La ofrenda
Cuando aquella mañana llegó al Clínic y vio la ficha del cuerpo que acababa de entrar, el nombre no le dijo nada. Eugènia Grau Sallent. Veintinueve años. Circunstancias de la muerte: posible suicidio por sobredosis de diazepam, sin otros signos de violencia. La víctima no había dejado ninguna nota. La autopsia estaba programada para el día siguiente y él era el forense designado para llevarla a cabo. Como la mitad de la plantilla estaba de vacaciones y la otra mitad iba de cabeza, era lógico que se lo adjudicaran a él, aunque no le faltaba trabajo. Menos mal que hacía un par de días que no les entraba ningún muerto y que había podido dedicar una parte de su tiempo a despachar un poco el papeleo acumulado. Pero la buena vida se había acabado. La experiencia demostraba que, cuando llegaba un muerto, después entraban más.
El nombre de la mujer a la que debería hacer la autopsia le hizo pensar en otra Eugènia y en el pliego de informes que se había comprometido a entregarle aquella mañana. Eugènia era una de las secretarias que trabajaban en el servicio de patología forense y hacía semanas que esperaba recibir aquella pila de expedientes atrasados. Echó un vistazo a las carpetas que se amontonaban sobre su mesa y suspiró. La burocracia judicial tenía la virtud de ponerlo de mal humor, pero decidió que sería mejor dedicarse a los expedientes que tenía más adelantados. Al menos entregaría a Eugènia una parte del trabajo. Un par de horas más tarde, satisfecho de haber logrado concluir algunos de aquellos tediosos informes, se dirigió canturreando a su despacho.
Marta, la otra secretaria, estaba de vacaciones y en la oficina no había nadie. El ordenador de Eugènia estaba apagado y su mesa pulcramente ordenada, como si aquella mañana no hubiera ido a trabajar. Era extraño, porque en los seis años que llevaba haciendo de médico forense en el Hospital Clínic de Barcelona, no recordaba que aquella chica hubiera faltado ningún día a su puesto. ¿Quizá había comenzado también las vacaciones? Imposible, porque las secretarias las hacían por turnos y una no se marchaba hasta que la otra volvía. Además, la tarde anterior la había visto detrás de su escritorio, silenciosa y eficiente como siempre, y ella se había despedido con un inaudible «hasta mañana» cuando él había asomado la cabeza para decirle adiós. No le había comentado nada de las vacaciones, o sea que debía de estar enferma. Le dejó los informes sobre la mesa y volvió resignado a su pequeño cubículo sin ventanas. Con un poco de suerte, si no lo molestaban, hacia el mediodía habría acabado.
¿Qué edad tendría Eugènia? ¿Más o menos la suya? A su parecer pasaba con creces de los treinta, aunque nunca se lo había preguntado. De hecho, ellos dos no hablaban demasiado, por no decir nada. «Buenos días», «buenas tardes», «gracias», «aquí tienes los papeles…» y poco más. Eugènia era una chica introvertida y poco alegre, y no parecía que ellos dos tuvieran demasiadas cosas en común. También era fea. Increíblemente fea. De una fealdad estructural y poco corriente resultado de una suma de pequeños defectos de difícil solución. En su caso, la genética le había jugado una mala pasada y la había hecho depositaría de las peores taras estéticas de sus antepasados. La pobre Eugènia sencillamente había tenido mala suerte.
Era bajita y regordeta, y tenía el tronco demasiado largo y las piernas demasiado cortas. Los pechos resultaban excesivos en proporción a su altura, y era cargada de espaldas. Tenía el cabello oscuro y la piel cetrina, pero de un moreno basto, recocido, y a estos defectos se añadía que era extraordinariamente peluda. Cuando se depilaba, las piernas y los brazos se le llenaban de diminutas cicatrices rojas que sólo desaparecían cuando le volvía a crecer el vello. Una lástima. Por lo que hace a las facciones de su rostro, tampoco se podía decir que fuera demasiado agraciada. Tenía las mejillas carnosas y la nariz grande y abultada, los ojos saltones y la piel grasosa y llena de granitos que intentaba disimular bajo una espesa capa de maquillaje. Vestía de manera discreta, normalmente con colores oscuros, pero nada de lo que se ponía conseguía favorecerla. Si nunca había sido presumida, hacía mucho tiempo que había renunciado a parecer bonita y se limitaba a intentar pasar inadvertida. Con aquel físico tan poco agraciado, no siempre lo conseguía.
