Ley de fugas
A finales del siglo XIX y principios del XX, Barcelona era conocida como «La Ciudad de las Bombas». Se la consideraba la capital mundial del anarquismo. Entre enero de 1919 y diciembre de 1923, se cometieron en la ciudad más de setecientos asesinatos políticos.
Este relato está basado en un hecho real sucedido el 1 de septiembre de 1922, a partir de la reseña que de él hace León-Ignacio en su libro Los años del pistolerismo.
Al padre de Tino Orté lo pilló la policía pintando «Ni Dios, ni patrón, ni Rey» en los muros del cementerio del Poblenou. Él tenía la brocha gruesa en la mano, que se disponía a untar en el cubo con la brea negra y brillante que sujetaba Gerardo, y Fabregat los animaba y se suponía que estaba vigilando que no les viera nadie.
Pero Fabregat estaba más atento a la pintada, al texto, al miedo de sus dos compañeros y a meterles prisa que a las tinieblas movedizas de los alrededores. Fabregat era el que había reclutado a los otros dos para que llenaran de pintadas ácratas el barrio obrero de Poblenou, «venga, coño, ahora mismo os venís conmigo y nos encargaremos de que, mañana, cuando se despierte el personal, se encuentren convertidos al anarquismo», y cualquiera decía que no a Fabregat, que siempre llevaba pistola, que pertenecía a la cúpula del sindicato y que presumía de haber liquidado a dos patronos el mes anterior. Si le decían que no, igual los tomaba por esquiroles y los mataba allí mismo.
La policía no llegó con pitos ni sirenas de coche, ni los pilló por casualidad. Andaban buscando a Fabregat, les había llegado un soplo y habían ido a encontrarlo justo allí donde les habían dicho que estaría. Se acercaron sigilosamente, confundidos con las sombras, gritaron de pronto: «¡Alto ahí a la policía! ¡Manos arriba!», y el bote de brea fue por el suelo y el líquido negro se desparramó y envolvió los pies de los anarquistas, que levantaron las manos, que no ofrecieron la menor resistencia.
Cinco policías de uniforme, con fusiles, y dos de paisano, tocados con sombreros hongos y armados de pistolas, cayeron sobre ellos, los pusieron contra la pared, les registraron, y confirmaron: «¿Tú eres el que llaman Fabregat?», y a los otros: «¿Y vosotros quiénes sois?».
El padre de Tino debió de responder «Constantino Orté, para servir a Dios y a usted», humildemente, porque los curas le habían enseñado humildad y la vida le había enseñado que los policías eran católicos y nunca matarían a un católico.
—Conque «Ni Dios ni patrón, ni Rey» —comentó, irónico, el otro de paisano.
—Bueno, ya os podéis ir. Dejad de hacer el idiota.
El padre de Tino y Gerardo pensaron que se habían librado de una buena, sonrieron agradecidos a la benevolencia de los agentes de la ley y les dieron la espalda. Fabregat, en cambio, sabía de qué se trataba aquello. «Ya os podéis ir». Todos habían oído hablar de la ley de fugas, pero Gerardo y el padre de Tino quizá pensaban que era una leyenda urbana, o que no iba con ellos porque nunca se habían metido en líos y se habían creído que quienes caían bajo las balas de los patronos «algo habrían hecho». Pero Fabregat sabía que las cosas no eran así. Fabregat sabía que ya habían caído veintitrés compañeros con balazos en la espalda desde que la ley de fugas se empezó a aplicar el día 5 de diciembre de 1920.
El policía dijo «ya os podéis ir», y Fabregat emitió un chillido de angustia: «¡Ley de fugas!», y echó a correr, y los seis pies calzados con alpargatas dejaron un rastro de pisadas negras de brea por la acera, y entonces sonaron los estampidos, una descarga cerrada, una traca interminable que conmovió a los vecinos ocultos en la oscuridad de los balcones con vistas al cementerio.
