentina sensación de pánico: todo se ha desenfocado a mi alrededor.

En aquel momento, en el piso de arriba se oyó un agudo chillido, y ambas mujeres se levantaron de un salto. Mandy fue más rápida que Grace; salió corriendo y subió las escaleras a toda prisa. Oía vagamente la voz de Tippy y, detrás de ella, a Grace llamando a Robert, que había ido a las oficinas.

—¡Tippy! ¿Dónde estás?

Se abrió la puerta del tercer piso y salieron Tippy y Dwight, seguidos de Eric. Tippy se encontró con Mandy en el descansillo de la escalera y se abrazó a ella.

—¡Mamá! Algo… me ha tocado, ¡por dentro! Algo… caliente… —Estaba temblando. Mandy la apretó contra su pecho y miró a Dwight.

—¿Qué ha sucedido?

—No lo sé. Nos hallábamos en las habitaciones vacías y no había luz. Eric tenía cerillas, pero no veíamos casi nada. Tippy estaba cerca de mí cuando ha empezado a gemir y, cuando la he tocado, ha lanzado un grito.

Robert se unió a ellos, y Mandy pensó que no debía haber subido tan de prisa las escaleras; estaba pálido. Tippy empezó a recobrar el aliento y el color volvió a su rostro. Mandy se imaginó su propia palidez.

—¡Dios mío! —murmuró Tippy de pronto, con voz clara y expresión asombrada—, ¡tenemos un fantasma!

—Esta casa no está encantada —sentenció Robert con severidad, un cuarto de hora después. Estaban en la sala; Mandy en el sofá, con Dwight y Tippy, Eric atizando el fuego, que crepitaba débilmente, y Grace y Robert en las dos sillas doradas. Tippy se sentía demasiado excitada para permanecer quieta. Empezó a pasear, con el ceño fruncido y fumando.

—Puede que tú no lo creas, papá —dijo—, pero yo tengo la impresión de que alguien me ha tocado. Nunca había sentido nada semejante.

—¿Os convencéis ahora de lo contagioso que es decir tonterías? —reprochó Robert, mirando a Grace.

—Esto no es justo —protestó Mandy—. Grace no ha dicho una palabra a Tippy. Nadie le ha hablado de nada.

Eric seguía atizando el fuego. Entonces se volvió y dijo tranquilamente:

—Debe de haber algo en el tercer piso.

—¡Por Dios! —exclamó Robert, pero Eric continuó:

—Vamos, Robert. Está claro que ha sucedido algo. —Miró a Tippy, que se había detenido y le contemplaba atentamente.

Robert hizo tintinear el hielo de su vaso, fijando en él la mirada. Mandy sabía que estaba muy enfadado. Detestaba los misterios; no creía en ellos. Para él, cualquier cosa que se saliera de lo corriente se debía a los nervios o una indigestión. Una tableta, o una visita al médico, o un simple esfuerzo de voluntad era la única solución que estaba dispuesto a aceptar. Mandy pensó que su marido siempre se negaba a admitir las cosas que no tenían un nombre, porque eran las más peligrosas, y por ello clasificaba todos los sucesos anormales, para poder olvidarlos.

—Eric —dijo Dwight—, no hablemos más del asunto. Arriba hacía calor y el silencio nos ha afectado. Yo también he notado la falta de aire y una quietud inusitada. Pero eso ha sido todo.

Mandy reprimió un gesto afirmativo; Dwight se parecía muchísimo a Robert.

—Ha sido algo más —replicó Tippy con firmeza—. Eric tiene razón. Hemos de considerarlo con lógica y tratar de comprender de qué se trataba. —Sonrió a Robert, que miraba enfadado a Eric y también a ella—. Cálmate, papá. Es un problema mío, y no es preciso que intentes resolverlo, si no quieres. —Entonces se volvió hacia Grace—. Comparemos notas. ¿Qué es lo que me has dicho? ¿Tú también has sentido algo aquí?

Grace miró a Mandy, la cual se encogió de hombros, entonces, Grace dijo:

—No estoy segura de nada. De pronto he sentido un pánico absoluto, me ha dolido la cabeza y todo ha empezado a girar.

Vació su vaso de un solo trago. Tippy asintió:

—Ya somos dos. Yo ignoraba lo tuyo, o sea que no se trata de una pura sugestión. He sentido lo mismo que tú. Me ha parecido que un alambre caliente me tocaba la cabeza. Caliente y vivo. La luz de la cerilla se ha retorcido y me he visto obligada a cerrar los ojos. Las cosas tenían un aspecto horrible. —Miró a Robert—. Papá, es inútil decir que no ha ocurrido nada, porque no es cierto. Ha ocurrido ya dos veces.

—No, tres veces, o quizá cuatro —intervino Mandy, con acento de cansancio. Contó sus dos experiencias, y Robert se quedó mirándola con incredulidad—. Yo pensaba que tú también lo habías notado, cariño —añadió—, la semana pasada, mientras dormías. Te oí gemir, no sé si de dolor, o de miedo. Pero fue sólo un momento, y en seguida volviste a la normalidad.

—¡Por todos los santos! —exclamó Robert de pronto—. ¡Las tres mujeres hablando de nervios y de histeria colectiva! ¡Pensad un poco en lo que estáis diciendo! Todo porque un niño estúpido cayó enfermo y su padre es un idiota. Mandy, tú sabes cómo ha empezado todo esto, ¿verdad? Aquel niño enfermo. Probablemente fumó un par de cigarrillos y le marearon. Y ahora te empeñas en dar al caso un aura de misterio y haces que Grace y Tippy piensen lo mismo.

Mandy se quedó mirándole, deseando darle crédito, esforzándose por creerle. Se acordó de los ángulos repentinamente torcidos de los escalones, pronunciados, extraños, y después se miró las manos que descansaban en la falda. Grace se levantó.

—Tengo que irme ya —dijo. Miró a Tippy, y luego a Mandy—. ¿Estáis bien las dos? ¿Queréis queda…? —No terminó la pregunta, sino que añadió con más animación—: Bueno, me voy.

Robert la acompañó hasta el coche; durante su ausencia, Eric dijo:

—Tippy, este fin de semana tengo el apartamento vacío. ¿Quieres…?

—¡Acaba de una vez con estas tonterías! —se encolerizó Dwight.

—¡Oh, Dwight, cállate! —intervino Tippy. Miró sonriente a Eric—. ¿Por qué no te vas tú, si piensas que aquí pasa algo raro?

—Pues, porque siento curiosidad. Yo tampoco creo en los fantasmas, ¿sabes?

—Muy bien, ninguno de nosotros cree en fantasmas, y, sin embargo, aquí hay algo, invisible a nuestros ojos, que es terrible, espantoso y repugnante. Nosotros estamos cuerdos, somos responsables y sensatos —continuó, con algo de ironía—, pero aquí hay algo que no va bien.

Sintió un escalofrío y cruzó los brazos, acercándose después al fuego.

Robert volvió y les miró con suspicacia. Se sirvió otro vaso; Mandy estuvo a punto de reprocharle que bebía demasiado, pero no dijo nada. Todos necesitaban un trago o dos más.

Charlaron otro rato antes de irse a dormir; después, Mandy y Robert se retiraron a su habitación. Ella sabía que Robert aún seguía enfadado, y hablaron poco antes de acostarse. Oyó a Eric que añadía más leña al fuego, pero, poco a poco, la casa se quedó en silencio. Mandy, ya en la cama, miraba el techo; Robert se había quedado dormido, después de estar mucho rato inmóvil a su lado. Pensó en el pasado, cuando una pelea a la hora de acostarse provocaba sus lágrimas, que aún eran más abundantes después de la reconciliación. Sonrió, y le tocó suavemente la espalda; empezaba a adormecerse cuando, al poco rato, se despertó con sobresalto. No quería dormirse; tenía que hacer una tentativa.

Eran casi las tres y media. Se levantó cautelosamente de la cama, se puso la bata y las zapatillas y abandonó la habitación sin el menor ruido. Eric había dejado encendidas las luces del vestíbulo, tal como ella le había pedido y las sombras formaban extraños contornos frente a las ventanas. Las puertas de los dormitorios estaban cerradas, y el silencio reinaba en la casa. Bajó las escaleras, y al llegar a la planta baja empezó a llamarle, sin emitir ningún sonido, concentrándose en las palabras que pensaba para que él las captara:

«¡Tú, quienquiera que seas! ¡Déjala tranquila! ¡No vuelvas a tocarla! Yo ya no te tengo miedo, ahora puedo enfrentarme a ti, pero, ¡no te metas con ella! ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Sal, ahora que estoy esperándote. Las otras veces me cogiste por sorpresa, pero ahora te espero…»

Sabía que podía ahuyentarle. Sintió la misma fuerte emoción que precedía a un desfile de modelos, antes de que fueran exhibidos los trajes diseñados por ella; el mismo desafío y la misma convicción de estar capacitada para enfrentarse a él. Esperó, pero la casa continuaba vacía y en silencio. Volvió a llamarle, tampoco sintió nada esta vez. Entró en la sala y vio que aún ardía el rescoldo de la chimenea. Resolvió esperarle durante media hora. Colocó un tronco sobre las cenizas y sopló hasta que una pequeña llama empezó a crecer. Se sentó en el suelo, delante del fuego, y esperó a que él contestara su llamada.

Cuando contestó, no estaba preparada. Contemplaba las llamas, y repentinamente volvió a sentirlo, algo que se introducía a tientas en su cabeza, hinchándola, atormentándola. El fuego se inmovilizó y los colores se desdibujaron, adquiriendo un brillo tan cegador que los ojos se le anegaron en lágrimas. Pestañeó con fuerza y empezó a levantarse, pero los ángulos de la habitación se deformaban aterradoramente, y el suelo y las paredes parecían amenazarla. Sintió que aquella presencia haría estallar su cabeza, y el dolor y el miedo se hicieron insoportables. Una sensación de náusea le revolvió el estómago y empezó a vomitar inconteniblemente, mientras la presencia crecía dentro de ella hasta consumirla. Era horrible y repulsiva. Mandy gritó y cayó al suelo con los ojos cerrados, incapaz de abrirlos de nuevo, horrorizada por el aspecto de la habitación, del suelo y de las paredes amenazadoras, por los colores que herían su vista y por el aire viciado. Vomitó otra vez, violentamente, y se echó a llorar, pensando que debía volver al vlen, donde estaría segura. Empezó a arrastrarse lentamente por el suelo, con los ojos muy cerrados, aspirando el aire viciado, que ahora le quemaba los pulmones. Tenía que quitarse aquellas ropas gruesas, la estaban ahogando; y sin abrir los ojos, trató de arrancarse a tirones aquel género burdo y sofocante. Le repugnaba su solo contacto; con aquella ropa encima, no podía respirar. El aire caliente la debilitaba. Chocó contra algo, y tuvo que abrir los ojos para encontrar la salida de aquella opresiva habitación. En aquel momento, entró uno de ellos, y oyó muchos ruidos, mientras unas luces deslumbrantes la martirizaban. Gritó y se revolvió para protegerse los ojos, y uno de ellos la tocó. Ella quiso apartarlo con un furioso ademán. Un dolor insoportable explotó en su cabeza, y perdió el conocimiento.

