Capítulo V

Yo había decidido que lo mejor era que tomáramos la ciudad de Fondi, cercana a la frontera, como nuestro cuartel general, para empezar; y había dispuesto, con ayuda de la embajada, que el ataúd de plomo nos siguiera hasta allí, bien asegurado en una caja de embalaje. Además de nuestros pasaportes, estábamos provistos de cartas de presentación a las autoridades locales de la mayor parte de las ciudades fronterizas importantes, y por último, teníamos a nuestra disposición dinero suficiente (gracias a la enorme fortuna de Monkton) para asegurarnos los servicios de cualquiera cuya ayuda necesitáramos, a lo largo de nuestro trayecto. Estos recursos nos aseguraban facilidad de acción; siempre teniendo en cuenta que lográramos descubrir el cuerpo del duelista muerto. Pero si se presentaba el hecho muy probable de que no lo lográramos, nuestras perspectivas —sobre todo en cuanto a la responsabilidad que yo había tomado— eran cualquier cosa menos agradables. Confieso que me sentía inquieto, casi sin esperanzas, mientras viajábamos por el camino hacia Fondi.

Lo recorrimos en dos días de viaje sin prisas; porque yo había insistido, pensando en Monkton, en que viajáramos lentamente.

El primer día la agitación excesiva de mi compañero me alarmó un poco; mostraba, en diversos aspectos, más síntomas de un cerebro trastornado que los que yo había observado hasta entonces. El segundo día, sin embargo, pareció acostumbrarse a contemplar con calma la nueva idea de la búsqueda a la que nos habíamos entregado, y, salvo en un punto, estaba bastante animado y tranquilo. Cada vez que su tío muerto pasaba a ser tema de conversación, seguía insistiendo —apoyado en la antigua profecía, y bajo la influencia de la aparición que veía, o creía ver siempre— en afirmar que el cadáver de Stephen Monkton, estuviera donde estuviese, yacía aún sin enterrar. En cualquier otro asunto acataba mis puntos de vista con la mayor prontitud y docilidad; en ése, en cambio, mantenía su extraña opinión con una terquedad que desafiaba todo razonamiento o persuasión.

El tercer día descansamos en Fondi. La caja con el ataúd llegó, y fue depositada en lugar seguro, bajo llave y candado. Alquilamos unas mulas, y contratamos un hombre que conocía a fondo la región, para que nos guiara. Se me ocurrió que era mejor comunicar el objeto verdadero de nuestro viaje sólo a las personas más fiables que pudiésemos encontrar entre las clases mejor educadas. Por ese motivo seguimos el ejemplo de los duelistas, partiendo en la mañana del cuarto día con cuadernos de dibujo y cajas de colores, como si sólo fuésemos artistas en busca de paisajes pintorescos.

Después de viajar unas horas en dirección norte, dentro de la frontera romana, nos detuvimos para descansar, nosotros y nuestras mulas, en una aldea aislada, apartada de los caminos turísticos.

La única persona de cierta importancia en el lugar era el sacerdote, y a él dirigí mis primeras averiguaciones, dejando que Monkton esperara mi regreso junto al guía. Yo hablaba el italiano con la fluidez y la corrección necesarios para mi propósito, y traté de presentar el asunto con cortesía y cautela; pero a pesar de todos mis esfuerzos, sólo conseguí asustar y confundir al pobre sacerdote con cada nueva palabra que le decía. La idea de un grupo de duelistas y de un cadáver parecían aterrorizarlo. Inclinó la cabeza, inquieto, alzó los ojos al cielo, y encogiéndose de hombros con un movimiento lastimero, me dijo que no tenía la menor idea acerca de lo que yo le decía. Fue mi primer fracaso. Confieso que tuve la debilidad de sentirme un poco descorazonado cuando me reuní con Monkton y el guía.

Cuando disminuyó el calor, reanudamos el viaje.

