Capítulo I
Los Monkton de la Abadía de Wincot mostraban un carácter lúgubre debido a la escasa vida social de nuestra región. No mantenían relaciones amistosas con sus vecinos; y, a excepción de mi padre, y de una dama y su hija que vivían cerca de ellos, nunca recibían a nadie bajo su techo.
Aunque ciertamente todos eran orgullosos, no era el orgullo sino el temor lo que los mantenía apartados de sus vecinos. Desde hacía generaciones la familia sufría la horrenda enfermedad de la demencia hereditaria, y sus miembros evitaban exponer su calamidad ante los demás, lo cual habría sucedido si se hubiesen mezclado con el pequeño y agitado mundo que los rodeaba. Existe una espantosa historia sobre un crimen cometido en el pasado por dos de los Monkton, parientes cercanos, del que se supone que data la primera aparición de la demencia, pero es innecesario que escandalice a nadie repitiéndola. Baste decir que a intervalos casi toda forma de locura apareció en la familia, siendo la monomanía la manifestación más frecuente de la enfermedad entre ellos. Obtuve estos detalles, y uno o dos más que aún me quedan por relatar, de mi padre.
En la época de mi juventud sólo quedaban tres de los Monkton en la Abadía: el señor y la señora Monkton, y su único hijo, Alfred, heredero de la propiedad. El otro miembro aún vivo de esta rama, la más antigua de la familia, era el hermano menor del señor Monkton, Stephen. Se trataba de un hombre soltero, dueño de una espléndida propiedad en Escocia; pero vivía casi todo el tiempo en el Continente, y tenía fama de ser un libertino desvergonzado. En Wincot la familia tenía casi tan poco contacto con él como con sus vecinos.
Mi padre había sido un antiguo condiscípulo del señor Monkton, y la casualidad los había acercado tanto, más tarde, que su continuo trato íntimo en Wincot era muy comprensible. Me resulta más difícil dar cuenta de los términos amistosos en los que la señora Elmslie (la dama a quien me he referido) vivía con los Monkton. Su difunto esposo estaba lejanamente emparentado con la señora Monkton, y mi padre era el tutor de su hija. Pero incluso estos lazos de amistad y consideración nunca me parecieron lo bastante intensos como para explicar la intimidad que había entre la señora Elmslie y los habitantes de la Abadía. Sin embargo eran amigos íntimos, y el resultado del continuo intercambio de visitas entre las dos familias se presentó a su debido tiempo: el hijo del señor Monkton y la hija de la señora Elmslie se sintieron atraídos.
No tuve oportunidad de ver mucho a la damita; sólo la recuerdo en esa época como una muchacha delicada, amable y encantadora, exactamente lo opuesto en aspecto, y al parecer también en carácter, a Alfred Monkton. Pero tal vez fuese ésa la razón por la que se enamoraron. El vínculo pronto fue descubierto, y estuvo lejos de ser desaprobado por los padres de ambas familias. En todos los puntos esenciales, salvo el de la riqueza, los Elmslie eran casi los iguales de los Monkton, y la falta de dinero en una prometida no era importante para el heredero de Wincot. Todos sabían que Alfred contaría con treinta mil libras al año cuando muriese su padre.
De modo que, aunque los padres de ambas partes pensaban que los jóvenes no tenían la edad suficiente como para casarse de inmediato, no veían motivos para que Ada y Alfred no se comprometieran, dándose por sentado que se unirían en matrimonio cuando el joven Monkton fuera mayor de edad, dos años más tarde. La persona que había que consultar sobre la cuestión, después de los padres, era el mío, en su calidad de tutor de Ada. Él sabía que la desdicha familiar se había manifestado hacía muchos años en la señora Monkton, que era la prima de su esposo. La dolencia, como la llamaban significativamente, se había visto paliada por un cuidadoso tratamiento y se había producido su remisión. Pero mi padre no se hacía ilusiones. Sabía dónde acechaba aún el rasgo hereditario; contemplaba con horror la mera posibilidad de su reaparición en los hijos de la única hija de su amigo; y negó decididamente su consentimiento al compromiso matrimonial.
El resultado fue que le cerraron las puertas de la Abadía y de la casa de la señora Elmslie. Esta suspensión de las amistosas relaciones había durado un breve período cuando murió la señora Monkton. Su esposo, que la quería mucho, pescó un violento resfriado mientras asistía al funeral. El resfriado fue descuidado, y le atacó los pulmones. En pocos meses siguió a su esposa a la tumba, y Alfred quedó dueño de la magnífica y antigua Abadía, y las buenas tierras que la rodeaban.
En esta época la señora Elmslie tuvo la indelicadeza de tratar de obtener por segunda vez el consentimiento de mi padre para el compromiso matrimonial. Este se negó una vez más, con mayor decisión que antes. Pasó más de un año. Se acercaba con rapidez el momento en que Alfred sería mayor de edad. Yo regresé del colegio, a pasar las largas vacaciones en casa, y me esforcé por mejorar mi relación con el joven Monkton. Los intentos fueron eludidos: con perfecta cortesía por cierto, pero aun así de un modo que me impedía ofrecerle otra vez mi amistad. Cualquier mortificación que pudiera haber tenido por este mezquino rechazo, bajo condiciones normales, quedó desechada de mi mente debido a una auténtica desgracia en nuestra casa. La salud de mi padre venía empeorando desde hacía meses, y justo en la época de la que estoy hablando sus hijos tuvieron que llorar la calamidad irreparable de su muerte.