El groth estaba adormecido en su cama-tanque cuando sintió la llamada urgente de la hembra. Era tan desesperada como los gritos de agonía de su pareja; tan fuerte como el chillido de espanto de un niño en los mares; tan intensa como los lamentos de una hembra durante el parto. Aquella llamada contenía todos estos matices y además era totalmente angustiosa. El groth movió su cuerpo dolorido y se arrastró fuera del vlen, en medio del aire opresivo del resto del sótano, con la mente fija y casi indefensa ante la barrera de miedo y repulsión de la hembra terrestre. Cayó al suelo, retorciéndose y gimiendo en un paroxismo de dolor, sin saber que la hembra también se retorcía en el piso de arriba. Sudaba peligrosamente y se sentía más débil a cada instante, casi sin fuerzas para contener los deseos mortíferos de la hembra. De pronto, el contacto se rompió. Pese a ello, el groth ya no podía moverse, y tuvo que yacer inmóvil durante horas en espera de recobrar su energía.

Pensó en el hecho de que el vlen estuviera situado tan cerca de una casa habitada, y comprendió que había sido un error. Tenían que haberse quedado en la nave espacial. Pero creyeron que existía el peligro de ser perseguidos hasta ella; además, la proximidad de los terrestres había resultado tan fructífera como esperaban. Los pensamientos del groth se remontaron a muchos años atrás, a todas las cosas cuyo resultado había sido negativo.

En cuanto llegaron a la casa, la pareja de groth construyeron un túnel con el fin de proteger el vlen, oculto bajo el área excavada. El túnel desembocaba en el bosque, a medio kilómetro de distancia, y su boca quedaba escondida entre la espesura y algunas rocas. Después de la muerte del niño, cuando el groth decidió abandonar el vlen y vivir en la nave, aprovechó una noche oscura para salir en el pequeño aparato de una sola plaza que guardaba en el túnel. Su plan era traer la nave hasta el bosque, destruir todo vestigio del vlen y después volar hacia las vastas tierras deshabitadas del norte. Voló rozando las copas de los árboles hasta el lugar donde los dos groth habían ocultado la nave espacial, en un valle rodeado de grandes árboles. Allí la habían dejado tras cubrir el ligero desnivel que se formó con piedras y peñascos. Habían plantado asimismo algunos arbustos entre ellos, de modo que nadie pudiera advertir la existencia de aquel aparato, al cual podía llegarse fácilmente y sin pérdida de tiempo arrancando tan sólo uno de dichos arbustos. El groth voló directamente hacia aquel lugar, pero, al llegar, se quedó paralizado por la sorpresa e incapaz de creer lo que veía. El agua cubría todo el valle. Voló hasta el extremo de éste y encontró un dique de cemento; en él había una placa con la inscripción: «Pantano de Falsmouth, NYC».

El groth localizó el aparato a doce metros de profundidad; después regresó al vlen. Podía llegar hasta la nave, pero el agua lo hacía más difícil. Ahora requería un equipo submarino y la construcción de una cámara de aire. Trabajó en los preparativos, y el primer día que llovió, volvió al pantano, pues sabía que los terrestres no solían salir con aquel tiempo. Ya estaba preparado para lanzarse al lago cuando se dio cuenta de la presencia de algunos terrestres en la orilla, los cuales se resguardaban de la lluvia con unos capotes. Buscó el motivo entre sus recuerdos y lo encontró: los terrestres cazaban pájaros en esta estación. De nuevo tuvo que regresar al vlen. En su siguiente visita, el lago estaba helado, y el groth vio nuevamente frustrado su plan. Además, los terrestres se hallaban diseminados por la lisa superficie gris, pescando entre el hielo.

En las estaciones que siguieron, el lago se hizo cada vez más inaccesible para el groth. Se había convertido en un área turística. En verano, los amantes de los deportes náuticos pululaban por las orillas y la superficie del agua; en otoño llegaban los cazadores, y después los pescadores y los patinadores sobre hielo; más tarde construyeron un trampolín, casas, cabañas, y, finalmente, un hotel…

Fueron unos años amargos para el groth, entristecido todavía por la pérdida de su compañera y por el remordimiento de haber causado, aunque fuese indirectamente, la muerte de varios terrestres. No habían previsto la latente capacidad extrasensorial de los terrestres, no incluida, por tanto, en la planificación. Si el groth movía ahora la nave, perjudicaría a los nadadores, causando quizá más muertes. De haber vivido su pareja, entre los dos hubieran podido detener los torpes contactos de los terrestres por medio de sus mutuos esfuerzos, pero, ¿cómo lograrlo estando solo? El groth sabía que en estas circunstancias podía ser sorprendido por uno o más contactos en un momento dado. No se trataba de incapacidad por parte del groth, aunque para una mente completamente aislada requería una enorme concentración; se trataba de la falta de entrenamiento y control de los terrestres. Poner en funcionamiento un gran poder latente era tan peligroso para el que lo usaba como para aquel contra quien iba dirigido; así pues, si se daba el caso de que varios terrestres encontrasen su mente por azar, el groth temía carecer de la resistencia suficiente para combatirlos a todos a la vez, aparte de que ellos tampoco saldrían ilesos. Muchos morirían, otros perderían la razón. No podía actuar hasta el último momento, y quizá para entonces ya podría ponerse en contacto con la nave groth que viniera a recogerle, y le facilitarían un nuevo plan.

Por consiguiente, el groth se quedó en el sótano de la casa y puso en funcionamiento de nuevo sus máquinas. En ocasiones vinieron los terrestres a la casa, incluso llegaron a construir, pero siempre la abandonaron. En 1957, año terrestre, el groth hizo otra tentativa para marcharse de la Tierra y esperar en una órbita distante a la nave de Gron, pero los terrestres que se llamaban a sí mismos rusos habían puesto un satélite en órbita, varios años antes de lo previsto.

El groth recuperó la cámara de aire que había construido unos años antes, se puso el doble traje que le permitiría trabajar bajo el agua, impermeable por el exterior y a prueba de ácido sulfúrico en el interior, y se dirigió una vez más hacia el lago. Salió unas horas antes del amanecer porque pensó que eran las más idóneas para no ser interrumpido. Nadie vio cómo se sumergía en el agua. Fue directamente hacia la nave espacial, cubierta ahora por una espesa capa de fango. El groth analizó el agua y la encontró aún más alcalina de lo que había previsto, lo cual le obligaba a trabajar con rapidez. El área estaba sembrada de botellas rotas, de vidrio y de metal; las apartó cuidadosamente: su traje se rompía con facilidad. Entonces el groth nadó alrededor de la nave, inspeccionándola; de pronto sintió un tirón en su traje y descubrió que tenía una puntiaguda pieza de metal clavada en el pantalón. No trató de arrancarla, temiendo desgarrar la tela; se limitó a romper el hilo al que estaba sujeto el metal, y prosiguió su inspección. Localizó la puerta de la nave y empezó a limpiarla del fango.

En la orilla, un hombre que dormitaba se despertó súbitamente al notar un tirón en la caña de pescar que sostenía entre las rodillas. Enrolló el hilo roto y lo estudió atentamente. Una sonrisa distendió sus labios, y silbando suavemente, ató otro anzuelo; añadió un peso mayor y un pequeño foxino, y lo lanzó al lugar exacto del cual había procedido el fuerte tirón.

El groth tuvo que trabajar de firme para dejar al descubierto el metal de la nave. Estaba lleno de herrumbre, pero el groth sabía que era sólo la capa exterior y no sintió la menor preocupación. No vio el sedal que se sumergía en el agua a sus espaldas y tocaba el fondo, con el foxino revolviéndose vigorosamente en círculos, a pocos milímetros de sus piernas. El foxino dio una rápida vuelta sobre sí mismo y se soltó del anzuelo, escapándose velozmente. Entonces el anzuelo quedó flotando sobre el fondo del lago, meciéndose al extremo del sedal de nylón, que era invisible bajo el agua. El groth se volvió para coger la cámara de aire, pero, al hacerlo, se enganchó con el anzuelo. El hombre de la orilla reaccionó inmediatamente tirando con fuerza del sedal, y el anzuelo hizo un corte de dos centímetros en el pantalón del traje. El groth sintió la quemadura de las aguas alcalinas y se retorció de dolor. La reacción del agua a la acidez de su sudor levantó nubes de vapor, ocultando aún más el sedal. El groth buscó a tientas con ambas manos el objeto que le tenía aprisionado. El hombre de la orilla empezó a enrollar de nuevo el hilo, con lo cual el desgarrón de la tela se hizo mayor, pero el groth encontró el sedal y lo rompió. Iba perdiendo fuerzas rápidamente y nadó hacia el pequeño aparato, que ahora también estaba lleno de agua. Cerró la puerta y puso en marcha la bomba; antes de secarse por completo, el aparato empezó a moverse bajo el agua. El groth localizó al terrestre de la orilla, miró luego a su alrededor, pero no había nadie más. Este hombre podía sentir curiosidad por lo que sucedía en el fondo del lago; entonces se sumergiría y encontraría el metal de la nave antes de que el fango volviera a cubrirlo. El groth no quería pensar en el terrestre y en sus posibles acciones, no quería hacerle daño, no deseaba tocar su mente. Se quitó el traje empapado tan rápidamente como pudo, pero sin dejar de observar al terrícola, que ahora se había puesto en pie y miraba el agua que cubría la nave. «Burbujas —pensó el groth—, está viendo burbujas.» El pescador se metió en el agua. Entonces el groth le tocó la mente. El hombre se tambaleó y perdió el sentido. El groth lo arrastró hasta la orilla, lo depositó suavemente allí, y lo abandonó. Aquel hombre estaba muerto.

El groth se sentía demasiado débil para seguir observando el lago u otros posibles testigos. Salió del agua y despegó casi en vertical, tomando la dirección del bosque. Volvía al túnel, al vlen y al descanso vital de su cama-tanque. Permaneció en ella varios días, durante los cuales se alternaron en su mente el sueño y la realidad, viéndose a sí mismo, ya en los mares de Gron, ya en su cama-tanque, ya en las aguas corrosivas del pantano, ya matando al terrestre.

El groth redactó un informe y envió el mensaje al satélite en órbita cuya misión era recopilar datos; sabía que disculparían su acción. Uno de los mayores daños que una civilización podía hacer a otra era desviarla de su propia y natural evolución, descubriéndole prematuramente técnicas mucho más avanzadas que las suyas, y esto hubiera sucedido con el descubrimiento de la nave espacial groth; por tanto, aquella muerte había sido necesaria. Pese a ello, el groth sufrió, y resolvió no tomar ninguna otra iniciativa a menos que fuera absolutamente imprescindible.

Su recuperación fue lenta, y no total; sabía que mientras no regresara a Gron y recibiera los cuidados de los expertos, continuaría sufriendo los efectos del contacto con las aguas calizas del lago y la inhalación de los gases formados por la reacción del ácido y la cal.