A unas tres millas de la aldea, el camino, o más bien la huella de los carros, se bifurcaba. Nuestro guía nos informó que el sendero de la derecha subía entre las montañas hasta un convento que quedaba a unas seis millas. Si seguíamos avanzando más allá del convento, pronto llegaríamos a la frontera napolitana. El sendero de la izquierda se adentraba en territorio romano, y nos llevaría a un pueblecito donde podíamos pasar la noche. Ahora bien: el territorio romano constituía el campo más importante y adecuado para nuestra búsqueda, y siempre podíamos llegar al convento, suponiendo que regresáramos a Fondi sin éxito. Además, el sendero de la izquierda cubría la mayor parte de la región que empezábamos a explorar, y yo siempre estaba a favor de vencer la dificultad mayor primero: así que decidimos valerosamente girar a la izquierda. La exploración a la que nos llevó lo decidido duró una semana entera, sin producir resultados. No descubrimos absolutamente nada, y regresamos a nuestros cuarteles de Fondi tan frustrados que no sabíamos hacia dónde volver nuestros pasos a continuación.

Más que el fracaso en sí, lo que me inquietaba era el efecto del mismo sobre Monkton. Su determinación pareció quebrarse por completo apenas empezamos a volver sobre nuestros pasos. Primero se volvió irritable y caprichoso, después silencioso y abatido. Por último se hundió en un letargo físico y mental que me alarmó seriamente. En la primera mañana que pasamos en Fondi, mostró una extraña tendencia a dormir sin cesar, que me hizo sospechar la existencia de alguna enfermedad física en su cerebro. En todo el día apenas intercambió una palabra conmigo, y parecía no estar nunca despierto del todo. A primera hora de la mañana siguiente entré en su cuarto, y lo encontré tan silencioso y aletargado como siempre. Su criado, que iba con nosotros, me informó de que Alfred había mostrado en una o dos ocasiones anteriores síntomas de agotamiento mental, como el que observábamos en ese momento, en la Abadía de Wincot, en vida de su padre. Esta información hizo que me sintiera más tranquilo, y permití que mi mente volviese a considerar lo que nos había llevado a Fondi.

Decidí emplear el tiempo, hasta que mejorara nuestro amigo, continuando la búsqueda solo. Aún no habíamos explorado el sendero de la derecha que llevaba al convento. Si lo seguía, no necesitaba estar lejos de Monkton más de una noche; y al regresar al menos podría darle la satisfacción de que una incertidumbre más respecto al sitio del duelo había quedado despejada. Estas consideraciones me decidieron. Dejé un mensaje para mi amigo, en caso de que preguntara adónde me había dirigido, y partí de inmediato hacia la aldea en la que nos habíamos detenido cuando comenzamos nuestra primera exploración.

Como pensaba caminar hasta el convento, me separé del guía y las mulas en la bifurcación del camino, para que regresaran a la aldea y esperasen mi vuelta.

En las primeras cuatro millas el sendero subía en suave declive a través de terreno abierto, después se hacía de pronto mucho más empinado, y me internó cada vez más profundamente en medio de matas de arbustos y bosques sin fin. A la hora en que según mi reloj debía estar aproximadamente a la distancia indicada, el campo visual quedaba limitado en toda dirección, y el cielo cubierto, arriba, por una cortina impenetrable de hojas y ramas. Aun así seguí mi única guía, el sendero empinado; y en diez minutos, al salir de pronto a un terreno tolerablemente despejado y parejo, vi el convento ante mí.

Era un sitio sombrío, bajo, de aspecto siniestro. En ninguna parte se veían señales de vida o movimiento. Manchas verdes cubrían la fachada, en otros tiempos blanca, de la capilla. El musgo se veía crecer densamente en cada grieta del grueso muro que rodeaba el convento. Largas hierbas fláccidas surgían de las rajaduras del techo y el parapeto, y caían un buen trecho hacia abajo, cansadamente enroscadas en los barrotes de las ventanas de los dormitorios. Hasta la misma cruz, opuesta al portón de entrada, con una impresionante figura de tamaño natural tallada en madera clavada a ella, estaba tan asediada en la base por criaturas reptantes, y parecía tan viscosamente verde, y carcomida hasta la cúspide, que me repelió por completo.

