CAPÍTULO PRIMERO
Atolón de Kotono. Archipiélago de las Filipinas. Un mes más tarde.
¡Hola! ¡Quelido! ¡Tú despielto! ¿Tu venil bailal con guapas vahineas?
El joven moreno, de tipo atlético, abrió los ojos, se desperezó, bostezó, y miró a través de la rendija de sus párpados a la adorable criatura arrodillada en la arena, a su lado.
Era una muchacha soberbia, delgada y ágil como una liana, cuyos largos cabellos enmarcaban un rostro ovalado y no desprovisto de encanto, a pesar de sus pómulos salientes y de sus grandes ojos oscuros y almendrados.
En aquel momento, con su hermoso collar de flores, recordaba aquellas estatuillas de jade antiguas que uno apenas se atreve a rozar con la punta de los dedos.
Su perfume era el del amor, del sol y del mar, y su voz tenía la dulzura de la brisa susurrando entre las ramas.
El hombre se incorporó a medias, se arrastró un par de metros para apoyar su espalda contra el tronco de un cocotero y cruzó los brazos.
—De acuerdo, querida —dijo, contemplando a la indígena con una sonrisa divertida—. Otra lección no me vendrá mal. No quisiera marcharme de aquí sin conocer a fondo esa danza.
Con su barbilla partida en dos señaló la playa donde media docena de jóvenes diosas se balanceaban a los acordes de un instrumento de cuerda, mezcla de ukelele y de mandolina italiana.
—¿Cómo se llama eso?
—El «bamuhla».
—Bamuhla o no, es un baile estupendo contra la celulitis.
—¿Celulitis? ¿Qué es eso?
—¡Bah! Una moda lanzada por un fabricante de tejidos. En mi país está haciendo furor en estos momentos, pero, tranquilízate, vosotras no estáis previstas aún en el reparto.
El joven estalló en una carcajada ante el rostro asustado de la joven vahinea, pero ésta, lentamente, se acercó a él.
—¿Tú paltil? ¿Tú no vel más a la helmosa Mohana?
—Lo siento, cariño, pero el deber es el deber.
Mohana se encogió de hombros, se puso en pie y cogió al joven por el brazo.
—Vamos… Ven a bailal el bamuhla.
En cuanto aparecieron en la playa, las otras seis muchachas corrieron hacia ellos lanzando exclamaciones de alegría, y el Don Juan de las Islas se encontró arrastrado por el baile en medio de los cuerpos febriles que se movían rítmicamente.
«Uh… uh… uh… atunga bu lu…
Uh… uh… uh… atunga bu lu…
Uh… uh… uh… atunga bu lu…»
Haciendo girar sus puños delante de él y apoyándose alternativamente en ambas piernas, el joven se mezcló con el coro, repitiendo el extraño estribillo, arrastrado por el ritmo y el frenesí.
«Uh… uh… uh… atunga bu lu…
Uh… uh… uh…»
Ni siquiera se dio cuenta de que la música había cesado y de que las voces se habían apagado. Perdido en sí mismo, continuaba balanceándose, dando media vuelta sin perder el ritmo.
«Uh… uh… uh…»
—«Atunga bu lu» —cortó una voz gruñona—. Me lo sé de memoria.
El encanto se había roto y el joven se volvió en dirección a la voz. Procedía de un hombre bajito y obeso, que estaba de pie en el límite de la playa. Parecía una gran bola negra sobre la arena dorada inundada de luz.
—Bueno, continúe… Decididamente, está usted en plena forma, KB-09…
Gerard Lecomte dejó escapar un gruñido y levantó los ojos al cielo. Luego, sin, apresurarse, avanzó hacia el recién llegado.
—La fiesta ha terminado, ¿verdad? —inquirió.
—Es el destino de todas las fiestas desde que el mundo es mundo. Una fiesta eterna perdería su atractivo. Por eso existen los aguafiestas como yo.
Lecomte se inclinó hacia un cesto depositado sobre la arena, cogió dos frutas jugosas, le tiró una de ellas al recién llegado y mordió la suya.
—Bueno, coronel, ¿qué tiempo hace en Langley[8]?
El coronel se encogió de hombros.
—Cuando salí de allí llovía, pero de eso hace ya ocho días.
—Yo hace cuatro que estoy en este atolón, y me pregunto por qué…
—Confío en que eso no le haya quitado el sueño…
—No. Pero cuando salí de Melbourne con destino a Nagasaki, e hice escala en Manila, me extrañó que el comandante King anulara la continuación de mi viaje y me hiciera traer aquí en helicóptero.
El coronel carraspeó y dijo:
—Su misión en Nagasaki no era más que un vulgar asunto diplomático. Puede esperar. Lo que queríamos era aislarle un poco, a fin de evitarle ciertos encuentros que hubieran podido ser embarazosos para lo que va a venir.
Lecomte hizo una mueca.
—Como rincón tranquilo, no podían encontrar nada mejor. Bueno, ¿dónde está su cacharro?
El gran jefe de la C. I. A. volvió ligeramente la cabeza hacia el interior de la isla, explicando:
—Hemos aterrizado cerca de aquí, al lado mismo de su choza.
—¿Puedo conocer nuestro destino?
—Formosa.
—Hum… ¿La China Nacionalista? ¿Qué sucede?
El coronel tiró lo que quedaba de su fruta y consultó su reloj de pulsera.
—Tendremos tiempo de discutir eso durante el viaje —dijo—. Dese prisa en recoger su maleta, y en marcha.
El coronel se adelantó, pero, antes de abandonar la playa, KB-09 se volvió para dirigir un último saludo a las adorables criaturas que parecían sinceramente desoladas por aquella brutal separación.
CAPÍTULO II
Cuando el pequeño aparato volaba a tres mil metros de altura sobre el mar de China, el gran jefe de la C. I. A. rompió con su actitud monolítica.
Sacó su vieja pipa, comenzó a llenarla con gestos meticulosos, la encendió y finalmente la plantó entre sus dientes amarillos e irregulares.
Durante unos instantes, su mirada permaneció clavada en la nuca del piloto que emergía del asiento delantero, con los auriculares estrechamente pegados a las orejas.
Tranquilizado por aquel hecho, que le permitía hablar con toda libertad, el coronel se volvió hacia KB-09.
—¿Ha oído usted hablar de los «Turbantes Amarillos», esa sociedad secreta que continúa siendo una de las más antiguas organizaciones clandestinas chinas y que, después de la toma del poder por los comunistas, se ha replegado a Hong-Kong y a Formosa?
Lecomte asintió.
—En efecto. Y, según me han dicho, está en contacto con los servicios de información de todos los países que se oponen a la acción subversiva de Pekín[9].
—Es cierto, y en ese sentido la C. I. A. se encuentra en una situación de privilegio, ya que no ignora usted la ayuda que la Casa Blanca presta al gobierno nacionalista de Chang-Kai-Chek. Esta vez, la información nos ha sido facilitada por nuestros aliados de Formosa, gracias a las habladurías de unos borrachos que, si al principio parecían carecer de interés, han terminado por suscitarlo, sobre todo procediendo del doctor Johan Kexel.
—Supongo que se trata del borracho en cuestión…
—Sí. Un sueco establecido en Formosa desde hace un par de años.
—¿Por qué motivo?
—Kexel es un alcohólico, pero es también una excelente persona. Formosa necesitaba hombres como él. De modo que le permitieron instalarse en Taipeh[10]. Trabaja en un hospital y enseña cirugía. Al parecer, sus métodos son bastante sorprendentes.
—Un hombre que bebe…
El coronel se quitó la pipa de los labios.
—Muchos grandes hombres han sido unos borrachos… Baudelaire, por lo que sé, era un bebedor empedernido…
Lecomte sonrió, mientras hurgaba en su paquete de Pall-Mall.
—Con la diferencia de que Baudelaire no operó nunca a nadie. En fin, continúe…
—De todos modos, debemos la información a Kexel y, en caso de que sea cierta, la cosa es sumamente grave.
—¿De qué se trata?
El coronel pareció experimentar una leve turbación.
—A decir verdad, nadie sabe nada, exactamente, ya que no disponemos de ninguna prueba formal, pero…
—Pero ¿qué?
El coronel vaciló.
—Bueno, los que han planteado la cuestión han sido nuestros expertos de Langley, cuando les facilitaron los elementos del problema.
—No soy conformista. Empecemos por la cuestión, ¿quiere?
—De acuerdo. Un artefacto fabricado con una aleación especial resistente a temperaturas muy elevadas, y disponiendo del medio de fundir las rocas más duras que componen la corteza terrestre, ¿puede convertirse en un arma absoluta? En este caso, en una bomba subterránea…
Se produjo un largo silencio, en el curso del cual la frente de KB-09 se frunció visiblemente. Había acusado el golpe con su calma habitual, pero el coronel sabía que sus palabras habían producido su efecto en la mente del «Special».
Lecomte chupó pensativamente su cigarrillo, estiró sus largas piernas y su mirada de acero se clavó en las puntas de sus zapatos.
—Y, ahora, volvamos al asunto —dijo finalmente.
—Varios elementos: un haz laser, una aleación a base de circonio, en sondeador neutrónico para el análisis de las rocas, lo cual permitiría enviar un cohete al interior del magma terrestre. Según nuestros expertos…
—No, es inútil, ya he comprendido —le interrumpió Lecomte—. Pero, dice usted que todo eso no son más que suposiciones de nuestros expertos. ¿En qué se basan?
—En un descubrimiento que incluye todos los elementos que acabo de enumerar.
—Si he comprendido bien, ese descubrimiento ha sido divulgado por el doctor Kexel. ¿De dónde lo sacó?
—De uno de sus viejos amigos. El profesor Vitalis Runeberg. Sueco, como él.
—¿Y qué ha sido de ese supergenio?
—Murió en Estocolmo hace dos años, poco tiempo antes de que el doctor Kexel se trasladara a Formosa. Y ahora, escuche con atención. Como acabo de decirle, Kexel y el profesor Runeberg eran amigos íntimos. Se reunían a menudo por la noche con otros conocidos, y la mayoría de las veces en casa del propio Runeberg. En el curso de una de aquellas veladas, Runeberg hizo, delante de sus amigos, la demostración de su procedimiento, y todos vieron cómo un objeto de metal pasaba a través de un cuerpo sólido sin causarle el menor daño. Al menos, eso es lo que dice Kexel. Desde luego, la cosa podría tomarse por una divagación de borracho, si un hecho trágico no hubiera marcado esa historia increíble. Y eso es lo grave, precisamente.
El coronel volvió a encender su pipa antes de continuar, en el mismo tono tranquilo:
—El hecho se produjo en el curso de una reunión a la que asistían, además de Runeberg y de Kexel, un hombre de negocios llamado Julis Olsen y un físico llamado Cari Weber. Una explosión destruyó la casa de Runeberg, y el único superviviente de aquella catástrofe fue Kexel, al cual encontraron casi ileso, en medio de los escombros. Lo que quedaba de los otros compañeros no eran más que unos jirones de carne pegados a los cascotes… Lo malo es que Kexel estaba borracho como una cuba cuando se produjo la explosión, y no conserva ningún recuerdo de lo sucedido. Habló de un error cometido por Runeberg al manipular sus peligrosos aparatos, y ésa fue la versión que en el primer momento aceptaron las autoridades suecas.
—¿Por qué dice usted en el primer momento?
—Porque Kexel había embarcado ya para Formosa cuando la policía descubrió entre los escombros los restos de una bomba de relojería.
—¿Un atentado?
—Sí, una bomba colocada en los condensadores energéticos del laboratorio era más que suficiente para destruir la casa. La encuesta continuó, pero la policía tuvo que archivar finalmente el asunto, por orden del Gobierno. Si conocemos esta historia es porque, a consecuencia de las indicaciones facilitadas por los «Turbantes Amarillos», nuestros agentes se trasladaron a Oslo y consiguieron, tras varias semanas de esfuerzos, enterarse de esos valiosos detalles.
—Debe usted tener un buen motivo para mezclarse en esta historia —dijo Lecomte—. ¿Cuál?
El coronel sacudió la cabeza, trató de cruzar sus gruesas piernas, pero no lo consiguió debido a lo estrecho de los asientos. Gruñó entre dientes, y respondió:
—La intervención de un hombre que da a este asunto un giro bastante inquietante. La revelación se la debemos también a Kexel. En efecto, Runeberg le había confiado que cierta persona, enterada de su invento, había ido a su casa varias veces para hacerle unas ofertas deslumbradoras. Se decía agente de una sociedad extranjera, interesada en el procedimiento para utilizarlo en la perforación de pozos de petróleo. Runeberg no aceptó, ya que no había llegado al final de sus trabajos, pero el hombre no se dio por vencido y Kexel le sorprendió un día en animada conversación con su amigo Runeberg. Las señas que dio a nuestros agentes resultaron muy sospechosas, y al mostrarle unas fotografías Kexel no vaciló en señalar al hombre en cuestión. Era éste.
El coronel sacó una fotografía y la tendió a KB-09, el cual la examinó atentamente.
—No le he visto nunca. ¿Quién es?
—Un individuo muy peligroso. Un apátrida que, no obstante, lleva un nombre típicamente irlandés: Peter MacGregor. Está fichado por nuestros servicios desde hace varios años. Trabajó para un servicio de información albanés, y luego se puso al servicio de Pekín. Actualmente, está considerado como uno de los mejores agentes del Lien Lo Pu. He aquí lo que ha desencadenado la alerta en nuestros servicios, mucho más por cuanto la encuesta efectuada por nuestros agentes confirma la presencia de MacGregor en Oslo en la época del atentado contra Runeberg, así como la de un espía albanés que conocemos bajo el nombre de Georges Riva.
—Tampoco le conozco.
—No importa. ¿Comprende usted ahora?
Lecomte se pellizcó los labios.
—Hum… Creo, efectivamente, que el invento de Runeberg no se ha perdido para todo el mundo.
—Es lo que opinamos nosotros —aprobó el coronel—, y estamos convencidos de que MacGregor, ante la categórica negativa de Runeberg, se introdujo en su casa, se apoderó de los planos del aparato y colocó una bomba a fin de destruir todo lo que podía permitir la reconstrucción de aquel extraordinario descubrimiento, incluido el autor. Es posible que le ayudara su amigo Riva.
El coronel se encogió de hombros.
—Repito mi pregunta: el procedimiento de Runeberg, ¿puede permitir la fabricación de misiles subterráneos?
Lecomte no respondió. Sabía perfectamente que los expertos norteamericanos en primer lugar, y las máquinas electrónicas a continuación, habían dado su respuesta a aquel angustioso problema, y que la nación que llegara a poseer aquella arma fantástica se convertiría en dueña del mundo.
Pero Lecomte pensaba sobre todo en los setecientos millones de chinos adoctrinados por el «maoísmo» e intoxicados por el intenso deseo de hegemonía mundial, cuya amenaza se precisaba de año en año.
La posesión de aquella arma absoluta, ¿no ofrecería a China la ocasión de desencadenar los rayos de la guerra, dando así libre curso a un odio, un desprecio y una sed de venganza contenidos durante demasiado tiempo por el pueblo más racista y más orgulloso de la creación?
Esta vez tampoco respondió, limitándose a volver hacia el coronel un rostro duro, que atestiguaba sus temores íntimos y sus aprensiones.
—¿Cuál es el objetivo de nuestro viaje a Formosa?
El gran jefe de la C. I. A. sacudió la cabeza.
—Quiero que parta usted de cero. No es que dudemos de las afirmaciones de Kexel, pero no quisiera correr el riesgo, por mínimo que sea, de una comedia sabiamente montada con el fin de agravar inútilmente la confrontación que opone a los Estados Unidos con la República Popular china. En fin, ya sabe usted lo que quiero decir. Sondéeme a ese doctor hasta las moléculas, y luego decidiremos.
Se quitó la pipa de la boca, la sacudió contra el cenicero, y luego se retrepó en su asiento y cerró los ojos.
—Si ha de establecer contacto conmigo, nada más fácil —concluyó, con un suspiro—. Embajada norteamericana.
Un instante después, sus sonoros ronquidos se mezclaban con los de los motores.
CAPÍTULO III
El doctor Johan Kexel era un individuo imponente de tipo nórdico muy acusado, con sus ojos azules, su tez lechosa y sus cabellos de un rubio estopa.
Unos dientes extraordinariamente blancos brillaban encima de una barba tan descuidada como su atuendo; por lo visto, el vestir no constituía ningún problema para él.
Numerosas manchas ensuciaban su traje, no llevaba corbata y el cuello de su camisa estaba casi siempre enrollado alrededor de su cuello enorme, de venas salientes.
A pesar de sus cincuenta y ocho años, era todavía un hombre lleno de fuerza y de vitalidad, y se adivinaba que en sus años mozos debió de ser un joven robusto.
Pero el alcohol había hecho ya sus estragos, engordando su cuerpo de atleta e hinchando su rostro de joven dios blanqueado en el aura de los hielos eternos.
En el pequeño bungalow de los suburbios del norte de Taipeh, Lecomte se había encontrado con un hombre gastado, de andar pesado y cansino.
Era un poco más de mediodía y, a aquella hora, el calor resultaba insoportable.
Había llovido a primeras horas de la mañana, un verdadero diluvio que duró un par de horas, y del barrizal que se había formado delante del bungalow ascendía un vapor fétido, nauseabundo, a través del cual zumbaba una nube de mosquitos enormes.
Siempre ocurría igual en la estación de las lluvias, y la cosa duraba semanas, meses, con el agua y el sol, el sol y el agua, y a menudo los dos juntos, transformando aquella isla en un infierno de ciénagas pestilentes.
Kexel se secó la frente chorreante de un sudor húmedo y viscoso, colocó sobre una mesa una botella de Gilbey’s y dos vasos y luego miró a su visitante.
La expresión indiferente de aquel hombre sentado enfrente de él y que parecía interesarse por la marca de su scotch con aires de experto tenía algo de irritante, de exasperante incluso.
Kexel gruñó, vertió el líquido en los vasos y tomó el suyo en su recio puño de luchador.
—Bueno, ¿por qué quiere que repita lo que ya he dicho cien veces?
Gerard Lecomte introdujo un cubito de hielo en su vaso, divirtiéndose unos instantes en hacerlo girar en medio del líquido.
—En la C. I. A. somos bastante puntillosos —dijo, con voz tranquila—. Tenemos fama de ponerles muletas a las pulgas cojas.
Johan Kexel se sentó pesadamente y bebió un sorbo de licor.
—De todos modos, sabe usted ya lo que he dicho. Por lo tanto…
—Lo que me interesa es lo que no ha dicho todavía.
Una sonrisa maliciosa vagó por los labios de Kexel.
—Llega usted en el momento oportuno.
—¿Alguna novedad?
—¡Tal vez!
Lecomte vació su vaso y sonrió.
—¡Estupendo! —dijo—. Siempre guardo las cosas buenas para el final, desde que me enseñaron que las coles a la crema no se mezclaban con el salchichón y las aceitunas. En consecuencia, puesto que tenemos que empezar por los entremeses, me gustaría que en primer lugar me hablara del procedimiento de su amigo Runeberg. Disculpe que dé marcha atrás, pero soy un maníaco, no lo olvide.
—¿Es usted físico? ¿Geólogo? ¿Técnico en electrónica?
—Nada de eso, pero tampoco soy el último de los imbéciles. Si es usted claro, eso nos evitará quizá que mañana por la mañana nos encontremos todavía aquí.
Kexel acusó el golpe, se sirvió otro trago y se embarcó en una explicación que aclaró brevemente el experimento de Runeberg, del cual había sido testigo, dos años antes, en el laboratorio de Oslo.
—Un sólido pasando a través de otro sólido —murmuró Lecomte tras un breve silencio—. ¿Y sin dejar huellas?
—Ninguna. Todas las tensiones producidas en el seno de la masa se rompen instantáneamente al paso del artefacto. Si hay un ejemplo que pueda darle, es el de la varilla de hierro que se hace pasar a través de una barra de hielo. Se coge aquella varilla, se colocan dos pesos en sus dos extremos y se deja hacer. Insensiblemente, la varilla se hunde en el hielo bajo la acción del peso, la atraviesa del todo y se separa del bloque. Pero, al paso de la varilla, las moléculas vuelven a soldarse y no queda ningún rastro. Desde luego, con el procedimiento de Runeberg la cosa sucede de un modo distinto, pero sólo quería darle una imagen.
—La encuentro excelente.
—Gracias. ¿Otro trago?
Sin esperar la respuesta de Lecomte, Kexel vertió en los vasos una nueva dosis de Gilbey’s.
—Pero no soy yo quien ha hablado de bomba subterránea —continuó—. Ni siquiera había pensado en ello. Y tampoco Runeberg.
—¿A qué aplicaciones destinaba su procedimiento?
—Hablaba de un medio revolucionario para explorar el centro de la Tierra, para excavar minas, para efectuar perforaciones. Runeberg no pensó nunca en aplicar su descubrimiento a un arma de destrucción.
—Joliot-Curie, Einstein y Fermi tampoco tuvieron esa idea cuando trabajaban sobre la energía nuclear.
—Desde luego. Pero la tuvieron otros. ¿No es eso lo que quiere decir?
—En efecto, y siempre hay muchos MacGregor alrededor de esos asuntos. Pero el que me interesa es el último de ellos.
Kexel vació su vaso de un trago.
—Sí, pero Vitalis no podía preverlo. MacGregor se había pegado a él como una lapa.
—¿Por qué no habló antes de él? Ha permanecido usted dos años en la indiferencia más absoluta, ha habido que arrancarle las palabras una tras otra.
Kexel se pasó una mano por su enmarañada barba, se rascó el mentón y luego se encogió de hombros.
—Sinceramente, no creía en aquel invento. Para mí, era la broma de un sabio con ganas de divertirse. Vitalis no fue nunca un genio. Se complacía en asombrar a la gente con experimentos desconcertantes, pero nada más. No, no creía en él. Pero cuando había empinado un poco el codo, lo recordaba y lo comentaba con todo el mundo. Un día, la historia llegó a oídos de los «Turbantes Amarillos», y éstos les traspasaron la información a ustedes. Llegaron sus compañeros y me formularon un montón de preguntas. A partir de aquel momento empecé a reflexionar en todo lo que me había contado Vitalis, y terminé por creer, también yo, en la fantasía de la bomba subterránea. ¿Quiere que le diga la verdad? Este asunto me quita el sueño.
KB-09 encendió un cigarrillo, contempló unos instantes la llama de su mechero y luego miró a Kexel.
—El atentado cometido en casa de Runeberg debió de abrirle los ojos.
—¿Qué quiere usted obligarme a decir? En aquella época estaba convencido de que se trataba de un accidente. El día que sucedió había bebido más de la cuenta. Roncaba sobre un sofá en el piso de encima, y no vi nada, absolutamente nada. Desperté sobre un montón de escombros y luego en una habitación de un hospital, lleno de vendajes. Hay un informe sobre eso, ¿no?
—Perfectamente en regla y muy claro, lo reconozco.
—Entonces, ¿qué más quiere usted?
Lecomte dio un par de chupadas a su cigarrillo.
—Lástima —dijo—. Lo que me gustaría saber fue lo que sucedió aquella noche, precisamente los acontecimientos que precedieron al asesinato de Runeberg.
El sueco se echó a reír.
—¿Qué le hace creer que Vitalis murió aquella noche en Oslo? —inquirió.
Bruscamente, KB-09 irguió la cabeza. Su mirada de acero se hundió en los ojos descoloridos de Kexel, pero éste continuaba riéndose.
—Sabía que le sorprendería —dijo—. Confiese que ha sido un buen golpe.
—Hum… Tengo la impresión de que hemos pasado de los entremeses a los postres.
—Las mejores cosas para el final, usted lo ha dicho. ¿Otro trago?
—No, ya ha bebido usted bastante. Hable, y dese prisa.
Kexel suspiró, extendió sus largas piernas y empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha con una lentitud exasperante.
—Supongamos que todo el mundo se equivocara. Como ya le habrán dicho, sólo se encontraron jirones de carne después de la explosión, y resultaba imposible identificar a nadie. Yo mismo quedé convencido de que Vitalis había corrido la misma suerte que Olsen y Weber, dos de nuestros amigos que asistían a aquella velada. Pero ¿qué diría usted si alguien tratara ahora de demostrar lo contrario?
—¿Y por qué ahora, y no antes?
—Sencillamente, porque hasta ayer ignoraba que Vitalis podía encontrarse en Pekín… y completamente vivo.
Lecomte dio un respingo.
—¿En Pekín?
—Sí, en un hospital. Operado de una úlcera de estómago, pero la operación data ya de una decena de días. Como puede ver, la noticia es muy reciente.
—¿Y quién es el autor de esa noticia?
—Un joven chino llamado Fung-Yen que desembarcó aquí ayer por la mañana. Es un nacionalista que pertenece al servicio secreto de los «Turbantes Amarillos» desde hace muchos años. Un individuo muy valioso que, al parecer, ha prestado ya numerosos servicios a los nacionalistas. Después de sus estudios de medicina, ingresó en calidad de interno en un hospital de Pekín. Y precisamente allí, en aquel hospital, pretende haber descubierto a Vitalis Runeberg.
Lecomte aplastó su colilla en un cenicero y miró a Kexel fijamente.
—¿Qué le autoriza a pensar que se trata de Runeberg? —preguntó.
Kexel se puso en pie.
—Creo que sería mejor que le formulara la pregunta usted mismo. Personalmente, yo no afirmo nada, me limito a decirle lo que sé.
—¿Dónde está ese Fung-Yen?
—Cuando esta mañana me llamó usted por teléfono para anunciarme su visita, me puse en contacto con el Cuartel General, y el Cuartel General está de acuerdo en que se entreviste usted con ese hombre.
Consultó su reloj.
—No tardará en llegar.
Kexel hurgó en el paquete de Pall-Mall de Lecomte, sacó un cigarrillo, lo encendió y se sentó en el borde de la mesa. Luego, su mirada se posó en KB-09.
—Desconfía usted de mí, ¿no es cierto? —inquirió, entre dos chupadas.
Lecomte se inclinó ligeramente, con las manos juntas y los codos apoyados en las rodillas.
—Mire, doctor —dijo—, es usted el eje de este asunto, y la cosa es demasiado grave para ser juzgada a una sola tirada.
—Sí, lo comprendo… Sus pulgas cojas…
—Tranquilícese, el procedimiento ha demostrado ya su eficacia.
Kexel abrió la boca para añadir algo, pero en aquel momento se oyó el ruido de un motor en el exterior del bungalow.
Los dos hombres volvieron la cabeza al mismo tiempo. A través de un ventanal vieron un viejo «Chrysler» modelo 51 que avanzaba por el pedregoso camino.
El vehículo se detuvo a unos metros de la verja y tres hombres se apearon de él, dos militares y un paisano.
Delante del porche se separaron y el hombre del traje blanco penetró solo en el bungalow, dejando a los militares a la otra parte de la puerta vidriera.
Las consignas debían ser muy rígidas, y Lecomte se dijo que el Fung-Yen en cuestión había debido tomar serias precauciones desde su regreso a Formosa.
Era un hombre bajito, delgado, que parecía tener alrededor de veintiocho años, y cuyo rostro huesudo desaparecía casi por completo detrás de unas enormes gafas de concha con montura de oro.
Se inclinó varias veces, mientras Kexel hacía una rápida presentación y le ofrecía un asiento enfrente de KB-09.
—El coronel Tao-Sen —dijo Fung-Yen con una deplorable pronunciación inglesa— me ha pedido que sea muy breve y que le diga únicamente lo que importa.
Lecomte sacudió la cabeza y cruzó sus largas piernas.
—Me parece muy bien. No soy hombre al que le guste desperdiciar el tiempo en nimiedades. A ese respecto, podrá tranquilizar al coronel Tao-Sen.
Un poco desconcertado por el tono desenvuelto de la réplica, Fung-Yen inclinó la frente y dijo:
—Le escucho, caballero.
—Primera pregunta: le ha dicho usted al doctor Kexel que había reconocido a Vitalis Runeberg en un hospital de Pekín. ¿Es cierto?
—Sí, señor, en el hospital de las Banderas Rojas, situado en la plaza del Viento del Este.
—Gracias por esa precisión. ¿Cómo supo usted que se trataba realmente del profesor Runeberg?
Una leve sonrisa distendió los delgados labios del chino.
—Nunca había oído hablar del profesor Runeberg, al menos hasta ayer por la mañana, fecha de mi llegada aquí, caballero.
—Explíquese.
—Es muy sencillo. Desde el comienzo de la revolución cultural, la Tercera sección de los «Turbantes Amarillos», a la cual me honro en pertenecer, estaba encargada de localizar el rastro de tres ciudadanos canadienses desaparecidos en unas circunstancias bastante misteriosas y que eran sospechosos de espionaje. Debo precisar que esas tres personas, llegadas a Pekín dentro del marco de la «public relations» no han sido encontradas, a pesar de las numerosas peticiones de información procedentes de Ottawa. En consecuencia, fuimos advertidos por vía diplomática y se iniciaron unas discretas pesquisas en el seno de diversas administraciones. Aprovechando el cargo que desempeñaba en el hospital de las Banderas Rojas, mis jefes me pidieron que les transmitiera todos los nombres de los ciudadanos extranjeros internados en aquel hospital, así como sus fotografías.
—¿Cómo operaba usted?
Fung-Yen sacó una estilográfica de su bolsillo y mostró el capuchón.
—En el interior se oculta una diminuta cámara fotográfica. La utilizaba durante la visita a los enfermos.
—Perfecto. ¿Qué más?
