Barrios altos
Pelayo Morales Masdeu tiene diez años y es un cabrón. Bajo, de complexión tirando a obeso a causa de las estupideces alimentarias, cabello negro, ojos mortecinos, nariz y boca pequeñas, víctimas del naufragio de un rostro dominado por las mejillas, la barbilla y la frente, cuatro puntos cardinales del exceso. Cuando sonríe empequeñece esos ojos hasta convertirlos en dos sesgos horizontales. Cuando habla, casi siempre a gritos, alza las cejas hasta la desmesura. Pero lo peor llega casi siempre cuando no hace ni lo uno ni lo otro. Entonces el mundo entero puede echarse a temblar.
Pelayo Morales Masdeu ha sido niño alguna vez. Ahora es un viejo.
Un viejo de diez años.
—Quiero ir al parque.
—Se ha hecho tarde, señorito.
—Quiero ir al parque AHORA —lo remarca con aplomo.
—¿No cree que después de lo de ayer…?
—¿Tú de parte de quién estás, vacaburra?
—No hable así, por favor.
—Entonces vamos al parque.
—Mire, asómese al balcón. Están las mismas mamás.
—¿Y qué? —comienza a encolerizarse—. ¡Yo no empujé a ese imbécil por el tobogán! ¡Ni le eché arena en los ojos al otro! ¡El primero se cayó y el segundo es tonto del culo!
—También están las mamás de las niñas.
—¿Y yo qué culpa tengo de que sean gilipollas? ¡Todas las chicas lo son! —la cólera aumenta—. ¡Si no me acompañas al parque me voy yo solo!
—Ya sabe que no puede ir solo, que su papá lo tiene prohibido.
—¿Y quién va a secuestrarme? ¡Voy, voy y voy!
—Señorito…
—Entonces acompáñame. Se supone que estás aquí para servirme, ¿no?
—Entre otras cosas, señorito.
—Eres más tonta… A veces entiendo que te echaran de tu país.
—A mí no me echaron. Me vine a España para…
—¡Bah, vete a la mierda! ¿Nos vamos o qué?
Ya está en el recibidor. Felipa no sabe qué hacer. Es capaz de abrir la puerta y echar a correr escaleras abajo. No sería la primera vez. Luego se esconde y le da un susto de muerte, temerosa de que, ciertamente, le haya sucedido algo. Lo del secuestro no es gratuito. El señor le prohíbe perderlo de vista. Y también la señora.
—¡Vienes o qué, Floripondia!
—¿Por qué no juega con el ordenador, o con la maquinita…?
—La maquinita, la maquinita —se echa a reír—. ¡La play, so burra! ¡Anda y que te den!
Abre la puerta y Felipa sólo tiene tiempo de agarrar su chaqueta, para no bajar a la calle tal cual, con el uniforme de asistenta. Pelayo ya salta los escalones de dos en dos o de tres en tres, un piso por abajo.
—¡Se lo vuelvo a decir, no me hable así, señorito, por favor! ¿Qué pensarán los vecinos?
—¡Y a mí qué más me da lo que piensen esa panda de viejos! —escucha su voz alejándose de ella.
Lo alcanza en la calle. Es inútil darle la mano. Dice que suda, que huele mal, que no es más que una india, como todas. Y cuando le recuerda que en Filipinas no son indios, él le dice que lo ha mirado en un mapa y que allí todos sí son indios, porque no se puede vivir tan lejos de América del Norte o de Europa sin ser indios.
Por lo menos ha mirado un mapa.
Llegan al parque y algunas miradas convergen en ellos sin disimulo. Miradas de disgusto, miradas de rechazo. Miradas. Una mujer llama a su hija y tras tomarla de la mano inicia el camino hacia la salida del parque por la puerta de la avenida de Pau Casals, hacia la plaza de Francesc Macià, en plena Diagonal. Otra le dice a su hijo que se aparte del recién llegado. Una tercera vacila un solo instante, el tiempo que tarda Pelayo en abalanzarse sobre las palomas con varias piedras en la mano. Se incorpora, llama a sus dos hijos y enfila en dirección a la puerta del noroeste, la que da a la plaza de San Gregorio Taumaturgo presidida por su iglesia redonda en el centro.
Es un hermoso día para pasear por el Turó.
