DEL MISMO INFIERNO
M. G. Braun
CAPÍTULO PRIMERO
LE gustaba contarlo: nacido en Dallas, Texas, el día de Navidad del año 1931.
Su madre, la actriz Nancy Kay, había realizado después la hazaña de divorciarse de John Watkins, obligándole al pago de una sustanciosa pensión alimenticia, y se había trasladado a Roma, atraída por el papel de Lara en una coproducción franco-italiana.
Las cosas no le iban mal, e incluso se había permitido rechazar dos westerns y una serie para la TV. En vista de que su madre se mostraba mucho más generosa que su exmarido, John Watkins junior se decidió a descubrir Roma.
Este John Watkins junior era un joven sin problemas. Ni siquiera había conocido el del Ejército, debido a una insuficiencia cardíaca, la cual, por otra parte, no parecía preocuparle demasiado, y no le impedía pasar de la noche al día al ritmo de la dolce vita.
En aquel momento, bebía por quinta vez su último drink discutiendo de política con Li Chen-Nin. Éste, que se decía natural de Formosa, no por ello dejaba de defender la postura de la China Popular, si no con fervor, al menos con temor. Para él, la brutal reaparición en escena de Mao-Tse-Tung anunciaba un mundo de catástrofes, marcado por la virulencia de la Guardia Roja que se proclamaba campeona del maoísmo a ultranza.
—¡Bah! ¡China! —exclamó desdeñosamente John Watkins junior—. Si de veras se pusiera tonta, los norteamericanos haríamos así…
Su manaza se apoyó en el hombro del pequeño Li Chen-Nin, el cual se dobló bajo el choque de noventa y cinco quilos. Un brillo malévolo asomó fugazmente a su oscura mirada; pero sus labios continuaron sonriendo.
—Si hubiera cien Li Chen-Nin, su brazo estaría demasiado fatigado para doblar al centésimo —observó, sin que el tono de su voz se alterase.
La observación desagradó profundamente a John Watkins junior, el cual frunció las cejas. Iba a replicar, cuando su mirada cayó sobre la joven que penetraba en el bar. Durante una fracción de segundo, su silueta ocultó el castillo de Santangelo, todo sonido y luz, cuyo esplendor dorado se reflejaba sobre las negras aguas del Tíber.
Watkins sufría el complejo de Edipo sin saberlo, otorgando su preferencia a las muchachas rubias de piel lechosa, como la propia Nancy Kay en sus años jóvenes, y se interrogó acerca de aquella belleza, asombrado al verla dirigirse directamente hacia ellos.
La sonrisa de Li Chen-Nin se hizo más amplia. Watkins encontró completamente ridículo su modo de doblarse por la mitad. Cedió su taburete a la recién llegada.
—Wanda, mi camarada John Watkins —dijo—. Bebíamos un trago, esperándote.
Watkins junior recibió de lleno el choque de unos grandes ojos verdes. Se consideró un estúpido por haber murmurado una frase vulgar.
—Fröken Mas es sueca; pero habla también perfectamente el inglés —precisó Li Chen-Nin.
«Flexible y fascinante como una serpiente que danza», pensó Watkins. Encontró peyorativa aquella comparación con una serpiente, y la rechazó.
—¿Cena con nosotros el señor Watkins? —preguntó amablemente Wanda Mas.
Watkins vio formarse la negativa en los labios de Li Chen-Nin.
—Tengo una mesa reservada en el Da Pancrazio —se apresuró a decir, citando, por temor a ver rechazada su invitación, el famoso restaurante de la Piazza del Biscione—. ¿No irá a dejarme plantado, Li?
Li Chen-Nin aceptó con una mala gana evidente. En cambio, Wanda Mas se declaró encantada.
Durante el trayecto en taxi, y en varias ocasiones, Watkins notó contra la suya la pierna de Wanda. No dudó ya de su suerte, y se insinuó en el restaurante, aprovechando que Li Chen-Nin se había ausentado para ir al lavabo.
El «no» le llegó como un insulto.
—¡Vaya! —exclamó—. No irá a decirme que una muchacha como usted siente placer con la compañía de ese asiático —protestó con vehemencia.
Wanda sonrió de un modo muy suave y muy raro.
—No puedo decírselo todo. No puedo hacerle eso a Li —respondió rápidamente, mirando hacia atrás como si temiera verle aparecer—. Vivo en la vía Condotti. Espéreme allí. Apartamento 12, en el tercer piso.
Watkins tuvo el tiempo justo de atrapar la llave, que Wanda le entregaba, sintiéndose enrojecer al ver a Li Chen-Nin tan cerca de ellos que se preguntó si habría observado algo.
Los minutos que siguieron le resultaron muy penosos. Pagó la cuenta y se marchó, pretextando una cita, sin atreverse a mirar a la joven, convencido de que le estaba reprochando su falta de habilidad.
Respiró mejor al pisar el asfalto de la Piazza del Biscione. De tanto apretarla en su mano, la llave estaba tibia. Vaciló, y luego decidió dirigirse a pie a la vía Condotti.
Wanda vivía en un inmueble moderno, cuyo amplio vestíbulo estaba enlosado con mármol negro. Penetró en él furtivamente, desdeñó el ascensor y localizó con facilidad el apartamento 12 al final de un pasillo cubierto con una gruesa alfombra.
El apartamento se componía de un espacioso estudio, un bonito cuarto de baño y una minúscula cocina. Watkins perdió sus complejos, feliz ahora ante la perspectiva de encontrarse a solas con Wanda, cuyo perfume volvió a aspirar en el perchero, del cual colgaban una docena de vestidos.
Habiendo satisfecho su curiosidad, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre los almohadones de látex del diván transformable. Empezó a soñar, con los ojos abiertos, mirando sin verlo el mueble bar que tenía enfrente. Finalmente, el mueble se concretó a sus ojos como ofreciéndole todo lo necesario para aplacar la sed que experimentaba.
Recordó haber visto una nevera en la cocina, fue a buscar unos cubitos de hielo y se sirvió un whisky.
Cuando Wanda Mas entró, veinte minutos más tarde, comprobó que su intervención no era ya necesaria. John Watkins dormía con la boca abierta, la cabeza caída hacia atrás y las piernas colgantes.
Le encontró ridículo y feo. El vaso que su mano había soltado cayó sobre la alfombra, esparciendo el resto del whisky drogado.
Wanda recogió el vaso, fue a lavarlo, y luego descolgó el teléfono blanco que reposaba sobre una mesita.
Casi inmediatamente tuvo a Li Chen-Nin al otro extremo del hilo.
—Listo —anunció—. Puede usted venir a buscar el paquete.
—¿Tan pronto?
—No tengo el menor interés en hacer durar esa clase de trabajos —replicó Wanda, sin explicar que, en este caso, había ganado su prima con la mayor facilidad.
Una aventura similar le sucedió a Terence Wyler, de Columbia, Carolina del Sur. Un poco más curtido que John Watkins, Terence Wyler tuvo tiempo de derribar a su compañera sobre la cama de una pequeña habitación amueblada de Saint-Germain-des-Prés, después de haber bebido. Pero el «traslado» de Wyler no ofreció más dificultades que las que había ofrecido el de Watkins.
Terence Wyler se despertó en una habitación de un hospital, cuyas paredes estaban pintadas de color azul celeste. A la derecha de su cama, un gran retrato del Presidente Johnson le sonreía. En realidad, se trataba de una litografía de la cual se habían tirado millares de ejemplares y que no era nueva para Terence Wyler.
Pegada al pie de la cama, una gráfica daba fe de que el sargento Terence Byrd acababa de pasar unas noches más bien difíciles. Después de unas puntas que ascendían hasta 39,9º, la gráfica caía bruscamente para estabilizarse en 37,6º. Justo aquella ligera fiebre que experimentaba aún y que le dejaba las manos húmedas.
La enfermera inclinada sobre él (una rubia de aspecto un poco hombruno) hablaba con un acento duro. Y Terence no se sorprendió al enterarse de que era de Nashville, Tennessee.
Mientras la escuchaba, Terence se interrogaba. Estaba intrigado por una serie de cosas. Aun admitiendo que una herida en la cabeza podía provocar dificultades de memoria, le parecía raro sentirse como en la piel de otro. Por ejemplo, aquel nombre de Byrd —el suyo—, no despertaba en él ningún eco.
Se aventuró a preguntar:
—¿Dónde estoy?
La enfermera le dirigió una rápida mirada.
—En el hospital de Saigón, desde luego. ¿En qué otra parte podría estar?
Más allá de la amplia ventana, el puntiagudo tejado de una pagoda ponía una mancha de oro viejo sobre un fondo de cielo azul.
—Estoy atontado, desde luego —asintió Terence.
Luchó por hacer surgir unos recuerdos, aceptó el comprimido rojo que la enfermera le tendía de modo apremiante y se lo tragó con un sorbo de agua fresca. Inmediatamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Pero en cuanto oyó que la enfermera cerraba la puerta detrás de ella, encontró fuerzas para levantarse y llegar hasta el armario metálico, el cual abrió. En su interior encontró un uniforme del 7.º S de Marines, y una cartera conteniendo un permiso de conducir militar a nombre de Terence Byrd, una tarjeta de matriculación al mismo nombre y un antiguo permiso firmado por el coronel J. C. Marshall. En un bolsillo de la guerrera, tres fotografías pornográficas de las que suelen venderse en los puertos, casi todas con la marca made in Japan.
Durante unos instantes se torturó el cerebro, sintiendo llegar el mazazo, volvió a dejarlo todo tal como lo había encontrado y se dirigió de nuevo a la cama, durmiéndose inmediatamente.
Al día siguiente, Terence Wyler se sintió mucho mejor. En la visita de las once de la mañana, el comandante médico se mostró satisfecho y declaró que Terence entraba en período de convalecencia.
El jueves le quitaron los vendajes y Terence pudo mirarse al espejo. Tenía una cicatriz de seis centímetros, aproximadamente, en la raíz del cuero cabelludo. Le habían afeitado la cabeza y los cabellos empezaban a brotarle, pero aquella cabeza era la suya, indudablemente.
Por la tarde recibió la visita del coronel W. Mitchell. Éste se mostró lacónico: «El sargento Terence Byrd era destinado a la escuela de adiestramiento del mayor Floyd Hanson. Debía mantener secreto aquel destino hasta nueva orden».
Al día siguiente, Terence embarcó en un camión entoldado que apenas le dejó admirar el paisaje. Llegó de noche y, a pesar de lo avanzado de la hora, fue introducido inmediatamente en la oficina del comandante.
El mayor Floyd Hanson era un hombre alto y delgado, de facciones groseras. Su discurso estuvo a tono con sus facciones.
—Necesito hombres —dijo— y me envían desechos. En su mayor parte, salen ustedes del hospital. Pues bien, lo que les reservo no son precisamente unas vacaciones. El cabo le acompañará a su alojamiento. Y mañana iniciará usted su adiestramiento, sargento Byrd. Me atrevo a esperar que no tendré queja de usted y que sabrá mostrarse a la altura de su misión. Puede retirarse.
Para Terence Wyler, la operación «Fury» acababa de empezar. Los primeros días tuvo la impresión de que lo aprendía todo. Luego, poco a poco, le pareció que sus recuerdos iban concretándose.
Al cabo de tres semanas, intoxicado por una propaganda continua y agotado por los cotidianos ejercicios de combate, se integraba ya en la piel de Terence Byrd.
Al final de la sexta semana, completamente rodado, sabía matar tan bien con arma blanca como a manos limpias, y su aptitud para el cuerpo a cuerpo le había valido el ser nombrado jefe de sección.
Casi en la misma época Gerard Orly recibió la confidencia de Sao Thang. Oficialmente, Orly representaba en Phnom Penh a la Compañía Anata, cuya sede social se encontraba en Saigón. En realidad, bajo aquella tapadera informaba desde hacía muchos años al Centro «Asia» del C. D. E. C. E.
La hábil política neutralista del Príncipe permanecía casi inalterable, y la vida de Gerard Orly se desarrollaba plácidamente, hasta el punto de que consideraba su cargo como una verdadera sinecura. En cuanto a Sao, era «camarera» del bar de las Flores, un lugar frecuentado por todos los turistas varones de Phnom Penh. Las malas lenguas afirmaban incluso que el bar de las Flores hacía ingresar más divisas en las arcas del Estado que las ruinas de los templos de Angkor.
Al principio, la sonrisa de Sao le había costado a Orly varios millares de riels. Luego, entre él y Sao se había establecido una especie de amistad amorosa que creció hasta el punto de que Gerard Orly se preguntaba cómo podría vivir sin su «querida pequeña» si le trasladaban súbitamente a Europa.
En resumen, vivían una existencia feliz bajo un cielo azul que no se veía turbado ni por los aviones a reacción de la U. S. Air-Force, ni por los Mig de Hanoi.
—¿Quién te ha contado eso? —inquirió Orly.
—El americano…
En realidad, Erwin Lester viajaba con un pasaporte australiano, pero desde que un batallón de voluntarios de esta última nacionalidad habían venido a hacer causa común con los yanquis, en Phnom Penh no se establecía ya ninguna diferencia entre ellos.
La expresión seria, casi asustada, tan poco habitual en la risueña Sao, le inquietó.
—¿Va a extenderse la guerra hasta aquí?
—Desde luego que no —protestó Orly.
En el fondo, no estaba ya muy seguro de ello. No habían liquidado a Erwin Lester porque sí…
Orly suspiró pensando que tendría que ganarse su sueldo. Se trataba de una información que no podía transmitir al Centro sin haberla comprobado minuciosamente. En caso de que fuera exacta, París iba a tomársela muy en serio. Seis días en ir y volver, como mínimo, con quilómetros de selva que atravesar. ¡La cosa prometía!
—De momento, minoye, pensemos en otra cosa —dijo Orly, atrayendo a Sao contra su pecho.
El coronel Giulio Cavassa contempló el asiento como para encontrar en él la respuesta a la pregunta del general Kitner.
—Sí, siempre en forma y a sus órdenes, Sir —confirmó, sentándose.
Kitner sonrió.
—Mi hígado estallaría si bebiera en un mes la cerveza que usted liquida en un solo día —dijo—. Me pregunto cómo se las arregla. ¡Es usted un caso!
—Desde luego, Sir —asintió Cavassa.
Se preguntó si el general Kitner estaba al corriente de la monumental borrachera de la noche anterior y de sus consecuencias.
Kitner le miró un instante. Luego se encogió de hombros. Cavassa pensó que Kitner acababa de pasar la esponja. Por lo tanto, estaba al corriente.
—Hablemos de cosas más serias —dijo Kitner, a modo de confirmación—. Tengo novedades en el expediente «Smoke». ¿Lo recuerda?
Cavassa lo recordaba. «Smoke» por desaparición. A Kitner le divertía aquella especie de juego de palabras. Desde luego, parecía que los individuos se volatizaban, convertidos en humo.
—Doscientos treinta y ocho súbditos norteamericanos desaparecidos en dos años, sin que haya podido localizarse a uno solo —concretó—. Un 96 por ciento de antiguos GI’s desmovilizados después de haber luchado en Vietnam. Un expediente que nos ha transmitido el F. B. I. En su mayoría, jóvenes que se hallaban en el extranjero. Francia e Italia, especialmente. En un momento determinado, pensamos en un reclutamiento de «mercenarios» para el Congo, o para algún Katanga, organizado por un partido político africano.
—Exacto —aprobó el general Kitner—. En aquella época, parecía verosímil; pero, de ser cierto, hubiésemos encontrado fácilmente la pista. Y… ¡nada!
—¿Otras desapariciones desde entonces, Sir?
—Varias. La más reciente un tal Terence Wyler. Buena hoja de servicios, sin ninguna especialidad concreta. Ocurrió en París.
Comprendió la mirada de Cavassa, y concretó.
—No, los franceses no tienen nada que ver en el asunto. Hay que investigar en otra parte. En Asia, por ejemplo…
Cavassa enarcó una ceja, pero no hizo ningún comentario.
—Y no estoy seguro de que la información sea válida —continuó Kitner, pensativo—. Una muchacha que ha reconocido al exsargento Willy Pearson y que se presentó en el Cuartel General de Saigón, armando un escándalo. Pearson la había abandonado, dejándola embarazada. La muchacha reclamó una pensión alimenticia. Le contestaron que Willy Pearson había sido desmovilizado y que el caso no concernía ya al Ejército. Según el informe que he leído, la muchacha había visto a Willy Pearson, de uniforme, en un jeep militar conducido por un M. P. La cosa ocurrió en el mercado de Cho Ben Thanh, a las tres de la tarde. La muchacha estaba con un tal Liu-Su, un oficial vietnamita de la base de Chu Lai, que conocía muy bien a Willy Pearson. En el curso de la conversación que sostuvo con nuestro oficial de Seguridad, se mostró también muy afirmativo.
—En resumen, ¿lo cree usted, Sir? Supongo que Willy Pearson es uno de nuestros desaparecidos…
Kitner inclinó la cabeza. Concretó:
—Lo creo sin creerlo, ¿comprende? Por eso quiero que vaya a Saigón. Ninguna misión concreta: escuchar, ver, formarse una opinión. Creo que…
—¿Sí, Sir?
—Nada… Sólo que, en mi opinión, esa historia no huele bien. La Casa Blanca está sensibilizada para todo lo que afecta al Vietnam. No quiero que el ministro de Defensa me haga reproches. Mucho más por cuanto, en estos momentos, no estamos en muy buenas relaciones con la gente de Arlington. ¿Me ha comprendido usted?
—Perfectamente, Sir.
Kitner se relajó.
—Entre nosotros, amigo mío, no envidio a Dean Rusk. La posición adoptada por Francia resulta muy embarazosa. Por otra parte, tenemos la marcha del Secretario General de las Naciones Unidas, las acusaciones de Moscú y las explicaciones de Izvestia, que acusa a China de acentuar su conflicto ideológico con la U. R. S. S. para negociar directamente con Washington… Todo hace prever una amplia maniobra política que puede colocarnos en una difícil postura. No podemos pasar por alto ningún detalle, por insignificante que parezca. Unos antiguos GI’s desaparecen, sin que nos sea posible encontrar su rastro. Puede que el hecho no tenga importancia. O que tenga muchísima. Quiero estar informado.
—Si hay algo que descubrir, lo descubriré —afirmó Cavassa, en tono categórico.
Kitner sonrió.
—Estoy convencido de ello. Pero no se aproveche de la circunstancia de que las necesidades de su misión le conducirán a Cholon para manchar un poco más su reputación. Parece ser que, anoche, «discutió» usted con unos paisanos en un bar de la 22.
—Un poco, Sir…
En el informe que el general acababa de leer se hablaba de mandíbulas fracturadas. Kitner entornó los párpados durante una fracción de segundo.
—El asunto está arreglado, pero no vuelva usted a las andadas.
—Prometido, Sir —dijo Cavassa, con un acento de sinceridad que no engañó al general Kitner.
—Hay que aceptarle a usted tal como es —suspiró—. Cúbrame el expediente «Smoke». Confieso que me preocupa, sin saber exactamente por qué. Será un modo de demostrarme su agradecimiento.
Se puso en pie y dio la vuelta a su escritorio. Cavassa estrechó la mano amistosa que Kitner le tendía. Luego preguntó:
—A propósito, Sir, ¿qué aspecto tiene esa pequeña annamita?
—¿Tsaî-Nu? Bastante guapa, por lo que dicen. Pero es fundamentalmente un testigo. No lo olvide, coronel.
—Bueno —murmuró Cavassa—, ya sabe usted, mi general… A veces, las necesidades de la causa…
CAPÍTULO II
En el mapa aeronáutico se distinguía una región coloreada en amarillo con esta leyenda: Relieve insuficientemente conocido. Peligro. Trazado con tinta china, un círculo delimitaba una porción de aquel territorio incluyendo la aldea de Kodil Noo.
—Uno de los principales y, tal vez, el principal centro de aprovisionamiento del Vietcong —explicó M. Hoffer—. Al Este, bien protegido por un macizo montañoso. Y, evidentemente, las tropas de Hanoi dominan todas las alturas. Desalojarles de ellas costaría millares de hombres. Al Sur, un desfiladero que, por así decirlo, sigue la frontera cambodiana, muy fácil de defender y donde el Vietcong ha instalado unas formidables defensas subterráneas. Queda la aviación. Pero los norteamericanos se rompen la nariz encima desde hace meses. Imposible sobrevolar ese sector sin violar el espacio aéreo de Cambodia, es decir, de Laos.
—En resumen, esa base vietcong se apoya a la vez en Cambodia y en el Laos…
—Exactamente. Una espina que les quita el sueño. Pero en Washington tienen que andar muy despistados para permitir semejante combinación. ¡Por lo visto, el error de Cuba no les ha enseñado nada!
Sacudió la cabeza con una especie de furor reprimido y continuó:
—En un terreno estrictamente militar, la cosa no tiene peros. Políticamente, significa arriesgarse a un desastre. Atacar la base de Kodil Noo por detrás es una operación que obliga a partir de Cambodia. En otras palabras, a violar deliberadamente su neutralidad. Y, esta vez, imposible invocar un error de pilotaje o algo por el estilo. Como mínimo, sería el fin de la organización de las Naciones Unidas. Y no me atrevo a mirar más lejos…
Me pareció realmente anonadado por lo que consideraba como una broma monumental.
—De los norteamericanos puede esperarse todo —dijo—. Pero, eso…
El bolígrafo que tenía en la mano se partió por la mitad. M. Hoffer pareció sorprendido y lo tiró a la papelera.
Pregunté:
—¿Está seguro de su información?
—Estaré seguro de ella cuando regrese usted de allá abajo con todas las pruebas en la mano —respondió—. Vale más prevenir que curar. Francia garantiza hasta cierto punto la neutralidad de Cambodia. Lo mismo que la U. R. S. S. y que todos los países que se han adherido a las Naciones Unidas.
Traté de representarme a Gerard Orly, y formulé una pregunta acerca de él.
—Un individuo que, en otros tiempos, cumplió misiones comprometidas —certificó M. Hoffer—. Tenía una confianza absoluta en él. Pero, se estaba haciendo viejo, y le envié a Phnom Penh, donde nunca pasa nada.
Frunció el ceño y añadió:
—Espero que regresará de allí.
No lo creía y, mentalmente, trazaba ya una línea roja sobre el nombre de Gerard Orly. Pedí permiso para fumar, encendí un Gauloise y resumí en mi cerebro lo que acababa de averiguar: Orly había adquirido la información a través de su amante, una prostituta que ejercía de confidente para él. El individuo se decía australiano y llamarse Erwin Lester. Pretendía haber desertado de un campo de adiestramiento secreto, norteamericano, situado al lado de la aldea fronteriza de Vinh, por convicción política. Según él, medio centenar de hombres se encontraban en el campo en cuestión sometidos a un adiestramiento intensivo contra el centro de aprovisionamiento vietcong de Kodil Noo rodeando sus defensas. En otras palabras, por Cambodia.
Al día siguiente, el cadáver de Erwin Lester flotaba en las aguas del Mekong; lo cual tendía a demostrar que sus confidencias no debían ser consideradas como una fantasía.
Una información de aquella gravedad no podía aceptarse sin un serio control. Lo primero que había que hacer, evidentemente, era comprobar la existencia del campo norteamericano de Vinh. A lo cual se había dedicado Orly, después de habernos transmitido la información. Habían transcurrido diez largos días y Gerard Orly no había regresado a Phnom Penh.
Si Gerard Orly había sido sorprendido en su tarea de espionaje, como era lógico suponer, me arriesgaba a tropezar con serias dificultades husmeando por allí. Por otra parte, no me entusiasmaba la idea de chocar con unas fuerzas norteamericanas, habituado a considerarlas como amigas, a pesar de las divergencias de nuestra política sobre el Vietnam, sin hablar de nuestra separación de la O. T. A. N. Sin embargo, era necesario que alguien pechara con aquellas dificultades.
—Pase por Hong-Kong y termine el viaje en un aparato de la Royal Air de Cambodia. Tiene usted todavía un contacto en Phnom Penh, y las autoridades cambodianas no le plantearán ningún problema; pero hay que contar con el hecho de que la C. I. A. tiene ojos y oídos en todas partes. A propósito, llévese una cámara fotográfica. Si me trae algunos clisés de ese campo, suponiendo que exista, no me desagradará. Y no olvide que la frontera vietnamita-cambodiana está infestada de guerrilleros que a menudo son simples bandidos que actúan por su cuenta.
¡La cosa prometía ser divertida!
—Una última advertencia: si encuentra a Gerard Orly, e incluso si necesita ayuda, no cometa ninguna imprudencia. No va usted a jugar a los vaqueros. Necesito la confirmación del informe de Orly, o lo contrario. Va usted en busca de datos concretos. ¡Nada más! Y cuento con recibirlos a finales de semana, lo más tarde.
Le prometí ser de lo más prudente. Pero estoy convencido de que no me creyó.
Un mundo que vive al ralentí en medio de un desenfreno de sol y de flores tan prolíferas que parecen capaces de brotar en el asfalto de la calzada. La indolencia de una vida que discurre sin sobresaltos, el único deseo de matar el tiempo amando a la muchacha morena que pasa, tan semejante a las danzarinas esculpidas en la piedra del templo de Vat Phnom. Me quité el sombrero ante Gerard Orly, que había respondido a la llamada del deber abandonando su cómodo alojamiento para correr la aventura brutal de la jungla, en vez de esperar tranquilamente que París enviara un agente de choque. ¡En otras palabras, yo!
A pesar de que Phnom Penh tiene medio millón de habitantes, cuenta con algunos lugares típicamente europeos, tales como el bar del Rajá, punto de cita de la colonia extranjera, y… el bar de las Flores.