—Estuve realizando esa tarea durante un año, hasta que un día me llegó un cable secreto procedente de Formosa, vía Hong-Kong, pidiéndome que facilitara todas las informaciones complementarias acerca de un europeo inscrito bajo el nombre de Frederik Amussen, cuyas señas había transmitido. Desgraciadamente, la cosa me resultó imposible, ya que aquel hombre había sido mantenido bajo una rígida vigilancia día y noche después de su operación, lo cual me impidió sostener el menor contacto verbal con él. Ante aquella situación, recibí la orden de trasladarme a Formosa lo antes posible, a fin de ayudar a la identificación de aquel hombre.
Kexel intervino con un movimiento de cabeza.
—Yo asistí a la identificación —dijo—, dado que era el único que había conocido a Runeberg. Por desgracia, tengo que reconocer que la fotografía tomada por Fung-Yen, a pesar de haber suscitado el interés de los especialistas, no es demasiado clara. Sí, existe un gran parecido entre Runeberg y ese Frederik Amussen, pero, de todos modos, una fotografía de enfermo…
—¿Cuál fue su respuesta?
—Admití un ochenta por ciento de probabilidades afirmativas. Sin embargo, Fung-Yen ha sido categórico cuando le hemos presentado otras fotografías de Runeberg. Le ha reconocido en todas ellas, sin excepción. Pero el detalle más significativo es esa operación de úlcera de estómago. Vitalis, efectivamente, tenía una úlcera desde hacía muchos años, y yo mismo le había recomendado esa operación en numerosas ocasiones. Además, hay el anillo.
—¿Qué anillo?
Fung-Yen extendió la mano y señaló el dedo corazón.
—Una sortija de oro con un diamante engastado.
La mirada de Lecomte se posó en Kexel y éste asintió.
—Vitalis llevaba una idéntica, lo recuerdo muy bien.
—En resumen, ¿cuál es su conclusión?
Nadie dijo nada y, en medio del silencio general, Lecomte se puso en pie. Comprendió que no obtendría una palabra más.
—Bueno —dijo—, creo que no hay nada más que añadir, ¿no es cierto?
Fung-Yen se inclinó profundamente, significando con ello que la entrevista había terminado.
—En efecto, caballero. ¿Puedo retirarme?
Aceptó la mano que le tendía Lecomte, la estrechó calurosamente y volvió a inclinarse antes de ir a reunirse con sus dos guardianes uniformados.
Lecomte esperó a que el viejo «Chrysler» se alejara para volverse hacia Kexel, el cual parecía meditar.
—¿Cuánto tarda un hombre en restablecerse de una operación de estómago?
—De quince a veinte días, si se ha efectuado en buenas condiciones. ¿Qué piensa usted hacer?
KB-09 cogió su sombrero y palmeó el hombro del doctor.
—Hasta la vista —dijo—, y muchas gracias.
CAPÍTULO IV
Cuando Gerard Lecomte penetró en los salones privados de la Embajada norteamericana, el coronel estaba sentado enfrente de un personaje cuya silueta rígida y seca contrastaba un poco con el rostro agradable acribillado de manchas rojizas.
Se trataba de Alan Ross, encargado de Negocios de la Embajada, un hombre que frisaba en los cincuenta, habituado desde hacía mucho tiempo a las intrigas diplomáticas y cuya habilidad, como secretario en la O. N. U., le había valido aquel puesto delicado y poco envidiado.
No es que Alan Ross experimentara una simpatía profunda por Formosa, pero era uno de los escasos norteamericanos que podía jactarse de poseer la psicología necesaria desde el punto de vista de las relaciones con el mundo asiático.
Practicaba el «zen», conocía a fondo las doctrinas budistas, y la experiencia interior le había permitido tratar con el mismo interés todos los campos de la reflexión y de la expresión relacionados con la mente oriental.
Se puso en pie para acoger a Lecomte, sirvió unos Gilbey’s con soda y escuchó muy atentamente el informe de KB-09 sobre su entrevista con el doctor Kexel y Fung-Yen.
Luego dio unos golpecitos a un expediente colocado sobre la mesa.
—Estamos al corriente —dijo—. El informe nos ha llegado esta mañana del Cuartel General. Como ya le habrán dicho, he seguido este asunto muy de cerca y, si me permite que dé mi opinión, no creo que se trate de una maniobra destinada a agravar la tensión existente entre Washington y Pekín. Además, Kexel no ha hecho nunca política, y todas sus revelaciones han podido ser controladas.
El coronel añadió un poco de soda a su whisky, miró a Lecomte y, tras un breve silencio, preguntó:
—¿Qué impresión le ha causado ese Kexel?
—Un individuo que ha hablado mucho, pero que ahora se atrinchera en una prudente reserva, y yo lo comprendo.
—Vacila a propósito de la resurrección de Runeberg, ¿eh?
—Sólo en un veinte por ciento, por miedo a mostrarse demasiado afirmativo.
—No se puede afirmar nada, y usted lo sabe perfectamente. Un parecido, un anillo y una úlcera de estómago: he aquí los únicos elementos de que disponemos para identificar a Runeberg. Me dirá que a menudo hemos partido de pistas más frágiles, pero esta vez se trata de algo distinto y tenemos que andar con pies de plomo. El menor paso en falso podría tener consecuencias desastrosas. Lo esencial es que Kexel le haya parecido sincero.
—En mi opinión, lo era.
—Entonces, séalo usted a su vez. ¿Cuál es su parecer?
—En primer lugar —dijo Lecomte—, nunca he creído en la muerte de Runeberg, hace dos años, en el laboratorio de Oslo. Hubiera sido una tontería, teniendo en cuenta que su procedimiento, en aquella época, se encontraba en una fase experimental. Él mismo se lo confesó a Peter MacGregor cuando éste le hizo unas proposiciones en nombre de una sociedad ficticia. En consecuencia, lo que sigue es de una lógica evidente. MacGregor y su compañero Riva organizaron el rapto de Runeberg, destruyeron el laboratorio para que no quedara ningún rastro y trasladaron a la China popular al genial inventor con todos sus papeles. Ignoro lo que ocurrió a continuación. Tal vez Runeberg continuó sus trabajos de grado o por fuerza, pero su úlcera se agravó, se hizo necesaria una operación y fue conducido a un hospital de Pekín, en el cual le inscribieron con un nombre supuesto, como medida de precaución. Y allí lo descubrió un agente de los «Turbantes Amarillos» encargado de facilitar todas las identidades de los europeos internados en aquel hospital, a consecuencia de una vulgar encuesta relacionada con la desaparición de tres ciudadanos canadienses. ¿Están ustedes de acuerdo?
El coronel inclinó la frente por dos veces.
—Desde luego —dijo—, sólo quería oírselo decir. En cuanto a mi decisión, supongo que la habrá adivinado también. De todos modos, quiero una certeza a propósito de Runeberg. Y para obtenerla, no existen treinta y seis medios. Continuar la tarea que Fung-Yen dejó sin terminar y, si se trata realmente de Runeberg, obtener todas las precisiones posibles acerca de sus trabajos. Luego, decidiremos lo que haya que hacer. Pero no antes…, ¿comprendido?
KB-09 se retrepó en su asiento y apoyó la nuca en el respaldo.
—¿Cómo piensa hacerme pasar a la China popular? ¿Disfrazado de chino?
—Es una leyenda creer que todos los chinos son miopes. No, tenemos una idea mucho mejor, y sobre todo un excelente pretexto.
Se volvió hacia Alan Ross, el cual se apresuró a añadir:
—En la Embajada francesa de Pekín hay un secretario llamado Marcel Vignau. Recuerde ese nombre, ya que es muy posible que tenga que recurrir a él. Trabaja para la C. I. A. Ya hemos recurrido a él en otras ocasiones. Lo que facilitará las cosas es que usted lleva un nombre francés y es asimismo francés de origen.
—¿Tanta importancia tiene eso? —inquirió Lecomte.
—Más de la que imagina. Desde que De Gaulle reconoció la República Popular China, los franceses son bastante bien vistos en ese país. Relativamente, desde luego, pero de todos modos son de los pocos que pueden obtener un visado sin demasiadas dificultades. Naturalmente, es necesario que el pretexto sea válido, pero por ese lado no creemos que exista el menor problema.
La mirada de Lecomte se posó en el coronel, pero éste, ocupado en llenar concienzudamente su pipa, volvía a mostrar un rostro impasible.
Era su modo de poner término a una conversación que juzgaba inútil prolongar, y Lecomte conocía demasiado bien la inviolabilidad de su torre de marfil. En consecuencia, se puso en pie, siendo imitado inmediatamente por Alan Ross.
—Creemos que todo estará arreglado el lunes por la mañana, a más tardar. Hasta entonces, no haga nada. Trate de permanecer en su hotel. Es preferible que no le vean por la ciudad. Nunca se sabe…
Cuando Lecomte salió de la Embajada estaba lloviendo.
Seguía lloviendo, cuatro días más tarde, cuando un timbrazo rabioso y agresivo le despertó.
Lanzó pestes contra la lluvia, contra el sofocante calor, contra la hora matinal y contra los timbres de los teléfonos del mundo entero. Mandó a Bell al infierno y finalmente descolgó.
La voz que reconoció al otro extremo del hilo era la de Alan Ross, el cual le ordenó que se presentara en la Embajada lo antes posible.
Una hora más tarde, afeitado, duchado y vestido con un impecable traje blanco, KB-09 llegó a la Embajada norteamericana.
En el lujoso salón, el coronel y Alan Ross ocupaban los mismos lugares, como si una varita mágica hubiera suspendido el tiempo encima de ellos.
Y aquello dio a Lecomte la impresión de que continuaba la entrevista bruscamente interrumpida cuatro días antes, sobre todo cuando el coronel, tras haber llenado su pipa, la encendió.
—Todo está en orden —dijo el coronel—. Su visado ha llegado esta mañana a Hong-Kong. No ha habido ninguna pega. Y las autoridades chinas se sentirán muy honradas cogiendo al simpático arqueólogo que es usted.
Lecomte enarcó las cejas.
—¿Arqueólogo?
—Exactamente.
—Pero… yo no sé nada de arqueología.
El coronel hizo un gesto vago.
—No importa. No saldrá hasta mañana, de modo que dispone del tiempo suficiente para documentarse en la materia. Hemos encontrado a alguien que se encargará con mucho gusto de ponerle al corriente. Es el profesor Li-Yong, de la Universidad. Esta tarde le verá. Además, quien dice arqueólogo dice también etnólogo. La pasión de usted es el estudio de las costumbres y de las civilizaciones, sean occidentales u orientales. Ha decidido escribir un libro sobre la nueva China y por ello va a documentarse sobre el terreno. ¿Quién podrá probar lo contrario?
—De acuerdo, siempre que no me pidan que descifre algún jeroglífico.
—¡Bah!, los jeroglíficos chinos… Entre nosotros, no es eso lo que nos interesa.
Lecomte se echó a reír.
—Desde luego. Pero ¿cree usted que voy a poder introducirme libremente en un hospital en la piel de un arqueólogo?
La sonrisa que acababa de nacer en los labios de Alan Ross tuvo su réplica inmediata en los del coronel.
—Sinceramente, no. Y, como comprenderá, nunca se nos hubiese ocurrido hacerle pasar por un médico. Pero hemos encontrado la solución: un médico verdadero.
—¿Trabajo a dúo?
—Era la única solución.
—¿De dónde procede?
—De Nueva York. Ha llegado esta mañana, después de un vuelo sin escalas. Rápido, ¿verdad?
—¿Quién es?
Alan Ross se puso en pie, cruzó el salón con paso ágil y ligero y abrió una puerta que daba a su despacho particular.
En el marco se dibujó entonces una deliciosa criatura rubia, con los cabellos muy cortos y un rostro ovalado en el que se reflejaban el candor y la inocencia Victorianos.
—Su esposa —anunció Alan Ross con una sonrisa—. Le presento a madame Gerard Lecomte.
KB-09 avanzó, aturdido, mientras la joven, divertida por su desconcierto, le tendía una mano amistosa.
—Encantada de conocerle, mi querido esposo.
Lecomte se rascó la frente.
—¡Santo cielo! ¡Qué idea más rara se me ocurrió!
—¿Cuál, por favor?
—La de casarme con una doctora.
—¿Tiene usted algo contra la Medicina?
—Ejem…, no… Pero desconfío instintivamente de las mujeres que regulan la vida de sus maridos a base de medicamentos. Debo advertirle que soy alérgico a todo lo que es polvo, comprimido o ampollas.
—¿Nada de comprimidos?
—¡No! Hace mucho tiempo que he olvidado el sabor de la aspirina, tesoro mío.
La joven rubia se volvió hacia el coronel.
—¡Vaya un Tarzán me ha escogido usted como marido! —dijo, haciendo un gracioso mohín.
El coronel se echó a reír, lo mismo que Alan Ross, mientras Lecomte apuntaba su dedo índice en dirección a la doctora.
—Dígame, coronel, ¿de dónde ha sacado ese bicho raro? ¿Una nueva recluta de la C. I. A?
El coronel se puso en pie.
—No. La señorita Ursula Watsen es completamente ajena a nuestro servicio. Pero ha tenido a bien aceptar la misión que le hemos confiado.
—¡Oh! Una sueca, ¿eh?
—Naturalizada norteamericana desde hace dos años, pero sobre todo una antigua conocida del profesor Vitalis Runeberg. Su familia era muy amiga de los Runeberg, y en el curso de la encuesta que realizamos en Oslo averiguamos que se encontraba en Nueva York. Le hemos expuesto la situación sin ninguna ambigüedad, y no ha dudado en aceptar. Es la única persona de que disponemos que puede identificar a Runeberg.
El coronel dio un par de pasos, se volvió, y apuntó la boquilla de su pipa hacia Lecomte.
—Y ahora escuche con atención. Está usted casado desde hace dos años, contrajo matrimonio con una sueca que estudiaba en Francia y vive en Burdeos. La dirección figura en los visados con todos los otros detalles. Recorren ustedes el mundo en viaje de estudios, y proceden de Numea, tras una breve estancia en la isla de Pascua. Las estatuas pascuanas figuran en la arqueología, recuérdelo.
—Eso ya lo sabía. Gracias.
—Han desembarcado ustedes en Hong-Kong y solicitado un visado para la China popular. Les ha sido concedido por el período de un mes, de modo que están autorizados para tomar el avión que despega el miércoles por la mañana de Hong-Kong con destino a Pekín. Sus plazas están reservadas, y ahí termina nuestra tarea. En cuanto a usted, ya conoce su primer objetivo: el hospital de las Banderas Rojas. Los chinos son orgullosos y se jactan de sus recientes progresos en medicina y en cirugía, de modo que si la doctora expresa el deseo de visitar el hospital no pondrán ningún impedimento. Desde luego, lo más peliagudo será acercarse al que suponemos que es Runeberg, pero tendrán ustedes un aliado en el lugar.
Lecomte sacudió la cabeza.
—¿Quién?
—Una joven enfermera llamada Tsao-Lin.
—¿Una agente de los «Turbantes Amarillos»?
—Formaba equipo con Fung-Yen. Nos la han señalado en el informe.
—¿Cómo la reconoceré?
—Será ella quien le abordará —intervino Alan Ross—. A la pregunta: «¿Continúa siendo Francia un país tan hermoso?», deberá usted contestar: «Después de China, el más maravilloso del mundo».
—Una frase muy bonita —comentó Ursula, mirando a Lecomte con aire ingenuo—. ¿Qué opina usted, mi querido esposo?
Lecomte alzó los ojos al cielo.
—Opino, querida mía —replicó—, que quien inventó el divorcio me hizo un señalado favor.
El coronel sonrió y dijo:
—Bueno, mientras se lo tramitan, procure que su matrimonio, al menos a los ojos de los chinos, sea un éxito.
CAPÍTULO V
Lo que más impresiona al europeo que visita China por primera vez es la meticulosa limpieza que parece reinar a su alrededor.
Los chinos son limpios. Limpios y sonrientes. Siempre sonrientes. Pero la limpieza y la sonrisa no son ahora más que un aspecto de la China milenaria sirviendo de telón de fondo a un entusiasmo y a una fe de neófito tozudamente impuesta por los propagandistas de una nueva panacea echada como pasto a setecientos millones de hambrientos: el «maoísmo».
Y es ahí donde el extranjero empieza a entrever el verdadero rostro de ese país de un idealismo arrebatado, del cual dan triste testimonio sus propios muros, con los axiomas y los retratos de ese campesino poeta y sentimental convertido en «filósofo».
Esos fueron, al menos, los pensamientos que se le ocurrieron a Gerard Lecomte cuando desembarcó, en compañía de Ursula Watsen, en el aeródromo de Pekín.
El avión había despegado a las 8,45 de Kowloon, el aeródromo de Hong-Kong, y menos de una hora antes de la salida, el agente anónimo, fiel a las directrices recibidas del coronel, les había entregado los visados y los billetes de transporte.
Quedaban ahora por cumplir las últimas formalidades, y Lecomte se dirigió a la oficina de recepción, mientras Ursula se encargaba de convertir los dólares H. K. en J. M. P.[11]
Cuando KB-09 volvió a reunirse con ella en el gran vestíbulo, la encontró en compañía de un hombre de mediana estatura y rostro arrugado, cuyos escasos cabellos estaban cuidadosamente alisados sobre un cráneo en forma de pera.
Era el delegado Li-Chang, encargado de darles la bienvenida en nombre del Luxingshe[12]. Sus palabras constituían un discurso bastante largo, lleno de elogios y de deseos expresados con el acento de la sinceridad más desarmante del mundo.
En el mismo tono amable y cantarín explicó a continuación que se estaba en vísperas de una importante concentración popular, lo cual le creaba ciertas dificultades para alojar, en un hotel de la ciudad, a sus honorables visitantes.
Pero hizo un gesto tranquilizador antes de añadir:
—Por esta noche, puedo reservarles una habitación en el Hotel del Pueblo. Un establecimiento modesto, pero decoroso. Mañana ya no habrá problemas y velaremos por su comodidad. Por otra parte, el personal que pondré a su disposición se encargará de satisfacer sus menores deseos.
Lecomte no se hacía ninguna ilusión acerca de la clase de «personal» a que se refería Li-Chang. Unos individuos que se pegarían a ellos desde la mañana hasta la noche, suponiendo que no tuvieran la audacia de montar guardia al pie de la cama. ¡Una encantadora perspectiva!
Sacudió la cabeza, mientras Li-Chang añadía, a modo de excusa:
—Nuestras grandes festividades populares atraen siempre mucha gente a Pekín. Ya deben saberlo…
—En efecto, y a mi esposa y a mí nos encantará el poder asistir a ellas.
Pero la estereotipada sonrisa continuó vagando sobre los pálidos labios del delegado.
—Creo también que han debido decirles muchas cosas sobre nuestra revolución cultural…, me refiero a cosas malas. La prensa capitalista tiende siempre a deformar las mentes, pero, como ustedes tendrán ocasión de comprobar, todo discurre en orden y en calma y con el asentimiento absoluto del pueblo chino.
Lecomte estaba a punto de dar por terminada la conversación cuando surgió, en medio de ellos, un europeo de rostro afilado y tez curtida. Se inclinó delante de Ursula, saludó a Li-Chang con un gesto y volvió hacia Lecomte su alta silueta.
—Séale permitido también a Francia venir a saludar a dos de sus más simpáticos representantes. Pierre Darbois, para servirles, encargado de negocios de las fábricas Renault y en misión en China desde hace dos meses. ¿Cómo está usted, profesor Lecomte? Usted no se acuerda de mí, desde luego, pero en cierta ocasión tuve el gusto de saludarle. Fue en París, hace dos años, en el curso de una reunión arqueológica. Aquel día estuvo usted formidable.
En el vigoroso apretón de manos, KB-09 notó que los dedos de Darbois se crispaban por dos veces sobre los suyos.
—Muy amable por su parte —dijo, súbitamente en guardia.
Pero el otro continuó:
—Soy un amigo de Marcel Vignau, y nuestro amable secretario de embajada me ha encargado que venga a recibirles y al mismo tiempo a presentarles sus disculpas por no haber venido él en persona; pero, precisamente hoy, recibe a una delegación mogola. De todos modos, confía en sentarles a su mesa uno de estos días.
Al oír el nombre de Marcel Vignau, Lecomte había sonreído a su vez. No necesitaba más para adivinar la secreta protección que iban a dispensarle Darbois y aquel secretario de embajada tan eficiente, como se había demostrado.
Ursula, por su parte, había captado el sentido de aquella conversación, y se apresuró a contestar:
—Será un gran honor para nosotros.
—Perfecto. ¿Puedo saber en qué hotel van a hospedarse?
—Creo que se trata del Hotel del Pueblo —respondió Lecomte, volviéndose hacia Li-Chang.
—¿El Hotel del Pueblo?
—Provisionalmente, desde luego —intervino el secretario, siempre obsequioso.
—Sí, sí… —murmuró Darbois, haciendo una mueca—. No tengo nada contra el Hotel del Pueblo. Es limpio, es correcto, pero…
Hizo chasquear sus dedos y se volvió hacia Lecomte.
—¿Por qué no aprovechan ustedes el pequeño pabellón que me ha sido cedido por la Embajada? Esta noche salgo de Pekín en viaje de negocios, y no regresaré hasta dentro de quince días. No creo que el Luxingshe tenga ningún inconveniente, ¿verdad, señor delegado?
La treta era buena. No había ningún motivo para la negativa, y Li-Chang perdía así el beneficio de una estrecha vigilancia en los hoteles de su elección.
El chino disimuló perfectamente su contrariedad.
—Desde luego que no —murmuró—. Pero pensé que, tal vez…
—¡Estupendo! —le interrumpió Lecomte, cogiendo a Ursula por el brazo—. No podíamos desear nada mejor, ¿no es cierto, querida?
Unos instantes más tarde abandonaban el aeródromo en el viejo automóvil de Li-Chang.
CAPÍTULO VI
El vehículo les llevó a través de la ciudad empavesada ya de banderolas rojas y de grandes letreros cubiertos de ideogramas chinos de un amarillo resplandeciente.
Tomó la dirección de la plaza del Oriente Rojo, cerca de la cual se encontraba el pabellón de Darbois. El trayecto era largo, bastante complicado y convertido en más difícil por una numerosa multitud que deambulaba en grupos compactos por las anchas avenidas, apartándose de cuando en cuando al paso de algunos camiones cargados de jóvenes que aullaban consignas al ritmo frenético de los claxons.
Li-Chang conducía con mucha precaución. En los alrededores de la plaza del Oriente Rojo la multitud empezó a hacerse menos densa, canalizada hacia las calles adyacentes por un importante servicio de orden.
Hubo una comprobación de las identidades, luego Li-Chang giró delante de la Ciudad Prohibida, se adentró por una angosta calle y finalmente se detuvo delante de un portal de madera constituido por dos dragones encarados el uno con el otro.
El pabellón estaba construido al estilo de las pagodas milenarias, con un techo abovedado, cuyos extremos se curvaban hacia el cielo. Se erguía en medio de una vegetación lujuriante y ordenada con el meticuloso cuidado que constituye la riqueza y la originalidad de todos los jardines chinos, con sus pequeños lagos cubiertos de lotos color rosa y sus macizos de azaleas y de magnolias de vivo colorido contrastando con el gris de sus orlas de piedra.
El mismo buen gusto reinaba en el interior del pabellón constituido por media docena de habitaciones artísticamente decoradas. Abundaban los jades, desde el verde imperial hasta los tonos más pálidos, y las alfombras ricamente bordadas contribuían a la armonía de los tapices recubiertos de adornos florales.
Uno de los muros de la estancia principal estaba ocupado en parte por un inmenso acuario poblado por una multitud de peces diminutos y multicolores, en tanto que otro, de madera de teca, mostraba una serie de cuadros que ilustraban, alrededor de una fotografía de Mao Tse-Tung, las campañas principales de la «Larga Marcha».
La propaganda continuaba bajo todas sus formas, implacable e igual para todos. Y en aquel pabellón reinaba también en el primer piso con unos axiomas del «profeta» traducidos a todos los idiomas y enmarcados en todas Jas paredes.
Li-Chang creyó oportuno recitar algunos con aire inspirado y luego, antes de despedirse, sacó un folleto de su bolsillo y se lo entregó a Lecomte.
Era una lista completa de los lugares y los monumentos abiertos a los turistas, y proponía en primer lugar los vestigios de Ma-Ya-Tsa, recientemente descubiertos en las afueras de Pekín.
A partir del día siguiente tendrían a su disposición un guía intérprete, y el propio Li-Chang había escogido al «camarada Fan-Chu», un hombre leal, servicial y culto… En otras palabras, la perla rara del Luxingshe.
Orgulloso de aquella precisión, se inclinó ligeramente antes de cruzar el umbral.
—Séame permitido desearles una feliz estancia en China. Es el deseo más sincero de nuestra organización. Amigos franceses, hasta la vista.
Salió del pabellón, montó en su automóvil y, mientras se alejaba, Ursula enarcó las cejas.
—¿Debo suponer que estamos atrapados aquí hasta que llegue ese Fan-Chu?
El gesto que hizo Darbois, bruscamente, era demasiado imperativo para permitirle añadir una palabra más.
El francés se inclinó, levantó una alfombra y, con la punta de su cortaplumas, alzó una tabla del piso.
El pequeño aparato que había cogido era un detector de onda corta. Lo paseó por todas las habitaciones, vigilando atentamente los movimientos de la aguja. Luego, tranquilizado, volvió a ocultarlo en el mismo lugar.
—Perfecto —dijo—. No hay ningún micrófono. Podemos hablar libremente. Les dejo ese aparato. Utilícenlo después de cada una de sus salidas. Desconfíen, esa gente no se detiene ante nada cuando se trata de violar la intimidad de sus visitantes.
—¿D. S. T.? —preguntó Lecomte.
Darbois sacudió ligeramente la cabeza.
—Escuche, amigo mío, no mezclemos las teclas. Usted tiene su trabajo, y yo tengo el mío. No quiero saber nada de sus historias, las cuales no me conciernen. En lo que respecta a Vignau, no cuenten demasiado con él, salvo en caso de extrema necesidad, y aun así no pueden tener una seguridad absoluta. Lo único que podíamos hacer por ustedes era proporcionarles este pabellón, a fin de reducir la vigilancia de que van a ser objeto. Eso es todo. Tengan muy en cuenta que el pabellón ya está vigilado.
—He comprendido perfectamente.
Darbois cogió el teléfono, encargó un taxi a una parada contigua y volvió a colgar.
—Mi tren sale dentro de un cuarto de hora —dijo—. Tengo el tiempo justo. Ahora, vengan a ver.
Arrastró a Ursula y a Lecomte a un patio interior de muros recubiertos de plantas trepadoras y que daba a una lavandería.
Una pequeña escalera de piedras resbaladizas, húmeda, les permitió alcanzar una especie de bodega. Darbois se dirigió hacia la pared del fondo, tanteó la piedra con los dedos, hizo girar un morrillo, pulsó un mecanismo e inmediatamente la pared se deslizó a un lado, haciendo aparecer un orificio muy oscuro.
—Nos hemos encargado personalmente de esto —explicó Darbois—. Es un pasadizo secreto que comunica con las alcantarillas.
Rebuscó en sus bolsillos y sacó un papel doblado en cuatro.
—Aquí tiene un plano de la red de alcantarillado. Están señaladas todas las bocas, con su emplazamiento, por si se ven obligados a burlar la vigilancia de esos caballeros. Les aconsejo la que da acceso al otro extremo de la plaza del Oriente Rojo, a la entrada de un callejón. Por la noche, el lugar está desierto.
—Decididamente, es usted un hombre muy valioso.
El agente de la D. S. T. guiñó un ojo.
—Digamos organizado, más bien…
Poco después, volviendo a entrar en la habitación principal, cogió su maleta y se volvió hacia Lecomte y Ursula.
Fuera se oía el zumbido de un motor en marcha.
—En este sector no faltan los restaurantes —dijo—. Los hay incluso muy honorables, pero nada les impide hacer sus comidas aquí de cuando en cuando. En la cocina encontrarán todo lo necesario. Nidos de golondrinas, langostinos de agua dulce, arroz con pimientos e incluso un delicioso vino amarillo de Han-Tcheu. No se preocupen invita la D. S. T. Bueno, adiós y buena suerte.
Guiñó un ojo y salió de la habitación.
Sí, decididamente un hombre muy valioso y, sobre todo, bien organizado.
Ursula esperó a que hubiera salido para lanzar un silbido.
—Bueno, la cosa no empieza demasiado mal, ¿verdad?
Lecomte encendió un cigarrillo.
—Sí, al principio las cosas siempre suelen pintar bien. Espere la continuación para formarse una opinión.
—En ese caso, ¿puedo saber qué ha decidido mi querido esposo para nuestra primera velada en China?
—Desde luego. Visita al refrigerador, cena en la intimidad, y a dormir. En otras palabras, velada de descanso antes de entrar en acción. ¿Alguna objeción?
Luego, con una mímica llena de elocuencia, añadió:
—Espero que al menos sabrá cocinar…
Entre los pastelillos de cacahuete y las stambas[13], Ursula formuló finalmente la pregunta que rumiaba desde que Li-Chang se marchó.
—¿Cuándo tendré que pedir la autorización para visitar el hospital?
Lecomte salió de su ensueño.
—Créame, no tengo la intención de contar una a una las piedras de la Gran Muralla. Esperaremos hasta mañana por la noche. Cuando regresemos a Pekín, le planteará la cuestión a nuestro guía. Lo ideal sería obtener la autorización para el viernes por la mañana.
—¿Y después?
—Después, todo dependerá de la ayuda que nos preste Tsao-Lin, la pequeña enfermera. Y si eso no basta, ya encontraré una solución, no se preocupe. Puede estar segura de que, de un modo u otro, nos acercaremos a Runeberg.
Ursula le contempló largamente, mientras él se ponía en pie y sacaba de su bolso de viaje el manual del perfecto arqueólogo que le había entregado el profesor Mi-Yong antes de su salida de Formosa.