Pelayo va al columpio. No ha de esperar demasiado. Uno de los dos chicos desciende de inmediato, amedrentado por su mirada asesina. Felipa baja los ojos al suelo. A veces todavía se pregunta cómo puede alguien arrancarle las alas a una mosca para ver su sufrimiento, o por qué se contempla a una paloma con las patas y las alas rotas luchando por incorporarse y echar a volar.
—¡Señorito, no se columpie tan alto!
—¡Cállate, idiota, o le diré a mamá que no me has dejado hacerlo!
Las demás sirvientes ya no se le acercan. Las madres no hablan con ella. Está sola.
Pelayo Morales Masdeu va de un lado a otro. La zona de juegos infantiles del Turó Park empieza a vaciarse poco a poco.
Vanesa Morales Masdeu tiene diecisiete años y es una zorra.
Guapa, esbelta, delgada al borde de la anorexia, cabello negro y largo hasta mitad de la espalda, ojos claros, labios sensuales, barbilla puntiaguda, cuerpo en exuberante estallido, manos hermosas. Los chicos, y menos chicos, hace ya tres o cuatro años que la rondan como lobos, y ella es de las que juegan, y lo hace bien. Como cualquier centrocampista de un equipo de fútbol. Reparte el juego y hasta se permite el lujo de marcar algún que otro gol.
A veces Felipa se pregunta cómo sus padres le dan tanta cuerda y le permiten tanta libertad.
Es una niña.
También un diablo.
De noche, cuando la casa duerme, Felipa suele salir de su habitación y caminar descalza hasta la enorme balconada situada en las alturas, por encima del Turó Park. Está tan cansada, tan reventada, que no siempre logra conciliar el sueño. Si hace buen tiempo sale a la terraza y contempla los árboles silenciosos y oscuros, tan cerca de sus manos, tan lejos de su vida. Los barceloneses dicen que el Turó Park es el parque más bonito de la ciudad, pequeño, triangular, cómodo, lleno de rincones para perderse, sentarse, leer el periódico, tomar el sol en las zonas abiertas, pasear a los perros, jugar o caminar a la sombra de los altos, muy altos árboles y las masas de cuidados matorrales. Un parque de parejas de casa bien, de ancianos ricos auxiliados por sus acompañantes de rostros tristes y añorados y de niños con institutrices y criadas de uniforme, todas extranjeras, como ella misma.
Un parque de barrios altos.
Le gusta mirarlo, sobre todo de noche.
Por el sur, por la parte más estrecha y abierta del triángulo, da a la avenida de Pau Casals. Por los lados y el norte es recto, apenas ciento cincuenta metros en su tramo alto por casi doscientos en los laterales. El estanque de los peces invisibles, porque rara vez se ven, queda a la izquierda; la zona de los juegos infantiles por debajo de él; un diminuto puesto de bebidas con apenas media docena de mesas se ubica en el centro. En otro tiempo hubo un teatrito. En otro tiempo. Los edificios que lo flanquean y aprisionan por el norte y los lados, a derecha e izquierda, son nobles, regios, de cuando el barrio se hizo realidad y los ricos lo poblaron. Casas de diez o doce pisos, construcciones propias de los años cincuenta y sesenta, solidez, conserjes uniformados en lugar de viejas porterías y mujeres con delantal. Desde los pisos altos se divisa el mar a lo lejos, y también el Tibidabo, con su parque de atracciones, la antena de comunicaciones levantada con motivo de la Olimpiada del 92. Pero sólo desde los pisos altos.
Como el suyo.
A ella la ve de pronto, como surgida de la noche. El coche enfila la calle Ferran Agulló arriba a demasiada velocidad y se detiene con brusquedad delante de la casa. Se asoma un poco, lo justo para verla aparecer, corriendo, agitando su melena negra. Por la otra puerta emerge la figura de un hombre, un joven. La atrapa bajo la farola y los dos se besan de una forma singular, como si se comieran.
Él hace algo más.
Le pone la mano por debajo de la falda, por detrás, por delante.
Y la chica se abre de piernas, ofreciéndose, apretándose más.
Un minuto, dos, cinco, hasta que se separan y ella entra en el edificio.
Felipa calcula mal el tiempo. Tenía que haber regresado de inmediato a su habitación. Se entretiene en cerrar la ventana y para cuando enfila el camino Vanesa ya está en el enorme piso dúplex de cuatrocientos metros cuadrados. Un piso para perderse.
—Buenas noches, señorita Vanesa.
