Permanecieron en la caverna trescientos años, a los cuales hay que añadir aún nueve años.

El Corán, Sura XVIII. 24

1

Yacían boca arriba, sobre una húmeda y áspera lana de cabra, ya algo enmohecida por la humedad y raída aquí y allá, debido a sus movimientos, a sus torsiones, a sus huesos allí donde sus cuerpos tocaban el pelo de camello, bajo la cabeza, bajo los omóplatos, bajo los codos, en la protuberancia de la pelvis, bajo los talones y las pantorrillas, duras como ruecas.

Yacían boca arriba, con las manos cruzadas en señal de oración, como tas de los muertos, sobre la lana húmeda y enroñada que se desgastaba bajo sus cuerpos, movidos tan sólo por sus escasas e inconscientes torsiones de durmientes cansados, durmientes cansados de la vida y de sus movimientos, pero durmientes al fin; porque sus miembros seguían desplazándose de forma imperceptible para el ojo humano, y la lana se desgastaba bajo sus cuerpos allí donde estaba oprimida contra la roca desnuda de la caverna por el peso de su sueño y de sus cuerpos petrificados, allí donde estaba sometida a los deslizamientos del barro humano, al roce de los huesos contra la húmeda y áspera lana de cabra, a la fricción de la lana contra la roca de la caverna, dura como el diamante.

Yacían boca arriba en su quietud de grandes durmientes, pero los desplazamientos de sus miembros en la oscuridad del tiempo desgastaban debajo de ellos la lana húmeda, roían el tejido de pelo de camello que iba erosionándose imperceptiblemente, como cuando el agua, unida al tiempo, va cavando el duro corazón de la piedra.

Yacían boca arriba en la oscura caverna del monte Celio, con las manos cruzadas en señal de oración, como las de los muertos, los tres, Dionisio y su amigo Malus, y un poco más lejos Juan, el bienaventurado pastor, con su perro llamado Quitmir.

Bajo sus párpados abatidos por el peso del sueño, bajo sus párpados recubiertos con el bálsamo y la cicuta del sueño, no asomaba la media luna verdosa de sus ojos muertos, pues la oscuridad era muy profunda, la húmeda oscuridad del tiempo, las tinieblas de la caverna de la eternidad.

Las paredes y los techos de la caverna rezumaban el agua eterna, gota a gota, y ésta fluía con un murmullo apenas audible por las venas de la roca como la sangre por las venas de los durmientes, y de vez en cuando una gota caía sobre sus cuerpos entumecidos, sobre sus caras petrificadas, corría por las arrugas de la frente para caer en el pabellón del oído, se detenía en los pliegues arqueados de los párpados, rodaba por el glóbulo verdoso de los oíos como una lágrima helada, quedando retenida entre las pestañas de unos ojos petrificados.

Pero no despertaban.

Sordos, el oído sellado por el plomo del sueño y la pez de la oscuridad, yacían inmóviles, ensimismados ante las tinieblas de su ser, tinieblas del tiempo y de la eternidad que había petrificado su corazón de durmientes, que había detenido su aliento y el movimiento de sus pulmones, que había helado el rumor de la sangre en sus venas.

Sólo crecían sus cabellos y sus barbas, el vello de su cuerpo y el vello de sus axilas, alimentados por la humedad de la caverna y la inmovilidad de los cuerpos, estimulados por las cenizas del olvido y la exaltación de los sueños, sólo crecían sus uñas, con leves crujidos, imperceptiblemente, igual de imperceptiblemente que el agua construye y destruye, mientras dormían.

2

El más joven, Dionisio, que tenía una rosa prendida en el corazón y yacía entre Juan, el pastor, y su amigo Malus, fue el primero en despertar, de repente, como acariciado por el viento del tiempo y del recuerdo. Lo primero que oyó fue el rezumar del agua por las bóvedas de la caverna, lo primero que sintió, una espina clavada en su corazón. Bañada por el silencio, su conciencia de durmiente cansado, su conciencia sumergida en la húmeda oscuridad de la caverna, no pudo emerger de inmediato, pues su cuerpo estaba entumecido por su largo descanso y su alma turbada por los sueños.

Invocó el nombre de su Señor e invocó el dulce nombre de Prista, y recordó todo lo sucedido, lo recordó con el terror de un moribundo y la felicidad de un enamorado. Pues lo que había sucedido con su alma y con su cuerpo, ya no sabía cuándo, le parecía de nuevo ser un sueño, tal vez no fuera de nuevo más que un sueño, la pesadilla de la vida y la pesadilla de la muerte, la pesadilla de un amor insaciado, la pesadilla del tiempo y de la eternidad.

Sentía a su lado, a su izquierda y a su derecha, los cuerpos yertos en un sueño profundo, los cuerpos de Juan el pastor y de Malus, su amigo, los sentía aunque durmieran sin un soplo, sin un movimiento, mudos, como momificados, incluso sin olor alguno a cuerpo humano, incluso sin el hedor de la carne humana en descomposición; sentía la presencia de su inmaterialidad, intuía hacia la izquierda, junto a las piernas de Juan, el cuerpo inmaterial y momificado del perro del pastor, que yacía al lado de su amo, con sus patas delanteras extendidas, centinela perdida velando su sueño de muerto.

3

El cuerpo petrificado, los miembros entumecidos sobre la lana raída cuya humedad no sentía, Dionisio separó con esfuerzo sus dos manos cruzadas sobre el pecho, sus dedos rígidos tras el sueño y la inmovilidad, que parecían haberse soldado los unos a los otros, y se acordó de su cuerpo y de su materialidad, se acordó de su corazón que de pronto revivía en él; y revivían sus entrañas y sus pulmones, y sus ojos sellados por el plomo del sueño, y su sexo, dormido y helado, tan lejano como lejos estaba de él el pecado.