La cuerda de un llamador con la empuñadura rota colgaba junto al portón. Me acerqué a ella —vacilé, sin saber muy bien por qué— alcé otra vez los ojos hacia el convento, y después lo rodeé hasta llegar a la zona trasera, en parte para ganar tiempo y pensar en lo que sería mejor hacer a continuación, en parte debido a una curiosidad inexplicable que me impulsaba, extrañamente, a ver todo lo que pudiera en la parte externa del lugar antes de tratar de que me recibieran en el portón de entrada.

En la parte de atrás del convento encontré una dependencia, construida contra el muro: un edificio tosco, ruinoso, con la mayor parte del techo desmoronada, y con un agujero dentado en uno de sus flancos, donde era probable que alguna vez hubiese existido una ventana. Detrás de la dependencia los árboles se apiñaban más densos que nunca. Cuando miré hacia ellos, no pude determinar si el suelo que estaba más allá subía o bajaba, si estaba cubierto de hierba, o era de tierra, o rocoso. No podía ver más que las hojas, las zarzas, los helechos y las altas hierbas cubriéndolo todo.

Ni un solo sonido interrumpía la opresora quietud. Ni un solo trino de ave se alzaba de la pared de follaje que me rodeaba; no se oían voces en el jardín del convento, tras el hosco muro; no había reloj que diera la hora en la torre de la capilla; ni perro que ladrara en la ruinosa dependencia. El silencio muerto profundizaba hasta lo inexpresable la soledad del lugar. Empecé a sentir que pesaba sobre mi ánimo, más aún si se tiene en cuenta que nunca me ha gustado caminar por los bosques. El tipo de felicidad pastoril representado a menudo por los poetas cuando cantan la vida en los bosques, nunca ha tenido para mí el encanto de la vida en la montaña o en la planicie. Cuando me encuentro en un bosque, echo de menos la belleza ilimitada del cielo, y la deliciosa suavidad que la distancia le confiere al panorama terrenal. Experimento opresivamente el cambio que sufre el aire libre cuando queda aprisionado entre las hojas; y siempre siento más terror que agrado ante esa misteriosa luz inmóvil que brilla con un extraño lustre opaco en los sitios hundidos entre árboles. Tal vez sea culpable de falta de gusto y carencia de la debida sensibilidad ante la maravillosa belleza de la vegetación, pero debo confesar con franqueza que nunca me interno mucho en un bosque sin descubrir que salir de él es la parte más agradable de mi caminata: salir a la pendiente pelada, al silvestre flanco de una colina, al más lúgubre pico montañoso, salir a cualquier sitio donde pueda ver el cielo encima de mí y el paisaje extendiéndose hasta donde llega la mirada.

Después de la confesión que he hecho, a nadie le sorprenderá que experimentara una muy fuerte inclinación, allí junto a la dependencia del convento, a volver sobre mis pasos, y hacer lo necesario para salir del bosque. De hecho me había dado la vuelta para partir, cuando el recuerdo de la diligencia que me había llevado al convento detuvo de pronto mis pies. Parecía dudoso que me permitieran entrar al edificio si hacía sonar el llamador; y más que dudoso, si me dejaban entrar, que sus habitantes pudieran darme alguna pista en cuanto a la información que buscaba. Sin embargo, mi deber para con Monkton era no dejar de lado ningún medio de ayudarlo en su desesperado propósito; así que decidí regresar otra vez a la puerta delantera del convento, y hacer sonar el llamador del portón.

Por pura casualidad alcé los ojos al pasar junto al costado de la dependencia donde estaba el agujero dentado, y noté que estaba bastante alto en el muro.

Cuando me detuve a observar esto, la atmósfera pesada del bosque pareció afectarme de un modo más desagradable que nunca.

Aguardé un minuto y me aflojé la corbata. ¿Atmósfera pesada? Era algo más que eso. El aire era aún más desagradable para mi nariz que para mis pulmones. Estaba cargado de un hedor tenue, indescriptible —un hedor que yo nunca había conocido antes— un hedor que me pareció (ahora que me había concentrado en él) más y más definido en cuanto a su origen cuanto más me acercaba a la dependencia.