—¡Por Dios, qué susto me has dado! ¿Qué estás haciendo aquí?
—No tenía sueño. ¿Le preparo algo?
—¡Qué vas a prepararme a esta hora! —echa un vistazo al reloj—. Y tú… —no sabe encontrar las palabras adecuadas—. ¿Me espías o qué?
—¿Yo?
—¡Mierda, Felipa, como le digas algo de esto a mamá te juro que te hago la vida imposible!
Está a punto de decirle que no puede hacérsela más, pero se calla. Siempre se puede. Ellos no dejan de encontrar la forma. La ropa que no está lavada a tiempo, esa blusa que, pese a tener otras diez, es justo la que quiere esa tarde, la comida caliente, la comida fría, el hecho de tener que mirar en sus bolsillos antes de lavarle algo, y encontrar muchas veces objetos tan comprometedores como un preservativo… Tantas veces ha mentido por ella, protegiéndola, pero también protegiéndose a sí misma en el fondo.
—Nunca le he dicho nada a su madre, señorita.
—Desde luego… —Vanesa se cruza de brazos.
—¿Qué?
—Vosotras a los once o doce años ya estáis Hadas, ¿no?
—¿Liadas?
—Dale que te pego, haciéndolo como conejas.
Felipa intuye de qué le habla, pero no quiere comprometerse. A fin de cuentas, si se refiere al sexo, ella la sorprendió un día con un chico, en su propia habitación, cuando apenas si acababa de cumplir los quince. Sus padres estaban fuera, como siempre, y aunque era su tarde libre regresó temprano porque no se sentía bien, ni tenía dinero para gastar, ni adónde ir en el fondo.
—Si no quiere nada me voy a la cama —trata de despedirse.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
Su cara de desprecio, de niña resabiada, le revela que la pregunta no va a gustarle.
—Claro.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Trabajo, señorita. Trabajo.
—Me dais asco —su rostro acentúa la repugnancia que siente—. Os venís a España con una mano delante y la otra atrás, a cuidar a los hijos de las otras porque no podéis alimentar a los vuestros. ¿Entonces por qué los tenéis?
—Los hijos los manda Dios.
Vanesa se echa a reír.
—Encima con esas chorradas —casi escupe las palabras—. Mamá me dijo que tu primer marido te dejó plantada y al segundo ni tuviste tiempo de retenerle, aunque él bien que te dejó preñada a ti.
—Mi Manuel se me murió, señorita.
—¿Quién cuida de tus hijos?
—Mi mamá.
—¿Y cuánto hace que no los ves?
Le cuesta decir la palabra. A veces se le hace muy grande, más de lo que ya es.
—Casi tres años, señorita.
Vanesa Morales Masdeu sostiene su mirada.
Luego Felipa baja sus ojos, incapaz de resistirlo.
—Buenas noches —inicia la retirada.
La chica no dice nada.
Unos pasos.
—¡Y mañana no te pongas a hacer ruido delante de mi habitación, limpia en otra parte, joder! —le sisea de pronto sin alzar la voz.
Felipa asiente con la cabeza, pero no se detiene. Cuando llega a su habitación sabe lo mucho que va a costarle conciliar el sueño.
Laia Masdeu Porta tiene cuarenta y siete años y es una negrera.
Rubia natural, dos liposucciones, tres liftings faciales, adicta al bótox, con cuatro o cinco horas diarias de gimnasio, sauna, masajes y cuidados intensivos, siempre corporales, nunca intelectuales, ojos almendrados, labios siliconados y generosos, cuerpo de adolescente, pechos grandes, manos cuidadas y ropa cara. Nunca sonríe para no forzar arrugas innecesarias. Jamás expresa opiniones muy desaforadas porque no las tiene. Su urna de cristal es perfecta.
Tan sólida como su amoralidad.
Lo primero que hace al cruzar el Turó Park regresando del gimnasio es levantar la cabeza para ver la amplia terraza de su casa. No es la primera vez que sorprende a Felipa en ella, sin hacer nada. Pero desde luego será la última si vuelve a hacerlo. Lo más extraordinario es que ella dice que limpia los cristales o la está barriendo. Por Dios, todas son iguales. Una manada de muertas de hambre. Y eso que Felipa le dura mucho. Años. Pero de ahí a cogerle un mínimo de cariño…
No son más que animales tercermundistas viviendo como ratas en un mundo que se les escapaba.