En KB-09 había algo de desconcertante y de absolutamente contradictorio. Una desenvoltura, una distensión total que contrastaban con la secreta energía traicionada por el resplandor de los ojos duros, casi metálicos.
Por un instante, Ursula se preguntó si los escrúpulos y las crisis de conciencia podían afectar a aquel hombre indiferente a todo, incluso a su propia suerte.
Lecomte se volvió y le dijo, con una especie de despego:
—Bueno, señora Lecomte, creo que ha llegado el momento de acostarse. Se cae usted de sueño.
Sorprendió su mirada en dirección al dormitorio, notó su vacilación, pero no parpadeó.
—Su… supongo que nuestro «matrimonio» se detiene ahí, en el umbral de esa puerta —murmuró Ursula, aturdida.
—Desde luego. Normalmente, podríamos jugarnos el dormitorio a cara o cruz, pero me contentaré con el diván de la habitación contigua. De todos modos, si exige usted que cumpla hasta el extremo los deberes conyugales…
Ursula se precipitó hacia el dormitorio, pero al llegar a la puerta se detuvo.
—Ejem… No —dijo—. Además…, además quedaría usted decepcionado… Yo…
—¿Sí?
—Pues bien, es preferible que lo sepa usted en seguida. Yo…, yo no soy como las demás.
Lecomte paseó una mirada divertida por el bien proporcionado cuerpo de Ursula.
—Hum… Pues yo no tengo la impresión de que le falte algo.
—No… Es un problema de…, frialdad.
—Claro, tratándose de una sueca…
—No puedo evitarlo. Siempre me ha ocurrido lo mismo. Le aseguro que…
—Sí, comprendo, tiene usted una especie de fobia a los hombres. Un complejo. No se preocupe, tesoro. Le aseguro que no tiene nada que temer de mí.
Lecomte se inclinó cómicamente y añadió:
—¡Buenas noches, cariño!
Se dejó caer sobre el diván, abrió su libro y Ursula cerró su puerta.
CAPÍTULO VII
Bajo la dirección del guía-intérprete Fan-Chu, un hombrecillo delgado, enclenque y picado de viruelas, la visita a las ruinas de Ma-Ya-Tsa se había efectuado en las mejores condiciones, a pesar del tórrido calor y de las proezas de esfuerzos y de paciencia que había tenido que desplegar Lecomte ante los restos de alfarería que se habían apresurado a colocarle delante de las narices. Durante horas enteras observó y anotó numerosos detalles, gracias a las amables y doctas explicaciones del propio director de la circunscripción prehistórica del Centro.
Cuando se disponían a marcharse, aprovechando un breve momento de intimidad, Ursula le había murmurado al oído:
—Bravo, se ha defendido usted como un león.
A lo cual había contestado con un suspiro:
—Afortunadamente, recordaba algunas frases hechas. Menos mal que no han hurgado a fondo en mis conocimientos.
El regreso al pabellón se había efectuado a una velocidad inaudita, y Lecomte y Ursula consideraron con evidente alivio los aledaños de la plaza del Oriente Rojo finalmente libres de la incesante serie de cortejos que habían desfilado desde primeras horas de la mañana con gran profusión de banderas rojas, de consignas aulladas a coro y de jóvenes excitados golpeando tambores y címbalos.
La ensordecedora algazara, amplificada por millares de altavoces diseminados por toda la ciudad, había cesado al atardecer, y Pekín parecía devuelto a la calma y al orden más absolutos.
Para Ursula había llegado el momento de actuar, y cuando KB-09 servía unos refrescos, se decidió a plantear la cuestión a Fan-Chu.
El chino manifestó cierta contrariedad, consultó su agenda, respondió que, desde luego, una visita al hospital de las Banderas Rojas —el mayor hospital de Pekín— no estaba prevista en su programa, pero, ante la decepción de Ursula, tuvo una última vacilación y cogió el teléfono.
—Está bien —dijo—, voy a consultar al camarada Li-Cheng. Sólo él puede decidir.
Sostuvo una breve conversación en chino con el delegado del Luxingshe, y colgó el receptor con expresión satisfecha.
—El camarada Li-Cheng —anunció con orgullo— no tiene inconveniente en concederle esa visita. Lo único que lamenta es que no se le ocurriera a él, teniendo en cuenta la calidad de médico de madame Lecomte. De acuerdo con su deseo, podrá visitar el hospital mañana o pasado mañana.
—Digamos mañana —decidió Ursula, sin demasiada prisa.
Lecomte no había parpadeado, y acogió la marcha de Fan-Chu con un suspiro de alivio.
—De acuerdo —dijo el chino—. Les ruego que estén preparados a las nueve. Yo mismo voy a ocuparme de esa recepción.
El hecho de haber ganado aquella primera manga no autorizaba a KB-09, por desgracia, a trazar un plan concreto para entrar en contacto con el profesor Runeberg.
Allí estaba el peligro, desde luego, pero en circunstancias semejantes Lecomte confiaba siempre en su intuición personal y en sus reflejos, que le permitían sacar partido de lo que los especialistas de los servicios de información llaman «las situaciones de apoyo».
La primera de aquellas situaciones la provocó el propio Lecomte cuando llegaron al hospital de las Banderas Rojas, a las nueve y media de la mañana siguiente, al encontrarse en presencia del cuerpo médico, cuya dirección asumía el doctor Tchi-Ko.
En el despacho directivo, mientras vaciaban las últimas tazas de té, tras las palabras de bienvenida, Lecomte, por mediación de Fan-Chu, formuló el deseo de permanecer en el vestíbulo hasta el final de la visita.
Su pretexto era el de un desinterés total en materia de medicina, mezclado, creyó oportuno añadir, con un santo horror a los hospitales.
Siguiéndole el juego, Ursula intervino con una punta de ironía:
—Mi marido se olvida de decirles que no soporta la vista de la sangre, ni el olor del éter.
Una expresión confusa pasó por el rostro del doctor Tchi-Ko.
—Como usted quiera —dijo—. Los maridos deben sacrificarse de cuando en cuando para ser agradables a sus esposas, ¿no es cierto? Hasta pronto, profesor Lecomte, y no se impaciente demasiado.
KB-09 aguardó a que Ursula se hubiera alejado en compañía del cuerpo médico. Al quedarse solo, se dirigió al pasillo que desembocaba en el vestíbulo de recepción.
Se cruzó con enfermeros y enfermeras indiferentes a su presencia, fingió interesarse por algunos grabados que adornaban las paredes, encendió un cigarrillo y continuó andando.
Súbitamente, percibió detrás de él un paso menudo que se adaptaba al suyo, y luego llegó a su altura una menuda silueta.
Una voz, apenas audible, murmuró cerca de él:
—¿Continúa siendo Francia un país tan bello?
Un suspiro de alivio brotó de los labios de Lecomte, el cual respondió en el mismo tono:
—Después de China, el más maravilloso del mundo.
¡Tsao-Lin! La enfermera debió enterarse de su llegada, y aprovechaba la ocasión que KB-09 le ofrecía.
Hablando con rapidez, pero separando bien las sílabas para hacerse comprender, Tsao-Lin dijo:
—No vuelva la cabeza, ande más lentamente. Al final del pasillo me veré obligada a separarme de usted.
—En ese caso, no perdamos tiempo. ¿Dónde está ese hombre inscrito bajo el nombre de Amussen?
—¿Se refiere usted al europeo, identificado por el agente Fung-Yen?
—Sí.
—Abandonó el hospital el domingo por la noche.
—¿Adónde le han llevado?
—Lo ignoro.
El rostro de Lecomte se crispó, al mismo tiempo que un manto de hielo se abatía sobre sus hombros.
—¿Por qué no ha advertido al C. G. de Formosa?
Un grupo de enfermeras se acercaba a ellos, y Lecomte notó que Tsao-Lin se rezagaba. La oyó saludar a sus compañeras, diciéndoles algunas palabras que no entendió, y luego volvió a situarse a su altura.
—Imposible —dijo Tsao-Lin—. El agente que aseguraba los enlaces radiofónicos ha sido detenido.
—¿Dificultades?
—No, no ha hablado.
—¿Seguro?
—Cianuro. Pero, por el momento, no podemos movernos.
—¿Qué contactos mantenía Amussen con el exterior? —inquirió Lecomte.
—Sólo se relacionaba con militares dependientes del coronel Wong. No olvide ese nombre. Anote también que Amussen tenía un compañero de habitación. Ese hombre aún está vivo.
—¿De quién se trata?
—Un inglés, William Cooper. Trabaja en China como ingeniero desde hace muchos años. Una sífilis vascular que ha degenerado en trombosis coronaria. Su caso es desesperado.
—¿Número de su habitación?
—El 476… Pero le advierto que es peligroso.
—Señáleme el camino… ¡Aprisa!
Habían llegado al final del pasillo y Lecomte observó que Tsao-Lin vacilaba.
—¡Conteste, aprisa! —repitió KB-09.
La voz le llegó, apenas audible.
—Dentro de diez minutos… en la terraza…
La vio huir delante de él, apresurando el paso, cruzar el vestíbulo y desaparecer en una sala contigua.
Delante de él, enfermos recién llegados, familias enteras en plan de visita, médicos que iban de un grupo a otro, creaban una animación febril.
Escogió un sillón un poco apartado, cogió una revista y volvió distraídamente sus páginas, perdido en sus pensamientos.
Ante todo, debía evitar que sospecharan de él; a los ojos de cualquier observador debía pasar por un individuo tranquilo y relajado.
La cosa resultaba difícil, con las complicaciones que surgían a cada instante, empeorando una situación ya de por sí precaria.
Si se trataba de Runeberg, ¿qué motivos habían tenido para abreviar su estancia en el hospital, y, sobre todo, a qué lugar habían podido conducirle?
Se acodó en la balaustrada cuando reconoció la silueta de Tsao-Lin que se acercaba lentamente al lugar donde él se encontraba, y, por primera vez, observó su aspecto.
Era una muchacha esbelta, bonita y muy simpática. En aquel momento iba cargada con varios frascos. Al llegar a su altura, resbaló y los frascos cayeron al suelo.
KB-09 se precipitó hacia ella y, arrodillándose, la ayudó a reunir sus frascos.
—Ponga atención —dijo Tsao-Lin—. Por el exterior es imposible. Demasiada gente, le verían a usted. Levante la cabeza y mire…
Lecomte obedeció y comprendió inmediatamente. Unos largos pasillos exteriores discurrían sobre las blancas paredes uniendo todas las ventanas, en los cuatro pisos, y, en cada uno de los ángulos de la pared, una escalera de incendios se recortaba en zigzag.
—Escalera número 3. La del fondo, enfrente de usted. Segundo piso. Duodécima ventana —susurró Tsao-Lin, recuperando los últimos frascos—. Yo vigilaré el pasillo que se extiende delante de la habitación 476. A la menor señal de peligro le avisaré. Pero tenga cuidado y dese prisa.
Tsao-Lin se incorporó, obsequió al europeo con una sonrisa de gratitud y se alejó.
CAPÍTULO VIII
Lecomte no pareció prestarle una atención especial y aguardó a que hubiera desaparecido por la primera puerta.
Tenía que dar tiempo a la muchacha para que llegara al segundo piso, y midió aquel tiempo por la longitud de un cigarrillo.
Tras haber dado la última chupada, dirigió una mirada a su alrededor. La terraza estaba vacía. Por el jardín circulaban únicamente algunos enfermos, andando con paso inseguro o sentados en sillas de ruedas.
Lecomte respiró a fondo y decidió entrar en acción sin esperar más.
De todos modos, no podía hacer nada para cambiar aquella «situación de apoyo» que él mismo acababa de crear.
Cruzó la terraza, sin apresurar el paso, llegó al jardín, se adentró por una avenida casi desierta y se encaminó hacia la escalera número 3.
Una última ojeada detrás de él le tranquilizó, y se decidió a actuar. Agarrándose a los peldaños, empezó a trepar sin apresurarse. En el instante en que ponía el pie en el primer balcón el corazón le dio un vuelco.
Una obesa enfermera salió por una puerta encristalada con un lío de ropa sucia debajo del brazo.
Con la garganta anudada por la inquietud, Lecomte se ocultó de un salto detrás de la escalera de incendios, pero la imponente matrona le volvió la espalda y se alejó sin haber notado su presencia.
La vio introducirse en otra habitación, diez metros más lejos, y exhaló un suspiro de alivio mientras reanudaba su ascensión.
Finalmente, en el segundo piso, Lecomte se orientó rápidamente y localizó la habitación del llamado Cooper. Se encontraba a una treintena de metros, pero aquella distancia asumía súbitamente proporciones espantosas, ya que el llegar hasta allí significaba cruzar por delante de varias ventanas, multiplicando así las posibilidades de que le vieran.
Un enfermo, una enfermera, un médico, alguien podía verle, extrañarse, inquietarse, llamarle, formularle unas preguntas…
Pero no tenía elección, y debía seguir el movimiento que se había impuesto.
Rascándose la frente, de modo que la mano derecha cubriera parte de su rostro, echó a andar por el pasillo exterior con paso firme y decidido, contó once habitaciones y alcanzó la duodécima con un nuevo suspiro de alivio.
Su cuerpo estaba empapado en sudor y una sensación desagradable le mordisqueaba el estómago. Asomándose a la ventana, echó una ojeada al interior de la habitación. De las dos camas que contenía, sólo una estaba ocupada. Por espacio de unos segundos, Lecomte observó al personaje.
Alrededor de cincuenta años, rostro enrojecido, sanguíneo…, dos ojos pálidos hundidos bajo la frente, la expresión desalentada de un hombre marcado por la enfermedad y el sufrimiento.
Su mirada febril estaba clavada en el techo, y apenas hizo un leve movimiento de asombro cuando Lecomte irrumpió en la habitación.
KB-09 se acercó, se inclinó sobre el lecho y respiró a fondo: de los próximos segundos iba a depender su éxito o su fracaso.
—M. Cooper, ¿está en condiciones de contestarme? Por favor, el tiempo apremia, haga un esfuerzo.
Un leve resplandor asomó a las descoloridas pupilas. El hombre trató de levantar la cabeza.
—¿Quién…, quién es usted?
—Un amigo. No puedo explicárselo, pero debe confiar en mí.
—Usted…, viene usted de parte de Martha, ¿verdad? ¿Por qué no ha venido aún? ¿Por qué? Se lo he dado todo…, todo lo que poseía… ¿Qué más quiere usted? Sólo quiero que me dejen morir en paz…, que me dejen…
—No se trata de Martha, Cooper, escúcheme.
El hombre se incorporó sobre un codo y miró a Lecomte ávidamente. Ahora, su rostro reflejaba una intensa sorpresa.
—Usted no es uno de esos malditos amarillos… Entonces, ¿quién le envía? ¿La Embajada? ¡Oh, Dios del cielo! Ayúdeme, ayúdeme…
Su cabeza había vuelto a caer pesadamente sobre la almohada. Su voz era un susurro apenas audible.
—He tratado de avisar a la Embajada —declaró—, pero me ha sido imposible… Todos esos amarillos a mi alrededor… sin cesar… Usted es el único blanco que ha entrado aquí… desde… ¡Oh, sí! Desde que yo…
—Tranquilícese, Cooper.
El puño de Lecomte se hizo más firme.
—Soy un amigo de Amussen, he venido por eso. ¿Adónde se lo han llevado? ¿Le hizo alguna confidencia?
—Embajada sueca, ¿verdad?
KB-09 inclinó la cabeza.
—Sí.
—Entonces, escúcheme. Le vigilaban también… Unos militares… y además una enfermera, día y noche… Le habían puesto aquí porque no había sitio… No podíamos tener el menor contacto… Ignoro lo que han hecho con él… Pero antes de marcharse…, el domingo…, fue antes de mi recaída…, creyó que yo iba a sanar y que podría ayudarle…
—¿Ayudarle en qué? ¡Conteste, por el amor de Dios!
El inglés suspiró. El esfuerzo que realizaba era casi sobrehumano.
—¡Un…, un papel! Aprovechando que la enfermera de guardia se ausentó unos instantes… Sólo pudo decirme: «Cooper…, haga lo imposible… Es muy grave… Tome este papel… y llévelo a la Embajada sueca en cuanto salga». Le juré que lo haría, pero…
—¿Dónde está ese papel?
Cooper apartó las sábanas, levantó la chaqueta de su pijama y palpó febrilmente su cintura, del lado del hígado.
—He hecho lo mismo que él… Lo he deslizado en el dobladillo… Me han cambiado el pijama todos los días…, pero cada vez me las he arreglado para conservarlo… Ayúdeme… Está aquí…, pase los dedos por la abertura que he practicado.
Los dedos de Lecomte se insertaron en la tela, hurgaron ávidamente y encontraron el pequeño papel, doblado en cuatro.
Pero, dado lo estrecho del dobladillo, se deslizaba con dificultad, y Lecomte se sintió tentado de desgarrar la tela para acabar de una vez. Pero no tuvo tiempo de hacerlo.
La puerta se abrió violentamente y Tsao-Lin entró como si la persiguiera el propio diablo. Sus facciones reflejaban un pánico cerval.
—¡Aprisa, aprisa! —susurró—. Márchese, vienen hacia aquí…
Rumor de pasos en el corredor. Alguien iba a entrar de un momento a otro. Reprimiendo un juramento, KB-09 se precipitó hacia la ventana y salió al pasillo exterior.
Inmediatamente, resonaron unas voces de hombre en la habitación, y la rápida ojeada que dirigió a través de los visillos de muselina hizo comprender a Lecomte que era inútil insistir.
¡Al menos de momento!
Dos enfermeros, ayudados por Tsao-Lin, estaban colocando a Cooper sobre una camilla con ruedas, seguramente para conducirle a la sala de cardiología.
No insistió. Mordiéndose los labios, dio media vuelta, alcanzó la escalera de incendios, bajó al jardín y se dirigió hacia el vestíbulo, donde se mezcló con la multitud de los visitantes.
Se esforzó por conservar una actitud normal, escogió un asiento, tomó una revista y empezó a maldecir entre dientes.
Sin embargo, nada se había perdido, y depositó toda su esperanza en Tsao-Lin para permitirle recuperar el mensaje oculto en el pijama de Cooper.
Para ella, la cosa resultaría muy fácil, pero sería necesario que tuviera la posibilidad de volver a establecer contacto con él.
Ansiosamente, vigiló el vestíbulo por espacio de una hora, salió incluso a la terraza varias veces, pero el agente de los «Turbantes Amarillos» permaneció invisible.
Transcurrió otra hora, y cuando Lecomte reconoció a Ursula que llegaba en compañía del doctor Tchi-Ko y de otros dos médicos, se sintió invadido por una inmensa desesperación.
Esta vez, no había solución. A no ser…
La idea se le ocurrió mientras el doctor Tchi-Ko le decía amablemente:
—Su esposa es muy inteligente, profesor, y los puntos de vista que hemos intercambiado han sido realmente apasionantes, hasta el punto de que debo reconocer que, paralelamente a la nuestra, la medicina occidental ha hecho también enormes progresos. Lamento que tengamos que interrumpir esta visita, pero me atrevo a esperar que volverán ustedes antes de marcharse.
KB-09 miró a Ursula, cuyos ojos sentía clavados en los suyos desde hacía unos instantes, y luego transmitió por medio de Fan-Chu:
—Muy amable por su parte, doctor. Pero ¿por qué no aprovechar esta jornada? Estoy convencido de que a mi esposa le encantaría continuar esta visita.
Era la carta obligada, y Ursula, que había adivinado las intenciones de Lecomte, creyó oportuno apoyar sus palabras.
—En efecto, nada me complacería más, doctor. Me gustaría mucho presenciar esa operación de riñón que me ha anunciado usted.
Tchi-Ko tuvo una breve vacilación, y luego hizo un gesto conciliador.
—Sea —dijo—. No me he atrevido a proponérselo a fin de no abusar de la paciencia del profesor Lecomte. Pero, ya que insiste usted, y dado que la operación no se llevará a cabo hasta las dos de la tarde, pueden almorzar ustedes aquí, en el refectorio del personal. Para nosotros será un gran honor tenerles como huéspedes. Pero, entretanto, y puesto que disponemos de un poco de tiempo, pensaba enseñarles el nuevo depósito de cadáveres que acabamos de inaugurar.
Se volvió hacia KB-09, sonriendo.
—Desde luego, lo que les propongo no es divertido, pero ofrece la ventaja de ser muy instructivo. El nuevo procedimiento que hemos desarrollado para la congelación de los cadáveres les asombrará. Podrá anotar en su libro que nuestro hospital es el único establecimiento del mundo que lo posee.
De mala gana, Lecomte supo resignarse a aceptar aquella visita. Lo esencial era ganar tiempo, dando así ocasión a Tsao-Lin de renovar el contacto.
Salieron del vestíbulo, cruzaron el jardín y llegaron a un pequeño edificio aislado en medio de los cuadros de césped, mientras el doctor Tchi-Ko seguía dando diversos detalles sobre el procedimiento de congelación.
Pero Lecomte, perdido en sus reflexiones, no le escuchaba. Pensaba en Runeberg, ya que ahora no podía subsistir la menor duda. Runeberg y Amussen eran una misma persona, y el mensaje transmitido a aquel ingeniero inglés debía de ser de una importancia capital para que Runeberg hubiera tenido la intención de hacerlo llegar a la Embajada sueca.
Demostraba, además, que el sabio sueco había trabajado en China contra su voluntad, y que siempre alimentó la secreta esperanza de alertar al mundo libre sobre los terribles peligros que le amenazaban.
Pero ¿cómo volver a encontrar su rastro? El único nombre que le había indicado la enfermera era el del coronel Wong. Mas ¿dónde estaba ese coronel Wong? ¿Y quién era?
En el interior del depósito de cadáveres, Tchi-Ko continuaba hablando.
—Aquí respetamos las voluntades de todo el mundo. Los extranjeros pueden estar seguros de nuestro respeto a sus costumbres y a sus religiones. Ni siquiera nos oponemos a la incineración, como algunos pretenden. Mire, creo que usted va a tener un ejemplo de nuestra comprensión.
Un chirrido de ruedas hizo volver a Lecomte. Dos enfermeros acababan de penetrar en el depósito, empujando una camilla con ruedas. Bajo la blanca sábana, se adivinaba la forma de un cuerpo.
—Es un europeo —explicó Tchi-Ko—, un hombre que trabajaba en nuestro país desde hacía mucho tiempo. Pidió que le vistieran antes de morir, y luego ser incinerado en presencia de su esposa, cosa que haremos en cuanto llegue.
Tiró de la sábana con un golpe seco, y bruscamente Lecomte experimentó la sensación de que su corazón había dejado de latir.
¡El cadáver que acababan de descubrir no era otro que el de William Cooper!
Con el estómago revuelto, KB-09 había tragado el menú del refectorio sin el menor apetito, y había soportado con fingido interés una conversación lacónicamente traducida por Fan-Chu.
¡Vigilante, aquel Fan-Chu! Sus ojos no perdían de vista a Lecomte, y éste se las vio y se las deseó para localizar a Tsao-Lin, perdida en medio de una larga hilera de mesas.
Cruzando su mirada con la de Lecomte, la muchacha había esbozado un gesto casi imperceptible. Un rápido movimiento que Lecomte había traducido con bastante facilidad.
«Después del almuerzo, en el vestíbulo».
Fue lo que decidió hacer cuando, a las dos menos cuarto, el doctor Tchi-Ko se puso en pie, después de tomar la tradicional taza de té. La delicada operación que debía efectuar no podía esperar, y no se permitió insistir cerca de Lecomte.
Se disculpó cortésmente y se marchó en compañía de Fan-Chu y de Ursula.
¡Pobre Ursula! Continuaba representando su papel, a pesar de la absoluta incomprensión en que se debatía, y KB-09 admiró el tranquilo valor de aquella muchacha cuya vida se estaba jugando, en aquel momento, además de la suya propia.
Pero debía correr aquel doble riesgo, y sin la menor vacilación regresó al vestíbulo para encontrarse con Tsao-Lin.
Al principio no la vio en medio de todo aquel ir y venir y de aquella multitud de amarillos amontonados sobre los bancos.
Luego se dirigió a la terraza, y terminó por distinguir a la enfermera junto a una anciana miserablemente vestida y rodeada de cuatro niños que lloraban a coro, a pesar de sus esfuerzos desesperados.
Uno de los chiquillos llevaba el brazo vendado, y Lecomte aprovechó aquella oportunidad para acercarse a Tsao-Lin. Se agachó delante del niño, esforzándose en consolarle, y, entre dos gestos tranquilizadores, le ofreció una tableta de goma de mascar. El chiquillo pareció calmarse y masticó con una clase de placer desconocido. Los esfuerzos de Lecomte se vieron secundados por Tsao-Lin, la cual se inclinó y acarició la cabeza del niño. La madre, aliviada por aquella ayuda inesperada, concentró sus esfuerzos en los otros tres retoños.
—Cooper ha muerto —anunció Tsao-Lin en voz baja—. Le ha fallado el corazón en la sala de cardiología.
—Lo sé. Estaba visitando el depósito de cadáveres cuando lo llevaron allí.
—Entonces, ¿por qué se ha quedado?
—Un papel deslizado en el dobladillo de su pijama. Esta mañana no me dio tiempo a sacarlo. Llegó usted en el momento en que iba a hacerlo.
Tsao-Lin frunció las cejas y dirigió una rápida mirada al vestíbulo.
—Ya comprendo por qué pidió que le vistieran antes de morir.
—¿Dónde está ese pijama?
Una caricia al niño.
—Con los objetos personales de Cooper. Todo tiene que ser devuelto a su esposa. La esperamos de un momento a otro.
—Necesito ese papel, cueste lo que cueste. Confío en usted.
—¡Imposible! La maleta está ya en la oficina de recepción. Hay demasiado personal.
—Inténtelo. Le repito que necesito ese papel.
Tsao-Lin se incorporó, y su rostro se crispó.
—Demasiado tarde —susurró.
Lecomte siguió la dirección de su mirada. Estaba clavada en la entrada principal, por donde acababa de aparecer una joven morena, una europea de rostro enérgico cuyo vestido negro subrayaba un cuerpo de nadadora de fondo. Se dirigió directamente hacia la oficina de recepción.
—¡Martha Cooper! —adivinó Lecomte—. No importa, déjelo correr, yo mismo me ocuparé de ello.
—¿Qué va usted a hacer?
—Procúreme la dirección de los Cooper.
—Será muy fácil. Dentro de una hora, en los lavabos. Entre usted primero.
Tsao-Lin se perdió entre la multitud, mientras el pequeño chino se ponía de nuevo a berrear.
Acababa de tragarse su goma de mascar. Lecomte palmeó su mejilla.
—No te preocupes, amiguito, no pasa nada. Es la falta de costumbre, ¿sabes?
La madre dejó escapar un gruñido.
—Chi-a-ho![14] —exclamó.
Prudente, Lecomte prefirió no insistir.
CAPÍTULO IX
Sesenta minutos más tarde, el asunto estaba arreglado.
En posesión de las señas de Martha Cooper, Gerard Lecomte podía ahora esperar sin miedo el regreso de Ursula.
Cosa que hizo quemando cigarrillo tras cigarrillo en el amplio vestíbulo principal, lleno de gente. Alrededor de las cinco de la tarde, tras un último intercambio de buenas palabras, pudo despedirse finalmente del eminente doctor Tchi-Ko y de sus colaboradores.
En el camino de regreso Lecomte adivinó, en la actitud de Ursula, una inquietud mezclada con un creciente nerviosismo, pero la presencia de Fan-Chu prohibía toda confidencia.
En el pabellón, la prudencia era asimismo de rigor. Después de haberse librado del pegajoso Fan-Chu con el pretexto de una velada íntima y conyugal, KB-09 corrió en busca del detector de ondas cortas.
En cuanto lo tuvo en sus manos, su rostro se crispó. La aguja oscilaba en el cuadrante alrededor de la graduación roja. «Graduación peligro». Esta vez, sin error posible, el diminuto espía eléctrico traicionaba la presencia de un microemisor en alguna parte del pabellón.
Por la ojeada que le dirigió, Ursula comprendió inmediatamente, pero no había que alertar a los tipos que debían permanecer a la escucha, y KB-09 preguntó, en tono tranquilo:
—¿Estás cansada, querida? Adivino que la jornada ha sido agotadora para ti.
Ursula entró en el juego, mientras Lecomte enfocaba el detector en todas direcciones.
—Un poco… Pero, era tan formidable… ¡Oh, amor mío, cómo he lamentado que no estuvieras conmigo!
—Mañana nos desquitaremos. Fan-Chu nos ha prometido hacernos visitar los museos más importantes de la ciudad. Estoy convencido de que China merece ser mejor conocida de los europeos.
Se agachó delante de un mueble y se colocó a cuatro patas, mientras Ursula confinaba en el mismo tono:
—Es lo que me decía el doctor Tchi-Ko. Un hombre extraordinario, entre paréntesis, y un verdadero genio. Y, además, desde mi punto de vista, un tipo muy interesante.
—Si continúas así, vas a ponerme celoso, tesoro…
—¡Gerard! Sabes perfectamente que sólo te quiero a ti.
Lecomte se volvió. Sostenía en su mano una minúscula caja cuadrada, provista de una ventosa magnética.
La dejó sobre la alfombra, a su lado, y sacó de su bolsillo su cortaplumas universal.
—Vamos, acércate a decirme eso al oído… y en seguida, tesoro… Así… ¡Qué agradable es tenerte en mis brazos…! Eres tan guapa, querida…, tan guapa…
Reflexionaba, mientras invitaba a Ursula a continuar.
—Gerard… ¡Oh!, ¡no! ¡Ahora, no! Por favor…, sé razonable…, tengo que preparar la cena.
Lecomte abrió delicadamente la caja; sus dedos hurgaron en los diminutos mecanismos.
—Ursula, por favor, no estropees este momento…
—¡Gerard!
—¡Ursula!