Una vez que me aseguré de este hecho haciendo la prueba dos o tres veces, sentí excitada mi curiosidad. Había muchos fragmentos de piedra y ladrillo a mi alrededor. Junté algunos y los amontoné debajo del agujero, después trepé a la pila y, con cierta vergüenza por lo que estaba haciendo, me asomé al interior de la dependencia.

La visión horrible, que encontraron mis ojos en cuanto me asomé al agujero, está en mi memoria tan presente hoy que parece como si la hubiera presenciado ayer. A pesar del tiempo transcurrido me cuesta escribir sin que un estremecimiento de horror vuelva a recorrerme hasta el fondo del corazón.

La primera impresión que tuve al asomarme fue la de un largo objeto tendido cubierto por un tinte levemente azulado, acostado sobre angarillas, y exhibiendo cierta semejanza espantosa, informe, con el rostro y la silueta humanas. Miré otra vez, y me sentí seguro. Allí estaban las partes sobresalientes de la frente, la nariz y el mentón, entrevistos como bajo un velo; allí, el contorno redondeado del pecho, y la cavidad debajo de él; allí, las puntas de las rodillas, y los pies rígidos, horrendos, vueltos hacia arriba. Miré otra vez, con mayor atención aún. Mis ojos se acostumbraron a la luz difusa que entraba por el techo roto; y me convencí, a juzgar por el tamaño que tenía el cuerpo, de la cabeza a los pies, de que miraba el cadáver de un hombre —un cadáver que al parecer había sido cubierto con una sábana en otros tiempos— y al que habían dejado pudriéndose en las angarillas bajo el cielo abierto el tiempo suficiente como para que la sábana adquiriese el tinte lívido, azulado, del moho que ahora lo cubría.

No sé cuánto tiempo permanecí con los ojos fijos en aquella visión espantosa de la muerte, en aquel terrible despojo humano sin enterrar, que envenenaba el aire inmóvil, y hasta parecía manchar la tenue luz que bajaba del techo y lo dejaba al descubierto. Recuerdo un sonido sordo, lejano, entre los árboles, como si se alzara la brisa —el lento arrastrarse del sonido acercándose al sitio donde yo estaba— la caída silenciosa, giratoria de una hoja seca sobre el cadáver que estaba ante mí, a través de la abertura en el techo de la dependencia, que tuvo el efecto de despertar mis energías, de aliviar la pesada tensión que soportaba mi mente, todo ello provocado por el levísimo cambio que hubo en la escena contemplada cuando cayó la hoja. Bajé del montón de escombros y, sentándome sobre él, me enjugué el abundante sudor que me cubría el rostro, y del que tomaba conciencia por vez primera. Lo que me había descompuesto tanto los nervios era algo más que el espectáculo horrendo que había quedado expuesto inesperadamente ante mis ojos. La predicción de Monkton de que, si lográbamos descubrir el cadáver del tío lo encontraríamos desenterrado, se me hizo presente en cuanto vi las angarillas y su horrorosa carga. En cuanto descubrí al hombre muerto —recordé la antigua profecía— estuve seguro de que era él: una extraño desasosiego, una vaga premonición de desdicha, un terror inexplicable, cuando pensé en el pobre amigo que esperaba mi regreso en el pueblo, me recorrió con un escalofrío de temor supersticioso, me privó de mi buen juicio y decisión, y me dejó, cuando al fin recobré el control, débil y marcado como si acabara de sufrir una punzada de dolor físico abrumador.

Me apresuré a rodear el convento y llamé con impaciencia; esperé un largo rato y llamé otra vez; después oí pasos.

En medio del portón, justo frente a mi cara, había un pequeño panel deslizante, de pocos centímetros de largo; en ese momento lo apartaron desde dentro. Vi, a través de una rejilla de hierro, dos ojos opacos de color gris claro que me miraban vacuos, y oí que una voz débil, apagada decía:

—¿En qué puedo servirle?

—Soy un viajero… —empecé.

—Vivimos en un sitio miserable. Aquí no tenemos nada que mostrar a los viajeros.

—No vine a ver nada. Tengo que hacer una pregunta importante, que según creo puede ser contestada por alguien de este convento. Si no quiere permitirme la entrada, al menos salga y hablemos aquí afuera.

—¿Está usted solo?