Laia Masdeu Porta sube en el ascensor, sola, y cuando entra en el piso lo hace sin ruido. Deja la chaqueta, se mira en el espejo, de frente, de perfil, con gestos mecánicos, y luego avanza con la misma discreción.
La asistenta está en el baño, arrodillada, frotando la taza del inodoro.
Se relaja, aunque no demasiado.
Primero, la cocina. Abre la nevera. Le tiene controlada la comida, porque demasiado tarde se ha dado cuenta de que a veces falta un bistec, o un yogur, o una natilla. Odia que le roben. Y todas aquellas miserables roban, no pueden evitarlo. Las han educado así. En el fondo debería tenerles pena.
Pero no se la tiene.
Bien que se llevaban el dinero a sus países.
Y encima se queja. ¡Se queja! Se lo dijo el día anterior, para que quedara claro:
—Mire, Felipa. Si no está contenta ahí tiene la puerta, ¿me entiende? No tengo más que dar una patada en el suelo y me salen cincuenta como usted. ¡Qué digo como usted! ¡Más baratas! Bastante hemos hecho en su caso. ¿Qué más quiere?
Va hasta el comedor. La correspondencia espera sobre una gran fuente de cristal tallado depositada sobre una mesita, a un lado de la entrada, así cada cual recoge la suya. Ojea todas las bancarias sin abrir ninguna, que de eso se encargaba José María. Se queda las suyas, todas publicitarias. A lo que sí presta atención es a la de la compañía telefónica. Rasga el sobre y examina las llamadas.
Ninguna a Filipinas.
Suspira.
No es por los dos o tres euros que a veces han aparecido en las facturas, sino por el hecho en sí, el detalle. ¿No hay locutorios para inmigrantes? ¡Que hablen desde ellos! ¿Y si mientras Felipa parlotea y lloriquea con sus hijos o con su madre ella tiene una llamada verdaderamente importante?
Además, Felipa los telefonea cada semana.
Bueno, cuesta, pero la está metiendo en cintura.
Si la pobre no da más de sí…
—¡Felipa!
La ve salir del baño casi doblada en dos, frotándose las manos con el delantal y su eterna cara de susto.
—Buenas, señora.
—¿Alguna novedad?
—No, no.
—¿Llamadas?
—No, no.
—¡Ay, hija, no ponga esa cara de espanto, Santo Cielo, que parece que la esté interrogando la Gestapo!
La criada no sabe que decir.
Ignora qué es la Gestapo, claro.
—Por Dios —suspira Laia Masdeu Porta—, ¡mira que eres triste, eh!
Felipa se queda igual, la misma expresión, la misma expectativa.
—Me voy a mi estudio a relajarme. Para comer quiero una ensaladita, pero que no se te vaya la mano con el vinagre. ¡Y lávate las manos a conciencia, que las has metido en el inodoro!
La deja y camina hasta su habitación. Primero, ponerse algo cómodo. Entra en el vestidor y examina su vestuario. La mitad de las cosas ya no le sirven. Es imposible ir con nada de todo aquello a ninguna parte. Y más con los ojos del personal puestos encima suyo. Menudas son las mujeres de Mariano, de Alberto, de Andrés… y peor «las nuevas». La de Ignacio es una cría de veintidós años. La de Francisco, aunque ya tiene treinta y cinco, también parece una top model.
Por la tarde hará limpieza.
Todo a la basura.
Y que no pille a Felipa, como aquella vez, un año antes, revolviéndola para quedarse con algún jersey, alguna blusa, alguna falda…
Esa mezquindad la hace estremecer.
Se quita la ropa, vuelve a mirarse en el espejo, ahora el del vestidor, de frente, de perfil, metiendo el abdomen para adentro, subiendo el pecho hacia arriba, mesándose las nalgas con las dos manos. Todo duro. José María ya no la toca, pero eso es porque su marido es un impotente y un estúpido. Bien que la mira el joven del gimnasio, el de la entrada. Se le van los ojos. Aún puede hacer gritar a cualquiera en la cama. Basta con que se lo proponga. Está en lo mejor. En la edad de la sabiduría.
Lástima que el sexo sea tan fatigoso, sudoroso…
Se pone ropa limpia. De estar por casa pero con clase, porque nunca se sabe cuándo puede llamar o aparecer alguien, aunque sea por error. La dignidad se muestra en los detalles. Su madre se lo decía siempre: «Tú, con la cabeza alta, aunque pises mierda».