Lecomte cogió el microemisor, lo acercó al rostro de Ursula y luego pegó sus labios decididamente a los de la joven, la cual pareció quedar paralizada por la audacia de su falso marido.
—¡Vamos! —susurró entre dos besos.
Se oyó un ligero chasquido y Lecomte se puso en pie de un salto.
—¡Corten! —dijo—. La escena 2 ha terminado.
Ursula se incorporó, a su vez, con los puños en las caderas y una rara expresión en el rostro.
—Bueno…, no creo que el beso fuera tan necesario —murmuró.
—Desengáñese. Esos aparatos son ultrasensibles y había que actuar de un modo real. El ruido de un beso no engaña a nadie cuando no es natural… Pero tengo que reconocer que ha representado estupendamente su papel. Ahora, esos caballeros deben de estar convencidos de nuestra absoluta buena fe, y el silencio que registran traduce muy bien el desarrollo de nuestra… Bueno, ¿qué nombre le da usted?
—¡Idiota!
Lecomte se echó a reír.
—Vamos, no se enfade… Entre marido y mujer es una cosa normal.
Ursula suspiró y señaló el emisor.
—¿Qué es lo que ha hecho?
Fuera, la noche caía rápidamente. Lecomte encendió la luz.
—¡Oh! Poca cosa… —dijo—. Me he limitado a bloquear la emisión gracias a algunos conocimientos que poseo. Uno de estos días se darán cuenta de que el aparato se ha estropeado, pero nunca sabrán por qué. Lo esencial era tranquilizarles, y no creo que reincidan.
Ursula movió la cabeza en señal de asentimiento y luego preguntó:
—¿Quiere explicarme lo que ha hecho hoy? Me muero de impaciencia.
Lecomte sirvió dos vasos de Dubonnet e hizo un rápido relato de la situación, sin omitir ningún detalle. Al final, sacó el papel con la dirección garabateada por Tsao-Lin.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Ursula.
Lecomte se encogió de hombros.
—No puedo elegir. Lo primero que tengo que intentar es la recuperación de ese pijama.
—¿Qué pretexto va a invocar? ¿Le confesará la verdad a Martha Cooper?
Lecomte se sirvió un segundo vaso y empezó a apurar su contenido a pequeños sorbos.
—Teóricamente, no —murmuró—. En primer lugar, ella no me creería, y en segundo término el riesgo es demasiado grande. Necesito su confianza. Dígame, ¿qué clase de medicamentos se utilizan para una sífilis vascular?
Ursula reflexionó.
—Ungüento gris, llamado también ungüento mercurial a 0,50, inyecciones de aceite gris sublimado en pomada…
—¿Huellas?
—Sí, en el sudor.
—Bien, creo que ya lo tengo. De todos modos, procuraré que dé resultado.
Se acercó rápidamente a una ventana y apartó ligeramente los visillos.
—Apague la luz —susurró.
Ursula obedeció inmediatamente. Lecomte la atrajo hacia él y señaló la casa de enfrente. Sobre la oscura fachada brillaba una sola luz, en el segundo piso. A través del cristal se dibujaba una silueta inmóvil.
Sin pronunciar una sola palabra, arrastró a Ursula al primer piso, echó una ojeada y señaló a otras dos siluetas apostadas detrás de la verja del jardín. Junto a la acera había un vehículo estacionado, con las luces apagadas.
Lecomte murmuró:
—Lo que yo imaginaba. Vigilancia completa desde el exterior. De todos modos, voy a chasquearles.
—¿Las alcantarillas?
—Desde luego…
Lecomte dejó transcurrir unos segundos y añadió:
—Antes de separarnos, debo decirle algo a propósito de Fan-Chu.
—¿Qué pasa?
—Tsao-Lin me ha advertido, en los lavabos. Es un hombre muy peligroso, que puede acarrearnos dificultades. Tsao-Lin opina que, si podemos librarnos de él sin llamar la atención, los «Turbantes Amarillos» podrán enviarnos a alguien que pertenece a su organización.
—¿Otro tipo del Luxingshe?
—Lo habían previsto ya, pero a última hora se estropeó la cosa. El individuo en cuestión se llama Siang, y podremos reconocerle por la hoja de betel que nos ofrecerá al presentarse. Pero antes debemos eliminar a Fan-Chu.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Ursula.
—Para eso, cuente conmigo —dijo—. En mi maletín tengo la digitalina suficiente para intoxicar a todo el barrio. Para él, bastarán unas gotas en una bebida cualquiera.
—Pero…
—Es prácticamente insípida. Tardará quince días en reponerse.
Regresaron a la planta baja, donde Lecomte se apoderó de una linterna que llevaba en una de sus maletas. Dirigió una última sonrisa a la joven, salió al patio y, una vez en la cueva, accionó el mecanismo que regulaba la abertura secreta.
Lecomte cerró detrás de él y encendió su linterna.
Se encontraba en un largo pasadizo abovedado, de piedras húmedas y sucias.
Por el suelo discurría un canalón lleno de agua pestilente, que emitía un hedor casi insoportable.
Superando la sensación de náusea que le invadía, KB-09 desplegó el plano que le había entregado Darbois y se orientó rápidamente.
La salida que le habían aconsejado se encontraba a unos trescientos metros de distancia, en dirección Norte.
Lecomte se adentró resueltamente por el angosto pasillo que bordeaba el canalón, luchando contra la piedra húmeda y resbaladiza, como si anduviera sobre una pista de patinaje.
Pronto tuvo que inclinar la cabeza, ya que la galería se estrechaba poco a poco, lo cual hacía aún más penosa su marcha.
Avanzó lentamente, se detuvo dos veces para frotarse la nuca dolorida y calculó de nuevo la distancia con la ayuda del plano.
Y siempre aquel hedor espantoso… Era para vomitar.
Finalmente, el haz de su linterna iluminó una pequeña escalera de piedra que conducía a otra galería, y comprendió que se acercaba a su objetivo.
Subió lentamente y se encontró en otro pasadizo, con un gran colector central erizado de una multitud de conexiones.
Avanzó entre las tuberías, para desembocar en un angosto pasillo vertical que daba a una boca de acceso.
Lo más peligroso, ahora, era salir al exterior sin dejarse ver, pero Lecomte confiaba en las seguridades que le había dado Darbois.
En cuanto hubo ascendido por la escalerilla de hierro, se apalancó contra una de las paredes y apoyó las dos manos en la tapadera de hierro.
La tapadera resistió a sus primeros esfuerzos, pero terminó por alzarse lentamente, y Lecomte, a través del intersticio, dirigió una mirada a su alrededor.
Vio la verja de un parque, a unos metros de distancia, y luego la acera que discurría a lo largo de una calle desierta.
Nada. Nadie.
Lo más tranquilizador era la zona de sombra en la cual estaba sumida aquella parte de la calle.
Bruscamente, el ruido de un motor le obligó a dejar caer la tapadera. Un camión penetró en la calle y pasó por encima de él.
Afortunadamente, los vehículos a motor escaseaban en las calles de Pekín y, en cuanto volvió a hacerse el silencio, Lecomte se decidió.
Unos segundos más tarde surgía por el orificio, volvía a colocar la tapadera sobre sus soportes y se deslizaba a lo largo de la verja del parque.
La siguió hasta una esquina, cruzó la calle y se adentró en una avenida contigua cuya circulación era bastante reducida y estaba compuesta principalmente de ciclistas y de carritos de mano.
Se mezcló con los peatones, su sombrero de paja trenzada caído sobre los ojos, y esperó un centenar de metros más para hacer seña a un ciclo-taxi que pasaba vacío.
El amarillo le miró con aire asombrado, al cual se mezclaba cierta vacilación, como si no se decidiera a admitir como pasajero a uno de aquellos «narices largas»[15] que «huelen a carnero». Pero KB-09 se instaló resueltamente en el asiento, y el amarillo anotó la dirección que le daba y partió con la agilidad de un Anquetil de sus mejores tiempos.
El trayecto duró un cuarto de hora, y el pedaleo cesó en la esquina de la calle que Lecomte había indicado.
Como medida de precaución, prefirió hacer el resto del camino a pie, con un cigarrillo entre los labios, después de haberse librado de su campeón ciclista.
CAPÍTULO X
Lecomte no tardó en localizar el pabellón de los Cooper, construido en el mismo estilo que el suyo.
Distinguió una luz en la planta baja, detrás de los visillos finos, casi transparentes.
Una silueta pasó, alta y esbelta, cuando se decidió a llamar a la verja.
Dejó transcurrir una decena de segundos, pulsó por segunda vez el timbre y, finalmente, se abrió una puerta.
La misma silueta se dibujó en el rectángulo de luz, vaciló unos instantes y luego echó a andar en su dirección, haciendo crujir la grava.
Era Martha Cooper. Lecomte la reconoció fácilmente cuando se presentó detrás de la verja.
Llevaba un largo vestido negro muy ajustado, y cuyo único adorno consistía en un clip de bisutería prendido al hombro derecho.
El clip tenía el mismo reflejo que los ojos de ágata de la joven, a la luz de la luna.
Lecomte se inclinó ligeramente.
—Es usted la señora Cooper, ¿verdad?
Ella le miró con una mezcla de sorpresa y de inquietud.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Gerard Lecomte, soy arqueólogo, y estoy en Pekín de paso. ¿Puede recibirme?
—Pero, yo…
—Deseo hablarle a propósito de su marido.
—Mi marido ha muerto, y…
—Lo sé, señora Cooper —se apresuró a interrumpirla Lecomte—. Mi esposa y yo nos encontrábamos en el hospital esta mañana y nos hemos enterado de la noticia. Permítame, en primer lugar, darle mi más sentido pésame.
Una pálida sonrisa vagó por los labios de Martha Cooper.
—Gracias, es muy amable por su parte, caballero. ¿Conocía usted a mi pobre William?
—No, en absoluto, pero lo que me trae aquí es muy importante… Por favor…
Martha Cooper vaciló, miró hacia ambos lados de la calle y luego abrió la verja de par en par.
—¿No va usted acompañado? —se asombró.
—No —respondió Lecomte, encogiéndose de hombros—. He aprovechado un relajamiento de la vigilancia. Me gustaría que ignoraran que he venido aquí.
Un brillo de interés pasó por los ojos de Martha; luego hizo una seña a KB-09 invitándole a pasar al interior del pabellón.
En el amplio salón donde penetraron, un quemaperfumes esparcía un olor dulzón, casi mareante.
Un gato siamés ronroneaba sobre un sofá, y unos periquitos multicolores gorjeaban en una jaula dorada.
Lecomte deseó que aquéllos fuesen los únicos habitantes del pabellón, además de Martha, y la joven debió de adivinar su pensamiento, ya que, tras señalarle un asiento a su visitante, se lo confirmó.
—Vivo sola en este pabellón —dijo.
Y al ver que Lecomte no abría la boca, añadió:
—Puede hablar sin temor. Le escucho.
La tristeza que trataba de poner en su voz, lo mismo que sus modales de viuda desolada, no engañaban. No había la menor pena en su corazón, y Lecomte pensó que se imponía la prudencia.
—Verá —dijo—, mi esposa es médica, y esta mañana ha tenido ocasión de ver a su marido en el hospital, poco antes de su muerte. El diagnóstico era el de una trombosis coronaria que tenía su origen en una enfermedad venérea, ¿no es cierto?
Martha Cooper inclinó la cabeza y murmuró:
—Una sífilis vascular, en efecto.
Hizo una breve pausa, sosteniendo la mirada de Lecomte.
—¿Debo darle detalles a ese respecto?
—No, ninguno. Lo que interesa a mi esposa no es la vida privada de su marido, sino su muerte.
—¿Qué quiere usted decir?
Lecomte compuso una sonrisa turbada.
—Mi esposa opina que la muerte de su marido no se ha debido a una trombosis, sino más bien a…, bueno, ¿cómo se llama eso? Sí…, una intoxicación mercurial…, creo que ésas fueron sus palabras.
La joven frunció la frente, mientras Lecomte añadía:
—Desde luego, se trata de una simple hipótesis, pero los síntomas que presentaba su marido denunciaban el abuso de ciertos medicamentos a base de mercurio. Es posible que una dosis demasiado fuerte de sublimado haya provocado la muerte por intoxicación, lo cual estaría en evidente contradicción con el diagnóstico oficial.
—¿Quiere usted insinuar que se trataría de un error de tratamiento?
Lecomte hizo un gesto tranquilizador.
—Le repito que no hay nada absolutamente cierto. Pero mi esposa está elaborando precisamente una tesis acerca de las intoxicaciones de ese tipo, y el caso de su marido le interesa mucho.
En Martha, era ahora evidente que la inquietud había cedido el paso a la curiosidad, y las palabras de Lecomte habían producido en la joven su efecto.
Martha Cooper preguntó:
—¿Se ha referido usted a unos síntomas?
—Desde luego.
—¿Cuáles?
Lecomte se vio obligado a improvisar.
—Pues bien, entre otros, la rotura de los vasos en el cristalino, el azulado de las uñas y, sobre todo, los sudores… con el olor que desprenden. Una terapéutica a base de mercurio deja siempre rastros en el sudor, el hecho es conocido.
Martha sacudió pensativamente la cabeza.
—Temo que les resulte difícil probar la intoxicación.
—No tratamos de probar nada, señora Cooper. De todos modos, su marido estaba condenado, y nuestra intención no es tampoco la de contradecir a los médicos chinos que se han ocupado de él. Debe usted comprenderlo fácilmente. Pero si consiguiéramos, por ejemplo, analizar los vestidos que llevaba el desdichado en el instante de su muerte, es seguro que ello aportaría un elemento de peso a la tesis de mi esposa.
—¿Una prenda de ropa?
—Sí, de entre las que han debido entregarle esta mañana. Un camisón, un pijama, quizás…
Martha enarcó las cejas.
—Un pijama, en efecto, pero…
Hizo una breve pausa.
—No…, no tengo ningún inconveniente en entregárselo. Lo malo es que tendrá que volver mañana.
—¿Mañana?
—Sí. Al salir del hospital pasé por la oficina de la Compañía donde trabajo. Dejé allí la maleta. Estaba tan desolada… Lo comprende, ¿verdad? Ha sido un golpe tan brutal…
—En efecto, lo comprendo.
—Debo decirle que estoy empleada como jefe de servicio en una fábrica de aviación, en la que también trabajaba William. Obtuvimos el contrato hace diez años con el Ministerio de la Guerra. En aquella época efectuaron una llamada a especialistas extranjeros. ¿Lo recuerda? Era realmente interesante…
KB-09 sacudió la cabeza. No parecía prestar atención a la turbación de la joven.
—No lo dudo —dijo—. Para haber resistido diez años en este país, tenía que serlo.
—Yo estaba de viaje desde hacía ocho días —continuó Martha—. Ignoraba la recaída de mi marido… Esta mañana, al regresar, me he enterado de la triste noticia.
Sacó del bolsillo un pañuelito de encaje, se frotó los ojos, suspiró.
—¡Oh, es espantoso! ¡Espantoso! ¡Pobre William!
Sollozó brevemente, y luego se esforzó en sonreír mientras seguía jugueteando con el pañuelo.
—De acuerdo —dijo finalmente—, tendrá usted el pijama. Vuelva mañana por la tarde; es sábado y no trabajo. Salude a su esposa de mi parte, profesor.
Lecomte se inclinó, comprendiendo que la entrevista había terminado.
Mientras cruzaba el patio, en dirección a la verja, acompañado por Martha Cooper, Lecomte maldecía para sus adentros el contratiempo que le obligaba a dejar para el día siguiente la recuperación de la valiosa prenda. Pero, las circunstancias mandaban. No podía elegir, y se esforzó en fingir una jovialidad que no sentía, deshaciéndose en excusas y en frases de gratitud.
Unos instantes más tarde, un ciclo-taxi le conducía rápidamente a la plaza del Oriente Rojo.
CAPÍTULO XI
El regreso al pabellón se había efectuado sin el menor incidente, y eran cerca de las once de la noche cuando KB-09 salió del sótano.
Cuando entró en la sala principal, Ursula salió de su habitación y suspiró profundamente.
—¡Alabado sea Dios! —murmuró—. ¡Ya ha regresado usted! No puede imaginar lo preocupada que estaba.
—Tranquilícese, todo ha ido bien. La propia Ariana lo habría resuelto sin la ayuda de ningún hilo.
—¿Tiene usted el documento?
Lecomte sacudió negativamente la cabeza, se sirvió un Dubonnet al cual añadió un chorrito de vodka, e informó a la joven de su semifracaso.
—¿Cree usted realmente que se ha tragado su historia?
—Es posible.
—¿Qué clase de mujer es?
Lecomte acabó de vaciar su vaso, se quitó la americana y se dejó caer en una butaca.
—No tiene nada que ver con la madre hogareña o la esposa modelo. Una buena actriz, capaz de llorar por encargo. En una palabra, muy peligrosa.
Irguieron la cabeza al mismo tiempo. En aquel instante, en la calle, resonaron unos gritos, un tumulto desacostumbrado.
Se precipitaron hacia la ventana para echar una ojeada a través de los visillos.
A la luz de un farol, Lecomte reconoció un grupo de guardias rojos, portadores de brazales y de banderolas.
Se habían reunido delante del pabellón, gritando y gesticulando, y algunos hacían gestos de amenaza.
—¿Qué significa eso? —murmuró Ursula.
—¡Sssst!
Súbitamente, varias siluetas se izaron por encima de la verja y saltaron al jardín. Un ruido de cristales rotos, y una piedra cayó en la estancia.
Lecomte empujó a Ursula:
—Métase en el dormitorio y no se mueva —dijo.
En aquel mismo instante, dos energúmenos acababan de romper el cristal de una ventana e irrumpieron en la sala.
Lecomte salió a su encuentro, pero no tardaron en aparecer otros dos chinos. Uno de ellos pretendió escupir sobre Lecomte, blandiendo una porra, pero sólo pudo esbozar el gesto.
Una llave en el brazo, y el individuo cayó pesadamente de espaldas en medio de la habitación.
Cuando iba a levantarse, el pie de KB-09 le golpeó en pleno rostro.
Su compañero reaccionó inmediatamente; su porra golpeó la nuca de Lecomte, el cual cayó de rodillas con un gruñido de cólera.
Su agresor se había dejado caer sobre él, dispuesto a golpear por segunda vez, pero Lecomte rodó sobre sí mismo y, en la fracción de segundo que siguió, la porra rozó su oreja y se estrelló contra el suelo, mientras el tipo que la empuñaba profería un grito de dolor.
Lecomte no le dio tiempo a recobrarse; poniéndose en pie de un salto, su puño derecho se estrelló contra la mandíbula del chino, el cual se desplomó como un saco.
Lecomte se volvió rápidamente. Un tercer chino avanzaba hacia él, lentamente, con los brazos separados como un luchador sobre el ring.
KB-09 le estudió rápidamente, tratando de adaptar sus reflejos a los movimientos del individuo. Amagó deliberadamente con la izquierda, engañándole con una falsa maniobra.
El chino, desconcertado por aquel ataque imprevisto, se dejó caer con todo su peso, consciente de su fuerza y de su agilidad. Se dio cuenta de la trampa demasiado tarde. El pie de KB-09 salió disparado para un golpe bajo sin piedad… En aquel preciso instante, una voz sonora resonó en medio de la estancia.
Lecomte se volvió rápidamente. Se encontró cara a cara con un oficial de la policía, enmarcado por dos de sus hombres.
Al mismo tiempo resonaron unos furiosos pitidos en el jardín, mientras por todas partes brotaban unas órdenes imperativas.
El oficial se dirigió a Lecomte en un pésimo francés. Su rostro expresaba la mayor de las confusiones.
—Profesor, lamento muchísimo lo ocurrido, pero puedo asegurarle que no volverá a repetirse. Olvídelo, por favor…
Lecomte, con las mandíbulas crispadas, exclamó:
—¿Qué significa todo esto?
El policía se volvió hacia Ursula, que acababa de abrir la puerta del dormitorio. Alzó los brazos en un gesto de súplica.
—Perdone, madame. No son más que unos jóvenes revolucionarios que exigen el cierre de los pabellones individuales, como éste. Estos lugares atestiguan aún antiguas costumbres burguesas y capitalistas, contra las cuales luchamos desde hace años, como ustedes saben. Pero esos jóvenes no tenían ninguna mala intención en lo que respecta a ustedes, puedo garantizárselo. Sólo algunos gestos lamentables dictados por la cólera. Hay que perdonarles.
En aquel instante surgió Fan-Chu, el guía-intérprete. Tenía un aire tan trastornado como el oficial de policía.
—Espero que no habrá ocurrido nada lamentable —murmuró—. Y confío en que sabrán disculpar…
—No ha pasado nada —le interrumpió secamente Lecomte—. Nos hemos divertido un poco, sencillamente.
Fan-Chu señaló los tres guardias rojos que Lecomte había atontado y a los cuales los agentes se llevaban sin miramientos.
—Recibirán la reprimenda a que se han hecho merecedores, desde luego. Pero debo reconocer, profesor, que no es usted manco.
Sonrió, como si tratara de dar un carácter festivo al suceso, pero Lecomte replicó secamente:
—Poseo algunos pequeños conocimientos personales, además de la arqueología. Afortunadamente, por otra parte, ya que si hubiésemos contado únicamente con la protección de vuestro personal de vigilancia…
Fan-Chu encajó el golpe sin pestañear.
—Gracias a ese personal, la policía y yo mismo hemos sido advertidos —replicó—. Pero todo ha sido tan repentino…
Sí, y su llegada al pabellón había sido también tan rápida, que cabía preguntarse si aquel incidente no había sido provocado en realidad por las autoridades chinas. Lecomte no se dejó engañar cuando Fan-Chu añadió, con su voz melosa:
—Mire, profesor, no sería raro que volvieran a producirse incidentes de esta clase y, si me permiten que les dé un consejo, creo que deberían evacuar este pabellón. En un hotel, puedo garantizarles que no tendrán ninguna dificultad.
Esta vez, el ataque era directo y sin rodeos. Pero Lecomte sacudió la cabeza con aire resuelto.
—No, mi esposa y yo estamos muy bien aquí. Este pabellón es propiedad de la Embajada francesa, y en mi calidad de ciudadano francés le pido que respete nuestra decisión. Desde luego, no entra en nuestras intenciones el crear el menor incidente diplomático, y me atrevo a esperar que velará usted personalmente para que tales… incursiones no se reproduzcan en el futuro.
Fan-Chu reprimió con dificultad un gesto de cólera. Sostuvo una breve conversación en chino con el oficial de policía, lo cual permitió a Lecomte echar una rápida ojeada a la habitación.
Los dos agentes de uniforme acababan de poner orden en el mobiliario y uno de ellos, a cuatro patas delante de una cómoda, hizo un gesto que no se le escapó.
El hombre se apresuró a recuperar el microemisor cuya súbita detención debía de intrigar a los que estaban a la escucha. Pero Fan-Chu se volvió hacia Lecomte.
—De acuerdo —dijo—, pueden quedarse aquí. Una vez más, acepten nuestras disculpas, y hasta mañana.
En aquel momento, Ursula intervino en tono amistoso.
—Vamos —dijo—, todo está olvidado ya, y por nada del mundo quisiéramos estropear nuestra estancia en su hermoso país. ¿Quieren ustedes que bebamos el vaso de la amistad? No olviden, caballeros, que se encuentran en territorio francés, y que se deben a las costumbres de nuestra patria. ¿Whisky?
Desarmados por el aplomo y la amabilidad de Ursula, los policías y Fan-Chu se miraron, mientras la joven cogía una botella y llenaba los vasos.
Los distribuyó con gestos llenos de encanto, alzó el suyo y Fan-Chu exclamó:
—Kam-pé!
—Kam-pé!
Aquella exótica palabra equivalía al tradicional «cul sec» francés, y los vasos se vaciaron de trago hasta la última gota. Hubo un último intercambio de cortesías y los chinos evacuaron finalmente el pabellón, después de que Fan-Chu volvió a recordar el programa previsto para el día siguiente.
Lecomte acompañó a los policías hasta la verja. Cuando volvió a entrar en el pabellón, Ursula le acogió con una maliciosa sonrisa.
KB-09 la miró, intrigado.
—¿Qué pasa? —inquirió.
Ursula le enseñó el pequeño frasco vacío que tenía en la mano.
—Digitalina, trescientas gotas… La ocasión era demasiado buena.
—¡Estupendo! Usted, al menos, no pierde el tiempo.
—Tengo la impresión de que ellos tampoco lo pierden. Ha sido un golpe preparado, ¿verdad?
—Eso parece.
—¿Cree que volverán a las andadas?
—Es posible que traten de echarnos de aquí.
Ursula suspiró, mientras una sombra cruzaba por su rostro.
—Bueno, ¿qué pasa ahora? —inquirió Lecomte.
—Yo…
Ursula sacudió la cabeza, inclinó los ojos.
—Tengo miedo —confesó finalmente—. Sí, es cierto, Gerard, empiezo a tener miedo.
—Lo sé. La cosa empieza siempre con unos sudores fríos. Pero, en el caso de usted, eso no es peligroso.
Ursula le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué dice usted eso?
Lecomte la besó en la frente y palmeó cariñosamente su mejilla.
—Es lo normal —dijo, muy serio—. En una persona frígida, los sudores fríos son muy convenientes para mantener la temperatura, ¿no?
Ursula cerró de golpe la puerta de su habitación, y Lecomte se echó a reír.
CAPÍTULO XII
—Honorables extranjeros, el delegado Li-Chang me ruega que les informe de que el camarada Fan-Chu se encuentra en la imposibilidad de hacerse cargo de su servicio. Está en cama, con una intensa fiebre, y su estado requiere un reposo absoluto. Me han encargado que le sustituya. Me llamo Siang.
Así se expresó, unas horas más tarde, un hombrecillo rechoncho, de rostro lunar y ojillos vivaces, llenos de malicia. Masticaba una hierba enrollada y, a cada dentellada, sus maxilares parecían hincharse desmesuradamente.
Hundió una mano en su bolsillo y propuso, amablemente:
—¿Una hoja de betel?
Lecomte le interrumpió inmediatamente:
—Comprendido. ¿Viene usted de parte de Tsao-Lin?
El agente de los «Turbantes Amarillos» inclinó afirmativamente la cabeza.
—Puede usted contar con toda mi ayuda, caballero. He recibido instrucciones concretas a ese respecto. De todos modos, debo advertirle que tiene que abandonar Pekín el próximo lunes. En efecto, su programa incluye una visita a la Gran Muralla, y luego a Shanghai y Cantón. ¿Cree que para entonces habrá terminado su misión?
KB-09 se rascó la frente.
—Lo dudo, a menos que…
—En ese caso, ya se me ocurrirá algo, no se preocupe. ¿Ha recuperado el pijama de William Cooper? Tsao-Lin está muy inquieta.
Lecomte le confesó la verdad.
—Si no hay novedad —añadió—, estaré en posesión del documento entre las cinco y las seis de la tarde. De modo que necesitaré unos momentos de libertad.
Siang sacó un cuaderno de notas y lo ojeó.
—Lo situaremos entre la visita al Jardín del Pueblo y la del Parque del Pueblo. Nuestro trayecto nos conducirá a los alrededores del lugar donde se encuentra el pabellón de Martha Cooper, pero sólo podré concederle treinta minutos. Tenemos que respetar el horario.
—Será suficiente. Bueno, ahora otra cosa. ¿Conoce usted a un tal coronel Wong?
Siang reflexionó unos segundos.
—Se refiere usted sin duda al presidente de la comisión de estudios del Ministerio de la Guerra. También está al cargo de la dirección de la fábrica de aviación militar de Pekín.
—¿Trabaja en esa fábrica la señora Cooper? —preguntó Ursula.
—Sí. Sé también que vigilaba celosamente al hombre que compartía su habitación con Cooper. Un sueco inscrito bajo el nombre de Amussen, ¿no es cierto?
Lecomte asintió.
—Estupendo, veo que Tsao-Lin no le ha ocultado nada. En nuestra opinión, es el único hombre que podía saber dónde se encuentra nuestro sabio sueco. Pero, ya comprobaremos eso más tarde. De momento…
Siang se inclinó ceremoniosamente delante de Lecomte y de Ursula.
—Sigan al guía —terminó, en tono humorístico.
El itinerario de aquella jornada comprendía el Palacio de los Ming, el antiguo Palacio Imperial, la galería Chung-tao-Chai… Cuando salían del Jardín del Pueblo, KB-09 se sintió de nuevo en tensión.
Eran las cinco de la tarde y, en el automóvil que rodaba a poca velocidad, Siang anunció:
—Prepárese, no estamos ya muy lejos. Recuérdelo: media hora, ni un minuto más. Eso me da tiempo a dar un par de vueltas al circuito que me he trazado.
Echó una ojeada al espejo retrovisor, y luego alargó el brazo.
—A las cinco y media en punto tiene que estar ahí, en la esquina de la calle. Su pabellón está más arriba y a la derecha.
—De acuerdo, lo recordaré.
El vehículo se detuvo y Lecomte se apeó.
Subió calle arriba, se deslizó por entre los mercachifles y los barberos ambulantes que llenaban las aceras, cruzó una plaza que servía de mercado popular, donde se ofrecía al presunto comprador todo lo que China puede exhibir en materia de «especialidades», desde los pescados despanzurrados y las tortugas troceadas hasta los gatos despellejados y las serpientes en rodajas.
Hendiendo la multitud, localizó rápidamente el pabellón de Martha Cooper en el otro extremo de la plaza.
Esta vez, la puerta se abrió inmediatamente. Martha Cooper le dirigió un gesto amistoso, echó una rápida mirada a su alrededor y luego entró en la estancia principal.
Una vez allí se apresuró a anunciar, en tono amable:
—Tengo lo que usted necesita.
Señaló un bar portátil, cargado de botellas y de vasos.