—Por completo.

—¿No lo acompañan mujeres?

—No.

Lentamente quitó las trabas del portón; y un anciano capuchino, muy achacoso, muy suspicaz y muy sucio, se irguió ante mí. Yo estaba demasiado excitado e impaciente como para perder tiempo en frases preliminares; así que le dije al monje que me había asomado por el agujero de la dependencia de atrás, y lo que había visto adentro. Le pregunté luego en términos claros de quién era el cadáver que había visto, y por qué habían dejado el cuerpo desenterrado.

El anciano capuchino me escuchó con ojos acuosos que parpadeaban cargados de sospecha. Tenía una gastada cajita de rapé en la mano; y con el índice y el pulgar persiguió lentamente unos pocos granos de rapé en su interior mientras yo hablaba. Cuando terminé, sacudió la cabeza y dijo «que ciertamente lo de la dependencia era un espectáculo horrendo; ¡uno de los espectáculos más horrendos que he visto en mi vida!».

—No quiero hablar del espectáculo —seguí con impaciencia—. Quiero saber quién era el hombre, cómo murió, y por qué no gozó de un entierro decente. ¿Puede decírmelo?

El índice y el pulgar del monje habían capturado al fin tres o cuatro granos de rapé, que se llevó lentamente a las fosas nasales, sosteniendo la cajita abierta bajo la nariz, entretanto, para prevenir la posibilidad de desperdiciar siquiera un grano, aspiró una o dos veces, lujuriosamente, cerro la caja y volvió a mirarme, con los ojos acuosos y parpadeantes más suspicaces que antes.

—¡Sí! —dijo el monje—. ¡Lo de nuestra dependencia es un espectáculo horrible, de lo más horrible, por cierto!

Nunca me costó más que en ese momento mantener el control de mi temperamento. Sin embargo lo logré, reprimiendo una expresión irrespetuosa acerca de los monjes en general, que tenía en la punta de la lengua, e hice otro intento por superar la exasperante reserva del anciano. Por fortuna mejoraba mis posibilidades el hecho de que yo mismo fuera un adicto al rapé; y tenía una caja llena de uno excelente en el bolsillo, que extraje en ese momento como cebo. Era mi último recurso.

—Creo que su caja acaba de vaciarse —dije—. ¿Quiere probar un poco del mío?

La oferta fue aceptada con un gesto veloz, casi juvenil. El capuchino tomó la cantidad más abundante que he visto capturar entre el pulgar y el índice de un hombre, la aspiró lentamente, sin desperdiciar un solo grano, entrecerró los ojos y, haciendo oscilar con suavidad la cabeza, me dio una palmadita paternal en la espalda.

—¡Oh, hijo mío! —dijo el monje—. ¡Que espléndido rapé! ¡Oh, hijo mío y amable viajero, bríndale a tu padre espiritual, que tanto te ama, otra pequeña, insignificante porción!

—Permita que llene su caja. Me quedará suficiente para mí.

Me entregó la golpeteada cajita antes de que terminara de decirlo, la mano paternal me palmeó la espalda más aprobadora que nunca, la voz tenue, apagada, se volvió alegre y elocuente para alabarme. Era evidente que había descubierto el punto flaco del viejo capuchino; y, al devolverle la caja, me aproveché enseguida del descubrimiento.

—Disculpe que vuelva a importunarlo con el tema —dije—, pero tengo motivos personales para querer enterarme de todo lo que usted pueda contarme acerca del horrendo espectáculo de la dependencia de atrás.

—Adelante —contestó el monje.

Me arrastró más allá del portón, lo cerró, y después encabezó la marcha a través de un patio cubierto de hierba crecida, que parecía un huerto casero; me hizo pasar a un cuarto de techo bajo, con una cómoda sucia, unos pocos bancos toscamente tallados, y uno o dos cuadros mohosos como adorno. Era la sacristía.

—Aquí no hay nadie, y es un lugar agradable y fresco —dijo el anciano capuchino. Había tanta humedad que me estremecí, literalmente—. ¿Le gustaría ver la iglesia? —dijo el monje—. Es una joya, ojalá pudiésemos tenerla bien conservada; pero no es posible. ¡Ah, qué desdicha y maldición, somos demasiado pobres para mantener bien conservada nuestra iglesia! En ese momento sacudió la cabeza, y empezó a toquetear un gran manojo de llaves.