Sale de la habitación y camina hasta el estudio que le sirve de refugio. Oye canturrear a Felipa. Odia que lo haga, se lo tiene prohibido, pero si empieza a discutir con ella acabará con jaqueca, y es lo que menos desea tener en ese momento, un maldito dolor de cabeza por culpa de esa idiota. Así que, por una vez, pasa del tema. Cierra la puerta del estudio y abre la ventana. El Turó Park le proporciona una inmediata sensación de serenidad. Aquel es su mundo. El resto puede irse al diablo. Aquel rectángulo verde y los edificios que lo circundan. Esa es su Barcelona, exclusiva, propia, única.
El mundo funciona, a pesar de todas las malditas Felipas.
Laia Masdeu Porta se tumba en su butaca favorita y antes de coger una revista de moda cierra los ojos unos segundos para relajarse.
José María Morales Moreno tiene cincuenta y cinco años y es un hijo de puta.
Lleva el cada vez más escaso cabello peinado hacia atrás, brillante, con algo de rebeldía en la nuca, remolinos negros y toque de modernidad. Tez tostada, ojos de lince, labios rectos, una incipiente papada, que pronto desaparecerá con un toque de quirófano, y cuerpo grandote, cuerpo de empresario, cuerpo de poder. Después del último asalto a cargo de unos marroquíes, en pleno centro de Barcelona, y en el que le quitaron el Rolex de oro y sus dos anillos, uno de ellos el de casado, para su alivio, ya no lleva nada que sea ostentoso. Tampoco le es necesario. Su sola presencia en cualquier lugar, desde un restaurante hasta la peluquería donde le cuidan la imagen, activa las neuronas del personal. Eso y el coche blindado hacen el resto.
El mundo se ha vuelto loco.
Y a veces, como esta tarde, más.
—¡Maldita sea, joder! ¿De qué estás hablando?
Felipa se detiene a media escalera, en la zona alta del ático dúplex. La voz de su amo pasa a través de la puerta entornada como un viento huracanado. Vacila y acaba por frotarse las manos. Las tiene sudadas, por el miedo, por lo que ha decidido atreverse a hacer, por todo. Creía que era el mejor momento y ahora, de pronto vacila y duda.
Está a punto de bajar de nuevo los peldaños.
Sólo su pequeño atisbo de rabia la frena.
Le ha costado tanto decidirse…
La voz vuelve a ser alta y clara:
—¡Pues dale medio millón, coño! ¿Con todo lo que nos estamos jugando y vamos a ir ahora con minucias? ¡Ya sé que es un impresentable y un cerdo!, pero ¿qué quieres? ¡Tranquilo que a este nos lo cargamos antes de un año, un año, que te lo digo yo! Ahora no nos queda más remedio que tragar. Eso sí, que te firme un recibo, ¿eh? Y cuidado con lo que hablas por teléfono, maldita sea, que ahora todo se graba, ¡la hostia de jueces y la madre que los parió!
Felipa se queda al otro lado de la puerta, temblando, planteándose por segunda vez si regresar después o esperar. Lo malo es que si el señor deja el despacho y también baja al piso inferior le costará pillarle solo. No es que haya mucha comunicación entre ellos en la casa, pero si a mitad de lo que va a pedirle aparece el señorito Pelayo, la señorita Vanesa o la señora Laia…
Por la pequeña ranura de la puerta entornada ve la imagen del hombre, rojo de ira, furioso y encendido. Toda la fuerza de su poder emerge de esa visión.
Si no fuera porque para ella la necesidad es ya superior al miedo…
—¿Y ese quiere cien mil? —la voz de José María Morales Moreno se dispara un poco más—. ¡Joder!, ¿es que en este puto país nadie te deja poner un ladrillo sin pedirte pasta? ¡Dile que cincuenta, Eloy, arréglalo! ¡No vamos a estar tirando el dinero así como así! ¡A este paso no nos quedan ni diez millones!
No es la primera vez que le sorprende hablando por teléfono. La última fue con Gemma. La señora Gemma había ido a cenar un par de veces, y era muy guapa, más joven que la señora Laia. Las palabras de amor del señor José María no dejaban lugar a dudas acerca de lo que pasaba entre ellos.
Pero eso es cosa suya.
Quizá sea una parte del juego que se llevan los ricos.
