Luca dice adiós
Cuando vuelvo la vista atrás, creo que la gota que colmó el vaso fue el momento en que lancé una máquina de escribir por la ventana de un café del barrio del Borne. Para entendernos: a estas alturas, ¿quién va por la vida con una máquina de escribir a cuestas? Así que, después de pasar la noche en un calabozo, llamé a la Princesa y ella, sorprendida, me preguntó:
—¿Que hiciste qué con la máquina de escribir?
—Que la tiré por la ventana.
Se echó a reír y, en inglés, me dijo:
—You’re joking!
A lo que respondí:
—¿Y quién es el tal Joe King?
—Una de nuestras bromas habituales, hasta que, de repente, me di cuenta de que no se estaba riendo.
—Creo que necesitamos darnos un respiro… —me dijo en voz baja. Se llamaba Nina, pero yo la llamaba la Princesa y la quería. La pobre había pasado mucho y estaba cansada—. Triste y cansada —me insistió.
Me achanté, le pedí disculpas y le dije que cambiaría, que trataría de ser mejor persona, a lo que respondió:
—Eso dijiste la última vez, y la anterior.
Nina es preciosa: tiene un pequeño antojo en forma de lágrima del revés debajo del ojo derecho. Cuando anda, sus caderas se mueven con una cadencia, con una dulzura cinética que me hace llorar. Puede conmigo.
Pocos días después de la noche que pasé en el calabozo, notándome un poco bajo de ánimo, me di una vuelta por L’Electricitat, un pequeño bar de la Barceloneta, y pedí un vermú. Luego, otro. Y otro más, a continuación. Entonces fue cuando conocí a Luca.
Cuando cierro los ojos, me imagino su mirada, aquella singular y remota expresión de confianza en sus ojos y, por fin, siento paz. A veces pienso que sólo podré dejar todo eso atrás, olvidarme de lo que ocurrió, marchándome muy lejos de aquí, yéndome a vivir a otra ciudad, incluso a otro continente. Al cabo, he comprendido que no es tan fácil, que también eso forma parte de mí. Pero sigamos.
Reparé en él cuando, cabizbajo, se detuvo a la puerta del bar. Era un hombre delgado, de unos treinta y tantos, cabello rizado y cejas espesas encima de unos ojos burlones y despiertos, cauteloso como un lobo. Entró y echó un vistazo en derredor. Habría jurado que hasta se hizo cargo del ambiente que allí se respiraba. Había un partido de fútbol en televisión y unos cuantos parroquianos, pocos, en el local. Éramos los únicos que no éramos catalanes. Se acercó y me pidió un cigarrillo. Reparé en el acento cantarín de su español. Le dije que no fumaba y me preguntó que de dónde era; le respondí que de Perú.
—¡Ah, de Perú! —comentó, levantando las cejas—. Siempre me he sentido muy vinculado a los incas —añadió, mirándome con fijeza.
La clase de cosas que uno tiene que soportar en boca de europeos… Pidió una cerveza y comenzó a hablarme del tiempo, del partido de fútbol de ayer y del último ligue de diecisiete años de Berlusconi, y me dio la impresión de que se había pateado toda la ciudad en busca de alguien con quien hablar. Me dijo que era italiano, de Roma, que se llamaba Luca y, de repente, sin venir a cuento, comentó:
—Como peruano, seguro que te gusta la perica —si bien, y a decir verdad, no le he dado mucho a la cocaína, tan sólo lo suficiente para darme cuenta de que puede ser peligroso para alguien que tenga un carácter como el mío (bastantes problemas tengo con aceptarme tal como soy).
Me encogí de hombros; él alzó sus pobladas cejas oscuras, me miró de reojo y dijo:
—Esta noche, tomaremos perica juntos —como si fuera todo un detalle por su parte, como si me estuviera proponiendo una experiencia sublime. Tras quedarse callado un instante, Luca comentó que parecía triste—. ¿Mal de amores?