Eugènia le había resultado desagradable desde el primer día. Cuando tenía que ir al despacho de las secretarias para tramitar algún expediente, procuraba entenderse con Marta, porque el cuerpo contrahecho de su compañera y sus facciones poco atractivas lo ponían nervioso. No podía evitarlo.
—¿Eugènia no ha venido a trabajar hoy?
—¿Eugènia? ¡Pobrecilla, pero si la tenemos abajo! ¿Acaso no has visto la ficha?
—¿La ficha? ¿Qué ficha? ¿Quieres decir la de la mujer que ha entrado esta mañana?
O sea que la Eugènia-secretaria-broma-pesada-de-la-naturaleza con la que llevaba seis años trabajando era la mujer que se había suicidado y ahora la tenían enfriándose en el sótano. Se puso la bata y bajó a la cámara donde guardaban los cadáveres para echarle un vistazo. Según la ficha, Eugènia estaba en la nevera número 10. Al abrirla, se encontró con su cuerpo deforme y con su rostro familiar salpicado de granitos. Sí, era ella, blanca como el mármol salvo por la cara, que tenía buen color. Era curioso. La chica había tenido el humor de maquillarse antes de quitarse la vida. Polvos y colorete en los pómulos, ojos perfilados, labios rojos… No llevaba pendientes ni ninguna otra joya, a excepción de un pequeño anillo que parecía antiguo en el dedo anular de la mano derecha, y se había recogido el cabello con una cinta de color azul. Una cosa le llamó la atención: el buen olor que desprendía su cuerpo. Una fragancia de flores, fresca pero intensa, aunque él no habría sabido decir de qué flores se trataba. A duras penas era capaz de reconocer el perfume de las rosas y las violetas, y para de contar. Sin embargo, el olor que emanaba el cuerpo de Eugènia no era de rosas ni de violetas, o quizá sí, pero mezcladas con otras esencias. En cualquier caso, era un olor agradable. Acercó la nariz a las piernas, a la barriga, a los pechos, a los brazos, al cuello, al cabello. No había ninguna duda. Se había rociado con perfume, cada rincón, cada pliego, como si una vez muerta hubiera querido tener cuidado de oler bien.
Según el informe preliminar, debía de llevar diez o doce horas muerta. Si no fuera por aquella palidez marmórea de cuello para abajo, habría parecido que sólo estaba dormida. Volvió a mirar la ficha. Veintinueve años cuando él le habría puesto treinta y cinco o treinta y seis. Sí, ahora que la miraba de cerca, aquella chica no pasaba de los treinta. Era muy curioso, muerta parecía más joven. El informe decía que la habían encontrado en el dormitorio de su casa, estirada en la cama en posición de decúbito supino, completamente desnuda, pero tapada con una sábana. A su lado habían encontrado un vestido de verano de color blanco, que parecía sin estrenar, y, encima de la mesilla de noche, tres cajas de Valium vacías junto con un vaso de vidrio y una botella de agua mineral. Según dicho informe, ella misma se había encargado de pasarle una nota a una vecina para que se la encontrara a primera hora y avisara al 061. También había tenido la precaución de dejar la puerta ajustada para que los bomberos no tuvieran que forzarla. Todo apuntaba, pues, a que antes de tragarse las píldoras Eugènia lo había dejado todo bien atado. Incluso parecía haber elegido el vestido con el que quería que la enterraran. No había demasiados suicidas jóvenes con tanta sangre fría.
Como es natural, él nunca le había hecho la autopsia a ningún conocido. Los forenses, como los cirujanos, no abren a los familiares o a los amigos. Dejan que se encargue algún otro. En el caso de Eugènia, la chica trabajaba en el Hospital Clínic desde los veinte años y todo el mundo la conocía, aunque ellos dos no se trataban demasiado. En cualquier caso, él no sabía prácticamente nada de aquella chica. Si tenía novio (sospechaba que no), si tenía amigos, si estaba contenta con su trabajo. Para él, Eugènia sólo era la secretaria a la que saludaba educadamente al entrar y salir del Clínic, y a la que de vez en cuando entregaba los informes que se debían enviar al juzgado. En los seis años que llevaban trabajando juntos, nunca habían compartido un café ni intercambiado ninguna broma o una triste confidencia. En realidad, para él Eugènia era una completa desconocida.