Porque, además, la señora Gemma no es la única.
Los pantalones del señor son un pozo de sorpresas, un manantial de secretos. Casi es de extrañar la desfachatez con la que se comporta. La semana anterior se encontró con una tarjeta de color rosa con el peculiar nombre de una mujer, quizá francesa. La tarjeta describía las muchas cosas que era capaz de hacerle a un hombre en la cama. Un mes antes tropezó con un recibo de un club no menos llamativo.
Felipa no es lista, pero tampoco ha nacido ayer.
A veces los contempla a los cuatro y no entiende nada.
—Mira, ¿sabes qué te digo? ¡Un par de esos que conocemos y por cuatro euros le rompen las piernas!, ¿estamos? Después nos basta con echar a la mitad de la plantilla, ¡todos a la puta calle!
El diálogo telefónico toca a su fin.
Felipa cuenta hasta diez, se frota de nuevo las manos en el delantal. Suspira mientras atempera los latidos de su corazón. Es ahora. Ahora o nunca.
Luego llama a la puerta del despacho.
—¿Y ahora qué? —brama la voz del dueño de la casa.
—Perdone que le moleste, señor… —mete la cabeza por el hueco.
—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Qué quieres?
—Señor…
—Venga, venga, que no tengo toda la tarde —la apremia.
Tiene que lanzarse a tumba abierta, con el corazón en un puño.
—Señor, es que… bueno, la última vez que me subió el sueldo fue hace… más de un año, ¿sabe usted? Y ahora…
—¿Qué quieres, más dinero? —abre unos ojos como platos—. ¿Estás loca o qué? ¿Te crees que a mí me lo regalan? Estamos en recesión, ¿entiendes? Sí, ya sé que no tienes ni puta idea de qué te hablo, pero es así. ¿Y para qué quieres tú el dinero, Felipa, por Dios, si aquí no te falta de nada?
—Por Navidad quiero visitar a mi familia y…
No la deja hablar.
—¿Por Navidad? ¿Este año? —su expresión es de incredulidad—. ¿Pero tú pretendes irte justo en la época en que más trabajo hay en la casa, con las cenas y…? Anda, anda, Felipa, no me marees, ¿vale? Déjame en paz y en todo caso lo hablas con la señora.
—Es que la señora…
—Felipa —la conmina con una mirada apoyando su seco gesto de fin de la conversación.
Baja la cabeza y sale del despacho.
Hace tiempo que ha dejado de llorar sintiéndose peor que una rata, pero esta vez lo hace, en su cuarto, encerrada, hasta que la llaman y sale a escape para ver qué quieren sus amos. Cualquiera de ellos.
Felipa Quijano Quílez tiene treinta y cinco años, pero aparenta cincuenta. Es bajita, de tez aceitunada, ojos dolorosamente cansados, expresión triste, manos gastadas, ánimo gastado, esperanza gastada.
Ese día, por la tarde, desde un locutorio, llama a su casa.
—Me regreso —anuncia.
Luego contiene las lágrimas, habla con su madre, con sus hijos. Les dice a todos lo mismo.
—Tuve suerte. Me tocó la lotería española.
Por la noche prepara la cena.
Fría, sin sentir nada.
Porque ya no suda ni tiene miedo. Le ha dado la vuelta a todo. Ahora no es más que una voluntad firme y decidida.
El veneno para las ratas que ha comprado en una droguería del centro lo dispone con cautela, sin pasarse, para que no noten el mal sabor. La dosis exacta, en la sopa, y un poco más, como aderezo, en el vino y en la salsa de la carne. Se ha informado lo suficiente. Le ha preguntado al droguero qué pasaría si lo tomaran las personas por error, y el droguero ha sido gráfico y generoso en sus explicaciones. Un ser humano notaría ese sabor, salvo si la sopa es fuerte y salada, salvo si el vino es negro, salvo si la salsa es amostazada. Un ser humano no podría ingerirlo de golpe sin percibir la amargura, pero un poco cada vez, sopa, vino, salsa… El droguero le ha dicho que más de un escritor de novelas policiacas le ha preguntado, y es un experto.
Pero ella lo quiere para matar ratas, ¿verdad?
