Los fantásticos sucesos de las generaciones interiores comenzaron con una llamada telefónica a primeras horas de la noche. Aunque el sueño me vencía cuando descolgué el auricular (me había acostado a las diez, después de un día agotador), bastó un minuto para desvelarme por completo. Al cabo de otro minuto me hallaba frente a la pensión de la señora Jenrod, en el interior de mi pequeño coche, que puse en marcha para dirigirme al número 2.057 de Plymouth Street.
Aunque mi experiencia se reducía a seis meses escasos de trabajo como reportero del Enterprise de Willowby, mi empleo se consideraba importante. Después de todo, poseía un flamante diploma del Departamento de Periodismo de la State University, y si Harry Parks resultaba demasiado exigente, un montón de otros editores se interesarían por Calvin P. Wilkins, B. A.[2], de veintidós años, dos metros de estatura, moreno, musculoso, atractivo y competente. Así que cuando el jefe Harry me comunicó que alguien quería verme en la dirección antes mencionada, mi tono debió de ser, al principio, de ligero reproche y con razón. Entonces oí el nombre: «¿Profesor Rumpel, ha dicho?» «Sí, el gran E. P. en persona, y dese prisa.»
Pues bien, si el mismo Albert Einstein me hubiera llamado un día para una entrevista (y ya pueden imaginarse mi emoción), desde luego, no habría podido compararse a ésta. Albert también fue un genio en su día, naturalmente, pero un genio cuerdo. Este, en cambio, era un genio con un cierto porcentaje de locura, pero una celebridad mundial en matemáticas, física, astronomía…, en lo que quieran. Todavía no hacía un año que había llegado misteriosamente de un lugar remoto. Poco después, procedía, con toda tranquilidad, a desvelar los secretos del universo, por así decirlo, ante treinta grupos distintos de profesores boquiabiertos. Cuando un tipo como él llama a un reportero insignificante a una hora intempestiva, es evidente que va a suceder algo.
Mientras conducía el coche, sumido en un peligroso estado de trance, hacia el área de Plymouth Street, medité sobre el hecho de que me conociera y requiriese mi presencia, la de un modesto reportero que solía emborronar cuartillas sin firma. Tenía que ser (no cabía otra explicación), a causa de aquellos dos artículos de fondo. El último, publicado tres días antes, era ciertamente sensacional y, además, ostentaba mi nombre bajo el título. Contenía alguna alusión científica, lo cual probablemente habría llamado la atención de aquel hombre. Aunque en la Universidad yo me había especializado en periodismo, siempre me habían gustado las matemáticas, e incluso hice algunos cursos, incluyendo uno muy difícil de cálculo, para el que es preciso tener algo de talento, por supuesto. Tal vez el artículo científico demostraba este talento y alguna pincelada de genio. La cuestión es que me sentía muy animado cuando enfilé Plymouth Street.
La luz del porche iluminaba tenuemente la entrada, ante la cual aparqué el coche. Después bajé para echar un vistazo. A juzgar por lo que se veía a media luz, la vecindad no era demasiado elegante. El cemento de la acera irregular y las maderas del porche cedieron y crujieron bajo mis precavidas pisadas. Sí, el número era el 2.057, pero quizá me había equivocado de calle. Me encontraba en esta duda cuando advertí que la puerta se abría silenciosamente y que una silueta de elevada estatura se destacaba en la penumbra del interior.
—Adelante.
La voz era grave, gutural, extraña. De pronto, no sé por qué, sentí deseos de no entrar. Pero aquello era una tontería. Los periodistas siempre quieren entrar. Tragué saliva y di unos pasos. La puerta se cerró con suavidad a mis espaldas, y me cegó una luz repentina. Quizá pasaron diez segundos, durante los cuales parpadeé, asustado y un poco confuso, antes de que pudiera contemplar la asombrosa escena.