Sin embargo, se le hacía raro pensar que al día siguiente la tendría indefensa y desnuda sobre la mesa de autopsias. Habría preferido que le hubieran asignado el caso a algún otro. Una cosa sí recordaba: la chica era muy tímida y se ruborizaba con facilidad. Cada vez que él asomaba la nariz por el despacho de las secretarias, Eugènia enseguida se ponía roja y acababa ocultando aquel rostro tan poco agraciado bajo una cabellera negra y áspera como el carbón. «Pobre chica —pensó sinceramente conmovido—, siendo tan feúcha ningún hombre se debía de fijar en ella». Él, por descontado, no lo había hecho. Se había limitado a tratarla como a un mueble y había evitado sentarse a la misma mesa cuando se encontraban en la cafetería. Que recordara, nunca le había dedicado un cumplido o una sonrisa que no fuese de mera cortesía. Y no lo había hecho porque era fea y su fealdad lo incomodaba. Ahora eso lo apesadumbraba.
Cerró la cámara frigorífica y decidió no pensar más en ello. Tenía que concentrarse en el papeleo. Subió las escaleras y fue hacia su despacho, dispuesto a zambullirse disciplinadamente en su particular fajo de burocracia atrasada. Pero antes abrió el ordenador para echar un vistazo al correo, como hacía siempre a media mañana. Y entonces lo vio. Un mensaje dirigido a él de una remitente de la que en absoluto esperaba recibir noticias. Su nombre era Eugènia Grau. El corazón le dio un vuelco.
El mensaje era breve, apenas un par de líneas. Comenzaba con un «Estimado doctor» y se despedía con un «Afectuosamente». En un tono neutro y educado, Eugènia le pedía algo: que fuera él quien se encargara de hacerle la autopsia cuando la llevaran al Clínic. Nada más. Eso era todo. Desconcertado, volvió a leer aquel conciso texto unas cuantas veces intentando descifrar algún posible significado oculto. Eugènia no había dejado ninguna nota de suicidio, pero, por algún motivo que se le escapaba, justo antes de quitarse la vida se había tomado la molestia de perfumarse, de maquillarse y de enviarle por Internet aquella petición insólita. Se le hizo un nudo en el estómago. No sabía qué pensar.
Decidió no decir nada a nadie y se pasó el resto de la mañana sentado en su despacho, haciendo ver que trabajaba. Un poco antes de las dos dijo que le dolía la cabeza y que se iba a casa. Era verdad que le dolía la cabeza. Cuando ya se marchaba, al pasar junto a la oficina de las secretarias se detuvo en seco. Había tenido un presentimiento. En un arranque, entró y se puso a revolver los cajones del escritorio de Eugènia. No le costó encontrarlas. Estaban allí. Sí, esta era la dirección que también figuraba en la ficha. Después de considerarlo unos instantes, se guardó las llaves en el bolsillo y salió a toda prisa. Al pisar la calle, la luz del mediodía lo deslumbró y tuvo que cerrar los ojos. Un motorista estuvo a punto de atropellado. ¿Qué demonios estaba haciendo? Casi sin darse cuenta, se encontró dentro de un taxi pidiendo al taxista que lo llevara a la dirección que estaba anotada en el llavero. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar. También le costaba pensar. La chica vivía sola, en la calle Floridablanca, muy cerca de donde trabajaba. El taxista no tardó ni diez minutos en llegar.