A Tino, le contó lo que había sucedido una de esas vecinas que lo oyeron todo, más que vieron, desde el balcón. Se lo contó precisamente en el cementerio del Poblenou, el más antiguo de Barcelona, al otro lado del muro donde su padre había estado pintando, precisamente mientras los empleados municipales metían dentro del nicho el ataúd donde descansaría su padre para siempre.
—¿Tú eres su hijo? —preguntó la mujer cargada de odio—. Yo vi lo que pasó. —Y le habló de la pintada, «Ni Dios, ni patrón, ni Rey», y de los gritos de la policía, y de las huellas de brea en el pavimento señalando exactamente los últimos pasos de tres hombres hasta el momento de los estampidos, la sangre roja extendiéndose sobre la brea negra, como un símbolo. La bandera anarquista era negra y roja.
Tino se limitó a decir:
—Señora, por favor.
Abrazó a su esposa, Elena, y se alejó de la alta pared de nichos, del modesto ramo de flores, de la multitud de obreros indignados, del cementerio, de la tapia que su padre había estado pintando.
No quería líos.
Tino se estaba arrancando a tirones la piel de obrero que le había cubierto durante toda su vida. Había nacido en el barrio de Poblenou, tan orgulloso de ser proletario, tan pobre y sucio, hervidero de conspiraciones y odio, pero había conseguido ahorrar, y comprar un soberbio coche blanco a un burgués que tenía miedo de conducir, y había huido de Poblenou y se había trasladado a Gracia, en lo alto del Paseo de Gracia, barrio obrero también, pero más limpio, más aburguesado. Al salir a la calle, podías saludar a pulcra gente de clase media. Allí no llegaban ni las balas de los patronos, que perseguían a obreros por la ciudad antigua y las barracas obreras, ni las balas de los proletarios que cazaban empresarios por los barrios ricos.
Aquel último día de agosto, sumamente caluroso, un mes después de la muerte de su padre, Tino estaba asomado al balcón, en camiseta y fumando, quizá pensando en la vecina que, desde su balcón, había visto la redada de la policía, la aplicación de la ley de fugas. Vivía en el segundo piso de un edificio situado en la calle de Venus, entre Libertad y Peligro. El barrio de Gracia aún conserva la ideología en los nombres de las calles. Un poco más arriba, está aún hoy la calle de la Fraternidad, y luego, la del Progreso…
Por la calzada de adoquines, solitaria y mal iluminada, llegó Paco el Tuercas, el mecánico del garaje donde guardaba su flamante taxi. Gritó, sin consideración para los vecinos, que probablemente tampoco podían dormir debido al calor:
—¡Tino! ¡Al teléfono!
Un cliente. En las diferentes paradas de taxi de la ciudad constaban una serie de números de teléfono, entre los cuales el suyo. Había gente que prefería contratar a autónomos antes que a las grandes empresas o cooperativas.
Tino bajó a la calle y corrió hasta el garaje cercano. Paco el Tuercas y unos parientes suyos estaban jugando a las cartas, todos en camiseta. El auricular del teléfono estaba descolgado.
—Queríamos alquilar su coche para mañana —le dijo alguien que hablaba en plural—. Para ir a Mataró. Muy temprano. A las siete de la mañana.
Mataró es una pequeña población industrial de la costa, a veintiocho kilómetros al norte de Barcelona. Era un largo recorrido. A sesenta céntimos el kilómetro, se sacaría más de dieciséis pesetas, tal vez diecisiete o dieciocho con la propina. Una buena cantidad de dinero para alimentar a los niños, para pagar el alquiler del piso, para el crédito del banco que le había permitido comprar el taxi y la licencia.
—Pasen ustedes por la esquina de la calle Cortes con Paseo de Gracia. Allí estaré. A las siete en punto.
Eufórico, Tino ordenó a los empleados del garaje:
—¡El coche, para las seis de la mañana, limpio como una patena y con el depósito lleno! ¡Habrá buena propina!
Corrió a casa para celebrar la buena nueva con su esposa.
—¿Todo irá bien? —le preguntó ella, con el alma en vilo, siempre temerosa.