El establecimiento estaba decorado a base de bambú. Pasé dos horas con Sao sobre un banquillo tapizado de skai rojo. Encima de nuestras cabezas, una planta tropical de hojas de un verde tierno, como para una caricia, se doblaba suavemente hacia nosotros. Me gustaban los ojos de Sao, brillantes y del color cálido de aquellas castañas que, de chiquillo, recogía en otoño para fabricar con ellas unos deliciosos muñecos. Pero, desde luego, me abstuve de cualquier gesto que pudiera resultar ofensivo para Gerard Orly. Dos horas de charla inútil con Sao, la cual, a pesar de su buena voluntad, no me dijo nada que no supiera ya.
Me separé de ella para hacerme conducir en rickshaw a la calle Phlauv Rukhak, donde estaba situada la Embajada de Francia, y luego a la Vithei Dekcho Damdin, donde se encontraba la oficina Nacional del Turismo, la cual me procuró un jeep.
Me quedaba por matar la velada y mis pasos me condujeron inconscientemente al bar del Rajá, porque nuestros defectos están tan arraigados en nosotros que el exotismo no resiste mucho tiempo a un vaso de buen whisky.
Allí conocí a Paul Jouan. Era un individuo muy alto, de rasgos demacrados de Mefistófeles. Llevaba una guitarra pegada a su pecho por medio de un inverosímil cordón que hubiera podido servir para sostener unos cortinajes. Llevaba un traje blanco, muy limpio, y con una impecable raya en el pantalón; pero había sido lavado y planchado tantas veces, que la tela era casi transparente.
Toda gran ciudad posee sus fantoches. Paul Jouan era la atracción de Phnom Penh. Se dirigió directamente hacia el rincón donde yo me había instalado y, sin pedir permiso, se sentó delante de mí.
—Es usted francés, ¿verdad? —inquirió, en tono afirmativo.
Sin darme tiempo a contestar, continuó:
—Yo también soy francés, y he tenido la dicha de vivir mucho tiempo en Montparnasse. Entre compatriotas debemos ayudarnos. Por eso quiero advertirle que hace menos de diez minutos un individuo ha entrado en su habitación para registrar sus maletas. No sé quién es usted, e ignoro si esta información tiene algún valor. En este último caso, podría agradecérmelo invitándome a un trago…
A modo de casamiento, llamé al camarero. Luego le ofrecí mis Gauloises. Aceptó uno con dignidad.
—Gracias, caballero —dijo—. Me llamo Paul Jouan y soy poeta. Una manera muy noble de ocupar el tiempo, pero que rara vez da para comer. De modo que me veo obligado a tocar este instrumento que ve, en lugares como éste. A cambio de una serenata, obtengo algunos riels. Eso me basta. Me contento con muy poco. Dicho esto, soy todo lo contrario de un mercenario. Vivo en Phnom Penh desde hace tres años y, si puedo prestarle algún servicio, considéreme como su servidor.
Un tipo curioso. Y menos estrafalario de lo que parecía, desde luego. Le dije que podía prestarme ya un servicio indicándome a quién o a qué se parecía el individuo que registraba mis maletas, y cómo había podido dejarse sorprender.
Una sonrisa distendió sus delgados labios.
—Elevada hasta una forma de arte, la curiosidad no es un pecado —explicó, muy serio—. A veces se aprenden cosas muy interesantes. Así, por ejemplo, si veo a alguien que entra en un hotel en el cual no vive, no me importa seguirle. Y si le veo entrar en una habitación que no es la suya, no tengo inconveniente en mirar a través del ojo de la cerradura. A propósito, debo advertirle que las cerraduras de ese hotel son terriblemente indiscretas.
Se interrumpió para dejar que el camarero nos sirviera, y vació de un solo trago su vaso. Pareció encontrarlo demasiado pequeño, pero continuó:
—En lo que respecta a la segunda parte de su pregunta, puedo contestarla fácilmente. El individuo se llama Lö-Song. Agente de seguros, con una pequeña oficina en la calle Vithei Chan Nak, cerca de la Embajada de Bélgica; pero cualquiera que no se chupe el dedo sabe que Lö-Song es un agente del Vietcong.
Suspiró, añadiendo:
—Aquí, los vasos son ridículamente pequeños, ¿no le parece?
Hice una seña al camarero, encendí un Gauloise y reflexioné a marchas forzadas. Había esperado que mi presencia llamara la atención de algún tipo de la C. I. A. En cierto sentido, lo deseaba. El que tiene mocos se suena, y una acción intempestiva por parte de la C. I. A. hubiese constituido una especie de prueba. En cambio, verme controlado desde mi llegada por el Vietcong me pareció un hecho anormal. Decididamente, en aquel asunto había gato encerrado.
Esta vez, Paul Jouan saboreó su whisky con aire de entendido en la materia.
—Puedo prestarle otro servicio —dijo bruscamente—. En lo que respecta a Lö-Song. No parece haber encontrado lo que buscaba. Le he visto instalarse como alguien decidido a esperar. Mal asunto, créame. En su lugar, esta noche me acostaría en otra parte.
Le dirigí una breve mirada. Me observaba con una sonriente ironía, teñida de simpatía. Hubiera apostado la cabeza y los dos brazos a que no me mentía. En resumen, aquel Mefistófeles se revelaba un ángel bueno para mí.
—No sé si voy a seguir su consejo —dije—. Pero su conversación me apasiona mucho y me sentiría feliz invitándole a cenar. Si está usted libre, desde luego…
Su rostro se iluminó:
—¿Libre para cenar? Y juraría que es usted capaz de invitarme al Café de París… Sepa, señor…
—Glenne. Alex Glenne.
—Sepa, señor Glenne, que siempre estoy libre para una buena cena.
—Vamos al Café de París —dije.
Una agradable velada. La compañía de Paul Jouan me resultó muy provechosa, permitiéndome conocer más a fondo Phnom Penh y sus costumbres. Me habló también de la colonia extranjera, insistiendo sobre la nacionalidad norteamericana de un tal Edward Buttler. Paul Jouan era un hombre muy listo, sin duda alguna. Sabía muchas cosas, y las que no sabía las adivinaba. Deducí que Edward Buttler pertenecía a la C. I. A., aunque Paul Jouan no me lo dijo claramente, limitándose a dármelo a entender. Paul Jouan se había olido mi verdadera personalidad. Pensándolo bien, aquello no exigía facultades excepcionales. Con la guerra del Vietnam, Phnom Penh atraía a los agentes de información como un trozo de carne atrae a las moscas.
Me separé de mi nuevo compañero poco después de medianoche, hora muy razonable en un país donde la dulzura de la noche invita a velar. En el momento de separarnos, me cogió por el brazo:
—¿No estará usted un poco loco? —inquirió bruscamente—. Le he hablado de Lö-Song, y al parecer tiene la intención de dirigirse directamente a su hotel. Créame, debería tomar mi advertencia en serio. Lö-Song es una carroña, y la vida de un hombre tiene muy poca importancia para él.
—¡Sé cuidarme, amigo mío!
Me dirigió una rápida mirada y se encogió de hombros.
—¡No cabe duda, está como un cencerro! Bien, buenas noches. A propósito, no he mentido al decirle que estaba dispuesto a ayudarle. Si sigue usted con vida y me necesita, podrá encontrarme siempre en casa de mamá Juana. Está al lado del mercado de Siem Reap. Cualquiera le informará. Una taberna para tipos como yo. Cuando alguien le cae simpático, mamá Juana le alquila un cuchitril. El mío está en el primer piso.
Le di las gracias, y le aseguré que no dejaría de recurrir a él, si me veía en apuros.
—Entonces, de acuerdo. Chiao! —exclamó, alejándose, con su inseparable guitarra.
CAPÍTULO III
Lo que me había fastidiado al principio, aquella puerta vidriera que daba a un balcón, iba ahora a resultar ventajoso. Subiendo por la escalera de servicio, una vulgar acrobacia me permitiría entrar. Pasé por delante del apartamento contiguo donde un individuo roncaba, y no tardé en encontrarme en la parte de terraza que me correspondía.
La puerta vidriera estaba tal como yo la había dejado, es decir, abierta. Me arrastré como un indio a fin de poder echar una ojeada al interior de la habitación, iluminada por un rayo de luna.
Situado de modo que la puerta, al abrirse, le ocultara, sentado en una butaca, Lö-Song me daba la espalda. Fumaba para mantenerse despierto, y el resplandor de su cigarrillo le traicionaba. Caí sobre él de un solo salto y le agarré por el cuello con una llave que no le dejaba ninguna posibilidad. En plan de profesional, se relajó esperando que yo aflojaría la presa; pero no tardó en comprender que yo no me chupaba el dedo.
Habiéndole tranquilizado, le despojé de una molesta automática, le registré para asegurarme de que no llevaba ninguna otra arma, antes de permitirle respirar. Luego encendí la luz.
Era un hombre bastante alto para ser cambodiano. Supuse que tenía una buena dosis de sangre china. Sus ojos, tratándose de un hombre, eran muy bellos. Lo cual no impedía que el individuo tuviera aspecto de rufián, a pesar de que en aquel momento tratara de dar una expresión bondadosa a su semblante. Impecablemente vestido de blanco, la gruesa cadena de oro y el diamante que adornaban su pechera le hubieran valido el ser liquidado como capitalista por los guardias rojos de Pekín. Habiendo cruzado sus manos largas y nerviosas, esperaba pacientemente.
—Mi querido amigo —dijo—, cuando alguien viene a mi casa me gusta que se haga anunciar.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, contemplaba de un modo ostensible el silenciador adaptado al cañón de su automática.
—Tiene un aspecto eficaz. Si apretara el gatillo, no se oiría mucho ruido. ¿No es cierto? Ni siquiera despertaría a mi vecino.
No parpadeó.
—Probablemente —respondió con mucha calma.
—Entonces, vas a cantar… ¿Qué hacías en mi habitación, y qué esperabas de mí?
Una leve sonrisa dejó al descubierto unos dientes pequeños y cuadrados, manchados por el betel.
—Esperaba ser yo el que dirigiera la conversación —replicó—. Los papeles se han invertido; pero, de todos modos, le formularé la pregunta: ¿Qué ha venido a hacer a Phnom Penh, señor Glenne? Francia nos ha acostumbrado a permanecer al margen de todo esto. ¿Por qué nos envía, ahora, a un agente de acción?
—Y tú pensabas que yo te contestaría amablemente…
—Creí que estaría en condiciones de obligarle a hacerlo.
Reflexioné rápidamente. No tenía el menor interés en enemistarme con el Vietcong. Por el contrario, asegurarme su neutralidad simplificaría mi misión. Saqué el cargador y tiré la automática, que cayó sobre sus rodillas. No hizo ningún gesto para cogerla.
—Puedes decirles a tus amos que no estoy haciendo nada que pueda perjudicarles, sino todo lo contrario. Ahora, largo de aquí. Y que no vuelva a encontrarte en mi camino. ¿Entendido?
No se movió. Reflexionó un breve instante, y luego recuperó su automática, colocándosela debajo del sobaco izquierdo.
—Me hubiera gustado que fuera usted un poco más explícito, señor Glenne —dijo, poniéndose en pie—. Si nuestros intereses no son contrarios, pueden ser comunes… En tal caso, la ayuda que puedo prestarle no es de desdeñar.
—¡Lárgate!
Hizo una mueca. Hasta cierto punto, yo había contestado a su pregunta, asegurándole que mi acción no iba dirigida contra el Vietnam del Norte. Y me había creído, simplemente porque era verdad, y la verdad tiene un sonido que no engaña.
—Sinceramente, lamento su actitud, señor Glenne —dijo—. Tal vez no he obrado rectamente con usted… En fin, perdóneme por haberme introducido en su casa. Conoce demasiado la profesión para tomármelo en cuenta, ¿no es cierto? Sólo deseaba hablarle, y le aseguro que no traía malas intenciones. Ya habrá observado que he venido solo…
—¡Sí! ¡Largo de aquí! —repetí.
Me dirigió una mirada cargada de reproches, dio unos pasos en dirección a la puerta y se volvió, como si esperara ser llamado. Al ver que no me movía, abrió la puerta y se marchó.
Fui a correr el cerrojo, y luego entré en el cuarto de baño a asearme un poco. Cuando estaba a punto de acostarme, sonó el teléfono. Descolgué el receptor, preguntándome quién podía llamarme a aquella hora.
—El señor Jouan —anunció la voz impersonal del telefonista del hotel.
Asentí y me pasó a Paul Jouan.
—He visto salir a nuestro amigo Lö-Song —dijo—. He querido asegurarme de que no se había roto nada.
Le agradecí su solicitud en un tono que no era de gratitud, precisamente.
—Bueno, no se lo tome así —replicó—. Soy un ave nocturna, y la casualidad me ha traído hasta aquí.
¡Y un cuerno! Me había seguido, sencillamente.
—No creo haberle perjudicado —continuó—. Puesto que todo va bien, perdone la molestia. Chao!
—Jouan…
—¿Sí?
—Suba a beber un trago a mi apartamento. De todos modos, no podía conciliar el sueño…
—No tardo… —afirmó, tras una breve vacilación.
Aquel individuo me intrigaba. Llamé a conserjería y me hice subir una botella de Gilbey’s, agua tónica y hielo. Jouan se presentó al cabo de unos minutos, y, en cuanto le vi, comprendí que mis sospechas no estaban justificadas.
Entró con una leve sonrisa en la comisura de la boca, echó una ojeada y su sonrisa se hizo más ancha:
—Nadie para fastidiarme, y Ginebra —observó, irónico como siempre—. He hecho bien en venir. Claro que el portero no era de la misma opinión: quería echarme.
Se dejó caer en una butaca, mientras yo llenaba los vasos, y aceptó un Gauloise.
Sugerí:
—¿Y si soltara la mercancía, de modo que sepa a qué atenerme en lo que respecta a usted?
Comprendió inmediatamente, bebió un sorbo y empezó a hacer girar rápidamente el vaso entre sus dedos. Se decidió bruscamente:
—¿Pertenece usted al C. D. E. C. E.?
—No haga preguntas.
Bebió otro sorbo y, durante unos segundos, contempló la punta de sus zapatos.
—Bueno, voy a poner las cartas sobre la mesa —dijo, levantando la cabeza para mirarme a los ojos—. Hace mucho tiempo que espero una ocasión semejante.
—¿Por qué?
—En Francia, estoy condenado a veinte años en rebeldía.
—¿Por…?
—Una calaverada.
Fumé unos instantes en silencio. Su mirada perdió su expresión burlona, se veló, traicionando por primera vez un cansancio espiritual.
—Aquí no lo paso mal —continuó—. Vivo a mis anchas y nunca me falta un plato de comida. Si no fuera por las noches… Uno se desvela y empieza a pensar, ¿sabe? Echo de menos París, y de un modo especial mi Montparnasse. En una palabra: me muero de ganas de regresar. Si me hubiera presentado ante el tribunal, me habrían endosado de cinco a siete años en lugar de veinte. ¡Siete años a la sombra! Una perspectiva poco agradable. Con la ayuda de usted, podría obtener una condena condicional. Eso me ha sugerido la idea de ponerme a su servicio. Hablo casi todos los dialectos de aquí y puedo ser un buen guía.
—¿Por qué cree que necesito un guía?
—No soy tonto. No se alquila un jeep para quedarse en Phnom Penh…
Desde luego, no tenía los ojos en la espalda y sabía razonar.
—¿Qué más?
—Nada… Espero… Hace seis años que estoy en Asia y no he dado un paso en falso. Tiéndame una mano y no lo lamentará. Sin jactancia, no toco mal la guitarra. Podría ganarme el pan honradamente. Palabra…
Apartó su vaso sin haberlo vaciado, como si quisiera demostrar su buena voluntad. Luego me miró, con una especie de muda súplica en los ojos.
¡Hay que ser comprensivo y perdonar al pecador!
—La libertad hay que ganársela —dije—. Hay que ganársela duramente.
Se encogió de hombros:
—Estoy convencido de ello.
—La cosa no será ningún pastel…
—Usted piensa hincarle los dientes, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Entonces?
Podía serme útil. Me pregunté hasta qué punto tenía derecho a hacerle arriesgar su pellejo. Por otra parte, acababa de resumir perfectamente la situación al decir que yo pensaba «hincarle el diente» al asunto. Pensándolo bien, yo confiaba en regresar. ¿Por qué no él?
Pregunté:
—¿Conoce usted la jungla?
Me dirigió una sonrisa sardónica, con una ceja muy elevada por encima de la otra.
—¿Quién conoce la jungla? Me he paseado un poco por ella, sí…
Cerró a medias un ojo, inclinó la cabeza y me miró:
—Si puedo permitirme la pregunta, ¿no busca usted por casualidad a Gerard Orly?
Me sobresalté.
—¿Conocía usted a Orly?
Replicó:
—¿Tantos franceses hay en Phnom Penh?
—¿Quién le ha dicho que necesita ser buscado?
Por primera vez, reveló cierto nerviosismo, y la mirada que me dirigió preguntaba claramente: «¿Me toma usted por un imbécil?».
—La pequeña Sao, del bar de las Flores, tiene los ojos enrojecidos desde hace algún tiempo —respondió—. Gerard Orly se ha perdido de vista, y no se hubiera marchado de Phnom Penh sin llevarse al menos sus objetos personales. No han sacado nada de su casa.
Decididamente, razonaba bien.
—Creo que saldremos de excursión mañana por la mañana —dije.
Vi que su nuez de Adán subía y bajaba rápidamente por su garganta, y por un breve instante sus ojos se humedecieron. Se inclinó para volver a coger su vaso; pero en realidad hizo aquel gesto para ocultar su emoción.
Hay un papel que el mejor de los actores no puede representar con tanta naturalidad. Quedé convencido de que me había buscado un buen compañero.
Me serví otro gin-tonic, y bebí lentamente, a pequeños sorbos, dándole tiempo a Jouan para que se repusiera de su emoción.
Saqué mi paquete de Gauloises:
—¿Quieres uno?
—Gracias —asintió.
Aceptó mi tuteo con una especie de alegría reprimida, y sus ojos brillaron de contento.
Un poco más tarde, le eché de mi cuarto. Saldríamos a las seis de la mañana y quería dormir unas horas.
CAPÍTULO IV
—¡Un sinvergüenza, desde luego! —afirmó calurosamente Giulio Cavassa—. ¡Portarse así con una mujercita tan maravillosa como usted! Oh, là, là! Realmente, hay individuos que no merecen la suerte que tienen. De modo que se marchó, y usted no volvió a verle hasta el otro día…
—Mi hijo no había nacido cuando Willy me abandonó, va a hacer dos años —suspiró Tsaî-Nu.
—¡El muy canalla! —exclamó Cavassa.
Parecía estar realmente indignado, y Tsaî-Nu se lo agradeció. La joven era realmente atractiva, delicada como una muñeca de porcelana, y la maternidad no la había deformado. Cavassa la había encontrado en aquella boîte de Hai Ba Trung donde el elemento militar dominaba claramente. En su mayoría, oficiales en busca del reposo del guerrero junto a las encantadoras camareras. Sólo rostros jóvenes, aunque señalados ya por la guerra. Y se bebía de firme para olvidar.
—¿Está usted segura de que era él? —preguntó Cavassa.
—Era Willy —afirmó Tsaî-Nu—. Pero hizo como si no me conociera. ¡A mí!
La indignación arrancó destellos de sus ojos.
—El Ejército no la abandonará —aseguró Cavassa, abrazando a Tsaî-Nu, como para dar una forma tangible a aquella protección—. Lo fastidioso es que no conseguimos echarle la mano encima. Aquel granuja le dio a usted un nombre falso, evidentemente. ¿No ha vuelto a verle, después de aquella vez, en un jeep, hace una decena de días?
La joven sacudió la cabeza negativamente.
—Pero, anteayer vio de nuevo al M. P. que conducía aquel jeep, en compañía de una de sus amigas, ¿no es cierto?
Esta vez, el pequeño rostro se crispó.
—¿Amiga mía, esa zorra de Carmen Nguyen? ¡Oh, no! ¡Preferiría la amistad de un cocodrilo!
—Bueno —dijo Cavassa, en tono conciliador—, he querido decir de una mujer conocida suya.
—Eso es distinto —replicó agresivamente Tsaî-Nu.
Cavassa sonrió. Pensó que por mediación de la muchacha podría llegar hasta el M. P., y por el M. P. hasta Willy Pearson. En resumen, lo tenía en el bolsillo.
Debido a las nuevas disposiciones sobre la moralidad del gobierno de Saigón (para fastidiar a los norteamericanos como quien no quiere la cosa), en las boîtes no se bailaba ya, y a pesar de la presencia de numerosos oficiales, dos robustos M. P. pegados a la puerta velaban por la estricta observancia de aquellas disposiciones.
—Mañana iremos juntos a ver a esa muchacha —decidió Cavassa—. Entretanto, no vamos a separarnos. ¿De acuerdo, muñeca?
Tsaî-Nu inclinó púdicamente los ojos y dejó que su mirada se filtrara hacia Cavassa a través de sus largas pestañas. Preguntó, en voz baja:
—¿Quiere eso decir que vamos a acostarnos juntos?
Cavassa frunció el ceño, como si realizara un verdadero esfuerzo para estudiar el problema.
—Es el modo más práctico de no separarnos —admitió—. Desde luego, nada la obliga a aceptar. Pero debo asegurar su protección en su calidad de testigo. Lo malo es que sólo dispongo de una habitación. Claro que podría acostarme en la butaca, y cederle a usted la cama. ¿Qué opina de esta solución?
—No creo que sea necesario —respondió Tsaî-Nu, enrojeciendo.
Cavassa dio por zanjado el asunto. Echó unos billetes sobre la mesa e hizo una seña a su compañera. De pie, Tsaî-Nu no le llegaba a la altura del sobaco, y, al cogerle del brazo, la joven se encontró casi suspendida encima del suelo.
Salieron, saludados por los M. P., y Cavassa alquiló un rickshaw.
A falta de algo mejor, Cavassa se contentaba con una habitación en el segundo piso de un hotel de segunda categoría, enteramente requisado por la tropa U. S. A. Soldados con permiso, deseosos de aprovechar el tiempo. En todos los pisos resonaban ruidosas carcajadas. Aquel ambiente era muy del agrado de Cavassa, que había tomado la precaución de proveerse de una botella de Old Crow.
—Muñeca, la tradición exige que la recién casada entre en la casa en brazos de su marido —dijo, levantando a Tsaî-Nu.
Le bastó una mano. Con la otra, hizo girar la llave en la cerradura, y luego dio un puntapié a la puerta para abrirla.
La explosión le proyectó violentamente contra la pared opuesta. Por reflejo condicionado, se dejó caer al suelo mientras llovían toneladas de cascotes. Cavassa tuvo la impresión de que una bomba aérea acababa de caer sobre el inmueble, el cual parecía abrirse por la mitad. Una viga cayó con gran estrépito y resonaron los primeros gritos de mujer.
Desde luego, se había cortado la luz, y una opaca nube de polvo se aferró a la garganta de Cavassa. Se incorporó como pudo, comprobó que no había sufrido ningún daño, encontró su encendedor y, a aquella débil claridad, vio a Tsaî-Nu. A dos pasos de él, a su derecha. Yacía inerte debajo de una viga.
A pesar de su fuerza poco corriente, Cavassa estuvo a punto de romperse las venas del cuello levantando la viga. El acre olor del humo hirió su olfato y unas llamas brillantes se encendieron debajo de él.
Pensó: «¡M…! ¡Vamos a asarnos!».
Con un último esfuerzo desplazó la viga y sacó a Tsaî-Nu sin sentido.
El fuego que acababa de declararse adquiría intensidad con una rapidez extraordinaria. Pronto resonaron otras explosiones, al estallar las tuberías del gas.
Cavassa se despojó de la americana, rodeó con ella la cabeza de Tsaî-Nu y, apretando a la joven contra su pecho, se lanzó al horno. Sin saber cómo, con los cabellos y las cejas chamuscados, alcanzó la planta baja donde una marea humana le empujó hacia la salida.
Una vez en la calle, se apartó de un grupo aglomerado, respiró a fondo, sin soltar a Tsaî-Nu, y apagó su propia camisa que empezaba a arder.
Se oía hablar de un atentado terrorista de los partisanos vietcong y los socorros se organizaban con una celeridad que revelaba una organización perfecta y casi una larga costumbre de aquella clase de accidente.
Llegados a una velocidad supersónica, un cordón de agentes vietnamitas establecía ya una barrera. Llegó también un coche de bomberos, precediendo de muy poco a una larga escalera y a las primeras ambulancias.
Se oyó un gran crujido y Cavassa vio, al volverse, cómo se hundía una parte de los pisos superiores del hotel. Locas de terror, unas muchachas se precipitaban por las ventanas a pesar de los gritos de advertencia y sus cuerpos venían a aplastarse contra la calzada salpicada de sangre.
A pesar de lo acostumbrado que estaba al espectáculo de la muerte, Cavassa apartó los ojos. Pensó en Tsaî-Nu, y corrió hacia una de las ambulancias. Inmediatamente, unos camilleros se apearon del vehículo, al mando de un sargento.
El sargento vio a Cavassa y gritó:
—¡Por aquí!
Ayudó a Cavassa a acostar a la joven sobre la camilla.
—Su americana, Sir…
Se inclinó y su rostro se contrajo:
—Lo siento, Sir, pero tenemos casos más urgentes. Esta mujer está muerta.
Hizo una seña a sus hombres para que la depositaran en el suelo y miró a Cavassa, el cual se había puesto muy pálido.
—¿Se encuentra bien, Sir?
—Muy bien, sargento.
—Tiene rota la columna vertebral. No ha tenido tiempo de sufrir. Sorry, Sir!
Cavassa sacudió la cabeza. Sacó su cartera y sus objetos personales de los bolsillos de su americana y luego volvió a cubrir el rostro de la pequeña Tsaî-Nu. Tenía una expresión de infinita calma y Cavassa había conseguido proteger del fuego la negra cabellera. Tal como había dicho el sargento, no debió sufrir.