El piso de Eugènia se encontraba junto al mercado, en un barrio situado a la izquierda del Eixample que nunca había perdido su carácter popular y bullicioso. El mercado de Sant Antoni, con su espectacular estructura de hierro, fue lo primero que se construyó extramuros después de que en el último tercio del siglo XIX se derruyeran las murallas que impedían el crecimiento de la ciudad. Pese a los años transcurridos, continuaba siendo el centro de la intensa vida comercial que caracterizaba al barrio, donde la familia de Eugènia vivía desde hacía casi un siglo. A finales del mes de mayo de 1909, los tatarabuelos de Eugènia se habían trasladado allí con hijos, trastos y deudas con la esperanza de acceder a unas comodidades imposibles de encontrar en los pisos lóbregos y diminutos de Ciutat Vella. Poco imaginaban que las calles de su nuevo barrio muy pronto se convertirían en uno de los escenarios de la Semana Trágica y que el humo de los incendios ennegrecería el cielo de su vida recién estrenada. Desde donde ellos vivían había sido un viaje corto, apenas un éxodo de unos diez minutos a pie, pero bastante largo como para dejar atrás aquel dédalo de callejones húmedos y estrechos asediados por la suciedad y la pobreza. A diferencia de los burgueses adinerados que habían emigrado más lejos, a los edificios señoriales que los arquitectos habían levantado a la derecha de la calle Balmes, las familias más humildes, como la de Eugènia, habían tenido que conformarse con aquellos pisos más modestos construidos junto a su antiguo barrio. Ahora, juntamente con el Raval, era uno de los más poblados de Barcelona y acogía a buena parte de los inmigrantes que llegaban a la ciudad. Sólo había que fijarse en las bandadas de pañuelos con que las mujeres árabes se tapaban el cabello, o escuchar las voces añoradas de los hombres que charlaban entre ellos en lenguas lejanas e incomprensibles al abrigo de las esquinas o sentados en los bancos. En las calles ajetreadas y babélicas del barrio de Eugènia se mezclaban, como siempre lo habían hecho, la esperanza y la rabia, las personas honestas y los sinvergüenzas, los vecinos de toda la vida y los forasteros. En sus edificios, portales y aceras convivían resignadamente las prostitutas y sus chulos, los confidentes y los policías de paisano, las abuelas de misa diaria y los niños que jugaban en la calle. El tráfico era intenso y el humo de los coches lo apestaba todo. No había demasiados turistas de paseo. Preferirían ir a la playa o aprovechar el aire acondicionado de los museos.
En el edificio donde había vivido Eugènia no había portera. Debía de haberla tenido en otro tiempo porque había portería, pero en algún momento los vecinos habrían decidido sustituirla por un portero automático y ahorrarse el sueldo. Tener portera es caro, y aquel era un barrio modesto por más que los precios de los pisos se hubieran disparado. No le fue difícil encontrar la llave que abría la puerta principal, porque en el llavero sólo había tres: una pequeña, que debía de ser la del buzón, y dos más grandes. La escalera era oscura y estrecha, y a aquellas horas olía a col fermentada. Como era verano y las ventanas estaban abiertas, se oían los chillidos de las madres llamando a los niños a la mesa y los reniegos impacientes de los hombres que reclamaban la comida. Eugènia vivía en el cuarto piso (un quinto, en realidad) y en el inmueble no había ascensor. Resignado, comenzó a subir los empinados escalones, pero a medio camino tuvo que detenerse para recobrar el aliento.
Abrió la puerta y entró en el piso de la chica procurando no hacer ruido para no alertar a los vecinos. Quizá lo que hacía no era del todo ilegal, pero como mínimo era poco ortodoxo. Los forenses no se dedican a visitar los escenarios cuando el juez ya ha procedido a levantar el cadáver. No forma parte de su trabajo. ¿Por qué lo hacía, entonces? ¿Qué esperaba encontrar? Desde que ejercía de médico forense, era la primera vez que se le pasaba por la cabeza hacer algo así. También sería la primera vez que haría la autopsia a una persona conocida. ¿Acaso esperaba encontrar una pista de por qué Eugènia se había suicidado? Con un físico tan poco agraciado como el que le había tocado en suerte a aquella chica, no era difícil imaginar una vida solitaria, una depresión crónica, un no sentirse parte de un mundo donde la belleza y los atributos de la juventud parecían dominar las reglas del juego. Eugènia debía de haberse cansado de mirarse cada mañana al espejo y de ver reflejada en él su fealdad. Debía de haberse rendido. Y como llevaba suficientes años trabajando en la morgue como para saber que los suicidas pasan siempre por el Clínic, dadas las circunstancias debía de considerar preferible que se encargara de hacerle la autopsia el médico del servicio con quien ella tenía menos relación. Una cuestión de pudor, seguramente. Sí, la explicación del mensaje que le había enviado tenía que ser esa. No se le ocurría ninguna otra razón.
El piso era luminoso y estaba cuidadosamente ordenado, como su mesa de trabajo. No se veía una mota de polvo. Era un piso pequeño, apenas sesenta metros cuadrados, pero tuvo que reconocer que Eugènia tenía buen gusto. Los pocos muebles que había eran todos macizos y de maderas nobles, y la decoración era sobria sin resultar impersonal. Había alfombras en el suelo y plantas junto a las ventanas, y también libros. Centenares de libros. Estanterías enteras. Eso sí que no se lo esperaba. Eugènia era, pues, una chica leída. No debía de ser ninguna boba.