—Claro que irá bien.
—Como todavía no has hecho el cambio de documentación…
—Sólo hace dos semanas que tengo el coche. Está en trámite. ¿Qué quieres que pase?
Y, al día siguiente, impecable con su uniforme azul, gorra de plato, zapatos relucientes, Tino Orté esperaba junto a su imponente Studebaker 30 HP blanco, matrícula 6205, en la confluencia de dos calles mayestáticas: el Paseo de Gracia que es museo de la arquitectura modernista más avanzada, arrogante exhibición de riqueza de las familias más notables de la ciudad, y la calle Cortes, hoy Gran Vía de les Corts Catalanes, que atraviesa la ciudad de norte a sur.
Dos hombres se dirigieron a él. Uno llevaba sombrero hongo y el otro sombrero de fieltro, los dos ternos con chaleco, camisas con cuellos y puños almidonados y corbatas oscuras, de hombres de negocios. Iban tan serios como si sus decisiones fueran a cambiar el mundo.
Tino los recibió con la gorra en la mano, los saludó con cabezazo y sonrisa discretos y no se inmutó al distinguir la pistola en el cinto de uno de los hombres. Mucha gente, en aquella época, llevaba pistola. Para agredir o para defenderse, o para ambas cosas. Cuando se hubieron acomodado detrás, se puso al volante.
—¿A Mataró? —preguntó.
—A Mataró —le dijo el hombre del sombrero de fieltro. Y le precisó el camino que debía tomar—: Bordea el parque de la Ciudadela, por el mercado del pescado, avenida Icaria, calle Taulat, a buscar la carretera de Francia, que bordea el mar.
Tal vez fuera el trayecto que Tino hubiera elegido, pero la precisión del pasajero le afectó porque el recorrido le llevaba inexorablemente a un mundo que había querido dejar atrás y que no le gustaba visitar.
Abandonaron los grandes bulevares, rodearon el parque modernista de la Ciudadela y enseguida se encontraron en la avenida de Icaria, de resonancias tan anarquistas. Icaria era el nombre de la sociedad utópica en que todos serían iguales y no existiría el dinero, que soñó Etienne Cabet y que vino a fundar a esta ciudad. Luego viajaría a Estados Unidos para hacer un nuevo intento icariano en Nauvoo, Illinois.
Hoy día, en el siglo XXI, la avenida Icaria es un agradable paseo con árboles y esculturas de esa Barcelona que, en 1992, con motivo de los Juegos Olímpicos, descubrió que tenía el Mediterráneo al lado. Aquel día, era la sucia y ajetreada vía principal del llamado Manchester catalán.
Durante la Primera Guerra Mundial, España había sido neutral y eso le había dado la oportunidad de proveer a ambos bandos de todo aquello que necesitaran. Lo que la guerra destruía, la industria de Barcelona lo producía para reponerlo. Sobre todo, telas. Telas para uniformes, para mantas, para tiendas de campaña. Pero también barriles, productos químicos y metalúrgicos… Junto a la línea de la playa, crecieron las fábricas y la primera vía férrea que hubo en el Estado español, que sirvió para transportar mercancías al puerto cercano, donde esperaban los barcos, y a la lejana Francia en largos trenes cargados de negocio.
A ese amasijo de fábricas arrogantes, sucias y humeantes se le llamó el Manchester catalán, y a las casas modestas de obreros que florecieron a su alrededor se le llamó Poblenou. Las fábricas dieron dinero, mucho dinero, a sus propietarios, y grandes coches Hispano-Suiza, y abrigos de pieles, y fiestas suntuosas con tango y Charlestón, y edificios espectaculares que aún hoy son admiración de turistas de todo el mundo.
Corrían junto a la vía del tren, entre chabolas de aspecto miserable, donde niños desnudos y sucios chapoteaban en el barro infectado por los productos tóxicos de las fábricas cercanas, y a uno de los pasajeros le vibró la voz:
—Es indignante. Cómo vive esta pobre gente y cómo viven los burgueses del centro de la ciudad. Dos mundos, tan cercanos y tan lejanos.