Los acontecimientos se sucedían con enorme rapidez en la Tierra, y el groth se vio obligado a rectificar varias veces su mecanismo de espionaje. Finalmente diseñó unas unidades movidas por control remoto, parecidas a una abeja, que podía mandar a cualquier punto sin que fueran descubiertas. Las unidades, al llegar a su destino, se posaban en un árbol, taladraban el tronco, y desde allí informaban al groth de cuanto sucedía en su radio de acción. Este método resultó satisfactorio, y las salidas del groth al exterior del vlen se hicieron menos frecuentes. Ahora cada salida representaba un peligro mayor; los terrestres habían fabricado unos eficaces aparatos detectores, y la vigilancia aérea era constante. El groth prefería no tener que salir al exterior, pues la idea de abandonar el vlen le parecía más arriesgada a medida que transcurrían los años. Periódicamente, sin embargo, sobrevolaba el lago y comprobaba la posición de la nave espacial bajo las aguas; hizo dos inmersiones más para inspeccionar el casco de la nave. La oxidación iba en aumento, pero aún no era peligrosa. La capa de fango se había hecho más densa, y la posibilidad de que descubrieran la nave disminuía con los años. El groth estaba satisfecho.

Hasta casi diez años después de su accidente en el lago, el groth no se vio de nuevo obligado a recurrir a la acción. El satélite-espía era observado. El mensaje llegó al vlen y la computadora interpretó esto como una operación de reconocimiento por parte de los terrestres, cuyo objetivo era probablemente la destrucción de cualquier objeto no identificado, pues lo consideraban un peligro para su incipiente ciencia espacial.

Nuevamente el groth tuvo que dirigirse al lago y sumergirse en sus venenosas aguas para entrar en la nave, en cuyo interior disponía del equipo necesario para variar la órbita del satélite. Trabajó rápidamente en la oscuridad, pero mientras realizaba su tarea percibió unas sensaciones que se adentraban en su cerebro: miedo, odio, terror, repugnancia… Esta vez le habían visto. Muchos hombres aparecieron en la orilla, algunos de ellos armados, y todos seguros de que había algo en el lago. El groth cerró su mente sin penetrar en la de ningún terrestre; ya era suficiente saber que estaban allí y que le enviaban sus pensamientos. No era preciso buscar en sus mentes. Aceleró su trabajo; su misión primordial era alterar la órbita del satélite. Trazó el nuevo curso, señalando una órbita muy alejada de la anterior. Después de una hora pudo asegurarse de que el satélite ya se había movido y se hallaba fuera del alcance de los aparatos que lo habían detectado. Entonces dedicó su atención a la actividad desplegada en la orilla. Había más gente, y en toda la parte sur del lago cundía la excitación. En caso de necesidad, el groth abandonaría el área en la nave espacial, pero aún no había llegado el momento. Primero tenía que hacer desaparecer el vlen. Esperaría y emprendería las medidas apropiadas cuando los hombres tomaran alguna iniciativa. Al amanecer, bajaron buzos al lago. Tres de ellos empezaron a nadar en dirección a la nave; el primero llevaba un aparato detector que, pese a su primitivismo, era efectivo. El groth lo neutralizó; la nave estaba en funcionamiento desde su llegada al área y ningún instrumento de reconocimiento utilizado por el hombre hubiese podido encontrarla. Lo que temía el groth era la capacidad visual de los terrestres para descubrir el metal en el agua, pues había tenido que rascar el fango que cubría la entrada. El groth continuó observando los movimientos de aquellos hombres.

Por la tarde, los buzos abandonaron el área, pero entonces aparecieron unos cuantos nadadores en la superficie. El groth no hizo caso de ellos. Al día siguiente quedaban sólo tres guardianes, y al llegar la noche fueron relevados por otros dos, que siguieron vigilando. El groth los sondeó con cautela; estos dos últimos eran diferentes, pero no quería entrar en contacto con ellos, así que se limitó a observarles durante toda la noche. Se enteró de que eran detectives privados que se dedicaban a ridiculizar los informes sobre platillos volantes. El groth se sintió aliviado. Los terrestres no tomaban muy en serio aquellos rumores sobre la existencia de vida en otros planetas. El peligro era mucho menor de lo que había supuesto en un principio. Cuando llegara la noche, abandonaría el área. Su sistema de espionaje le avisaría de cualquier peligro para la nave, así podría volver cuando fuese necesario.

Al anochecer, el groth cambió muy lentamente el agua de la cámara por aire, para que las burbujas fueran diminutas y casi invisibles. Una vez fuera de la nave, esperó a que el fango volviese a cubrirla, y examinó cuidadosamente el casco para asegurarse de que quedaba bien oculto. Sobre la superficie tranquila del lago flotaba un ligero olor a azufre, que se extendió hasta despertar a uno de los dos hombres que se negaban a admitir una presencia extraña en aquel lugar. El detective se incorporó repentinamente. ¡El mismo olor que había notado la otra vez!

Dio un codazo en las costillas de su compañero y ambos abandonaron sus sacos de dormir; después se encaminaron al lindero del bosque, donde se quedaron vigilando. Uno de ellos sacó del bolsillo un retransmisor y empezó a llamar con excitación hasta recibir respuesta. Agarró su rifle y esperó. Cuando la cápsula de extremos aplastados emergió del agua, centellearon unos focos y sonaron disparos de rifle.

El groth casi sufrió un desmayo a consecuencia del dolor insoportable que le produjo aquel chorro de luz cegadora. Como su plan había sido trabajar y volar sólo de noche, no iba provisto de los lentes de contacto oscuros, que hubieran protegido sus ojos del potente resplandor. Buscó a tientas los controles de opacidad de las ventanillas, y aceleró desesperadamente al oír los disparos de rifle y el impacto de los proyectiles contra la cápsula. Voló directamente hacia el bosque, esperando que la altura tomada fuera suficiente, ya que ahora no podía ver nada. Pasó rozando la copa de un viejo pino, y el aparato se tambaleó, pero no escapó a su control. El groth subió aún más; se oyeron disparos, uno de los cuales alcanzó el aparato, causándole desperfectos, pero continuó elevándose hasta que estuvo fuera del alcance de los proyectiles. Entonces el groth siguió en línea recta, volando a ciegas mientras esperaba recobrar la vista.

Unos minutos después, el groth dio media vuelta y se dirigió hacia el vlen. Ya veía algo, borrosamente, pero lo suficiente como para distinguir su ruta. La presión en el interior de la cápsula estaba bajando y la dirección tendía hacia la izquierda. La luz era más intensa por momentos. Comprendió que debía llegar a su escondite rápidamente si no quería ser visto en pleno día. Además, por el orificio practicado en el aparato se introducía el aire altamente oxigenado que le causaba vértigos. El groth no se atrevía a conectar el piloto automático para proceder a la búsqueda y reparación de la avería; la cápsula podía estar seriamente dañada y los controles automáticos sin coordinación con el vlen. Mientras el groth pensaba esto, el aparato se ladeó y perdió altura. Luchó para enderezarlo, pero se inclinó aún más hacia la izquierda; y entonces decidió aterrizar antes de llegar al refugio del túnel. El aparato se estrellaría si no lo hacía inmediatamente. Los controles ya casi no respondían, y continuaba perdiendo altura. El groth aterrizó con dificultades en un pequeño claro del bosque y, allí, permaneció inmóvil unos momentos, hasta que pudo concentrar sus confusas ideas en el problema que tenía ante sí. Ocultar la cápsula en el túnel. Salir de esta atmósfera densa y volver al aire puro del vlen. Esto tenía que hacer. Pero el sol brillaba implacable, y ambos objetivos parecían inasequibles.

Durante dos horas luchó con el aparato averiado, guiándolo a marcha lenta por entre los árboles, los riscos, y los barrancos. El groth llevaba una capucha sobre la cabeza, que confeccionó rompiendo la tela del traje protector y separando cuidadosamente las dos capas. La capucha protegía algo su vista, pero no servía contra el oxígeno del aire y el calor del sol. El aire dañaba sus pulmones, acaso irreparablemente esta vez. Los efectos del accidente anterior se sumaban a su actual sufrimiento. Respirar era una tortura, y la pérdida de líquidos alarmantemente elevada. El calor del sol, aunque algo debilitado por las ramas de los árboles, era agotador; el groth segregaba más y más líquidos para proteger sus pieles exteriores. De repente el aparato se le escapó, resbalando sobre el terreno y siempre hacia la izquierda. Desapareció en el fondo de un barranco. El groth, tambaleándose, lo siguió, sin ver el borde del precipicio, hasta que fue demasiado tarde y él también cayó rodando hasta el fondo; cuando recobró el conocimiento, unos minutos después, comprendió que algo se había roto en el interior de su cuerpo.

Con furia, casi como un autómata, el groth continuó luchando por llegar al túnel y a la seguridad que éste representaba. No tuvo plena conciencia de sus actos hasta que se encontró dentro de él, jadeante y casi ahogado por el aire puro que respiraba con ansiedad. Dejó el aparato detrás de la primera pantalla del túnel y se arrastró hasta la cama-tanque, en la cual cayó exhausto. Esta se cerró, bañó al groth, hizo descender su temperatura al más bajo nivel prudencial, y empezó a curarle los numerosos rasguños, cortes y magulladuras que eran superficiales, pues las heridas internas no podían curarse en la cama-tanque; requerían la ciencia y las manos de un médico.

Ahora el groth sabía que nunca podría llegar a la nave oculta bajo las aguas del lago. La pequeña cápsula que había hecho posibles sus visitas al lago tenía averías irreparables, causadas por los proyectiles de los rifles, pero principalmente por la caída al fondo del barranco. La nave sólo podría ser destruida desde el vlen, lo cual implicaba la destrucción de gran parte del lago y de muchos de los terrestres que vivían en las proximidades. Después tendría que conectar los controles automáticos de destrucción del satélite, y, finalmente, borrar todo vestigio del vlen, y también de sí mismo. O entrenar a un terrestre para ponerlo en verdadera comunicación con él, enviarlo después al lago y hacerle traer la nave hasta el bosque que rodeaba el vlen. Entonces el groth podría marcharse en ella sin dejar ninguna huella de su visita a la Tierra, lo cual desorientaría a los habitantes de este planeta. Pero antes tenía que educar a una de las salvajes mentes terrestres y comunicarse con ella. Era preciso el mismo grado de concentración que su pareja había logrado alcanzar, y que no pensara en imágenes primarias, sino en símbolos controlados. De esta manera, él podría ver a través de los ojos del terrestre y pensar con su cerebro. Había creído que la hembra le serviría, pero su contacto sumergía instantáneamente el cerebro racional de aquélla en el odio y el terror. Tanteó a los otros, y encontró idéntica reacción. Se quedó pensando en el poder latente que poseían y en su incapacidad de utilizarlo. El último ataque de la hembra, que estuvo a punto de resultar efectivo, demostró al groth que todavía eran salvajes, todos ellos, y que matarían sin reflexión a cualquier ser desconocido que encontraran. Los pensamientos del groth se hicieron más y más desesperados mientras descansaba, esperando recobrar la fuerza suficiente para volver al vlen.