En aquel momento apareció un automóvil con el banderín del C. G. Cavassa reconoció al oficial de Seguridad que descendía apresuradamente de él.
Una mano se posó sobre su brazo:
—Ha sufrido usted quemaduras, Sir. Necesita ser atendido.
—Gracias —dijo Cavassa, rechazando el brazo de un enfermero.
Se dirigió hacia el O. S.
—¡Vaya! ¡Estaba usted aquí! —dijo el oficial, reconociéndole—. ¿Viene usted?
Los refuerzos no cesaban de llegar; embutidos en unas escafandras de amianto, los especialistas atacaban el foco central del incendio. Al lado del silencioso Cavassa, el O. S. recibía los primeros informes. El hotel, casi destruido. Once muertos, en una lista que se iba alargando, y una treintena de heridos más o menos graves.
La última información que le llegó hizo sobresaltar al O. S., el cual se volvió hacia Cavassa, preguntando:
—¿Qué habitación tenía usted?
—La doce.
—Bueno, se ha librado de milagro. La carga de plástico ha estallado en su cuarto.
—La pequeña no se ha librado —explicó Cavassa con aire sombrío.
—¿La joven de la cual hablábamos esta mañana?
—Sí…
El O. S. miró a Cavassa. Sobre su camisa color beige, las insignias de coronel le autorizaban a tratar a Giulio Cavassa de igual a igual.
—No irá a creerse responsable de este desastre —dijo—. De todos modos, ¿no cree que el objetivo era usted? Bueno, usted y Tsaî-Nu…
—No podían prever que la traería al hotel.
—Conociendo su reputación, me pregunto si de veras no podían preverlo —replicó el O. S. en tono cáustico.
Cavassa se tragó una respuesta ácida y se encogió de hombros.
—En tal caso, era un poco tarde —dijo.
Pensó en Carmen Nguyen, y añadió:
—Ya había sacado de ella todo lo que podía decirme.
—Perdóneme, me están llamando —dijo el O. S.—. ¿Vendrá usted a la oficina mañana?
—A primera hora —asintió Cavassa.
Pensó que no poseía ropas de repuesto y que de repente se encontraba sin domicilio. El O. S. hubiera podido facilitarle las cosas; pero le pareció mezquino hablarle de ello en aquel momento. Y le dejó marchar.
Nervioso, encendió un cigarrillo, se dirigió hacia la barrera de policías y mostró su documento de identidad a un M. P. que doblaba a los agentes vietnamitas. El otro saludó y le dejó pasar.
Volviéndose, Cavassa distinguió los últimos resplandores del incendio. Pensó en lo que acababa de decirle el O. S. y sus hombros se hundieron ligeramente, como si no pudiera soportar el peso de su responsabilidad.
—¡Los muy cerdos! ¡Ésta me la pagarán! —exclamó, a media voz.
Ni pensar en dormir. Subió hacia TranQui Cap y desembocó en el Baccara. Sobre el escenario se movía un ballet de danzarinas francesas que levantaban las piernas con más o menos gracia.
Giulio Cavassa se sentó en la barra y se bebió dos whiskys, uno tras otro. El individuo que le reflejó el espejo le impulsó a ir a asearse un poco. Volvió a ocupar su lugar en la barra y pidió otro whisky, sin querer ver los tiernos ojos de una camarera dispuesta a acudir en ayuda de un solitario. En solitario terminó la noche y, al amanecer, se encontraba en un café de la calle Tu-Do esperando que abrieran las tiendas.
Estaba casi correcto, aunque embutido en una americana demasiado estrecha, cuando se presentó en el C. G. Tras comprobar su identidad, el centinela le dejó pasar. Se adentró por el pasillo y se detuvo ante la puerta 16. Las palabras «Coronel D. Lionel» se destacaban sobre la parte superior encristalada, precediendo a la mención «Private», que databa del antiguo ocupante del despacho.
Cavassa empujó deliberadamente la puerta y su intrusión interrumpió por unos segundos el trabajo de las secretarias. El O. S. se encontraba precisamente en el umbral de su oficina particular, que poseía un acceso directo al secretariado. Saludó a Cavassa con un gesto, invitándole a pasar.
—Llega usted a punto —dijo, volviendo a cerrar la puerta detrás de ellos—. Me disponía a desayunar. ¿Tomará un poco de café?
—Sí, gracias —aceptó Cavassa, dejándose caer en una amplia butaca.
Cogió la taza de café que le tendía el coronel Douglas Lionel, y dejó que este último extendiera sobre una tostada untada con mantequilla una capa de mermelada de naranja.
—Me pregunto cómo se las arregla para aparecer tan despejado —dijo el O. S.—. Apuesto que, al igual que yo, no ha pegado el ojo en toda la noche… En estos momentos resulta difícil encontrar una habitación en Saigón. Me preocupé de ello, pero usted se había marchado ya. ¡Qué desastre! Vamos por el muerto número treinta, y la lista se alarga cada vez más. El primer comunicado aparecerá en la prensa del mediodía. Versión oficial: atentado terrorista contra un hotel ocupado en parte por soldados norteamericanos de permiso. Pero no le oculto que he tenido que dirigir también un informe al G. C. G. En él manifiesto que, en mi opinión, el atentado iba dirigido contra usted, y que posiblemente el Vietcong no tenga nada que ver en el asunto. Asimismo, me he visto obligado a señalar que, al regresar al hotel, le acompañaba la pequeña Tsaî-Nu. ¡Lo siento!
—No se preocupe —dijo Cavassa.
Estiró las piernas y continuó:
—Lo que ahora me interesa averiguar, Lionel, es el medio de localizar a una muchacha llamada Carmen Nguyen. Una amiga de Tsaî-Nu. A través de ella, creo que podré llegar hasta Willy Pearson. ¿Quiere usted comprobar si tiene alguna ficha acerca de ella?
Con dos dedos, el O. S. empezó a tamborilear sobre su escritorio. Levantó la cabeza y miró a Cavassa. La expresión de fatiga de su rostro pareció acentuarse.
—Es inútil que nos informemos acerca de Carmen Nguyen.
—¿La conoce usted?
—Desde hace diez minutos, exactamente. Acabo de leer su nombre. Cada mañana, el comisario central, a petición nuestra, nos envía una copia de los hechos más relevantes que se han producido en el transcurso de la noche. Carmen Nguyen ha sido degollada, al amanecer, en Cholon. Salía de una boîte llamada «El gran juego».
Cavassa hizo una mueca. Apretó las mandíbulas y, por unos instantes, se absorbió en la contemplación de una esquina del techo. Luego se dejó caer hacia atrás con tanta fuerza, que la butaca estuvo a punto de volcarse.
Rogó:
—Si no le importa, bebería un poco más de café.
—Con mucho gusto —dijo el O. S.
Sirvió a Cavassa, sin dejar de mirarle.
—Bueno, confieso que es un golpe muy duro —admitió Giulio—. Tsaî-Nu, luego Carmen Nguyen… Diríase que conocen todos y cada uno de mis movimientos. En cualquier caso, la cosa no ha podido empezar peor.
—Escuche, amigo mío —dijo el coronel Lionel en tono comprensivo—, Saigón es una ciudad extraña, muy difícil para el que no está habituado a ella. He recibido la nota relativa a usted. Me dicen que debo proporcionarle una ayuda total; pero que no debo intervenir a menos que usted solicite mi colaboración. Sinceramente, ¿no cree que los acontecimientos han superado ya un poco sus posibilidades? Lo ignoro casi todo acerca de su misión y ni siquiera sé lo que busca usted, en realidad. Si se franqueara usted un poco conmigo, tal vez podría ayudarle de un modo más eficaz.
—Es usted muy amable —sonrió Giulio Cavassa—, y se lo agradezco muy de veras. Pero tengo todavía una cuerda en mi arco, y la interpretación correrá a mi cargo. De todos modos, si pudiera averiguar algo acerca del asesinato de Carmen Nguyen, la información sería muy valiosa para mí.
—¿Es eso todo?
—De momento, sí.
El O. S. se encogió imperceptiblemente de hombros. Le parecía absurdo el deseo de Cavassa de desenvolverse por su cuenta en una ciudad como Saigón, y la obstinación de su interlocutor le sacaba de quicio.
—Entendido —asintió de mala gana.
Se puso en pie al mismo tiempo que Cavassa y le acompañó hasta la puerta.
Fuera de la sombra helada de los grandes edificios, Cavassa encontró un sol que pegaba fuerte. Se quitó la americana y, a grandes pasos, subió en dirección a la Catedral.
A la derecha de la calle Tu-Do se encuentra el edificio del Parlamento, y Cavassa había experimentado el urgente deseo de trabar conocimiento con Liu-Su, el individuo que acompañaba a Tsaî-Nu cuando ésta había creído ver al exsargento Willy Pearson paseándose en un jeep del Ejército.
CAPÍTULO V
A condición de no tener un vientre demasiado sensible a las sacudidas y de conducir con la suficiente firmeza como para no ser sorprendido por los baches, nuestro viaje discurría normalmente. Junto a mí, Paul Jouan representaba el papel de niñera encendiendo de cuando en cuando un cigarrillo que me colocaba solícitamente en el pico. La mañana había transcurrido sin incidentes notables. Poco antes del mediodía, habíamos almorzado unas latas de ración C, pollo al curry, y habíamos reemprendido la marcha a pesar del sofocante calor.
Después de ocho horas de volante, ya tenía por la mano todas las trampas de la carretera y conducía con cierta desconcentración, rectificando la trayectoria del jeep de un modo automático. Esto me dejaba en libertad para contemplar el paisaje, y acababa de posar los ojos en la magnífica floración de un macizo guarnecido de pequeñas flores de color violeta que por su forma recordaban las rosas de pitiminí, cuando Paul Jouan agarró el volante y lo giró con todas sus fuerzas hacia la derecha. Instintivamente, di un frenazo brutal, aceleré y volví a frenar. El jeep obedeció muy bien. Durante una fracción de segundo, tuve la clara impresión de que la rueda derecha trasera giraba en el vacío; luego volvió a morder la carretera, y yo me encontré parado, habiendo realizado, un poco por casualidad, una media vuelta impecable.
—¡Santo cielo! —exclamó Paul Jouan.
Saltó al suelo y apuntó su carabina a un árbol de ramas entrelazadas que se erguía a unos quince metros de la carretera.
Nada se movió. Paul Jouan se relajó un poco y con el antebrazo se secó la frente, empapada en sudor.
—¡Mire! —dijo, señalando la carretera—. Un poco más y nos hundimos.
Me mostraba la profunda fosa excavada en la carretera. Cubierta de ramas de bambú, disimuladas a su vez con unas paletadas de tierra, resultaba casi invisible. Todo el fondo estaba lleno de estacas puntiagudas, capaces de ensartar limpiamente al hombre o al animal que cayeran encima de ellas.
—Me estaba temiendo algo por el estilo —continuó Jouan—. Afortunadamente, no perdía de vista la carretera.
Sólo podía hacer una cosa: darle las gracias.
—¡Cuidado! —añadió—. Habitualmente, uno de esos macacos se queda vigilando la…
Vi un leve resplandor y mi automática, como por arte de magia, acudió a la palma de mi mano derecha. Apreté el gatillo dos veces consecutivas.
Un cuerpo pesado cayó de rama en rama, rebotó y se estrelló sobre la carretera.
—¡M…! ¡Ha liquidado usted a uno! —exclamó Paul Jouan.
Rodilla en tierra, vigilaba los matorrales. Al no producirse ninguna respuesta, consideré que el asunto estaba resuelto y volví a enfundar mi arma debajo de mi sobaco izquierdo. Paul Jouan se incorporó. Estaba asombrado.
—¿Cómo se las ha arreglado? —inquirió, sin dejar de vigilar el terreno.
—He visto algo que brillaba y he disparado, sencillamente —dije—. Da la casualidad de que soy un tirador aceptable.
—¡Aceptable! —exclamó.
La cosa estaba decididamente tranquila. Seguido por Paul Jouan, rodeé la fosa y fui a examinar a mi víctima. Con dos balas en la cabeza, no hubiera podido correr mucho. Llevaba el sombrero de paja típico de los campesinos. Pero también una cartuchera llena y una carabina de fabricación checoslovaca en bandolera.
—Eso es lo que me ha puesto sobre aviso —le dije a Jouan, señalando los prismáticos que colgaban del cuello del muerto.
Y añadí:
—Nos estaba mirando, y el cristal ha reflejado el sol. Esos tipos no son demasiado listos.
—No se fíe —respondió Jouan—. Éste ha cometido un error. Tanto mejor para nosotros.
Se inclinó para examinarlo más de cerca y le registró, sin encontrar nada más que una pastilla de betel.
—Desde luego, no pertenece al ejército regular —dijo, incorporándose—. Es uno de esos partisanos que Hanoi acepta de mala gana: más bandolero que resistente. La banda no debe encontrarse muy lejos. ¡Cuidado!
—¿Dónde está la frontera?
—A una decena de quilómetros. Es la zona más peligrosa. Nunca se sabe sobre qué se puede caer. Si tiene interés en conservar la cabeza sobre los hombros, deberá disparar todavía mejor.
Le dije que lo intentaría, y me preocupé del medio de continuar nuestro camino. Lo mejor parecía ser abrirnos paso por la plantación de bambús que se extendía a nuestra derecha, a fin de poder contornear la fosa. Jouan se mostró de acuerdo.
—Prefiero que se quede usted vigilando —dijo—. No tardaré mucho.
Asentí. Jouan empuñó un machete y empezó a tronchar las gruesas cañas. Le observé: estaba completamente tranquilo, e incluso se puso a silbar «Perla de Cristal». ¡Un gran tipo, Paul Jouan! No me había equivocado al escogerle. Terminó su tarea en menos de un cuarto de hora.
—¡Listo! ¡Adelante!
No por mucho tiempo. Un ray[1] nos cerró bruscamente el paso. Más allá no parecía existir la carretera.
—¡Final de trayecto! —exclamó Paul Jouan—. Esta vez, tendremos que ir a pie.
Aquello me pareció tan evidente, que arrimé el jeep a la derecha para situarlo al abrigo debajo de un árbol. Encendí un Gauloise, mientras Paul Jouan sacaba las botas y los dos macutos que habíamos preparado.
—¡Qué asco! —exclamó Jouan—. Me he vuelto loco cortando bambús, para que avancemos apenas trescientos metros.
—Lo que me asombra —dije— es que hayan construido una trampa un poco más lejos, cuando la carretera queda interrumpida allí. ¿Cómo se explica eso?
—No lo sé. Es posible que los Chinook[2] patrullen.
—¿No habló usted de una decena de quilómetros para llegar a la frontera?
Se encogió de hombros:
—Es lo que yo creía. Pero, en este laberinto, nunca puede asegurarse nada. Me pregunto incluso si existe un solo mapa que merezca confianza. Tal vez estamos aún en Cambodia, tal vez nos encontramos ya en el Vietnam.
—¿Y si hubiéramos caído en una trampa al revés?
Jouan arqueó las cejas.
—¿Cómo es eso?
—Si hemos alcanzado una zona perfectamente controlada por los norteamericanos, pueden haber colocado un pequeño escollo en la carretera. En otras palabras, la fosa no se encuentra al final de la carretera, sino al comienzo. Está destinada a funcionar de Este a Oeste, y no de Oeste a Este. ¿Comprende ahora?
—¡Canastos! No se me había ocurrido… Eso explicaría que los macacos no nos hayan caído sobre la rabadilla: les hemos sobrepasado.
—Es posible, ¿no?
—Sí. Y este arrozal tiene aspecto de haber sido labrado hace muy poco tiempo. En tal caso, estamos mucho más cerca del objetivo de lo que yo creía. Mejor dicho, nos encontramos ya en él.
—¡Tú lo has dicho!
—Si volvemos a tutearnos, por mí encantado —dijo, en plena euforia—. ¡Ahí va eso!
Atrapé las botas al vuelo y me equipé rápidamente, casi convencido de que si el campo norteamericano existía, íbamos a verlo en cuanto cruzáramos el arrozal. A partir de aquel momento, debíamos observar atentamente el cielo a fin de que no pudiera localizarnos alguna patrulla aérea.
Paul Jouan abrió la marcha, chapoteando alegremente en el arrozal, con agua hasta la pantorrilla. Más pesado que él, me hundí más profundamente y avancé con mayores dificultades. Amablemente, permitió que llegara a su altura.
—La cosa me parece demasiado fácil —dijo Paul Jouan, haciendo una mueca—. ¿Crees que, a pesar de todo, París me lo tomará en cuenta? ¡Oh! ¡Volver a Montparnasse! ¡Si tú supieras!
Ironicé:
—¿Estás dispuesto a abandonar a tus amiguitas?
—Encontraré otras en París. Allí, la veda siempre está abierta.
También aquí la veda estaba abierta. Porque eso fue lo que nos sucedió, exactamente: fuimos pescados. Hábilmente lanzada, la red nos envolvió a los dos. Y luego nos arrastró entre las risas de una docena de macacos.
—Lin-Taî! Lin-Taî! —aulló Paul Jouan.
Nuestra cualidad de franceses no pareció impresionarles demasiado. Armados hasta los dientes, con sus caî-quan que les daba un aspecto de muchachas, cabellos largos y labios delgados, nos dirigían unas miradas saturadas de maligna alegría.
Las metralletas apuntadas nos prohibían cualquier gesto sospechoso. Librado de la red, me puse trabajosamente en pie y levanté las manos; una posición vejatoria, pero que asegura una esperanza momentánea.
—Lin-Taî! —aulló de nuevo Paul Jouan, con el mismo éxito.
Mundo al revés aquél: el jefe era más pequeño que los demás y mostraba la repugnante caverna de una boca desdentada. Con el dorso de la mano me golpeó en pleno rostro, mientras uno de sus hombres me despojaba de mi arma, una Lüger de cañón atascado por el barro que hubiera estallado si llego a apretar el gatillo.
—¡Cerdo asqueroso! —aulló Paul Jouan.
Había ocultado un cuchillo en su bota derecha. El cuchillo penetró en un vientre, definitivo como el juicio final. Oí reír a Paul Jouan cuando volvió a sacar la hoja enrojecida por la sangre. El amarillo, con las manos crispadas sobre el vientre, contemplaba la riada púrpura que brotaba de un enorme agujero, asombrado por aquella muerte que le llegaba cuando se había creído vencedor. Un hombre, con el rostro arrugado, deformado por un rictus de odio, levantó su machete. Los vietnamitas manejan muy bien esta arma y, por un momento, esperé ver rodar por el suelo la cabeza de Paul Jouan. De un modo imprevisible, una mano golpeó el brazo, el cual se abatió.
No comprendí la orden que siguió, pero sentí un fuerte dolor cuando, al precipitarme a ayudar a Paul Jouan, tres viets se juramentaron para derribarme a culatazos.
Quedé asombrado al despertar bajo una tienda tipo «canadiense», con Paul Jouan a mi lado; por su aspecto, hubiérase dicho que un bulldozer le había pasado por encima. Estábamos atados a una estaca hundida profundamente en el suelo. Pero, por lo menos, se habían dignado protegernos con una lona y aquella sorprendente atención me devolvió un poco de esperanza.
Una llama danzaba en la mirada de Paul Jouan. Se apartó ligeramente de mi lado, y sus labios tumefactos dejaron escapar una queja.
—¿Cómo va eso?
—¡Estoy hecho polvo! ¿Y tú?
Un dolor sordo me trabajaba desde la punta de los pies a la raíz de los cabellos, y no sabía exactamente dónde me encontraba. Se lo dije a Paul.
—No me hagas reír. Me perjudica —replicó.
Había saboreado un puntapié o un culatazo que le había aplastado literalmente la boca, y el pobre apenas podía hablar. Traté de animarle con la sonrisa que él no podía elaborar.
—Can-Bo! —consiguió articular.
—¿Qué?
—Can-Bo! Cuadro político…
Acabé por entender que estábamos esperando a un cuadro político, personaje importante del régimen, el cual decidiría nuestra suerte. El hecho me pareció tanto más sorprendente por cuanto aquellos individuos no parecían pertenecer a una formación regular.
Lo comenté con Paul Jouan, el cual se limitó a encogerse de hombros.
—Te volverás loco si tratas de comprender lo que pasa en este maldito país —murmuró—. ¡Oh! ¡Mi querido Montparnasse!
Por lo menos, él no perdía la esperanza.
CAPÍTULO VI
Sus ojillos negros no cesaban de moverse, poniendo nervioso a Cavassa, el cual cerró los dedos, contemplando por unos segundos un puño que a Liu-Su le pareció enorme.
—Bueno, ¿le reconoció, o no le reconoció? En su declaración se mostró categórico…
La mirada de Liu-Su se pegó a la alfombra. En aquel drugstore se encontraba de todo, incluidos los últimos artilugios made in U. S. A. En el mostrador de la librería, un vietnamita hojeaba el último número de Life y parecía muy interesado en él.
—Ese asunto ha adquirido demasiada importancia —dijo Liu-Su—. Hoy no podría ser tan categórico. Es posible que, en aquel momento, me dejara influir por la actitud de Mlle. Tsaî-Nu. Ella gritó: «¡Pero, si es Willy!». Y en aquel instante me pareció reconocerle. Él volvió la cabeza hacia nosotros y nos dirigió una mirada neutra, la mirada que se dirige a un transeúnte cualquiera al que se ve por primera vez. Luego, el jeep se puso en marcha.
—¿Después de que Mlle. Tsaî-Nu hubo gritado «¡Willy!»?
—Sí. Pero no creo que fuera a causa de aquel grito. Se marcharon porque tenían que marcharse, sencillamente.
—Y, en su opinión, ¿era Willy Pearson el hombre que iba en el jeep?
Liu-Su se permitió una leve sonrisa que Cavassa encontró irritante.
—¿Por qué repetirme la pregunta? —inquirió—. Ya le he contestado. En aquel momento, sí. Ahora, ya no estoy seguro de nada. Un gran parecido, es cierto. Pero yo no juraría que vi a Willy Pearson. Sería preciso que usted pudiera ponérmelo delante. Entonces le contestaría de un modo concreto. Ahora, discúlpeme. Se hace tarde, y tengo que volver a mi trabajo.
—Sí, desde luego —asintió Cavassa, disimulando su descontento.
En una hora de conversación, no había podido sacarle nada a Liu-Su.
—No, déjelo… —dijo, al ver que Liu-Su hacía ademán de querer pagar su consumición, es sólo un té a la menta tomado en el bar del drugstore.
El otro le dio las gracias con una leve inclinación, acompañada de su corrosiva sonrisa, que sacaba de quicio a Cavassa.
—Bueno, hasta la vista, coronel. Si me necesita para algo, estoy incondicionalmente a su servicio.
—Muy amable —gruñó Cavassa.
Le habría machacado, convencido de que, con su almibarada cortesía, había estado tomándole el pelo. Le vio salir, silueta frágil entre otras siluetas frágiles.
Cavassa ahogó su cólera bebiendo dos cervezas, una tras otra, pagó la cuenta y salió por la calle Tu-Do. El vietnamita que leía el Lije salió detrás de él.
Reinaba la animación habitual en la más bella y más rica de las arterias de la capital del Vietnam del Sur, con sus lujosos almacenes que, desde hacía mucho tiempo, se habían puesto a la hora norteamericana. Maquinalmente, Cavassa descendió hacia el bulevar que discurría a lo largo del río. Por un instante, pensó en regresar a la oficina de Douglas Lionel para pedirle al O. S que pusiera a Liu-Su bajo vigilancia. Pero desistió de hacerlo.
El silbido de admiración de un soldado que llevaba los emblemas de la 1.ª División norteamericana de caballería atrajo su atención sobre la muchacha. El propio Cavassa se contuvo para no silbar. La joven llevaba un traje sastre de gabardina blanca muy ajustada al cuerpo. Era eurasiana, y el azar de un mestizaje no previsto había situado unos ojos de un azul muy claro en el óvalo de aquel rostro de pureza kmère. Muy cargada de paquetes, varios de los cuales llevaban la marca de una modista de la calle Hong-Thap-Tu, se dirigía hacia un pequeño Cooper-Morris estacionado casi enfrente del Hotel Majestic. Cuando cruzaba la calzada, llegó un rickshaw a toda velocidad y estuvo a punto de atropellarla. La muchacha retrocedió rápidamente un par de pasos, tropezó contra la acera y casi se desplomó en los brazos de Cavassa, profiriendo un leve grito.
—¿Se siente bien, Miss? —inquirió Cavassa, ayudándola a incorporarse.
Ella dijo «sí» levantando hacia él unos ojos brillantes de lágrimas. Se había lastimado la muñeca y se la frotaba con precaución.
Galante, Cavassa recogió los paquetes. Preguntó:
—¿Es aquel su automóvil, Miss?
—Sí…
—Permítame que la ayude.
La muchacha le obsequió con una sonrisa Coca-Cola y murmuró:
—¿Se ha dado usted cuenta, ese loco?
—Debía pensar en sus amores —sugirió Cavassa.
La muchacha hizo aletear sus párpados y pareció haber olvidado el incidente; pero al tratar de abrir la portezuela de su coche su rostro se contrajo en una mueca de dolor y tuvo que utilizar la mano izquierda.
—¡No voy a poder conducir! —gimió—. ¿Cómo me las arreglaré?
Formular la pregunta, era resolverla.
—¿Va usted muy lejos Miss?
—A Gia-Dinh.
Era un suburbio de Saigón.
—Yo la llevaré hasta allí —sonrió Giulio Cavassa.
—No sé cómo podré agradecérselo…
—No tiene importancia —aseguró Cavassa, colocando los paquetes sobre el asiento trasero.
Se instaló al volante, preguntó la dirección que tenía que seguir y puso el automóvil en marcha.