—Cállate, Manuel —dijo el otro.
Al final de la avenida Icaria, el cementerio más antiguo de la ciudad, con su fachada que parece un homenaje a la masonería más descarada, con esos ojos de Dios que todo lo ve de cinco metros de altura, con esos muros donde la brea había manchado la brea para borrar mensajes que la autoridad consideraba improcedentes.
Salieron de la miseria de chamizos construidos con cartones y tablones e irrumpieron en la miseria de huertos polvorientos alrededor de lo que entonces era riera de Horta, que hoy ocupa el soberbio Manhattan de Diagonal Mar con rascacielos como esta ciudad nunca vio ni quería ver. Entonces, era un desierto deprimente con almacenes y andenes de tren y un cuartel de artillería de paredes desconchadas, y tomateras y lechugas desmayadas, y un paso a nivel.
Uno de los hombres de atrás puso el cañón de su pistola bajo la oreja de Tino Orté.
—Ahora, desvíate a la izquierda. Por ese camino. Hacia el bosque de ahí arriba.
Tino obedeció. Helado. Petrificado. La boca seca. Tenía que sucederle a él. En esta maldita ciudad de las bombas, tarde o temprano siempre te tiene que alcanzar una esquirla.
—No tengas miedo —le dijo el otro, menos agresivo—. No queremos hacerte daño. Somos trabajadores, como tú. Esto no va contigo. Necesitamos dinero para el comité propresos.
Llegaron al bosquecillo. Abajo, la espléndida luz mediterránea amarilleaba el paisaje.
—Ahí está Jiménez.
Un hombre fumaba tranquilamente junto a las vías, mirando hacia la ciudad de Barcelona.
—Ya llega el tren.
Llegaba el tren, echando humo por todas partes, organizando un estruendo de infierno. Pitaba largamente para advertir al guardabarreras que debía cambiar la aguja, como cada día.
—Si no hace nada, es que no hay novedad.
—No hace nada. ¿Qué tiene que hacer?
—Quitarse la gorra.
—Pues no se ha quitado la gorra, y ahí está el tren, corre, ¿qué esperas?
El hombre del sombrero hongo se acodó en la ventanilla del coche, encañonando a Tino y mirándole con los ojos serenos de quien no desea nada malo a nadie, pero está dispuesto a cumplir sus amenazas si se ve obligado a ello.
El nombre del sombrero de fieltro corrió en dirección al paso a nivel.
Todos los vagones del convoy eran descubiertos y en ellos viajaban quinientos obreros que corrían hacia el futuro, a construir futuro por cuenta ajena, contentos y alborotados porque aquel era día de paga. La paga viajaba en un baúl de seguridad, custodiado por dos hombres armados.
El hombre del sombrero de fieltro llegó hasta el guardabarreras, que ya se disponía a cumplir con su rutina diaria. De lejos, Tino pudo ver cómo pegaba un brinco al ver la pistola, al oír: «¡Quieto! ¡Hoy no se cambia la aguja!». El empleado levantó las manos, se apartó de la barrera.
El tal Jiménez, que parecía estar tomando el sol, empuñaba ya una pistola y corría hacia el convoy, que se detenía con chillido agónico de los frenos, como voz de plañidera de tragedia griega ante el desastre. La máquina feroz llevaba grabadas las iniciales M. Z. A.
A Tino le pareció ver a un hombre que se encaramaba a lo alto de la locomotora y saltaba a la cabina del maquinista. Lo que no vio ni pudo ver fue a los otros dos hombres que habían viajado camuflados entre la multitud de obreros a los que, pistola en mano, ahora ahuyentaban para que se alejaran de allí. Se formó una gran desbandada, disparos, quinientas personas presas del pánico corriendo en todas direcciones.