Mandy abrió los ojos y miró a su alrededor con asombro. El piso, de Eric, su dormitorio. Ella le había buscado aquel piso. Trató de recordar la noche pasada, su desafío infantil a… aquella cosa; pero su mente estaba en blanco. Se levantó con cautela de la cama y fue hacia la puerta de la habitación, que estaba entreabierta. Echó una mirada a la sala de estar y respiró aliviada.

Robert dormía en un sillón, y, frente a él, Tippy, que rozando con sus cabellos negros el hombro de Eric, hablaba con éste en voz baja. Mandy abrió más la puerta y Tippy levantó la cabeza. Al ver a su madre, fue apresuradamente a su encuentro.

—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?

—Muy bien. Débil, hambrienta, pero muy bien. —Mandy miró fijamente a su hija y le preguntó expectante—: ¿Qué sucedió?

Eric se acercó a ellas, entonces Robert se movió, despertándose completamente un segundo después, con una expresión de miedo y ansiedad en el rostro como Mandy no le había visto nunca.

—¿Puede decirme alguien qué sucedió? —insistió ella.

Robert la cogió en sus brazos con tal fuerza, que le hizo daño. «¿Tan malo fue?», se preguntó Mandy. ¿Qué podía haber ocurrido? Se apartó un poco y contempló sus facciones pálidas.

—Estoy muy bien, cariño. De verdad. Tranquilízate, ¿quieres?

Robert no la soltó, pero aflojó la presión de los brazos. Mandy se volvió hacia Eric, que dijo:

—Te encontramos desmayada en el suelo del salón, cerca de la puerta del vestíbulo. No logramos hacerte despertar, así que te trajimos aquí.

Ella sabía que esto no era todo, pero de momento le bastaba. No estaba segura de querer saber nada más, por lo menos, no inmediatamente.

—¿Dónde está Dwight? —preguntó Mandy.

—Fue a recoger algo de ropa —explicó Tippy—. Dirá a la señora Turnbull que hoy no la necesitamos. —Sonrió un poco y añadió—: Le contará que he sufrido un ataque de apendicitis y que pasaremos todo el día en el hospital.

Eric trajo café y todos se lo tomaron en silencio. «Tuvo que ser algo terrible —pensó Mandy—. Todos estaban aterrados y Robert y Tippy no dejaban de mirarla. ¿Por qué? ¿Qué habría hecho?» Eric se levantó.

—Iré a ayudar a Dwight —dijo.

—Voy contigo —anunció Tippy.

—¡No! ¡Tú no! —Mandy oyó el sonido estridente de su propia voz. Cogió fuertemente a Tippy por la muñeca, y la chica volvió a sentarse, palideciendo de improviso.

—No debes volver allí nunca —dijo Mandy, esforzándose por aparentar una normalidad que no sentía.

—Entonces, es que sabes algo…

—No recuerdo lo que sucedió anoche, pero sé que no puedes ir. Prométeme que no lo harás.

—Me quedaré aquí contigo hasta que ellos regresen —accedió Tippy, mirando a Eric—: Telefonéanos cuando llegues allí, por favor.

—Yo te acompaño —dijo Robert, sombrío. Mandy hizo ademán de levantarse, pero él se lo impidió con suavidad—. No me pasará nada, cariño. Traeré cosas para unos cuantos días, y entonces descansaremos y decidiremos lo que tenemos que hacer. Entretanto, ninguno de nosotros pasará allí la noche ni entrará en la casa sin ir acompañado.

Dwight vio a la señora Turnbull frente al garaje, hablando con un chico de piernas muy largas y unos cabellos color de zanahoria que debían ser herencia materna. Vaciló, pero al final decidió entrar en la casa. Ella ignoraba que no había nadie, pues creía que aún estaban dormidos. Miró hacia el salón y recordó la figura retorciéndose en el suelo, gritando de terror; se estremeció. Había visto a los enfermos mentales del hospital haciendo lo mismo y sabía que, más pronto o más tarde, Tippy y su padre tendrían que enfrentarse con la realidad. Pobre Tippy. Recogió rápidamente sus cosas y bajó la escalera. Se ocuparía de la ropa de Mandy.

La llamó desde la cocina, pero nadie contestó. Entonces oyó al chico profiriendo chillidos. Salió corriendo y vio al chico cruzando velozmente el patio. La mujer de cabellos rojos y elevada estatura le alcanzó junto a la puerta del garaje y le sacudid con fuerza. El chico señalaba hacia la casa y hablaba. Dwight se acercó a la puerta abierta que conducía al sótano. El chico y su madre entraron en la cocina. Luego la madre dijo:

—Asegura que allí abajo hay una especie de animal grande, que está muerto o herido, y que no se parece a ningún otro. Será mejor que no baje usted, señor.

—No hay absolutamente nadie —repuso Dwight, deteniéndose en el primer peldaño. No podía distinguir ninguna cosa en la oscuridad del fondo del sótano—. ¿Dónde lo has visto? —le preguntó al chico.

—En el fondo, cerca de la bodega, muy al fondo. Está respirando con fuerza, como muriéndose. —El también jadeaba—. No sé qué es.

Dwight se encogió de hombros y empezó a bajar.

—¿Dónde están los Phillips? —inquirió la señora Turnbull.

—Tippy se puso enferma y tuvieron que llevarla al médico —contestó, recordando la mentira con la que habían decidido a justificarse. Se detuvo para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad—. ¿Dónde está el interruptor? —preguntó.

—Yo encenderé la luz —dijo la señora Turnbull—. Está aquí.

Dwight avanzó unos pasos en la penumbra, que no era tan densa como había pensado al principio. No vio nada, pero notó un olor muy extraño en el aire. No como el del zoológico, pero sí intenso y extraño, como el de un animal salvaje cuyo olor se mezcla al aroma de los árboles, al de la tierra; pero también olía a azufre. Olfateó y avanzó un poco más. Alrededor de la caldera, donde se amontonaban los trastos inservibles, las sombras se intensificaban, vio la puerta que debía conducir a la bodega y se preguntó por qué la señora Turnbull tardaba tanto en encender la luz. Las sombras no eran más que cajas y alfombras enrolladas, y se aseguró dándoles un puntapié. No se oía ningún sonido, ningún jadeo; sólo flotaba en el aire aquel olor. Dio un paso más y en aquel momento se encendió la luz.

Algo gritó, profiriendo un ronco alarido que no era humano, y uno de los bultos se retorció y se alargó, golpeando a Dwight en la pierna, que empezó a arderle de calor; entonces tropezó con algo, y, al caer también él empezó a gritar. Rodó hacia un lado, tratando de huir, pero tocó aquello con la mano y volvió a gritar de miedo y de dolor. Era algo gris, de unos dos metros de altura o quizá más. Tenía unos ojos grandes y redondos, una boca que se abría y se cerraba al proferir los gritos de dolor, y unos brazos largos, con muchos dedos y muy flexibles que se extendían hacia él, moviéndose en el aire. Dwight los tocó, y aquello se le echó encima quemándole como el fuego, mientras se mezclaban los alaridos de ambos. Dwight se convulsionó en un paroxismo de terror y agonía insoportables; luego se puso rígido y, finalmente, quedó inmóvil.

Cuando llegaron Eric y Robert, la señora Turnbull ya había enviado al chico a su casa, y el sheriff esperaba a la policía del distrito. Reconstruyeron los hechos como pudieron, llegando a la conclusión de que un animal había atacado a Dwight, y que éste, en su lucha por desasirse, había tropezado con un recipiente que contenía ácido. No pudieron encontrar al animal, y tampoco el recipiente de ácido, pero no había otra explicación. El forense determinó que Dwight había muerto de un paro cardíaco, y la autopsia reveló quemaduras de ácido en la mayor parte del cuerpo.

Un grupo de policías registraron la casa, abrieron todas las cajas y todos los bultos del sótano, examinaron las paredes por si encontraban ranuras que indicasen habitaciones ocultas, golpearon con bastones los muros de la bodega para asegurarse de que el área no excavada carecía de concavidades; no encontraron nada. El caso se cerró con una conclusión imprecisa que no satisfizo a nadie.

El groth sólo deseaba que le dejaran tranquilo, pero su paz se vio perturbada por la llegada de otro terrestre. Primero un niño, y después un macho adulto, al que también había tenido que matar. De nuevo sufrió por una muerte ajena, aun sabiendo que había sido necesaria. El odio de los terrestres era la causa de su muerte.

La casa volvió a quedarse tranquila después de un período de febril actividad, durante el cual muchos terrestres hicieron ruidosos registros en busca del vlen. El groth no durmió durante estos días ni conectó sus instrumentos; únicamente se concentró en mantener bien oculto su equipo y hacerse a sí mismo invisible. Los terrestres se marcharon. Y mientras el groth se recuperaba, hizo planes para su próxima vuelta.

Mandy, estirada sobre la arena caliente, escuchaba el constante oleaje y se esforzaba en no pensar. Suplicaba, ¿quizá a sí misma?: «Por favor, basta, déjame tranquila un poco más, solamente unos días más.» Estas palabras no abandonaban su cerebro. Sentía la presencia de Robert, pero no se hablaban. «¿Por qué no me abrazas una sola vez, y me dices que no ha sido culpa mía?», pensó. ¿Por qué no se lo decía, aunque no fuera verdad? No podía adivinar qué estaba pensando Robert, del mismo modo que apenas conocía sus propios pensamientos. Si por lo menos Tippy se decidiera a escribirles una carta, diciendo que ya estaba bien, que se distraía, que trabajaba para olvidar. La semana próxima tenían que volver a Manhattan; Laura iría a pasar el verano con ellos. Había que contarle algo, aunque no fuera la verdad, ni las medias verdades que ya no sabían decir. Las mentiras, dichas claramente o veladas, y las verdades a medias eran mucho más reales que la verdad desnuda, ahora que pasaban el día inventando historias, intentando recordar detalles falsos, contradiciéndose continuamente y siempre sin mirarse a los ojos.

No sabía si Robert tenía idea de que le había oído hablar por teléfono con el médico para que le aconsejara con respecto a ella. Mandy se había parado a escuchar y las palabras de Robert la hirieron. Como no podía decírselo en términos claros, como no lograba hacerle comprender que había ocurrido algo, Robert tenía la firme convicción de que nada había sucedido. Los muros que distanciaban a las demás personas le parecieron siempre tan evidentes, que estaba convencida de que no existía ninguno entre ella y Robert. Pero existía, invisible e inexpugnable. Sus pensamientos siguieron girando en círculos, y su cuerpo, en tensión, no se relajó hasta que el calor de la arena la obligó a meterse de nuevo en el mar para refrescarse.

Robert la miró cuando salía del agua. Mandy leyó en su mirada el temor; temía por ella y por los demás. Pensó que tenían que hablar de dinero, de sus planes para la casa, de Tippy… Tenían que hablar. «Quizá esta noche», se prometió a sí misma. Tal vez lograrían romper el hielo del silencio que les envolvía y, lo que era peor, el hielo de la charla inocua que sostenían durante las comidas o cuando el silencio se les antojaba incómodo.

Tippy estuvo una hora paseando frente a la casa donde vivía Eric hasta que éste por fin salió. Cuando él la vio, su rostro se puso tenso y la cogió con fuerza del brazo.

—¿Dónde diablos has estado? ¿No sabes que tu madre está muy angustiada por ti?