Y su conciencia volvió al corazón de la caverna, a su oscuridad opaca y densa como la pez, y trató de percibir la eterna clepsidra del tiempo, porque quería volver a colocar su inmaterialidad en el tiempo, su conciencia y su cuerpo en el corazón del tiempo, quería volver atrás, a un tiempo anterior a este sueño y a esta caverna. Y recordó primero el dulce nombre de Frisca, porque ella habitaba sus sueños y su realidad, su corazón y el corazón del tiempo, el corazón del sueño y el corazón del despertar.

Al principio no supo qué hacer, pues no quería despertar a sus compañeros de sueño, cansados y aún dormidos, cómplices de los mismos ensueños, así que sumergió su propia conciencia en el río del tiempo, para separar el sueño de la realidad, para situarse, coa la ayuda de su conciencia y de sus recuerdos, y con la ayuda de su Señor, a quien dirigía su oración.

Pero en su interior no había más que el recuerdo de su propio sueño y de su despertar, el de antes y el de ahora, en su interior aún no había más que una oscuridad absoluta, como antes de la creación, como antes de la vida, cuando el Señor aún no había desligado el sueño de la realidad, ni la realidad del sueño.

Y si no hubiese sido por la rosa prendida en su corazón, si no hubiese sido por el dulce nombre de Prisca, por su recuerdo que llevaba grabado en el cuerpo, si no hubiese sido por su presencia en su corazón, en su piel, en su conciencia, en sus entrañas vacías, seguramente aún no se habría despertado.

4

Porque ya no era la Prisca de antes, la Prisca del sueño anterior, aquella que había hallado ante la puerta de su sueño anterior, en el corazón de su anterior despertar. ¡Ay!, ya no era la misma Prisca, a quien se había prometido para la eternidad, ya no era su Prisca del sueño anterior y de la realidad anterior, ya no era, y que Dios le perdonara, la misma mujer, Prisca, la hija del rey Decio, enemigo del cristianismo, no era el mismo sueño con la misma mujer, ya no era su Prisca que se había prometido a él para la eternidad, sino otra mujer con su mismo nombre y muy parecida a ella, pero no era la misma Prisca, aunque por su estatura se pareciera a ella; pero no, no era ella.

E invocó el recuerdo vivo, dolorosamente vivo, de su imagen, la imagen de su Prisca, pero ahora aparecía la imagen de dos mujeres confundidas en una sola en el tiempo y en su memoria, y en ello ya no existían límites ni fronteras, porque estaban hechas del polvo y de las cenizas de dos recuerdos, del barro de dos creaciones consecutivas, a las que el sueño había insuflado un alma, la suya.

Y estas dos imágenes se condensaban en una sola en su conciencia, en su recuerdo, moldeaba el barro del que estaban hechas, y ya casi no podía distinguir a las dos mujeres, los dos sueños, sino sólo una, Prisca, la de los ojos almendrados, su Prisca, la de ahora y la de antes, y este recuerdo le dio la alegría y la fuerza suficientes para sacarle del sueño, pero no para poner en movimiento sus miembros entumecidos, pues se asustó de sus propios pensamientos en el momento de arrollar el hilo de sus recuerdos, de acordarse de todo lo sucedido antes de este sueño.

5

Y vio el resplandor de las antorchas prendidas sobre sus cabezas, como estrellas, bajo la bóveda de la caverna, y recordó y oyó el murmullo de la muchedumbre que se había congregado alrededor de ellos, luego el silencio que reinó por un instante y el grito y la huida del gentío cuando Juan alzó las manos al cielo e invocó el nombre del Señor.

¿Acaso era un sueño? ¿Era acaso el sueño de un sonámbulo, un sueño dentro de otro sueño, y por lo tanto más real que el verdadero sueño, por no permitir que se midiera su fuerza con la del despertar, con la de la conciencia, puesto que de este sueño se despenaba de nuevo en otro sueño? ¿O se trataba sólo de un sueño divino, un sueño de la eternidad y del tiempo? Un sueño sin ilusiones y sin dudas, un sueño provisto de lengua y de sentidos, un sueño no sólo del alma sino también del cuerpo, sueño de la conciencia tanto como del cuerpo, sueño de contornos claros y precisos, con su propio idioma y sus propios sonidos, un sueño palpable, un sueño que se puede sentir con la lengua, el olfato y el oído, un sueño más fuerte que la realidad, un sueño que probablemente tengan un sólo los muertos, un sueño que no permite ser negado con el filo de la navaja con la que recortas tu barba, pues la sangre brotaría en seguida, y todo lo que barias no sería más que la prueba de tu conciencia despierta y de la realidad, en este sueño sangra la piel y sangra el corazón, en él se alegra el cuerpo y se alegra el alma, en él no hay más milagros que la vida; el despertar de este sueño se halla en la muerte.

Ni siquiera tuvieron tiempo de despedirse, pues cada uno de ellos estaba ocupado con su propia alma, y con el perdón de sus pecados, y cada uno para sí, luego a coro, se pusieron a susurrar oraciones entre sus labios secos, porque sabían que la gente volvería, que sólo habían ido a buscar a los legionarios de Decio o a preparar las jaulas con las fieras, dejando a un guarda en el umbral de la caverna, hasta que todo estuviera listo para su masacre, con la que la chusma, un montón de impíos, disfrutaría.