Los únicos que quedaros, aislados, en uno de los vagones descubiertos, fueron los dos hombres armados junto a un baúl de un metro de largo por medio metro de alto. Uno de ellos ya tenía las manos levantadas y, aún a doscientos metros de distancia, se podía ver que estaba temblando con frenesí, a punto de perder el equilibrio. El otro, en cambio, estaba accionando el cerrojo del máuser cuando los tres hombres que llegaban corriendo dispararon sobre él.
Cayó como un saco. Desde lejos, a Tino le pareció facilísimo matar a una persona.
Uno de los que habían disparado a los guardias, el más dinámico de todos, completamente vestido de negro y calzado con alpargatas, tiró a la vía la caja del dinero. El llamado Jiménez y otro de los vestidos de obreros la recogieron. De la cabina del maquinista bajó un cuarto que se reunió con ellos.
Inmediatamente, la locomotora soltó su aullido de alarma.
Los tiros se prolongaban, dominaban el griterío de la muchedumbre fugitiva.
Tino descubrió entonces que unos soldados habían salido del cercano cuartel de artillería y corrían hacia el tren disparando al tuntún. En ese momento, se sintió cómplice del asalto y supo que se estaba jugando toda su vida, sus ahorros, su taxi, su familia, su piso del barrio de Gracia.
Se le fue la mano al volante, quería irse de allí. Lo disuadió el hombre del sombrero hongo, con sus ojos serenos y su pistola.
—Quieto.
—Por Dios —susurró Tino.
—Ni por Dios, ni por la patria, ni por el Rey.
Hacia el coche corrían el hombre vestido de negro, que cargaba con el baúl junto con el llamado Jiménez; y a su lado, el hombre del sombrero de fieltro, y el vestido de obrero y el que había saltado de la cabina del conductor. Los soldados habían llegado al tren, se subían a los vagones y desde allí hacían puntería.
El hombre vestido de negro, que estaba cruzando un huerto, pareció tropezar y cayó de bruces, arrastrando consigo el baúl y al Jiménez que le ayudaba. El obrero quiso ayudarlos y todos fueron a parar al suelo. El hombre del sombrero de fieltro manifestó un sobresalto epiléptico y continuó corriendo. El que había estado en la cabina, en cambio, se detuvo, volvió atrás y ayudó a los caídos. El hombre de negro estaba herido, cojeaba y aquel vestido de obrero le ayudaba. Jiménez corría con dificultad bajo el peso del baúl. El hombre del sombrero de fieltro llegó el primero junto al taxi y demostró su confusión y su vergüenza por haber huido con un movimiento de impaciencia que ya no servía para nada.
El que había salido de la cabina del maquinista, joven, enérgico, muy decidido, se quedó plantado entre tomateras, disparando su pistola, cubriendo la retirada de sus compañeros, provocando la desbandada de los soldados en el tren, hasta que, en el intercambio de balas, cayó descoyuntado sobre las lechugas.
Para entonces, todos los otros habían llegado al coche y montaban en él atropelladamente, cinco hombres y un baúl en el espacio previsto para cuatro, y uno de ellos herido y aullando de dolor, amontonados, eléctricos, «¡Vámonos ya, joder!», una voz temblorosa preguntaba: «¿Y el Quero? ¿Dónde está el Quero?», y otro ladraba: «¡Al Quero lo han matado, joder!». El cofre del tesoro, metálico, cerrado con un grueso candado, llevaba el distintivo de la empresa de seguridad Aixelá.
—¡Vámonos, vámonos, vámonos! ¡Sigue la riera hasta la carretera de Francia!
Tino ya había puesto el coche en marcha. Ya traqueteaban sobre terreno irregular, las piedras golpeando los bajos del Studebaker, pobre coche, ya llegaban a la carretera de Francia.
—¡A la derecha! ¡Vuelve a Barcelona!
Tino obedeció.
Un capitán de la Guardia Civil que estaba cruzando la calle se fijó en el coche blanco lleno de alborotadores apretujados y con una mancha roja, roja de líquido rojo, alarmante color rojo, color de la sangre.
Guiaron a Tino hasta la calle de la Marina, donde se apeó el hombre del sombrero de fieltro.