El inmueble se erguía casi solitario en las afueras de Saigón. Al entrar en el apartamento, Cavassa observó inmediatamente el amplio sofá y el mueble-bar que era como una invitación permanente.
Se descargó de los paquetes amontonándolos en una butaca.
—¿Cómo se llama usted? —inquirió.
—Miryam —respondió la muchacha, con una adorable sonrisa.
Cavassa estuvo a punto de cogerla por la cintura, pero renunció antes de haber esbozado el gesto. Miryam estaba contemplando, con el ceño fruncido, los desperfectos que la caída había provocado. Su mano mariposeó. Los largos dedos de uñas abombadas señalaron el bar.
Cavassa aceptó:
—Dos dedos de whisky.
Miryam se ausentó para regresar de la cocina cargada con una bandeja de cubitos de hielo.
—Puro —dijo Cavassa.
La muchacha le sirvió, con el dedo índice doblado contra la palma de la mano. Por su parte, prefirió un zumo de naranja con vodka.
Cavassa humedeció sus labios, con los ojos en los de la mujer, que contenían una promesa.
Boca abajo, con la boca abierta, la nariz aplastada sobre su antebrazo, Cavassa dormía profundamente cuando Miryam regresó después de haber reemplazado su traje sastre por un ligero vestido de seda estampada.
Miró el vaso que Cavassa había depositado sobre la mesita en un movimiento reflejo y que contenía aún un resto de whisky, se dirigió hacia el teléfono y marcó un número. Casi inmediatamente tuvo a su corresponsal al otro lado del hilo.
—Cuando usted quiera —dijo.
La respuesta la contrarió. Se mordió el labio inferior y replicó, en tono ligeramente irritado:
—¡Eso significa que tendré que esperar toda la tarde! ¿Por qué no antes? Sé perfectamente que continuará durmiendo. Pero ¿le parece divertido oír roncar a un individuo por espacio de dos horas?
La seca respuesta puso término a sus protestas. Asintió, y colgó el receptor con un gesto nervioso. Al mismo tiempo, experimentó la extraña sensación de que volaba por los aires, y cayó. El blando almohadón del sofá ahogó su grito. Sin esfuerzo aparente, Giulio Cavassa la mantuvo en aquella posición. Inmovilizando a su prisionera con una pierna, empezó a golpear metódicamente.
Los gritos se trocaron en gemidos a medida que la carne enrojecía, para transformarse finalmente en sollozos.
Fue una zurra maestra, aplicada con un arte excepcional. Cuando Cavassa soltó a la muchacha, ésta era incapaz de sentarse. Ciega de rabia, proyectó sus manos hacia adelante, las uñas como garras.
Cavassa la sujetó por un brazo.
—Inténtalo otra vez, preciosa, y te envío a casa del dentista. ¿Entendido?
No bromeaba. Balanceó la mano disponible y enorme. La muchacha se quedó quieta, limitándose a asesinarle con la mirada; pero esa clase de fusilamiento no ha producido nunca mucho daño.
Cavassa se levantó, vigilándola con el rabillo del ojo, y fue a coger el bolso blanco que reposaba sobre una silla. Lo abrió y revisó su contenido.
—Ahora, ¿qué te parece si habláramos un poco, Miryam Koan-Tien? Pasaporte de Hong-Kong, ¿eh? ¿En qué burdel trabajabas? Apuesto a que te limitabas a recorrer los muelles de Kowloon. No, eres demasiado guapa para eso. Debías frecuentar el Maxim’s, el Blue-Heaven… ¿Buena caza, allí? Dime, ¿a cuántos de mis compañeros has dormido?
La muchacha guardó silencio, súbitamente encerrada en sí misma, lejana, ausente, resignada al fracaso, cuyas consecuencias preveía. Li Chen-Nin no le perdonaría nunca aquel error.
—Ya sé que soy guapo —continuó Giulio Cavassa, en tono irónico—. Pero, a pesar de ello, desconfío de las conquistas demasiado fáciles. Y mucho más de las chicas que reservan el whisky para sus invitados. A propósito, todo esto me ha dado sed.
Se sirvió un vaso de vodka, sin perder de vista a Miryam Koan-Tien. Encontró un encanto innegable en el pliegue amargo de sus labios, y aquella actitud abatida le sentaba bien. En el fondo, Cavassa se sentía lleno de indulgencia, porque la muchacha le aportaba la solución a sus problemas. Se preguntó por qué la habían tomado con él.
Tumbada sobre el sofá, Miryam Koan-Tien se mordía los labios, las manos, siempre en movimiento. ¿Qué podía sacar de ella? Mucho, o casi nada… No se decidiría a hablar sin una previa «preparación», y a Cavassa le repugnaba interrogar a una mujer.
Las saetas de su reloj de pulsera señalaban las cuatro y diez minutos. A no ser que el coronel Lionel acostumbrara dormir la siesta, debía encontrarse en su oficina.
Sin dejar de vigilar a la muchacha, se sentó sobre el brazo de un sillón, descolgó el teléfono y llamó al B. 8. Unos segundos más tarde hablaba con el coronel Douglas Lionel.
—«Smoke» se porta bien —anunció—. Gia-Dinh, residencia «los Pinos». Un apartamento por piso. Estoy en el primero. Los otros sin controlar. Espero visitas.
—Rodearé inmediatamente el sector. ¿Dejo paso libre?
—Afirmativo.
—¿Sabe usted quién va a visitarle?
—Negativo.
—¿Un preaviso posible?
—Afirmativo.
—Haré que permanezcan a la escucha. En caso de un cambio de programa, ¿nos lanzamos?
—Afirmativo. Pero quiero la mercancía en buenas condiciones.
—De acuerdo.
CAPÍTULO VII
Estaba torturándome el cerebro, tratando de encontrar un medio de salir de aquel mal paso, cuando un centinela levantó la lona que hacía las veces de puerta y se apartó para dejar paso a un hombrecillo al cual yo no esperaba. Mi garganta se secó, al imaginar inmediatamente un montón de refinados tormentos. Lö-Song no me parecía un hombre capaz de olvidar una afrenta. Y la melosa sonrisa que me dirigió aumentó mis sospechas.
—Bueno, señor Glenne, nuestros caminos han vuelto a cruzarse —cloqueó.
—Por desgracia —murmuré.
—Es posible que cambie de opinión cuando conozca el motivo de mi visita. Pero, antes, dígame: ¿qué ha venido a hacer con su amigo a este lado de la frontera? ¿Qué está buscando?
Era preciso que Lö-Song fuera un personaje político importante para venir a pasearse, con los dedos cubiertos de oro, en medio de aquellos bandidos.
—Buscábamos setas —respondí, en tono sarcástico.
A mi lado, Paul Jouan se estremeció de alegría. Lö-Song no pareció ofuscarse. Se limitó a esbozar un gesto de fastidio, como un hombre razonable al cual molestan las chiquilladas.
—Desde luego, tiene usted mucha suerte —dijo—. De no ser por eso…
Se pasó el filo de la mano por la garganta, a la altura de la nuez de Adán, lo que no dejaba lugar a ningún equívoco.
—Da la casualidad de que creo conocer la respuesta —continuó—. Esa es su suerte.
Paul Jouan empezó a respirar ruidosamente, y tuve la impresión de que todo el auditorio oiría latir mi corazón. Uno se forja un alma de condenado a muerte, contemplando mentalmente el suplicio, revistiéndose de valor y haciéndose a la idea firme de portarse como un hombre, lo que se convierte en un poderoso analgésico. Uno está seguro de conducirse con gallardía hasta el final. Y luego aparece la esperanza, y la coraza de bronce se cuartea.
Me pregunté si no sería todo una astucia de Lö-Song para conseguir dominarnos… Mi cobardía y mi debilidad asomaban la oreja y ya no estaba tan seguro de poder rechazar su asalto combinado.
Lö-Song ignoraba deliberadamente a Paul Jouan y, al hablar, parecía dirigirse a mí de un modo exclusivo.
—Verá usted, esa base norteamericana de Dinh nos preocupa mucho.
Una sonrisa distendió sus labios:
—Sí, señor Glenne, la conocemos. ¿Cree usted posible que los norteamericanos organicen un campo de adiestramiento sin que nosotros nos enteremos? Para nosotros, la jungla tiene ojos.
—¿Por qué no lo han atacado?
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Porque constituye un monumental error político, señor Glenne. Nuestros hombres pueden infiltrarse por todas partes y, de no darse aquella circunstancia, lo hubiéramos destruido hace mucho tiempo. De modo que no se preocupe por nosotros. Si los norteamericanos cometen esa estupidez, serán bien recibidos. Apreciamos mucho nuestro centro de aprovisionamiento de Kodil Noo.
Parpadeé:
—¿Saben ustedes…?
—Desde hace varias semanas. En Kodil Noo se han tomado las medidas necesarias. Les esperamos. Como puede ver, estoy en plan confidencial. ¿Debo suponer que su misión consiste en comprobar la existencia de ese campo? Pues bien, es usted libre de hacerlo. Puede comprobar de visu hasta dónde puede llegar el imperialismo norteamericano y el peligro que hace correr al mundo.
—¿Libre?
—Incluso le facilitaré dos guías para que le acompañen. Lamento la desgracia que acaba de sucederles, a usted y a su amigo. Pero usted se la ha buscado. Si se hubiera mostrado más locuaz en Phnom Penh, habría podido entregarle unos salvaconductos permitiéndoles cruzar nuestras líneas sin peligro.
Cambiando bruscamente de expresión, sus ojos adquirieron la dureza de los de un crótalo. Añadió:
—No crea que obro así por simpatía. Personalmente me hubiera gustado verle colgado por los pies de un árbol del bosque. Por desgracia, he recibido órdenes. A su regreso, encontrarán el jeep en el mismo lugar. Buenas tardes…
Un suspiro liberó a Paul Jouan de su tensión nerviosa. Hasta el último momento, no había creído en su buena estrella.
—¿Qué significa esa historia? —inquirió—. ¿Es cierto que los norteamericanos quieren atacar Kodil Noo pasando por Cambodia? ¿Es que se han vuelto locos?
—Eso parece.
—¡Diablos! Menos mal que nosotros…
Se interrumpió al ver entrar al centinela viet, preguntándose si el cuchillo que empuñaba iba a servir para rebanarles el cuello.
—Mau-Len! —dijo el centinela, después de haber cortado nuestras ataduras.
¡Desde luego que íbamos a apresurarnos! Estábamos hasta las narices de curtir nuestras posaderas sobre el duro suelo, y anhelábamos estirar las piernas y respirar a pleno pulmón.
Vi nuestro equipo intacto delante de la tienda. El macaco nos invitó con un amplio gesto:
—Mau-Len!
—¿Podrás cargar con tu macuto? —le pregunté a Paul Jouan.
—¡Preocúpate del tuyo!
Ahora hablaba un poco mejor, aunque para hacerlo debía torcer la boca, lo cual no contribuía a aumentar la belleza de sus facciones, precisamente.
Paul Jouan apretó los dientes. Y avanzó. Los primeros pasos fueron un suplicio para mí.
El arrozal y, más allá el pantano, traidor y fétido, que tuvimos que cruzar sobre un camino de tablas oscilantes. Paul Jouan tropezó varias veces, incapaz de seguir la rápida cadencia de nuestros guías.
—Dame tu macuto, Paul.
—¡M…!
—Vamos, te han sacudido como a una estera. Conmigo no tienes por qué hacerte el héroe.
Cedió a regañadientes. Más allá del pantano se extendía una gran llanura rocosa, cerrada al fondo por la línea oscura de un bosque.
Uno de nuestros guías se volvió hacia Paul Jouan y empezó a hablar con tal rapidez que, incluso conociendo el idioma, no hubiera podido seguirle.
—Dice que hemos llegado —tradujo Paul Jouan—. El campo se encuentra en un claro en medio del bosque. Tienen tendida una inmensa red de camuflaje entre los árboles que lo bordean. Desde el cielo resulta casi imposible localizarlo, si no se conoce su emplazamiento exacto.
Habló de nuevo con el guía, y me informó:
—Nos dejan aquí. Según ellos, el terreno está minado. Encantador, ¿verdad?
Miré a nuestros guías, sombríos, hostiles; era evidente que cumplían su misión de mala gana.
—¡Bueno, que os zurzan!
Paul Jouan tradujo a su manera. Los guías se alejaron, volviendo sobre sus pasos. Y yo les vi desaparecer con gran satisfacción. Me libré de mi carga con un suspiro de alivio, me senté en el duro suelo y encendí un Gauloise. Paul Jouan no quiso fumar.
—Tengo la garganta hecha polvo y no podría tragarme el humo —dijo, sentándose a mi lado—. Pero de buena gana bebería algo.
Le pasé el macuto que contenía la cantimplora de piel. El té, con una generosa adición de aguardiente, le devolvió un poco de color. Se enjugó los labios con el dorso de la mano.
—No acabo de entenderlo —murmuró—. ¿Por qué instalar aquí un campo de adiestramiento? Este asunto está lleno de agujeros.
—Un rincón tranquilo.
—Lleno de infiltraciones vietcong… Bueno, si quieren cometer la estupidez de atacar Kodil Noo por Cambodia, que adiestren su comando a orillas del golfo de Tonkín, protegidos por los cañones de largo alcance de la Navy. El día «J», se embarca el comando en los Chinook y santas Pascuas.
—Quieren llevar la cosa en secreto.
—¿En secreto? ¡No me hagas reír! ¿No has visto hasta qué punto estaba informado aquel macaco? No sólo sabe dónde se encuentra el campo, sino incluso que el comando se está preparando para atacar Kodil Noo. ¿No podían preverlo?
Sus argumentos eran sólidos. Me encogí de hombros, y le recordé que estábamos allí precisamente para comprobarlo.
Protestó:
—Admito que los norteamericanos no son demasiado listos. Pero llevar la estupidez hasta ese punto… Apuesto a que ese campo no existe, o que, si existe, se trata de una enorme superchería. Si quieres mi opinión, Glenne, creo que estamos siendo víctimas de una colosal tomadura de pelo.
Paul Jouan fue el primero en declararse dispuesto a reemprender la marcha.
Propuso:
—Puesto que el terreno, al parecer, está minado, compartamos los riesgos. Yo iré delante. Tú seguirás mis pasos a treinta metros de distancia. A medio camino, invertiremos los papeles.
—De acuerdo.
En consecuencia, alcancé el lindero del bosque delante de Paul Jouan, que no tardó en reunirse conmigo.
Las primeras estrellas se encendían en el cielo.
—¿Y ahora? —inquirió Paul Jouan.
—¿Comemos algo mientras esperamos que se haga de noche?
—¡Tendrás que masticarme los alimentos!
Y la sonrisa con que quiso acompañar sus palabras se transformó en una mueca de dolor.
Nos disponíamos a reemprender la marcha cuando nos cayeron encima. Una acción impecable, desde luego, de movimientos perfectamente sincronizados. El faro, que de pronto nos cegó, se triplicó casi instantáneamente. Las siluetas entrevistas más allá de la zona iluminada eran sin duda alguna las de una escuadra de GI’s.
Levanté las manos a la altura de los hombros, un gesto que se estaba convirtiendo en una costumbre. Paul Jouan me imitó.
El tipo que franqueó el semicírculo de luz y avanzó hacia nosotros llevaba sobre su uniforme de combate las insignias de sargento. Al examinarnos, su mirada clara no reflejaba la menor simpatía, y encontré muy desagradable su modo de mantener el dedo apoyado sobre el gatillo de su pistola de reglamento.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó bruscamente.
—Franceses.
El vocablo no era un sésamo, desde luego. Su única reacción fue ladrar una orden, en respuesta a la cual acudieron cuatro GI’s. Mientras éstos nos apuntaban con sus armas, el sargento se acercó para registramos. Y lo hizo concienzudamente.
Bendije a Lö-Song por no habernos devuelto nuestras armas. Decepcionado al no encontrar nada, el sargento abrió mi macuto y esparció su contenido por el suelo. Al ver la Leica y su teleobjetivo se enfureció.
—¿Qué es esto? —aulló.
—¿No ha visto nunca una cámara fotográfica?
Se irguió bruscamente y pensé que iba a abofetearme. Se limitó a gritar:
—¡Esto es zona militar! ¡Prohibido! ¡Prohibido!
Luego, con todas sus fuerzas, estrelló la cámara contra un árbol. Aquello pareció calmarle. A continuación se ocupó de Paul Jouan, el cual no tenía nada, ni siquiera una cámara fotográfica. Pero el estado del rostro de mi compañero pareció intrigarle.
—¿Qué significa eso? —inquirió en tono desabrido.
—Me he dado de narices contra un árbol —respondió Paul Jouan suavemente.
Pero al sargento no le iban los buenos modales. Una vez más, consiguió contenerse; sólo Dios sabe a costa de qué esfuerzo.
Traté de parlamentar con él, pero me estrellé contra un muro.
—Todo eso, en el campo —replicó en tono severo—. That is not my job! ¡Síganme!
Con los tipos que nos rodeaban, no podíamos hacer otra cosa.
CAPÍTULO VIII
La luz roja del techo parpadeaba sin cesar, pero el conductor no hacía funcionar la sirena. Alargada, lujosa, la ambulancia se inmovilizó junto a la acera.
Un medio clásico, evidentemente el mejor, para sacar a un hombre dormido sin llamar la atención. Cavassa se volvió hacia Miryam Koan-Tien:
—Ya llegan tus compañeros, monada. Una ambulancia, ¿eh?
La joven no pareció haberle oído.
Cavassa ironizó:
—No te molestes, cariño. Yo iré a abrir.
Desde el rellano llegó el ruido de una breve lucha.
—¡Vaya! Por lo visto se me ha adelantado —comentó Cavassa.
Al abrir la puerta vio al coronel Lionel, acompañado por dos M. P. de paisano. Otro grupo bajaba la escalera, conduciendo a dos individuos embutidos en una bata blanca, esposados.
—Tenemos también al chófer —anunció el O. S.—. Ha resultado muy fácil. La ambulancia procede de la clínica del doctor Kin-Kaik.
Miró a Miryam Koan-Tien.
—Pueden llevársela —dijo Cavassa.
Miryam Koan-Tien, sujetada del brazo por un M. P., salió muy digna.
—He preferido actuar en seguida —dijo el coronel Lionel—. No sabía exactamente lo que ocurría aquí. Por teléfono, se mostró usted muy evasivo.
—No tiene importancia —aseguró Cavassa.
Pensaba en otra cosa.
—Si tienen un tercer hombre para supervisar la operación, nos exponemos a un fracaso —dijo—. En caso contrario, hay que darse prisa y caerles encima inmediatamente. Un retraso de la ambulancia acabaría por preocuparles. ¿Doctor Kin-Kaik, dice usted? ¿Le conoce? Supongo que dirige una clínica. De otro modo esa comedia no tendría sentido.
Mientras hablaba, se dirigía hacia la puerta.
—Tiene una clínica en la calle Dong-Khanh, de Cholon —respondió el O. S., siguiendo a Cavassa—. Nada misterioso. La dirección figura en la cédula de identidad del vehículo. ¿Va usted a utilizarlo?
Cavassa se encontraba ya en la escalera.
—¡Desde luego! —respondió—. Vale la pena intentarlo. Si golpeamos en falso, tiempo habrá de rectificar. Convendría que dos de sus hombres se pusieran las batas blancas de esos falsos enfermeros.
El O. S. se adelantó a Cavassa y gritó, dirigiéndose a dos M. P. uniformados:
—¡Dispersen a esa gente!
Los dos agentes cargaron contra los mirones que se aglomeraban al borde de la calzada, mientras el O. S. ordenaba:
—¡Thompson! ¡Russel! ¡Cojan dos batas blancas y pónganse a las órdenes del coronel Cavassa! ¡Russel! Usted conducirá.
Se volvió hacia Giulio y añadió:
—Yo le seguiré de lejos y sólo intervendré si las cosas se ponen difíciles. ¿De acuerdo?
—O. K. —asintió Giulio.
Subió a la parte trasera de la ambulancia y, en cuanto Thompson se hubo reunido con él, cerró la puerta.
—¡A la clínica del doctor Kin-Kaik, en la calle Dong-Khanh de Cholon! ¡Aprisa! ¡Y haga aullar esa sirena! —le gritó a Russel, que se había instalado al volante.
La ambulancia salió disparada. A Russel le gustaba conducir y sabía hacerlo. La suspensión, muy eficaz, amortiguaba la mayor parte de las sacudidas, como correspondía a una ambulancia de lujo; pero Russel, tomando las curvas a una velocidad suicida, obligó a Cavassa a agarrarse fuertemente.
La clínica se presentó como un edificio de estilo colonial en medio de un amplio parque completamente cerrado. Russel detuvo la ambulancia delante de la verja, preguntándose qué debía hacer. En aquel momento, el portero salió de un pabellón situado a la derecha y abrió la verja de par en par.
Russel siguió la avenida central y se detuvo delante de la entrada principal.
Cavassa pensó en los problemas que iban a planteársele si hacía una falsa maniobra.
—¡Quítense la blusa y síganme! —ordenó, abriendo la puerta trasera.
Subió rápidamente la corta escalinata y se encontró en un amplio vestíbulo tapizado con una gruesa alfombra de caucho que amortiguaba el ruido de los pasos y del cual partía una escalera de doble vuelta.
Una enfermera salió de un pasillo que se extendía a la derecha. Al ver a dos hombres armados se quedó inmóvil, asombrada. Era rubia, alta, de tipo nórdico, probablemente sueca.
—¿Dónde está el despacho del doctor Kin-Kaik? —gritó Cavassa.
Incapaz de contestar, la enfermera se limitó a señalar con el pulgar en la dirección de la cual había salido. Cavassa se precipitó hacia allí. En aquel momento resonó el furioso tableteo de una pistola ametralladora. Thompson, que seguía a Cavassa, se desplomó, alcanzado en la espalda. Casi simultáneamente, se oyó un intenso tiroteo en el exterior. Y Cavassa imaginó a Russel atacado por varios adversarios.
La enfermera tuvo una reacción completamente desconcertante. A pesar de que parecía estar muerta de miedo, se inclinó sobre el caído Thompson para examinar sus heridas.
Cavassa saltó por encima del grupo que formaban y disparó contra una forma entrevista en la escalera, a la altura del primer piso.
Una descarga hizo saltar el yeso, encima mismo de su cabeza. Agachándose, subió los peldaños a una velocidad meteórica, esquivó otra descarga, distinguió al individuo que le apuntaba y disparó sin detenerse. El hombre se irguió, tambaleándose, y rodó por la escalera para venir a estrellarse sobre el rellano del primer piso.
Se desencadenó un tiroteo infernal, procedente del último piso, y su violencia obligó a Cavassa a tumbarse al abrigo de una columna. En el exterior continuaba la lucha. Dominando el ruido de los disparos, el aullido de una sirena se acercó, hasta hacerse insoportable.
El tiroteo cesó bruscamente. Cavassa oyó gemir los neumáticos de un vehículo inmovilizado brutalmente, y casi inmediatamente cuatro M. P. irrumpieron en el vestíbulo, dirigidos por un joven teniente, también de uniforme.
—¡Cuidado! —aulló Cavassa.
Pero ya no disparaban desde el piso superior. Giulio se incorporó, reanudó la ascensión, esta vez desconfiando, y llegó al rellano del último piso con el joven teniente y sus hombres pisándole los talones.
—Nada de imprudencias, teniente —ordenó Cavassa—. Hay uno o varios tiradores emboscados.
Avanzó deslizándose a lo largo de la pared hacia una puerta vidriera que daba acceso a un pasillo semejante al de la planta baja, y la abrió de un puntapié.
Dio un salto y se detuvo, asombrado ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos: en medio del pasillo había un individuo alto y rubio, con los pies y las piernas al aire, vestido simplemente con una camisa de hospital. Tenía en la mano una pistola ametralladora del modelo reglamentario en el Ejército norteamericano, con el cañón apuntando al suelo. Miró al teniente y a los cuatro M. P. con la boca abierta por la sorpresa.
Cavassa avanzó de nuevo, y el otro no se movió.
—¿Era usted el cretino que disparaba sobre mí? —preguntó Giulio secamente.
El otro parecía incapaz de hablar. Continuó mirando al oficial con ojos desorbitados.
—¡Conteste al coronel Cavassa! —ordenó el teniente en tono perentorio.
—¿Son ustedes… norteamericanos?
—Es un retrasado mental —dijo Cavassa, intercambiando una mirada con el teniente.
Alargó la mano y el individuo se dejó desarmar sin resistencia.
—¿Quién diablos es usted? —gruñó Cavassa.
—Cabo Grove, 5.ª compañía de la 1.ª División norteamericana de caballería, Sir…
El teniente hizo una seña a sus hombres, los cuales echaron a andar por el pasillo. Por la rapidez con que abrían y volvían a cerrar las puertas, Cavassa adivinó que se asomaban a unas habitaciones vacías.
Tronó:
—¿Qué está haciendo aquí, cabo? ¿Por qué ha disparado?
—Creí en un golpe de mano vietcong, Sir. Me hirieron en la llanura de Ankhé, y estoy en un hospital norteamericano.
Señaló una habitación situada a su derecha.
Cavassa penetró en ella gruñendo entre dientes. Se encontró en una habitación con dos camas, de las cuales sólo una estaba deshecha. Del perchero colgaba un uniforme; pero lo más extraordinario era el amplio ventanal que se abría sobre el parque. Asomándose a él, descubrió un mástil en cuyo extremo flotaba la bandera estrellada de los Estados Unidos de América.
Cavassa lanzó un sonoro juramento y volvió sobre sus pasos. Los M. P. rendían su informe al oficial, el cual se dirigió a Cavassa, desconcertado:
—No hay nadie, Sir. ¡Mis hombres dicen que han visto nuestra bandera flotando en el parque!