—Sírvase un Dubonnet —sugirió—. Vuelvo en seguida. Martha cruzó el salón mientras Lecomte se apoderaba de la botella. En el instante en que se disponía a servirse, la voz de la joven inglesa resonó como un latigazo a su espalda.
—¡Suelte su vaso, vuélvase y no se mueva!
Lecomte giró en redondo. Su fría mirada chocó inmediatamente con el negro orificio de un Nambú, que apuntaba a su vientre.
—Levante las manos —ordenó Martha secamente—. Y tenga cuidado. Le advierto que al menor gesto por su parte voy a disparar.
Lecomte obedeció con lentitud.
—Bueno, ¿qué le pasa? Supongo que se trata de una broma…
Una risa nerviosa sacudió la esbelta silueta de Martha. Dio un paso hacia KB-09, empuñando la pistola con mano firme.
Con una voz fría, dijo:
—La broma ha terminado ya. Ahora vamos a hablar en serio, ¿quiere?
Lecomte la miró sin decir nada.
—En primer lugar, debo reconocer que estuve a punto de tragarme su historia de intoxicación mercurial. Me he informado: el mercurio, efectivamente, deja rastros en el sudor, pero por su insistencia adiviné que había algo más, y comprendí que lo que le interesaba no era precisamente el pijama.
Retrocedió, sin perderle de vista, rodeó un pequeño escritorio, palpó con su mano libre y abrió un cajón.
Exhibió un papel doblado en cuatro.
—Lo que le interesaba era esto. Lo encontré en el dobladillo del cinturón. Curioso, ¿no es cierto?
—Es usted muy lista —reconoció tranquilamente KB-09—. Acepte mis felicitaciones.
Martha pareció sensible al cumplido.
—Tranquilícese, tampoco yo le subestimo a usted, señor arqueólogo. ¿Quiere que vayamos al grano? ¿De qué se trata?
Lecomte suspiró profundamente.
—No puedo contestar a esa pregunta.
—¡Ah! ¿Porque cree que no he comprendido? Este mensaje está redactado en sueco y firmado por Vitalis Runeberg. En efecto, una persona de nacionalidad sueca compartió la habitación de mi marido en el hospital. Nunca supe su nombre, pero supongo que se trata de ese Runeberg, ¿no es cierto? Y un hombre severamente vigilado por las autoridades chinas merece un poco de reflexión. ¿Está usted de acuerdo? Entonces, conteste: ¿Quién es usted? ¿Un agente de los Servicios de Información?
Lecomte se sintió invadido por la cólera. Aquella zorra estaba a punto de estropearlo todo. ¿Qué se proponía, en resumidas cuentas?
—Devuélvame ese mensaje —dijo Lecomte, muy serio—. Es un consejo que le doy, señora Cooper, y el último.
Hizo ademán de bajar los brazos, pero el dedo índice de Martha se crispó sobre el gatillo.
—¡Despacio! No he terminado aún. Está usted en mi casa, y puedo liquidarle sin el menor riesgo: el papel que está en mi poder lo explicará todo.
Lecomte comprendió que la joven no faroleaba, y que estaba decidida a sacar provecho de la situación. Su mirada se posó en un reloj que adornaba la repisa de la chimenea: las cinco y cuarto.
Sólo le quedaban quince minutos para encontrar una solución al problema.
Por un instante se sintió tentado de lanzarse contra la joven, pero se contuvo a tiempo: el riesgo era demasiado grande.
Se encogió de hombros y dijo:
—Decida usted de una vez. ¿Qué es lo que propone?
Una leve sonrisa vagó por los carnosos labios de Martha.
—Sé que un documento valioso se paga muy caro en su profesión.
—¿Cuánto pide usted?
Martha reflexionó.
—Un momento. En primer lugar, quiero que sepa que no conozco el sueco, y que ignoro por completo el contenido de este documento. Pero, de todos modos, tampoco me interesa. Lo que cuenta para mí es el valor que representa y la posibilidad que me ofrece de poder abandonar de una vez este país. La cosa no será fácil, ya que no tengo derecho a salir de él. Estoy atrapada aquí hasta el final de mis días, ¿comprende? Por ello necesito dinero, mucho dinero, y la garantía de un pequeño capital que me permita vivir honorablemente. Estoy harta de esta vida, y lo que William me ha dejado no me basta. Tengo ambiciones, ¿sabe?, muchas ambiciones…
—Conteste, por favor, tengo que marcharme.
—No le haré esperar mucho —dijo Martha, empuñando el teléfono.
Lecomte palideció.
—¿Qué va usted a hacer?
Martha sonrió.
—Tranquilícese, una simple medida de precaución. Ahora, péguese a la pared y cruce las manos detrás de la nuca.
Lecomte obedeció, enfurecido, mientras Martha añadía:
—Estoy convencida de que no vacilaría usted en liquidarme, ¿no es cierto?
—Tenga cuidado, señora Cooper, está jugando con fuego.
La oyó reír, y luego marcar un número.
—Tendré que quitarle esa idea de la cabeza. Ponga mucha atención: a la tercera llamada del timbre, se pone en marcha un magnetofón en mi despacho particular de la fábrica donde trabajo. Ahora, escuche.
Hubo un breve silencio y luego la voz de Martha continuó, en otro tono:
—Aquí, Martha Cooper. Si escucha esta cinta, será señal de que estoy muerta y el que le dirijo es un mensaje póstumo. Advierta inmediatamente a las autoridades. Mi asesino no es otro que el llamado profesor Gerard Lecomte, recién llegado a China, y cuyas funciones arqueológicas ocultan una actividad secreta que tiene como objetivo una personalidad sueca conocida bajo el nombre de Vitalis Runeberg. Mi marido ha servido de intermediario ocasional para la transmisión de un mensaje que yo he encontrado en el dobladillo de su pijama y que el llamado profesor Lecomte me ha exigido que le entregara. Mi negativa y mi lealtad al gobierno de Pekín han sido la causa de mi muerte. Corto.
Otro breve silencio, el ruido del receptor al posarse en la horquilla.
—Estamos a sábado —continuó Martha—. No pasará nada hasta el lunes, a las ocho de la mañana. A esa hora, si estoy ausente, mi secretaria tiene orden de poner en marcha el magnetofón, por si hay alguna orden. Siempre opero así para transmitirle mis directrices personales. Le digo esto para que comprenda que no puede hacer nada contra mí hasta el lunes por la mañana, fecha límite que le concedo.
Tiró el Nambú sobre el escritorio y KB-09 bajó los brazos.
—No me había equivocado —dijo Lecomte—. Es usted muy lista…, tal vez incluso demasiado.
En su voz había cierta amenaza, pero Martha la pasó por alto.
—Veinte mil dólares en dinero efectivo, y cien mil depositados en el Regent Bank de Londres. Antes de las ocho de la mañana del lunes. Muerta o viva, de todos modos le condenaré si no obedece.
—De acuerdo, señora Cooper, salva usted su vida, es indudable, pero, al quedar viva, sale perdiendo.
—No, no creo que quiera usted unir su pérdida a la mía.
—No me será posible encontrar esa suma.
—La encontrará. Por medio de la Embajada francesa.
—Imposible.
—Esperaré su llamada durante las treinta y seis horas que le quedan. No me moveré de aquí. Su línea estará intervenida, desde luego: llámeme como si me conociera desde hace mucho tiempo. Transmítame su pésame, eso me bastará. Esta vez seré yo quien irá a visitarle. Prefiero estar bajo la protección de sus guardianes. No tiene usted escapatoria, amigo mío.
Avanzó, muy segura de sí misma, cogió el sombrero de Lecomte que estaba sobre una butaca y se lo entregó.
—En su lugar, yo no perdería un segundo. La Embajada francesa se encuentra a menos de quinientos metros de aquí.
KB-09 salió del pabellón sin dirigirle una sola mirada. Eran las cinco y veintiocho minutos.
En la calle, el vehículo llevaba ya estacionado cinco minutos cuando llegó Lecomte.
Se dejó caer sobre el asiento trasero, con gran alivio por parte de Siang, el cual salió disparado, jurando como un pagano.
Lecomte apoyó una mano en su hombro.
—Mi querida esposa no se encuentra muy bien. Anulamos la visita al Parque del Pueblo. Vamos, amigo mío, regresamos a casa.
—Gerard, ¿qué sucede?
Lecomte miró a Ursula, encendió un cigarrillo y aspiró la primera bocanada de humo con un enorme suspiro.
—Deme tiempo a encontrar ciento veinte mil dólares —dijo—, y conocerá usted la respuesta.
CAPÍTULO XIII
Lecomte volvió a colocar el detector en su escondite.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó finalmente Ursula.
No podía pensar en acudir a la Embajada francesa, y KB-09 se quitó la americana y la tiró sobre una butaca con un gesto de cólera.
Amenazaba tormenta. Un calor húmedo, pegajoso, convertía el pabellón en un verdadero baño turco.
—No puedo elegir —admitió, secándose la frente con un pañuelo—. Esa mujer es capaz de todo.
—¿Por qué no le ha dicho la verdad? Tal vez…
—¡Está usted loca! ¿Para que reclamara el doble? Créame, los escrúpulos no la detienen y, si no encuentro esa suma, el lunes por la mañana nos veremos en un grave apuro. Hay que concluir ese trato, cueste lo que cueste.
—Pero ¿cómo?
Lecomte se volvió hacia Siang.
—Hay que encontrar un medio para alertar inmediatamente a la Embajada norteamericana de Formosa.
El agente de los «Turbantes Amarillos» esbozó un gesto de impotencia.
—Imposible.
—¿Por qué?
—Tsao-Lin se lo dijo. Hemos tenido serias dificultades, nuestro servicio de enlace ha sido eliminado por el Lien Po Pou. Nuestra próxima emisora clandestina no será puesta en servicio hasta el martes.
Un chorro helado discurrió a lo largo de la espina dorsal de Lecomte. Dio unos pasos por la habitación.
—En ese caso —murmuró—, sólo queda una solución. Hay que tratar de convencerla, de hacer que comprenda. Lo esencial es ganar esas treinta y seis horas. Luego, ya veremos.
Con aire resuelto cogió un listín telefónico y buscó el número de Martha Cooper.
—Voy a llamarla —dijo.
Siang le detuvo.
—¡Un momento! No olvide que, en ausencia de Fan-Chu, yo estoy encargado de vigilarle.
—¿Y qué?
—Hemos suprimido la visita al Parque del Pueblo. La cosa se sabrá, y es preferible que transmita mi informe inmediatamente, si no queremos verles replicar de un momento a otro.
Lecomte señaló el teléfono.
—¡Adelante!
Siang marcó un número. A continuación sostuvo una larga conversación en chino. Al cabo de unos instantes se volvió, sin soltar el aparato.
—El delegado Li-Chang se interesa por el estado de salud de su esposa. Me ruega que le pida que acepte mi ayuda para los trabajos domésticos que usted no pueda efectuar. Soy un excelente cocinero —añadió, guiñando un ojo.
Lecomte aprovechó la ocasión que se presentaba. A fin de cuentas, prefería tener a Siang a mano, en caso de necesidad.
—De acuerdo —susurró—. Dígales que de momento se alojará aquí. Eso les infundirá confianza.
Más tranquilo, KB-09 esperó a que Siang hubiera colgado, encendió un cigarrillo y llamó a Martha Cooper.
Todo sucedió tal como estaba previsto, y, ante la alegría de encontrar a un «viejo conocido», Martha anunció su llegada inmediata con la emoción que correspondía a la circunstancia.
Un silencio total reinó en el pabellón durante la media hora siguiente. De pronto, Siang anunció la llegada de Martha, y Lecomte la vio apearse de un Renault Dauphine parado delante de la verja.
Otra ojeada le permitió comprobar la obstinación del servicio de vigilancia, al ver el vehículo —siempre el mismo— estacionado unos metros más arriba.
El hecho de tener a Siang dentro de la casa no les bastaba. Tenían que continuar su vigilancia exterior. ¡Unas verdaderas lapas!
—Siang —dijo Lecomte—, es preferible que esa mujer no le vea aquí. Pase a la habitación contigua y no se mueva, para que no desconfíe.
El chino obedeció sin discutir, y, un momento después, Martha Cooper entraba en el pabellón. Apenas miró a Ursula: su rostro, resplandeciente de alegría y de seguridad, estaba clavado en Lecomte.
Exclamó:
—¡Bravo, querido! Creo que ha batido usted un récord de prudencia y de rapidez. Sabía que encontraría fácilmente los ciento veinte mil dólares. Lo que equivale a decir que el asunto es realmente importante, ¿verdad? Tenía usted razón, de nada sirve correr riesgos inútiles. Por mi parte, deseo que todo quede liquidado cuanto antes.
Hinchada de importancia, dio unos golpecitos a su bolso.
—No tema, he traído el documento. Ahora, no perdamos más tiempo.
KB-09 la miró largamente. Se sintió tentado a saltar sobre ella, a arrancarle el documento, pero se contuvo.
Aquel gesto firmaría su sentencia de muerte, y al mismo tiempo la de Ursula.
No, quedaba aún la posibilidad de convencerla. Si no…
—Señora Cooper, este asunto es ante todo un asunto de sentido común. Sea razonable, y le prometo que todo irá bien.
—¿Razonable? ¿Qué quiere usted decir?
—El plazo es demasiado corto. No recibiré la respuesta antes del jueves o del viernes.
Una expresión de odio y de furor deformó curiosamente el rostro de Martha Cooper. Sus ojos de ágata llamearon.
—De modo que era eso… —estalló, enfurecida—. Trata de engañarme. ¿Por quién me ha tomado?
—Señora Cooper…
Martha retrocedió.
—Tenga cuidado, fuera hay tres hombres que le vigilan. Sólo tengo que pronunciar una palabra. Y le advierto que voy a…
Dominada por el pánico, Martha se volvió y descubrió a Ursula que bloqueaba la salida.
—¡Una trampa! Debí suponerlo.
Gerard Lecomte adivinó que Martha estaba a punto de gritar.
—¿Está usted loca? ¡No haga eso!
Saltó, pero Martha había sacado ya un arma de su bolso. Lecomte vio crisparse el dedo sobre el gatillo del Nambú y reaccionó con el instinto de oportunidad que le guiaba en semejantes coyunturas.
Su pie salió disparado, proyectando hacia delante una mesita de caoba detrás de la cual se había desplazado.
El mueble hendió el aire, alcanzando a Martha Cooper en el vientre. Lecomte saltó al mismo tiempo, consiguió agarrar el cuerpo de Martha doblado por la mitad y lo sostuvo en su caída.
Pero la joven no había dicho su última palabra. Dio un tirón escapó, a la presa de Lecomte con una habilidad y una ligereza increíbles, y trató de recuperar el Nambú que acababa de soltar.
Ursula saltó a su vez, apoyando el pie in extremis sobre la pistola. Resbaló, llevada por su impulso, en tanto que Martha, en un esfuerzo desesperado, corría hacia la puerta.
Lecomte se incorporó profiriendo un sonoro juramento, y en aquel instante salió Siang de la pieza contigua.
Saltó sobre Martha en el momento en que la joven abría la puerta, y su enorme puño le aplastó la mandíbula.
Lecomte vio girar el cuerpo de la joven delante de él. Un segundo puñetazo de Siang la catapultó contra un mueble.
Proyectada hacia atrás con terrible violencia, la cabeza fue a chocar contra una arista cortante con un siniestro ruido de huesos rotos.
Martha rodó sobre la alfombra como un muñeco desarticulado.
KB-09 se precipitó hacia ella. Pero comprendió rápidamente la inutilidad de toda intervención.
Miró a Siang y murmuró, lívido:
—¡Santo cielo, Siang, la ha matado usted!
CAPÍTULO XIV
Transcurrieron unos largos segundos.
El chino sacudió la cabeza con aire abrumado.
—Sólo quería impedirle salir —dijo—. De todos modos, era cuestión de ella o nosotros.
Lecomte se acercó a la ventana y echó una ojeada. Todo parecía normal en la calle, y los tres individuos del automóvil no se habían movido.
Respiró con alivio, recogió el Nambú caído sobre la alfombra y se lo metió en el bolsillo.
—No han oído nada —dijo—. Al menos, eso creo. Siang, ¿quiere vigilarles un momento?
Pasó por encima del cuerpo inerte de Martha Cooper, tomó el bolso que le tendía Ursula y empezó a registrarlo con una prisa febril.
No, la joven no había mentido, y el papel doblado en cuatro que Lecomte encontró en el interior de una polvera llevaba la firma de Vitalis Runeberg.
—Ursula, descífreme esto, ¿quiere? Dese prisa…
Ella cogió el documento y le echó una ojeada.
—Es un mensaje dirigido a la Embajada sueca —dijo—. Voy a traducirle el texto.
Leyó lentamente:
«Esta es mi confesión, al mismo tiempo que un aviso solemne que dirijo a los pueblos libres. El atentado cometido en mi laboratorio de Oslo no tenía otro objetivo que el de facilitar mi rapto, por orden del Gobierno de Pekín y a iniciativa de un hombre conocido bajo el nombre de Peter MacGregor. Ante mi negativa a cooperar con los ingenieros de la fábrica secreta de Tian-Si, sufrí un lavado de cerebro con ayuda de una nueva droga hipnótica elaborada por los neurólogos chinos, y mi invento basado en el principio del…».
Una frase completa ilegible en el doblez interrumpió a Ursula. La tinta estaba descolorida, seguramente a causa del sudor de William Cooper.
—¡Continúe! —apremió Lecomte.
«… para la fabricación de una bomba subterránea capaz de navegar en el magma y de ser dirigida hacia cualquier punto de la superficie. Hay que actuar inmediatamente. El primer experimento tendrá lugar el 24 de mayo, por la mañana, y después sólo Dios sabe lo que pasará. Hay que destruir esa fábrica experimental, que amenaza la paz del mundo. He aquí sus coordenadas exactas: Provincia del Yunnan, encima del Río Rojo, 23 grados de latitud…».
Ursula vaciló.
—Latitud Norte, evidentemente.
—¿Qué pasa?
—El resto es ilegible. ¡Mire!
Unas aureolas manchaban el papel, borrando el resto del mensaje. Sólo podía leer el final de una postdata:
«Mi vecino de habitación podrá decirles en qué circunstancias he podido transmitirles este mensaje».
Seguía la firma.
KB-09 sacudió la cabeza.
—Estaba lejos de valer ciento veinte mil dólares —murmuró pensativamente—, pero de todos modos valía el riesgo que acabamos de asumir.
Con su barbilla señaló el cadáver de Martha.
—Nos quedan aún doce horas de seguridad —añadió fríamente—. No las desperdiciemos. Lo primero que tenemos que hacer es librarnos de eso.
—¿Cómo?
—Las alcantarillas.
Siang avanzó, con el pulgar apuntado hacia el exterior.
—No tardaremos en tenerlos encima. Se extrañarán al no ver salir a la señora Cooper.
—Nada de eso. Afortunadamente, se está haciendo de noche.
—¿Qué se propone?
—Un antiguo refrán dice que «de noche, todos los gatos son pardos».
Ante la expresión desconcertada de Siang, Lecomte se volvió hacia Ursula.
—Es usted casi de su misma estatura y todo irá bien. Póngase los vestidos de Martha Cooper, y cúbrase la cabeza con un pañuelo para ocultar el color de los cabellos. Salga con la mayor naturalidad posible y suba al Dauphine. Supongo que sabe conducir…
—Sí, pero…
Lecomte hurgó en el bolso y le tiró las llaves.
—Haga exactamente lo que le he dicho. Dejará el automóvil delante del pabellón de Martha y regresará por sus propios medios a la boca de acceso que yo utilicé anoche. Está situada al otro lado de la plaza del Oriente Rojo, delante del mercado. En total, alrededor de cuarenta y cinco minutos. Siang saldrá a su encuentro por la alcantarilla. Limítese a golpear con el tacón del zapato en la tapadera. Siang la ayudará a bajar y la traerá hasta aquí.
Se inmovilizó súbitamente, volvió la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Siang.
—¡Ese ruido! ¿No lo ha oído? Una especie de chasquido…
Recorrió la habitación escuchando atentamente, y luego se encogió de hombros.
—Un mueble que ha debido de crujir —dijo—. ¡Vamos, a la tarea!
Ayudada por los dos hombres, Ursula consiguió desvestir el cadáver. Lecomte y Siang cargaron con el cuerpo y lo bajaron al sótano.
Unos instantes más tarde, la desdichada Martha se hundía en las pestilentes aguas, con un peso atado a los tobillos.
Sólo cabía esperar que no la descubrieran demasiado pronto.
De nuevo en el salón, Siang limpió la sangre que manchaba la alfombra. Poco después reapareció Ursula, ataviada con el largo vestido negro de Martha.
Lecomte la examinó de pies a cabeza.
—Estupendo —dijo—. No olvide el bolso y el pañuelo… Vamos, pequeña, en marcha… y valor.
La acompañó al jardín, se despidió de ella como si se tratara de Martha y la contempló mientras franqueaba la verja, echaba a andar por la acera, subía al Dauphine y se instalaba al volante.
El motor se puso en marcha y el vehículo se perdió de vista ante las propias barbas de los tres esbirros.
Lecomte volvió a entrar en el pabellón.
—Ahora le toca a usted —dijo, tirándole su linterna a Siang.
El chino la cogió al vuelo y se dirigió hacia el sótano.
Transcurrió una hora larga antes del regreso de Ursula y de Siang y, cuando entraron en el pabellón, Lecomte comprendió por su aspecto que todo se había desarrollado según los planes previstos. Sin el menor entorpecimiento.
De todos modos, la tensión nerviosa parecía haber afectado seriamente a la joven doctora, y Lecomte adivinó que estaba agotando sus reservas.
Demasiado emotiva para un oficio que exigía un dominio de sí mismo casi continuo y, sobre todo, el sacrificio absoluto de todos los sentimientos humanos.
Desde luego, le faltaba entrenamiento y un poco de aquel «bildaje» necesario a las poderosas máquinas de combate lanzadas por todos los Servicios de Información a los frentes de la guerra secreta.
Le sirvió un Dubonnet, mientras Siang rompía el silencio.
—Tiene usted un excelente pretexto para abreviar su estancia —dijo—. La súbita indisposición de su esposa. Mañana por la tarde sale un avión con destino a Hong-Kong. ¿Quiere que haga las gestiones necesarias?
KB-09 encendió un cigarrillo con deliberada lentitud.
—No —respondió fríamente—. Ursula y yo nos quedamos.
Sorprendió la mirada de asombro de Ursula, el gesto de estupefacción de Siang.
—Pero… es una locura…
—El asunto es demasiado grave, y, por desgracia, las coordenadas que poseemos de la fábrica secreta de Tian-Si son incompletas. Necesito esa información, cueste lo que cueste.
Ursula se había puesto en pie.
—Gerard… No olvide que sólo disponemos de una treintena de horas…
—Lo sé. Por eso debemos destruir aquella cinta magnetofónica antes de las ocho de la mañana del lunes.
Si hubiera caído una bomba sobre el pabellón no hubiese producido más efecto. El propio Siang se quedó con la boca abierta.
—Eso es imposible —consiguió articular, finalmente—. La fábrica está vigilada. No tiene usted ninguna posibilidad.
—Eso está por ver. Durante su ausencia, he tenido tiempo de reflexionar. En mi opinión, tenemos esa posibilidad.
—¿Nosotros?
—Sí, usted y yo. Siendo dos, es más seguro. Desde luego, es usted muy dueño de negarse.
Siang enarcó las cejas.
—Me gustaría mucho saber cómo.
—En primer lugar, una pregunta: ¿puede procurarse un plano de la fábrica de aviación? También necesito conocer el emplazamiento de la oficina de Martha Cooper. ¿Es posible?
Siang suspiró profundamente y murmuró:
—Sí. Nuestro servicio de información está muy documentado.
—Perfecto. Ahora, ponga atención.
Lecomte señaló el plano de Pekín que le había entregado Pierre Darbois y en el cual figuraban en rojo todas las canalizaciones subterráneas.
—La fábrica de aviación está aquí. Un itinerario subterráneo puede conducirnos a sus inmediaciones. Delante mismo de un almacén de productos farmacéuticos cuya ala derecha, como puede ver, se encuentra al borde del campo de pruebas. En mi opinión, ese almacén constituye el único acceso posible a la fábrica. ¿Qué le parece?
Siang se rascó la frente.
—Queda el problema de penetrar en el almacén.
—Para eso, puede usted ir a echar una ojeada mañana.
—De acuerdo.
—Habrá vigilancia nocturna, desde luego…
—Es de prever.
—No importa.
Siang sacudió la cabeza, sin dejar de mirar el mapa.
—Hasta aquí, la cosa es posible —dijo finalmente—. Pero a continuación tendremos que franquear todo un sistema de protección. Una red de alambradas que rodea el campo, patrullas cada diez minutos y proyectores instalados en los cuatro ángulos de la fábrica.
Lecomte expelió una larga bocanada de humo de su cigarrillo.
—Lo supongo —dijo—, pero disponemos de todo un día para estudiar a fondo el plano de la fábrica. Y, además, pienso matar dos pájaros de un tiro.
—¿Cómo es eso?
—Pienso hacer una visita al despacho del coronel Wong. Estoy convencido de que encontraremos en él algunas informaciones interesantes. Por desgracia, no sé una sola palabra china. Por eso le necesito a usted.
Un resplandor ardió en las pupilas de Siang.
—De acuerdo —dijo—, iré con usted. ¿A qué hora piensa actuar?
—A medianoche. Eso nos dará seis horas largas antes de que amanezca. En cuanto a usted, Ursula…
KB-09 se volvió hacia la joven doctora, la cual parecía haber quedado completamente paralizada por la emoción.
—Espere hasta las siete, último plazo. Si no hemos regresado, refúgiese inmediatamente en la Embajada francesa. Marcel Vignau se encargará de alertar a Formosa y al coronel.
En la mirada de la joven había una evidente admiración, y Lecomte tuvo la impresión de que en aquel momento le miraba por primera vez.
—De acuerdo —murmuró Ursula.
CAPÍTULO XV
Todo estaba dispuesto cuando Lecomte dio la señal de marcha, al término de aquella larga y penosa jornada dominical.
El circuito había sido estudiado en sus menores detalles, y KB-09 tuvo ocasión de admirar el dinamismo de Siang, instruido también él en la dura escuela de los hombres de la sombra.
Por su parte, no había omitido nada y, además del plano de la fábrica que se había procurado a primera hora, de la mañana, con el emplazamiento exacto de la oficina personal de Martha Cooper, llevaba un equipo completo envuelto en un trozo de nylon: dos Tokarev con cargadores de repuesto, dos puñales de combate, un cortafríos y una docena de ganzúas de diversos tamaños.
La suerte estaba echada, y Lecomte se había despedido de Ursula con la tranquilidad del jugador profesional.
Ahora, tras una marcha silenciosa por las pestilentes galerías, los dos hombres se acercaban a la boca de acceso que les permitiría establecer contacto con las inmediaciones del almacén farmacéutico señalado en el mapa.
Llegaron al final del circuito con sólo cinco minutos de retraso sobre el horario que se habían fijado. Era exactamente la una menos diez.
Siang pasó el primero, y con una agilidad extraordinaria, se izó rápidamente por la escalerilla de hierro.
Tendió el oído y, tranquilizado por el silencio exterior, levantó la pesada tapadera.
El camino estaba libre y Lecomte, a su vez, franqueó la boca de acceso.
Se encontraban en la parte septentrional de la ciudad. Aquí, los grandes inmuebles largos y espaciosos habían dejado lugar a unos miserables tabucos cuya larga hilera zigzagueante se perdía en dirección a un descampado sumido en el silencio y en la oscuridad.
Corrieron una veintena de metros, giraron en ángulo recto y divisaron inmediatamente un alto muro de ladrillos rojos.
Era el recinto de la fábrica de aviación militar.
Una de sus paredes, lo bastante alta como para desanimar cualquier intento de escalada y cuya cima estaba reforzada por una triple hilera de alambres de espino.
A un gesto de Siang, Lecomte reanudó la marcha. El chino había tenido tiempo de examinar cuidadosamente el lugar en el curso de la mañana.
Más lejos, el almacén farmacéutico le había revelado su talón de Aquiles: una vetusta muralla pegada a un hangar que daba al descampado.
Avanzaron hacia allí en línea recta, como unas sombras, por la silenciosa acera. Cuando llegaron al extremo de la calle, Siang se detuvo bruscamente, respiró a fondo y levantó la cabeza.
Tres metros que recorrer para alcanzar el tejado del hangar.
Vaciló un instante, buscó unas asperezas del muro que aseguraran su presa y luego empezó a trepar, introduciendo las puntas de sus zapatos entre las piedras desunidas.
Se izó finalmente a la parte superior del muro, y Lecomte no tardó en reunirse con él.
Una ojeada les tranquilizó. Debajo de ellos, el patio sumido en la oscuridad parecía desierto, y la sombría fachada del almacén pesaba como una masa de plomo en el silencio.
Como dos felinos, se deslizaron a lo largo de una de las vigas de acero que sostenían el techo del hangar, franquearon el patio en un mismo impulso y se pegaron contra la pared del almacén.
Nada se movió. Sólo unos papeles abandonados en el patio eran movidos por el viento con un susurro de hojas muertas.
Los dos hombres frotaron sus manos en la tierra húmeda y se embadurnaron el rostro. Lecomte, sobre todo, se aplicó a ello con afán, ya que su rostro de europeo podía traicionarle en caso de que fueran mal dadas.
Luego señaló una pequeña ventana de la planta baja. Siang comprendió y le siguió, mientras KB-09 sacaba de su bolsillo su cortaplumas universal.
Una simple presión hizo surgir una punta y, con la ayuda del diamante fijado a su extremo, Lecomte empezó a cortar el cristal.
Dibujó un círculo a la altura del pestillo y, finalmente, dio un golpecito en la base.