—Llevadme a casa de María —gemía el herido de la ropa negra.
Siguieron hacia el centro de la ciudad, plaza Cataluña y rondas, que se llaman así porque por allí pasaban las murallas medievales y era donde realizaban su ronda los centinelas. Hay un mundo a un lado de las rondas, donde se abría el descampado extramuros que a partir de 1856 se pobló con orden racional; y otro mundo al otro lado, que corresponde a la ciudad antigua, de calles estrechas e intrincadas, Ciutat Vella, Distrito Quinto, ciudad antigua que parecía diseñada para que los perseguidos despistaran a los perseguidores.
—¡Por aquí!
Se metieron por la calle de la Cera, que fue durante muchos años un enclave gitano en la ciudad, y llegaron hasta la plaza del Pedro, que aún hoy conserva la imagen de aquellos años veinte. Esos muros, esas aceras, esas esquinas, esos balcones con ropa tendida, todavía perduran como historia congelada en una foto fija.
Allí terminó el recorrido. El hombre del sombrero hongo y el vestido de obrero ayudaron a bajar al de las ropas negras, que parecía haber perdido fuerzas. Se alejaron hacia la calle de la Botella.
Jiménez se llevó el baúl cargado al hombro. No parecía que le preocupara mucho que lo vieran con él. Se metió por la calle del Carmen y dobló por la primera travesía.
El taxímetro marcaba cuarenta y siete pesetas que nadie pagó.
Tino puso el Studebaker en marcha y, pocos minutos después, se encontraba en las Ramblas eternamente bulliciosas, coloridas y jubilosas, las floristas, el mercado de la Boquería, las terrazas de los cafés, y al final la estatua de Colón y, luego, perdió la noción del espacio y el tiempo.
Tomó conciencia de que lo habían metido en la guerra furibunda entre el sindicato anarquista CNT y el sindicato de los patronos, al que llamaban el Libre. Pero se había visto arrastrado al bando equivocado porque, mientras que los asesinatos del Libre quedaban impunes, apoyados y protegidos por el jefe de policía Arlegui y todos los poderosos de la ciudad, Tino podía estar seguro de que los hombres que habían asaltado el tren serían perseguidos con saña hasta el exterminio. Y él había sido cómplice imprescindible.
No se detuvo para comer a mediodía. Llegó a casa a media tarde, dejó el coche en el garaje de Paco el Tuercas y subió a casa para contar lo sucedido a su esposa, Elena, que lo estaba esperando y enseguida se puso a llorar.
—¿Qué haremos? —decía—. ¿Qué haremos?
Tino tomó la determinación:
—Iré a la policía.
El capitán de la Guardia Civil que había visto un coche blanco manchado de sangre se puso inmediatamente en contacto con las fuerzas del orden, incluso antes de saber que habían asaltado el tren de la obra.
Antes de mediodía, la policía ya estaba buscando el vehículo en cuestión. En la Barcelona de entonces no había más que veinticinco mil coches, y la mayoría eran de fabricación nacional. Eran muy raros los de importación, y más aún los norteamericanos, que exigían un elevado poder adquisitivo. Studebaker y blanco no era tan difícil de encontrar. A la puesta de sol, cuando dos agentes de paisano llegaban al garaje de Paco el Tuercas, el motor aún estaba caliente y nadie había limpiado la mancha de sangre de la carrocería. El mecánico les dijo que el vehículo pertenecía a Constantino Orté, domiciliado en la calle de Venus, entre Libertad y Peligro.
Cuando los dos inspectores llegaban a la casa, Tino Orté salía, vestido con su mejor traje y decidido a colaborar con la ley.
Lo detuvieron.
—Ya hablaremos en comisaría —le dijeron.
Lo llevaron al siniestro edificio de Vía Laietana, sede central de la policía barcelonesa desde que el mundo es mundo. En aquella época era una gran avenida comercial perfumada con aire de mar, con esa mancha negra del edificio policial que, para destacarse, está mal colocado, de medio lado, quebrando la línea recta de la calle.