—Pero si yo le dije… —Tippy se desasió y, mirando a la gente que pasaba por su lado, murmuró—: Entremos. Tengo que hablar con alguien.

Eric le preparó una bebida.

Ella empezó a sorberla, sin saber ahora cómo empezar ni qué decir. Sintió alivio cuando Eric rompió el silencio.

—Ante todo, ¿te has puesto en contacto con Mandy últimamente? Le devolvieron una carta después de que dejaras tu apartamento de Londres, sin decir adonde ibas.

—¡Vaya! —exclamó Tippy—. Encargué a mi amiga que me guardara todas las cartas hasta que le escribiera comunicándole mi nueva dirección; cuando me fui, no la sabía. —Miró el teléfono, pero no lo cogió—. Les llamaré dentro de un rato —añadió.

—¿No has estado enferma? Tienes muy mal aspecto.

Tippy se tocó la cara, extrañada; no se había dado cuenta. Se encogió de hombros.

—Supongo que estoy bien. He aprobado todos los exámenes finales, o sea, que, debo de estar bien. —De pronto, se levantó de un salto y fue hacia la ventana, donde se quedó de espaldas a Eric—. ¿Qué debió suceder? ¿Qué fue exactamente?

—Lo ignoro —dijo él y vació su vaso.

—Papá cree que mamá nos comunicó a todos su propio nerviosismo, obligándonos a sentir lo mismo que ella —dijo Tippy con incredulidad en la voz.

—Para él, resulta más fácil creer esto que creer en un fantasma —explicó Eric—. He leído artículos en las revistas sobre telepatía patológica, y aunque sea difícil de tragar, siempre es más verosímil que la resurrección de los muertos.

Tippy musitó, todavía sin mirarle:

—Pero… ¿y si está equivocado? —Entonces se volvió, y dijo con vehemencia—: Algo mató a Dwight, ¡y no fue un ataque de nervios contagiado! Esto es evidente. El nerviosismo de mamá no le pareció en absoluto una consecuencia de su supuesta telepatía, además, no le dio ninguna importancia.

Eric se sirvió otro trago, no porque le apeteciera, sino por hacer algo. Dijo:

—No te lo he dicho antes, Tippy, pero siento mucho lo de Dwight. Ha debido ser un gran golpe para ti…

Ella se encogió de hombros.

—No sé cómo hubiera terminado lo nuestro. Cuando tengo ánimos para pensar en ello, me da la impresión de que al final hubiéramos roto el compromiso. Pero ahora nunca lo sabré.

Miró su vaso y bebió lentamente. Guardaron silencio durante unos momentos. Entonces, Eric preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé. Me gustaría averiguar qué ocurrió en aquella casa, pero no sé cómo hacerlo ni por dónde empezar. Si papá está en lo cierto, entonces no correremos ningún peligro con volver, pero si está equivocado… significa que algo mató a Dwight, y que este algo está volviendo loca a mamá. Sea lo que sea, tengo que averiguarlo.

—No puedes volver allí —declaró terminantemente Eric.

Tippy le miró con extrañeza.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabes? ¿Ha ocurrido alguna otra cosa?

Él titubeó unos segundos, después sacó unos papeles de un cajón y los extendió sobre la mesa.

—He hecho algunas investigaciones —dijo—. En la casa todo fue normal hasta 1920, más o menos. A finales de este año, en los periódicos de entonces se publicaron unos artículos sobre unas luces extrañas, y los propietarios de la casa dijeron que había un fantasma. —Tippy meneó la cabeza, rechazando lo del fantasma; él prosiguió—: Si te dan dos versiones, y no puedes aceptar ninguna de las dos, ¿qué haces? Tienes que buscar otra. No es un ataque de nervios, no es un fantasma, ¿qué es, entonces? Imagínate una criatura de otro mundo, y los hechos empezarán a concordar. No hay otra alternativa más verosímil que ésta.

Tippy le miró fijamente, entrecerrando los ojos, como si sospechara que él le gastaba una broma. Luego pareció concentrarse en lo que había dicho; al final asintió con la cabeza.

—Está bien, continúa. Ignoro si podré creerlo, pero me gusta más que lo del fantasma.

—De acuerdo. Todo retornó a la normalidad y, durante doce años, la casa disfrutó de paz. La familia que la habitaba, un importador holandés, sus siete hijos y los criados fueron muy felices. Pero, en 1932, ocurrió algo que dio al traste con aquella situación. Según me han informado, la esposa murió de un ataque cardíaco y dos de los niños enloquecieron en una sola noche. Un día, seis meses después, todos se fueron y no volvieron jamás. Mandaron a buscar los muebles, las alfombras, todo lo que poseían. Un año más tarde, la casa fue vendida a John Prentiss, que fue a vivir allí con su esposa y los tres hijos de ésta, habidos en un matrimonio anterior. Uno de ellos, un niño de siete años, murió al poco tiempo de una aguda infección respiratoria. La esposa se marchó con los otros dos niños, pero John Prentiss se quedó en la casa dos semanas más. Un día alguien fue a verle y le encontró en estado catatónico, casi muerto…, de pena, según opinaron todos. Pudo recobrarse, pero no recordaba absolutamente nada de aquellas dos semanas que estuvo solo en la casa. Yo he hablado con él y así me lo ha afirmado.

Tippy estaba mirándole como fascinada; cuando él dejó de hablar, se dejó caer en un sillón.

—¡De modo que es cierto que hay algo extraño viviendo en la casa!

—Esto no podemos saberlo —dijo Eric.

—¿Y los otros propietarios? ¿Qué hay de ellos?

—Ninguno llegó a vivir en la casa después de aquello. Algunos hicieron planes para introducir cambios, otros, incluso, empezaron las obras, pero al final, nadie se instaló a vivir en la casa. He hablado con sólo uno de ellos, la señora Herschel Myers. Es tan hermosa, que sin verla no puedes imaginártela. Pesa más de cien kilos y es alta y maciza, de ojos apasionados. Escapó de Polonia con su marido, caminó a través de toda Europa hasta llegar al Canal, e hizo la travesía en una balsa de troncos atados con trozos de ropa. Increíble. Pero consiguieron llegar a Inglaterra; después de la guerra vinieron aquí. Compraron la casa en 1947 y pasaron en ella un solo fin de semana; dice que durante aquellos días luchó con el diablo y, aunque no la venció, está convencida de que la casa pertenece a un espíritu maligno, y, claro, no quiso compartirla con él. —Eric sonrió e hizo un gesto con los brazos—. Continuaron siendo propietarios de la casa hasta 1959, año en que el marido murió de cáncer. Ella necesitaba dinero, si no nunca la hubiera vendido. La Compañía Inmobiliaria Plainview la adquirió como inversión, pero no encontraron a nadie que quisiera comprarla. Y así, cuando tu padre les visitó para hablar de seguros con el presidente de la compañía, éste mencionó la casa y el precio, tan ridículamente bajo, como ya sabes, que la casa volvió a cambiar de propietario.

—Si ese ser vive allí, podemos encontrarlo —murmuró Tippy—. Ahora ya sabemos qué buscamos: algo largo y gris. Mike Turnbull lo describió así.

—El informe oficial dice que probablemente se escondía en el sótano un perro herido, que huyó, saltando sobre Dwight y derramando el ácido sobre él, y que en su carrera arrastró el recipiente que contenía dicho ácido.

Tippy no se molestó siquiera en refutarlo.

—Podemos hacerle salir; llamarle y obligarle a que revele su presencia…

—¿Cómo?

—Por medio de símbolos matemáticos. Hay constantes que nos servirían, sea cual sea el sistema que él use. La velocidad de la luz, una simple cuenta, el número pi, las tablas de multiplicación… Esto no es problema. Pero, ¿cómo hacerle comprender que no queremos lastimarle?

—¿Estás segura de esto último? Recuerda que mató a Dwight, que derribó a tu madre…

Tippy palideció ligeramente, pero su expresión continuó firme.

—Ninguno de los dos estaba preparado, y, en cambio, nosotros sabemos lo que vamos a hacer.

Eric se levantó y estiró los músculos de su cuerpo.

—Salgamos a cenar y lo discutiremos. Tenemos que estar muy seguros de lo que vamos a hacer, del sistema a usar si sale de su escondite y cómo entender sus respuestas. —La tomó del brazo ayudándola a levantarse del sofá, donde seguía sentada y sumida en sus pensamientos—. Ven. Creo que lo que has dicho no es mala idea, pero antes será mejor que cenemos.

La tarde era muy cálida, Eric y Tippy salieron de la ciudad en coche y se dirigieron a la casa de campo. Después de terminar Eric en la oficina, habían ido a hacer algunas compras, así que llegaron alrededor de las tres. La casa ya parecía abandonada, con la hierba sin cortar, algunas hojas diseminadas por el porche y las cortinas en desorden. Tippy se estremeció.

—¿Has cambiado de opinión? —le preguntó Eric, pero ella negó con la cabeza.

—Entremos y comamos un bocadillo —propuso Tippy—. Tenemos tiempo.

Sacaron las bolsas del coche y, mientras Eric abría las ventanas, Tippy preparó bocadillos de jamón y queso. Bebieron cerveza y apenas hablaron. Al terminar, Tippy dijo:

—¿Por dónde quieres empezar?

—Por el sótano, supongo. Es el lugar más adecuado.

Ella asintió. Bajaron la escalera con la grabadora y el aparato de alarma que Eric había comprado. El sótano estaba en la penumbra, y su temperatura resultaba mucho más fresca que la de la planta baja; el aire estaba enrarecido, pero todo tenía su aspecto normal. Colocaron la grabadora y el aparato de alarma sobre un taburete que Eric arrastró hasta el centro de la habitación. Se habían llevado las cajas y las alfombras, de modo que el taburete era el único mobiliario a la vista. Ella empezó a llamar por el aparato: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco…» Cuando lo hubo repetido tres veces, se mantuvieron a la expectativa. Eric seguía con el dedo sobre la grabadora, dispuesto a pulsar el botón. Permanecieron una hora en el sótano, repitiendo seis veces más la misma llamada. Eric conectó el control automático de la grabadora, para que funcionase cuando se oyera algún ruido e hizo lo mismo con el timbre de alarma, que sonaría en el exterior de la casa cuando la grabadora empezase a funcionar. Entonces se fueron; Tippy, con una mueca de desengaño.

—Recuerda que convinimos en que sería muy estúpido si acudía a la primera llamada —le dijo Eric.

—Ya lo sé —replicó ella—, pero lo más probable es que no salga. Sabe que está bien seguro en su pequeña guarida; en estos momentos quizá planee un ataque. Creo que tendríamos que quemar la casa hasta los cimientos y olvidarnos de todo esto.