La cocina también estaba ordenada y la nevera completamente vacía. Alguien la había desenchufado. Tampoco había basura en el cubo. La propia Eugènia había pensado en vaciar la nevera y en bajar los desperdicios para evitar que la comida olvidada se pudriera y apestara la casa. Una chica previsora hasta el final. Con un mal presentimiento, fue hacia el dormitorio. Las cortinas estaban descorridas y entraba el sol. El vaso, la botella de agua y las cajas de Valium se los debían de haber llevado los de la policía científica, porque no estaban, pero encima de la mesilla de noche había un libro no demasiado grueso y una postal. El libro estaba abierto y la postal hacía de punto de libro. Tuvo la impresión de que le resultaba vagamente familiar.
Cogió la postal y le dio la vuelta para ver el nombre del remitente. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Era la postal que él mismo había enviado a sus compañeros del Clínic hacía un par de veranos, mientras estaba de vacaciones. Ahora se acordaba. Había pasado tres semanas recorriendo los Balcanes con una colega traumatóloga, aunque la relación entre ellos dos no había durado demasiado. Todas las mujeres con las que intimaba se obstinaban en complicarle la vida, pero él aún no estaba preparado para los compromisos y ellas al final lo acababan dejando. Un poco nervioso, volvió a mirar la postal. Era una de aquellas postales típicas que los turistas suelen enviar a los amigos o los parientes, un paisaje de la región de Tracia con unas ruinas antiguas al fondo. La imagen no le dijo nada. En realidad, había elegido aquella postal como habría podido elegir cualquier otra. Sólo había sido un detalle de cortesía. Dejó la postal y cogió el libro. Era una edición moderna del Fedro, una traducción. Procuró hacer memoria y desempolvar sus lecturas obligatorias de cuando estudiaba bachillerato. ¿No era el Fedro el diálogo que trataba de la belleza? ¿O era el Fedón?
Tuvo que sentarse porque la habitación comenzó a darle vueltas. El cuerpo se le empapó de sudor. De un sudor frío y desagradable. Él era médico y, a pesar de que su especialidad era la medicina forense, aún sabía reconocer cuándo dos síntomas guardan relación. Que Eugènia usara aquella postal para señalar la página del libro que tenía en la mesilla de noche en el momento de suicidarse y que le hubiera hecho llegar aquella insólita petición no podían ser dos hechos aislados. Por otro lado, el libro significaba algo. ¿Eugènia lo había elegido para matar el tiempo mientras le hacían efecto las píldoras o había decidido suicidarse como consecuencia de haberlo leído? Si la memoria no le fallaba y el Fedro hablaba de la belleza, el libro reforzaba su hipótesis inicial. Sí, tenía que ser eso. Eugènia se había suicidado porque su fealdad la hacía terriblemente infeliz.
Cogió el libro y fue hacia el comedor. Cuando acabó de leerlo eran las seis de la tarde. Tenía razón. El libro trataba de aquello que Eugènia no tenía. O quizá sí, porque ahora ya no estaba tan seguro. ¿No venía a decir Platón que la belleza es algo independiente del mundo físico, una cualidad del mundo suprasensible que no necesariamente se corresponde con lo que captan nuestros sentidos? Aquel pensamiento lo desconcertó. Leyendo el libro, no podía decirse que el filósofo escarneciera a los feos, sino que más bien advertía del error de fiarse de las apariencias. Por otra parte, la fealdad de Sócrates era proverbial. El viejo filósofo no era un Adonis. ¿Y si, al fin y al cabo, había belleza en el cuerpo contrahecho de Eugènia? Pero ¿qué clase de belleza? ¿Una belleza interior, de carácter puramente intelectual, como la que Alcibíades había elogiado de Sócrates en el Banquete y como la que Eugènia debía de haber cultivado con todas aquellas sofisticadas lecturas? Pero, entonces, ¿por qué se había suicidado?
Cuando a la mañana siguiente llegó al Clínic, Eugènia ya estaba sobre la mesa de autopsias. Su cuerpo aún desprendía olor a flores. Siguiendo sus instrucciones, le habían quitado el anillo y la cinta con que se había recogido el cabello. Le habían lavado la cara y el maquillaje había desaparecido, y ahora toda ella estaba pálida, blanquecina. Los labios y las uñas habían adquirido el tono azulado propio de la intoxicación por diazepam, y ya no parecía dormida. Ciertamente era muy fea. Sin prisa, se puso los guantes y un delantal de plástico, y amablemente pidió al ayudante que le habían asignado aquel día que procediera a abrir la parte posterior del cráneo mientras él cogía el bisturí y se disponía a extraerle rutinariamente los otros órganos. No esperaba sorpresas. La experiencia le decía que estaban ante un suicidio convencional y que no encontrarían nada excepto el colapso general provocado por la sobredosis de tranquilizantes.