Asentí.
—Eso me pareció —comentó—. A lo mejor estás en condiciones de entender mi situación —para confesarme, a continuación, que él también estaba enamorado y que todo se había ido al garete, que había sido «un desastre, una catástrofe».
Me sorprendió un poco que alguien me hablase con tanta franqueza. De hecho, me dio la sensación de que me había cruzado con mi alma gemela, con mi avatar, que estaba contemplando mi propia imagen. Escuché con atención lo que contaba con la esperanza de descubrir un asidero que me ayudase a salir del abismo…
Tenía una risa cortante, casi como un ladrido, y también un rostro despierto; unos dientes blancos y relucientes y, si no me equivoco, unos caninos bastante pronunciados. Ojos de color avellana, de eso me acuerdo bien, porque, cuando la palmó, traté de cerrárselos, como en las películas, pero aquellos ojos, en lugar de quedarse cerrados, volvían a abrirse. No sé siquiera si, desde un punto de vista fisiológico, una cosa así es posible, pero eso fue lo que pasó. Se me hace raro acordarme más del color de sus ojos cuando estaba muerto que cuando estaba vivo. Incluso me da por pensar que, una vez muerto, hasta el color se habría quedado desvaído.
Llevaba una chaqueta arrugada de paño de color azul oscuro (lo que por aquí llaman una «americana»), vaqueros y un cinturón de cuero con una reluciente hebilla de plata de Dolce & Gabbana; mientras bebíamos, sin querer, me tropecé con su cerveza, pero él la atrapó al vuelo antes de que fuese a parar al suelo, y siguió hablando como si nada. Era de esas personas que no se limitan a cruzar la calle, sino que lo hacen como una exhalación, que no se quedan observando a alguien, sino que lo fulminan con la mirada, que no se levantan de la silla, sino que se ponen en pie de un salto. Así era él, y me di cuenta de inmediato; de ahí que me resultase tan sorprendente lo que vino después.
Al cabo de un rato, me contó que no era de Roma, sino de Nápoles. Me habló de Nápoles, de su familia, y se retrató a sí mismo como un desterrado cuando dijo: «No puedo volver», como si no hubiera vuelta de hoja. Cuando le pregunté la razón, pidió un whiskey y me dijo que era un problema d’amore muy, pero que muy complicado y, hundido, se quedó mirando la barra; se llevó las manos a la cabeza, como si fuese una sandía; luego, la apoyó contra la barra y musitó:
—Camilla, Camilla, Camilla —antes de volver a levantarla y soltar una risotada—. Como verás, soy un stronzo, un idiota; fui a enamorarme de la mujer que no debía, y lo que es peor, que ella se enamoró de mí también.
Así que Luca me contó lo que le había pasado. Como tantos, había sido un hombre de paja de los negocios inmobiliarios de la Camorra en Nápoles. Un insignificante don nadie, un contable de tres al cuarto del clan di Lauro. Hasta que un día, «uno de tantos», recibió el encargo de ir a enseñar un piso a uno de los lugartenientes del capo. El individuo en cuestión se presentó con una mujer joven y preciosa: Camilla, la hija del capo.