Se oyó un chasquido y el redondel de cristal le cayó en la mano. Lo dejó en el suelo, pasó el brazo por la abertura y tiró del pestillo.
Unos segundos después los dos hombres se encontraban en el interior y Lecomte encendió su linterna.
Cajas, bidones, y una tonelada de polvo… Una puerta al fondo. Lecomte la empujó y se abrió con un leve chirrido.
Un pasillo, cubierto por una vieja alfombra, se extendía en dirección a un vestíbulo. Algunas puertas estaban provistas de tablillas indicadoras. Indudablemente, los despachos del personal.
Continuaron avanzando con grandes precauciones hasta llegar al vestíbulo.
Una luz brillaba a través de una puerta encristalada y percibieron un rumor de voces.
Deslizándose a lo largo de la pared, echaron una ojeada a la estancia.
Dos hombres, del servicio nocturno, jugaban al ma-jong sobre una mesita, llena de vasos y de ceniceros.
Un trabajo fácil, a condición de actuar rápidamente y, sobre todo, de golpear sobre seguro.
Lecomte no vaciló. Su mano giró el pomo de la puerta y la abrió. Siang saltó al mismo tiempo, en tanto que los dos chinos, estupefactos, permanecían clavados en sus asientos, incapaces del menor gesto.
Lecomte golpeó al suyo en la sien con la culata de la pistola. El vigilante trató de levantarse, de gritar, pero encajó de nuevo el acero del cañón en plena nuca y, esta vez, sus rodillas se doblaron y se desplomó sobre la mesa de juego.
El segundo guardián pataleaba aún cuando KB-09 se volvió. Siang descargó un último golpe y su adversario cayó con la cabeza hacia delante.
La primera fase de la operación había terminado, y Siang desenvainaba ya su puñal para acabar con los guardianes cuando Lecomte intervino.
—No —dijo secamente—, es inútil. Busque algo con que atarles. Y dese prisa.
Siang vaciló, gruñó algo entre dientes y se dirigió al almacén, para regresar un par de minutos después con un rollo de alambre y dos mordazas confeccionadas con tela de saco.
Fuertemente atados y en la imposibilidad de gritar, los dos vigilantes fueron echados a un retrete contiguo, mientras un reloj daba la una y media.
—¡Aprisa! —susurró Lecomte.
Evacuaron inmediatamente el cuarto de los guardianes y penetraron en la sala principal del almacén, atestado de millares de productos farmacéuticos. Había cajas, bidones, frascos, botellas, paquetes, y reinaba una mezcla de olores de todas clases.
Los dos hombres inspeccionaron el lugar, recorrieron la sala de un extremo al otro, penetraron en otra todavía más amplia y llena también de medicamentos, y tuvieron que rendirse a la evidencia.
En la pared del fondo, que discurría a lo largo del campo de pruebas de la fábrica de aviación, no había ninguna abertura. ¡Nada que les permitiera pasar!
Lecomte palideció.
—¡Maldición! —exclamó—. Sin embargo, hay que encontrar un medio…
Vio que Siang trepaba por una escalera de madera y oyó el sonido de sus pasos en medio del silencio del hangar. Luego, su voz estalló al final de la galería.
—¡Nada, estamos atrapados!
Lecomte dirigió otra ojeada a su alrededor. Otra escalera, a la derecha, se hundía en el subsuelo.
Descendió por ella, inmediatamente seguido por Siang, encontró un interruptor y encendió la luz.
El sótano era también inmenso, pero no se veía ninguna salida que permitiera comunicar con los almacenes contiguos.
No, aquello era un callejón sin salida, una barrera infranqueable que mataba en flor todas las esperanzas.
Estaban a punto de dar media vuelta, con la muerte en el alma, cuando de pronto Lecomte alzó la cabeza mientras agarraba el brazo de Siang.
Una claraboya protegida por una fuerte reja aparecía en el ángulo formado entre la pared y el techo.
—No cabe duda de que da al campo de pruebas —murmuró KB-09 con voz más tranquila.
Trepó sobre un montón de cajas, se izó hasta la abertura, pero lo que temía le arrancó un gruñido de cólera.
La claraboya estaba condenada, con su reja hundida en la piedra.
—¿Y bien? —inquirió Siang.
Mirando con más atención, Lecomte observó que los agujeros en la piedra habían sido rellenados con cemento. Empezó a rascar con la ayuda de su cuchillo y el cemento saltó.
—La cosa será larga —dijo—, pero es la única solución.
En un rincón había una escalera. Siang la pegó a la pared y se encaramó por ella.
—¡Adelante! —respondió febrilmente.
CAPÍTULO XVI
Eran las tres menos cuarto cuando la reja cedió.
Siang la sostuvo con toda la potencia muscular de que era capaz y luego la soltó.
Cayó al suelo con un ruido apagado mientras los dos hombres se miraban sonrientes.
Ahora, el camino estaba libre. Uno tras otro, se deslizaron a través de la abertura y salieron al aire libre en un foso cuya profundidad no superaba la estatura de un hombre y que discurría a lo largo de la pared del almacén.
Saltaron a la derecha, pero, en aquel momento, un haz de luz corrió a ras del foso, en tanto que otro barría la pared encima de ellos.
¡Los proyectores! Con un mismo impulso, se dejaron caer al suelo. Lecomte esperó una decena de segundos antes de arriesgarse.
Se incorporó lentamente y miró. Cuatro proyectores barrían el campo sin descanso, cruzando sus haces, y a su claridad Lecomte distinguió la rígida silueta de un largo edificio de tres pisos.
¡Apenas doscientos metros!
La oscuridad se abatió sobre él y contó los segundos. 10…, 15…, 20… ¡Alto! Un chorro cegador se deslizó a Jo largo del foso y Lecomte inclinó la cabeza.
—Un verdadero récord —susurró, con una mueca—. ¡Doscientos metros en veinte segundos!
Pero Siang, que estaba tendido a su lado, señaló el ala derecha del campo. Un proyector barría el rincón.
—¡Los aviones, allí! —dijo.
Lecomte los distinguió y comprendió inmediatamente. Dos bimotores a hélice de un modelo muy antiguo.
—¡Atención! —dijo—. ¡Preparado!
Esperaron el paso del haz luminoso y luego, los dos a la vez, se izaron hasta la red de alambre espinoso.
Los alicates entraron en acción y, en el espacio de unos segundos, practicaron un boquete que les permitió deslizarse hasta el campo.
Se aplastaron al paso de otro haz luminoso y luego echaron a correr, en línea recta y en plena oscuridad, dispuestos a dejarse caer al suelo a la menor señal de alarma.
Finalmente alcanzaron los dos bimotores, los rodearon y se pegaron a uno de ellos. Oportunamente…
Un chorro de luz iluminó los dos aparatos y se deslizó sobre el césped con una lentitud exasperante.
A renglón seguido, delante de la fábrica, ahora muy próxima, apareció una patrulla, arma al brazo, arrastrando el paso en medio del silencio nocturno.
La patrulla rodeó la fábrica, y los dos hombres la vieron alejarse hacia otro edificio situado en la parte trasera.
Tal como había previsto Siang, transcurrirían diez minutos largos antes de que regresara; ése era el tiempo límite de que disponían para entrar en la fábrica.
Siguiendo escrupulosamente el plan que se habían trazado, Lecomte y Siang echaron a correr y llegaron de un tirón a una escalerilla de hierro que, en la esquina del edificio, conducía a uno de los cuatro puestos de vigilancia situado sobre el tejado con su proyector móvil.
Era de una audacia inaudita, desde luego, pero también la única posibilidad que se les ofrecía si no querían enfrentarse con las puertas principales, protegidas sin duda por cerraduras inviolables.
Sí, la única posibilidad, con las dos ventanas rozando la plataforma del primer piso.
Lecomte escogió una de ellas después de haber echado una mirada en dirección al tejado. Allá arriba, todo parecía tranquilo y se oía claramente hablar a los individuos que manejaban el proyector.
La cosa fue rápida. Gracias al diamante, la ventana se abrió sin dificultad. Todo el resto estaba grabado en su mente.
En primer lugar, los lavabos donde acababan de penetrar, a continuación el pasillo central, y un segundo que se tomaba a la izquierda en dirección a una amplia escalinata. Ocho puertas a contar, y finalmente el despacho personal de Martha Cooper.
Llegaron a él en silencio gracias a las alfombras que cubrían los pasillos y Siang sacó su ganzúa.
A la tercera tentativa la puerta cedió y Lecomte iluminó la estancia con su linterna. Descubrió inmediatamente lo que buscaba y avanzó hacia el escritorio.
El magnetofón estaba allí, con su conexión directa al aparato telefónico y sus bobinas preparadas para funcionar a cada llamada.
Puso el magnetofón en marcha, comprobó el registro que le afectaba, cortó la cinta con un golpe seco, dio marcha atrás y volvió a cortar.
A continuación encendió una cerilla y prendió fuego al trozo de cinta, dejándolo caer en un cenicero de cristal. La materia plástica ardió rápidamente y Lecomte aprovechó el resplandor para consultar su reloj: las tres y cinco.
—¡Vamos! —susurró—. Al despacho del coronel Wong. ¡Y de prisa!
Estaba en el segundo piso, al fondo del pasillo, última puerta.
Una vez más, las ganzúas de Siang dieron cuenta de la cerradura, y el despacho espacioso en el cual penetraron les acogió con el mismo silencio y la misma austeridad.
Una mesa de trabajo completamente metálica, unas sillas de modelo corriente y unos ficheros alineados a lo largo de las paredes, de un gris descolorido.
Una fotografía de Mao sobre un fondo de terciopelo rojo presidía detrás de la mesa de trabajo, rodeada de los sempiternos axiomas del «Maestro».
Había que darse prisa, y los dos hombres empezaron por los cajones del escritorio, que cedieron uno a tras otro bajo la acción concertada de las ganzúas.
Los expedientes que contenían pasaron a manos de Siang, provocando cada vez una mueca de decepción en su rostro de luna llena.
Informes sin interés, fichas del personal, planos, maquetas procedentes de las salas de estudios.
Lo mismo cuando registraron los primeros ficheros murales.
Abandonando a Siang a sus pesquisas, Lecomte, dominado por la impaciencia, inspeccionó la estancia con la mirada. Una información tan importante debía de encontrarse en un lugar seguro. Pero allí no había ninguna caja fuerte, y los muebles que palpó con sus dedos expertos no le revelaron nada.
Súbitamente, como a efectos de una profunda inspiración, se volvió hacia el cuadro de Mao. Estaba convencido de que lo que buscaba se encontraba allí.
Se precipitó hacia el cuadro, pero la prudencia refrenó bruscamente todo su ardor. Si existía realmente la caja fuerte detrás del cuadro, no cabía duda de que habría un sistema de alarma en alguna parte.
Con una lentitud infinita, deslizó la hoja de su cuchillo por detrás del cuadro y encontró finalmente el punto de contacto. Dos hilos y dos tuercas de acero en contacto. Si se hacía girar el cuadro, las tuercas se separaban y sonaba un timbre de alarma.
KB-09 conocía ya aquel sistema, muy antiguo pero terriblemente sensible. Vio que Siang le observaba con una expresión de temor en el semblante.
Se decidió súbitamente. La conexión debía encontrarse en la falsa chimenea a la cual estaba pegado el cuadro y que servía de nicho a la caja fuerte.
La encontró deslizando la mano por la abertura y desconectó el cortacircuito. A continuación tiró del cuadro y éste, girando sobre sus goznes, desveló la caja fuerte blindada con sus cuatro botones dispuestos en cuadro en el centro.
Sin perder un segundo, Lecomte empezó a manipular el primer botón con una paciencia extraordinaria, acechando el minúsculo chasquido que traicionaría la primera cifra de la combinación.
Al final de su cuarta tentativa, cuando estuvo seguro de haber obtenido la cifra, se dio cuenta de que estaba empapado en sudor.
Por fin tiró de la pesada puerta de acero, la cual se abrió de golpe, sin el menor chirrido.
Tres expedientes aparecieron a la luz de la linterna. KB-09 los cogió con su mano libre y se los entregó a Siang.
El rostro del «Turbante Amarillo» se distendió mientras leía el segundo expediente.
—Asunto Runeberg —dijo, sin levantar los ojos—. Aquí está…
Leyó rápidamente las hojas atiborradas de signos y de croquis, sacudiendo la cabeza. Esta vez, las coordenadas que faltaban en el mensaje de Runeberg figuraban en el expediente, con la latitud exacta que situaba la fábrica secreta de Tian-Si a doscientos cuarenta y cinco kilómetros al sudoeste de la ciudad de Kun-Ming, en el Yunnan meridional.
Una anotación confirmaba asimismo la fecha del experimento de la primera bomba subterránea. Miércoles, 20 de mayo. 10 de la mañana.
Aquello bastaba. Era más que suficiente, y resultaba inútil demorarse más. Lecomte volvió a colocar los expedientes en la caja fuerte, la cerró, la cubrió con el cuadro y conectó de nuevo el cortacircuito.
Se trataba ahora de evacuar el lugar lo más rápidamente posible, y toda la tensión mental de los dos hombres se concentró en la última fase de la operación.
Salieron del despacho, descendieron la gran escalinata de mármol, pero, en el momento de alcanzar el primer piso, se inmovilizaron al mismo tiempo.
Alguien avanzaba por el pasillo, y el resplandor brutal de una linterna paralizó su corazón por unos segundos.
El vigilante nocturno se encontraba a sólo unos metros de distancia. Se detuvo bruscamente, pareció vacilar y luego reemprendió la marcha cautelosamente.
En el momento en que llegaba a la escalinata, Lecomte saltó sobre él en un verdadero alarde de potencia y de precisión. Golpeó la nuca del hombre con el filo de la mano, y el guardián dio un traspié hacia delante, perdido el equilibrio. Siang le alcanzó al vuelo con un segundo atemi en el cerebelo y le sujetó con una mano para mantenerle pegado a la pared.
La cosa fue breve. Su puñal relampagueó y el acero penetró en el pecho del guardián, a la altura del corazón.
Siang retrocedió mientras el hombre se desplomaba sobre la alfombra con un ruido apagado, semejante a un tronco de árbol abatido; se estremeció violentamente y no volvió a moverse.
Ahora más que nunca era conveniente darse prisa. Sin intercambiar una sola palabra, echaron a correr, cruzaron el pasillo, franquearon la ventana y empezaron a descender la escalerilla de hierro.
Pero la desgracia les perseguía. Una vez más, se manifestó con la aparición repentina de otro guardián que subía en dirección a un puesto de vigilancia instalado en el tejado.
Lecomte le cogió en frío propinándole un puntapié en pleno rostro y el hombre, proyectado hacia atrás con una violencia inaudita, rodó hacia abajo con un aullido de pánico y de dolor.
Lecomte y Siang saltaron por encima de él y echaron a correr a través del campo, evitando por muy poco el haz de un proyector.
Detrás de ellos, el hombre continuó aullando y lanzando gritos, y lo que temían se produjo en el segundo siguiente.
Una sirena empezó a mugir lúgubremente. Resonaron unas órdenes breves. La alerta estaba dada.
Sin aliento, Lecomte y Siang se encontraban a unos metros de los dos bimotores que iban a ofrecerles un refugio provisional cuando dos proyectores les cogieron de lleno, inundándoles de una luz blanca de una claridad insoportable.
Crepitó una ráfaga…, luego otra…, una tercera…
Un enjambre de proyectiles zumbó por encima de sus cabezas mientras saltaban hacia los fuselajes.
El tiroteo cesó inmediatamente, y Lecomte comprendió que los chinos temían que una bala perdida hiciera estallar los depósitos de carburante.
Se volvió para considerar la situación. Los soldados de la patrulla se desplegaban sobre el campo, otros corrían, surgidos de la oscuridad como por arte de magia.
Dentro de unos segundos sería demasiado tarde, y la idea se le ocurrió a Lecomte en el preciso instante en que Siang se disponía a echar a correr en dirección a las alambradas.
—¡Cuidado! —gritó—. Vamos a ofrecerles unos bonitos fuegos artificiales.
Retrocedió unos metros, mientras los soldados se acercaban a la carrera, escogió el bimotor que se encontraba detrás de él y disparó tres balas contra uno de sus depósitos de carburante.
Una claridad rojiza surgió del fuselaje en el preciso instante en que Lecomte saltaba, arrastrando a Siang en su caída. Recorrieron veinte metros antes de que la explosión sacudiera el suelo, bajo sus pies, y luego rodaron, arrastrados por la onda expansiva del gigantesco estallido.
Restos incandescentes fueron proyectados al aire, en medio de un torrente de fuego y de humo. Con un último y desesperado salto, los dos hombres recorrieron unos cuantos metros más.
Aquello les salvó. El segundo avión estalló a su vez, en el momento en que alcanzaban el paso practicado en la alambrada. Pero, esta vez, la onda expansiva fue tan intensa, que Lecomte y Siang se vieron proyectados contra el suelo con una violencia terrible. Una masa inflamada pasó por encima de ellos y estalló contra la pared del almacén farmacéutico.
Luego, un grito desgarró los oídos de KB-09. Siang, proyectado contra la red de alambre espinoso, se debatía como un animal cogido en una trampa.
Lecomte tiró del brazo derecho del chino y le desprendió de las puntas aceradas profundamente hundidas en sus carnes.
—¡Haga un esfuerzo, rápido! —gritó KB-09.
Empujó a Siang delante de él, y los dos hombres rodaron al foso. Detrás de ellos sólo se oían ahora aullidos, gritos de odio y de cólera, órdenes rabiosas… Unas siluetas inconcretas danzaban a la claridad del incendio.
Quedaba aún la posibilidad de aprovechar aquel desorden y aquella confusión, y con esa última esperanza los dos hombres pasaron a través de la claraboya y cruzaron el almacén a la carrera.
Cuando llegaron ante el muro del recinto, Siang estuvo a punto de abandonar. Su brazo sangraba abundantemente y se negaba a todo esfuerzo suplementario.
KB-09, sin vacilar, levantó al chino y aguardó a que se hubiera agarrado a su brazo para izarse a su vez.
Cayeron en la calle, pero ya el pánico reinaba en los alrededores de la fábrica. Numerosas personas, despertadas por el estrépito, se agrupaban al final de la calle, cortándoles la retirada.
No cabía pensar en alcanzar la boca de la alcantarilla, y Lecomte maldijo entre dientes.
—¡El descampado, aprisa! —decidió.
Siang le siguió ciegamente en medio de los detritus y los escombros, y se zambulleron en un hoyo, jadeantes.
—No tenemos salvación —murmuró el chino, con una mueca de dolor.
Pero Lecomte había sacado el plano de su bolsillo y lo examinó rápidamente a la claridad de su linterna.
—¡Eso está por ver! —exclamó—. Hay otra boca a trescientos metros de aquí.
La alcanzaron sin saber cómo, y sólo cuando estuvieron en el subterráneo KB-09 consultó su reloj y pensó en Ursula. ¡Las cinco y diez!
A las siete, la joven abandonaría el pabellón para refugiarse en la Embajada francesa.
Por lo tanto, no había un minuto que perder, si no, sería el fracaso completo, en toda la línea.
CAPÍTULO XVII
Eran las siete menos cinco cuando Lecomte y Siang irrumpieron en el pabellón.
Ursula estaba en medio del salón, dispuesta a marcharse, con su maleta en la mano. Se derrumbó en los brazos de Lecomte.
—¡Oh! ¡Gerard! ¡Gerard! —sollozó.
KB-09 la sacudió enérgicamente.
—¡Vamos, ya ha terminado todo! ¡Ocúpese de Siang! ¡Valor, pequeña!
El chino se había quitado ya la americana. Su camisa estaba roja de sangre. Ursula recobró de golpe el sentido de las realidades. Desgarró la manga de la camisa, echó una ojeada y luego cogió su maletín.
—¿Es grave?
—No, nada serio.
—Gracias a Dios.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Ursula, mientras sacaba una jeringuilla del maletín.
Lecomte le resumió la odisea en unas frases rápidas, en tanto que la joven inyectaba a Siang suero antitetánico.
—El chasquido que tanto le intrigó ayer…, ¿lo recuerda?
—Sí.
—Al extremo del salón, delante del ventanal; levante la alfombra y examine el piso. Encontrará algo.
KB-09 obedeció sin pedir más explicaciones, localizó rápidamente el lugar señalado por la joven y, de un nicho análogo al que contenía el detector de ondas cortas, retiró un pequeño aparato en forma de cubo.
Un microminiatura, ultrasensible, estaba pegado a la pared superior con la ayuda de una ventosa magnética.
—He cortado el contacto —dijo Ursula, sin volverse—, no hay nada que temer. Pero mire el interior.
Lecomte hizo saltar la tapa. Dos bobinas de registro ocupaban la parte superior del bloque.
—Decididamente —dijo Lecomte, sacudiendo la cabeza—, hoy es el día de los magnetófonos.
Restableció el contacto y pulsó el botón de lectura. La bobina llena empezó a devanarse en silencio. Cortó, levantó el sistema de registro y, durante un largo momento, estudió el interior del bloque.
—¿Qué es lo que pasa? —inquirió Siang, con una mueca de dolor.
—Creo que he comprendido. Se trata de un emisor. —¿Qué?
—Tranquilícese, los chinos no tienen nada que ver con esto, si no, estaríamos ya atrapados. No, este aparato pertenece al S. D. E. C. E. y fue colocado por Darbois. La felicito, Ursula, ha dado usted con el emisor más sensacional que conozco.
—¿De qué se trata?
Lecomte señaló el aparato.
—Es muy fácil. En primer lugar, el registro se efectúa normalmente sobre el magnetófono, el cual funciona sin descanso. A continuación, todo el proceso es automático. Al final de la bobina, un mecanismo vuelve a enrollarla a gran velocidad. El mensaje es emitido entonces en unos segundos, lo cual hace prácticamente imposible la localización del emisor, sobre todo teniendo en cuenta que es direccional. Está en relación directa con la Embajada francesa, donde un receptor, adaptado a su frecuencia, registra el mensaje rápido en otro magnetófono. Basta con restablecer la velocidad normal de desenrollo para recuperar el registro de un modo audible. Eso puede durar eternamente, ya que después de cada emisión la cinta magnética de nuestro aparato queda limpia de su texto y preparada para un nuevo registro. Astuto, ¿verdad? Desde luego, el detector que poseemos hubiese podido señalarnos la presencia de este emisor, pero, como sólo funciona unos segundos cada dos o tres horas, la localización no se hubiera conseguido más que por un verdadero milagro.
Ursula se volvió, interrumpiendo el vendaje.
—Entonces, todo lo que aquí se ha dicho desde…
—Ha sido registrado por la Embajada francesa. Lo que equivale a decir que no somos los únicos que nos interesamos por el caso Runeberg. Más tarde nos ocuparemos de eso…
Se produjo un pesado silencio, que Ursula rompió con una voz agotada.
—¿Qué ha decidido usted a propósito de Runeberg?
—Runeberg es ahora la última de mis preocupaciones. Por otra parte, ignoro dónde se encuentra y ello no tiene ya importancia. Mi objetivo es la fábrica secreta de Tian-Si.
—¿No le basta la información que posee?
—Quiero la destrucción de esa fábrica antes de que sea demasiado tarde. Un bombardeo en territorio chino resultaría muy arriesgado, y podría incluso provocar una guerra mundial. No, es imposible. Necesitamos un comando de sabotaje que se encargue de la tarea. Pero, para eso, tenemos que conseguir unas informaciones muy concretas acerca del sistema de protección exterior y de la naturaleza del terreno que rodea la fábrica. Los muchachos tienen que actuar con el máximo de posibilidades de triunfo.
Ursula enarcó las cejas.
—Siendo así, ¿cuál es su idea?
Lecomte cogió el programa turístico que le había sido entregado por Li-Chang y que les permitía escoger entre las «curiosidades locales» autorizadas por el Luxingshe.
Se dirigió a Siang.
—He aquí lo que va usted a hacer —decidió—. Va a llamar a Li-Chang. Le dirá que mi esposa se encuentra mucho mejor y que, deseosos de continuar nuestro viaje, nos hemos inclinado por visitar las ruinas medievales de Man-Chu.
—¿Las ruinas de Man-Chu? ¿En el Yunnan?
—El folleto señala la orilla derecha del río Rojo. Según mis cálculos, no hay más de cincuenta kilómetros de distancia entre las ruinas de Man-Chu y la fábrica de Tian-Si.
El rostro de Siang se iluminó.
—¡Genial! —exclamó—. ¡Formidable!
—Dígale a su honorable patrón que deseamos salir mañana por la mañana. Una vez allí, ya inventaremos algo. Desde luego, cuento con usted.
Siang reflexionó unos instantes. La idea era excelente, pero debían obtener aún el acuerdo de sus jefes, y tuvo que esperar ocho horas antes de llamar al despacho de Li-Chang.
El delegado del Luxingshe tomó nota de la petición, prometió hacer lo necesario inmediatamente y llamar media hora más tarde para una confirmación oficial y definitiva.
Mientras Siang colgaba, KB-09 avanzó y, con un gesto, señaló la americana del chino tirada sobre un diván.
—Siang —dijo bruscamente—, me gustaría saber qué es lo que ha cogido esta noche en el despacho de Wong.
Sorprendido por aquel ataque directo, el «Turbante Amarillo» tuvo una ligera vacilación, antes de que una divertida sonrisa distendiera su cara de luna.
—Es usted muy observador —murmuró.
—Mi profesión me obliga a serlo, amigo mío.
Siang hurgó en un bolsillo, sacó una cajita, la abrió y exhibió un frasco lleno de pastillas blancas.
—¿Qué es eso? —inquirió Lecomte—. ¿Pastillas para la tos?
—Algo mucho mejor. Se trata de la nueva droga hipnótica de que hablaba Runeberg en su mensaje. Es a base de haschich y de mescalina. Perdida la voluntad, anulada totalmente su personalidad, el sujeto se convierte en un esclavo dócil y obediente, fácilmente influible. Nuestra sección soñaba desde hace mucho tiempo con obtener una muestra de este producto, únicamente utilizado por los servicios secretos de Pekín. La casualidad ha querido que lo descubriera en el despacho de Wong. Eso es todo.
Lecomte examinó el frasco y luego, deliberadamente, vació la mitad del contenido en su mano.
—Muy interesante —dijo—. Y puesto que los pequeños regalos mantienen la amistad, partes iguales entre Taipeh y Washington. ¿De acuerdo?
Ante la impasibilidad de Siang, entregó las píldoras a Ursula, la cual se apresuró a meterlas en una cajita que guardó en su bolso. Después de lo cual, sin pronunciar una sola palabra, Lecomte cruzó el salón y penetró en el cuarto de baño.
La exactitud y la puntualidad chinas no eran un mito: KB-09 salía de la ducha, a las ocho y media en punto, cuando sonó el teléfono, con Li-Chang al otro extremo del hilo.
El delegado había hecho las gestiones necesarias y tenían reservadas unas plazas a bordo de un avión que se dirigía a Kun-Ming, la capital del Yunnan.
La salida estaba fijada para el día siguiente, a las nueve de la mañana.
Pero, como debían llenar la jornada del lunes, Li-Chang rogaba amablemente al matrimonio Lecomte que se dignara honrar con su presencia el almuerzo ofrecido en la Facultad de Medicina por el congreso médico de Pekín, presidido por el célebre doctor Tchi-Ko.
Rechazar la invitación no hubiese sido prudente, y Lecomte la aceptó a pesar de la fatiga que pesaba sobre él y sobre sus dos compañeros.
CAPÍTULO XVIII
Eran más de las seis de la tarde cuando el trío regresó al pabellón con un alivio comprensible.
Desde luego, la comida había sido excelente, el ambiente cálido y fraternal, y el doctor Tchi-Ko se había mostrado, como de costumbre, muy amable, sin dejar de afirmar la alegría que experimentaba al encontrarse de nuevo con los que consideraba como excelentes y fieles amigos. Pero Lecomte no se había dejado engañar, y la ojeada que había intercambiado con Siang reafirmó sus dudas y sus temores.
Por motivos que se le escapaban, aquella invitación no era más que un pretexto, un medio de los más elegantes para retenerles el mayor tiempo posible a base de discursos, de buenas palabras y de platos sabrosos.
Algo se tramaba, estaba convencido de ello. Pero ¿qué?
Se formulaba aún la pregunta cuando, después de haber soltado el detector, siempre insensible, miró a su alrededor.
—Hemos tenido visitas —dijo, enarcando las cejas—. Sospechaba algo por el estilo.
—¡Dios mío, Gerard! —gimió Ursula—. Si han descubierto el pasadizo secreto…
De un salto, KB-09 se precipitó hacia el fondo del salón para recuperar el famoso aparato emisor del S. D. E. C. E.
—¿Qué hace usted? —preguntó Siang.
—No tema, he desconectado el emisor. Sólo he dejado funcionando la magneto.
Colocó el aparato sobre una mesa, dio marcha atrás, desenrollando la bobina y luego pulsó el botón de lectura.
A continuación encendió un cigarrillo y esperó.
Bruscamente, un ruido de pasos resonó en el altavoz. Inmediatamente, alguien habló: Li-Chang.
Unas órdenes rápidas en chino. Rumor de pasos. Una puerta que se cerraba.
Un breve silencio. Luego, la voz de Li-Chang, esta vez hablando en inglés.
—Bueno, ya estamos aquí, camarada MacGregor. ¿Qué ha averiguado usted?
Una voz con fuerte acento irlandés respondió:
—¡Nada! Vengo directamente de la Facultad de Medicina. He permanecido más de media hora detrás de la mirilla de observación, y he tenido tiempo de examinar a mis anchas al profesor Lecomte. Lo siento, pero no conozco ese rostro. Por otra parte, me han informado de que las fotografías que usted envió al Lien Lo Pou no coinciden con ninguna de las de los agentes extranjeros cuyas señas poseemos. Ese hombre es completamente desconocido, camarada Li-Chang.