La habitación era grande y no contenía casi nada, a excepción de una caja resplandeciente, del tamaño de una cómoda, colocada, del modo más incongruente, en el centro de la estancia. Había también una elegante silla de molduras, una alfombra gruesa y cortinajes negros en las ventanas. Pero en lo único que me fijé con detención fue en el gigante. Medía algo más de dos metros y vestía un traje de una sola pieza, una especie de mono de pana. Tenía la cabeza calva y en forma de pera, y bajo la protuberante y enorme frente se abrían dos ojos grandes como cavernas. ¡Eran enormes! Negros, como si el color de las cortinas se reflejase en ellos, pero también tenían destellos violetas. Unos ojos potentes e hipnóticos, pero no crueles, afortunadamente. Con una mirada me señaló la silla, donde me desplomé con cierto alivio.
—¿Cuál es su nombre?
Ni siquiera lo sabía.
—W… Wilkins, señor. Cal Wilkins. Soy periodista.
—Naturalmente, solicité uno. Le dije a su director que lo necesitaba con urgencia, y que prefería uno que tuviese nociones de matemáticas. Me repuso que podía enviarme a un principiante que tal vez poseyera algún conocimiento de ellas, y supongo que se trata de usted.
—Pues… he estudiado matemáticas, en efecto; es posible que más a fondo que la mayoría de mis colegas.
—Bien. En tal caso, quizá conozca usted la frase más ridícula, estúpida, ilógica y totalmente inexplicable que se usa a menudo en el ámbito científico. Pero, perdóneme; no la conocerá, claro.
—Pues… no, creo que no.
—¿Cuál…? —Los profundos ojos se aproximaron a los míos—. ¿Cuál es el número positivo más pequeño?
Vaya, una pregunta fácil. Recobré la confianza.
—No existe tal cosa, señor. Porque si existiera, podríamos llamarle épsilon, pero entonces épsilon, dividido por dos aún sería más bajo, con lo que incurriríamos en una contradicción.
—Bien, exacto. Entonces, ¿cuál es la frase sin sentido que he mencionado? No importa, se lo diré.
Hizo ademán de aspirar con fuerza, y, acto seguido, escupió las palabras como si fuesen una afrenta a su inteligencia casi imposible de soportar:
—La partícula final.
Transcurrieron unos momentos antes de que continuara.
—Un día dijeron que el átomo podía serlo, pero más tarde empezaron a hablar de sus partes componentes: protones, neutrones, electrones y mesones. No iban muy desencaminados, hasta que un idiota hizo la observación de que debían seguir buscando la partícula final. Cualquier matemático en ciernes, incluso usted, hubiera podido echarle en cara la futilidad de esta búsqueda. Pero, probablemente, el significado completo de las palabras que usted acaba de recitar, y que oyó en algún aula, nunca ha sido realmente comprendido. Supongamos…
Se volvió hacia la caja del tamaño de una cómoda. A mí me invadió una extraña sensación al mirarla. ¿Era posible que resplandeciera de verdad, hinchándose un poco y luego contrayéndose, o se trataba solamente de un truco de aquellos ojos hipnóticos?
—Hoy he traspasado la última barrera.
Las cavernas de luz violácea me enfocaron otra vez.
—No queda mucho tiempo. Debemos intentarlo antes de una hora; de lo contrario, las fuerzas del campo perderán su alineación.
Me pellizqué enérgicamente. Los ojos penetrantes no se desviaron ni desaparecieron.
—Supongamos que podemos construir una máquina reductora. Sería incomparablemente más importante que la «máquina del tiempo» que nos ha presentado la ciencia ficción, porque con ésta ya tenemos al menos una idea vaga de lo que sucedería si pudiéramos viajar en el tiempo, hacia delante o hacia atrás. También es cierto que nuestras mentes pueden elevarse, aunque sea muy débilmente, hacia las ilimitadas galaxias del espacio; pero jamás hemos intentado siquiera viajar en la dirección opuesta: hacia adentro.