6

Volvieron con antorchas y faroles que iluminaron la caverna con una nueva y potente luz, vinieron entonando cánticos y salmos; los niños llevaban faroles e iconos, y la caverna se iluminó con sus cánticos religiosos y sus oraciones, las voces de los sacerdotes resonaban en la roca de la caverna, mientras que las voces de los niños, todos ellos muchachos vestidos de blanco, formaban como un coro de ángeles celestiales.

La caverna no tardó en llenarse del humo de las antorchas y de olor a incienso, todos cantaban en voz alta a la gloria del Señor, los sacerdotes y los niños y ellos tres, Dionisio, Malus y Juan, el bienaventurado pastor, cantaban con ellos a coro los salmos a la gloria de Jesús de Nazaret, el hacedor de milagros y el redentor.

¿Acaso era también esto un sueño? ¿Era una visión o estaban ya en las puertas del paraíso? ¿Era el final de su pesadilla y de sus alucinaciones, o era su asunción?

Los miraba con el alma confusa, igual que ellos los miraban a ellos tres, como desde lo alto de un palco. Y vio en el resplandor de las antorchas sus caras y sus ropas, y quedó atónito, porque estas ropas eran de una tela muy fina, porque eran de color escarlata y cochinilla, porque eran de piel de carnero teñida de rojo, porque llevaban adornos de oro, de plata y de bronce. Y sujetaban ante sí los iconos en los que brillaban el oro, la plata y las piedras preciosas.

7

Entonces salieron de entre la muchedumbre unos cuantos jóvenes de brazos musculosos, se inclinaron ante ellos e hicieron el signo de la cruz, les besaron los pies y las manos, luego los levantaron uno por uno, tan fácilmente como si hubiesen sido niños, y se pusieron en marcha por el suelo irregular de la caverna, llevándolos con cuidado, como si hubiesen sido iconos, apenas sin tocarlos con sus vigorosas manos, mientras que el gentío alumbraba sus pasos y su camino sin parar de cantar salmos a la gloria del Señor.

En cabeza llevaban a Juan, el bienaventurado pastor; tenía las manos cruzadas en señal de oración, y susurraba su sencilla oración que Dios prefiere a todas las demás; detrás de él llevaban a Malus, con su larga barba blanca, a él también le habían envuelto en ropas claras, bordadas de oro, y justo detrás de ellos se balanceaba suavemente, como en una barca, en los fuertes brazos de los porteadores, él, Dionisio.

¿Acaso era también esto un sueño?

Y vio las cabezas afeitadas de los jóvenes sobre cuyas espaldas yacía como en una camilla su cuerpo, que a él mismo le parecía ligero como el de un niño o el de un viejo impotente. ¿Acaso era también esto, esta asunción, un sueño? Y estos cánticos, y los ojos de los jóvenes que lo transportaban sin atreverse a alzar sus miradas bacía él, de modo que no veía más que frondosas cejas al final de sus frentes bajas, y párpados medio abatidos bajo sus pestañas; y los cuellos vigorosos y las cabezas desnudas, iluminadas por las antorchas de los que llevaban a Malus delante de él, cuesta arriba, como hacia el cielo y el paraíso celestial, mientras que la muchedumbre, de pie a ambos lados, blandía las antorchas encendidas y los faroles, sin que él se atreviera a mirarles a tos ojos, aunque sólo fuera por un instante, para descubrir, bajo los párpados entreabiertos, el glóbulo vacío y de un blanco verdoso del ojo de estos sonámbulos dormidos que caminaban y cantaban salmos y rezos en sueños; que en su sueño profundo, en su sueño de sonámbulos, los conducían a los tres, salvando los torbellinos de piedra de la caverna, salvando las profundas grietas y las rocas resbaladizas, a través de enormes y espaciosas salas y de templos de espuma cristalina, a través de angostos corredores limitados por bóvedas bajas.

¿Y de dónde les venía esta seguridad en el andar, esta paz sublime con la que salvaban todos los peligros, llevando su carga con destreza y habilidad, apenas sin tocarla con sus vigorosas manos?

Intentaba en vano resolver sus dudas, encontrar una mirada, un ojo humano en el que ver su imagen, en el que encontrar su propia mirada, el reflejo de su conciencia despierta. Sí al menos hubiese podido capear la mirada de un niño, de uno de estos ángeles, de pie a ambos lados del camino, vestidos de blanco, a su izquierda y a su derecha, por encima de él, en un palco de cristal, como en un templo; pero era en vano. En cuanto le parecía que sus ojos encontraban los ojos humanos y angelicales de algún niño, en cuanto le parecía que uno de ellos buscaba su mirada, en cuanto volvía sus ojos hacia él, éste desviaba su mirada, abada sobre sus ojos el velo de sus párpados de plomo y sus densas pestañas, mientras proseguía un cántico, con los ojos ya del todo cerrados, su boca redonda seguía abriéndose y cerrándose como la de un pez, y él, Dionisio, sentía que en esta mirada oculta, en esta boca de pez, había algo de hipocresía, de ausencia intencionada, de miedo o de respeto, o de la torpeza del sonámbulo.

Porque sólo podían andar de este modo los sonámbulos, conducidos a través de los precipicios por la mano del Todopoderoso, por la audacia de los que no ven la profundidad del abismo bajo sus pies, por la locura de los que son arrastrados por la fuerza de su antigua divinidad, la fuerza pagana de su cuerpo que todavía recuerda la fe de sus mayores que adoraban a la luna; sus pasos y sus brazos extendidos, todo ello es adoración de la Luna, diosa pagana, desde la cual les llaman las almas de sus antepasados, pues ese caminar no es más que la llamada de la sangre y la llamada del tiempo; y él mismo no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra, por miedo a despertar a estos paganos dormidos, a estos sonámbulos reunidos en esta caverna para celebrar su festividad, la de su diosa pagana, porque afuera brillaba sin duda la luna llena.