—¡Y es cierto! —rugió Cavassa.
Señaló con el índice al cabo Grove y ordenó:
—Haga vestir a ese individuo, si es capaz de hacerlo, y, por lo que pueda ser, vigílelo.
Dio media vuelta y se precipitó hacia la escalera. Mientras bajaba, tropezó con el coronel Lionel, el cual subía a su vez, con expresión ansiosa.
—¿Qué sucede ahí arriba?
—¡Nada! —replicó Cavassa en tono colérico—. No hay más que un individuo que dice ser el cabo Grove, de la 5.ª compañía de la 1.ª de caballería. ¿Y abajo?
—Dos apendicitis y una mujer que va a dar a luz de un momento a otro… Cuatro habitaciones vacías y un quirófano ultramoderno. Una enfermera que se dice danesa, el cadáver de otra, indígena, asesinada por Kin-Kaik, el cual ha conseguido huir con sus dos ayudantes. Están registrando su despacho, para averiguar por dónde pudo salir. Por nuestra parte tenemos un muerto, el pobre Thompson, y un herido, el cual he hecho evacuar. He efectuado una llamada por radio para que acuda un médico urgentemente. El parto se presenta difícil y la enfermera dice que no se siente capaz de atender a la parturienta.
Se pasó la mano por la frente, empapada en sudor, y preguntó:
—¿Lo ha visto usted?
—¿Nuestra bandera? ¡Sí!
Bajaron sin añadir una sola palabra, perdidos en sus desconcertados pensamientos. En el rellano del primer piso, el O. S. volvió boca arriba el cadáver del hombre que Cavassa había alcanzado. Debajo de la chaqueta del pijama, llevaba un uniforme norteamericano.
—¡Asombroso! —exclamó el O. S.
—Desde luego —asintió Cavassa.
Desabrochó la chaqueta y empezó a registrar los bolsillos. Estaban todos rigurosamente vacíos, a excepción de un paquete de goma de mascar.
—Bueno, eso no nos sirve de nada —suspiró Cavassa, incorporándose y frotándose la nuca.
—¿Sí? —inquirió el O. S., volviéndose hacia Russel, que subía a su encuentro.
—La mujer va a dar a luz, Sir.
—¡Dios mío! —exclamó el O. S.—. ¿Qué quiere usted que haga? Lance otro mensaje por radio, para que el médico se dé prisa.
—A sus órdenes, Sir.
Russel tenía una expresión sombría. Thompson era su mejor amigo…
Cavassa se volvió hacia el teniente y Grove, el cual avanzaba entre los M. P.
—Grove, ¿quién es ese individuo? —preguntó, señalando al cadáver.
—Mi médico. El mayor Pérez.
—¿Mayor, ese macaco?
—Portorriqueño, Sir —dijo Grove, en tono de disculpa. Giulio suspiró.
—¿Es ése el cabo de la 5.ª compañía? —inquirió el coronel Lionel.
—Sí.
—Llévelo inmediatamente al Centro, teniente. Le interrogaremos un poco más tarde.
Miró a Cavassa, como para pedir una aprobación que no llegó. Giulio pensaba en otra cosa.
—¿Y allí? —preguntó, señalando el mismo pasillo del primer piso.
—Completamente vacío. Ni siquiera una cama —respondió el O. S.—. ¿Viene usted?
Cavassa asintió.
En el vestíbulo, tropezaron con un sargento que les estaba buscando.
—Hemos descubierto por dónde han huido, Sir —informó el sargento—. La biblioteca oculta la abertura de un túnel que discurre por debajo del parque y desemboca en el callejón, detrás del restaurante chino de Li-Fu. Parece una construcción muy antigua.
—No ha habido tiempo material para rodear todo el sector —dijo el O. S.
Cavassa creyó percibir un reproche en aquellas palabras.
—Había que actuar rápidamente —recordó—. No hemos tenido suerte. En fin, tenemos a Grove. Él va a explicarnos…
—Sí —asintió Lionel.
Contempló unos segundos sus uñas y luego dijo:
—Sargento, reúna todos los documentos que pueda encontrar y llévelos al Centro. Lleve también allí a la enfermera, en cuanto no sea necesaria aquí.
—A sus órdenes, Sir.
—Y haga arriar esa bandera, sargento. Me pone nervioso.
—A sus órdenes, Sir —repitió el sargento.
El O. S. se volvió hacia Cavassa:
—¿Viene usted?
Cuando llegaban a la puerta principal, un jeep se detuvo delante de ella. Del vehículo descendió un hombre bajito, congestionado. Llevaba las insignias de comandante médico.
—¿Dónde está? —gritó, precipitándose hacia la puerta—. ¡Dios mío! ¡Una mujer que espera un bebé! He reconocido a centenares de soldados, pero no he asistido a un parto desde hace quince años. ¡No sé si voy a acordarme!
Pasó corriendo y, sin esperar siquiera una respuesta, se adentró en el vestíbulo.
—Este asunto va a hacernos perder la chaveta a todos —dijo Cavassa, en tono huraño—. ¿Ve usted alguna luz, Lionel?
El O. S. se encogió de hombros:
—Una hermosa muchacha quiere adormecerle para llevarle a una clínica de un médico vietnamita, el cual ama tanto a nuestro país que ha izado nuestra bandera en su parque, cuida a un cabo herido en combate, contrata a una enfermera danesa, corta apéndices, atiende a parturientas y nos recibe a tiros. ¿No está suficientemente claro?
—Continúe, y tendrá usted ardores de estómago —replicó Cavassa secamente.
El O. S. volvió a encogerse de hombros y se dirigió hacia su automóvil.
CAPÍTULO IX
No podíamos hacer nada. Cualquier tentativa estaba destinada al fracaso. El subsuelo del bosque se hallaba horadado por una serie de galerías subterráneas que se cruzaban y descruzaban en laberinto, más tortuosas que las madrigueras de los zorros. Al cabo de una decena de minutos nuestro grupo subió al aire libre. Bueno, hasta cierto punto… Tal como había dicho Lö-Song, aquel claro de unas tres hectáreas de superficie se encontraba completamente oculto por unas redes de camuflaje, las cuales, a su vez, nos ocultaban las estrellas.
Un campamento de lona que practicaba el black-out, con sólo dos barracones de madera. El primero servía de comedor. Nos condujeron al segundo, a presencia de un individuo de aire severo que llevaba, en las hombreras de su guerrera de combate reglamentaria, las insignias de mayor.
Escuchó el informe del sargento sin dejar de observarnos. No era muy alto, pero sí robusto, y su rostro pecoso le hacía parecer más irlandés que norteamericano. Hubiera apostado cualquier cosa a que se llamaba O’Hara o algo parecido.
—Son ustedes unos imbéciles —dijo, a modo de preámbulo, después de haber escuchado atentamente al sargento—. ¿Ignoran acaso que estamos en guerra?
—Francia no está en guerra —repliqué.
No parpadeó, pero su mirada me dijo lo que opinaba de Francia y de los franceses. Y su opinión no era particularmente favorable.
—¿Y si les hiciera fusilar, sencillamente, como espías?
Parecía capaz de hacerlo. Las palabras de Lö-Song permanecían grabadas en mi memoria. Tal como estaban las cosas, decidí poner mis cartas boca arriba.
—Oiga, mayor. Me llamo Glenne, Alex Glenne. He tenido ocasión de prestar cierto servicio a su país, y el general Kitner, del IV Bureau de la C. I. A., me conoce perfectamente. Tengo una importante información para él. En consecuencia, le ruego que nos ponga en contacto.
Por su sonrisa, comprendí que había dado un paso en falso.
—¿Tan importante que yo no pueda oírla?
—Afirmativo.
—Esa famosa información, ¿no afecta por casualidad a este campo?
Sostuve su mirada:
—Sí… Más exactamente, a su objetivo, y a lo que va a sucederles a sus hombres si persisten en sus propósitos.
Frunció las cejas, observándome con intensidad. Súbitamente, estalló:
—Es usted un agente francés, ¿verdad, señor Glenne? Lo sospechaba. Pues bien, ha metido las narices donde no debía. ¡Tanto peor para usted! Sepa que recibo órdenes directas de una autoridad superior, y que me tiene sin cuidado la opinión del general Kitner… y la de usted.
—¿Directamente del Ministerio de Defensa?
—No tengo por qué contestarle —replicó.
Un sudor frío empapó mi nuca. Un obstinado, aquel tipo. En aquel momento no pensaba en mi propia suerte, sino en la de todos aquellos individuos.
Protesté:
—¡Está usted loco, mayor! Acabo de darle a entender claramente que el Vietcong está al corriente del ataque que proyectan contra su centro de aprovisionamiento de Kodil Noo. Les espera, y van ustedes a una muerte segura. Es usted responsable de sus hombres, mayor. No puede sacrificarles deliberadamente. Es imposible que el mando no le transmita una contraorden, en cuanto esté informado.
Su risa me dejó helado.
—¿Qué le hace creer que el alto mando no está ya informado?
Me sentí completamente desconcertado. Intercambié una mirada con Paul Jouan, tan aturdido como yo.
—Y mis órdenes han sido confirmadas —continuó el mayor.
—¡Es un asesinato en masa!
Por una vez que Paul Jouan abría la boca sin que le invitaran a hacerlo, hablaba claro.
El mayor le fulminó con la mirada:
—Por su aspecto, me atrevería a afirmar que es usted un paisano —replicó—. Si ha pertenecido al ejército, ha olvidado el deber de un soldado: obedecer.
Sugerí:
—Hay ciertas órdenes…
El mayor sonrió sin la menor alegría.
—¿Adónde iríamos a parar, si nos permitiéramos actuar por nuestra cuenta? —inquirió—. ¿Y cómo podríamos estar seguros de tener razón?
Hizo una breve pausa, señaló con el índice a Paul Jouan y continuó:
—A juzgar por el aspecto de su compañero, para venir aquí no han encontrado un camino sembrado de rosas… Al parecer, han sido interceptados por una sección del Vietcong. ¿No habrá sido un cuadro vietcong el que le ha puesto al corriente, señor Glenne? No tenía usted una posibilidad sobre un millón de poder tomar unas fotos de este campo sin que le localizaran. El Vietcong lo sabe, del mismo modo que sabe que su primer cuidado sería el de advertirnos que nuestros planes son conocidos. Y, EN CONSECUENCIA, LE HAN DEJADO MARCHAR. ¿Por qué? Voy a decírselo, señor Glenne. El Vietcong no quiere que ataquemos Kodil Noo. Y contaba con usted para que tratara de disuadirnos de ese ataque.
Hizo una breve pausa, para que pudiera empaparme del sentido de sus palabras, y continuó:
—Si el Vietcong no quiere que ataquemos Kodil Noo, ¿no significa eso que el alto mando ha estado en lo cierto al confirmar mis órdenes?
Algo pareció romperse en él. Su sonrisa no pasó de ser una mueca.
—Tal vez tenga usted razón. Eso será un asesinato en masa —dijo, mirando más especialmente a Paul Jouan—. Pero, ¿quién le dice que ese asesinato en masa no será necesario? ¿Que no nos han adiestrado para que nos hagamos matar? Soy un soldado. Obedezco y no discuto las órdenes. Esto es todo…
No encontré nada que contestar a su argumentación, convencido, por otra parte, de que nada de lo que yo pudiera decir modificaría su decisión.
—Lamento tener que considerarles como mis prisioneros —continuó el mayor en un tono más tranquilo—. Les trataré lo mejor posible. Podrán comprar cigarrillos, y otros artículos de la cantina. Pero teniendo en cuenta que sus afirmaciones podrían relajar la moral de mis hombres, me veo obligado a encerrarles. Cuento con ustedes para que no me obliguen a adoptar medidas más severas.
—¿Hasta cuándo, mayor?
Se encogió de hombros.
—Pondré en antecedentes a la autoridad de la cual dependo directamente. La decisión no me corresponde a mí.
A continuación llamó al sargento y le dictó sus órdenes en tono perentorio.
A pesar de nuestro estado de indefensión, el sargento empuñó su pistola y nos hizo una seña para que le siguiéramos. Afortunadamente, la cárcel se encontraba en el mismo barracón de madera que el comedor. Eso nos permitiría oír música, y no estaríamos tan aburridos.
El cuerpo de guardia se componía de cinco hombres y un sargento. Transmitidas las instrucciones, una pesada puerta de madera se abrió sobre nuestro nuevo domicilio, el cual estaba ya ocupado por otro individuo.
—¿Qué es lo que ven mis ojos? —exclamó el ocupante de la celda—. ¡Nuestro gran guitarrista en persona! ¡Bien venido, Paul! De modo que finalmente ha conseguido jugar a los héroes…
—¡Oh! ¡Cierre el pico! —replicó Paul Jouan, nervioso.
El otro no pareció preocuparse demasiado por aquel acceso de mal humor. Sonrió.
—Gerard Orly.
—Alex Glenne. Al para los amigos…
—Apuesto a que es usted el agente enviado por París —dijo Orly, mientras el sargento cerraba la puerta—. Hasta cierto punto, es un consuelo comprobar que no he sido el único imbécil que se ha dejado atrapar. Sorprendente, esta organización, ¿no?
—Desde luego —dije—. Paul Jouan me ha servido de guía. Yo no conocía esta zona.
Sacudió la cabeza:
—¿Un cigarrillo? En este palacio no se pasa mal… Faltaba un poco de distracción, pero ahora, siendo tres, resultará más aceptable.
Rechacé el Camel, y saqué un Gauloise del paquete que me habían dejado.
—He visto a Sao —dije.
Furtivamente, una sombra de tristeza veló la mirada de Orly. Sonrió a un recuerdo contemplando un punto del techo, y regresó a la tierra rápidamente.
—Una chica guapa, ¿eh?
—Sí. Le quiere mucho.
—Lo sé.
Fumó unos instantes en silencio.
—¿Cuándo saldremos de aquí? —preguntó bruscamente—. A no ser que traiga usted noticias más frescas que las mías… No tengo nada que decir de los norteamericanos. Me han tratado correctamente. La comida es buena; fumo todo lo que quiero, y tengo derecho a una hora de paseo diaria bajo vigilancia, y dando vueltas como una noria. Un poco monótono, desde luego. Pero ¿qué puedo hacer? Me he torturado el magín en vano. Salir de esta jaula constituye ya un problema. ¿Y luego? Todas las entradas de los subterráneos están guardadas militarmente. Admitamos que burlamos la vigilancia. ¿Qué es lo que queda? Un laberinto, por el cual podría andarse días y días sin ver nunca el final. ¡Demasiado para mí! Sao, mi pequeña, no te pido que me seas fiel: lo más probable es que mi ausencia se prolongue indefinidamente.
El tono de su discurso no me engañó. Nuestro propio fracaso, añadido al suyo, había minado su confianza. En el fondo, no se equivocaba, y las dificultades que acababa de enumerar eran muy reales.
Sentado en un camastro, con las piernas cruzadas, Paul Jouan, pensativo, se divertía formando anillos de humo.
—En mi opinión, esos norteamericanos han perdido la chaveta —dijo—. Les hemos advertido que los viets estaban sobre aviso y que su acción desembocaría en una matanza. Pero insisten, sabiendo, además, que violan deliberadamente la neutralidad de Cambodia. Creo que no actuarían de otro modo si desearan a toda costa prolongar la guerra del Vietnam.
—¡Increíble! —dijo Gerard Orly.
—Entonces, ¿qué? —inquirió nerviosamente Paul Jouan.
—Una intervención diplomática podría evitar aún que se cometiera esa estupidez —dije—. Si el caso se planteara ante la O. N. U., no se atreverían a seguir adelante. En otras palabras, hay que encontrar el medio de salir de aquí lo antes posible.
—Yo creía… —empezó Paul Jouan.
—Sí…, tú creías…
Gerard Orly se volvió hacia mí.
—¿Tiene usted alguna idea?
—¡Tengo mil ideas! Por ejemplo, ese helicóptero. He visto un Huey en un extremo del campo.
—¿Sabría pilotarlo?
—Puedo intentarlo.
—¿Y la red?
—Sí, la red es un problema…
—Me gustaría saber cómo piensas eliminar al sargento —dijo Paul Jouan, pesimista—. Salir de aquí por la fuerza me parece absolutamente imposible.
CAPÍTULO X
Le pareció tan sorprendente que obligó a su corresponsal a repetirlo. Con un gesto colérico, desconectó el interfono y miró a Cavassa:
—¿Ha oído usted?
—Desde luego —asintió Giulio Cavassa—. No hay, ni ha habido nunca, un cabo Grove en la 5.ª compañía ni en ninguna de las otras compañías de la 1.ª División de Caballería.
—¡Ese individuo está loco! ¿Cómo espera hacernos tragar semejante embuste?
—¡Quién sabe!
Douglas Lionel dirigió a Cavassa una mirada de enojo. Protestó:
—Se queda usted ahí, con las posaderas hundidas en el sillón, sin que se le revuelva el estómago… Y parece encontrar verosímil un embuste fabuloso… Después de todo, el asunto le afecta más a usted que a mí. Me pregunto por qué me lo tomo tan en serio…
—Deje de preguntárselo —sonrió Giulio—. ¿Dónde está Grove ahora?
—En la enfermería. Norton le está examinando. Quiero saber si su herida permite que le interroguemos un poco a fondo.
—Una buena idea…
En aquel instante, el visor del interfono se encendió y Douglas Lionel aplastó el botón con el pulgar.
—La enfermería, Sir —anunció la voz impersonal del G. I. de guardia en la centralita.
—Páseme la comunicación.
Apuntó la barbilla hacia Cavassa:
—Hablando del rey de Roma…
La voz del médico llegó hasta ellos, muy clara:
—¿Lionel? Aquí, Norton. Acabo de examinar a ese individuo. ¡Es todo un caso!
—¿Qué pasa?
—Nunca ha estado herido. Le han sometido a una operación completamente gratuita. Se han limitado a abrirle y a volver a coserle, sencillamente.
—¿Está seguro?
—¡Desde luego!
El O. S. resopló.
—Perdone. Sé que conoce su profesión. Pero, me ha sorprendido tanto…
—Lo comprendo. Personalmente, nunca vi un caso parecido. En lo que respecta al interrogatorio, no hay ninguna dificultad. El individuo se encuentra en perfecto estado y fuerte como una roca.
—Gracias, Norton —dijo Douglas Lionel tan débilmente, que hubiera podido creerse que acababa de quedarse afónico.
Desconectó el interfono con un gesto de desaliento.
—Sí, lo he oído —dijo Cavassa, antes de que el O. S. formulara la pregunta—. Un cabo que no es cabo y un herido que no ha sido herido. Lo único real, en la clínica del doctor Kin-Kaik, era la bandera norteamericana. Lo mejor del caso es que estoy casi convencido de que Grove no es un simulador. ¿Quiere hacerle venir? Me gustaría interrogarle.
El O. S. asintió. Parecía estar completamente desconcertado. Grove se presentó, acompañado por dos gigantescos M. P., los cuales se retiraron obedeciendo a una indicación del coronel Lionel. La mirada de Grove fue del O. S. a Cavassa, y en sus ojos se leía más asombro que temor.
—Bueno, Grove, vamos a ver… —dijo Cavassa, en un tono que dejaba traslucir cierta simpatía.
—¿Sir?
—Parece ser que es usted un falso herido…
—Sir, yo…
—No es eso todo, Grove —le interrumpió Cavassa—. En la 5.ª compañía no hay ningún Grove. De modo que es usted también un falso soldado.
El presunto Grove abrió unos ojos como platos. Se disponía a protestar, pero Cavassa le impuso silencio con un ademán.
—No se ponga nervioso, muchacho —aconsejó, en tono paternal—. En todo esto hay un pequeño misterio que tratamos de aclarar. ¿Tiene alguna idea del tiempo que ha permanecido en la clínica del doctor Kin-Kaik? Me refiero al establecimiento que usted tomó por un hospital norteamericano.
—Sí, Sir.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos veinte días, Sir.
—En resumen, fue usted herido y se despertó en la cama de esa habitación que yo he visto…
—Sí, Sir.
—¿Se acuerda de su despertar? ¿Qué es lo que sintió?
Grove frunció el ceño, tratando de comprender el sentido exacto de la pregunta.
Cavassa le ayudó:
—¿Recordó inmediatamente que era Grove, o bien sufrió una especie de amnesia parcial?
—Eso: una especie de amnesia parcial, Sir.
—¿Y cuándo recordó realmente que era Grove, cabo de la 5.ª compañía?
El interpelado hizo un visible esfuerzo por recordar.
—En primer lugar, vi el nombre en mi gráfica de temperatura. Luego, la enfermera me llamó Grove, Percy Grove.
—¿Miss Mona Iversen? ¿Era ella la que se ocupaba de usted?
—Sí, Sir.
—¿Quién le atendía?
—El doctor Pérez.
—¿El hombre que yo liquidé?
—Sí, Sir.
—¿Y no le extrañó encontrarse en un hospital tan pequeño? ¿Una enfermera, un médico? ¿Qué le dijeron?
—Que algunos heridos eran conducidos a un anexo para evitar que los agentes del Vietcong se enteraran de las bajas que habíamos sufrido e identificaran las compañías que habían participado en la acción.
—¿Y usted lo creyó?
—¿Por qué no había de creerlo? El doctor Pérez llevaba el uniforme de mayor, y desde mi ventana podía ver la bandera norteamericana.
Cavassa miró al O. S., el cual suspiró.
—¿Estaba usted solo? —continuó preguntando Giulio.
—No, Sir. En mi habitación, sí. Pero en las otras había más hombres. Se marcharon hace dos días.
—¿Les vio usted? ¿Habló con ellos?
—No tenía permiso para levantarme. Sólo para ir al… Perdone, Sir.
El O. S. sonrió, a pesar de que no sentí el menor deseo de hacerlo. Inquirió:
—¿Y a partir de aquel momento creyó usted que realmente era Percy Grove?
—Pero, soy Percy Grove —protestó, con súbita vehemencia—. Recuerdo perfectamente todo mi pasado. Nací en Ohio, en un pueblo que se encuentra al lado de Cincinnati, y fui a la Universidad municipal de Cincinnati. Mis padres murieron, y fui criado por una tía. Mi tía tenía una tienda de ultramarinos, y la recuerdo perfectamente. Me alisté en el Ejército hace cinco años, a raíz de la muerte de mi tía. Ahora tengo veintitrés años.
—Es más que suficiente, Grove —intervino Cavassa—. Ahora vamos a llevarle al fotógrafo.
Se volvió hacia el O. S., el cual pareció sorprendido al considerar aquello como un súbito capricho.
—De momento, queda usted bajo vigilancia, Grove —declaró Lionel.
—A sus órdenes, Sir.
El O. S. llamó a los centinelas para que se llevaran a Grove. Luego volvió hacia Cavassa una mirada llena de curiosidad.
—Creo que ya es hora de que le dé una explicación —dijo Giulio—. En poco tiempo, más de doscientos ciudadanos norteamericanos fueron retirados de la circulación sin que se sepa cómo. Dado que se trataba de hombres jóvenes, en su mayoría antiguos GI., el F. B. I. nos confió el expediente, el cual quedó en suspenso hasta que recibimos las confidencias y las quejas de Tsaî-Nu. Esta había reconocido al padre de su hijo, Willy Pearson, en un jeep del ejército. Willy Pearson era uno de nuestros desaparecidos, y Tsaî-Nu hablaba con tal convencimiento, que el general Kitner me envió aquí. ¿Comprende ahora? Mi presencia provocó una verdadera reacción en cadena: una bomba en la habitación del hotel; Nguyen, una importante testigo, asesinada… A propósito, ¿se sabe algo acerca del crimen?
—Nada.
—Un trabajo minucioso —suspiró Cavassa—. Su único error consistió en poner en mi camino a Miryam Koan-Tien, en vez de efectuar una nueva tentativa para eliminarme. Sabe Dios por qué cambiaron de opinión… Demasiada confianza en su método, supongo, ¿sabe usted lo que deduzco de ello?
—¿Ha llegado la hora de las adivinanzas? —protestó el O. S.—. Estoy en la brecha desde esta mañana.
Cavassa pasó por alto aquel acceso de mal humor.
—¿Quién mejor que yo puede conocerme? —inquirió—. No soy una persona que cambie de chaqueta o que pueda ser obligada a obrar contra sus convicciones por medios normales. Ahora bien, soy un hombre como los demás, y, privado de conciencia, podría hacer cualquier cosa. Mi graduación de coronel y mi posición en la C. I. A. debían significar para ellos algo valioso. Compare mi caso con el de Grove y saque la conclusión.
El O. S. cerró los ojos por espacio de unos segundos.
—Lavado de cerebro —aventuró, finalmente—. ¿Cree que se trata de esto?
—Desde luego, a no ser que Grove posea unas extraordinarias facultades para la simulación, cosa que no creo. Conocemos los métodos del lavado de cerebro. Los soviets han recurrido a ellos; los chinos los dominan como nadie. Y en esta ocasión han sido utilizados de un modo genial. Hemos conocido casos de pilotos derribados o de simples prisioneros que hacen declaraciones sorprendentes ante un micrófono del Este, después de un lavado de cerebro. Sin embargo, a pesar de los progresos de la ciencia, resulta difícil suprimir totalmente el subconsciente, ese segundo y profundo pensamiento humano. Los grandes sentimientos están arraigados tan profundamente, que se oponen a la ciencia. Patriotismo, orgullo nacional, amor familiar, etcétera. Conozco el caso de un individuo transformado en inglés. Se conducía como un británico cien por cien, con una sola excepción: rechazaba el té, la vista de un puddin le revolvía el estómago y no podía hacer una comida sin pan. Era un francés. Habían conseguido cambiar del todo su antigua personalidad, excepto su modo de alimentarse.
Douglas Lionel sonrió.