—¡La iglesia no importa ahora! —dije—. ¿Puede decirme o no lo que necesito saber?

—Todo, del principio al fin… ¡absolutamente todo! Caramba, yo contesté al llamador, siempre contesto al llamador aquí —dijo el capuchino.

—Por todos los cielos, ¿qué tiene que ver el llamador con el cadáver?

—Preste atención, hijo mío, y lo sabrá. Hace un tiempo, unos meses…, ah, caramba, estoy viejo; pierdo la memoria; no sé cuantos meses… ¡Ah, desdichado de mí, qué monje viejo, viejo soy! —aquí se consoló con otro poco de mi rapé.

—No importa cuándo fue exactamente —dije—. Eso no me importa.

—Bien —dijo el capuchino—. Entonces puedo seguir. Bueno, digamos que fue hace algunos meses: todos los del convento estábamos desayunando… ¡un desayuno miserable, hijo mío, miserable el de este convento!… estábamos desayunando y oímos ¡bang, bang!, dos veces. «Pistolas», digo yo. «¿Por qué disparan?» dice el hermano Jeremías. «Si oímos un ruido más, haré que salgan a ver de qué se trata», dice el padre superior. No oímos nada más, y seguimos con nuestro miserable desayuno.

—¿De dónde venía el ruido de armas de fuego? —pregunté.

—De abajo, más allá de los grandes árboles del fondo del convento, donde hay un trozo de terreno despejado: espléndido terreno, si no fuera por los charcos y los pozos. ¡Pero, ah, que húmeda es esta zona! ¡Es de lo más húmeda que pueda imaginarse!

—Bueno, ¿qué pasó después del ruido de armas de fuego?

—Ya lo sabrá. Aún estábamos desayunando, todos en silencio, porque ¿de qué podemos hablar aquí? ¿Qué tenemos aparte de nuestras oraciones, nuestra huerta y nuestros miserables desayunos y almuerzos? Como decía, estábamos todos en silencio, cuando de pronto suena el llamador como nunca antes, una llamada de lo más feroz, una llamada que nos hace atragantar con el miserable desayuno que estamos tomando, y casi nos impide tragarlo. «¡Ve, hermano mío!», me dice el hermano superior. «Ve, es tu deber, ve a la puerta». Soy valiente, un capuchino bravo como un león. Salgo de puntillas… espero… escucho… corro hacia atrás el pequeño panel del portón… espero, escucho otra vez… espío por el agujero: nada, absolutamente nada que pueda ver. Soy valiente… a mí no me asustan. ¿Qué hago a continuación? Abro el portón. ¡Ah, Santa Madre de Dios! ¿Qué es lo que veo tendido en el umbral? ¡Un hombre… muerto! Un hombre grande, más grande que usted, más grande que yo, más grande que cualquiera de este convento: bien vestido con un abrigo de calidad, de ojos negros, clavados en el cielo; y la sangre empapándole la parte delantera de la camisa. ¿Qué hago? ¡Grito una vez… grito dos veces… y vuelvo corriendo hacia el padre superior!

Todos los detalles del duelo que yo había recogido gracias a la lectura del periódico francés en el cuarto de Monkton en Nápoles, se me aparecieron una vez más, vívidos en mi memoria. La sospecha que había experimentado cuando me asomé al interior de la dependencia del convento se convirtió en certeza cuando oí las últimas palabras del anciano monje.

—Hasta ahora comprendo —dije—. El cadáver que acabo de ver en la dependencia es el del hombre a quien usted encontró muerto junto al portón de entrada. ¿Puede decirme ahora por qué no le dieron a sus restos un entierro decente?

—Un momento… un momento… un momento… —contestó el capuchino—. El padre superior me oye gritar, y sale; todos corremos juntos hasta el portón; alzamos al hombre corpulento, y lo miramos de cerca. ¡Muerto! Muerto como esto (y el capuchino golpeó la cómoda con la mano). Miramos otra vez y vemos un trozo de papel prendido al cuello de su abrigo. ¡Ajá, hijo mío! Usted se sobresalta. Pensé que al fin lo haría sobresaltarse.