8

Y no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra, salvo las de su oración que susurraba para sí entreabriendo apenas sus labios secos, por miedo a despertarse él también de este hechizo sonámbulo y de que todos se precipitaran en las oscuras profundidades, por encima de las que le llevaban ahora, hollando descalzos y con silenciosas pisadas el suelo húmedo de la caverna, iluminada por d resplandor de sus húmedos destellos, su voz y su despertar los arrastrarian a todos por el oscuro precipicio del que los estaban sacando ahora a ellos tres sobre sus hombros, cuesta arriba, y todos se despeñarían en el terror del despertar, por el abismo que se abría bajo sus pies, por la oscura garganta de la caverna, hasta la que no llegaba ni la luz de las antorchas, pero cuyas profundidades y simas sin fondo estaban presentes en su conciencia despierta de sonámbulo: oyó una piedra desprenderse bajo los pies descalzos de quienes lo transportaban, y rodar cuesta abajo botando de roca en roca, sonora y veloz, luego cada vez más silenciosa y lenta, perdiéndose como un eco; el ruido no había cesado, se había apagado, pues la piedra no había tocado el fondo, como tampoco podía alcanzarlo su conciencia despierta/dormida.

¿Era un sueño, o una ilusión sonámbula de su conciencia medio dormida, un sueño de su cuerpo pagano, de antepasados paganos, adoradores de la diosa-luna, de la diosa-luna llena, estos antepasados que ahora le llamaban? Afuera brillaba sin duda la luna llena u otra fase, se despertaban las almas de sus antepasados, fas almas de los predecesores maternos y paternos llamaban a su cuerpo pagano, atraían su sangre pagana.

¿O era acaso la asunción de su alma, el momento en el que el alma se separaba del cuerpo, el alma cristiana de un cuerpo pagano, el cuerpo pecador de un alma pecadora, a la que le había sido concedida la gracia, a la que le habían sido perdonados los pecados?

¿Era acaso un sueño, este perro que transportaban al lado de Juan, que llevaban en sus brazos como al Cordero de Dios? ¿Y aquel niño que abrazaba contra su pecho al perro Quitmir como al cordero ofrendado o al ídolo pagano, llevándolo a través de las simas y de los precipicios, estrechándolo contra su pecho como el Buen Pastor, los ojos clavados en el suelo, sin atreverse él tampoco a mirar los turbios ojos color verde cárdeno de Quitmir, velados por la catarata del sueño, sus ojos verdes y cárdenos como una ciruela, sus ojos entreabiertos, casi apagados y ciegos? Tampoco él, Dionisio, podía captar la mirada de Quitmir, ahora que el niño y el perro se habían detenido a su lado a la entrada del angosto pasaje, para ceder el paso a quienes los transportaban, agachándose hasta el suelo, casi gateando; y él, Dionisio, se sentía como si hubiese estado flotando por encima de las piedras, siempre en la misma postura, medio tumbado, con la cabeza ligeramente levantada y recostada en el pecho de uno de los que le llevaban, y lo único que oía era el jadeo contenido de sus porteadores. Ya no se veía ni al niño ni a Quitmir, porque el niño se había detenido a la entrada del angosto pasaje para ceder el paso a quienes los transportaban a ellos tres, a Juan, a Malus y a él, Dionisio, se habían detenido bajando la mirada a la entrada del angosto desfiladero para esperar su tumo, sin dejar de estrecharlo entre sus brazos, a Quitmir el de los ojos cárdenos.

9

Desde las dos bocas del angosto pasaje llegaba una luz trémula, que apenas se percibía a su espalda, mientras que por delante de él, hacia el final del pasillo, iba volviéndose más y mis fuerte, penetrando entre los afilados dientes de la enorme mandíbula batiente de Polifemo, pues sin duda era aquello: el antiguo umbral de la caverna, del que se había vuelto a acordar ahora, como también se acordaba de las historias que Juan, el bienaventurado pastor, les contaba antaño, durante su primer sueño, o su primera realidad; el pasaje se había ensanchado, o era sólo una impresión, y desde lo aleo de los hombros de sus porteadores podía ver cómo la roca de la caverna había sido dañada en aquel lugar, veía los colmillos con el pico roto, brillante y aplanado, cristalinos y blancos, con cortes sesgados y recientes, inmaculados y resplandecientes como la sal, sobre pequeños raigones color de herrumbre.

¿Era acaso un sueño?

Estos tullidos que empezaron a arrastrarse a sus pies, a retorcerse como gusanos, a besarlos los pies y las manos, antes de que los robustos porteadores hubieran conseguido sacarlos de la caverna. ¿Era acaso un sueño?, este umbral de la caverna, al que recordaba gracias a las manchas de su bóveda, a los dibujos grabados sin duda por los pastores con una piedra o un cuchillo, en la dura roca, lo recordaba porque antaño habla falsos ídolos y cabezas de burro dibujados por la mano pecadora de los pastores, y había dibujos lascivos, en las paredes, a alturas que alcanzaba la mano del hombre, y había un hedor a excrementos humanos.

Y ahora, estos dibujos lascivos y estas cabezas de burro habían sido borrados, aún se percibían sobre la piedra huellas recientes allí donde habían sido frotados y raspados, y el olor a excrementos humanos había desaparecido, pues sin duda habían evacuado los excrementos; en las paredes de la caverna ardían ahora faroles y teas olorosas atizonadas en las grietas, la bóveda estaba tapizada de flores y de coronas de laurel y de iconos rebordeados con oro, mientras que el suelo estaba cubierto de una alfombra de flotes que los porteadores iban pisando con sus pies descalzos, y la muchedumbre cantaba salmos y susurraba oraciones.