»Imaginemos ahora que nos introducimos en la máquina y que, cuando la fracción uno sobre diez aparece en una superficie sensible, nosotros y la caja nos vemos instantáneamente reducidos a una décima parte de nuestras dimensiones lineales. Ello significa que los volúmenes se reducirían al cubo de una décima parte. Una célula eléctrica se dispara, añadiendo cero tras cero al denominador y con cada uno de ellos nuestro tamaño va disminuyendo en una milésima parte. A los diez ceros, aproximadamente, seríamos tan pequeños como el átomo normal, y con unos cuantos más entraríamos en un territorio desconocido, cuya naturaleza nadie ha tratado siguiera de aprehender. Después de veintiséis ceros más, seríamos en comparación con el hombre normal, como éste ante el universo del radio-telescopio, suponiendo que dicho universo tenga unos diez billones de años luz de diámetro. Y, entretanto, en el interior de la caja todo parecería perfectamente normal.
Estaba loco, sin duda, pero, en cierto modo, yo comprendía lo que quería decirme.
—Sería una verdadera proeza. Realmente le haría sentirse a uno muy raro.
—¿Por qué? Otras cosas igualmente grandes están ocurriendo continuamente, como usted sabe muy bien. En este mismo momento nos encontramos viajando a más de dieciocho millas por segundo alrededor del Sol y sobre la superficie de la Tierra, y ambos, la Tierra y el Sol, giran a su vez dentro de la galaxia la Vía Láctea a una velocidad diez veces mayor. Y sin embargo, no notamos nada. ¿Qué es lo que dijo Shakespeare acerca de que había más cosas?
—«Más cosas en el cielo y en la tierra —cité— de las que sueña este mundo.»
—Precisamente. Y ahora llegamos al verdadero problema de la ciencia que se aparta completamente de mis propias pretensiones, si podemos llamarlas así. Supongamos que la máquina ha disparado ya un millón de ceros, y su tamaño, del mismo modo que el de usted, se ha reducido proporcionalmente. Usted sale de la caja. El átomo que le rodeaba en un determinado momento se ha convertido en una montaña, en un sol, en una galaxia, y por fin en algo ilimitadamente vasto. Yo le pregunto, ¿qué podría usted alcanzar, tocar, en estas circunstancias?
Me sentí inspirado.
—¿La partícula final?
—Por supuesto que no, idiota. Porque el proceso continúa indefinidamente; no existe nada en la naturaleza o en la lógica que pueda detenerlo. Se trata únicamente de la primera generación interior, pero luego otro millón de ceros nos lleva a la segunda, y otro…
—Ya basta —interrumpí—. Creo que le he comprendido.
—Entonces, entre.
Una mano de acero me agarró por el brazo. Luché en vano mientras la puerta de la máquina reductora se cerraba a mis espaldas, y, al ver una luz diminuta lanzando una hilera de ceros, gemí. Se movían hacia la izquierda, primero lentamente, después a mayor velocidad, hasta que por fin se fundieron en la oscuridad. Entonces los ojos enormes de E. P. Rumpel surgieron para clavarse en los míos.
—¡Fuera!
La palabra sonó alegre y despreocupada. La oí desde lejos, mientras mi mente y yo nos debatíamos en una densa niebla; entonces me di cuenta de que la puerta estaba abierta y de que la voz de Rumpel tenía un timbre cálido y humano.
Sujetó un aparato a mi espalda y pasó un tubo flexible y transparente bajo mi axila izquierda, introduciéndomelo después en la boca.
—Aire comprimido —me informó. Aquel hombre pensaba en todo. Una mirada al espejo que por casualidad llevaba en el bolsillo me mostró solamente unos labios apretados alrededor del tubo, casi invisible, por el cual respiraba un aire agradable y normal, con un suave olor de heno recién cortado. Me alegré de no ir enfundado en un antiestético traje espacial, pues, aunque deteste repetirlo, soy bastante apuesto. Era difícil predecir lo que podía sucederme en una situación como aquélla—. Estación Un Millón Sesenta y Tres. Tenga cuidado.
Salí a un ambiente de luz difusa y advertí que mis pies no pisaban el suelo. A mi alrededor flotaban trozos grotescos de un material amarillo Heno de agujeros, parecido a una esponja o a un pedazo de queso. Unos treinta metros más abajo se extendía una superficie plana de color marrón que se perdía en un horizonte verde.