—Todo eso no prueba nada, lo sabe usted perfectamente.
—Entonces, ¿por qué motivo no se ha ordenado a los servicios de la Embajada china en París que efectuaran una investigación?
—¿Para qué hubiera servido? ¿Para informarnos de que realmente existe un profesor Lecomte, casado con una doctora? Vamos, vamos, los servicios secretos franceses no habrían llevado su audacia hasta el punto de enviarnos un falso arqueólogo y una falsa doctora.
—¿Está usted completamente seguro? En lo que respecta a ella, de acuerdo… Pero ¿él?
—No se ha cortado una sola vez. Todo lo que ha dicho en materia de arqueología era rigurosamente exacto.
Un chasquido de encendedor…, la voz de MacGregor:
—En su lugar, yo le detendría y le sometería a tratamiento. Es el único medio para averiguar la verdad.
—No, imposible. Con otro, tal vez, pero se trata de un personaje muy importante. Si cometemos un error, provocaremos un incidente diplomático, cosa que hay que evitar, sobre todo actualmente, tratándose de Francia.
—Bueno, a fin de cuentas es cosa suya.
—He recibido órdenes concretas del Politburó. Y además, francamente, sólo podemos basarnos en suposiciones.
—Unas suposiciones muy curiosas, reconózcalo. Dos días después de su llegada a Pekín, esa pareja solicita visitar el hospital de las Banderas Rojas. Una petición que a primera vista no tiene nada de sorprendente, lo admito, pero de todos modos el profesor Runeberg acababa de salir de aquel hospital. A renglón seguido entran en relación con una tal Martha Cooper, cuyo marido era el compañero de habitación de Runeberg. Una vieja amistad, al parecer. También estoy dispuesto a admitirlo. La tal Martha Cooper viene a este pabellón y, a partir de entonces, desaparece por completo de la circulación. Desde luego, ignoro lo que ha podido pasar entre ellos, pero confiese que las coincidencias son un poco raras, mucho más teniendo en cuenta que los Cooper trabajaban en la fábrica de aviación dirigida por el coronel Wong. Y, para terminar, su profesor Lecomte decide esta misma mañana visitar las ruinas de Man-Chu, que se encuentran en las inmediaciones de la fábrica secreta de Tian-Si.
—Figuran en el programa turístico —confesó Li-Chang, en tono enojado.
—¡Una hazaña de su organización! —replicó MacGregor—. En fin, la cosa no tiene remedio. Ahora, volvamos a lo de la fábrica de aviación. Le supongo enterado de lo que ha ocurrido esta noche.
—Sí, desde luego, pero ha sido obra de un comando nacionalista, estamos convencidos de ello.
—Dos hombres son muy poca cosa para un comando… ¿Está usted seguro de ese guía que acompaña actualmente al matrimonio Lecomte?
—¿El camarada Siang? Goza de toda nuestra confianza. Y además, es imposible. Mis hombres vigilan el pabellón día y noche, y le aseguro que…
—¿No hay otra salida?
—No, el pabellón ha sido registrado de arriba abajo. No hay nada.
Un breve silencio.
—Me preocupa la desaparición de Martha Cooper. Es la segunda en este asunto.
—¿La segunda?
—Acuérdese. Fang-Yu, aquel interno del hospital de las Banderas Rojas, que desapareció misteriosamente durante la estancia de Runeberg, poco antes de que el Lien Lo Pou localizara la estación de radio clandestina que estaba en contacto con Formosa.
—¿Entonces?
Ruido de pasos…, el chasquido de un mechero…
—¿No cree que eso da que pensar? Si Fung-Yen pertenece a la red nacionalista, tendremos que cambiarnos el fusil de hombro. Francia no tiene nada que ver en el asunto.
—Sí, comprendo. Los nacionalistas de Chang-Kai-Chek colaboran muy estrechamente con los norteamericanos.
—Exacto. Lo cual equivale a decir que su Lecomte podría muy bien ser un agente de la C. I. A. ¿Acaso no se manifestó la C. I. A. en Oslo después del rapto de Runeberg? ¿Se da cuenta, camarada Li-Chang? Basta con reflexionar.
Un gruñido de cólera de Li-Chang.
—¿Qué propone usted?
—Espere, creo que se me ha ocurrido una idea.
Otro silencio.
—En mi opinión, disponemos de un medio excelente para confundir a ese hombre —continuó la voz de MacGregor.
—¿Cuál?
—Recurrir al agente albanés que me permitió hacerme con Runeberg.
—¿Su amigo Georges Riva?
—Exactamente. Riva es un tipo sensacional, siempre se lo he dicho.
—Con el papel que desempeñó en el asunto Runeberg no lo dudo. Pero ¿cómo?
—Riva está en relación con un agente doble de la C. I. A., un tal Porter. Es el único que conoce los códigos actuales utilizados por Langley[16]. Supongamos que le ponemos en contacto con ese Lecomte, y que se presenta a él como un colega enviado como refuerzo por ese demonio de hombre al que todo el mundo conoce por el nombre de «Coronel». Si Lecomte es en realidad un agente de la C. I. A., hay diez posibilidades sobre diez de que caiga en la trampa.
—La idea es excelente, lo reconozco. Pero ¿cree usted que Riva aceptará?
—Se sentirá muy dichoso de poder prestarles este servicio. Es un hombre que el Lien Lo Pou debería utilizar, ya se lo he dicho.
—Lo pensaré, pero el tiempo apremia. Póngase inmediatamente en contacto con los servicios secretos de Tirana. Que Georges Riva esté mañana en Man-Chu. Que se hospede en el hotel del Viento del Este. Allí es donde están reservadas las habitaciones para los Lecomte.
—Yo también voy a ir. Tengo que estar en Tian-Si el miércoles por la mañana.
—Sí, lo sé. Pero, sea prudente. En caso necesario, puede recurrir a mi guardia personal. Cinco militares de la tercera sección del Lien Lo Pou escoltarán al profesor Lecomte hasta Man-Chu y asegurarán su vigilancia completa.
Otro breve silencio.
—¿Nada más, camarada Li-Chang?
—Sí. En cuanto haya terminado, llámeme inmediatamente.
Ruido de pasos…, una puerta…, algunas palabras en chino dirigidas al oficial encargado de la inspección.
Una vez más, el registro había sido negativo.
Con un gesto seco, Lecomte desconectó el magnetófono y el suspiro que exhaló tradujo el alivio general.
Ursula fue la primera en hablar.
—¿No cree que sería mucho más prudente anular ese viaje? —inquirió.
—¡Jamás! Es el único medio de cambiar la dirección del viento. En lo que respecta a Riva, yo me encargaré de él, tranquilícese.
Ursula contempló el magnetofón.
—Ha tenido usted una idea excelente —dijo—. Lo cual no impide que ese MacGregor me dé miedo…
—Por mi parte, no es a él a quien temo, sino a los cinco individuos que se encargarán de nuestra vigilancia.
Siang, entre dos bostezos, sonrió de un modo enigmático.
—Eso puede arreglarse —dijo—. A veces tengo ideas, ¿saben?
—Yo también —replicó Lecomte, señalando el muelle diván—. E incluso, a decir verdad, unas ideas muy buenas.
Se dejó caer y se quedó inmediatamente dormido.
CAPÍTULO XIX
El cuatrimotor a bordo del cual viajaban Lecomte, Ursula y Siang, había despegado de Pekín a las nueve en punto en dirección a Kun-Ming, la capital del Yunnan.
A bordo reinaba el silencio, turbado únicamente por el runruneo de los motores y el ir y venir de las azafatas de sonrisa estereotipada y siempre dispuestas a intervenir a la menor señal, a la menor llamada.
Las escalas se habían sucedido: Tai-Yuan, Si-Ngnan, Tcheng-Tu, y, después de sobrevolar los montes Ping-Chan, que se erguían protectores alrededor de la llanura de Yi-Pin, el aparato volaba rectamente hacia Kun-Ming.
Para Lecomte y sus dos compañeros, aquel paseo aéreo no era más que un preámbulo a unas ocupaciones más peligrosas, cuyo anticipo venía dado por la presencia de los cinco militares instalados en la cola del aparato y que no se habían movido desde la salida.
Verdaderas estatuas, embutidas en uniformes verdes, de rostro impenetrable.
Un invisible Pigmalión pareció actuar sobre ellos cuando el avión se inmovilizó en el aeródromo de Kun-Ming, y Lecomte, una vez sobre el campo, les vio precipitarse hacia un automóvil de color negro perteneciente al servicio de seguridad.
Li-Chang lo había previsto todo; el viaje hasta las ruinas de Man-Chu debía efectuarse por carretera, y un segundo automóvil, facilitado por una delegación local del Luxingshe, esperaba al trío.
Siang se instaló al volante y echó una ojeada al espejo retrovisor.
El automóvil negro se ponía en marcha.
Cruzaron la ciudad, enfilaron una carretera desértica excavada en la roca y, al cabo de una hora, se hundieron entre dos acantilados rocosos. Ascendían una montaña árida, bañada por un sol implacable.
Siang apretaba a fondo el acelerador sobre la carretera en espiral. A cada viraje, la grava chirriaba bajo los neumáticos.
Al llegar a la cumbre, había conseguido ganar doscientos metros al vehículo que les seguía, y bajó a tumba abierta por la vertiginosa pendiente.
De pronto, su pie aplastó el pedal del freno, se arrimó a la derecha y se detuvo. Sus ojos se clavaron en la esfera de su reloj.
La pequeña saeta del segundero completaba la vuelta.
—¡Atención, ahora! —dijo.
Detrás de ellos, el motor del automóvil negro se había desvanecido en el silencio del desierto. Luego, súbitamente, crepitó una ráfaga, corta y seca, que murió en rebotes sonoros entre los acantilados de granito.
Fieles a la cita, los miembros de la sección regional de los «Turbantes Amarillos», alertada por Siang antes de salir de Pekín, entraban en acción, como verdaderos especialistas de la emboscada.
Transcurrió un cuarto de hora. Luego volvió a oírse el rugido de un motor y el automóvil negro avanzó hacia ellos, cargado con los mismos uniformes verdes, pero esta vez «con buena carne nacionalista en el interior», como dijo Siang al reconocer a sus hermanos de armas.
—En cuanto a la otra —añadió, señalando las formas negras y pesadas que planeaban en lo alto—, hará las delicias de los buitres.
—¡Bravo! —aprobó Lecomte—. Un buen trabajo, viejo. Ahora, somos dieciséis, un pequeño batallón.
—¿Dieciséis?
—¡Claro! ¿No dicen que hombre prevenido vale por dos? Somos ocho: eche la cuenta.
Siang gruñó:
—Eso es un insulto. Un «Turbante Amarillo» vale por mil de esos perros malolientes de maoistas…
—En tal caso, formamos un verdadero ejército.
Siang estalló en una carcajada, mientras los dos vehículos reanudaban la marcha.
La montaña se tragaba al sol, y las rojeces de un rápido crepúsculo besaban las cumbres cuando Lecomte y sus compañeros llegaron a la aldea de Man-Chu.
Era una especie de poblado de casitas bajas con tejados de bálago, y las calles sin empedrar estaban marcadas por unas profundas rodadas.
Unos obreros macilentos y descarnados abandonaban los arrozales contiguos encabezados por un comisario del pueblo más apto para manejar el silbato que la hoz.
Unos grupos pasaron por delante de los vehículos sin prestarles la menor atención, y Siang se dirigió hacia el hotel del Viento del Este, situado al otro extremo de la aldea y al borde mismo de la pequeña carretera que conducía a las ruinas medievales.
El hotel comprendía tres edificios que daban a un patio central lleno de gallinas y de patos, y prolongado por un prado que servía de parking. En el prado en cuestión había un automóvil.
Siang se ocupó de las formalidades de rigor, exhibió sus credenciales, y el trío fue acompañado a dos habitaciones situadas en el edificio más exterior.
También allí, Li-Chang no había dejado nada al azar. En el mismo rellano habían sido reservadas otras habitaciones para el equipo de vigilancia.
KB-09 contó seis, en total, pero el rayo de luz que se filtraba por debajo de la puerta de la séptima, al otro extremo del pasillo, hizo asomar una sonrisa a sus labios.
En el curso de la cena que les fue servida más tarde, en el comedor del hotel, se confió a Siang y a Ursula.
—MacGregor, probablemente —susurró, con la boca llena—. Su automóvil está en el parking. Bueno, sólo nos queda esperar a Riva. Creo que no tardará mucho en presentarse.
—¿Y si no viene? —preguntó Ursula, incapaz de tragar el menor bocado.
—Tendremos que esperar hasta mañana por la mañana. Ahora es demasiado pronto para hacer proyectos. Vamos, cómase el arroz, la entonará.
En aquel instante resonó el ruido de un motor en el patio, seguido del chirrido de unos frenos. Por la ventana vieron a un hombre que se apeaba del automóvil, le pagaba al chófer y, maleta en mano, cruzaba el patio en dirección a la sala común.
—¡Ahí está! —murmuró Siang.
Sólo podía ser Georges Riva, en efecto, y Lecomte le observó atentamente mientras franqueaba el umbral del hotel para dirigirse hacia el despacho de recepción.
Era de estatura mediana, con un rostro huesudo y una nariz aguileña encima de un fino bigote, cuidadosamente recortado.
—Sepárese de nosotros —murmuró Lecomte, dirigiéndose a Siang—. Eso le dará más confianza.
Siang se puso en pie y abandonó la sala. La mirada de Lecomte volvió a posarse en Riva.
El albanés parecía muy seguro de sí mismo, afectando una desenvoltura demasiado estudiada. KB-09, que le vigilaba con el rabillo del ojo, le vio dirigirse hacia la mesa que le habían destinado. De pronto se detuvo y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa, como si acabara de descubrirles.
—¡Vaya! —exclamó, en un inglés impecable—. ¿Quién podía pensar en encontrar a unos europeos en este rincón perdido? Es una verdadera sorpresa… ¿Ingleses? ¿Franceses? ¿Alemanes?
Lecomte se puso en pie con una amable sonrisa.
—Franceses —dijo.
—Lo siento, pero no hablo una sola palabra de su idioma.
—No tiene importancia.
—Me llamo Reading… George Reading. Ciudadano inglés. Soy ingeniero y trabajo para una compañía petrolífera.
Esperó a que Lecomte hubiera terminado con las presentaciones para señalar una silla desocupada.
—¿Puedo sentarme un momento?
—Se lo ruego.
Riva dejó de sonreír en cuanto se encontró instalado entre Lecomte y Ursula. Se inclinó para declarar, en voz baja:
—Eso ha sido para la galería. Démonos prisa, su guía puede regresar…
Dirigió una rápida mirada a su alrededor antes de añadir:
—El jabalí en Z-22 despista al cazador si toma el atajo que le conduce de D-14 a S-18. ¿Comprende, amigo?
Lecomte le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué clase de charada es ésa? —inquirió.
—Traduzca con la clave 3-W. Le repito que es muy urgente, debo transmitirle unas instrucciones del coronel.
—¿Qué coronel? ¿De qué diablos está hablando?
Riva pareció algo desconcertado.
—La Embajada francesa me ha informado de su itinerario —dijo—. Por favor, trate de comprender. Tiene que regresar a Pekín inmediatamente: hemos localizado a Runeberg.
Ursula suspiró.
—No comprendemos absolutamente nada de lo que dice, señor Reading. Mi marido es arqueólogo, y no conocemos a su coronel ni a su amigo Runeberg. Sufre usted un error, evidentemente…
Riva enarcó las cejas.
—Un momento —dijo—. ¿Debo traducirle el «especial Y-8»? «La luna se mira en las aguas del estanque y sus sonrisas corren sobre las leves olas». Vamos, tómese el tiempo necesario, aunque la cosa esté muy clara, ¿no?
Riva utilizaba un código ultrasecreto de Langley, empleado únicamente por el coronel para los contactos excepcionales que debían entablar dos agentes que no se conocieran[17]. El «Especial Y-8» era el más reciente, y el único capaz de hacer caer en la trampa al más listo de los agentes de la C. I. A. ¡Un buen trabajo!
Riva esperaba, pendiente de los labios de Lecomte, pero quedó chasqueado una vez más.
Había que reconocer que el informador de Riva, aquel doble agente norteamericano llamado Porter, no había omitido nada, y Lecomte se prometió ajustarle las cuentas, si tenía la suerte de volver a poner los pies en Langley.
Lecomte miró a Ursula y luego susurró entre dientes, con un asomo de exasperación:
—Oiga, mi querido señor, me gustaría saber a qué estamos jugando. Tengo la impresión de que no estamos conectados al mismo circuito. Mi esposa tiene razón, debe tratarse de un error…
—¿De…, de veras no conoce usted el «Especial Y-8»? Fue puesto en circulación el mes pasado, acuérdese…
—Por favor —suplicó Ursula—, esta escena empieza a resultar penosa…
Riva se encogió de hombros, pero la expresión de despecho que asomó a su rostro traicionó lo mucho que le había afectado el fracaso de su tentativa. Seguro que lamentaba haber efectuado aquel viaje para un resultado tan lastimoso.
Lecomte se puso en pie.
—Mi esposa y yo le rogamos que nos disculpe —dijo—. Se está haciendo tarde, y mañana tenemos una jornada muy cargada.
Riva se puso en pie a su vez, con una jovial sonrisa en la comisura de los labios.
—Tiene usted razón —dijo—. Era un simple juego. Les pido que olviden todo esto y que me disculpen a su vez.
Se retiró muy dignamente, con la seguridad de haber sido tomado por un loco o por un atolondrado por aquella pareja de turistas de cuya absoluta inocencia estaba ahora convencido.
CAPÍTULO XX
Cuando Lecomte y Ursula volvieron a tomar posesión de su cuarto, la puerta estaba entreabierta. En la oscuridad, Siang esperaba, sentado en el borde del lecho.
Se puso en pie, cerró la puerta y encendió la luz.
—En este preciso instante acaba de entrar en la habitación de MacGregor —susurró.
—Es una continuación lógica.
—¿Ninguna dificultad?
—En absoluto. Ahora sólo falta conocer la reacción de MacGregor.
—¿La llamada telefónica a Li-Chang? ¡No se preocupe por eso!
Siang hurgó debajo del colchón y retiró un receptor de radio de modelo reducido.
—Estamos organizados —dijo con orgullo—. Nuestros muchachos no pierden el tiempo. Han colocado una ficha de inducción cerca de los hilos telefónicos. Ese aparato reproduce las variaciones de corriente y las transmite a un registrador alimentado por la misma corriente que pasa por los hilos. Recibimos por radio en lenguaje claro, a medida que se habla. Sólo hay que esperar.
Lecomte silbó entre dientes, lo cual provocó una risita nerviosa en Siang.
Sólo tenían que esperar, en efecto, cosa que hicieron en el silencio de la habitación, fumando cigarrillos.
Transcurrió un cuarto de hora. Luego se oyó un ruido de pasos en el pasillo y unos crujidos en la escalera.
El receptor fue conectado inmediatamente. El altavoz chirrió ligeramente. Después, una voz pidió un número de Pekín a la central más próxima.
Un nuevo silencio de veinte minutos, y finalmente se estableció la comunicación entre MacGregor y Li-Chang.
MacGregor confesaba voluntariamente su error. El experimento había fracasado y, con gran pesar por su parte, el profesor Lecomte podía ser exonerado de toda sospecha.
De todos modos, aquella prueba tranquilizadora debía figurar en la cuenta de Georges Riva, cuya competencia en materia de C. I. A. no podía ser puesta en duda, a lo cual respondió Li-Chang que era preferible que el asunto hubiese tenido aquel desenlace.
—¿Qué debo hacer?
La respuesta de Li-Chang no se hizo esperar.
—Puede abandonar el caso, camarada MacGregor. Que dejen continuar normalmente su viaje al profesor. En cuanto a Riva, dígale que he sostenido una entrevista a propósito de él con el coronel Wong, el cual siente muchos deseos de conocerle y quiere ofrecerle un puesto semejante al de usted en el seno del Lien Lo Pou. Está de acuerdo en que le lleve usted a la fábrica de Tian-Si, mañana por la mañana. En el fondo, le debemos esa compensación, ¿no cree?
—No esperaba menos de usted, camarada Li-Chang.
—Por mi parte, le agradezco su lealtad. ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches!
Siang cortó. Resplandecía de alegría. Y tenía motivos para ello.
—¡Formidable! —exclamó, haciendo chasquear sus dedos—. Desembarazados de MacGregor y de Riva, a partir de mañana podremos trabajar con toda seguridad.
Lecomte no respondió. Cogió el cigarrillo de los labios de Ursula, le dio unas chupadas y se lo devolvió.
—Bueno, ¿qué pasa? —inquirió Siang ante su mutismo.
Lecomte se dejó caer sobre el borde del lecho.
—¿Cómo marcha lo de la nueva estación clandestina?
—Ejem… Temo que haya que esperar aún dos o tres días. Pero me avisarán a tiempo, no se preocupe.
—Y, entretanto, perderemos el tiempo inútilmente… No, creo que puede hacerse algo mejor, y el propio Li-Chang acaba de inspirarme la idea. Puedo estar en Tian-Si mañana por la mañana, a las diez.
—¿En Tian-Si?
—Georges Riva es desconocido de los técnicos de la base y del propio coronel Wong. ¿Por qué no puedo asumir su personalidad?
—¿No irá a creer que MacGregor se convertirá en cómplice suyo? —preguntó Ursula, desconcertada.
—Pues, sí. Un cómplice dócil y obediente. Siang, ¿recuerda lo que me dijo a propósito de la droga hipnótica que robó en el despacho de Wong?
Abrió el bolso de Ursula y sacó la cajita que contenía las pastillas blancas.
—Vamos a utilizar sus propias armas —añadió—. Y sobre MacGregor. Disponemos de toda la noche para llegar a… digamos convencerlo. ¿De acuerdo?
—Bueno, bueno —gruñó Siang, todavía vacilante—. Supongamos que la cosa sale bien. Que penetra usted en la fábrica. ¿Y después?
—Improvisaremos sobre la marcha.
Lecomte se volvió hacia Ursula.
—Espero que tenga usted algunas nociones de psiquiatría…
La vio palidecer.
—Yo…, yo…
—Sí, de acuerdo, pero tiene que intentarlo. Bastará con repetirle que soy Georges Riva. Terminará por creerlo. Es muy sencillo.
—Para usted, todo es siempre muy sencillo.
—¡Siempre!
—Es lo que oigo decir desde que salimos de Formosa —suspiró Ursula.
Lecomte sonrió compasivamente.
—Sé que la prueba ha sido muy dura para usted —dijo—. Pero me veo obligado a pedirle un nuevo esfuerzo. Voy a necesitarla.
Se volvió hacia Siang.
—¡Y a usted también! No hay un segundo que perder, amigo mío. Diga a sus hombres que hay que liquidar a ese Riva. De un modo silencioso. A continuación nos ocuparemos de MacGregor.
El chino se puso en pie, inclinó la cabeza y salió de la habitación sin hacer el menor ruido.
Lecomte cogió un cigarrillo del paquete de Ursula, lo encendió y se dejó caer sobre el lecho.
Media hora más tarde regresó Siang.
—Misión cumplida —anunció.
Sorprendido en la cama, el espía albanés no había ofrecido la menor resistencia y, gracias a la habilidad de los cinco «Turbantes Amarillos», su cadáver reposaba ahora en el fondo de un pantano situado en las inmediaciones del hotel.
Le había llegado el turno a MacGregor y, pistola en mano, Lecomte y Siang se dirigieron hacia la habitación que el agente del Lien Lo Pou ocupaba al fondo del pasillo.
La luz estaba apagada, y cuando se pegaron contra la puerta llegó a sus oídos un leve ronquido.
A un gesto de Lecomte, la masa de carne y de huesos de Siang se abatió contra la puerta, la cual se abrió con un crujido brutal.
En el interior del cuarto resonó un grito de ahogada sorpresa, y la silueta de MacGregor se recortó sobre la cama, bruscamente incorporada.
Pero era demasiado tarde. El «jab» de Lecomte le alcanzó de lleno en la boca del estómago, y un directo al mentón le envió de nuevo a los brazos de Morfeo.
Ayudado por Siang, KB-09 le transportó a su habitación y le echó sobre la cama sin el menor miramiento.
—Vamos —dijo—, y no escatime la dosis. Ese tipo tiene unas buenas tragaderas.
Ursula cogió dos pastillas y, con la ayuda de un gran vaso de agua, se las hizo tragar a MacGregor, que continuaba inconsciente.
Había que esperar el final del sueño profundo que constituye la primera fase de un haschichismo agudo, y que según los sujetos puede durar de treinta a cuarenta minutos.
Luego aparecerían los primeros síntomas de la hipnosis, siguiendo a la excitación psíquica que iba a traducirse en una gran euforia y un completo relajamiento muscular.
Es el momento que esperaba Ursula para empezar el «tratamiento» psicológico. MacGregor sería un sujeto pasivo, incapaz de la menor reacción, abandonado a la voluntad dominante de Ursula.
El agente del Lien Lo Pou abrió los ojos, dirigió una estúpida mirada a su alrededor y sonrió beatíficamente.
—MacGregor —susurró Ursula—, relájese, no se mueva… Su mente debe quedar libre…, libre… Tiene que olvidar lo que ha pasado…, no volver a pensar en ello…, nunca…
—Nunca…, nunca… —repitió maquinalmente la voz de MacGregor.
—Ni esta habitación… ni lo que acaba de suceder en su cuarto… Bórrelo de su mente… Georges Riva se separó de usted… y usted se acostó…, se durmió… y continúa durmiendo, MacGregor…, durmiendo…
El pulso disminuyó ligeramente su ritmo, un frío helado invadió el cuerpo de MacGregor.
—Mañana por la mañana irá usted a la fábrica de Tian-Si en compañía de su amigo Georges Riva… Ahora, mire bien el rostro del hombre que se inclina sobre usted… Es el de Georges Riva… Es Georges Riva…
—Riva… Riva… ¡Oh! ¡Oh!
Los ojos enrojecidos escrutaron desesperadamente las facciones de KB-09.
—Es Georges Riva —insistió Ursula—. Georges Riva… Mire bien, MacGregor… ¡Mírele!
En la habitación reinaba una gran tensión. MacGregor se debatía aún entre lo absurdo y la realidad. Aquello duró un largo momento; luego, por fin, todo su ser cedió. El malestar provocado por la intoxicación había desaparecido poco a poco, pero los reflejos mentales eran todavía muy lentos. Por milésima vez, el nombre de Georges Riva golpeó sus tímpanos y MacGregor sacudió la cabeza como un hombre vencido, abrumado, privado de todo recurso.
—Insistiremos dentro de dos horas —decidió Ursula, agotada—. Dejémosle dormir un poco.
Lecomte le ofreció un cigarrillo.
—¿Qué opina de su estado?
—Creo que será necesaria una tercera píldora, como medida de precaución. A partir de ahora le tenemos bajo nuestra voluntad. Ya no es capaz de distinguir su personalidad de la de Riva. Mientras duren los efectos de la droga, las órdenes que hemos transmitido a su cerebro le obligarán a reconocerle a usted como Georges Riva.
—¿Por cuánto tiempo?
—Lo ignoro. Con una droga normal, los fenómenos de alucinación pueden durar de cinco a seis horas. Si no quiere tener sorpresas, le aconsejo que se atenga a ese período.
—De acuerdo. Me basta ese tiempo. En cinco horas pueden ocurrir muchas cosas. Y no nos hará falta más para alcanzar la frontera birmana, ya que nuestra misión termina aquí, como puede suponer. A no ser que Siang tenga una idea mejor.
El chino sacudió la cabeza.
—Birmania es, en efecto, el único país vecino donde podemos refugiarnos. La frontera se encuentra a trescientos kilómetros, pero mis hombres van a ocuparse de eso. De todos modos…
Pareció vacilar.
—Sí —continuó—, creo que un equipo de protección les será útil en caso de que suceda algo imprevisto. Nunca se sabe… ¿Por qué no puedo acompañarle con dos de mis hombres?
KB-09 sonrió.
—Siempre el pequeño ejército, ¿eh?
—En Tian-Si no me conoce nadie, ni siquiera el coronel Wong —prosiguió Siang—. Y la excusa es válida. Ahora que le han exonerado de toda sospecha, cinco guardias no son ya útiles para su vigilancia, y MacGregor puede haber decidido reservarse tres de ellos para asegurar su propia protección, así como la de Georges Riva. ¿Puede inculcársele esa idea?
Lecomte reflexionó unos instantes, y luego su mirada se posó en MacGregor.
—Aún estamos a tiempo —dijo, sonriendo.
Al amanecer, Siang y sus hombres parecían haber resuelto los últimos detalles de aquella jornada decisiva.
Un camión de transporte serviría perfectamente para alcanzar la frontera birmana, que luego cruzarían por sus propios medios a través de un desfiladero que permitiría eludir los puestos fronterizos.
Tres de sus hombres, utilizando el automóvil negro, se ocuparían de aquel problema en las horas siguientes.
Viajarían de noche, y el lugar de reunión había sido fijado en una pequeña cabaña aislada que Siang señaló sobre un mapa de la región, a orillas del río Rojo.
Allí debía refugiarse directamente Ursula después de haber abandonado el hotel del Viento del Este a bordo del vehículo del Luxingshe.
Unicamente era de desear que la ausencia de Georges Riva no llamara demasiado la atención del encargado del hotel, pero, en la confusión de la partida, nada pareció despertar la desconfianza del viejo, medio adormilado aún.
Ursula salió en primer lugar. Luego siguió el automóvil de MacGregor, conducido por uno de los hombres de Siang. El irlandés, instalado en el asiento delantero, entre Lecomte y el chófer, daba aún muestras de cansancio, pero la influencia hipnótica a la cual estaba sometido no había alterado en nada su comportamiento habitual.