Es la primera noche que cenan los cuatro en casa desde hace semanas. Por lo general, el que falta es el señor, pero la señora también tiene sus cenas de amigas y la señorita Vanesa «sus estudios» en casa de alguna compañera. Es su oportunidad después de la paciencia mostrada en esas semanas finales. La cena de los príncipes. Es una buena cocinera, aunque ellos apenas lo valoren o incluso a veces se enfaden o la ridiculicen. Antes ha consultado con la señora, pero ella se ha limitado a encogerse de hombros y le ha dicho que no la maree con detalles, que haga lo que quiera.
Lo que quiera.
El único comentario negativo procede del señor.
—Este vino creo que está picado —dice.
En cambio, la señorita Vanesa tiene un destello de amabilidad.
—La salsa te ha salido muy bien, Felipa. Ya era hora de que aprendieras a cocinar. Tiene un punto fuerte…
Se retira a su habitación después de lavar los platos y recoger la mesa.
Allí hace la maleta.
Ya está. Ya está. Ya está.
Tan cerca de ser libre.
No quiere dormir, piensa que lo mejor es la vigilia, la tensión dentro de su calma, pero se duerme. No sabe en qué momento se le cierran los ojos. Bueno, es la prueba de que está tranquila. Muy tranquila. Tanto que sueña cosas felices, en casa, con sus hijos. Ninguna agitación. Ningún sobresalto. Más que sorprendente es extraordinario. Cuando despierta se encuentra con la claridad inicial del día irrumpiendo por su ventana.
Primero va a la habitación de los señores.
La señora Laia está tal cual, boca arriba, con su mascarilla y una de sus combinaciones de seda moldeando su cuerpo frío. El señor, en cambio, debe de haberse encontrado mal, porque su cuerpo yace mitad en la cama mitad en el suelo, como si hubiera pretendido bajar o arrastrarse en busca de la vida que se le escapaba. Su expresión es amarga.
Dolorosa.
Felipa se lo queda mirando sin mover un músculo.
Y es que no siente nada.
Nada.
Regresa junto a la señora y la escupe, eso sí.
En segundo lugar se dirige a la habitación de la señorita Vanesa.
En tercer lugar a la del señorito Pelayo.
La joven también ha notado el dolor. Está caída en el suelo, boca abajo, con una mano engarfiada y una de sus uñas rotas. El niño en cambio, lo mismo que su madre, parece dormir, seráfico, inocente.
Un inocente diablo.
Convencida de que ya no tiene nada que temer, regresa a la habitación de los señores y escoge la ropa más adecuada para ella y para su madre. Deja las joyas. Prefiere el dinero, el mucho dinero negro que el señor tiene escondido en el despacho. Y ni siquiera se lo lleva todo. No quiere despertar sospechas en el aeropuerto. Lo justo para empezar de nuevo. Con la ropa en una maleta de los dueños de la casa, vuelve a la de los hijos y selecciona también algo de lo suyo.
Lo último que hace antes de abandonar el piso es mirar el Turó Park, los jardines del Poeta Eduardo Marquina.
Eso sí lo va a echar de menos.
En efecto, es el parque más bonito de Barcelona.
Consigue abandonar el edificio sin que la vea nadie, ni siquiera Tomás, el conserje, que a esa hora desayuna su bocadillo a salvo de miradas ajenas en su guarida de los sótanos. Toma un taxi y el taxista la ayuda con las tres maletas. La dirección: el aeropuerto.
Felipa Quijano Quílez mira por última vez el parque, el barrio, la ciudad a la que nunca va a regresar salvo que Dios, en su infinita bondad, disponga lo contrario. Su rostro no denota emoción alguna. Tampoco siente culpa. En su país a los cerdos se les mata de forma menos piadosa. Lo único que sabe, y esa creencia aumenta por momentos, es que se siente libre.
Libre.
Esboza su primera sonrisa en mucho tiempo al ver el aeropuerto en la distancia.
Ningún problema para comprar un billete. Nunca los hay si se viaja en primera clase. Como una señora. La espera la hace en una confortable sala VIP en la que no falta de nada. Y en menos de lo que cuesta decirlo ya volará de vuelta a casa, con su madre y sus hijos.
Por fin.
La vida no siempre es injusta.
Cabrona, sí. Injusta, no. Depende de uno mismo.
Se echa a reír finalmente al despegar el avión, casi dos horas después.
No sabe si Filipinas tiene tratado de extradición con España, pero duda mucho de que en las montañas, al oeste de Kabugao, vayan a encontrarla por más que busquen.