—Como observará —dijo el profesor Rumpel, carraspeando—, parecemos ingrávidos. Sólo estamos atraídos ligeramente por un diminuto protón con el aspecto de la Tierra que hay debajo de nosotros, lo cual nos da la sensación de que nos movemos de arriba abajo. Pero fíjese en el techo rojo, que prácticamente equilibra las dos atracciones. La miasma, marrón y roja nos mantiene estacionarios y conduce el sonido de mi voz. ¿No lo había notado?
Tuve que confesar que no. Había otras cosas que requerían mi atención, incluyendo el tacto húmedo de las esponjas gigantes. Nos deslizábamos juguetonamente de un trozo a otro, salpicándonos mutuamente con el líquido. Pero de repente el profesor Rumpel, que estaba cabeza abajo, se enderezó, me cogió por el cuello y me indicó una burbuja dorada.
—Está palpitando —gritó—; sólo disponemos de dos minutos.
Su fuerza era casi sobrehumana. Tropezamos juntos contra un peñasco amarillo, y fue una suerte que la ley de acción y reacción del profesor Isaac Newton siguiera funcionando. Apoyándonos en los trozos que nos rodeaban por todos lados, nadamos y avanzamos hacia nuestro resplandeciente objetivo. Pocas veces he visto algo de aspecto tan acogedor como aquella pieza rectangular de tan extraño material en cuyo interior nos refugiamos jadeantes. La puerta se cerró. La luz de la cinta pestañeó y los ceros empezaron a surgir en el lado izquierdo.
—Me he descuidado —dijo Rumpel—. Si no paro el cronometrador, la máquina vuelve a ponerse en marcha a los cinco minutos. La estancia más prolongada que podré lograr es algo más de una hora. Esto necesita muchas rectificaciones.
Yo me encontraba demasiado aturdido para hacer algún comentario, pero tenía la impresión de que el trabajo realizado hasta el momento no era de despreciar.
De este modo continuamos el proceso, haciendo frecuentes paradas en nuestro camino, hacia la Estación Tres Billones, que, como supe después, era el punto culminante de todo él viaje. La mayor parte de las paradas tuvo lugar en balones exóticos semejantes a planetas, con distintas formas de vida, algunas casi humanas. En una ocasión me interesé por una encantadora criatura que a su vez pareció interesarse por mí. El profesor Rumpel tuvo que llevarme a rastras cuando la máquina empezó a parpadear. Solté una mano cálida con bastante desgana, al tiempo que notaba la extrañeza de su contacto.
—Seis dedos y ningún pulgar —observó el profesor—. ¿No ha leído en los letreros que utilizan como base el doce en lugar del diez, como hacen los humanos? La razón debería ser obvia. ¿No se ha fijado?
Suspiré. Tenía mucho que aprender y Rumpel no se perdía un solo detalle. Era lo que podía llamarse un individuo dotado.
En un neoplaneta, los soles pululaban en el cielo. El profesor dijo que se trataba de una región similar a los núcleos globulares del exterior de nuestra galaxia, en el superuniverso del hombre. Naves espaciales surcaban la bóveda celeste, algunas de ellas muy parecidas a platillos volantes. Contemplé una gran variedad de criaturas, tanto atractivas como repelentes, que convergían en una rampa gigante. Era realmente una de las reuniones más cosmopolitas que he visto en mi vida.
Olvidaba mencionar que en esta etapa me pareció estrechar una mano entre las mías; tenía unos siete dedos y pertenecía a un ser que acaso fuera femenino y que se acurrucaba contra mi brazo. Yo sabía que, en circunstancias similares, el profesor Rumpel se hubiera puesto a especular sobre las bases siete y catorce, con la sola intención de practicar y llegar a una posible comunicación, pero, en mi opinión, tal conducta rayaba en lo excesivo. En la Universidad se me consideraba un hombre rápido, decente, pero nada tímido. Ahora estaba comprobando que mi técnica tenía cualidades universales.
