EPÍLOGO

—Esa es un extraña historia —dijo Cotgrave, entregando el libro a Ambrose, el recluso—. Percibo en gran medida el sentido de la historia, pero muchas cosas me resultan incomprensibles. En la última página, por ejemplo, ¿a qué se refiere con las palabra “ninfas”?

—Bueno, me parece que a lo largo de todo el manuscrito hay referencias a ciertos “procesos” que han sido trasmitidos por medio de la tradición a través de las edades. Algunos de estos procesos apenas comienzan a estar al alcance de la ciencia, la cuál ha llegado a ellos, o más bien a los pasos que conducen a ellos, por vías completamente distintas. Yo he interpretado la referencia a las “ninfas” como una referencia a uno de estos procesos.

—¿Y usted cree que tales cosas existen?

—¡Oh, así lo creo! Sí, creo que podría darle evidencias convincentes en ese punto. Me temo que… ¿habrá descuidado usted el estudio de la alquimia? Es una pena; por el simbolismo, principalmente, es muy hermoso, y aún más si usted estuviera al tanto de ciertos libros en la materia, podría recordarle frases que podrían explicar una buena parte de lo que está en el manuscrito que usted ha estado leyendo.

—Sí; pero yo quisiera saber si usted piensa realmente que hay algún fundamento fáctico detrás de estas fantasías. ¿No es todo esto un ramo de la poesía, un curioso sueño en el que el hombre se ha abandonado?

—Sólo puedo decir que, sin duda alguna, es mejor para la gran mayoría de las personas echar a un lado todo esto como un sueño… Pero si usted me pregunta por mi verdadera convicción, apuntaría absolutamente en la dirección opuesta. No; no diré convicción, si no más bien conocimiento. Puedo decirle que he conocido casos en los que los hombres han tropezado de manera completamente accidental con estos “procesos”, y han quedado pasmados ante consecuencias completamente inesperadas. En los casos en los que estoy pensando no podría haber posibilidad alguna de “sugestión” o acción subconsciente de ningún tipo. Uno podría, así mismo, suponer a un escolar infiriendo para sí mismo por “sugestión” la existencia de Esquilo, mientras repasa mecánicamente las declinaciones.

”Pero usted habrá notado la obscuridad, —prosiguió Ambrose— y en este caso particular debe haber sido dictada por el instinto, desde el momento que el autor nunca pensó en que sus manuscritos caerían en otras manos. Pero tal práctica es universal, y por las más excelentes razones. Los medicamentos poderosos y soberanos, los cuáles son también, por necesidad, virulentos venenos, son mantenidos encerrados en los armarios. Los niños podrán encontrar la llave por azar, y beber su propia muerte; pero en la mayoría de los casos, la búsqueda es educacional, y los frascos contienen preciosos elixires para aquel que se ha forjado pacientemente para sí mismo una llave.

—No le interesa entrar en detalles, ¿verdad?

—No, francamente, no. Usted habrá de permanecer en la incertidumbre. Pero ¿vio usted la manera en que el manuscrito ilustra la conversación que tuvimos la semana pasada?

—¿Vive aún la chica?

—No. Yo fui uno de los que la encontraron. Conocía bien al padre; era un abogado, y siempre le había dejado mucho tiempo para ella misma. No pensaba en nada más que en escrituras y contratos, y las noticias llegaron a él como una horrenda sorpresa. Ella estaba perdida una mañana, supongo que era un año después de haber escrito lo que usted leyó. Los sirvientes fueron llamados, e hicieron comentarios, y les dieron la única interpretación natural: una perfectamente errónea.

”Descubrieron el libro verde en algún lugar de su habitación, y yo la encontré en el lugar que ella había descrito con tanto temor, yaciendo en el piso frente a la imagen.

—¿Era una imagen?

—Sí, estaba escondida por las espinas y la maleza que la rodeaba. Era un campo salvaje, y solitario; pero usted conoce cómo era por la descripción que ella hizo, aunque por supuesto, usted comprenderá que se le había agregado algo de color al relato. La imaginación de un niño siempre hace más altas las elevaciones y más hondas las profundidades de lo que realmente son; y ella tenía, desafortunadamente para ella, algo más que imaginación. Una podría decir, tal vez, que la imagen en su mente, la cuál fue exitosamente traducida en palabras, era la escena tal como habría aparecido en la imaginación de un artista. Pero era una extraño, desolado paisaje.

—¿Y estaba muerta?

—Sí. Se había envenenado a sí misma, a tiempo. No; no había una palabra que decir contra ella en el sentido ordinario. Recordara usted una historia que le conté la otra noche acerca de una dama que vio los dedos de su hija aplastados por una ventana.

—¿Y qué era esta estatua?

—Bueno, era una confección romana, de un tipo de piedra que no se había ennegrecido con los años, sino que se había tornado blanca y luminosa. Los matorrales habían crecido a su alrededor y la habían ocultado, y en la Edad Media los seguidores de una muy antigua tradición habían sabido como usarla para sus propios propósitos. De hecho había sido incorporada dentro de la monstruosa mitología del Sabbat. Habrá usted tomado nota de que, a aquellos a quienes una visión de esa brillante blancura ha sido concedida por azar, o tal vez, más bien, por aparente azar, se les exigía vendarse los ojos en su segunda aproximación. Eso es muy significativo.

—¿Y está aún ahí?

—Yo envíe por herramientas, y lo martilleamos hasta convertirlo en polvo y fragmentos.

—La persistencia de la tradición no me sorprende —dijo Ambrose, después de una pausa—. Podría mencionar muchas jurisdicciones inglesas en donde tradiciones tales como la que esa chica había escuchado en su niñez están aún vivas con un oculto, pero intacto vigor. No; para mí es la “historia”, no la “secuela”, lo que es extraño y poderoso, porque siempre he creído que lo maravilloso surge del alma.

Antología universal del relato fantástico
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