UNA BOMBA FIRMADA LECOMTE

F.-H. Ribes

INTRODUCCIÓN


EL Mig describió una amplia curva encima del campo, descendió como una flecha y, con el morro al viento, se posó sobre la pista de hormigón que, en medio de un terreno pedregoso, formaba una ancha cinta resplandeciente bajo los rayos del sol.

El calor era tórrido, y del suelo ardiente ascendían unos pesados vapores que se deshilachaban en curiosos arabescos en la estela del avión militar.

Este último rodó hasta el extremo de la pista y se detuvo suavemente a unos metros de distancia de un polvoriento automóvil estacionado al borde de un angosto camino, el cual se extendía en dirección a un edificio de estilo rígido, severo, una construcción única, maciza, solitario testigo de la actividad humana en aquel árido desierto, cuyos límites se perdían en un horizonte llano. Desesperadamente llano.

Los cuatro hombres que se apearon del avión eran todos oficiales del ejército chino, embutidos en unos uniformes verdes y calzados con pesadas botas de cuero leonado.

El más alto, el coronel Wong, devolvió el saludo al sargento que había saltado del automóvil para presentarse de un modo impecable.

—Sargento Kuang-Li. ¿Quieren subir, caballeros? El profesor Tcheng les espera.

Wong subió el primero, seguido de los otros tres, y el vehículo emprendió inmediatamente la marcha, envuelto en una nube de polvo.

El trayecto fue rápido. Unos instantes más tarde el automóvil franqueó una verja, alrededor de la cual se erguía una red electrificada. Aquí y allá surgían unos miradores, y podían distinguirse numerosos guardias armados montando vigilancia.

El vehículo se detuvo en un amplio patio, rodeado de bloques macizos y taladrados por una abertura. Veíanse tantos, que el espectáculo acababa por producir vértigo.

Unos instantes más tarde, los cinco hombres penetraron en un vestíbulo inmenso entregado al continuo ir y venir de un personal disciplinado, compuesto de paisanos y militares.

Dos guardias que llevaban un brazal rojo se acercaron a los recién llegados y, tras un breve saludo, les precedieron por un pasillo interminable que no tardaron en abandonar para girar a la derecha.

Otro vestíbulo se ofreció a sus ojos. Lo cruzaron rápidamente, y luego se encontraron ante dos paneles blindados que se apartaron.

La comisión de estudio enviada por Pekín penetró en una gran sala climatizada. Una de las paredes, la más ancha, estaba enteramente reservada para una gigantesca fotografía de Mao-Tse-Tung.

Seis hombres, vestidos de paisano, estaban allí, detrás de una larga mesa. Uno de ellos, bajito, de rostro enjuto y sonrisa estereotipada, avanzó con pasos saltarines hacia los enviados de Pekín.

Era el profesor Tcheng. Se inclinó varias veces, y luego se dirigió al coronel Wong.

—Me siento muy honrado por su visita, coronel. Espero que haya tenido un agradable viaje.

Wong estrechó la mano que le tendía el profesor, pero su rostro apergaminado conservó la misma frialdad.

—Excelente, gracias, camarada Tcheng. Sin embargo, debo informarle que el Ministerio de la Guerra se asombra de la insistencia con que ha solicitado usted la visita de una comisión de estudio al margen de los programas habituales. Su comunicado no especificaba nada.

El profesor Tcheng acentuó su sonrisa.

—No podía hacerlo. El asunto es demasiado importante, y su carácter excepcional disculpa ampliamente las libertades que me he creído obligado a tomarme, pasando por encima de los reglamentos.

—Debo advertirle que eso deberá decidirlo el Ministerio de la Guerra.

Tcheng asintió, sin perder la calma.

—Desde luego. La entrega y la fidelidad son jalones plantados en el camino del sacrificio. Es lo que dice, si no me falla la memoria, el camarada Mao en uno de sus discursos. Y mi sacrificio le consta a usted.