—Había oído que era una belleza, pero nadie me había puesto al tanto de aquello. Esbelta, de piel bronceada, labios carnosos, una nariz poderosa, aunque no exagerada, unos ojos que parecían tristes, pero que no dejaban de centellear, tan brillantes que uno se olvidaba de su mirada triste, y unos cabellos negros como el azabache. Buscaba un piso para su hermana, que iba a casarse. El hombre de aspecto malencarado que la acompañaba era su guardaespaldas —Luca tomó un sorbito de whiskey y continuó—: Los llevé a un bonito dúplex del centro y, cuando nos disponíamos a entrar, el rufián recibió una llamada al móvil y se fue a toda prisa, no sin advertirme de que no la perdiera de vista y que no me moviese de donde estaba. El guardaespaldas nos dejó solos durante cosa de una hora y media, tiempo de sobra para que Camilla y yo nos enamorásemos. Nos pusimos a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. Ya sé que suena muy manido, pero ¿qué le voy a hacer? Es lo que pasó, tal como lo viví. Era preciosa, perfecta. Quedamos en volver a vernos a los pocos días. A lo largo de las dos semanas siguientes, nos hicimos toda clase de disparatadas promesas, intercambiamos correos electrónicos y mensajes de texto, nos veíamos a salto de mata y en secreto. Nos dijimos que daríamos la vida el uno por el otro, que nada nos detendría, que encontraríamos una solución, aunque tuviéramos que irnos de Nápoles. Toda parecía real. Estábamos convencidos de que eso sería lo que haríamos, que todo saldría a pedir de boca. Tendríamos hijos, formaríamos una familia, envejeceríamos juntos, toda la sarta de estupideces que se prometen cuando se es joven, romántico y se está enamorado. Nos besamos sólo una vez en un pequeño bar del puerto. Alguien nos vio.
Luca dio un puñetazo contra la barra de zinc y mi vaso de vermú, vacío, bailoteó. Tenía manos grandes, dedos largos de pianista y uñas anchas y cuadradas, mordidas con saña.
—Lo único que queda claro es que soy un cobarde. Cuando tuve la oportunidad, la dejé escapar. Al mes de habernos conocido, un día, al salir de la oficina, tres hombres me metieron por la fuerza en el asiento posterior de un coche. Me llevaron a un edificio abandonado; me golpearon y me patearon, y, medio muerto, sangrando y hecho polvo, me dejaron en el suelo. Antes de irse, me dijeron: «Más vale que te vayas de Nápoles; al jefe no le hace ninguna gracia que salgas con su hija». Me dieron más de treinta puntos (me señaló las cicatrices en la nuca y en la ceja), y acabé con dos costillas rotas, dos ojos amoratados y la mandíbula rota. Más adelante, un amigo me dijo que la única razón de que no me hubiesen matado era que Camilla había amenazado con quitarse la vida si me pasaba algo. Después de la paliza, me fui a casa de un primo en el campo, hasta que a mi familia no se le ocurrió nada mejor que comprarme un billete para venirme aquí. De esto hace ocho meses. Voy por ahí como un espectro. Ando perdido. Sin amigos ni familia.
—¿Y qué fue de Camilla?
—Nos las arreglamos para seguir en contacto por correo electrónico durante una temporada, hasta que un día dejó de contestarme. Hoy he sabido por qué. Va a casarse, y no con un cualquiera, sino con Giovanni Malatesta, un mafioso. Un hombretón de armas tomar. Un asesino frío y despiadado. Ya no pinto nada. Se acabó. Y soy tan cobarde que no puedo hacer nada. Porque no soy Harrison Ford, ni Brad Pitt. No soy un ninja ni esto es como en las películas. Me quitarían de en medio. Y soy un cobarde y no quiero morir.
De repente, soltó una de aquellas carcajadas suyas que sonaban como un ladrido.
—¡Ja, ja, ja! —se estuvo riendo un buen rato hasta que, como si acabase de caer en la cuenta de algo, como si hubiera visto algo con toda claridad, se puso en pie—: Tengo que llamar por teléfono —dijo, antes echar a andar y salir del local dando algún que otro traspié.