Los ciegos y los tullidos se arrastraban a sus pies, retorciéndose como gusanos, besaban su cuerpo y le imploraban con palabras roncas y terribles, le imploraban en nombre del amor y de la fe, del sol y de la luna, de la vida y de la muerte, del infierno y del paraíso, le imploraban y le suplicaban que les devolviera la vista y les curara las heridas y sus miembros muertos, que les devolviera la luz del día y la luz de la fe.

¿Eran un sueño o una pesadilla estos lisiados que mendigaban e imploraban, estos infelices que peleaban a muletazos y a arañazos por la gracia de su cuerpo, la gracia de su curación? ¿Era acaso un sueño? Su propia incapacidad para pronunciar una sola palabra, para hacer lo que fuera por estos infelices, por estos tullidos que los jóvenes robustos apartaban del camino de la procesión, que empujaban hada los lados haciendo caso omiso de su ceguera y de su impotencia, de su invalidez y de su parálisis, ¿era acaso un sueño? Su propia incapacidad para situarse en este milagro, en este sufrimiento y en esta ineptitud suya, esta incapacidad para hacer lo que fuera por estos desgraciados que mendigaban e imploraban, para confesarles su propia ineptitud, para pedirles su gracia, para pedirles una palabra humana, para rogarles que le creyeran, que creyeran en su impotencia, para ganarse su confianza con sus juramentos y súplicas, y conseguir que le dijeran lo que le estaba sucediendo, si todo esto era un sueño, estos ojos muertos y ciegos que se alzaban hacia él, vacíos y horribles, con sus espantosas escleróticas inyectadas de sangre, estos ojos ciegos que le buscaban y le encontraban, pues eran los únicos ojos que había conseguido ver, los únicos ojos que se habían vuelto hacia él, que se habían dignado volverse hacia él, porque ni siquiera los tullidos que se arrastraban sobre sus muñones y le besaban los pies con sus labios helados, ni siquiera ellos se habían dignado mirarle, no alzando hacia él más que sus brazos amputados, en un semi-abrazo, juntando sus muñones en una horrible semi-oración que acababa a la altura de los codos, en los pliegues y en las costuras monstruosas de sus medios-miembros mutilados.

¿Era una pesadilla, esta ascensión suya? ¿Era la pesadilla del purgatorio por el cual pasaba el cuerpo? ¿Era el último castigo y la última amonestación a su cuerpo pecador, esta escena del horror humano, para que el alma pudiera recordar el infierno, antes de su asunción?

¿Era una pesadilla, o sólo el calvario de su cuerpo y de su alma, el infierno mismo, al que llevaban su cuerpo para asarlo y descuartizarlo, mientras que esta plegaria y estos cánticos religiosos, esta luz y este camino en brazos, a alas de los ángeles, no era más que la última tentación a la que se veía sometida el alma pecadora, para recordarle al alma el paraíso perdido, los jardines del paraíso y las delicias del paraíso que no había mercado, por lo que el Señor lo conducía en alas de los ángeles caídos, por la orilla de estos jardines, para que su alma sintiera la voluptuosidad y las delicias, para que sintiera el perfume del incienso y del olíbano, la dulzura de la oración, para que le resultaran aún más penosos los sufrimientos del infierno, pues en su recuerdo resonarían las plegarias y los cánticos, pues en su recuerdo vivirían los perfumes de las teas olorosas y del incienso, pues en su memoria viviría la luz, la intuición de la luz celestial?

10

¿Era un sueño? ¿Era acaso un sueño, esta luz del día? Esta luz que le inundó de pronto al retroceder el gentío del umbral de la caverna, al abrirse una puerta en la pared de la masa que se había reunido en el lugar, y apareció una nueva luz, sin duda divina, una luz olvidada, a la vez lejana y próxima, la luz de un día soleado, la luz de la vida y de la vista clara.

Primero no vio más que la bóveda azul del cielo, lejana, iluminada por su propio resplandor, azul celeste, muy por encima de su cabeza, un mar celestial azul, tranquilo y sereno, rebosante en su propia pleamar; entonces le pareció ver en este suave azul del cielo algunas nubes blancas, no los corderos celestiales, no un rebaño, un rebaño celestial blanco pastando, sino tan sólo algunas hebras de lana blanca, flotando en la pleamar de la bóveda azul, lo justo para que el ojo humano, para que su ojo, no dudara de este azul celeste, lo justo para que su alma no se pusiera a divagar.

Porque era sin lugar a dudas la luz del día y era sin lugar a dudas la luz azul del cielo y de su asunción; ¿o era también esto un sueño? Este fulgor que hizo que sus ojos se cerrasen solos, incluso antes de que hubiesen salido del todo de la caverna, balanceado como en una barca, sobre los vigorosos hombros de sus porteadores, y esta luz le salpicó como si fuera agua, y su alma se sumergió en esta ola azul y centelleante como en el agua bautismal, hasta la garganta, y quedó inmerso en el caliente bienestar de una luz que procedía de un lejano recuerdo de su alma, de un lejano sueño, le azocó los ojos como una iluminación y como la llama de tas alas de los ángeles, y cerró con fuerza los ojos, los cerró hasta dolerle, pero ahora ya no era para protegerse de las tinieblas y de las alucinaciones, sino de la luz; y sintió esta diferencia, la sintió por debajo de sus párpados firmemente abatidos, porque en su conciencia, en algún punto en el medio de su frente, en alguna parte detrás del hueso frontal, en el centro, justo entre los dos ojos, en la raíz del nervio óptico y en el mismo corazón de la vista, giraron volutas púrpuras, púrpuras y moradas, y cárdenas y amarillas y verdes, luego otra vez púrpuras, y no cabía duda de que era la luz y no una ilusión, o tal vez fuera tan solo una ilusión de la vista, ¡pero era la luz!