Wong se limitó a mover ligeramente la cabeza, mientras Tcheng señalaba con la mirada una puerta maciza, a su derecha.

—Están efectuando los últimos preparativos. Dentro de unos minutos todo estará listo. ¿Puedo permitirme, entretanto, ofrecerles algunos refrescos, caballeros?

Wong volvió a afirmar con la cabeza y el profesor Tcheng hizo una señal: alguien se apresuró a llenar los vasos alineados en una esquina de la gran mesa.

Los miembros de la comisión de estudio avanzaron y fue entonces cuando el coronel Wong vio, entre los que rodeaban a Tcheng, a un personaje que fumaba en silencio al pie del cuadro gigante de Mao Tse-Tung.

No era un asiático, sino un blanco. Un robusto individuo de unos treinta y cinco años, pelirrojo, con la frente cruzada por una enorme cicatriz. Llevaba un traje de franela blanca, un poco estrecho para la amplitud de su torso.

Ante la mirada inquisitiva del coronel, Tcheng se apresuró a decir:

—Es nuestro agente más valioso. ¿Debo informar a usted de que está aquí con el consentimiento del «Politburó» y del Lien Lo Pu[5]?

Con su vaso en la mano, el hombre del traje blanco avanzó para plantarse finalmente delante de Wong.

—Me llamo Peter MacGregor, coronel.

El rostro de Wong se distendió en una leve sonrisa.

—Sí…, sí… El famoso Peter MacGregor, en efecto… Encantado de conocerle. Me han hablado mucho de usted.

—También yo conozco sus méritos y su reputación, coronel Wong. Dicen que es usted el experto en física nuclear más notable de toda China.

Wong recibió el cumplido con una segunda sonrisa, acabó de vaciar su vaso y, mientras lo dejaba sobre la mesa, una lucecita roja empezó a parpadear encima de la pesada puerta maciza señalada por Tcheng.

El profesor se irguió.

—Creo que podemos ir allí —dijo.

El mismo accionó los mecanismos de apertura. Dos paneles se deslizaron lateralmente en el espesor de las paredes, y todo el mundo penetró en un laboratorio inmenso, lleno de extraños aparatos y cuyas pantallas-testigo parecían ser teatro de un perpetuo ballet luminoso.

Avanzaron hasta una especie de pedestal macizo sobre el cual había una mesa metálica, cuyo tablero horizontal tenía un grosor de veinte centímetros, aproximadamente.

A una seña de Tcheng, cada uno ocupó su puesto alrededor del pedestal y, una vez formado el círculo, el profesor hizo una señal a uno de los numerosos técnicos de bata blanca atareados ante un extraño aparato provisto de numerosas clavijas de ebonita.

El hombre cogió un bloque de acero que debía pesar de cinco a seis kilos, lo colocó en el centro de la mesa y volvió a su puesto en medio del silencio general.

Tcheng se volvió hacia los miembros de la comisión de estudio.

—Y, ahora, miren con atención —dijo.

Una serie de chasquidos taladró el silencio y una claridad púrpura aureoló con un fugaz resplandor el disco de metal.

Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar. El disco de acero se hundió brutalmente en el tablero, desapareció en el metal, con un leve ruido de succión, y reapareció sobre la superficie inferior, para caer con un ruido seco sobre el revestimiento del pedestal.

Hubo unos segundos de aturdimiento entre los espectadores, mientras el profesor Tcheng, frotando enérgicamente sus pequeñas y huesudas manos, exclamaba:

—Bueno, caballeros, ¿qué opinan ustedes?

Wong, completamente desconcertado, fue el primero en recobrar el uso de la palabra.

—Pero ¿es posible? Me ha parecido ver que hacía usted pasar ese disco a través de la mesa. ¿Es eso?

—Exactamente, y no se trata de un número de magia, créame. Todo lo que acaba de ver es absoluta y completamente real.

—Entonces, ¿qué es lo que ha hecho? ¿Qué ha ocurrido? Por favor, denos algunas explicaciones.