—Grove no corre ese riesgo, ¿verdad? —inquirió.
—Desde luego que no —asintió Cavassa—. Es norteamericano, y continuará pensando en norteamericano. Ese es el detalle. Decía antes que en esta ocasión habían obrado de un modo genial, porque al tratamiento médico se añade una hipnosis de ambiente. Si no me equivoco, todos esos muchachos han sido engatusados por una Miryam Koan-Tien cualquiera en Italia, en Francia, en Suecia, incluso en los Estados Unidos. Casi todos ellos habían participado en la guerra del Vietnam, y volvían a encontrarse en Saigón. Desde su habitación podían ver ondear la bandera norteamericana, y aceptaron como normal la presencia de un médico portorriqueño.
Se interrumpió un momento. El O. S. contempló sus uñas, pensativo. Era evidente que los argumentos de Cavassa le habían impresionado.
—Si no hubiésemos irrumpido en la clínica de Kin-Kaik, puede estar seguro de que un día u otro Percy Grove hubiera sido visto paseándose en un jeep del ejército, conducido por un M. P., y aparentemente gozando de plena libertad. Después de eso, ¿cómo quiere que no esté firmemente convencido de que es el cabo Grove de la 5.ª compañía, herido y trasladado por orden superior a una unidad especial?
—¡Extraordinario! —admitió Lionel—. ¡Cuando pienso que ese Kin-Kaik y sus dos ayudantes se nos han escurrido de entre los dedos! Asesinaron a la enfermera vietnamita porque sabía demasiado. Miryam Koan-Tien no es más que una comparsa. Sólo pudo darnos el nombre de Li Chen-Nin, un desconocido. En cuanto a Miss Iversen, parece sincera. Creía realmente haber sido contratada por un anexo del hospital norteamericano.
—Formaba parte del ambiente, lo mismo que la bandera.
—Sí —asintió el O. S.—. Lo malo es que todo eso no nos lleva muy lejos. Me hubiera gustado echarle mano a uno de los responsables, por lo menos. Le juro que hubiera vaciado su saco. Según usted, ¿quién mueve los hilos?
—La cosa requiere una organización perfecta —respondió Cavassa—. Podría pensarse en los rusos. Sin embargo, en mi opinión son los chinos. Por otra parte, eso no importa demasiado. Lo importante es averiguar el porqué. Si nuestra hipótesis se confirmara, ¿ve usted la cosa como yo?
Douglas Lionel inclinó la cabeza afirmativamente. Concretó:
—Cien hombres, tal vez más; cien robots capaces de obedecer cualquier orden, tanto más peligrosos por cuanto imaginarían estar sirviendo a su patria. Eso puede provocar cualquier catástrofe. Una matanza entre hermanos de armas… ¡qué sé yo!
—Va usted a sacudirme a ese fotógrafo —dijo Cavassa—. Que transmitan inmediatamente por belino la prueba a Langley[3]. Si Grove es realmente uno de nuestros desaparecidos, será identificado rápidamente y creo que tendremos una respuesta mañana por la mañana. ¿Dispone usted de un psiquíatra de confianza?
—Sí —respondió el O. S.—. El profesor Edward Revel, del hospital norteamericano.
—Envíele a Grove, explicándole el caso.
—¿Cree usted que podrá serle devuelta a Grove su anterior personalidad?
—No lo sé. Pero vale la pena intentarlo. El profesor dispondrá de una ayuda en cuanto conozcamos la identidad de Grove y sus verdaderos antecedentes. Sería un golpe de suerte si pudiera recordar algún detalle que nos pusiera en el buen camino. Dicho sea entre nosotros, no confío demasiado en que se produzca el milagro.
El coronel Douglas Lionel se llevó la mano al estómago. Cada vez que experimentaba una gran contrariedad, un dolor sordo atenazaba su estómago. Cuanto más pensaba en el caso, más desagradables eran las posibilidades que se ofrecían a su mente. Sugirió:
—¿No cree usted que deberíamos advertir inmediatamente al Alto Mando Interejércitos? Después de todo, si nuestras suposiciones son correctas, no está demostrado que esos individuos tengan como destino el ejército de Tierra. ¿Imagina a uno de esos robots pilotando uno de nuestros bombarderos? Creyendo obedecer una orden, podría ir a bombardear deliberadamente a la población civil de Hanoi. ¡Qué desastre! Y la cosa no tiene nada de imposible. Un individuo convencido de que es el teniente-piloto Fulano, presentándose a una unidad de vuelo provisto de una falsa documentación. No cabe duda de que el comandante de la unidad en cuestión le aceptaría sin sospechar nada.
—¿No va usted demasiado lejos?
—Es posible —admitió Lionel—. Esta historia me saca de quicio. Si…
—No, tiene usted razón —le interrumpió Cavassa—. Los señores generales fruncirán el ceño cuando se les pida que comprueben la identidad de todos sus hombres; pero vale más ser prudentes.
Douglas Lionel sacudió la cabeza mientras continuaba frotándose el estómago.
—¿Qué va usted a hacer ahora? —inquirió.
—Iré a dormir un poco, mientras espero la respuesta de Langley. ¿Quiere usted algo más?
—Si esta maldita historia no me obligara a permanecer en mi despacho toda la noche, iría a emborracharme para olvidarla —replicó el O. S.—. En cuanto haya novedades le haré llamar.
CAPÍTULO XI
Gerard Orly introdujo el dedo meñique en el pabellón de su oído derecho y empezó a agitarlo frenéticamente, tal vez para aclarar sus ideas.
—Valdrá lo que valga, pero yo tengo un plan —dijo, mirando de un modo especial a Paul Jouan—. La enfermería se encuentra en el mismo barracón, a continuación del despacho del mayor. Nada especial: seis camas y una pequeña sala de consulta. Un individuo que dice que es médico y una enfermera. Eso es todo. Hace un par de días, padecí una fuerte diarrea. Afortunadamente, hay unos retretes reservados para los enfermos.
Sonrió con los ojos. No le vi la punta por ninguna parte, y se lo dije.
—¡Espere! Los barracones están construidos a la buena de Dios. Desde los retretes, a través de las tablas desunidas, se ve la sala de consulta. El armario de los medicamentos me interesó. Estaba abierto, y vi un tubo de Syldonal.
—¿Lo tienes?
Orly hizo una mueca.
—Intenté cogerlo. Casi llegué a alcanzarlo con la punta de los dedos. Forzando un poco la tabla y arañándome el brazo lo hubiera cogido. ¿Te das cuenta, Paul?
Paul Jouan comprendió. Se pusieron en pie. La estatura de Paul Jouan sobrepasaba la de Orly casi un palmo.
—Y tú estás más delgado. Tu brazo llegará más lejos —dijo Orly.
Pregunté:
—¿Y el Syldonal?
—Sueño rápido y profundo garantizado —respondió—. Mezclado con whisky casi no se nota. Por desgracia, he tenido ocasión de experimentarlo.
—Sólo que no tenemos whisky.
—En la cantina venden, y tenemos derecho a comprarlo. No nos tratan del todo mal. Pagando, se obtiene casi todo lo que se quiere.
Guiñó el ojo, súbitamente feliz. La euforia contagió a Paul Jouan, e incluso a mí.
—Eso está bien para el helicóptero, pero ¿y la red? El aparato no pasará a través de la red —dijo Paul Jouan, deshinchándose como un globo.
Repliqué:
—¡Déjalo de mi cuenta!
Había tal convencimiento en mi voz, que Paul Jouan volvió a sonreír.
—Sí, no puede fallar —asintió Gerard Orly.
Y envió un beso al aire, que debía destinar a la bella Sao.
—Estoy dispuesto —declaró Paul Jouan.
Orly me dirigió una breve mirada.
—¿De acuerdo?
Asentí.
—¡Lo que es la higiene! —se quejó Paul Jouan, dirigiéndose hacia el rudimentario lavabo.
Cogió un cepillo de dientes, comprado en la cantina, y se frotó vigorosamente las encías. Después de lo cual aspiró muy fuerte y escupió. Luego llamó a la puerta de nuestra celda.
El sargento abrió y nos miró. Había desabrochado su funda, y su mano reposaba sobre la culata de un Colt.
—El compañero está enfermo —dijo Orly—. Los viets le dieron de lo lindo. Culatazos en el estómago y en todas partes. Escupe sangre. Mire…
El otro bajó la cabeza, volvió a levantar la mirada, cerró de nuevo la puerta sin decir nada.
—Dará resultado —dijo Orly, optimista.
Cinco minutos más tarde, el sargento volvió a abrir la puerta e hizo una seña a Paul Jouan.
La cosa ha ido bien. Paul ha conseguido apoderarse del tubo de Syldonal. Nos lo han devuelto con la cara limpia, curado y con tres puntos de sutura en el arco ciliar. Más tarde, si hay un más tarde, eso le evitará exhibir una fea cicatriz.
El tipo de la cantina ha venido por la mañana. Ha parpadeado al oír encargar dos botellas de whisky.
—Y unas pastas secas —ha dicho Orly—. Festejamos un cumpleaños.
El otro se ha encogido de hombros. Y se ha marchado. Dos botellas para tres. Eso ha debido dejarle pensativo. Es cierto que para muchos norteamericanos todos los franceses son unos borrachos. No podemos reprochárselo. También nosotros cometemos el error de creer que todos los norteamericanos son ricos.
A media mañana, me han sacado a pasear. No me había equivocado: el Huey se encuentra en un extremo del campo, solo, como una carreta abandonada. Ni siquiera han construido un hangar rudimentario para protegerlo. Es verdad que, no siendo en la estación de las lluvias, en este rincón no cae una sola gota de agua. En cuanto a la red de protección, que evidentemente era un obstáculo para remontar el vuelo, mi hipótesis quedó confirmada. Se trataba de unas amplias superficies unidas entre sí por medio de unas anillas de porcelana, aislante perfecto que no atrae los rayos, como ocurriría con unas piezas metálicas.
A mi regreso, concreté mis intenciones a Orly y a Paul Jouan. Paul salió inmediatamente. Por un instante, Orly creyó que estaba alardeando. Le desengañé.
Después de la siesta, el tipo de la cantina nos trajo lo que habíamos encargado. Una de las dos botellas nos alegró el corazón. Perfectamente «preparada», la otra pasó de las manos de Orly a las del sargento.
Mi corazón ha visto alterado su ritmo cuando el sargento ha estado a punto de rechazarla. No comprendía el motivo de aquella esplendidez. Orly ha sabido explicarle muy bien que, cuando se celebra un cumpleaños, en su pueblo existe la costumbre de invitar a todos los que moran bajo un mismo techo. Nosotros estábamos, por fuerza, bajo un mismo techo. Había que respetar la costumbre. Ha insistido diciendo que, si se negaba a aceptarla, éramos capaces de bebérnosla y de emborracharnos a muerte. En el fondo, el sargento sólo pedía dejarse convencer.
Hacía apenas cinco minutos que había sonado el toque de retreta.
«Suerte, amiga mía, sé amable conmigo una vez más».
Sólo quedaba esperar.
Hay personas que pierden la cabeza en seguida, otras después de haber bebido un poco más de la cuenta. Hay las que permanecen lúcidas en cualquier caso. Orly se había bebido la mitad de la botella de whisky y parecía estar completamente sereno, aparte de que sudaba de un modo exagerado. Se secó la frente con el antebrazo y se volvió. En sus ojos había un brillo que no tenía nada que ver con el alcohol.
—Creo que están durmiendo todos. ¿Vamos? Dentro de diez minutos relevarán la guardia. Este es el momento.
Miré a Paul Jouan, un poco excitado, pero controlándose perfectamente.
—¡O. K.!
¡La hora de la verdad! La puerta cerrada por fuera con una simple barra transversal no nos preocupaba. Con aquellas tablas mal unidas, un simple mango de cuchara bastaba para levantarla.
Levanté el pulgar para dar el disco verde. Una vena se hinchó en la frente de Orly, más a causa de la tensión nerviosa que del esfuerzo. La barra cayó con un ruido que resonó en mi cerebro. En el segundo que siguió, cada uno pudo oír los latidos de su corazón.
Orly parecía haber quedado súbitamente paralizado. Empujé la puerta, la cual se abrió rechinando, arrastrando la barra por el suelo.
Los centinelas y el sargento dormían con la boca abierta.
Orly había pasado bastante tiempo en aquella celda, donde su única distracción consistía en escuchar los ruidos exteriores e interpretarlos, para conocer a fondo las costumbres de la guardia.
—Disponemos de ocho minutos —dijo—. ¡Vamos!
El más pequeño de los tres cogió el uniforme del sargento, casi de su estatura; Paul Jouan buscó el más alto, y el primero que se me puso a tiro era de mi talla.
—¡Adelante!
Orly, que llevaba el uniforme de sargento, iba en cabeza. La cosa funcionó hasta el punto de que un individuo que salió de su tienda para orinar ni siquiera volvió la cabeza hacia nosotros. Avanzamos, marcando el paso, hacia el este del campo, es decir, hacia el helicóptero. El primer centinela se encontraba a unos cuarenta metros a la derecha.
—A saber la cara que pondrá cuando estemos a veinte pasos de distancia —susurró Paul Jouan a mi lado—. Orly no se parece en nada al sargento, y en cuanto a mí, ¿qué aspecto tengo con este uniforme tan pequeño?
Si daba la alarma, estábamos perdidos. Faltó muy poco para que sucediera. En realidad, nos salvó su falta de reflejos. Desconcertado por los uniformes, no supo si debía darnos el alto, disparar contra nosotros sin previo aviso o gritar pidiendo ayuda. No se había decidido aún cuando caí encima de él con tal violencia que dobló las rodillas incluso antes de encajar el cabezazo que le dejó sin sentido. Cayó sin proferir un sol grito, cosa que consideré como milagrosa.
—¡M…! —exclamó Paul Jouan—. ¡Vaya un trago! No podemos volver a arriesgarnos así. Ha salido bien una vez, pero sería tentar al diablo…
—De acuerdo —asintió Orly, mirándome.
Sin embargo, teníamos que decidirnos.
—Vamos a avanzar directamente hacia él —dije, refiriéndome al segundo centinela, apostado cincuenta metros a la izquierda del helicóptero—. Verá al sargento y a un solo hombre de relevo, cuando tendrían que haber dos. Eso le extrañará, pero dejará que os acerquéis. Yo daré un rodeo por el bosque y le atacaré por detrás.
—No, iré yo —dijo Paul Jouan—. Este uniforme me sienta como un tiro. A treinta metros de distancia, se dará cuenta de la superchería.
Era cierto. Di mi asentimiento y Paul se separó de nosotros. Le di un poco de tiempo, pensando en las dificultades con que tropezaría al deslizarse por el bosque, y luego ocupé mi puesto detrás de Orly.
Cuanto más nos acercábamos al centinela, más inseguro me sentía. Parecía un tipo desconfiado. Al vernos llegar, había cruzado su arma sobre el pecho, en una actitud ofensiva.
¿Qué diablos estaba haciendo Paul Jouan?
—¡Alto!
Esta vez, el centinela se llevó el fusil al hombro. En aquel preciso instante su cabeza se dobló hacia atrás: Jouan acababa de saltar sobre él, haciéndole víctima de una brutal presa de cuello. Presentí lo que iba a pasar, me precipité hacia Jouan y con un golpe seco le hice soltar la presa.
El centinela se desplomó.
—¡Cretino! —gritó Orly—. ¡Le has matado!
Paul Jouan nos miró con ojos enloquecidos. Estaba temblando.
—No quería hacerlo… —protestó.
—¡Imbécil! —exclamó Orly.
Me incliné sobre el centinela: tenía las vértebras rotas, no había nada que hacer. Me incorporé, sacudiendo la cabeza, y Orly comprendió. Empezó a insultar furiosamente a Paul Jouan, el cual terminó por sublevarse.
—¡Cierra el pico! —rugió, avanzando hacia Orly con aire amenazador—. Con él no lo he hecho a propósito, pero contigo…
Orly apuntó su arma. ¡Un buen momento para discutir! Me interpuse entre ellos, afeándoles su conducta. Paul Jouan se tranquilizó.
—De todos modos, ha cometido una salvajada —insistió Orly, realmente disgustado por aquella muerte—. Los norteamericanos no nos han maltratado. Si hay que matar, me niego a seguir adelante. Continúan siendo nuestros aliados, ¿no?
—Un accidente —repitió Paul Jouan en tono sombrío.
No di la razón ni al uno ni al otro, reprochándome el haber concedido el permiso a Paul Jouan. Se requiere un entrenamiento adecuado y un control perfecto para realizar aquella clase de presa sin provocar un desenlace fatal. Paul Jouan había querido hacer las cosas demasiado bien, sencillamente. Pero, lo mismo que a Orly, la muerte inútil de un soldado norteamericano me había afectado profundamente.
—Bueno, es un hecho lamentable, pero ya no tiene arreglo —dije—. Y los minutos pasan. Vamos…
Me siguieron sin el menor entusiasmo. Aquella muerte acababa de romper algo, de desunir a un equipo, y, cuando lo más difícil parecía resuelto, tuve la certeza de que íbamos a tropezar con serios problemas. Rechacé aquella idea pesimista, reservándome por entero para la acción.
En el sentido de la longitud, el helicóptero se encontraba casi en el centro del campo. Para lo que yo quería hacer, aquella posición me convenía.
El Huey es un pequeño helicóptero de una hélice que no me parecía más difícil de pilotar que los Cessna, cuyo funcionamiento conocía bastante bien. Le dije a Paul Jouan que subiera atrás, mientras Orly ocupaba el asiento del piloto, examiné rápidamente los instrumentos de a bordo, y le indiqué a Orly lo que tenía que hacer para poner el motor en marcha, precisando que debía accionar el demarré, en el preciso instante en que resonaba el primer disparo.
Descendí del aparato, me eché la carabina automática al hombro, con la segunda pegada a mi pierna para evitar la pérdida de tiempo que significaría el reemplazar un cargador.
Cinco anillas de porcelana a mi izquierda, cinco a mi derecha, y, a uno y otro lado, la última a casi cien metros de distancia. No desperdicié una sola bala. El falso techo se abrió en toda su anchura, bostezando ampliamente. Tuve tiempo de saltar al interior del Huey, mientras caía sobre nosotros una lluvia de hojas y de ramas colocadas encima de la red para completar el camuflaje.
En el campo se produjo una inusitada excitación. Los soldados, despertados bruscamente, salían de las tiendas en ropas menores, tratando de comprender lo que ocurría.
Despegué, deslizándome a la izquierda para ganar rápidamente velocidad, y me elevé casi normalmente. Los primeros disparos de fusil nos saludaron mientras pasábamos fácilmente a través de la abertura practicada en la red. Me elevé un poco más. El aparato me pareció muy pesado, pero atribuí la falta de manejabilidad a mi mal pilotaje.
Súbitamente, se oyó un crujido. El Huey perdió velocidad y cayó como una piedra.
CAPÍTULO XII
La piel de sus párpados, demasiado fina, no pudo resistir la violencia de un rayo de sol. Se tiñó de púrpura por dentro y, en su sueño, Cavassa vio danzar un montón de puntitos de oro.
Aquello le despertó. Consultó su reloj de pulsera y comprobó que las saetas señalaban las ocho de la mañana.
Se levantó, se duchó, se vistió rápidamente y se hizo subir un café muy fuerte, sin azúcar. A continuación salió a la calle y paró un rickshaw.
Aquel medio de locomoción no era del agrado de Cavassa, el cual encontraba injusto que un hombre se viera obligado a tirar de sus doscientas diez libras para ganarse el pan; pero los taxis escasean en Saigón. Poco después de las nueve llegó a la oficina de Douglas Lionel. El sargento S. Walter, que llenaba las funciones de primer secretario, se puso en pie inmediatamente.
—El coronel ha salido, Sir, pero le ha dejado un mensaje —explicó, tendiendo a Cavassa un sobre cerrado.
Contenía una ficha y unas líneas de D. Lionel:
«Esta es la ficha de identidad de Grove — Mensaje recibido de Langley a las 6,30 h — Grove-Baker está en manos del profesor Revel desde las 7,30 h — Langley promete hacer lo imposible para encontrar documentos fotográficos de Percy Baker que ayudarán mucho al profesor Revel. Absolutamente nada en los papeles encontrados en la clínica de Kin-Kaik. Declaración de Miss Iversen comprobada. Voy a dormir un par de horas. ¡Buena caza!»
D. LIONEL
La ficha reveló a Giulio Cavassa que Grove se llamaba en realidad Percy Baker, nacido en Cleveland, en el Middle-West. Había hecho el servicio militar en un portaaviones y tomado parte en la campaña del Vietnam. Desmovilizado en 1964. Desaparecido a raíz de una estancia en Ankara, en mayo del 66.
—Miss Iversen ha insistido en hablar con usted, Sir —dijo el sargento Walter—. Con usted, o con el coronel Lionel.
—¿Dónde está?
—No sabíamos qué hacer con ella. La hemos enviado al Quercy, Sir. Vigilada, naturalmente. La esposa del cabo Sum-Tien se ocupa de ella.
—Vaya a buscarla.
Entró en el despacho del coronel Lionel, se sentó ante el escritorio y pidió el expediente de Miss Iversen. Había releído su declaración cuando el sargento la hizo entrar. Cavassa apenas había visto a Mona Iversen. Llevaba un vestido blanco, muy sencillo; los cabellos peinados hacia atrás y sujetos con una cinta verde. Para ella, las últimas veinticuatro horas no habían sido fáciles. Sin embargo, y a pesar de no ir maquillada, su rostro tenía un asombroso frescor. Una hermosa muchacha, tipo deportivo, que no desagradó a Cavassa. Al sentarse, mostró sus rodillas ni más ni menos de lo necesario.
Cavassa sonrió:
—¿Quería usted verme?
—A propósito de mi declaración. Olvidé un detalle que puede ser importante.
—El menor detalle puede ser importante para nosotros —confirmó Cavassa.
—Dije que había conocido al doctor Kin-Kaik durante su estancia en el hospital de Copenhague, donde formaba parte de la plantilla del servicio de psiquiatría.
—Sí. Sabía usted que tenía su clínica en Saigón.
—Vine a Phnom Penh para casarme con el doctor Lahon, el cual dirige una servicio del hospital francés, y…
—¡La boda se frustró! —la interrumpió Giulio Cavassa, sonriendo—. ¿Por él, o por usted?
—Era demasiado celoso —respondió Mona Iversen, ruborizándose.
—Y usted se trasladó a Saigón, para pedirle trabajo al doctor Kin-Kaik.
—Sólo le conocía a él.
—Y él le habló de los soldados norteamericanos que atendía en el último piso de su clínica. Y…
—Pero olvidé decirles que había vuelto a ver al doctor Kin-Kaik en Phnom Penh.
Cavassa enarcó las cejas.
—Sí, olvidó usted ese detalle —confirmó, en tono más seco, inclinando los ojos sobre el expediente.
—Yo estaba con Robert…
—¿Robert?
—El doctor Lahon. Reconocí al doctor Kin-Kaik. Se encontraba a la altura de un restaurante chino, el An Lac Vinh, y hablaba con M. Lö-Song.
Pareció haberlo dicho todo. Giulio Cavassa la miró con aire interrogador.
—Como usted ya sabe, Cambodia es neutral, resueltamente neutral —continuó la joven—. Es un hecho corriente ver alojados en el mismo hotel a un oficial norteamericano y a un cuadro político del Vietcong. M. Lö-Song es un agente de Hanoi.
—¿Encuentra usted en Asia a un conocido de Copenhague y no habla con él?
—No.
—¿Por qué?
Miss Iversen enrojeció ligeramente.
—¡Oh! —exclamó Cavassa, cuyo rostro se iluminó—. ¿Los celos de Robert?
Ella se limitó a inclinar la cabeza.
—El doctor y M. Lö-Song parecían muy amigos —subrayó la joven—. Y como usted busca al doctor Kin-Kaik…
—Es posible que esa información nos sea muy útil, Miss Iversen. En lo que a usted respecta, no la retendremos mucho tiempo en el Quercy. ¿Qué piensa hacer después? ¿Regresar a Dinamarca?
—Me sentiría en ridículo, después de haberme despedido de todo el mundo. No, espero encontrar trabajo en Saigón.
—El coronel Lionel podrá ayudarla —dijo Cavassa—. Le hablaré de usted. A propósito, ¿sabe dónde podríamos encontrar a ese Lö-Song?
—Es un conocido agente de seguros. Tiene una oficina en la calle Vithei Chan Nak, creo. Cualquiera le dará razón.
Despidió a la joven, dándole las gracias, conectó el interfono y formuló la pregunta al sargento Walter. La respuesta le llegó rápidamente:
—Fichado como agente del Vietcong, Sir. Calle Vithei Chan Nak, de Phnom Penh.
Aquella confirmación decidió a Cavassa. Pensó que tenía tiempo de tomar un avión de la Royal Air Cambodge Thai Airways. Se disponía a llamar al sargento Walter, cuando Douglas Lionel entró en su oficina. Tres horas de sueño no le habían despejado del todo, y mostraba unas profundas ojeras.
—Espero que no le molestará mi presencia —dijo, en tono irónico.
—Al contrario, llega usted muy a punto —replicó Cavassa—. Le cedo su escritorio. Precisamente me disponía a marcharme…
—Espere un poco —protestó el O. S.—. Tengo que hablar con usted, y…
—¿Alguna novedad? —le interrumpió Cavassa.
—No, pero…
—Tengo que tomar un avión. Miss Iversen se lo explicará… A propósito, le he prometido que usted la ayudaría a encontrar un empleo. Tal vez en el hospital norteamericano… ¡Hasta pronto!
Dejó a Douglas Lionel gruñendo, se dirigió directamente a su hotel y llenó una maleta con lo estrictamente necesario.