11

Al menos de que, ¡ay!, esto también fuera un sueño, una ilusión del cuerpo, una ilusión de la vista, la ilusión de un sonámbulo que había cruzado los límites y las fronteras de la noche y de la luna, los límites del alba y del claro de luna, que había puesto un pie en el día y en la luz del sol poniente, divinidad eterna en eterna lucha con la diosa Luna, y que en este momento venía a disipar la engañosa y falsa luz de la diosa derrocada, su enemiga. ¡Pero era la luz! No una luz trémula y débil que se consume y se gasta por sí misma, que se enciende y se apaga por sí misma, que se persigue y se ahoga a sí misma, que arde en su propia llama y en su propio humo, en su propia vacilación y su propia exaltación, en su propia brasa y en su propio tizón. ¡Era realmente la luz!

No la fría luz de la luna, sino la luz del día, la luz del sol que traspasa los párpados firmemente abatidos, una luz que se infiltra en la espesa trama de las pestañas, como una llama roja, que se infiltra en los poros de la piel, la luz del día que se siente con cada parte del cuerpo, al emerger de la oscura y fría caverna, caliente luz bendita, luz del día, fuente de la vida.

¡Ay! Sí es que esto no era también un sueño.

¿Este púrpura que inmediatamente invadió su sangre, e hizo que su corazón temblara y que por su cuerpo fluyera la sangre, de repente caliente y alegre, la sangre de repente roja y viva, este caliente manto del sol con el que se arropó como si fuera su propia piel caliente, ingrávido manto de oro del sol que envolvió su cuerpo, por encima de la lana de cabra sobre la que llevaba un fastuoso ropaje de seda?

¿O acaso era también esto un sueño? Este nuevo olor terreno que invadió su olfato embotado por el largo sueño y el descanso, este cálido olor a tierra, este olor a hierba y a plantas, aliento bendito del mundo y de la vida, que, después del aire pútrido de la caverna, olía a manzana.

¿Era también esto un sueño? Este brebaje bendito de su espíritu y de su cuerpo, este fulgor que le impedía abrir los ojos, porque le había golpeado la frente con tal impacto que la luz se le hizo tiniebla roja y amarilla, azul y púrpura y verde, y se vio obligado a mantener los ojos bien cerrados, pues bajo sus párpados reinaba una oscuridad púrpura y cálida, como si hubiese sumergido su cabeza en la sangre hirviendo de la inmolación.

12

Como un niño en la cuna o sobre la espalda de su madre, se tambaleaba sobre los hombros de sus porteadores; un niño dormido sobre la espalda de su madre, en el campo, bajo un sol de fuego, los ojos cerrados por una reconfortante fatiga, sintiendo tan sólo la ardiente luz del sol sobre su piel, sobre sus miembros entumecidos, sobre sus párpados firmemente abatidos.

Aturdido por tanta luz y por estos olores, en el límite entre la conciencia y el desmayo, escuchaba la oraciones y los cánticos de los peregrinos, el coro angelical de las voces de los niños y el chirrido de los instrumentos, el gemido de las cítaras y el plañido de las flautas, flotando en la pleamar de la canción que resonaba, al son de los clarines de los ángeles.

Salpicado por oleadas de voces cada vez nuevas, voces del gentío, lamentos y llantos, maldiciones y súplicas, llevado a alas de olores cada vez nuevos, olores a gentío y a sudor, que de repente invadieron su olfato, en el momento en que la sangre caliente y roja del sol empezó a correr, atravesando el hielo de su cuerpo embalsamado por la humedad y las tinieblas, sintió el olor de sus porteadores, el olor de sus cabezas afeitadas y de sus axilas agrias, igual que sintió el olor olvidado de las reses en el momento en que los trasladaron a los tres a un carro de bueyes, en el que habían extendido unas mullidas pieles de oveja.

La cabeza apoyada sobre mullidas almohadas, yacía en el carro como en una barca, y escuchaba el chirrido de las ruedas, un chirrido lento y perezoso, que se confundía con los cantos y los lamentos. Cuando entreabrió sus párpados abatidos en los que se imprimió la luz del día, haciendo una incisión en el glóbulo del ojo, como si fuera un filo de acero, vio a su lado, a su izquierda y a su derecha, los rostros de Juan y de su amigo Malus, unos rostros mudos y sin expresión, como lo estaba sin duda el suyo, vio sus ojos entreabiertos y clavados, los de ellos también, en el azul del cielo como si fuera el milagro de la creación.

¿Era también esto un sueño? Esta cálida inmovilidad y esta súbita tranquilidad, esta infantil e inocente entrega al sol y a la luz del día, estos ojos vueltos hacia la bóveda celestial, hacia la azul bóveda celestial, ya sin una nube, la bóveda celestial de un azul olvidado, un azul reconfortante, de un azul milagroso. ¿Era también un sueño?