Bueno, fuera lo que fuese, debíamos marcharnos y reanudar la ruta. Pronto advertí que ya no perdía el conocimiento durante las precipitadas salidas; entonces Rumpel me enseñó que, girando el conmutador hacia el lado inverso, podíamos retroceder en cualquier momento, lo cual se me antojó uno de los trucos más útiles de aquella máquina. Empecé a divertirme con el conmutador, girándolo a mi capricho, fascinado con la idea de que nos reducíamos o agrandábamos a voluntad. Observé que, entre parada y parada, el profesor Rumpel, sumido en la lectura de un libro, no me hacía el menor caso. (Cogí una vez este volumen del estante que estaba bajo la luz y vi que sólo contenía jeroglíficos, según creo.) Pero de pronto levantó la vista, miró la esfera con expresión alarmada y, luego, sacó el reloj y contó diez segundos.
—Corte —gritó—. Estación Tres Billones. Salgamos.
¡Oh! ¡Qué mundo tan maravilloso era aquél! Había árboles, hierba, viento, como en la Tierra, pero todo más bello. Y justamente por delante de nosotros pasó una criatura que caminaba con una gracia imposible de igualar por ninguna mujer de nuestro planeta, una criatura de aspecto increíblemente hermoso, como un ser humano de una era distinta y enteramente purificado de todos los defectos del hombre actual.
¿Quién era yo, Calvin P. Wilkins, B. A., educado, sofisticado, petulante y viviendo en circunstancias anormales, para pensar en el amor a primera vista? La máquina se detuvo; entonces Rumpel me advirtió que la duración de la parada sería sólo de media hora. Yo tenía la convicción de que debía hacer algo. No tenía idea de qué ocurriría si me ocultaba y obligaba al piloto a seguir solo su camino, y dudo de que alguien hubiera podido saberlo en una situación como aquella. Además de este problema, uno nuevo e inusitado surgió en el momento más oportuno. Por primera vez en mi vida, mi confianza en la propia técnica me había abandonado.
Esto era realmente desastroso. Se me ocurrió que media hora no podía ser suficiente. Necesitaba por lo menos una hora entera para conseguir la dirección de aquella estupenda criatura, si es que había direcciones en aquel maravilloso lugar. Mientras pensaba esto, la fui siguiendo a una distancia discreta, hecho que demostraba mi desequilibrio emocional.
Ella siguió caminando, serena, majestuosa y sin percibir mi presencia. Al llegar a un pequeño edificio, se sentó en un banco, como hace la gente de la Tierra cuando espera el autobús.
Tenía que ser ahora o nunca. Por suerte, soy un hombre de recursos. Haciendo acopio de valor, retrocedí hasta donde estaba el profesor, me apoderé de un oportuno mazo y lo blandí con fuerza sobre él, dejándole inconsciente. Sentía hacerlo, naturalmente, pero era preciso para tener tiempo de conseguir mis fines.
Llevé al gigante a rastras hasta la máquina reductora, donde era menos probable que llamase la atención, y fijé el cronometrador en la posición de una hora. Una vez hecho esto, el tiempo de la parada era irreversible, así que Rumpel no podría hacer nada, cuando recobrase el sentido, para adelantar la marcha. Volví adonde estaba ella y me senté a su lado, temblando en mi interior, pero firmemente decidido. En seguida observé que era uno de los pocos seres que había visto en este viaje provistos de cuatro dedos y un pulgar.
La situación era comprometida, teniendo en cuenta el abandono de mi confianza y lo inmenso de mis pretensiones. La diosa miraba fijamente ante sí y su perfil era devastador. Parecía indicada la técnica dilatoria de los casos desesperados y me decidí a usarla: miradas casuales, ojos que se encuentran, parpadeo, consulta al reloj, imperceptible cambio de posición…, en fin, lo de siempre. Pensé por un momento que había llegado la ocasión de decir: «¿No nos hemos visto antes?», pero comprendí que era una tontería. Hablar era inútil, naturalmente.
Y sin embargo, entre los billones y billones de posibilidades, ¿no podía darse la casualidad de una repetición, incluso del aspecto lingüístico? Totalmente absurdo e improbable, claro, pero…
—¿No nos hemos visto antes?