Pareció surgir de sus ensueños en el momento en que el vehículo se alejaba del hotel. Volviéndose hacia Lecomte, inquirió:
—¿Ha dormido usted bien, Riva?
—Estupendamente, mi querido amigo, gracias. En cambio, usted parece un poco cansado. ¿Qué le pasa?
—He dormido muy mal; la cama era muy dura, el hotel infecto… Un poco de fatiga, sí, pero no es nada.
Se volvió hacia Siang, embutido en un impecable uniforme.
—Lamento haberle impuesto este viaje, teniente, pero quedará libre dentro de unas horas. Una simple medida de precaución a propósito de mi persona y de la de mi amigo Riva.
Había aprendido bien la lección y la recitaba con un convencimiento absoluto.
Apartándose del río Rojo, el vehículo no tardó en rodar por una zona desértica, con arena, guijarros y rocas hasta donde alcanzaba la vista.
A través de aquel caos discurría una carretera de segundo orden que el sol matinal transformaba ya en un verdadero horno. Tras muchas vueltas y revueltas, llegaron finalmente a la vista de la fábrica secreta.
Los dos mil kilómetros cuadrados de hormigón formaban un inmenso cuadrilátero celosamente guardado, con sus triples barreras de alambrada, sus numerosos puestos de vigilancia y el incesante ir y venir de las patrullas de choque.
Eran apenas las nueve cuando el automóvil cruzó la puerta principal, donde MacGregor presentó su salvoconducto. Evidentemente, los centinelas habían recibido órdenes al respecto, ya que el rastrillo fue levantado sin la menor dificultad.
A una indicación de MacGregor, el vehículo giró bruscamente para adentrarse por una vasta explanada prácticamente desierta y detenerse finalmente ante un edificio de ocho pisos, en cuyo tejado ondeaba una inmensa bandera china.
Los cinco hombres se apearon. Precedidos por MacGregor, penetraron en un espacioso vestíbulo, y en medio de la efervescencia general fueron acogidos por media docena de guardias que llevaban brazaletes rojos.
A continuación fueron conducidos a través de un laberinto de pasillos, al final de los cuales llegaron a un amplio despacho en el cual se encontraban agrupados una docena de personajes, paisanos y militares, cuya sonrisa expansiva era un fiel reflejo de la de Mao, en su cuadro gigante.
Un hombre avanzó, embutido en un impecable uniforme verde con numerosas condecoraciones. Saludó a MacGregor y luego se volvió hacia Lecomte.
—Bien venido a Tian-Si, camarada Riva —dijo—. Soy el coronel Wong.
—Encantado, coronel.
Wong se inclinó ligeramente.
—Nos sentimos muy honrados al tenerle entre nosotros, por el inmenso servicio que ha prestado a nuestro país. Le acogemos, pues, como a un amigo, camarada Riva, en nombre de todos nuestros hermanos oprimidos por los capitalistas occidentales.
Un caluroso aplauso siguió a aquel florido parlamento, y mientras el coronel Wong empezaba las presentaciones de rigor señalando al profesor Tcheng, gran maestre de Tian-Si, los ojos de Lecomte se posaron en un hombre cuya presencia le había pasado inadvertida hasta entonces.
Era un europeo, y su rostro tenso reflejaba a la vez el malestar y la desesperación más inmensos.
Un rostro que KB-09 veía por vez primera en su forma viviente, pero cuya imagen estaba grabada en él desde el comienzo de aquella fantástica aventura.
¡El rostro del profesor Vitalis Runeberg!
CAPÍTULO XXI
Para Lecomte, los minutos que siguieron fueron interminables. Oscuramente, adivinaba el drama que iba a representarse de un momento a otro detrás de las enormes puertas blindadas que daban acceso al laboratorio experimental.
Una especie de gravedad helada le había invadido al pensamiento de que los chinos podían muy bien, a partir de entonces, lanzar su ataque relámpago sobre los países del mundo libre.
Si era así, todos sus esfuerzos se derrumbarían de golpe y tendría que asistir, impotente, al aniquilamiento de una parte de la humanidad, víctima del arma más implacable que el genio diabólico del hombre había creado.
Rechazó la idea, negándose a creer en ella.
Sin embargo, un frío sudor empapaba su espalda cuando las puertas blindadas se abrieron de par en par. Siang y sus dos hombres no fueron autorizados a entrar en el laboratorio, y se les rogó que se unieran al servicio de guardia dispuesto en los pasillos que rodeaban el bloque central.
Lecomte no se asombró por el hecho, ya que formaba parte de la estricta lógica de las cosas. El laboratorio sólo podía ser visitado por los personajes oficiales, y los que se encontraban ya en su interior eran los fieles colaboradores del profesor Tcheng.
Lecomte les descubrió, atareados detrás de inmensos aparatos más extraños unos que otros, y su primera visión del laboratorio le causó una fuerte impresión.
Confusamente, intuyó que su misión iba a cumplirse en aquel escenario alucinante. De un modo u otro. Y se estremeció cuando la voz del profesor Tcheng resonó en la sala.
Anunciaba, con frases de elogio, el resultado de dos años de esfuerzos consagrados a la realización del arma más espectacular y, sobre todo, más temible del siglo. En efecto, la primera bomba subterránea estaba por fin construida y dispuesta para ser lanzada. En aquella fecha memorable, afirmaba la supremacía militar china y el coronamiento de todos los esfuerzos llevados a cabo en la lucha contra la opresión.
Sobre un planisferio gigantesco, se encendió un itinerario luminoso en territorio chino y Tcheng señaló el punto final: una zona desértica de la provincia de Kuen-Lun, que iba a servir de objetivo experimental para el cohete subterráneo.
—No llevará ninguna carga nuclear —explicó Tcheng—, sino un explosivo corriente, cuya combustión nos será señalada por un dispositivo especial, el cual nos indicará también que la bomba ha alcanzado su blanco. Así lo ha decidido el Politburó.
Lecomte notó cierta efervescencia en la asamblea, ganada por el entusiasmo.
Miró furtivamente a Runeberg. Una desesperación inmensa continuaba pesando sobre él, y a Lecomte no le resultó difícil adivinar la terrible lucha que se estaba desarrollando en su interior.
Desde luego, el peligro no era tan inminente como había temido. Pero ¿de cuánto tiempo dispondría, suponiendo que aquel primer experimento se viera coronado por el éxito?
Sí, ¿de cuánto tiempo? Conscientes de que por fin disponían de un arma que les convertía en dueños del mundo, ¿renunciarían los dirigentes chinos a su orgullo y a su sed de venganza? ¿No desencadenarían una guerra relámpago que iba a decidir la suerte de la humanidad?
Aquellos pensamientos asaltaron a KB-09 como un enjambre de avispas furiosas, mientras el profesor Tcheng daba sus órdenes a los técnicos.
Eran las diez y media de la mañana. En uno de los campos de pruebas, otro equipo, en el momento de la señal, controlaría la salida del cohete cuando éste se hundiera en el suelo, verticalmente, para atravesar la corteza terrestre y precipitarse en el magma.
¡Dos mil kilómetros! ¡Tres horas de viaje! Una asombrosa marca de técnica y de precisión.
Sí, ahora estaba todo preparado. La cuenta hacia atrás desgranaba sus últimos segundos. Luego, bruscamente, una lucecita roía se encendió sobre un tablero de control.
Unas voces zumbaron en los amplificadores, procedentes del campo de pruebas. Se encendieron unas pantallas, inundando con su resplandor los rostros graves y tensos que rodeaban al profesor Tcheng.
—¡Bomba disparada! —exclamó el profesor, ganado por la emoción.
En la sala, todas las miradas permanecieron clavadas en las pantallas de radar destinadas a señalar el avance del artefacto subterráneo, mientras que, una a una, las pequeñas lámparas empezaban a parpadear en el circuito luminoso.
MacGregor posó una mano crispada sobre el brazo de Lecomte.
—Bueno, Riva, ¿qué opina de esto? Formidable, ¿no es cierto?
—Sensacional, tengo que reconocerlo. Pero, una pregunta: ¿puede desviarse la trayectoria de la bomba?
La pregunta no pareció sorprender al irlandés.
_¡Desde luego! No representa ningún problema, sobre todo a partir del momento en que la bomba navega por el magma. Pero el profesor Tcheng le dará todas las explicaciones necesarias a ese respecto.
Señaló al gran maestre de Tian-Si, el cual hablaba animadamente por teléfono.
—Cuando haya terminado de hablar con el Presidium —añadió MacGregor—. Les está dando la gran noticia.
Transcurrió un minuto. Luego, Tcheng colgó el receptor. Su rostro había asumido repentinamente una profunda gravedad. Finalmente, se decidió a hablar.
—Ante el éxito completo del lanzamiento, el Presidium nos ordena que dirijamos la bomba hacia el continente americano.
Hizo un gesto para calmar al auditorio.
—A título experimental, desde luego. La región escogida está situada en el Estado de Nevada, entre las ciudades de Eureka y de Curie. Un lugar prácticamente desierto, por lo que es casi seguro que nuestra bomba no producirá víctimas. El Presidium desea asegurarse de la manejabilidad del cohete subterráneo y, sobre todo, de la precisión a larga distancia de nuestros sistemas de teledirección. En efecto, en la lucha decisiva que tenemos entablada contra el imperialismo norteamericano y el revisionismo soviético, el menor error podría sernos fatal, y queremos actuar sobre seguro en los objetivos militares a alcanzar, el día que se desencadene la gran ofensiva.
Un silencio impresionante reinó entre el auditorio. Lecomte había palidecido intensamente. Una ola helada le había recorrido de la cabeza a los pies mientras Tcheng daba unas órdenes rápidas a los técnicos.
Sobre el planisferio gigante, el circuito luminoso cambió bruscamente de dirección. Una nueva lámpara se encendió para anunciar el cambio de itinerario.
Obedeciendo a los servocontroles, la bomba se dirigía ahora en línea recta hacia Nevada.
—¡No tienen derecho a hacerlo! ¡No tienen derecho a hacerlo!
La voz acababa de estallar como una amenaza…, como un desafío. Todo el mundo se volvió como un solo hombre.
Vitalis Runeberg se precipitaba hacia el profesor Tcheng con el rostro pálido, desfigurado.
—¡Son ustedes unos monstruos! —aulló—. ¡Paren eso! ¡Es un crimen!
Tcheng trató de dominarle, pero cayó de espaldas bajo el brutal asalto del sabio sueco. Runeberg corría ahora hacia los aparatos de control, apartando a los técnicos a su paso, echándose desesperadamente sobre los sistemas de teledirección.
Como en un relámpago, Lecomte entrevió una solución. La única. La más descabellada, tal vez, y la más temeraria que se le hubiera presentado en todo el curso de su vida aventurera.
Saltó en el preciso instante en que el coronel Wong se precipitaba hacia delante en compañía de tres técnicos. Cayó cerca de Tcheng, el cual se incorporaba, espumeando de rabia y dispuesto a lanzarse a su vez sobre Runeberg.
Pero el chino sólo esbozó el gesto. El brazo izquierdo de KB-09 se había doblado alrededor de su cuello con una violencia inaudita, cortándole la respiración. Empuñando el Tokarev con su mano derecha, Lecomte apuntó a la concurrencia.
—¡Que nadie se mueva! —aulló.
La estupefacción dejó como clavados a los presentes. Luego, un grito de cólera taladró el silencio.
—¿Se ha vuelto usted loco?
En su furor, el coronel Wong fue a desenfundar su revólver, pero la bala le alcanzó de lleno y se desplomó como una masa, con las dos manos crispadas sobre el vientre. Vomitó una blasfemia, rodó por el suelo en un sobresalto de agonía y fue a inmovilizarse a los mismos pies de Lecomte.
Un viento de pánico soplaba ahora en el inmenso laboratorio. KB-09 comprendió que debía actuar rápidamente. Hizo un gesto con la cabeza a Runeberg, que estaba a su lado.
—¡Vamos, profesor! ¡Dese prisa! ¡Traiga la bomba!
—¿Tra… traerla?
—¡Sí! ¡Hacia Tian-Si!
Aquellas palabras fueron como un latigazo para Runeberg. Lecomte le oyó correr detrás de él.
Luego, su oído percibió unos chasquidos, un cambio de registro en los runruneos que ascendían de los altavoces.
Sobre el planisferio, una lámpara se apagó, luego otra.
El circuito luminoso empezó a reducirse en dirección a la fábrica.
—¡Bloquee los mandos!
El ruido de una manecilla dejada caer sobre sus soportes.
A continuación, algo que era arrancado, roto. Un gemido murió en los labios de Tcheng.
—Está usted loco —murmuró—. Está usted loco…
—Es posible —replicó Lecomte—, pero no acabe de sacarme de mis casillas. Sólo disponemos de diez minutos. Dentro de diez minutos, la fábrica volará por los aires, y yo le ofrezco la oportunidad de salvarse.
Era también su oportunidad, entrevista en medio del desorden y de la confusión que se trataba de crear de un extremo a otro de la fábrica. Había poco tiempo, sí, pero…
—Haga sonar la alarma, exija la evacuación inmediata de Tian-Si. No es aún demasiado tarde. Sólo usted puede hacerlo, Tcheng…
Lecomte empujó al chino hasta el interfono que Runeberg le señalaba con el gesto. Tcheng empuñó el micrófono y, con voz vibrante, dio una serie de órdenes.
Casi inmediatamente estalló el aullido de una sirena. Mientras Tcheng se incorporaba, espumeando de rabia y de cólera, Runeberg gritó:
—¡Cuidado!
MacGregor acababa de lanzarse hacia delante, seguido de cuatro hombres. Soltando a Tcheng, Lecomte les hizo frente, disparando contra el grupo.
Cuatro hombres cayeron. Sólo le quedaba una bala en la recámara. Pero MacGregor estaba ya encima de él.
Aferrados el uno al otro, rodaron por el suelo en un cuerpo a cuerpo salvaje, implacable. El Tokarev escapó de la mano de KB-09, alcanzado por un golpe magistral de MacGregor.
La batalla fue de corta duración. El irlandés era sólido, sí, pero Lecomte consiguió incorporarse, evitando por muy poco un cabezazo de su adversario, al cual detuvo en pleno impulso con un terrorífico puñetazo. Proyectado hacia atrás, MacGregor fue a estrellarse contra un tablero mural de ebonita erizado de manecillas y de botones.
Un aullido de MacGregor, cuyo cuerpo empezó a arder como una antorcha.
Lecomte se había echado hacia atrás, tratando de recuperar su arma, pero las puertas blindadas acababan de abrirse y, en la abertura, reconoció a Siang y a sus dos hombres que hacían irrupción, metralleta en mano.
Estallaron unas ráfagas, cortas, breves, asesinas, y en el espacio de unos segundos el laboratorio quedó completamente limpio.
Pasando por encima de los cadáveres, Lecomte fue a reunirse con los recién llegados, seguido de Runeberg. Cogió al vuelo la metralleta que le lanzó el chino.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Siang, completamente desconcertado.
—La bomba vuelve hacia Tian-Si. ¡Sólo disponemos de seis minutos!
Los ojos de Siang se clavaron en el sabio sueco.
—Runeberg, ¿no es cierto?
Su rostro se crispó.
—Los documentos… Dese prisa… Necesitamos los documentos…
Runeberg le miró con unos ojos inmensos.
—¡Oh, no! No me obliguen a hacer eso, por favor…
Siang avanzó. El cañón de su metralleta se hundió en el pecho de Runeberg.
—Haga lo que le he dicho.
Runeberg sacudió la cabeza, como si estuviera atontado. Luego dio media vuelta y entró en el despacho del profesor Tcheng, mientras Lecomte se volvía hacia Siang.
—Salga de aquí, yo me ocuparé de él. Encuentre un vehículo, cualquiera… Dese prisa, por amor de Dios.
Siang hizo una seña a sus hombres.
—Al patio principal —dijo, antes de echar a correr.
Los tres «Turbantes Amarillos» desaparecieron por un pasillo, tragados por la multitud enloquecida por el pánico.
KB-09 se volvió. Runeberg abría unos cajones, hurgando con sus manos ávidas en los expedientes amontonados en ellos. Le vio deslizar un fajo de cuartillas en un bolsillo de su americana y luego correr hacia él.
No dio más que tres pasos. Una bala estalló. Alcanzado de lleno, en pleno impulso, Runeberg se derrumbó como si acabara de abrirse un abismo a sus pies.
Lecomte apuntaba ya su metralleta contra el agresor. Era Tcheng… Tcheng, que se había arrastrado desde el laboratorio, con el Tokarev en su mano crispada. La última bala del cargador había liquidado a Runeberg.
Una risotada feroz, la última, brotó de sus labios mientras se derrumbaba a su vez. La metralleta crepitó, pero la ráfaga de KB-09 sólo taladró un cadáver.
—¡Runeberg!
Lecomte se inclinó, cogió al sabio entre sus brazos. Un hilillo de sangre discurría por la comisura de sus labios.
Rápidamente, la mano de Lecomte hurgó en el bolsillo, sacó las cuartillas. Eran unas páginas en blanco, manchadas de sangre… ¡Nada más!
¿La verdad? La adivinó en el rostro crispado de Runeberg, al que la muerte arrastraba a sus abismos eternos; en la palabra inaudible que brotó de sus labios con el estallido de una minúscula burbuja de jabón…
CAPÍTULO XXII
Cuando Lecomte salió al patio principal, un último grupo de fugitivos se disputaba aún los vehículos abandonados a orillas del parking.
Siang y sus hombres defendían la posesión de un viejo jeep, y los culatazos llovían a mansalva.
Al ver a KB-09, Siang abandonó la lucha para saltar al volante. Empujado por los dos «Turbantes Amarillos», Lecomte cayó de cabeza en el interior del vehículo, el cual arrancó brutalmente.
—¿Y Runeberg? —preguntó Siang, aferrado al volante con una agilidad simiesca.
—¡Muerto! Tcheng le ha asesinado cuando se disponía a salir.
—¿Y los documentos? ¿Los tiene usted?
Lecomte consultó su reloj.
—¡Más aprisa! No es el momento de hablar de eso.
Quedaban dos minutos. Cruzaron en tromba el puesto central y el jeep, rebotando como una pelota de goma, salió disparado hacia el desierto árido y sofocante.
A lo lejos se distinguían otros vehículos rayando el horizonte con largas estelas de polvo negruzco. En el cielo, tres aviones del ejército chino trepaban en flecha, tomando altura.
El jeep había conseguido devorar un kilómetro largo cuando Lecomte anunció:
—¡Cuidado! Está a punto de…
El final de su frase se perdió en el fragor de una explosión gigantesca, que cuarteó la superficie del terreno como un terremoto de una violencia inaudita.
El suelo vibró debajo del jeep y el vehículo derrapó bruscamente. Siang enderezó el volante in extremis, en el momento en que la onda expansiva golpeaba al vehículo como una bala de cañón.
Lecomte se volvió, estimulado por una alegría feroz. Tian-Si acaba de destruirse bajo una verdadera serie de explosiones en cadena. Toneladas de materia incandescente se elevaban en medio de un torrente de fuego y de humo.
Una gran seta empezó a formarse, subiendo al asalto del cielo color de plomo.
El sol desapareció, sumiendo la llanura infinita en una penumbra de pesadilla.
—Un buen trabajo —comentó Siang, sin perder su impasibilidad.
Lecomte sonrió satisfecho, y se secó la frente cubierta de sudor y de polvo.
—Eso es lo que se llama una devolución al destinatario —dijo.
Eran casi las dos de la tarde cuando el jeep se detuvo a orillas del río Rojo.
Había llegado el momento de separarse de los «Turbantes Amarillos», cuya misión estaba ya cumplida.
Siempre enigmáticos, evacuaron el vehículo, saludaron por última vez y se perdieron entre la maleza, deseosos de regresar a su sector por sus propios medios.
Ahora sólo tenían que reunirse con Ursula y esperar el camión de transporte que los otros tres «Turbantes Amarillos» del equipo debían facilitarles para llegar a la frontera birmana.
El jeep reemprendió la marcha, y una hora más tarde se detuvo delante de la famosa cabaña abandonada que iba a servirles de refugio hasta que se hiciera de noche.
El lugar estaba desierto, perdido en medio de un espeso bosque, poblado de trinos de aves y del confuso rumor de pasos de unos animales invisibles.
El automóvil utilizado por Ursula estaba estacionado un poco más lejos, a la orilla del río, y el verlo tranquilizó a Lecomte.
Entró en la cabaña, y en el instante en que la joven le recibía en sus brazos, Lecomte experimentó una súbita sensación de malestar.
Tal vez la expresión aturdida del rostro de Ursula…, su cuerpo que temblaba contra el suyo…, su boca que se agitaba en el vacío sobre una frase que no salía…, el seco chasquido de la puerta detrás de él…
Y luego… Y luego la voz que le llegó como un cuchillo clavándose en su espalda.
—¡Arriba las manos, los dos!
Lecomte obedeció, mientras Ursula retrocedía, con los ojos desorbitados. Una mano libró a Lecomte de su metralleta, que llevaba colgada en bandolera, otra le empujó hacia el fondo de la cabaña. Girando sobre sí mismo, KB-09 se volvió.
—¡Siang!
El chino le apuntaba con su arma. Una leve sonrisa distendía sus bezudos labios.
—Vamos, amigo mío, sea razonable y no me complique la tarea. Ahora hablamos en serio, ¿no es cierto?
—¡Siang! ¿Qué significa esto?
Con el cañón de su metralleta, Siang señaló una rústica mesa que se erguía en el centro de la cabaña.
—¡Los documentos de Runeberg! Sáquelos despacio y échelos ahí encima. Si obedece no le pasará nada, tiene usted mi palabra.
Una arruga cruzó la frente de Lecomte. Sacudió la cabeza varias veces.
—¡Oh! ¿De modo que era eso? Bravo, en materia de disimulo, no puede pedirse más.
—¡Por última vez, obedezca! No me obligue a matarle.
—¿Para quién trabaja usted, Siang?
El chino hizo un gesto de nerviosismo, pero no pasó de ahí. Súbitamente, detrás de él, una cortina que dividía en dos la única habitación de la cabaña se apartó y una silueta se pegó a su espalda. Resonó una voz seca, nerviosa:
—¡Arriba las manos, chinito! ¡Y nada de tonterías!
Un grito de furor estalló en la boca de Siang. Dejó caer su arma, y un violento empujón le envió al lado de Ursula.
Lecomte reconoció entonces al individuo de elevada estatura que se erguía delante de él, empuñando una pistola.
—¡Y usted también, señor Lecomte!
No había el menor rastro de jovialidad en el rostro de Pierre Darbois, el agente de la S. D. E. C. E.
CAPÍTULO XXIII
Una leve sonrisa distendió los labios de Lecomte. Decididamente, se iba de sorpresa en sorpresa. ¡Y ésta era mayúscula! Manteniendo los brazos levantados, se pegó a la pared de tablas.
—Le felicito, Darbois. Posee usted el don de llegar siempre en el momento oportuno. Una excelente cualidad.
Sin captar la ironía, Darbois señaló a Siang con la mirada.
—Estoy aquí por él —dijo.
—¿Qué es lo que se traen entre manos?
—Nada de lo que usted cree.
—Entonces…
Darbois sonrió.
—Sé que va a ser un golpe para usted, pero es la verdad. Siang es un agente del M. V. D.[18]
Lecomte no parpadeó, y Darbois continuó:
—Su visita al hospital de las Banderas Rojas despertó el interés de Moscú. Al principio, nadie comprendía nada. Todo el mundo ignoraba el asunto Runeberg, y era necesario que usted hiciera algún movimiento para que el M. V. D. pudiera pegarse a su estela.
—Tampoco usted perdió el tiempo, con el pequeño emisor que dejó en el pabellón, ¿eh?
—Lo siento, amigo mío, pero yo también tengo una tarea que cumplir.
—No se lo reprocho. Su aparatito, por otra parte, me ha sido muy útil… Pero, continúe, la cosa se pone interesante.
—Desde luego, la enfermera Tsao-Lin pertenece asimismo al M. V. D., puesto que fue ella quien le envió a Siang, en cuanto tuvo conocimiento del famoso mensaje que debía usted recuperar de la viuda de Cooper. Siang era un doble agente: se había introducido en la sociedad de los «Turbantes Amarillos», y la maniobra resultó fácil.
KB-09 se volvió a mirar a Siang. Éste permanecía impasible, pareciendo encontrar una especie de dignidad en su orgullo. Pero la mirada helada que dirigía a Darbois traicionaba su cólera y su odio.
—Darbois —preguntó tranquilamente Lecomte—, ¿cómo se enteró de todo eso?
—No resultó difícil, a partir del momento en que nos convencimos de que Siang era el hombre que andábamos buscando desde hacía mucho tiempo. ¡Oh! Una vieja historia que no interesa a la C. I. A., pero Siang sabe perfectamente a qué me refiero.
—Continúe.
—Desgraciadamente, las pruebas no nos llegaron hasta ayer. Usted había salido ya de Pekín, y era demasiado tarde para advertirle.
—¿Y ha venido usted a Man-Chu para ponerme en antecedentes? ¡Muy amable por su parte!
—Sabíamos que se dirigía usted a Tian-Si… Pero he tenido la suerte de encontrar a Ursula en el cruce de la carretera nacional, y ella me ha conducido a esta cabaña. Me lo ha explicado todo. Lo único que podíamos hacer era aguardar su regreso, con la esperanza de que Siang no le hubiera hecho una mala jugada.
Lecomte sonrió sarcásticamente.
—Su historia sería perfecta —dijo—, si no fuera por un pequeño detalle. Desde luego, su intención era la de acabar con Siang en cuanto entrara en la cabaña. Por ello se ocultó usted detrás de la cortina. Pero cuando Siang me ordenó que le entregara los planos de Runeberg, cambió usted de idea y decidió matar dos pájaros de un tiro. Pero hay una pega, e incurre usted en el mismo error que Siang: yo no tengo los documentos de Runeberg.
El rostro de Darbois conservó toda su gravedad.
—Miente usted, y eso es lo que me fastidia.
Lecomte continuó sonriendo.
—Sin embargo, es la pura verdad. Pero, por favor, vayamos hasta el final. Suponiendo que los tuviera, ¿qué ocurriría? ¿Cree que se los entregaría tan fácilmente?
—Es usted un hombre muy fuerte, lo sé. Pero no ha comprendido nada. Esos documentos no le interesan a Francia. Por lo menos, no he recibido ninguna orden a propósito de ellos. Lo que quiero es que los destruya usted delante de mí, después de lo cual quedará en libertad.
—¡No le crea! —intervino Ursula—. Está mintiendo. ¡No es más que una trampa!
—Tranquilícese. Déjele continuar.
—Escúcheme bien —dijo Darbois—. La terrible amenaza que pesaba sobre el mundo libre se ha desvanecido, gracias a usted, lo reconozco, pero sólo para cambiar de terreno. Ese invento es demasiado diabólico, y no debe llegar a Washington. No tengo intención de matarle, pero no vacilaré en hacerlo si no obedece.
KB-09 suspiró y levantó todavía más los brazos, a pesar de la fatiga y del agotamiento que ponían plomo en sus miembros.
—Le repito que no tengo nada, Darbois. Si no me cree, regístreme.
Darbois pareció vacilar, y luego se decidió a dar un paso hacia delante, después otro… En aquel instante, el brazo de Siang se distendió bruscamente: el puñal que llevaba en una vaina atada a su brazo, en el interior de la manga de su guerrera, salió disparado. La hoja penetró directamente en el corazón de Darbois, el cual cayó como fulminado por un rayo.
De un salto, profiriendo un grito salvaje, Siang se lanzó sobre la pistola de Darbois, que había caído al suelo. Pero el pie de Lecomte alcanzó el rostro del chino en el momento en que se apoderaba del arma.
El pie estalló en su mandíbula como un obús. Proyectado hacia atrás, no soltó por ello la pistola, pero una ráfaga crepitó brutalmente y el cuerpo de Siang se derrumbó pesadamente.
Lecomte se irguió frente a Ursula, que sostenía aún en sus manos la humeante metralleta.
—¡Bravo, pequeña! —exclamó—. Acabo de convencerme de que es una mujer de armas tomar…
Ursula se dejó caer sobre una silla, temblando como una hoja.
—¡Gerard! —murmuró, con voz apagada.
—¿Sí?
—Gerard, los documentos…, ¿los tiene usted?
Lecomte no respondió. Su mirada se había vuelto hacia el cuerpo inerte de Darbois. Pensaba en Runeberg…, en aquel rictus que semejaba un desafío eterno lanzado a la faz del mundo…, en aquellas páginas en blanco… manchadas de sangre.
EPÍLOGO
El camión de transporte había llegado al atardecer. ¡A la hora prevista!
En la cabaña vacía, desembarazada de los dos cadáveres, los tres «Turbantes Amarillos» encargados de la operación final habían parecido vacilar ante la ausencia de Siang. Pero la explicación de Lecomte consiguió tranquilizarles.
Siang, según aquella explicación, se había marchado por sus propios medios, considerando preferible conservar el cargo que ostentaba en la China popular.
El camión se puso en marcha inmediatamente, y el viaje nocturno se había efectuado en las mejores condiciones, gracias a la prudencia de los tres nacionalistas y al itinerario escrupulosamente establecido.
Antes de que amaneciera llegaron al desfiladero y, respetando las últimas indicaciones de su guía, Lecomte y Ursula abandonaron el camión y cruzaron la frontera china a través de montañas y bosques, hasta llegar a la aldea birmana de Pakombu.
De allí se trasladarían a Mandalay, y luego a Rangoon, la capital birmana, donde la Embajada norteamericana se encargaría de su repatriación, con su habitual discreción diplomática.
Una vez más, el valor y la audacia de un agente secreto habían salvado al mundo libre de una verdadera catástrofe.