A primera hora de la tarde aterrizaba en el aeropuerto de Phnom Penh. Después de la agitación de Saigón, era la calma y el reposo. Se hizo conducir al «Rajá».
El ruidoso entusiasmo de un grupo de alemanes que regresaba de una visita a los famosos templos de Angkor no turbaba lo más mínimo la perezosa beatitud del empleado a cargo de la recepción. Cavassa tuvo que esperar. Cuando le pasaron el registro de los viajeros, por costumbre, repasó la lista de nombres. El de Glenne-París le saltó literalmente a los ojos. Una extraña coincidencia…
—¿Se encuentra aquí el señor Alex Glenne? —inquirió.
—El señor Glenne continúa ocupando su habitación, pero hace dos días que no le hemos visto —explicó el empleado, en tono neutro.
Un poco perplejo, Cavassa subió a su habitación. Tomó una ducha, se cambió de ropa, se informó sobre la dirección exacta de Lö-Song y se dirigió hacia allí.
Un contratiempo le aguardaba en una oficina vulgar, sobrecargada de ficheros; una mecanógrafa muy joven, cambodiana, le confirmó lo que ya le había dicho el tendero de enfrente: M. Lö-Song estaba ausente desde hacía dos días, y la secretaria juró que ignoraba cuándo regresaría.
Cavassa pensó en visitar a Edward Buttler, el contacto de la C. I. A. en Phnom Penh. Lo dejó para más tarde, regresó al hotel y se dirigió al portero, al cual permitió ver el color de un billete de diez dólares. El empleado casi lloró al no poder contestarle.
—¡Realmente fastidioso! —exclamó Cavassa—. No puedo quedarme mucho tiempo en Phnom Penh, y confiaba en encontrar al señor Glenne. Veamos, quizás uno de sus conocidos podría informarme. ¿Con quién le vio usted?
—Unicamente con el señor Jouan.
—¿Quién es el señor Jouan?
—Un francés, también, que vive en Phnom Penh. Un…, una especie de músico ambulante.
Cavassa se preguntó qué podía estar haciendo Glenne en compañía de un músico ambulante.
—Veré al señor Jouan —dijo—. ¿Dónde puedo encontrarle?
—Temo que no podrá verle —respondió el otro—. El señor Jouan y el señor Glenne se marcharon juntos en un jeep. Me pareció que el señor Jouan hacía de guía. Tal vez para una partida de caza. Si es así, podría usted informarse en la Dirección General de Aguas y Bosques. Para cazar, se necesita un permiso.
—Sí —asintió Cavassa.
La caza a la cual se entregaba habitualmente Glenne no exigía ningún permiso. Eso no lo dijo. Preguntó:
—Aparte de ese señor Jouan, ¿nadie más?
—No, señor, excepto…
—¿Sí?
El portero sonrió intencionadamente.
—Mlle. Sao, una camarera del Bar de las Flores. No creo que el señor Glenne le hiciera confidencias.
—Desde luego que no —respondió Cavassa, sonriendo.
Opinaba todo lo contrario. Al Glenne, el sentimental, no era aficionado a la compañía de las cabareteras. Tenía que existir una explicación a aquel contacto con una de ellas…
Cavassa se dijo que valía la pena seguir aquel hilo. No le costó demasiado localizar el Bar de las Flores.
El establecimiento, a aquella hora, estaba casi vacío. Siete muchachas se aburrían, y una octava trataba de distraer a un V. I. P.
Apenas instalado en la barra, Cavassa notó contra la suya el contacto de una pierna.
—¡Dos! —le dijo Cavassa al barman.
La muchacha le agradeció su generosa comprensión y se acercó un poco más.
—¿Quién es Sao, monada? —preguntó Cavassa.
La mirada de la muchacha se oscureció.
—Eres nuevo en la ciudad. ¿Por qué preguntas por Sao?
—Porque…
—¡No es tan guapa como yo!
—Es aquella pequeña que está allí, al fondo de la sala —intervino el barman, haciendo caso omiso de la mirada mortal que le dirigió la muchacha.
Cavassa le dio las gracias, vació su vaso, dijo «¡Chao!» y se dirigió hacia el fondo de la sala. Encontró a Sao formidable, delicada, con unos grandes ojos asustados y llenos de tristeza. Se sentó a su lado. A costa de un gran esfuerzo, Sao consiguió esbozar una sonrisa profesional.
—¿Qué es lo que puede beberse para ser bien visto en la casa? —preguntó Cavassa.
Sin esperar la respuesta, encargó una botella de champaña.
—A tu salud, muñeca —brindó, una vez se hubo alejado el camarero, mojando sus labios en la copa—. En realidad, lo único que deseo es encontrar a mi amigo Glenne. Un francés que estuvo contigo hace dos días.
La joven posó en sus ojos unos ojos inmensos.
—¿A qué se dedica usted?
—Glenne y yo nos dedicamos a lo mismo —respondió Cavassa.
Sao inclinó la nariz sobre su copa y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Estoy maldita! ¡Maldita desde que conocí a Erwin Lester!
—¿Quién es Erwin Lester?
—¡Quién era! Le han matado. Un desertor…, un desertor norteamericano. Me lo dijo todo, y no debí contárselo a Gerard. No volveré a ver a Gerard, y usted no volverá a ver al señor Glenne. Nadie regresará…
Cavassa la dejó beber y preguntó suavemente:
—¿Quién es Gerard?
—Mi amigo. Un francés. Vivía con él desde hace dos años.
—¿Es también amigo de Glenne?
—Sí.
Cavassa tradujo: ese Gerard es el representante del C. D. E. C. E. en Phnom Penh.
—Yo les traeré aquí —prometió—. Dígame adonde se marcharon.
—Su amigo también prometió traerme a Gerard.
—Yo lo conseguiré —afirmó Giulio Cavassa.
Sao le miró mejor. Nunca había visto a nadie con tal aspecto de fortaleza. Una montaña de músculos, un rostro abierto y un no sé qué en la mirada que inspiraba confianza. Por primera vez, Sao sonrió sinceramente.
Antes de que la botella estuviera vacía Cavassa conocía toda la historia. Asaltado por una súbita inquietud, se despidió de Sao, pagó la cuenta, salió del Bar de las Flores y, esta vez, se dirigió a casa de su contacto, Edward Buttler.
Edward Buttler regentaba una tienda dedicada a la venta y reparación de aparatos de radio. Muy práctico. Al igual que a Gerard Orly, la indolencia de Phnom Penh había terminado por embotar su espíritu combativo. La aparatosa intrusión del coronel Cavassa en su existencia le asustó, aunque supo disimularlo.
Giulio Cavassa estableció contacto con Saigón y con Douglas Lionel por radio teléfono, explicándose brevemente. El O. S. actuó con rapidez y siete minutos más tarde, Cavassa estaba en contacto con el IV Bureau de Langley, U. S. A. Por espacio de unos segundos, el general Kitner se preguntó si Cavassa, como de costumbre, había estado bebiendo más de la cuenta.
En sus momentos de excitación, Giulio Cavassa olvidaba por completo el respeto jerárquico, para recordar solamente la amistad que le unía al general Kitner.
—¡No sea estúpido, Kitner! —exclamó—. Parece una locura, desde luego, pero no podemos estar en antecedentes de todo. ¿Quién le dice que el golpe no ha sido montado por el D. I. A.[4]? En Arlington no saben lo que se pescan. Tenemos que averiguar por qué nos han fabricado unos robots. Seguro que Pekín anda detrás de todo esto.
—Voy directamente a la Casa Blanca —dijo Kitner—. ¿Cuál es su clave?
Cavassa citó la frecuencia de la emisora de Edward Buttler.
—Le llamaré a última hora de la tarde —prometió el general Kitner.
Edward Buttler opinó que se imponía un trago de Old Crow. Giulio Cavassa no había rechazado nunca un vaso de whisky ni de cualquier otra cosa, mientras fuera alcohol. Vació la botella a un ritmo que despertó la admiración de Edward Buttler, pidió unos mapas de estado mayor y se dedicó a estudiarlos cuidadosamente.
A las ocho y tres minutos exactamente, Langley estableció contacto.
—Cavassa C. 30 a la escucha —confirmó Giulio—. ¿Qué hay de nuevo?
—Negativo —fue la respuesta lacónica, definitiva y concreta del general Kitner.
—¡Diablo! —exclamó Giulio—. Entonces, voy inmediatamente a ver eso un poco más de cerca.
—Coronel Cavassa, vamos a…
—No —cortó Giulio—. Voy a ir allí. Si dentro de cuarenta y ocho horas no tiene usted noticias, actúe.
El general Kitner sabía que todo el respeto debido a su graduación no haría cambiar de opinión a Cavassa.
—El jueves por la mañana desencadenaré una operación militar —dijo—. Norteamericanos o no, robots o no, tenemos que hacer entrar en razón a esa gente. Si fracasa usted, o si su diplomacia no tiene éxito, emplearemos la fuerza. ¡Buena suerte, coronel!
Giulio Cavassa se puso en pie, cogió la silla en la cual había estado sentado, le dio media vuelta y se instaló a horcajadas.
—Amigo mío —dijo—, es preciso que me encuentre usted inmediatamente un vehículo capaz de rodar por la jungla.
—¿Ahora mismo?
—Desde luego.
—No pensará viajar de noche —protestó Edward Buttler—. Los faros señalarían su presencia a muchos kilómetros de distancia. Sería correr a una muerte segura.
—Es lo que pienso hacer, precisamente —respondió tranquilamente Cavassa.
Lo que no dijo fue que pensaba sobre todo en Glenne, en su amigo Glenne, y que estaba terriblemente preocupado. En casos semejantes, los segundos adquieren un gran valor.
Edward Buttler palideció, asustado de su propia decisión.
—Entonces, puede utilizar mi «Land Rover» —dijo—. Yo iré con usted. Es mi obligación, ¿no? Y necesita usted un guía.
CAPÍTULO XIII
El sol me apuñaló los ojos. Recobré el sentido bruscamente, traté de incorporarme. Unas manos nerviosas me sujetaron contra el suelo, y un antebrazo me tapó la boca. Apoyé fuertemente los omóplatos sobre la tierra herbosa y me dispuse a escapar de aquella presión con un golpe de riñones. Al mismo tiempo, separé los brazos, con los pulgares rígidos, dispuesto a hundirlos con fuerza en la base de los pulmones de mi adversario. En aquel instante reconocí el rostro mefistofélico de Paul Jouan y leí en sus ojos una llamada desesperada al silencio.
Me relajé y tendí el oído. Alguien andaba cerca de nosotros, tan cerca, que por un instante pensé que iban a echársenos encima. Transcurrieron unos minutos. Paul Jouan se incorporó ligeramente y un largo suspiro brotó de sus labios.
—Se han marchado —dijo—. A menos de quince metros de nosotros y escoges ese preciso instante para despertar. Me has hecho sudar tinta, amigo mío.
Se echó a reír silenciosamente. Me erguí sobre un codo, miré a mi alrededor: estábamos en una pequeña franja de maíz, sembrada en el flanco de una colina. Más abajo se extendían unos vastos arrozales. Lo más sorprendente era el sol, casi en su cénit.
—¿Qué ha pasado?
—¡Un desastre! El helicóptero cayó en pleno bosque, incendiándose inmediatamente. Yo caí de rama en rama, lo mismo que tú. Salimos despedidos del aparato.
—¿Y Orly?
Paul Jouan volvió la mirada.
—Ardió con el Huey. No pude hacer nada, y tú estabas inconsciente.
No supe qué decir, hurgué en mis bolsillos, saqué mi paquete de Gauloises, encendí uno y fumé en silencio.
—No había perdido el conocimiento. Le oí aullar. Fue algo horrible.
—Ha sido culpa mía —murmuré.
Sacudió la cabeza enérgicamente y explicó:
—Una de las ramas de camuflaje chocó contra la hélice al caer; una vez en el aire, se desprendió una de las palas. Fue un accidente, no un error de pilotaje.
Lo prefería así.
—Y el pobre Orly nos salvó —continuó Paul Jouan—. Los otros oyeron también los gritos. Un incendio terrible. No había modo de acercarse al aparato. Creyeron que ardíamos los tres. Te he traído hasta aquí.
Miré de nuevo la posición del sol:
—¿Qué hora es?
—Algo más de las doce de la mañana.
—¿Has cargado conmigo todo este tiempo?
—No. ¿No te acuerdas de nada? Te despertaste. Anduviste un poco. Incluso hablamos; pero volviste a perder el sentido.
Yo no conservaba ningún recuerdo. ¿Dónde estábamos? Paul Jouan debió de haber trazado un amplio semicírculo, pero avanzábamos en dirección a la frontera. Desviándonos hacia la derecha, teníamos que volver a encontrar la carretera de Phnom Penh.
Paul Jouan se secó la frente, empapada en sudor.
—Esa ha sido la tercera patrulla que veo —continuó—. La última ha estado a punto de dar con nosotros. Habrán comprobado que entre los restos del helicóptero había un solo cadáver carbonizado. ¿Cómo te encuentras?
Yo no me había formulado aún la pregunta. Mi cigarrillo tenía mal sabor, síntoma infalible de fiebre. Moví brazos y piernas, pies y manos, y me puse en pie.
—No del todo mal. Me duele la cabeza.
—Te has dado un golpe morrocotudo —dijo Paul Jouan.
Me toqué la nuca, noté unos cuajarones de sangre coagulada. Retiré la mano. Estaba roja.
—No toques la herida —dijo Paul Jouan—. Te volverá a sangrar. Te había hecho una especie de vendaje con unas hojas húmedas. Se ha caído. Voy a colocarte otro.
En resumen, me había salvado, probablemente, la vida.
—Gracias, Paul. Eso te redime.
Su mirada se veló.
—¿Piensas en el individuo que maté?
—No de un modo especial.
Mentía. Di algunos pasos para desentumecer las piernas. La cabeza me pesaba horrores, pero podía andar. Se lo dije a Paul.
—¿Vamos, pues?
—¡En marcha!
Al hacerse de noche, no habíamos encontrado ninguna patrulla; pero estábamos completamente perdidos.
—Nos hemos extraviado —admitió Paul Jouan—. Y estoy molido. ¿Hacemos un alto?
Me pareció una buena idea, y mucho más por cuanto el andar se me hacía muy penoso. La cabeza continuaba doliéndome, y se me había nublado la vista varias veces.
—¿Sabes lo que tienes? ¡Hambre, sencillamente! —opinó Paul Jouan—. Y yo también, desde luego.
Era posible que estuviera en lo cierto. Pero no cabía pensar en comer. Fumar engaña el hambre. No me quedaban más que dos cigarrillos. Los guardé. A falta de nada mejor, cada uno de nosotros cavó su agujero en una plantación de juncos.
Me desperté al amanecer, helado. Paul Jouan oyó que me movía y abrió los ojos. Me dijo que había dormido como un lirón; pero también él tiritaba.
El mejor medio de que disponíamos para calentarnos era andar. Di la señal de partida y, para estimularme, me ofrecí mi penúltimo cigarrillo. Salió el sol, y no tardó en adquirir la fuerza suficiente para absorber toda aquella humedad que convertía a nuestros vestidos en esponjas empapadas de agua. Pronto humearon, y al secarse esparcieron un hedor infecto. Por el aspecto de Paul Jouan, imaginé el mío. Varias veces tuvimos que dar un rodeo para evitar los matorrales todavía húmedos de rocío de entre los cuales hubiésemos salido mojados como una sopa. Mi cabeza funcionaba mucho mejor. Quiero decir que no me dolía tanto, aunque las heridas corrían el peligro de infectarse. Y entonces…
Una empinada pendiente me dio la medida de mi fatiga. Mis piernas se negaban a obedecerme. Detrás de mí, Paul Jouan no parecía encontrarse en mejores condiciones. Al llegar a la cima, me detuve a descansar. Paul Jouan se sentó a mi lado, pasándose la lengua por los resecos labios.
—Y esto no es nada —gruñó—. Imagínate lo que va a pasar cuando Mohamed se decida a pegar fuerte…
Contempló el paisaje, y súbitamente sus ojos se iluminaron.
—¡Eh! ¿No recuerdas eso? Estoy seguro de que lo dejamos a nuestra derecha al venir, inmediatamente después de haber cruzado el arrozal. ¿No te acuerdas?
Hurgué en vano en mis recuerdos. Paul Jouan parecía convencido.
—Sí —insistió—. ¿Ves esa choza derruida? Me fijé en ella a causa del macizo de buganvillas. Incluso me dije que en otros tiempos algunas personas vivían felices ahí. Mira, más lejos la hierba es más alta. Tiene que haber agua cerca. Estoy seguro de que estamos llegando al lugar en donde los viets nos pescaron. El jeep no puede encontrarse a más de quinientos metros de distancia.
Pensándolo bien me pareció haber visto anteriormente aquella plantación de té en completo descuido desde hacía mucho tiempo; pero aquéllos no eran los únicos cultivos abandonados y yo no hubiera podido jurarlo.
—¡Te digo que es aquí! —insistió Paul Jouan, en tono convencido.
El descenso fue más fácil. Una vez abajo, tuve que reconocer que mi compañero tenía razón. Encontré incluso una colilla de Gauloise en el sendero que habíamos trazado al venir, pisando las altas hierbas.
—Espero que ese cerdo no nos habrá engañado y que el jeep continuará estando aquí —deseó fervientemente Paul Jouan.
Uní mis votos a los suyos. Ahora que estaba seco, a Paul Jouan le fastidiaba chapotear en el arrozal. Pero, a pesar de su fatiga, propuso:
—Andemos otro kilómetro en línea recta. Luego nos desviaremos a la izquierda. Eso nos ahorrará cruzar el ray. Iremos a parar al comienzo de la carretera de Phnom Penh.
Me mostré de acuerdo. Resultaba sumamente penoso andar por el agua fangosa, tirando de las botas que se clavaban en el suelo. Pero, a veces, la línea recta no es la más corta y aquel rodeo podía hacemos ganar tiempo.
La idea era buena. Un cuarto de hora más tarde reconocí la línea oscura de aquella inmensa plantación de bambúes que teníamos a nuestra izquierda al venir y la línea oscura del bosque que la seguía. Desviándonos todavía más a la izquierda, debíamos desembocar en aquella especie de fangal donde yo había estacionado el jeep. Para celebrarlo, me ofrecí mi último Gauloise.
Me detuve a encender el cigarrillo y cuando me disponía a reemprender la marcha, Paul Jouan me cogió fuertemente por el brazo.
—¿No oyes nada? Escucha…
No se equivocaba. El viento nos daba de cara y traía la voz hasta nosotros. Alguien hablaba. Se oían risas. «Los viets, seguramente», pensé.
—Esos bouzous no se han marchado —dijo Paul Jouan—. Las voces proceden del pequeño claro al cual nos condujeron. ¿Qué hacemos?
Una pregunta difícil de contestar. Nos habían dejado marchar la primera vez, prometiendo asegurarnos un regreso tranquilo. No comprendía demasiado bien el juego de Lö-Song, y no las tenía todas conmigo.
—Opino que deberíamos acercarnos sin llamar la atención —dijo Paul Jouan—. Tendríamos que echar una ojeada. ¿Dónde está el salvoconducto de que nos habló Lö-Song? Y suponiendo que diera realmente la consigna, ¿quién nos dice que esos bouzous van a respetarla? Yo no tengo la menor confianza.
Aquello era hablar en plata. Se lo dije, concretando:
—Hay un medio de comprobarlo. Si Lö-Song juega limpio, el jeep estará debajo del árbol. Si no se encuentra allí…
—¡Sí! —aprobó Paul Jouan—. Sólo que esta vez tenemos con qué contestar, y el efecto sorpresa jugará en favor nuestro.
Y al decir esto dio unas palmadas a la culata de su arma.
—Es preferible evitar el jaleo —dije—. Claro que si no hay más remedio… Bueno, vamos allá.
Nuestro avance se hizo prudente, guiado por el sonido de las voces, cada vez más claro. En un momento determinado las palabras fueron audibles. Paul Jouan me tocó en el hombro. Le imité, poniendo una rodilla en tierra.
—¿Lo has entendido?
—No. Desconozco su idioma.
—Se disponen a torturar a unos prisioneros. Por eso están tan alegres.
—¿Quiénes son los prisioneros?
—Norteamericanos, creo.
Aquello planteaba un caso de conciencia que quedó rápidamente resuelto. No me interesaba tomar partido en la guerra del Vietnam, pero en Asia la solidaridad entre blancos es obligada. Además, no íbamos a vérnoslas con un cuerpo regular del Vietnam del Norte, sino con unos partisanos, más bandidos que partisanos, como me había hecho observar ya mi compañero. Finalmente, las costumbres de los salvajes siempre me han repugnado.
Me lancé hacia delante, con Paul Jouan pisándome los talones. A pesar de todo, crucé el bosque con prudencia y me arrastré sobre los codos para alcanzar los árboles que rodeaban el claro.
Una ojeada me bastó. Un individuo se balanceaba, colgado de un árbol. Otro, con las manos atadas a la espalda y una cuerda al cuello, esperaba su turno. El primero era demasiado pesado para el verdugo, que trataba inútilmente de izarle y sólo conseguía estrangularle lentamente. Aquello era lo que hacía reír a sus siete compañeros.
Como por arte de magia, la culata de mi carabina fue a alojarse en el hueco de mi hombro derecho. Cuando Paul Jouan apuntó, ya no había blanco para él.
Grité:
—¡Quédate ahí y cúbreme! ¡Vigila los árboles!
Y eché a correr. El condenado estaba haciendo algo extraordinario: corría hacia el colgado arrastrando su propia cuerda. El cuerpo se balanceaba a un metro de distancia del suelo, aproximadamente. El hombre alivió el cuerpo introduciendo su cabeza entre las piernas del colgado.
Gritó:
—¡Corta la cuerda, Glenne! ¡Corta la cuerda!
Disparé dos veces.
Giulio Cavassa rodó por el suelo al mismo tiempo que el colgado. Con sus manos atadas, no podía hacer nada. Jadeante por mi rápida carrera, me apresuré a desatar el nudo, apoyé la mano en el pecho del caído, a la altura del corazón. Por la posición de la cabeza, conocía ya la respuesta.
—No hay remedio… Tiene las vértebras rotas.
—¡El pobre! —murmuró Giulio Cavassa, poniéndose en pie.
Me volvió la espalda para presentarme sus muñecas, sin mostrar el menor asombro por mi presencia.
—Precisamente, mientras ese cerdo tiraba de la cuerda, yo pensaba en ti —dijo.
Por mi parte, Giulio Cavassa era la última persona que hubiera esperado encontrar. Se lo dije en unos términos que no le turbaron lo más mínimo.
—Con esa rapidez de tiro, sólo podías ser tú —replicó tranquilamente—. Además, esperaba encontrarte por aquí.
Una vez liberado, empezó por frotarse las muñecas, sonrió y preguntó:
—¿Estás solo?
—Tengo un compañero que nos cubre.
—Creo que los has liquidado a todos —dijo.
Se inclinó y recogió una carabina.
—Un arma norteamericana —gruñó, reconociendo una M. 14.
A continuación se dedicó a registrar al viet, lo cual me extrañó.
—Recupero —explicó lacónicamente.
En efecto, los viets se habían apoderado de su reloj de pulsera, su cartera y diversos efectos personales, lo mismo suyos que de su compañero. Cuando recuperó su Colt, dio visibles muestras de placer.
—Bonita arma —dije—. ¿Me permites?
Me la entregó. Vi que estaba cargada. Apunté el cañón al vientre de Giulio, diciendo:
—¿Quieres soltar tu carabina?
Me miró con ojos desorbitados por el asombro.
—¿Te has vuelto loco? —protestó en tono vehemente—. ¿Qué te pasa ahora, majadero?
No era un trato demasiado amable a una persona que acababa de salvarle la vida. Repliqué, irónico:
—Hace demasiado tiempo que nos conocemos, amigo mío. El coronel Cavassa sólo atiende a su misión. Y si su misión es la de impedir que el mundo se entere del sucio golpe que prepara un comando norteamericano, no hará ninguna excepción, ni siquiera con su amigo Glenne. En consecuencia, prefiero que estés desarmado.
Sin perderle de vista, llamé a Paul Jouan. Este llegó corriendo, sin saber si debía contemplar el paisaje o apuntar su arma sobre Giulio.
—Entonces, ¿habéis estado allí? —preguntó Cavassa tranquilamente.
—Sí. Y hemos conseguido salir. ¿Te extraña?
—¿Qué puede extrañarme de ti? —inquirió Giulio—. Y, sin embargo, eres un indeseable.
—No es que quiera intervenir en su discusión —dijo Paul Jouan—, pero ¿no sería mejor que nos largáramos sin perder momento?
Cavassa le dirigió una rápida mirada:
—¿Qué le pasa a este espárrago?
—El espárrago le envía a usted a freír ídems —replicó valientemente Paul Jouan, claro que empuñando un arma.
Intervine:
—No le ataques, Giulio. Es mi compañero.
—Y yo, ¿qué es lo que soy?
—En este momento, no lo sé…
Aulló:
—¿Apuestas algo a que, a pesar de tu escopeta, te parto la boca por esa respuesta?
—Acabas de reconocer que estás al corriente de la existencia de ese campo.
—Si acabáis de hacerlo vosotros, me ahorraré el trabajo de comprobar su existencia. Por lo demás, puedo asegurarte que, en este caso, no somos adversarios.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
—Ese campo no está aprobado por la Casa Blanca. Ni depende de ninguno de nuestros C. G. Y mucho menos de la C. I. A., o de los estrategas de Arlington. En una palabra, esos hombres no pertenecen al ejército norteamericano.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
Giulio miró a Paul Jouan, y luego hacia las profundidades del bosque.
—Tu compañero tiene razón. Es preferible que vayamos a hablar un poco más lejos.
—De acuerdo.