Tal vez a ustedes les cueste creerlo, pero fue ella quien lo dijo. Cuando ocurre una cosa así, no hay más remedio que abandonarse al destino y dejarle actuar, como hice yo.
Resultó que su inglés era tan bueno como el mío, quizá mejor, o así me lo pareció en mi estado de confusión, que iba en aumento a medida que crecía mi pasión amorosa. Pero comprendí que su observación inicial era completamente correcta. Estaba en un país de costumbres amables, y ella se equivocaba al creer que nos habíamos visto antes.
Aquello requería una complicada explicación. No creo que aceptase íntegramente mi relato de la máquina reductora, pero fue muy cortés al respecto. Y le apenó, estoy seguro de ello, que tuviera que irme. Sacó del bolso una hoja de papel, escribió apresuradamente unas líneas en la parte superior y en la inferior, rompió el papel en dos mitades y me entregó una.
—Si vuelves algún día —murmuró—, juntaremos las dos mitades. Adiós y buena suerte.
Ni siquiera un beso. ¡Y yo con mi técnica!
Con tristeza, guardé en el bolsillo la mitad de la hoja y eché a correr hacia la máquina. Estaba seguro de una cosa: volvería, si es que había un camino de vuelta. No me hubiera marchado de no sentir una cierta lealtad hacia el profesor Rumpel, quien, después de todo, me había ayudado a encontrar el amor, aunque fuese de modo indirecto.
El pobre hombre seguía allí, todavía inconsciente. Pero yo ya había aprendido a despegar. Me sentía culpable, pero al mismo tiempo noble, competente y casi insoportablemente sentimental cuando apreté el conmutador y esperé el momento.
Unos versos me vinieron a la mente. Una vez, rebuscando en el desván, encontré un ejemplar de una antigua revista, The Literary Digest, fechado el 3 de noviembre de 1923. Recordaba la fecha porque el poeta me había «entrado», como decíamos en aquellos días, a pesar de mi indiferencia hacia lo intelectual. Me aprendí la poesía de memoria. Jamás sus versos me habían parecido tan apropiados y emocionantes:
Estuvimos juntos en un solo fragmento de la mañana.
Los caminos se unían en las colinas, y fuimos hacia el oeste.
Sí, nuestros caminos se habían unido y yo esperaba que para siempre, en un lugar oculto y nuevo para el vetusto universo.
Camaradas casuales de la juventud y de la montaña,
perdimos un tiempo precioso jugando y riendo tontamente.
¡Oh!, pero nosotros no lo íbamos a perder, porque yo pensaba volver.
¿Cómo podía saber yo que su ausencia oscurecería las colinas?
Riendo, la miré dirigirse hacia el sur y alejarse de mi vista.
¿Al sur? ¿A la Generación de Tres Billones?
Debí abandonarlo todo y hacer de su camino mi camino;
debí seguirla hasta los confines de la Tierra.
Y lo haría. La seguiría incluso mucho más lejos.
Durante el ascenso hacia nuestra generación, imploré al gran hombre que me entregara el secreto de la máquina reductora para poder regresar al lado de mi distante y maravilloso amor. Pero el profesor Rumpel estaba enfadado, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta el chichón de su cabeza.
—Usted y su amor a primera vista —se burló—. Sí, le he perdonado, supongo, pero dudo de que le confiase el secreto aunque me fuera posible. No es una persona de fiar. Al fijar el cronometrador en una hora, cuando ya estaba fijado en media, estropeó la maquinaria, poniendo en funcionamiento el alternador de aumento y disminución, de tal suerte que ahora ya no sé dónde estoy. ¿Qué digo dónde estoy? Ya ve, entre otras cosas, ha estropeado usted mi dicción.
—Vamos, profesor, no se enfade. Se lo ruego. ¿No comprende lo que esto significa para mí?
Pero todo fue inútil. Edwin Percival Rumpel no cedió.