Normalmente, cuando trabajaba en el quirófano, lo hacía con música. Beatles, Rolling Stones, Tina Turner, Michael Jackson, Madonna… Algunos médicos del servicio preferían escuchar música clásica, pero él se inclinaba por tener la cabeza ocupada con melodías marchosas, con canciones que invitaban más a tararear que a pensar. En aquella ocasión, dijo que prefería estar en silencio y que no estaba de humor para bromas ni chistes. Le pareció que un poco de solemnidad era lo mínimo que le debía a aquella chica fea y desconocida con la que llevaba seis años trabajando. El ayudante dijo que sí con la cabeza, se encogió de hombros y comenzó a perforar el hueso.
Aquella noche había dormido mal y había tenido una pesadilla tras otra. Se había despertado agotado y empapado en sudor. En uno de aquellos sueños, el único que conseguía recordar, Eugènia estaba vestida de novia y le sonreía con su rostro mofletudo infestado de granitos. Llevaba los cabellos recogidos con aquella cinta azul y le alargaba la mano invitándolo a seguirla. Él se resistía. De camino al trabajo, pensó que en el fondo no había nada en aquel sueño que justificara la desagradable sensación de angustia que había experimentado al levantarse. Ahora, de pie en el quirófano, mientras se disponía a hurgar en el interior del cuerpo de Eugènia, el recuerdo de aquella pesadilla inquietante volvía a perturbarlo y hacía que se le acelerara el pulso. Respiró a fondo y trató de calmarse. Él era un profesional y había hecho miles de necropsias. Tenía que ahuyentar aquellas imágenes absurdas y concentrarse en el trabajo. Mientras le cortaba la piel del torso y procedía a separarle la caja torácica, de repente se dio cuenta de su error. El bisturí le cayó al suelo y durante unos instantes se quedó petrificado mientras su cerebro hacía esfuerzos para asimilar las consecuencias del descubrimiento que acababa de hacer. Era demasiado siniestro, demasiado retorcido. El ayudante observó la escena en silencio y se limitó a recoger el bisturí sin abrir la boca, pero se dio cuenta de que el rostro del doctor estaba tan blanco como el cadáver que acababa de abrir.
Se había equivocado por completo. La petición de Eugènia no tenía nada que ver con el pudor, ni tampoco con el hecho de que ellos dos apenas se trataran. Era exactamente lo contrario. Eugènia estaba muerta porque quería que él la mirara y la tocara como nunca habría hecho cuando estaba viva, y le ofrecía su cuerpo de la única manera que sabía que él estaría dispuesto a recibirlo: rígido y frío. Incluso se había adornado con los atributos de una novia. Había entendido que poner fin a la vida que animaba aquel cuerpo deforme era la única manera de tener intimidad con él, con el hombre que con su educado silencio cada día le echaba en cara su fealdad. Por eso conservaba aquella postal y le había enviado aquel extraño mensaje disfrazado con palabras prosaicas. ¿También había previsto que él iría a su piso o eso quedaba fuera del guión que la chica había escrito?
Trató de sobreponerse. Uno a uno, fue dejando sobre la mesa los diferentes órganos hasta acabar de vaciarla. Primero examinó el cerebro. Pesaba exactamente 1270 gramos. Era completamente simétrico y no se veía ninguna anomalía. De hecho, era uno de los cerebros más perfectos que había visto nunca. No había ninguna contusión, ninguna pequeña hemorragia, ninguna imperfección, y poseía la extraña belleza de la proporción armoniosa, de la delicadeza inusitada. Eso le llamó la atención. En todos los años que llevaba trabajando como forense, nunca había visto un cerebro tan bien formado como el que acababa de extraer a Eugènia. Era fascinante, una maravilla de tejidos y ondulaciones que en el transcurso de los siglos sólo unos pocos ojos privilegiados habían contemplado. A continuación, se dedicó a examinar el resto de órganos. Todos estaban intactos. Ni rastro de edemas o infartos, como si Eugènia no se hubiera tragado las pastillas o como si el paso del tiempo no hubiera dejado ninguna huella en su interior. Cada una de aquellas vísceras era de una proporción imposible de encontrar en un cuerpo humano. Los inmaculados órganos de Eugènia eran los depositarios de una belleza tan sublime y extraordinaria que a cada momento se veía obligado a contener la respiración. Sus entrañas irradiaban una luminosidad hipnótica, y el olor que desprendían no era en absoluto desagradable. No había signos de corrupción. Era muy extraño. De alguna manera, era como si se le permitiera contemplar a través del cuerpo de Eugènia el gran secreto, el modelo primigenio, la perfección absoluta. Una vez más, aquel pensamiento lo paralizó.