De pie, en el bar, había unos pocos hombres mayores de cabellos canos; uno estaba apoyado contra una máquina tragaperras. Era un hombre fuerte, de antebrazos robustos, que apuraba un cigarro; juntaba su formidable y rechoncha barriga con la no menos voluminosa de otro tan gordo como él, de forma que las cabezas de ambos quedaban a un metro de distancia; con aspereza, entre gruñidos y bramidos ininteligibles, discutían de fútbol. Eran seres vivos, como si hubieran brotado del suelo del propio bar, como si aquel par de viejos pescadores curtidos y de vida dura, igual que percebes adheridos a una ballena, formasen parte del local. En la televisión, un anuncio de Renault. Con una botella de plástico vacía de un refresco de cola, un hombre entró en el local y, sin decir palabra, se la tendió al camarero; este se llegó a un enorme tonel de madera que había a la izquierda, cerca de la parte trasera del establecimiento, giró la espita y la llenó de un vino de color rosado. El hombre rebuscó en el bolsillo, estrelló dos monedas que restallaron contra el mostrador, se hizo con la botella colmada y, balanceándose como la varilla de un metrónomo sobre unas piernas zanquivanas, salió del bar. La cafetera silbaba y renqueaba. El aire del establecimiento se tornaba más denso. Luca volvió a entrar, me dirigió una sonrisa cautelosa de las suyas y me dijo:
—Ya está.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Ya lo verás…
Se sentó. Seguimos hablando. El italiano no volvió a decir nada de su chica ni yo de la mía. Aunque aparentaba despreocupación, parecía haberse quedado como muerto. Pedimos al camarero que nos llenase una botella de vino, pagamos las consumiciones y nos fuimos.
Se había levantado un poco de aire, que agitaba y movía la ropa colgada en los balcones, un perro pasó a todo correr, un coche tocó la bocina y, sin saber por qué, andábamos deprisa. Llegamos a su casa. Una fachada recubierta de antiguas azulejos azules; algunos se habían desprendido, dejando al descubierto unos desconchones de estuco de color ocre que se desmoronaban. La escalera olía a humedad, como una iglesia. Subimos cinco tramos hasta el piso, abrió la puerta con fingida ceremonia, con la mano me indicó un sofá desvencijado, se fue a la cocina y se puso a rebuscar algo. Me senté y eché un vistazo a su pequeña guarida. Estaba borracho. La pintura blanca se caía a trozos; reparé en una enorme mancha de color marrón en el techo, junto a la ventana. Una bombilla solitaria colgaba en medio de la habitación, una luz mortecina bañaba la parte izquierda del cuarto. En la ventana, un pequeño tiesto de barro con unos espléndidos narcisos amarillos, tan lozanos y primorosos que llamaban la atención en un sitio como aquel. Oía gritos y murmullos apagados que subían de la calle, llantos lejanos de niños, tan mitigados que eran casi imperceptibles, un lejano tañido en brazos del viento.
Sonó el teléfono. Dos timbrazos y enmudeció. Luca se acercó a la mesa baja, lo descolgó y miró el número.
—Ya está aquí —dijo, y se puso en pie.
—¿Quién está aquí?
—El camello. Déjame veinte euros. Ya tenemos la cocaína.
Lo había olvidado. Me quedé mirando la mano que me tendía.
—Venga ya…
Saqué un billete ajado del bolsillo y se lo di. Los veinte euros peor gastados de mi vida. No sé por qué, pero me fiaba de él y, a la vista de lo que pasó más tarde, muchas veces pienso que ojalá no lo hubiese hecho; pero el caso es que se los di. Estoy seguro que, de no haber estado tan jodido, no se los habría dado, pero los dos éramos compadres y sufríamos mal de amores y, de ser cierta, su historia era un pelín más romántica. Pero el mal de amores siempre es lo mismo, ¿o no?
Salió del apartamento y dejó la puerta abierta. Me asomé al balcón y miré a la calle. Vi a alguien en un velomotor aparcado delante del portal. Un casco oscuro y reluciente, como la cabeza de una hormiga. Luca salió del edificio y se acercó. Una transacción rápida. La hormiga del ciclomotor se fue con un petardeo infernal. Luca se dio media vuelta y volvió a entrar en el edificio.