Cuando la máquina se posó con un ligero golpe, salimos de su interior. Él aún estaba enfurruñado, pero habló, y lo que dijo fue muy extraño:
—Vea: G. Uno. Su chica se halla en la generación representada por uno partido por diez con el exponente tres billones. Claro que usted descompuso de tal modo la máquina que el número exacto es difícil de precisar, pero en cualquier caso, esta jovencita se halla gravemente desplazada. Mi propia generación es también tres billones, pero usted se queda en la que indica el numerador. Yo voy en la dirección opuesta.
Los enormes ojos me miraron con afecto, según me pareció, desde el interior de la caja. De pronto, ésta desapareció… La luz del amanecer me reveló el papel negro que cubría las ventanas y que yo había tomado por cortinajes, una silla con el brazo roto, que yo viera elegantemente esculpida, y una capa de polvo amarillento en lugar de la alfombra gruesa.
Una vez en la calle, subí a mi coche, embargado por la tristeza, y me alejé para siempre de la casa vacía del 2.057 de Plymouth Street.
Es curioso que el tiempo pueda dar tanto de sí. Cuando me desperté en la pensión de la señora Jenrod, tuve la sensación de haber estado ausente durante un año. ¡Qué sueño tan absurdo! ¿O no había sido un sueño? ¿Cómo podía recordar con tan meridiana claridad todos y cada uno de los emocionantes detalles: los ojos, la boca, las orejas, el modo de andar y… también, cómo no, la máquina?
En la calle, un vendedor de periódicos voceaba una noticia:
—¡Extra! ¡Extra! Un gran hombre desaparece durante la noche. Desaparece también su abultado equipaje. ¡Extra! El profesor Rumpel, el mayor… —Los gritos se perdieron en la distancia.
Yo salté de la cama. ¿Por qué estaba vestido? El bolsillo de mi americana contenía algo, y metí la mano en él. Saqué una hoja de papel, cortada por la mitad, así como un peine y un espejo pequeño. En el papel aparecía el nombre de una chica y su dirección. ¡La dirección era increíble!
¿Sería posible que yo hubiese dirigido la máquina hacia dentro, y luego de nuevo hacia fuera, de modo que la Estación Tres Billones fuese en realidad el viejo planeta Tierra enfocado desde un ángulo diferente? Rumpel había admitido que mis métodos de navegante aficionado, impeliendo la máquina hacia delante y hacia atrás, habían embrollado sus cálculos. Aquel largo ascenso hacia Plymouth Street podía haber sido un segundo viaje de vuelta extremadamente afortunado.
Y de este modo, en caso de que ustedes se lo hayan preguntado, fue como encontró a Norma, mi esposa. Ella dice que pensó que yo estaba un poco chiflado cuando me senté en aquel banco y le conté aquella ridícula historia, pero…, bueno, le causé cierta impresión. Como es natural, hizo falta un montón de correspondencia y muchas dotes de persuasión para convencerla de que no era tan mentiroso…, aparte de que cuando la abordé con aquella expresión de enamorado era pleno día, y una hora perfectamente respetable; no era tarde, ni mucho menos. Me vi obligado a mandarle libros que tratasen de zonas del tiempo, de astronomía y cosas por el estilo; a explicarle que, habiendo salido mucho después de oscurecer, había llegado frente a su casa antes de la cena, al final de mi primer viaje de vuelta a la Tierra; que la segunda vez habíamos aterrizado en un lugar distinto porque logré dar, por casualidad, con Plymouth Street. También tuve que explicarle la razón de que yo supiera que el universo de los libros de astronomía se encontraba probablemente en una minúscula parte de uno de los llamados átomos, situado bajo una de las uñas de quién sabe si el pie izquierdo del profesor Rumpel, el cual había desaparecido tan misteriosamente.
Norma se limita a mirarme de un modo extraño, aunque bastante atractivo. Después de todo, la gente del lugar donde ella vive se muestra siempre un poco superior y escéptica hacia los inocentes que vivimos en Florida. Por esta razón tuve que trasladarme a su preciosa California para poder seguir dándole explicaciones. Todavía no he conseguido terminarlas.