El jefe de policía Arlegui en persona fue a verle. Cuentan, quienes le conocieron, que tenía los ojos teñidos de maldad. Él fue el inventor de la ley de fugas. Él planeó un par de atentados contra el gobernador civil, Martínez Anido, sólo para culpar de ellos a los anarquistas y poder atacar sus locales y matar a unos cuantos.
—Tres muertos y como mínimo cinco heridos —le notificó—. Ciento cuarenta mil pesetas robadas. El peor acto vandálico que habéis perpetrado jamás. ¿Te parece que vamos a permitir que quede impune?
Tino quiso decir que no tenía nada que ver con los ladrones, pero le recordaron que su padre era un anarquista tan peligroso que habían tenido que abatirle cuando agredía a la autoridad. Les parecía muy sospechoso que el coche aún no estuviera registrado a su nombre.
—¿Suponías que así nunca llegaríamos hasta ti? —se reía Arlegui.
Le preguntó quiénes eran sus cómplices. En la mente de Tino resonaron los nombres que había oído durante la aventura. «Manuel», «Jiménez», «el Quero», «María», que vivía cerca de la plaza del Pedro.
Le pegaron.
Y entonces, selló sus labios. Lo amordazó una furia irracional y suicida. Negó con la cabeza y apartó la vista cuando lo enfrentaron a las fotografías de sospechosos. Se negó a reconocer incluso al tal Quero, el que había saltado al interior de la cabina del maquinista y, luego, había quedado muerto en el campo de batalla. No parpadeó al ver las fotos del hombre del sombrero hongo, ni del que llevaba sombrero de fieltro, ni del tal Jiménez, ni del que iba vestido de obrero, ni del que vestía de negro y había sido herido.
En la madrugada, la policía perdió los estribos y se empleó a fondo. Le rompieron los dedos de la mano derecha, le patearon los genitales. Su empecinamiento terminó de convencerles de que había colaborado voluntariamente en el asalto. Cuando lo arrojaron a un calabozo de los sótanos, tenía la camisa empapada de sangre y el rostro deformado por completo.
La policía, tiempo después, detendría a los dos hombres que cobijaron a los asaltantes, y al practicante que curó la herida del hombre de negro, y al empleado de la compañía ferroviaria M. Z. A. que había proporcionado los detalles necesarios para cometer el asalto, pero nunca encontró a ninguno de los autores materiales del robo. Se dice que el hombre de negro, que se llamaba Recasens, fue juzgado años después en Francia por el asalto a un banco y murió guillotinado.
Y se dice que el dinero fue a parar a manos de un tal Ramón Arín, que dirigía el comité propresos de la CNT.
Se abrió la puerta de la celda y Tino levantó hacia la luz sus ojos hinchados.
—Arriba —le dijeron—. Vamos a llevarte a la Modelo.
Triste ironía que la cárcel de la ciudad de Barcelona, donde se han vivido tantos horrores, se llame Modelo, porque pretendía ser modélica y ejemplo para el resto del mundo.
Lo sacaron a la calle.
Dos policías con máuser.
En aquella época, había muy pocos coches y muy pocos conductores, de forma que era habitual que se trasladara a los detenidos a pie, recorriendo la ciudad, hasta la cárcel de la calle de Entenza. Pero no se salía con los presos a la populosa Vía Laietana, porque no era imagen airosa que ofrecer a los ilustres visitantes, sino que se abandonaba la Jefatura por la parte de atrás, donde esperan las callejas de la ciudad antigua, Ciutat Vella, oscura y laberíntica, sucia y solitaria.
El detenido delante y los policías detrás.
Y, con frecuencia, en aquellos años, el detenido de pronto se percataba de que estaba andando solo. No oía las pisadas de las botas policiales pegadas a sus talones.
Y se detenía, y miraba atrás, suspendidas todas sus constantes vitales, y veía que los policías se habían detenido a una cierta distancia con los máuser junto a la cadera.
Y le decían:
—Vete. Ya te puedes ir.