Me retiré del balcón y me senté de nuevo en el sofá. Cerré los ojos un instante y sentí una vaharada de aire húmedo que, a trompicones, se abría paso por la estancia, lamiendo los sucios visillos baratos de poliéster de la ventana. Eché un vistazo por la habitación: cajetillas vacías, una cajita de madera taraceada encima de la mesa, y libros, un montón de libros, muchos sobre el amor, también historias de amor, El amor en los tiempos del cólera, de Gabo; Del amor, de Stendhal; incluso un libro norteamericano, Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, y allí, arrumbado de cualquier manera en un rincón, César Vallejo, mi poeta peruano preferido, quien predijo su muerte en un poema y murió «de agotamiento» en París. Me hice con el libro y leí el poema por el que estaba abierto.
¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros, no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad, que se lo coman todo y acabemos!
Y no pude por menos que pensar en lo curioso que resultaba estar pasándolo tan mal y leer al mismo tiempo relatos románticos y ensayos sobre el amor y andar suspirando por la hija de un capo llamada Camilla a la que había besado en una ocasión. Como si la cosa tuviera solución. Como si se pudiera decir «hasta aquí». Me estremecí. El mal de amores sólo lo arregla el tiempo, un nuevo amor o la muerte.
Escuché que subía por las escaleras de dos en dos. Entró como una exhalación, como un vendaval, y la puerta del balcón se cerró de golpe, ¡bang! Traía consigo un marcado olor de la calle que, mezclado con el tufo a vino, a colillas de cigarrillo espachurradas y al café de una taza medio llena que había encima de la mesa, se confundió con el lánguido y tímido aire del Mediterráneo. Nada que ver con el aire del Atlántico, orgulloso, bravío y salvaje, sino una brisa europea, recatada y suave, refinada, decadente, muy Viejo Mundo. Y tanto que sí. Muy satisfecho de lo que había conseguido, se dio una vuelta por la habitación. De todas formas traía algo más, aunque no me di cuenta de lo que era hasta que todo hubo concluido.
Tomó asiento y dejó un paquetito envuelto en papel de estaño encima de la mesa.
—¿Llegaste a alguna conclusión? —le pregunté.
—¿Sobre qué?
—¿Aprendiste algo de todos esos libros sobre el amor?
—Pues, sí; a decir verdad, algo aprendí —mientras, ensimismado, se inclinaba sobre la mesa y desdoblaba con cuidado el papel de estaño.
—¿Y qué aprendiste?
—Luego te lo cuento. Vamos a darle a la cocaína —calló un momento, se me quedó mirando y, con marcado acento italiano, añadió—: Voy a decirte algo. Me parte el corazón que vaya a casarse. Es un dolor físico… Por las noches, me despierto con una opresión fuerte en el pecho, pensando en ella, y no soporto este sitio, es superior a mis fuerzas. Demasiado pequeño, al tiempo que el mundo se me antoja demasiado vasto y anónimo. Tan vasto y enorme como para que no volvamos a vernos nunca. Sueño, y en mis sueños, me quedo dormido y sueño con ella. Que me despierta, que me despertaré y me encontraré en sus brazos, pero al final es sólo un sueño. Luca, me dirá, estoy aquí. Estamos juntos. Te quiero y te querré siempre… Pero, al final, no hay nada. Siempre es un sueño. Siempre estoy solo —calló de nuevo y miró por la ventana—. ¿Me entiendes? Pero, sí, algo he aprendido y, a su debido tiempo, te lo contaré…
Desdobló el papel de estaño y dejó al descubierto un montoncito de polvo marrón y de tono mate. Me dirigió una mirada.
—No parece cocaína —dije.
Me miró y sonrió.
—¿Ah, no?
—Pues no. Es marrón.
Hundí la punta del dedo meñique en el polvo, me lo llevé a la boca y me supo raro.
—No voy a tomar eso. Compraste heroína, compadre.
—¿Eso crees?
Se fue a la nevera y regresó con un limón. Lo dejó encima de la mesa. Echó una pizca de polvo en la cuchara, luego un poco más y me preguntó:
—¿Estás seguro de que no quieres?