Eric asintió. Si aquel ser les estaba escuchando y les comprendía, sabría que ahora ellos conocían su existencia y que podían obligarle a salir por medio del fuego. Mientras tanto, decidieron esperar los acontecimientos…

El groth escuchaba y comprendía el significado de sus pensamientos; estaba acostumbrado a ellos. Ya había tanteado una vez a la hembra y sabía que no podía utilizarla para sus propósitos. Más tarde tantearía al macho, cuando no estuviera en guardia. Lamentaba tener que desechar a la hembra; era casi adecuada, pero en su mente había un obstáculo cuya erradicación requeriría muchas horas de entrenamiento intensivo, y el groth carecía del tiempo necesario para ello. La hembra había dedicado años a aprender el arte de pensar con una determinada lógica, que los terrestres consideraban indispensable para la educación, y aquel estudio era de los que embotaban las dotes extrasensoriales. Podía combatirse, si su capacidad latente era lo bastante poderosa, pero sólo después de algún tiempo. El groth examinó de nuevo el primitivo aparato que habían dejado en el sótano, seguro de que volverían para conectarlo. De improviso, le acometió la soledad acumulada durante todos aquellos años que había pasado sin su pareja, y concentró sus pensamientos en la grabadora y en el aparato de alarma. Podía comunicarse otra vez con alguien, desquitarse de los años de aislamiento, y quizá incluso conseguir ayuda a fuerza de explicaciones… Olvidó los instrumentos y escuchó las palabras que decían en el piso de encima.

—Qué feliz hubiera sido en esta casa cuando era niña —decía Tippy.

Subían juntos la escalera, hablando; se separaron al llegar arriba para ponerse los trajes de baño. El groth siguió a Tippy hasta su habitación, que examinó a través de una minúscula parte de su mente, sin profundizar demasiado para no ser advertido. Pensó que si se hubiera tratado de la otra hembra, no hubiera podido hacer ni esto; la otra hembra era demasiado receptiva. Deseó que fuera la otra y no ésta. La dejó y buscó al macho, pero sin entrar todavía en su mente. No podía arriesgarse a que se fueran de nuevo; si se iban, quizá no volvería a presentarse otra oportunidad.

Les contempló mientras se bañaban en el agua fría del lago y sintió de nuevo la punzada de la soledad, esta vez con fuerza y persistencia mayores. Se imaginó a los jóvenes de Gron jugando también en el agua, y experimentó el deseo casi invencible de entrar en una de sus mentes y sentir el contacto del agua fresca con la piel, pero resistió la tentación y se limitó a vigilarlos hasta que volvieron a la casa, temblando de frío.

—Mientras tú te duchas, yo encenderé el fuego —dijo Eric—. Luego llamaremos otra vez a esa bestia.

—No tardaré en bajar —anunció Tippy. Cuando volvió, tenía la cabeza envuelta en una toalla. Eran casi las seis.

—¿Quieres beber algo? —inquirió Eric.

—Sólo café —repuso ella. Fue a la cocina para hacerlo; Eric la siguió.

—No pareces nada asustada de estar aquí —observó.

—No. Es el típico síndrome de «no puede sucederme a mí». —El café empezó a hervir—. Bajemos y volvamos a probarlo —añadió.

El groth vigilaba y escuchaba mientras le llamaban repetidas veces, haciendo una pausa entre cada prueba. Hubiera querido contestarles. En tanto no sospecharon su presencia, fue fácil pensar en ellos casi como si fueran animales, o por lo menos, seres de inteligencia retardada, pero ahora se habían convertido en seres con quienes se podía comunicar, Y el groth se sentía tan solo…

—No nos contestará, ¿verdad? —dijo Tippy, de nuevo en el salón. Estaba cepillándose el pelo, tras secarlo frente al fuego.

—No sé.

—No lo hará. Quedémonos aquí en lugar de ir al restaurante como dijimos. Prepararé algo de comer. —Sus ojos estaban fijos en el movimiento de las llamas. Eric la miró en silencio unos momentos antes de contestar.

—Nos hicimos la promesa de no desviarnos del plan —le recordó—. Fue una de las condiciones, ¿te acuerdas?

—Lo sé. Pero…, escucha, tardamos días enteros en decidirnos a intentar esto. ¿Por qué esperar que él se decida en unos minutos, o en unas horas, a contestar nuestras llamadas? No se me había ocurrido hasta ahora. Tenemos que darle una oportunidad.

Eric encendió un cigarrillo y lo observó con fijeza.

—¿Has sentido algo de particular?

—Nada. Sólo me encuentro un poco ridícula.

—Claro, lo comprendo —dijo Eric, sonriendo—. Muy bien, cenaremos aquí. Pero el resto del plan sigue sin cambios. No me digas después que no quieres ir al motel, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

El groth continuó escuchándoles y comprendió que tenían la intención de irse más tarde. Se sumergió en el tanque, meditando la situación. No podían irse ahora. Se comunicaría con ellos y de este modo les retendría. Pero tal vez habían planeado llamar a las autoridades si él les contestaba. Tendría que tantearles para conocer todos sus planes. Suspiró.

Tippy hablaba mientras preparaba la cena; entonces levantó la vista de la cazuela y sorprendió una mirada de Eric que la dejó inmóvil. Confusa, siguió removiendo el contenido de la cazuela.

—No pasa nada —dijo Eric, al verla remover con tanta energía—. Tranquilízate.

—No sé qué quieres decir.

—Lo sabes perfectamente. Y estás derramando la salsa por todo el fogón.

Ella movió la cazuela.

—No es salsa, es tomate para los spaghetti. Eres demasiado viejo para mí. —Le miró de arriba a abajo—. Eres el socio de mi padre.

Eric se echó a reír.

—Si no has quemado completamente el tomate, será mejor que comamos.

Entonces ella también se rió, convencida de que no era demasiado viejo.

El groth continuó vigilándoles mientras charlaban y se tranquilizaban. El macho era el indicado para averiguar qué planes tenían. No se alarmaría tan fácilmente como la hembra, que ya había sentido su contacto una vez. Esperó a que estuvieran cómodos delante del fuego; entonces empezó a transmitirles ritmos y armonías, como solían hacer con los jóvenes de Gron. El macho se puso nervioso, y en guardia; el groth se retiró. Ellos habían usado una cadencia para comunicarse con él; posiblemente una cadencia les tranquilizaría. Les envió unas notas más lentas y el resultado fue bueno: el macho volvió a relajarse. Sin embargo, cuando el groth le tocó la mente, el macho se puso rígido y emitió pensamientos de odio y pánico, quedando su mente racional totalmente obnubilada. El groth se retiró rápidamente para no ser víctima otra vez de las emociones de los terrestres.

—¡Eric! ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido? —Tippy le sacudía con fuerza.

—Creo que ya pasó. Ahora…, ya comprendo lo que sentiste aquella vez. —Eric estaba nervioso y casi avergonzado. Su reacción había carecido de control; el odio que le invadió le dejó impresionado—. Está aquí —añadió, con voz tensa y pausada—; tenemos que encontrarlo y destruirlo. Una cosa como ésta no puede andar suelta en el mismo mundo que nosotros. Es la esencia del mal.

Tippy le contempló fijamente.

—Vámonos —murmuró—. Esto…, esto mató a Dwight y casi mató a mamá. No sé qué pretendíamos lograr… ¡Vámonos!

Pronunció esto último casi a gritos. Eric asintió.

El groth no podía dejarles marchar. Aún temblaba, debido al choque emocional con la mente del macho, pero sabía que si ahora se marchaban, toda esperanza de salvar la misión se desvanecería. Su única posibilidad de sobrevivir, y de llevar a cabo su objetivo era volar al espacio, fuera del alcance de los terrestres y esperar allí, en estado de letargo, la llegada de la nave de Gron. Necesitaba su ayuda. Entró en contacto con el macho; ahora estaban en la parte trasera del edificio, cerca de la puerta del patio. Tocó al macho con suavidad, tratando de dañarle lo menos posible, sólo lo suficiente para detenerle. El macho cayó al suelo. El groth sabía que no estaba muerto, sino en un estado de profundo trance del que no se despertaría durante varias horas. La hembra gritaba histéricamente. No se movía, sólo profería gritos. El groth se retiró ante sus gritos inarticulados; estaba llamando a sus padres. No utilizaba la voz, ni siquiera sabía que les llamaba, pero en su mente repetía sus nombres una y otra vez. De pronto, empezó a llamar solamente a su madre. El groth intentó tratarla con más suavidad que al macho, pero ella también cayó al suelo, inconsciente. El groth sintió que le fallaban las fuerzas y comprendió que el contacto había vuelto a lastimarle. Se sumergió en el tanque. Sudaba de modo alarmante y necesitaba descansar. El macho y la hembra ya no se moverían, y el groth podría reposar un rato. Dejó su mente en blanco, y los sueños que siempre le acechaban le invadieron, sumiéndole en el reposo.

Mandy se incorporó, con una expresión interrogante en el rostro. ¿La llamaba Tippy? Fue hacia la puerta del piso, y se detuvo confusa frente a ella. Lo oyó otra vez, o le pareció que lo oía. ¡Era Tippy! Pero, ¿dónde? Robert tosió en la otra habitación y Mandy se volvió, deseando preguntarle si también él lo había oído, pero reprimió su impulso. De pronto empezó a temblar y sintió flojedad en las piernas; casi se cayó antes de llegar a una silla. ¿Sería realmente víctima de una depresión nerviosa? Había voces en su cabeza. La recorrió una sensación de miedo y recordó la otra vez que había oído la voz de Tippy en su interior. En aquella ocasión corrió hacia la puerta y llegó a tiempo de saltar al volante del coche en marcha y poner el pie sobre el freno antes de que el vehículo se despeñara por un barranco. Tippy estaba en el asiento delantero, sin moverse ni gritar, aterrorizada por lo que había hecho. Tenía cuatro años. Esta sensación de ahora se parecía a aquélla.

«¿Dónde estás?», gritó mentalmente, pero no hubo respuesta. No tenía ninguna prueba ahora, a excepción de su propio miedo. Despacio, todavía temblorosa, se dirigió hacia la puerta miró aun hacia el dormitorio, pero no dijo nada a Robert. Este leía en la cama y pronto se quedaría dormido, sin advertir que ella se había ido. Si se lo decía, intentaría detenerla, cosa que seguramente lograría, Se mordió los labios con fuerza y reprimió las lágrimas que acudían a sus ojos. Pero la culpa no era de él. Se trataba simplemente de que no podía soportar las cosas que no tenían explicación, y ésta no la tenía. Su obligación era irse. No sabía adonde, pero sabía que debía irse a alguna parte.

Fue a buscar el coche al aparcamiento del edificio y cogió la West Side Drive, todavía ignorando adonde iba. Conducía con firmeza y regularidad, y cuando cruzó el puente Tappan Zee, comprendió que desde el principio había tenido la intención de ir a la casa. No vaciló al comprender cuál era su destino.

No le sorprendió ver la casa iluminada y el coche de Eric en la avenida. Fue hacia la puerta de la cocina como si la empujaran; allí tampoco sintió sorpresa al ver los dos cuerpos en el suelo. Se arrodilló junto a Tippy y le buscó el pulso; después hizo lo propio con Eric. Sólo estaban inconscientes. Se dirigía ya hacia el teléfono cuando notó otra vez aquello.

El groth se despertó con sobresalto, apesadumbrado por haberse dormido. La otra hembra estaba aquí. El groth ya había aprendido a captarla, pero ahora titubeó, sabiendo que debía ser muy precavido para que el contacto no provocara en ella otro desmayo. Utilizó una sonda tan suave y amorosa como la utilizada en el primer contacto con una pareja.