Tcheng subió al pedestal, se colocó unos gruesos guantes, cogió el disco de acero y volvió a ponerlo sobre la mesa.

—Sí —dijo—, sé lo que están pensando: dos sólidos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Tienen razón, ya que esa ley permanece inmutable, y el procedimiento que utilizamos no tiene nada de sobrenatural. Deriva, sencillamente, de una aplicación del rayo laser. En una palabra, gracias al dispositivo especial de que está provisto ese disco, se producen dos fases simultáneas: calentamiento brutal de la masa metálica a atravesar, y contracción de los átomos en el seno de esa masa, por el tiempo necesario para el paso del artefacto. Dicho en otros términos: el artefacto produce a su alrededor una tensión divergente que se rompe instantáneamente detrás de él, lo que explica que el metal de la mesa no conserva ningún rastro del paso, exactamente igual que si se echara una piedra al agua.

Se produjo un breve silencio y luego Wong avanzó un paso.

—¡Formidable! —exclamó—. Positivamente formidable. Pero ¿qué aplicación destina a ese procedimiento?

La voz de MacGregor llegó hasta él, ligeramente irónica.

—Vamos, coronel, ¿no lo adivina?

Wong se volvió, pero Tcheng abandonaba ya el estrado, rompió el círculo y se dirigió hacia un enorme mapa mural representando el globo terráqueo, partido por la mitad.

Cogió una larga varilla de bambú y dijo:

—Compréndalo bien. Podemos fabricar un arma absoluta, que constituirá un verdadero reto lanzado a los satélites-espías rusos y norteamericanos, ya que no podrá ser localizada.

Wong dio un respingo.

—¡Una bomba! —exclamó.

—Sí. Una bomba subterránea que podremos dirigir hacia cualquier punto del globo. He aquí el fracaso de los misiles, de los cohetes balísticos y de las bombas clásicas. Nuestros planes están ya elaborados. Gracias a un sistema de teledirección, la bomba podrá navegar en el magma, después de haber franqueado la corteza terrestre. Un rayo de láser fijado en su parte delantera volatilizará las rocas, empleando la energía calórica suficiente; y ello gracias a un palpador de neutrones que permitirá hacer el análisis de los materiales a atravesar[6]. Una vez en el sima[7], la bomba podrá navegar más libremente y alcanzar cualquier objetivo.

Con la varilla de bambú trazó unas rápidas secantes sobre el mapa.

—Rusia… Estados Unidos… Japón… Inglaterra… Nuestras bombas nucleares surgirán del suelo como unos diablos de una caja.

Rió nerviosamente mientras se volvía hacia los miembros de la comisión.

—Pero no será necesario llegar a eso, desde luego. Una sola bomba de advertencia bastará, en el desierto de Nevada, por ejemplo. Lo importante será el hacer saber al mundo entero que setecientos millones de chinos son ahora capaces de imponer su voluntad. ¿Qué opinan ustedes, caballeros?

El coronel Wong se había quedado sin aliento. Miró a sus colaboradores, sacudió la cabeza como si no se decidiera a creer en aquella extraordinaria revelación, y luego avanzó lentamente hacia el profesor Tcheng.

—Increíble —dijo—. Ahora comprendo su prudencia, así como el carácter urgente de su mensaje. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted en el proyecto?

Los ojillos maliciosos de Tcheng se clavaron en los de Wong.

—Dos años, y por orden del Politburó.

—¿Del Politburó? Entonces, ¿el gobierno estaba al corriente de su invento?

—A decir verdad, el invento no nos pertenece. Nos hemos limitado a perfeccionar el procedimiento, en el sentido que nos era más provechoso.

Y volviéndose hacia MacGregor, el profesor Tcheng añadió:

—En todo caso, he aquí al hombre al cual deberemos un día la realización de todos nuestros proyectos.


Apoyado contra la mesa de metal, el hombre del traje blanco fumaba en silencio, con la mirada fija en el gigantesco mapa mural.