—No.
Estaba un tanto desconcertado. Eché un vistazo por la habitación, al montón de libros, a la foto de Luca y su chica (supuse) que estaba pegada en la estantería. No era como me la había imaginado: pelo corto, gafas pequeñas y rectangulares, un hoyuelo en la barbilla, retorcida, intelectual… Era como imagino que de joven habría sido la sufrida mujer de Marcello Mastroianni en Ocho y medio… De buen ver, pero no de llamar la atención.
De repente, sentí deseos de salir de allí, de respirar aire puro, de caminar por la playa como los turistas, de observar las absurdas cabriolas de los artistas callejeros seguidas por manadas de norteamericanos pasmados, el bullicio del gentío, los carteristas, los colores, los jóvenes haciendo barras en la playa, vikingas mujeres nórdicas que lucían al aire sus pechos pálidos, impecables. No quería quedarme allí ni un momento más. Quería llamar a Nina y pedirle de nuevo que me perdonase, sólo quería oír su voz… De reojo, vi cómo echaba el resto del polvo en la cuchara y la dejaba encima de la mesa; se hizo con un cuchillo y cortó en dos el limón, exprimió uno de los trozos en la cuchara, el zumo rebosó a ambos lados del montoncito de polvo, sacó un mechero y comenzó a calentar la mezcla.
Podía entender el atractivo de la escena, de aquel ritual al modo tradicional, pero no quería entrar en el juego y me limité a mirar. La mezcla comenzó a burbujear, sacó una aguja de la cajita de madera taraceada y la dejó con cuidado encima de la mesa.
—Hay que dejar que la mezcla se enfríe —dijo—. Necesito que me eches una mano.
—A ver, ¿qué quieres que haga?
—Que sostengas el espejo.
Fue al baño y regresó con un pequeño espejo redondo, no más grande que mi mano, y me dijo:
—Ya te diré cómo tienes que colocarlo —mojó un trocito de algodón en la cuchara; de inmediato, se tornó marrón, absorbiendo la heroína; pasó la punta de la aguja por el algodón, la introdujo en la cuchara, sorbió todo el líquido, dio un par de golpecitos a la jeringuilla con el dedo corazón, se volvió y me dijo—: Coloca el espejo.
Y eso hice, poniéndolo a la altura de su cara.
—Inclínalo un poco. Eso es. A la derecha. No; con el borde derecho hacia mí. Así, eso es.
Muy concentrado, se miró al espejo. Volvió la cabeza y miró hacia arriba y a la izquierda sin apartar los ojos del espejo. Se acercó la jeringuilla a la garganta, a la altura de la yugular. Con cuidado, acercó la punta hasta acariciarse el cuello, se detuvo con los músculos en tensión, la hundió, me estremecí y me dijo:
—¡Sujétalo bien! —Eso hice; tiró del émbolo de la jeringuilla y dijo—: Mierda. No he atinado —retiró la aguja, se hizo con una vieja camiseta sucia que había en el sofá y, dándose unos golpecitos, trató de limpiarse la sangre del cuello. Sólo quería ponerme en pie y salir de allí.
—Joder —dije.
—Échame una mano —volvió a decirme—. Venga… Ayúdame…
Me quedé petrificado. Todo aquello, verlo en aquel estado de trance, me producía una extraña fascinación. Miró hacia arriba de nuevo, contuvo la respiración para que la vena se hinchase más, exhaló el aire, dijo: «Más alto», y moví el espejo; lo alcé un poco y entonces clavó la aguja, tiró del émbolo y la jeringuilla se llenó de un espeso y denso líquido de color bermellón que, poco a poco, se dispersaba y arremolinaba y era hermoso de ver en cierto modo, hasta que dijo: «Ahhhh», apretó el émbolo y gimió y dejé el espejo a un lado y se recostó en el sofá y puso los ojos en blanco y los cerró un momento antes de volver a abrirlos con una expresión de dulce espanto dibujada en el rostro. Luego, con la aguja todavía colgando del cuello, se dejó caer en el sofá, mientras yo le llamaba: «Luca, Luca».