Este acontecimiento (debido a una informalidad o error en el testamento del difunto señor Elmslie) dejó el futuro de Ada entregado por completo en manos de su madre. La consecuencia fue la ratificación inmediata del compromiso matrimonial al que mi padre había negado con tanta firmeza su consentimiento. En cuanto el hecho se anunció públicamente, algunos amigos íntimos de la señora Elmslie, que conocían los informes médicos acerca de la familia Monkton, se atrevieron a mezclar a sus felicitaciones una o dos significativas referencias a la difunta señora Monkton, y algunas penetrantes preguntas en cuanto al estado de su hijo.
La señora Elmslie siempre salió al paso de estas corteses insinuaciones con una respuesta decidida. En primer lugar admitía la existencia de esos informes sobre los Monkton que sus amigos no querían especificar con claridad; y después declaraba que eran infames calumnias. La mancha hereditaria de la familia había desaparecido hacía generaciones. Alfred era el mejor, el más bondadoso, el más cuerdo de los seres humanos. Amaba el estudio y la vida retirada; Ada simpatizaba con sus gustos, y había hecho su elección sin influencias externas; si se dejaba caer alguna otra insinuación acerca de que se la sacrificaba al casarla, tales aseveraciones serían consideradas como otros tantos insultos a su madre, ya que era monstruoso poner en duda el afecto que sentía por su hija. Este modo de hablar silenciaba a la gente, pero no la convencía. Empezaron a sospechar, lo cual era cierto, que la señora Elmslie era una mujer egoísta, mundana, codiciosa, que quería casar bien a su hija, y a quien no le importaban nada las consecuencias mientras viera a Ada dueña de la mayor posesión de toda la región.
Sin embargo parecía como si la fatalidad trabajase para impedir que la señora Elmslie alcanzara el gran objetivo de su vida. Apenas acababa de levantarse un obstáculo para el malhadado matrimonio al morir mi padre que ya aparecía otro, bajo la forma de las ansiedades y dificultades provocadas por el delicado estado de la salud de Ada. Fueron consultados todo tipo de médicos, y el resultado de sus consejos fue la conclusión de que debían postergar el casamiento, y que la señorita Elmslie debía abandonar Inglaterra durante cierto tiempo, para residir en un clima más cálido en el sur de Francia, si no recuerdo mal. Fue así como, antes de que Alfred alcanzara la mayoría de edad, Ada y su madre partieron para el Continente, y la unión de los dos jóvenes quedó postergada indefinidamente.
Entre los vecinos hubo curiosidad acerca de lo que Alfred haría dadas las circunstancias. ¿Seguiría a su amada? ¿Se dedicaría a la navegación a vela? ¿Abriría al fin de par en par las puertas de la antigua Abadía, y trataría de olvidar la ausencia de Ada, y la postergación de su matrimonio, en un carrusel de diversiones? No hizo nada de eso. Se limitó a permanecer en Wincot, viviendo la misma vida sospechosamente extraña y solitaria que había vivido su padre antes que él. Literalmente, no había compañía para él en la Abadía, excepto el anciano sacerdote (tendría que haber mencionado antes que los Monkton eran católicos romanos) que había ocupado el puesto de tutor de Alfred desde su infancia. Al fin alcanzó la mayoría de edad, y ni siquiera hubo una recepción en Wincot para festejar el acontecimiento. Las familias vecinas decidieron olvidar la ofensa que la reserva del padre les había infligido, y lo invitaron a sus casas. Las invitaciones fueron rechazadas con cortesía. Los visitantes que llamaron resueltamente a las puertas de la Abadía, fueron resueltamente despedidos con una reverencia en cuanto dejaron sus tarjetas. Bajo esta combinación de circunstancias siniestras y agraviantes, la gente se acostumbró a sacudir la cabeza con aire misterioso cada vez que se mencionaba el nombre de Alfred Monkton, sugiriendo la desgracia de la familia, y preguntándose con malhumor o tristeza, según la inclinación de su temperamento, en qué podía estar ocupado mes tras mes el joven en la antigua mansión solitaria.
No era fácil encontrar respuesta a esta pregunta. Era inútil, por ejemplo, recurrir al sacerdote para ello. Era un anciano muy tranquilo y cortés; sus respuestas resultaban siempre prontas y civilizadas en extremo, y en ese momento parecían transmitir una cantidad razonable de información; pero cuando eran puestas a prueba por la reflexión posterior, todos observaban que no podía extraerse nada tangible de ellas. La criada, una anciana extravagante, de comportamiento abrupto y repelente, era demasiado feroz y taciturna como para acercarse a ella sin peligro. Los pocos sirvientes habían pasado el tiempo suficiente en la familia como para haber aprendido a no soltar la lengua en público. Sólo de los trabajadores de la granja que alimentaba la mesa de la Abadía podía obtenerse alguna información; y cuando lograban comunicarla era bastante imprecisa.
Algunos de ellos habían visto como «el amito» se paseaba por la biblioteca con montones de papeles polvorientos en las manos. Otros habían oído ruidos extraños en las zonas deshabitadas de la Abadía, habían alzado los ojos, y lo habían visto forzando las viejas ventanas, como para dejar entrar la luz y el aire en cuartos que se suponía que habían estado cerrados durante años y años; o lo habían descubierto de pie sobre la peligrosa cúspide de una de las torrecillas a medio desmoronar, a las que nadie había subido antes, y que en la región se consideraban habitadas por los fantasmas de los monjes que habían sido propietarios del edificio en otros tiempos. El resultado de estas observaciones y descubrimientos, cuando eran comunicados a los demás, impresionaban a todos con la firme creencia de que el «pobre muchacho Monkton sigue el camino que el resto de la familia ha recorrido antes que él»: opinión popular por la convicción que no se basaba en la menor evidencia de que el sacerdote estaba en el fondo de aquel mal asunto.
Hasta aquí he hablado sobre todo de cosas que conozco de oídas. Lo que voy a relatar a continuación es el resultado de mi experiencia personal.