Mandy gimió y se tambaleó, agarrándose la cabeza. «No, por favor —imploró—, otra vez no, por favor.» El fuego la invadió, y empezó a llorar. El groth sintió que la oleada de angustia debilitaba momentáneamente su control, y experimentó en el propio cerebro el miedo de ella, incontenible como el ataque de una fiera. Se concentró en símbolos que la mujer pudiera entender y encontró que la parte inteligente del cerebro de ella le rehuía, dominado por la parte instintiva. Era como luchar con una horda de demonios que se desenfocaban, fundiéndose en formas más horribles que ellos mismos. Mandy había cerrado con fuerza los ojos al primer contacto, pero de pronto los abrió y el groth retrocedió ante el resplandor de la habitación donde ella se encontraba. Lloraba, suplicándole que se fuera. Entonces el groth comprendió que tenía que usar un control total, sin preocuparse de si la lastimaba o no. Oculto en el vlen el groth cerró los ojos para escapar al dolor de la resplandeciente luz; Mandy también los cerró. Él reguló su respiración, haciéndola más lenta y moderada, y los sollozos disminuyeron. El groth sabía que la hembra tendría que usar su traje especial para soportar la atmósfera sulfurosa del interior de la nave. También necesitaría oxígeno, pero en el lago había el suficiente. Esto no era lo que él había querido. No había cooperación, sino solamente control.

Lentamente, como una sonámbula, Mandy se dirigió a la escalera que conducía al sótano, llevando aún el bolso en la mano. Atravesó el sótano y esperó a ser conducida al interior de la bodega, donde recogió un vestido. Cuando lo levantó del suelo se le cayó el bolso; entonces dio media vuelta, salió de la casa y se metió en el coche. Al hacer girar la llave de contacto, abrió mucho los ojos y empezó a temblar. El horror se apoderó de su mente; gritó y miró desesperada en torno suyo. Pero inmediatamente volvió a sentir el fuego: que aquel ser acechaba en su cerebro. La expresión de inteligencia se trocó en la mirada ausente de un sonámbulo; puso el coche en marcha, retrocedió para girar y se fue.

El groth se alarmó al comprender que casi la había perdido. Se estremeció en su tanque y se concentró con todas sus fuerzas. Si no estuviera tan debilitado por sus heridas y por el efecto destructor que causaba en su cerebro el odio corrosivo de los terrestres, habría intentado buscar en la mente de ella la ruta del lago por carretera, y al hacerlo, habría aflojado la presión que ahora impulsaba todas las acciones de Mandy. Tendría que confiar en la intuición de ella para que pudiese llegar al lago sin ser dirigida. Su deseo hubiera sido tratar con su mente racional, pero en los terrestres, la mente racional se hallaba siempre en peligro de ser eclipsada por el cerebro primitivo, del cual no podía esperarse una conducta inteligente. El groth se esforzó por mantener el contacto mientras la hembra se alejaba, pues la dificultad era mayor a medida que iba recorriendo kilómetros. No tenía la menor idea de que el macho empezaba a moverse en el piso superior.

Eric tenía la sensación de que su cabeza estaba partida en dos. Abrió con cautela los ojos y se concentró en averiguar de dónde provenía el extraño ruido que estaba oyendo. Entonces se acordó. Se incorporó con rapidez y sintió una punzada de dolor. ¡Tippy! Se movió y exhaló un gemido cuando la tocó; en aquel momento comprendió que el ruido provenía de la alarma que había conectado a la grabadora del sótano.

—¡Tippy, despierta! Ven, todo ha pasado. Se ha ido.

Ella abrió los ojos, llenos de pánico hasta que vio a Eric inclinado sobre ella. Miró hacia la cocina.

—¿Qué sucede…? ¡La alarma! ¡Está sonando!

—No sé qué diablos habrá ocurrido aquí —dijo Eric. La ayudó a levantarse y la empujó hacia la puerta—. Métete en el coche mientras echo un vistazo al sótano.

Tippy le agarró por el brazo.

—No irás solo —dijo—. Déjame acompañarte.

Eric asintió de mala gana. Entraron en la cocina y vieron que la puerta del sótano estaba abierta.

—Yo la he dejado cerrada —murmuró él—. Recuerdo haberla cerrado. —Miraron hacia el fondo de las escaleras; Eric dijo—: Bueno, voy a buscar la grabadora y oiremos qué ha pasado. Ese insoportable aparato me está volviendo loco.

La alarma dejó de sonar en cuanto cogió la grabadora y subió corriendo las escaleras.

—La puerta de la bodega también está abierta —dijo mientras hacía girar la grabadora hacia atrás. Entonces apretó un botón y se pusieron a escuchar. Hubo un crujido, el golpe de algo al caer al suelo, después nada. Eric aumentó la velocidad y casi al final de la cinta oyeron unos pasos muy pesados…, luego el silencio; la grabadora había sido parada. Tippy la miró sin comprender.

—Otra vez —dijo. Después del crujido, Tippy había parado la grabadora—. Esto significa que se ha abierto la puerta de la bodega, que cruje cada vez que lo hace. Algo ha salido…

—O ha entrado.

—Ahora viene el golpe seco. —La puso de nuevo en marcha y la paró después de escuchar el golpe—. ¿Qué será eso? Tendremos que bajar a averiguarlo, ¿no crees?

Bajaron y se acercaron a la puerta de la bodega. Tippy gritó cuando vio el objeto causante del golpe seco:

—¡Es el bolso de mamá! ¡La bestia la ha hecho entrar en su guarida!

Eric se llevó a Tippy a la cocina y llamó por teléfono a Robert. Mientras hablaba con él, dijo a Tippy:

—La está buscando. No le dijo una palabra de que se iba. —Escuchó de nuevo, y entonces añadió pausadamente—: Será mejor que vengas a la casa. Mandy ha estado aquí, pero su coche ha desaparecido.

Convino en llamar a la policía y colgó el auricular.

La policía dio la alarma a todos los coches patrulla para que buscaran el coche de Mandy. Después procedieron a registrar la casa, medida que resultó tan infructuosa como la vez anterior. El groth advirtió su presencia en la bodega, y entonces Mandy estuvo a punto de desviar el coche, lo cual le obligó a centrar toda su atención en ella. Mandy conducía bien, pero demasiado de prisa. Aminoró la marcha. Para ella, cada momento era suficiente en sí mismo; no había futuro, no había pasado. Aquello resultaba igual que un sueño, en el cual todo se acepta por incoherente que sea. Sus actos eran correctos, obedecía las leyes de tráfico, conducía con precaución en los cruces pero no pensaba adonde iba ni por qué. Conducía el coche y esto era suficiente. De vez en cuando sentía una impresión fugaz de terror y repulsión, pero pasaba inmediatamente, y ya no experimentaba ningún malestar físico. El groth estaba encantado con la rapidez y perfección de esta maniobra. Sabía que las anteriores experiencias compartidas con ella habían hecho posible el contacto de ahora, pero no se hizo ilusiones respecto a poder comunicarse de un modo recto y racional. Intentarlo significaría desatar en ella un conflicto interior tan grande, que probablemente la perdería. Escuchó unos momentos a los que practicaban el registro; ahora una voz nueva llamaba a Mandy a través de él, del groth, tratando de comunicarse con ella. El groth procuró acallar estos gritos, pero lo logró sólo en parte. Notó el efecto que producían en la hembra y redobló sus esfuerzos para mantenerla bajo su control.

Mandy se dirigía hacia el norte por carreteras de segundo orden hasta que tomó un camino estrecho, sin asfaltar, que desembocaba en la orilla sur del lago.

El groth seguía percibiendo la angustiosa llamada; tenía que acallar aquella voz silenciosa, bombardear el cerebro que la emitía. El coche de Mandy se desvió y frenó bruscamente. «¡No!», gritó en su mente, al tiempo que luchaba por alejarse del groth, provocando el caos en su cerebro, que hasta ahora le había obedecido ciegamente. ¡Había captado su pensamiento! El groth volvió a dominarla, pero no totalmente, y ambos experimentaron el esfuerzo de ella por liberarse de aquella conexión. Mandy luchaba casi con histerismo y el groth sudaba tan copiosamente, que temió desmayarse antes de decidir el combate a su favor. Sabía que era el compañero de la mujer quien la llamaba a través de él y también que no podía dañar a aquel hombre si quería tener a la hembra bajo control. En cuanto el groth comprendió esto, la hembra volvió a su docilidad anterior y continuó su marcha hacia el lago…

Mandy vio ante ella la superficie negra de las aguas, y torció a la izquierda; aquél era el camino. Necesitaba un equipo para bucear. Ni siquiera se detuvo a pensar que nunca había nadado bajo el agua. Necesitaría una botella de oxígeno mientras rascaba el fango que cubría la puerta y colocaba la cámara de aire, y para respirar en el interior de la nave. Detuvo el coche y lo aparcó cuidadosamente entre la maleza, de modo que no fuera visible desde la carretera. Entonces recogió el traje especial que llevaba en el coche, y entre los dobleces encontró la cámara de aire. El groth intentó hallar la botella de oxígeno utilizando la mente de Mandy, pero mientras buscaba, estuvo a punto, por dos veces, de perder el contacto con la hembra. Cada vez que esto ocurrió, los temores primitivos hicieron presa en ella; cada vez se produjo una nueva lucha para recuperar el control. El groth sabía que se estaba debilitando rápidamente y que tenía que actuar de prisa para conseguir sus propósitos. ¡Si por lo menos cesaran los ataques procedentes de la casa, los de Robert, no los de quienes efectuaban el registro! El groth no podía defenderse del macho; le había tocado sólo una vez antes y sabía que sufría una dolencia que le podía causar la muerte casi instantánea en caso de ser atacado, aunque fuera débilmente; y el contacto del groth era demasiado fuerte. Por fin pudo localizar unas botellas de oxígeno y Mandy volvió a actuar con decisión. Robó una botella de una de las cabañas y, tras deslizarse entre sus dormidos ocupantes, salió corriendo hacia el lago. El groth comprendía el principio de la botella, pero jamás había usado nada parecido; así que fue una cuestión de suerte dirigir a Mandy en la colocación de la botella a su espalda. Ella se había puesto el traje especial sin ninguna vacilación cuando él se lo indicó, y ahora, con el oxígeno a cuestas, se hallaba dispuesta. No importaba que el traje fuese demasiado grande para ella; apenas si tenía que nadar. Y sus dedos podían hacer bien el trabajo, aunque su número fuese tan limitado. Mandy entró torpemente en el agua, respirando con dificultad por la boquilla, pero sin demostrar el menor miedo ante la idea de sumergirse. El groth se sintió muy orgulloso de Mandy, que pareció tener conciencia de este orgullo puesto que su resistencia disminuyó. Pero el groth sabía que entre ellos no cabía el verdadero placer que sentían las parejas cuando trabajaban en armonía.