A decir verdad, lo dejé tendido un momento. Estaba paralizado.
—¡Luca!
Con cuidado, dejé el espejo encima de la mesa, me puse en pie y me acerqué a su lado. Todo discurría a cámara lenta. Me daba miedo retirarle la aguja y que todo se pusiese lleno de sangre. Tenía la mirada fija y perdida a lo lejos, como si contemplase unos halcones planeando, como si viese el azul de un cielo napolitano, una nube solitaria, un mundo resplandeciente, una brisa marina, una mujer de pie ante él preguntándole qué le pasa: «¿Qué tienes, qué te pasa, Luca? ¿Estás bien?». Le toqué el cuello con tres dedos justo por debajo de la aguja.
Aquellos ojos de color avellana llamaban la atención; en ellos podía ver el reflejo parpadeante de la órbita cansina del ventilador, las cortinas que suavemente se trenzaban contra la pared; por el rabillo del ojo, reparé en el escurridizo trocito de papel de estaño que corría por encima de la mesa antes de irse al suelo con un crujido áspero. Le toqué la parte alta de la cabeza. Dejé caer la mano hasta por debajo de su oreja y dejé que se deslizase a lo largo de la mandíbula en busca de la vena. No tenía pulso. Acerqué la oreja a la boca. Nada. Ni siquiera un soplo de aliento. Pegué la oreja al pecho. Ni el más débil latido. Traté de levantarlo del sofá, pero lo dejé como estaba, recostado de espaldas. Con las piernas juntas y los brazos a cada lado. Me quedé sentado en el sofá un momento. Fui al dormitorio y retiré la sucia sábana azul cielo de la cama. Con ella en las manos, de pie delante de su cadáver, sujeté una esquina con cada mano, alcé los brazos, sacudí las muñecas y la sábana se abombó, quedó suspendida en el aire durante cosa de un segundo, ondeó una última vez, se agitó y fue a caer sobre su cuerpo. Estaba cubierto.
—¡Luca! —insistí—. ¿Me oyes?
Me arrodillé junto a él de nuevo. No quería verle la cara ni los ojos. Pegué la oreja a su pecho. En vano traté de escuchar un latido. Le tomé una muñeca entre los dedos y le busqué el pulso. Le retiré la sábana de la cara y acerqué la oreja a su boca tratando de oír si respiraba. No oí nada. Un gesto beatífico, feliz, le cubría la cara.
Cinco minutos. Habían pasado cinco minutos. Me hice con el espejo y froté los bordes con el bajo de mi camiseta (no sé por qué lo hice). Dejé el libro de César Vallejo en la estantería. Fui a la cocina y fregué el vaso de vino que había utilizado. Salí por la puerta, la arrimé con cuidado y me cercioré de que quedaba cerrada. El corazón me latía desbocado, y noté cómo un estremecimiento me bajaba por el pecho hasta los huevos. Dando vueltas, bajé la escalera en espiral, atravesé el angosto vestíbulo y salí a la calle. Eché a andar.
Pasé por un callejón donde había unos niños jugando al fútbol. Estaban dando voces, pero no oía lo que decían. Un balón pasó rodando por mi lado. Desganado, traté de atraparlo, pero fui demasiado lento y acabó debajo de un Citroën abollado. Me detuve un momento. Ante mí, apareció una niña de ojos chispeantes, me dedicó una sonrisa y se engurruñó junto al coche, mirando por debajo. Se tumbó boca abajo en el suelo y reptó por debajo del chasis hasta que sólo quedaron a la vista unas piernas delgadas y morenas, como las dos hojas de unas tijeras. Me volví y miré al balcón, vi los visillos que se agitaban con el viento, resplandecientes contra el cielo del atardecer. Miré, y no volví a mirar.