Estuvo así mucho tiempo. Extasiado. Atónito. En silencio. Por más que lo intentaba, no podía apartar los ojos de aquella belleza pura e insospechada que acababa de descubrir que existía. Su ayudante se espantó al verlo en aquel estado y se ofreció a acompañarlo afuera, pero él se negó y le ordenó enérgicamente que se marchara. Acostumbrado a obedecer, el ayudante abandonó la sala sin protestar, pero él estaba seguro de que pronto regresaría con alguno de sus colegas. No tenía demasiado tiempo. Ahora aquel cuerpo ya no le parecía deforme ni monstruoso, sino un prodigio de belleza y perfección. Cogió hilo y aguja y comenzó a coser amorosamente el cuerpo vacío de Eugènia. Quería ocuparse de ello personalmente. A continuación, volvió a colocarle el anillo y la cinta en el cabello. El azul da buena suerte a las novias. Finalmente, acercó sus labios a los labios fríos de la chica y le dio un beso.
Cuando al cabo de un rato lo encontraron inconsciente en el suelo, dijo que sólo había sido un desmayo.
Durante los meses siguientes todo el mundo se dio cuenta de que le pasaba algo. Apenas dormía y no comía, y alrededor de los ojos se le habían instalado unos círculos morados que hacían aún más patente la palidez de su semblante. Había adelgazado y el cabello se le había vuelto gris de un día para el otro. Ahora lo tenía casi blanco. Tomaba café a todas horas, y en el ojo izquierdo tenía un tic nervioso que lo obligaba a parpadear de forma compulsiva. El pulso le temblaba y tartamudeaba. Preocupado, el jefe del departamento le había suplicado repetidamente que cogiera la baja o unas vacaciones, pero él se negaba con ademán lacónico asegurando que estaba bien. A pesar de aquel deterioro progresivo y manifiesto, a pesar de su aspecto envejecido y enfermo, continuaba llegando puntual al trabajo y nadie tenía ninguna queja de él. Trabajaba incluso más horas que antes, como si nunca tuviera bastante, y se las ingeniaba para hacer todas las guardias. Desde hacía algunos meses, asistía en silencio a todas las autopsias y se ofrecía para echar una mano a los forenses más inexpertos. Todo el mundo evitaba su compañía, pero nadie osaba decirle nada.
Una noche se quedó solo. El otro médico que estaba con él de guardia había decidido marcharse a casa derrotado por los insufribles dolores que le causaban cálculos renales. El resto del personal había acabado su turno. El guardia de seguridad dormitaba como cada tarde sentado en su garita con la radio encendida y, de vez en cuando, echaba un vistazo a los monitores que vigilaban la entrada y los alrededores del edificio. A pesar de la aprensión que el hombre había sentido al principio, cuando lo destinaron a las antiguas dependencias del Institut Anatòmic Forense, la experiencia le había enseñado que los problemas siempre venían de fuera. Los muertos no le agradaban, pero como mínimo no daban quebraderos de cabeza.
Hacía días que no paraban de entrar cuerpos. Suicidas, accidentados, sobredosis de drogas, cuerpos cosidos a puñaladas, rostros anónimos que nadie conseguía identificar… Las neveras del sótano estaban abarrotadas de cadáveres que esperaban pacientemente su turno antes de que se los pudiera enviar al cementerio o a las aulas de los estudiantes de medicina, y el personal se quejaba. Si aquella racha continuaba, deberían hacer horas extras. Ni siquiera sabían qué hacer con los cuerpos. No se las arreglaban.