Los terrestres que buscaban en el edificio donde se ocultaba el vlen, pusieron en marcha una máquina perforadora que el groth exploró para estimar su peligro. Estaban haciendo un agujero en el suelo de la bodega y llegarían al terreno compacto que rodeaba el vlen dentro de una hora. El groth podía detenerles en aquellos momentos, naturalmente; si decidían volarlo con explosivos, sabrían que no estaban perforando solamente rocas… Pero todo esto requería tiempo, y cuando llegaran a esta fase, el groth quizá estaría lejos, volando por el espacio…

Mandy se hundió hasta el fondo del lago, respirando con dificultad, moviendo los brazos y las piernas en una fútil tentativa de nadar. Iba completamente cubierta por un material extraño que olía muy mal, y le faltaba el aire. Tiró de la ropa que le cubría la cara tratando de romperla. Los pulmones parecía que iban a explotar en su pecho, y un mareo extraño obnubiló todo a su alrededor. Sus movimientos se hicieron más lentos. El miedo y el dolor en los pulmones era lo único que notaba, hasta que, de pronto, él volvió a invadirla.

«Ayúdame —suplicó—. Por favor, ayúdame.»

No hubo lucha esta vez. Él le dirigió las manos hacia la cámara de aire y la ayudó a colocársela. Mandy notó que se ahogaba al respirar la primera bocanada, pero él la tranquilizó hasta que su respiración fue normal. El groth se sorprendió al comprobar que sus propios ojos estaban anegados en lágrimas. No podía abandonarla, puesto que, ya en el interior de la nave, la hembra moriría casi instantáneamente y su muerte sería dolorosa. Entonces centró toda su atención en ella para ayudarla a ajustar la cámara de aire y a meterse en su interior. Mandy puso en funcionamiento la pequeña bomba y, cuando no quedó nada de agua, abrió la puerta de la nave y entró en ella. El groth vio la nave con sus propios ojos, después con los de Mandy, y se quedó anonadado por la diferencia. Ella encontró aquel artefacto horrible, oscuro y repugnante, lleno de formas extrañas que se fundían en las sombras. La condujo hasta el tablero de mandos y los comprobó… ¿Por qué nadie hacía algo para calmar a aquel macho, a la pareja de Mandy? Intentó anular sus llamadas que eran más y más persistentes. La obligó a trabajar más de prisa, pero sus dedos se movían torpemente con aquel traje que no estaba diseñado para seres que sólo tuvieran cinco dedos y tan cortos por añadidura. Se preguntó cómo habían podido bajar de los árboles unos seres con aquellas manos. El groth pensó con amargura que tal vez se vería obligado a abandonar la nave, el vlen, el satélite espía, todo…

De pronto, la nave empezó a despegarse lentamente del barro del fondo. El groth buscó a través de los ojos de ella la presencia de algún testigo en los alrededores, pero no había nadie; entonces apretó el botón de despegue. La nave se elevó en vertical, mientras Mandy seguía pendiente de lo que le ordenase hacer con sus manos. El groth pensó que el volar dependía en mucho del reflejo condicionado y apenas del control consciente. Tuvo que concentrarse profundamente para mantener la vista de Mandy fija en la dirección correcta, gracias a lo cual él podía ver los mandos. Era tan diferente hacer ahora con la mente lo que antes había hecho con las manos sin ninguna atención especial. La nave se elevó demasiado y el contacto se debilitó.

Mandy contempló con horror los mandos que tenía ante los ojos. Sabía que lo principal era no soltar otra vez la cámara de aire; entonces, clavó fuertemente los dientes en la boquilla mientras sentía que un grito le atenazaba la garganta. No, ahora no. ¿Dónde estaba aquel ser? ¿Dónde estaba ella? No se atrevía a mover las manos. Sin saber cómo, le volvió a encontrar, o él la encontró a ella, y pese al terror de hallarse sola en la nave, advirtió que luchaba de nuevo contra él, que intentaba ahuyentarle, horrorizada ante el contacto repulsivo y abrasador que invadía su cerebro.

El groth notó, sobre todo por la debilidad del cuerpo de ella, que estaba tratándola con demasiada dureza: incluso se hubiera desplomado de no ser por su ayuda. Había entrado de nuevo en ella sin ninguna suavidad, creyendo que ya estaba acostumbrada a él. Pero no era así; probablemente jamás se acostumbraría. El cuerpo respondía a su mandato, pero no había tiempo para usar precauciones con ella. La nave dio media vuelta y se aproximó al vlen y a la entrada del túnel. Quedó unos instantes suspendida sobre el área y después descendió con suavidad sobre el claro, cerca del peñasco que ocultaba la entrada. La hembra giró la nave en la dirección correcta y encendió el rayo eléctrico que desplazó el peñasco con la mayor facilidad. La energía penetró en el túnel; en el fondo de éste, el groth colocó el computador para que fuese transportado afuera. El rayo se lo llevó y lo introdujo en la nave. Uno tras otro, eran trasladados a bordo todos los instrumentos del groth, cuando, de pronto, la hembra se escapó. Estaba de pie en el suelo, junto a la nave.

—¡Robert! —gritó. Después miró a su alrededor, a la extraña forma de la nave; sintió la quemadura del aire ácido y abrió la boca para gritar de nuevo. Cuando el groth volvió a tocarla, se desplomó en el suelo; entonces la llevó cuidadosamente a un lugar donde pudiera respirar su propio aire. Se cercioró de que estaba viva, aunque era difícil predecir si lo continuaría estando. Se apresuró en desalojar el vlen. La pareja de la hembra estaba saliendo del edificio. El groth le siguió con una parte de su mente mientras doblaba hacia dentro las paredes del vlen, junto con todos los restantes instrumentos que aún quedaban en él. Salió de espaldas por el túnel, derribando las paredes a su paso. Ya en el exterior, colocó el peñasco en su sitio. Se detuvo, contempló a la hembra tendida en el suelo y la tocó con gran suavidad. Ella gimió. El groth examinó las quemaduras de ácido que había sufrido y vio que no revestían ninguna importancia. Sólo estaba desmayada. Con delicadeza extrema, le quitó el traje que llevaba, y serenó su mente, presentándole la imagen del mar de Gron, tenuemente iluminado en su superficie y rizado por olas bienhechoras que provocaban un sueño profundo y reparador. Le comunicó la sensación de amor y de paz que esta imagen llevaba consigo. La respiración de la mujer se hizo menos fatigosa, y el corazón empezó a latir con más fuerza y regularidad. Ya no podía hacer más por ella. Su pareja se aproximaba ya al lugar donde ahora se encontraba, con una intuición que parecía increíble en un ser de dotes tan rudimentarias. El groth subió a bordo de la nave y aspiró con fuerza el aire puro de su interior. Elevándose en silencio, como una sombra oscura que se alejase de la Tierra sin el menor sonido, abandonó el lugar antes de que llegara Robert. Se sentía tan cansado, que ignoraba si sobreviviría o no a su calvario. Pero aquello no era importante. La misión sería un éxito. Los groth podrían estudiar a los terrestres y, cuando llegase el momento de la comunicación, ésta se llevaría a cabo con un mínimo de tensión y un máximo de buena voluntad. Esto era lo único importante.

Mandy se despertó gritando y no dejó de gritar hasta que sintió el pinchazo de una aguja en el brazo. Cuando recuperó el conocimiento, Robert estaba a su lado, pero la luz de la habitación era cegadora. Cerró los ojos con fuerza, como si estuviera a punto de recordar… algo. Pero se desvaneció. Se hallaba en una habitación de hospital; conocía aquel olor, el tacto de las sábanas, los sonidos propios de un hospital.

—Estás bien, Mandy —dijo Robert, con un tono de voz que revelaba la falta de seguridad de que así fuera. Ella volvió a abrir los ojos, y la extrañeza fue dando paso a la familiaridad. Robert estaba pálido y tenía unas ojeras muy pronunciadas.

—¿Viste… viste, algo? —preguntó ella. Le dolían la boca y la garganta.

—No había nada que ver. Tienes que creerlo, Mandy. Es preciso que lo creas. Derribamos el sótano, buscamos en el bosque, centímetro por centímetro; e incluso vinieron personas especializadas. ¡No había absolutamente nada!

—¿Y Tippy y Eric?

—Están muy bien. Mandy, no me dejarán estar mucho rato contigo. Por favor, trata de comprender que no había nada en el sótano. Eric debió de caerse y herirse en la cabeza. Tippy se asustó al verle en el suelo y se desmayó. Les hemos hecho docenas de preguntas y ninguno de los dos sabe nada. Después de destruir el sótano, incluso Eric admitió que no podía haber existido nada allí dentro. Mandy, mírame. Me crees, ¿verdad?

Ella cerró lentamente los ojos, esta vez con cansancio. Entreveía algo que rozaba su subconsciente; si tuviera la suficiente rapidez mental, lograría verlo.

—¿Por qué fuiste al bosque? Fuiste tú quien me encontró, ¿verdad?

—Sí, aunque no sé por qué me dirigí al bosque; quizá porque te oí gritar. No lo recuerdo bien, pero seguramente hiciste algún ruido.

En rápida sucesión, Mandy vio imágenes sueltas: un lago, negro en la oscuridad de la noche; ella sumergiéndose en el agua; una nave extraña; un ser también extraño, solo y herido y que resultaba repelente y aterrador, pero al mismo tiempo hermoso. Intentó retener algunas de estas imágenes, pero no lo logró. No podía situarlas en ningún momento concreto.

—¿Cómo te quemaste, Mandy? ¿Lo recuerdas? —preguntó Robert.

Ella negó con la cabeza, sin abrir los ojos. Pero la explicación también estaba allí, aunque lejos de su alcance. Si Robert pudiera verlo con sus ojos, ayudarla a comprender. Pero no, se negaría a aceptar lo poco que ella aún recordaba. No existían pruebas, ni manera alguna de demostrarlo, analizarlo o compararlo con otras experiencias. Sus pensamientos se hicieron confusos al caer en un fuerte sopor; entonces, gritó. Robert le acarició la mano, pero ella no se había sentido tan sola en toda su vida. Robert no podía comprender sus temores, sus penas. Entonces vio más cosas: la imagen de un mar fresco, tenuemente iluminado, donde jugaban unos niños, y cuyas olas suaves inducían a un sueño profundo y reparador, y donde había amor y paz y uno nunca estaba solo. Sonrió y volvió a quedarse dormida. Al cabo de un momento, Robert le soltó la mano.

—No había nada allí —murmuró para sí mismo, contemplándola—. Hubiéramos encontrado alguna huella.

Pero, ¿dónde había estado Mandy? ¿Qué le había sucedido? ¿Qué le inducía a sonreír con tanta ternura al quedarse dormida? Salió de la habitación desorientado. Ya le avisarían cuando volviera a despertarse. Se encaminó por el solitario pasillo del hospital hacia la habitación que le habían dado para pasar la noche; en aquellos momentos comprendió que las paredes y las puertas no significaban nada. Estaba tan separado de ella ahora como lo había estado a la cabecera de su cama, con su mano entre las suyas, incapaz de compartir lo que ella sentía, lo que pensaba, los recuerdos que primero la obligaron a gritar de terror, y después a sonreír en su sueño. Por cerca que estuvieran el uno del otro, siempre estarían separados, solos. Siempre solos.