Y yo me había sobresaltado. El papel era sin lugar a dudas la hoja mencionada en el segundo relato inconcluso, que según se decía había sido arrancada de la libreta de notas y en la que se había precisado el modo en que el muerto había perdido la vida. Si necesitaba una prueba decisiva para identificar el cadáver, allí la tenía.

—¿Qué cree que estaba escrito en el trozo de papel? —siguió el capuchino—. Leemos, y nos estremecemos. El hombre fue muerto en un duelo: él, el desesperado, el desdichado, ha fallecido en pecado mortal; y quienes habían presenciado su muerte nos pedían a nosotros, capuchinos, hombres consagrados, servidores del Cielo, hijos de nuestro señor el Papa… ¡nos piden a nosotros que lo enterremos! ¡Oh!, pero leer eso nos indigna; gruñimos, nos estrujamos las manos, nos apartamos, tiramos de nuestras barbas, hace…

—Aguarde un momento —dije, al ver que el anciano se iba entusiasmando con el relato y que, a menos que lo detuviera, hablaría cada vez con mayor fluidez y menor sentido—. Aguarde un momento. ¿Han conservado el papel que estaba prendido al abrigo del muerto?, ¿puedo verlo?

El capuchino parecía a punto de contestarme cuando de pronto se controló. Vi que sus ojos se apartaban de mi rostro, y en el mismo instante oí que una puerta se abría y se cerraba con suavidad detrás de mí.

Al girarme observé que otro monje entraba en la sacristía: un hombre alto, delgado, de barba negra, en cuya presencia mi viejo amigo de la caja de rapé se volvió de pronto decoroso y devoto. Sospeché que estaba en presencia del padre superior; y supe que había acertado en cuanto se dirigió a mí.

—Soy el padre superior de este convento —dijo con voz serena, nítida, y mirándome de frente mientras hablaba, con ojos fríos y atentos—. He oído el final de vuestra conversación, y quisiera saber por qué está usted tan ansioso por ver el trozo de papel que iba prendido al abrigo del muerto.

La frescura con que confesaba haber oído, y la actitud tranquilamente imperiosa con que planteó la pregunta final, me dejaron asombrado y perplejo. No sabía bien qué tono emplear para contestarle. Observó mi vacilación, y atribuyéndola a un motivo equivocado, le hizo una seña al viejo capuchino para que se retirara. Acariciándose con gesto humilde su larga barba gris, y consolándose a escondidas con una porción del «espléndido rapé», mi venerable amigo salió del cuarto arrastrando los pies, con una profunda reverencia desde la puerta, antes de desaparecer.

—Y ahora, caballero —dijo el padre superior, frío como siempre—, aguardo su respuesta.

—Se la daré con la mayor brevedad posible —dije, contestando en su mismo tono—. He descubierto, para mi disgusto y horror, que hay un cadáver sin enterrar en una dependencia de este convento. Creo que ese cadáver es el cuerpo de un caballero inglés de rango y fortuna, que fue muerto en un duelo. He venido a esta región, con el sobrino y único pariente del muerto, con el propósito expreso de recobrar sus restos; y deseo ver el papel que se encontró en su cuerpo, porque creo que ese papel lo identificará ante el pariente a quien me acabo de referir. ¿Encuentra lo bastante directa mi respuesta? ¿Y piensa darme permiso para ver el papel?