Y sintió la alegría de su cuerpo liberado de esa húmeda, viscosa, peguntosa capa de tinieblas, la infantil alegría de la carne, de las entrañas y de los huesos, la alegría de la médula ósea y de la médula espinal, una alegría animal, una alegría de batracio, de serpiente, cuando el cuerpo, sufriendo los dolores del parto, se libra de su muda de oscuridad, de su capa de humedad y de moho, de su dura piel de tinieblas húmedas e intemporales, que penetraban por los poros húmedos e intemporales, hasta la sensible y sangrienta epidermis, y se infiltraban por el cuerpo como el veneno de la serpiente hasta la carne, hasta los huesos, hasta la médula ósea, siguiendo los mismos caminos por los que fluía la cálida luz del sol.

¿Era acaso un sueño? Este baño de sol que extraía las tinieblas de su médula ósea, esta exudación del cuerpo que expulsaba por los poros el verde veneno de la serpiente, para que volviera a su cuerpo la luz de la vida, la savia vital, para que la sangre recobrara su color rojo.

¿Acaso era también esto un sueño, este momento en el que se abrió ante ti la pesada roca de su caverna-tumba, y en el que le iluminó la luz celestial?

13

Ahora, de nuevo en la oscuridad de la caverna, podía recordar todo esto con una claridad dolorosa, porque su cuerpo helado recordaba el calor, porque su sangre recordaba la luz, porque su ojo recordaba el azul del cielo, porque su oído recordaba los cánticos y las flautas.

Y he aquí que todo era de nuevo silencio, todo eran de nuevo tinieblas, todo era de nuevo entorpecimiento e inmovilidad, ausencia de movimiento y ausencia de luz, y sin embargo recordaba la luz, la recordaba con frío y con nostalgia en su carne, con un recuerdo que le bacía temblar, como entonces, en aquel sueño o en aquella realidad, cuando le había acariciado la luz del sol, cuando el sol se había posado sobre sus hombros, había arropado sus riñones, cuando en aquel sueño o en aquella realidad había germinado en sus entrañas, corrido por su sangre, calentado sus huesos.

Y he aquí que todo era de nuevo sepultura del cuerpo y cárcel del alma, reino de las tinieblas, palacio mohoso, de un moho verde que había invadido su corazón y su piel, su médula ósea y su médula espinal, y en vano intentaba comprobar, en vano tocaba con sus dedos secos y entumecidos la roca húmeda y helada de la caverna, en vano se le abrían los ojos hasta desorbitarse, en vano los tocaba con los dedos para comprobar si todo esto no era un sueño y una quimera, este silencio acribillado por el goteo de un agua invisible por la bóveda invisible de la caverna, esta oscuridad mordisqueada por el tenue rumor del agua, en vano aguzaba el oído para captar el sonido de los cantos y el lamento de las flautas, para oír los cantos que aún recordaba intensamente, que su cuerpo recordaba.

Nada; sólo el eco vacío del silencio y el sonoro silencio de la caverna; el sonido del silencio, el silencio del tiempo. La luz de las tinieblas. El agua del sueño. El agua.

14

El carro entró traqueteando en la ciudad y por encima de su cabeza, a lo alto, se alzaron las bóvedas de las puertas de la ciudad, hendiendo por un instante el azul del cielo con sus arcos de piedra al alcance de sus manos que yacían inmóviles a lo largo de su cuerpo entumecido, casi muerto.

En los sitios donde la piedra estaba agrietada aparecían en los arcos algunas briznas de hierba verde, dos o tres briznas verdes, o simplemente una raíz blanca y ramificada, o una hoja corroída de algún helecho salvaje que crecía en el mismo corazón de la piedra; ¡no, esto no era un sueño! Este sol hendido por rayas de sombra bajo las bóvedas de las puertas de la dudad, este helecho, esta hierba, este musgo al alcance de sus manos; no, esto no era un sueño.

Porque se puede soñar con el cielo, el agua, el fuego, se puede soñar con el hombre y la mujer, sobre todo con la mujer, se puede soñar un sueño despierto y un sueño en sueños, pero estoy seguro que no era un sueño, esta piedra blanca tallada, estas bóvedas, esta dura ciudad.

15

El carro al que estaban uncidos los bueyes los transportaba, chirriando y traqueteando, por debajo de las bóvedas de las puertas de la ciudad, atravesando las sombras de las casas situadas a ambos lados del camino, pero él apenas divisaba tas casas, pues miraba constantemente hada arriba, los ojos petrificados e inmovilizados de asombro o de sueño, e intuía a su lado, a su derecha y a su izquierda, la pétrea presencia de las casas de piedra, de las más altas cuando la sombra caía sobre su rostro y sus ojos cansados, e intuía la pétrea presencia de las chozas mis bajas que no tapaban el sol pero estaban presentes, invisibles pero erguidas y reales, más reales que el chirrido del carro de bueyes y que las voces de la muchedumbre que seguía acompañándolos, murmurando oraciones y cantando salmos.

16

«¡Oh, bienaventurado, seréis conducidos ante el emperador!» —No, esto no era un sueño, aún podía recordar aquella voz, tal vez ya no aquel rostro, aquella voz llena de emoción, una voz quebrada por el miedo o el fervor «¡Oh, bienaventurado!»

Y vio, tumbado en el carro e inmóvil, la barba pelirroja y los ojos azul claro de un joven que se había indinado sobre él, por detrás, de tal modo que su rostro estaba en sentido opuesto al del suyo y que al acercársele, le tapaba el sol. «¡Oh, bienaventurado!» ¿Era a él, a Dionisio, a quien le hablaba, o eran el sueño y la quimera que aún jugaban con su conciencia?

Sus ojos clavados en los del joven, observó con sorpresa que estos ojos lo miraban y buscaban su mirada, tímidos y amedrantados, pero con cierta insolencia juvenil.