Durante la noche no hubo ninguna incidencia. Ninguna llamada, ningún aviso urgente. A la mañana siguiente, un poco antes de las ocho, llegó el jefe del servicio. Le agradaba ser el primero y aprovechar ese rato de tranquilidad para organizar el trabajo y los turnos antes de que el teléfono comenzara a sonar. No le extrañó no verlo en su despacho, porque los forenses que se quedaban de guardia se aburrían y a menudo se iban a tomar café con las enfermeras. Quizá estaba arriba, en la biblioteca, echando una cabezadita, o se había ido a la cafetería a desayunar. Mientras revolvía en los bolsillos buscando las llaves que abrían su despacho, le pareció oír un ruido que venía del sótano. Era una especie de gemido débil, casi inaudible, como un llanto contenido. Seguramente alguien había dejado la radio encendida. Suspiró, dejó el abrigo y la cartera, y bajó las escaleras que conducían al sótano donde almacenaban los muertos. La puerta sólo estaba ajustada. Al abrirla, instintivamente pegó un salto atrás. Quiso gritar, pero fue incapaz de articular ningún sonido. Durante una milésima de segundo pensó en la posibilidad de que se tratara de una alucinación provocada por la penumbra en que se encontraba la sala, de una mala pasada que le jugaba el cerebro debido al estrés. Después de parpadear varias veces para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, trató de moverse. No podía. El espectáculo que ofrecía la sala de autopsias lo había dejado helado.
Había cadáveres por todas partes. Los cuerpos en descomposición se amontonaban en las mesas, en el suelo, de cualquier manera, abiertos en canal y con las vísceras repartidas por toda la sala. Era imposible dar un paso y no pisar hígados, encéfalos, riñones o corazones chapuceramente disecados. Había intestinos esparcidos por todos los rincones, a la manera de unas macabras serpentinas decorando una lúgubre fiesta donde los invitados eran cuerpos desmembrados y cabezas separadas de sus troncos. El hedor era insoportable, como si el mismo infierno hubiera abierto sus puertas de par en par. El único foco de luz que había en la sala apenas iluminaba la mesa central donde colocaban los cuerpos cuando hacían las necros, pero la piel fantasmagórica de los cadáveres mutilados absorbía la luz y proyectaba un juego de sombras siniestro y triste. Los gemidos eran débiles, pero aún se oían. Provenían de un hombre que lloraba inclinado sobre uno de aquellos cuerpos destripados con la bata cubierta de sangre. No había ninguna duda. Era uno de sus médicos. Parecía que tuviera algo entre las manos. Y había mucha sangre. Por todas partes. Pero los muertos no sangran.
Enseguida la reconoció. Era una de las enfermeras de pediatría, una chica particularmente bonita que poseía una espectacular cabellera rubia. Era difícil no fijarse en aquella chica esbelta y bien proporcionada, en sus ojos claros y alegres. Aún no hacía un par de semanas que lo había ido a ver preocupada por el estado de salud del hombre que en aquellos momentos sollozaba sobre su cuerpo ensangrentado y abierto. Ahora estaba desnuda y completamente inmóvil, atada de cualquier manera en la mesa con esparadrapos y vendas. La bola de algodón que tenía en la boca debía de haber ahogado sus gritos sin llegar a asfixiarla. Seguramente se había resistido, presa del terror. Sus labios azules estaban muy abiertos, pero ya no sonreían. Su expresión vacía era de espanto. La habían abierto de arriba abajo y le habían separado las costillas y arrancado algunos órganos. Al acercarse, le pareció que aquello que el hombre sostenía entre las manos se movía rítmicamente. De pronto, le vinieron arcadas. Era el corazón de la chica. Aún latía.
Él ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Debajo de las lágrimas, su mirada vagaba perdida. La belleza resplandeciente que había descubierto en el interior del cuerpo de Eugènia le había fulminado el entendimiento. Desde aquel día, la había buscado en todos los cadáveres que diariamente pasaban por sus manos, frenéticamente, como un poseso. Había examinado corazones, hígados, cerebros, úteros, riñones, cada uno de los órganos susceptibles de atesorar aquella belleza secreta y deslumbrante que inesperadamente había emergido del cuerpo imperfecto de Eugènia y que nunca más había vuelto a encontrar. Desesperado, había decidido buscarla en la mujer más bonita que conocía, pero había vuelto a fracasar. Ahora sabía que jamás volvería a contemplar aquella exquisitez áurea de proporciones armoniosas, aquella belleza inusitada y extraordinaria que generosamente le había regalado Eugènia cuando le había ofrecido su cuerpo ya difunto. Y esta certeza hacía que la soledad que en aquellos momentos lo abrumaba fuera inmensa, irreparable. Había emprendido un viaje a la locura que lo había precipitado primero a la luz y después a la oscuridad más absoluta, prisionero de una belleza trágica y antigua que nunca más estaría a su alcance. Un viaje sólo con billete de ida del que nunca conseguiría volver.