—Su respuesta me satisface, y no veo motivo alguno para negarle que vea el papel —dijo el padre superior—. Pero antes tengo algo que decir. Al hablar de la impresión que le produjo la visión del cadáver, usted empleó las palabras «disgusto» y «horror». Tal libertad de expresión respecto a lo que ha visto en el recinto de un convento, me prueba que está usted fuera del seno de la Santa Iglesia Católica. En consecuencia no tiene derecho a esperar ninguna explicación; pero aun así se la daré, como un favor. El hombre asesinado murió, sin absolución, en pecado mortal. Deducimos eso del papel que encontramos en su cadáver; y por la evidencia que nos dieron nuestros propios ojos y oídos, sabemos que fue muerto en los terrenos de la Iglesia, y durante el acto de cometer una violación directa de las leyes especiales contra el crimen del duelo, cuyo cumplimiento estricto ha sido pedido por el propio Padre Santo a todos los fieles de su reino, mediante cartas firmadas por su mano. El terreno de dentro del convento está consagrado; y nosotros los católicos no acostumbramos a enterrar a los proscriptos de nuestra religión, los enemigos de nuestro Padre Santo, los violadores de nuestras leyes más sagradas, en terreno consagrado. Fuera del convento no tenemos derechos ni poderes; y si los tuviéramos, recordaríamos que somos monjes, no sepultureros, y que el único entierro del que podemos preocuparnos nosotros, es del de los creyentes de la Iglesia. Esa es toda la explicación que creo necesario dar. Aguárdeme aquí, y verá el papel.

Con tales palabras el padre superior abandonó el cuarto con la misma serenidad con que había entrado en él.

Apenas tuve tiempo de meditar aquella explicación amarga y poco elegante, y de sentirme un poco irritado por el modo de hablar y la conducta de la persona que me la había dado, cuando ya estaba una vez más ante mí el padre superior con el papel en su mano. Lo dejó ante mí sobre la cómoda; y leí con rapidez las siguientes líneas trazadas en lápiz:

«Dejamos prendido este papel sobre el cuerpo del difunto señor Stephen Monkton, distinguido caballero inglés. Ha sido muerto en un duelo, llevado a cabo con perfecta gallardía y honor por ambas partes. Su cadáver queda a la puerta de este convento, para ser enterrado por sus moradores, ya que los supervivientes del encuentro se ven obligados a separarse y ponerse a salvo mediante una fuga inmediata. Yo, padrino del hombre muerto, y autor de esta explicación, certifico, bajo mi palabra de honor como caballero, que el disparo que mató a mi apadrinado en el acto fue hecho limpiamente, en todo de acuerdo con las reglas dispuestas previamente para el duelo».

(Firmado) «F.»

«F.» reconocí sin dificultades que se trataba de la letra inicial del apellido del señor Foulon, el padrino del señor Monkton, que había muerto de consunción en París.

Ahora el descubrimiento y la identificación estaban completos. Sólo restaba darle la noticia a Alfred, y obtener el permiso para retirar el cadáver de la dependencia del convento. Casi empezaba a dudar de la evidencia de mis sentidos, cuando pensaba que el objetivo al parecer imposible por el que habíamos abandonado Nápoles ya estaba prácticamente logrado, por pura suerte.

—La evidencia del papel es decisiva —dije, devolviéndoselo—. No quedan dudas de que los restos de la dependencia son los que estábamos buscando. ¿Puedo preguntarle si encontraríamos obstáculos en caso de que el sobrino del señor Monkton deseara trasladar el cuerpo de su tío al cementerio familiar de Inglaterra?

—¿Dónde está el sobrino? —preguntó el padre superior.

—Ahora aguarda mi regreso en Fondi.

—¿Puede él demostrar su parentesco?

—Ciertamente; lleva con él papeles que lo declaran de modo irrefutable.

—Que deje satisfechas a las autoridades civiles en cuanto a su reclamación, y no necesitará esperar aquí ningún obstáculo para el cumplimiento de sus deseos.

No me sentía de humor como para permanecer ni un momento más con mi agrio compañero, si podía evitarlo. El día pasaba con rapidez, y me alcanzara o no la noche, estaba decidido a no detenerme hasta encontrarme una vez más en Fondi, de modo que después de decirle al padre superior que muy pronto iba a tener noticias de mí, hice una reverencia y me apresuré a salir de la sacristía.

En la parte de entrada estaba mi viejo amigo de la cajita de rapé, esperando para dejarme salir.

—Bendito seas, hijo mío —dijo el venerable recluso, dándome una palmadita de despedida en el hombro—. Vuelve pronto junto a tu padre espiritual que te ama; y hazle el favor de obsequiarle otra pizquita del sabroso rapé.

Antología universal del relato fantástico
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