Y Dionisio, mirando enmudecido, vio moverse los finos labios al mismo tiempo que la barba pelirroja, y leyó en los labios del joven estas palabras, incluso antes de que su oído se las comunicara a la conciencia: «¡Oh, bienaventurado!»

¿No sería esto acaso una irrisión y una burla? ¿No sería la voz de su propio sueño y la voz de su quimera?

Y Dionisio dijo: «¿Quién eres?» Su voz apenas resultó audible cuando, de repente, surgió de su interior. Como si toda la anterior insolencia hubiese desaparecido de estos ojos azul claro, se apartaron de él por un instante, las pestañas también pelirrojas en sus puntas se abatieron sobre estos ojos, sólo los labios volvieron a moverse.

«¡Oh, bienaventurado! ¡Soy tu esclavo y el esclavo de tu señor!»

¿Fue también esto un sueño? ¿Estos labios que balbucearon y esta barba que tembló?

«¡Decio no es mi señor!», pronunció, dispuesto a oír el regido de los leones. Pero he aquí que en el instante en que cerró los ojos para oír mejor el rugido de los leones, el rostro del joven de la barba pelirroja desapareció y encima de él volvió a extenderse únicamente la inmensidad del cielo.

17

De repente se hizo el silencio, sucediendo a los monótonos lamentos y a los cantos de la muchedumbre; había cesado el chirrido de las ruedas traqueteando por los baches del camino; el carro debía haberse parado.

¿Acaso era también esto un sueño? ¿Esta quietud que invadió de pronto su alma, tras tan larga confusión, tras las voces, y tras tantos prodigios? ¿Acaso era también esto un sueño? Las voces de la muchedumbre se habían callado del todo, el chirrido del carro había cesado, el rechinar y el roce del bastidor. Los rayos de sol que antes caían sesgados sobre su rostro se habían desvanecido, interceptados por el techo, invisible para él, de algún porche. Su cuerpo descansaba sobre la mullida piel de oveja, y el olor de la lana invadía su olfato, y el olor a ciprés y a cipresal, y el olor del día soleado, y los calientes, embriagantes olores del mar.

Su cuerpo entumecido, arrullado hasta entonces como en una cuna por el chirrido de las ruedas y la mecedura del carro, sus huesos ligeros, sus entrañas vacías, su corazón adormecido, su piel seca, se entregaban ahora a la quietud del cuerpo, el una respiración sosegada; se sentía como un niño recién despertado.

¡No, esto no era un sueño, esta quietud, esta iluminación!

18

Pero antes de que mirara a su izquierda y a su derecha, incluso antes de que se preguntara si todo esto era un sueño, incluso antes de que pudiera entender la prodigiosa asunción de su cuerpo en el baño oloroso de este día de verano, recordó el dulce nombre de Prisca y su cuerpo quedó inundado en un instante de bienestar, y el aire exhaló un perfume a rosas.

¡Oh alegría!

Y el mero recuerdo que su cuerpo y su corazón tenían de este instante de paz, de esta oleada de emoción, entonces, ante la puerta del palacio, cuando la muchedumbre se hubo callado del todo y hubo cesado el chirrido del carro, y cuando se le clavó en el alma el dulce nombre de Prisca, cuando sintió el perfume a rosas, este momento volvió a despertar en él, en la oscuridad de la caverna, en el sepulcro de la eternidad, una turbia y lejana felicidad, le rozó el aliento del recuerdo, le inundó el cuerpo de una luz y un calor lejanos, y luego todo se volvió pesar de su alma y tinieblas del tiempo.

19

Yacía en la oscuridad de la caverna y los ojos se le abrían en vano hasta desorbitarse, en vano llamaba a Malus, su amigo, en vano Llamaba a Juan, el bienaventurado pastor, en vano llamaba a Quitmir, el perro de ojos verdes, en vano llamaba a su Señor; la oscuridad era densa como la pez, el silencio era el silencio del sepulcro de la eternidad. Sólo se oía el goteo del agua por las bóvedas invisibles, sólo la molienda de la eternidad en la clepsidra del tiempo.

¡Ah! ¿Quién pudiera deslindar el sueño de la realidad, el día de la noche, la noche del alba, los recuerdos de las quimeras?

¿Quién pudiera colocar un hito visible entre el sueño y la muerte?

¿Quién pudiera, oh Señor, marcar los lindes y colocar hitos visibles entre el presente, el pasado y el futuro?

¿Quién pudiera, Señor, separar la alegría del amor de la tristeza del recuerdo?

Bienaventurados, Señor, los que esperan, porque sus esperanzas se verán realizadas.

Bienaventurados, Señor, los que saben distinguir el día de la noche, porque gozarán del día y gozarán de la noche y del descanso nocturno.

Bienaventurados, Señor, aquellos cuyo pasado fue, cuyo presente es y cuyo futuro será, porque sus vidas huirán como el agua.

Bienaventurados los que sueñan de noche y recuerdan de día sus sueños, porque ellos cosecharán alegrías.

Bienaventurados. Señor, los que saben de día por dónde anduvieron de noche, porque de ellos es el día y de ellos es la noche.

Bienaventurados, Señor, los que de día no recuerdan su erranza nocturna, porque de ellos será la luz del día.

20

Yacían boca arriba en la oscura caverna del monte Celio, con las manos cruzadas en señal de oración, como las de los muerto, los tres, Dionisio y su amigo Malus, y un poco más lejos Juan, el bienaventurado pastor, con su perro llamado Quitmir.

Yacían en el profundo sueño de los muertos.

Si de pronto hubieses venido hacia ellos, hubieras retrocedido y escapado muy lejos, pues al verlos seguramente te hubieses llenado de espanto[62].

Antología universal del relato fantástico
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