A falta de cosa mejor, utilicé mi cinturón como pistolera para la automática. Con el fusil o con la carabina me defiendo, pero siempre he sentido una debilidad especial por la pistola. Cavassa se inclinó y recogió, sin oposición por mi parte, la carabina que había soltado unos momentos antes.
Los ojos de Paul Jouan parpadearon de Cavassa a mí y de mí a Cavassa.
—Creo que los dos son del mismo calibre —murmuró.
CAPÍTULO XIV
Giulio me lo había contado todo y yo le había pagado en la misma moneda. En la parte posterior del «Land Rover» el cadáver de Edward Buttler saltaba al ritmo de los vaivenes de aquel pésimo camino. Lo habíamos instalado lo mejor posible. ¡Lo que son las cosas! Si no nos hubiésemos detenido con Paul Jouan en lo alto de aquella pendiente, hubiéramos llegado a tiempo. A pesar de que los viets no se aventuran tan profundamente en territorio camboyano, Paul Jouan continuaba vigilando atentamente el paisaje.
—Lö-Song… Lö-Song… —repitió Giulio, que conducía—. ¿Dices que mandaba el grupo de partisanos, y que los bandidos os dejaron ir?
—Sí.
—Me pregunto por qué…
Yo tenía mi idea al respecto.
—La cosa parece muy clara —dije—. Una vez dado el golpe, necesitaban testigos. Orly, Jouan y yo, éramos unos testigos perfectos. Ya me veo contando mis aventuras, delante de una Comisión especial de la O. N. U., confirmando la existencia y el objetivo de ese comando norteamericano. Lo bueno del caso es que habría sido sincero. Por otra parte, puedes estar seguro de que han pensado en provocar otros testimonios.
—Tienes razón —asintió Giulio—. Ese Lö-Song es un agente doble que en realidad trabaja para Pekín. Apostaría cualquier cosa que Hanoi no está enterado de ese golpe. China es la única que tiene interés en que la guerra del Vietnam se prolongue. Nos desgasta, y todo lo que nos desgasta entusiasma a Pekín. El Presidente, en vísperas de las elecciones, desearía poner la paz del Vietnam en la cesta de los electores. Confidencialmente, se busca un terreno de entendimiento. Pekín no quiere esa paz a ningún precio.
Cerró un ojo, volvió a abrirlo:
—¿Vamos a darle los buenos días a ese Lö-Song, nada más llegar?
—De acuerdo.
—Para mí, esa historia del comando está prácticamente resuelta. Me preocupan las misiones eventuales que podrían haber sido confiadas a otros robots. Yo les doy ese nombre. ¿Cómo llamarles? Para mí, Lö-Song es uno de los elementos principales de la maniobra. Tengo que arrancarle la verdad. Como no disponemos de tiempo, utilizaremos inmediatamente los modales bruscos. ¿Te parece bien?
Me parecía bien.
—Recemos para que haya regresado a Phnom Penh —concluyó Giulio.
El resto del trayecto discurrió sin ningún incidente notable. Cavassa me contó que Edward Buttler y él se habían dejado atrapar casi del mismo modo que nosotros, evitando el foso, pero no la red. En las afueras de Phnom Penh, Paul Jouan quedó encargado de cubrir el cuerpo de Edward Buttler con una manta y procurar que no se moviera.
A ruego mío, Cavassa me condujo directamente a Phlauv Rukhak, donde se encontraba la embajada de Francia. Mi entrada, acompañado de Paul Jouan, causó sensación. Giulio se dirigió al Consulado de los Estados Unidos.
Duchado, afeitado, cambiado de ropa, descansado, redacté un largo informe para París que el primer secretario se encargó de transmitir. A las cinco de la tarde, en el pequeño salón donde me encontraba con Paul Jouan, me trajeron un lacónico mensaje de Cavassa: «¡O. K.!».
Aquello significaba que Lö-Song estaba en la ciudad. Una hora más tarde, tal como habíamos convenido, encontré a un Cavassa elegante y al parecer en plena forma al volante de un «Chrysler» estacionado en la calle Vithei Ghan Nak, casi delante de la oficina de Lö-Song. Paul Jouan merodeaba cerca de allí.
—Está en su despacho y he conseguido el plano de la casa —me explicó Giulio—. En el catastro me dieron el nombre del arquitecto que construyó el edificio. El apartamento tiene tres habitaciones. La última sirve de archivo. Posee una entrada que da al patio. Durante el día, no está nunca cerrada. La secretaria pasa por allí para ir al lavabo, el cual se encuentra en el patio. La segunda habitación es el despacho privado de Lö-Song. Y, finalmente, la gran sala que ya conoces, sirve para recibir a los clientes. ¿Entendido?
—Sí.
—Lö-Song estará en esta última habitación, o en su despacho —continuó Cavassa—. En el primer caso, le empujaré hacia ti. En el segundo caso, le agarras por el cuello hasta que yo llegue. En ambos casos, hago una señal a tu compañero, el cual entra, cierra los postigos de hierro y se ocupa de la secretaria. No sabemos si la muchacha está complicada en el asunto. Me inclino por la negativa. No creo que nos plantee demasiadas dificultades.
—¿No llamará la atención que bajemos las persianas de hierro?
—No lo creo —respondió Cavassa—. Por lo que he podido averiguar, las horas de trabajo de Lö-Song son muy irregulares. Como puedes suponer, el negocio de seguros sólo le sirve de tapadera. Habrá cerrado un poco antes, sencillamente.
—¡O. K.! ¿Vamos?
—Pon tu reloj en hora. Entra por detrás a las seis menos cinco en punto.
Sincronicé mi reloj con el suyo, salí del «Chrysler» por la portezuela de la izquierda e hice una seña a Paul Jouan, que se encontraba al otro lado de la calzada. A la hora fijada, abrí la puerta que, efectivamente, no estaba cerrada con llave. Crucé una habitación transformada en archivo, pasé al despacho de Lö-Song y desde allí, a través de la puerta de comunicación, vi a nuestro hombre discutiendo con Cavassa, al cual no conocía.
Discusión breve, que terminó con un derechazo de Giulio que envió a mis brazos al pequeño Lö-Song. Acabé de adormecerle, antes de dejar que se deslizara, inerte, sobre la alfombra roja.
En la sala, la secretaria, horrorizada, abrió la boca para aullar.
—¡Cierra el pico, monada! —le aconsejó Giulio.
En aquel momento, entró Paul Jouan. Sin pronunciar una sola palabra empezó a bajar la cortinilla de hierro aislándonos perfectamente de la calle. La operación no había durado un minuto.
—¡Ocúpese de ella! —dijo Cavassa, dirigiéndose a Paul Jouan.
Estábamos tan convencidos de dominar la situación, que el estampido de un arma de pequeño calibre nos sobresaltó a los dos. Más cerca de la puerta, Giulio empezó a retroceder, con los brazos en alto. No sé cómo se me ocurrió pegarme contra la pared, a la izquierda de la puerta. La secretaria avanzó, empuñando un 32. Miraba a Cavassa, y no me vio. Golpeé su muñeca con el filo de la mano. Su arma voló al otro extremo de la habitación.
—¡La muy zorra! —exclamó Giulio, dejando caer su manaza sobre el hombro de la muchacha, la cual se hundió bajo el impacto.
Me precipité fuera de la habitación, empujando a Cavassa. Paul Jouan estaba caído en el suelo, con las manos crispadas sobre su costado izquierdo.
—¡Paul!
Su mirada me dejó helado.
—Después de todo lo que acabamos de pasar, dejarme matar por una mujer… ¡No tengo perdón!
—¿Dónde te ha dado?
No me oía ya. Murmuró:
—¡Adiós, Montparnasse!
—¡Paul!
Una espuma rosácea brotó de entre sus labios y su mirada se vidrió. Me quedé como atontado. Me recuperé lentamente y cerré sus párpados. Un buen muchacho, Paul Jouan, a pesar de sus errores.
Le crucé las manos sobre el pecho y encendí un cigarrillo. La muerte, por doquier, y sobre todo cuando uno no la espera. Me quedé unos instantes fumando, incapaz de alejarme del cadáver de Paul Jouan, trabajado por la idea de los sueños que habían sido los suyos. Nunca los realizaría, pobre Paul…
Orly, Buttler, Jouan… Aquel asunto nos estaba saliendo muy caro.
Finalmente, volví a entrar en el despacho. Mis ojos se encontraron con los de Cavassa.
—Paul ha muerto.
Lö-Song continuaba roncando en su sillón, y Cavassa había atado sólidamente a la muchacha. Su mirada se turbó ligeramente. Durante una fracción de segundo, contempló las puntas de sus zapatos.
—Podía haberse convertido en un hombre de bien. Pero, así es la vida.
Aquélla fue toda la oración fúnebre de Paul Jouan. Giulio descolgó el receptor telefónico, marcó un número de cinco cifras, dio su contraseña y dijo:
—Hay contraorden, Bob. No utilizaré el «Chrysler». Hemos sufrido una baja. Un francés de nuestro bando. Envíeme urgentemente una camioneta de mudanzas y tres cestos. Ustedes se ocuparán del francés.
La respuesta no debió complacerle. Su rostro se contrajo y tronó:
—¡Me importa un bledo lo que pueda opinar la autoridad local! Los que caen son de los nuestros y quiero unos entierros decentes para ellos. Es una orden que no repetiré. Venga por la puerta trasera.
Se calmó, dijo «¡gracias» y colgó bruscamente. Encendí otro cigarrillo con la colilla del que acababa de apurar.
—No tardarán en llegar —dijo Cavassa.
Señaló con el dedo a Lö-Song e inquirió:
—¿Con qué le has golpeado? ¿Con un pisapapeles de bronce? Ese granuja no se despierta… Ayúdame, vamos a prepararle. Así ganaremos tiempo.
Lö-Song se despertó cuando estaba atado como una momia, los labios sellados con esparadrapo. Un poco más tarde llamaron a la puerta y Cavassa abrió a dos individuos vestidos como mozos de cordel. En realidad, se trataba de una mudanza.
—El macaco y la pollita en un cesto cada uno —ordenó Cavassa—. Llevadles directamente al aeropuerto. Entretanto, alguien se quedará aquí para efectuar un registro a fondo: paredes, suelos, techos… Todos los papeles serán transmitidos directamente a la sección de claves. Yo cogeré el «Chrysler» hasta el aeropuerto. Alguien tendrá que volver a traerlo aquí.
Me dio una palmada en el hombro y añadió:
—En marcha, viejo…
Poco después empezaba a olvidar a Paul Jouan. La vida continuaba. Cavassa había puesto la radio, que susurraba una canción de Sinatra. Pasé por mi hotel, hice las maletas, pagué la cuenta y volví a reunirme con Giulio, que me aguardaba al volante del «Chrysler».
—Mis muchachos habrán cargado ya —dijo Cavassa, poniendo el motor en marcha—. Espero que no habrá habido ninguna pega. Es mejor que interroguemos a Lö-Song y a la muchacha en Saigón. Viajaremos a bordo de un aparato privado de la compañía Kerman. Creo que todo irá bien.
Al llegar al aeropuerto, nuestro «Chrysler» se cruzó con la camioneta de mudanzas, que regresaba.
—Todo va bien —confirmó Cavassa.
Sabe Dios dónde podía procurarse todos aquellos documentos oficiales. Un individuo nos sonrió al levantar la barrera. Cavassa detuvo el «Chrysler» delante de una avioneta de turismo de cuatro plazas, una Cessna 175.
Cogí mi maleta.
—¿Todo marcha bien, Harry?
El piloto inclinó la cabeza, sonriendo. Era joven, rubio, y sólo los ojos revelaban una madurez de la cual podía hacer dudar el rostro, de mejillas sonrosadas, que recordaba al bebé de Cadum.
—Glenne, un amigo.
—Encantado…
—Mucho gusto.
—¿Dónde están los paquetes, Harry?
—En el pañol de los equipajes. Tal vez reciban alguna sacudida, pero viajarán normalmente.
—De acuerdo. Puede despegar cuando quiera, Harry.
El piloto inclinó la cabeza, empuñó el micrófono y llamó a la torre de control.
CAPÍTULO XV
La guerra multiplicaba la agitación de la ciudad que, por lo demás, nunca había sido perezosa, como buen puerto de mar, y me encontré sumergido en la vida trepidante de una urbe donde todo el mundo tiene prisa por llegar a ninguna parte.
Cavassa me aconsejó Cholon para pasar el tiempo y llevó su amabilidad hasta el extremo de facilitarme dos o tres direcciones de establecimientos que valía la pena visitar. Preferí ir a curiosear por los muelles, atraído por todo lo que se relaciona con el mar. Al atardecer fui a esperar a Cavassa al bar del Majestic.
Me hizo esperar hasta las ocho. Por su expresión, cuando cruzó la puerta, supe que la cosa había funcionado. Relajado y sonriente, se sentó delante de mí en la mesa que ocupaba desde hacía un buen rato y, al enterarse de que no había bebido nada, encargó dos whiskies al atareado camarero.
—In the pocket! —fueron sus primeras palabras—. El pequeño Lö-Song no ha resultado tan duro como todo eso. Cierto que los muchachos que se han ocupado de él conocen el oficio.
—¿Has localizado a todos los desaparecidos?
—A casi todos. Los que faltan han sido alérgicos al tratamiento. ¡Pobres muchachos! La lista de Lö-Song coincide con la que la muchacha se ha visto obligada a facilitarnos. Estaba en el ajo desde el primer día. Es una convencida. Se ha mostrado mucho más resistente que su patrón. El coronel Lionel cree que podremos «utilizar» a Lö-Song. Es posible que vuelvan a ponerle en circulación.
Apartó el cenicero donde yo había dejado mi cigarrillo: el tabaco negro le hacía toser.
—Voy a llevarte al Guillermo Tell. El chef es un as. Cenaremos como dos personas, y en marcha. Creo que te gustará asistir al final de la operación «Smoke». En el aeródromo nos espera un taxi. Vas a ver algo bueno. Me acompañas, ¿verdad?
—Como quieras.
Sonrió:
—Los peces gordos han fruncido un poco el entrecejo. Yo he subrayado que conocías el sector y que tu identificación era indispensable. Han fingido creerlo, por pura fórmula. El general Shift no es mala persona.
A las 0,14 horas nos introducían en la tienda del general de tres estrellas John Shift. El medio siglo blanqueaba las sienes de aquel hombre cuyo dinamismo igualaba al de un joven aspirante. El y Cavassa se conocían. Giulio me presentó y Shift me tendió cordialmente la mano.
—El coronel Cavassa no ha dejado de subrayar todo lo que le debemos —dijo—. Una historia sumamente engorrosa que pronto va a terminar. En realidad, existen serias infiltraciones vietcongs en ese sector; pero para nosotros serán una especie de grandes maniobras. Llevaremos unidades que necesitan curtirse. De hecho, espero que no habrá necesidad de hacer un solo disparo. ¡Bill! ¡Los mapas!
Los observadores conocían su oficio. No sólo habían permitido al Estado Mayor dibujar unos mapas perfectos, sino que me presentaron unas fotografías aéreas realmente impresionantes. Sabía que los nuevos objetivos permitían obtener unas vistas muy ampliadas, pero no imaginaba unos clisés tan claros. Reconocí la choza derruida que nos había servido para encontrar el camino de regreso, y podían contarse incluso las flores del macizo de buganvillas.
—¿Es eso?
La red de camuflaje era tan visible que podían contarse sus mallas.
—Sí.
—Saldremos dentro de diez minutos. Gracias, Lester.
El teniente recogió su material, convencido de haberme dado una lección.
Embarqué en un Chinook, enorme helicóptero-banana dedicado al transporte de tropas, en compañía de Cavassa y de un capitán locamente enamorado de su arma y que, durante todo el trayecto, nos describió los méritos del helicóptero. Según él, el empleo del helicóptero había puesto fin al reinado de los guerrilleros, ya que su gran movilidad anulaba la única ventaja de las guerrillas, que era precisamente la movilidad. Yo no compartía del todo su opinión, en primer lugar porque aquel aparato es un blanco maravilloso, y en segundo término porque es muy ruidoso, anunciando con mucha antelación su llegada. Y ya se sabe que un hombre avisado vale por dos. Sin embargo, me guardé mucho de contradecir al capitán.
No había ya que temer ninguna indiscreción y Cavassa nos habló de la operación «Smoke» tal como debía desarrollarse. Un ejército caído del cielo rodearía en unos instantes el bosque de Vinh. Luego saldría el general Shift, el cual, al frente de una compañía con bandera desplegada, se dirigiría en persona al campo, siguiendo el camino triunfal que le abrirían una treintena de Chinooks y de Hueys ejecutando en el cielo un ballet que sería como el ramillete de un grandioso castillo de fuegos artificiales.
El propio general Shift lo había asegurado en el curso del breifing que reunió a los oficiales superiores del G. C. G.: «Inconcebible que un mayor se opusiera a la visita que le rendía un general de cuerpo de ejército, a no ser que no se tratara ya de “robots”, sino de traidores, los cuales serían implacablemente castigados».
Se contaría con lo necesario para ello, con unos Sky Crane que trasladarían al lugar cañones de 120 y morteros. Pero lo más probable era que no tuvieran que utilizarse. Se embarcaría a los hombres del seudocomando en unos «bananas» que les conducirían directamente al hospital, para ser atendidos por siete neuropsiquíatras llegados de los Estados Unidos aquella misma mañana.
El gigantismo es norteamericano. Yo fui el único que se asombró de la amplitud de la operación, aun reconociendo que, en la jungla, un comando de treinta y siete hombres (tal era la cifra dada por Lö-Song a Cavassa) representaba una fuerza muy notable, difícil de reducir sin un serio esfuerzo.
La operación se desarrolló tal como había sido planeada. Debo confesar que resultó algo impresionante, con el general Shift con su uniforme de gala y los hombres maniobrando como los cadetes de West Point. La sorpresa fue morrocotuda. «Ni un solo disparo», como había prometido el general Shift, el cual, por desgracia, sólo tomó posesión de un campo vacío, abandonado, desierto, donde no se arrastraban más que unas cuantas latas de conserva vacías.
A continuación, me fue dado admirar la perfecta organización del ejército norteamericano y de medir la ineficacia de Goliat contra David. En menos de cuatro minutos, los aparatos de reconocimiento de la Air Force despegaron de Bien Hoa, al Sur, y de Hue, al Norte, con la misión de localizar un comando norteamericano en uniforme de combate remontando del Sur al Norte, de Vinh a Kodil Noo, habiendo franqueado quizá la frontera camboyana. Establecido el contacto por radio, el general Shift no cesaba de hablar con el G. C. G., donde los responsables, aturdidos, comunicaban directamente con Washington.
Dos horas más tarde, alrededor del bosque de Vinh, la tropa empezaba a impacientarse, preguntándose qué diablos hacía allí. La orden de dispersión y de regreso a la base llegó a las 5,14 horas. Laboriosamente, los Sky Crane volvieron a coger los cañones de 120 entre su pinza gigante y a pasearlos por el cielo. Giulio Cavassa me cayó encima cuando, sentado sobre un neumático abandonado, fumaba un cigarrillo esperando filosóficamente que terminara toda aquella agitación. Su rostro era todo un poema, y ni siquiera se atrevía a mirarme a la cara, sintiéndose vagamente responsable.
—Vamos. Regresamos a Saigón —me dijo, con los labios apretados.
Durante el viaje de regreso no dijo una sola palabra. Lo aproveché para dormitar un poco. En Bien Hoa, su humor no había mejorado. Desdeñando la comodidad de un vehículo que nos hubiera conducido directamente a Saigón, me arrastró al descubrimiento del Bien Hoa nocturno.
Pero no tardó en arrepentirse de su decisión. Súbitamente, y en plena calle, me cogió del brazo y exclamó:
—¡Voy a regresar inmediatamente a Phnom Penh! No podemos quedarnos con los brazos cruzados esperando que los mandamases del ejército se pongan de acuerdo… Que discutan con el Secretario de la Defensa… ¡Nosotros vamos a actuar!
Me guiñó el ojo, pero al ver que yo no reaccionaba al «nosotros» me ofreció su sonrisa más amplia.
—¡Y triunfaremos, Glenne! ¿Qué es lo que no hemos hecho ya los dos? Un equipo ideal, como dice Kitner. ¡No nos dejaremos tomar el pelo por esos macacos!
Dando un salto de costado, obligó a detenerse a un teniente que se paseaba en un Dodge de alquiler en compañía de una rubia típicamente norteamericana, que llevaba en la solapa de su traje sastre, blanco, la insignia de las enfermeras diplomadas.
—¿Regresa usted a Saigón, teniente?
Para la operación «Smoke», Cavassa se había puesto el uniforme. En consecuencia, no cabía equivocarse acerca de su autoridad.
—Sí, Sir —respondió el teniente, sin mostrar demasiado entusiasmo.
—Iremos con usted —dijo Cavassa.
Con gesto autoritario, abrió la portezuela trasera y me hizo subir. Permaneció callado, pero yo sabía que estaba rumiando algo. Deseoso de librarse de nosotros, el teniente conducía a una velocidad de vértigo. Por mi parte, reflexioné sobre mi situación. Después del informe que había dirigido a París, podía considerarme libre. Desde luego, M. Hoffer no opinaría lo mismo. El se inclinaba a creer que sus agentes debían regresar al redil una vez terminada su misión, como los chiquillos cuando salen de la escuela al acabar la clase. Bueno, no iba a ser la primera vez que nuestros puntos de vista no coincidían…
Estaba decidido a llegar hasta el final del asunto, cuando el teniente nos desembarcó delante del hotel Majestic. El portero sólo nos vio subir y bajar. Entretanto, Cavassa encontró todavía el modo de encargar un taxi y de llamar al Rex, cerca del aeródromo civil, para hablar con Harry. Este se hizo rogar un poco.
—Esta vez no se trata de algo ilegal —aseguró Giulio, persuasivo—. Un paseo por el cielo camboyano. Nadie tendrá nada que reprocharnos, y doblaré tu prima de vuelo.
La respuesta le hizo reír.
—De acuerdo, la triplico. ¿Sabes lo que eres, Harry? ¡Un vil mercenario, sencillamente! ¡O. K.! Llegaremos dentro de diez minutos.
Cavassa se volvió hacia mí.
—El aparato pertenece a la compañía Kerman, pero Harry hace lo que quiere. En realidad, él es la compañía Kerman. Más exactamente, se casó con la hija del P. D. G. que tiene la mayoría de las acciones. Viene a ser lo mismo —explicó, sonriendo.
Media hora más tarde, la torre de control nos daba el disco verde. Cavassa me dijo:
—No vayas a engañarte, Glenne. Hanoi sabe perfectamente que no puede vencernos sobre el terreno, del mismo modo que nosotros sabemos que esta guerra subversiva puede durar aún mucho tiempo. Hacemos juegos malabares con los millones de los contribuyentes norteamericanos. Para una acción que conducirá a la eliminación de una docena de vietcongs, hemos de desplazar centenares de hombres. En cambio, bastan cinco o seis vietcongs y unos morteros para infligirnos graves pérdidas. Esta guerra tiene que acabar, pero existe el peligro de que se prolongue varios años. Es cierto que al nivel de los gobiernos, podemos establecer nuestra buena fe. Pero ¿y a los ojos de la opinión pública? ¿Cómo hacerle entender a la masa que un comando de norteamericanos, llevando el uniforme norteamericano, ha atacado una base vietcong contra nuestra voluntad? La ciencia avanza a paso de gigante y la gente se queda atrás. La guerra psicoquímica pertenece aún al dominio de la ciencia ficción. Y, sin embargo, estamos metidos en ella.
—Todo eso es griego para mí —intervino Harry—. Lo que yo quisiera es saber exactamente lo que tengo que hacer.
—¿Cuál es la autonomía de tu aparato?
—850 kilómetros.
—Volverás a cargar combustible en Phnom Penh y la cosa marchará. Lo que quiero es encontrar a los individuos que toda la U. S. AIR FORCE está buscando, y a los cuales no encontrará porque se han hundido profundamente en territorio camboyano. Conocemos su destino final: Kodil Noo; pero lo alcanzarán zigzagueando, y antes de llegar sucederá algo. El qué, lo ignoro. Pero intuyo que debemos interceptarlos a toda costa, antes de que se produzca ese algo. Está suficientemente claro, ¿no?
Harry se echó a reír.
—¡Para usted! —exclamó—. A mí me tiene sin cuidado. Usted me paga mis horas de vuelo, y yo estoy a sus órdenes. ¿Encontrar a unos individuos en la jungla? Bueno, la cosa va a resultar más difícil de lo que cree. No puedo ponerle sordina a mi motor, y por poco que estén bajo cubierto, corremos el riesgo de sobrevolarles sin advertir su presencia.
—Bueno, tendrás que acercarte un poco a las copas de los árboles —replicó Cavassa—. Al precio que te pago, puedes hacer algunas acrobacias, ¿no?
Harry respondió con un gruñido. En el fondo, estaba encantado, y por su sonrisa adiviné que se pondría boca abajo para tener éxito.
CAPÍTULO XVI
Harry nos demostró que sabía pilotar un avión con una audacia inconcebible. A pesar de todo, su habilidad desembocó en un fracaso lamentable. Habíamos prescindido de la estricta vigilancia de la zona fronteriza, convencidos de que la AIR FORCE se encargaría de ella mejor que nosotros, para inspeccionar bosques, arrozales y jungla a derecha y a izquierda del río Taté. Cavassa estaba convencido de que nuestros tipos podían remontar el curso del agua para tratar de alcanzar el Mekong. Se basaba en el hecho de que un comando, llamado a tomar parte en una acción decisiva, debía llegar casi fresco al escenario de la lucha; lo cual no ocurriría después de una marcha forzada, con armas y bagajes, de cerca de quinientos kilómetros. En su opinión, la elección de un campo tan lejos del objetivo sólo podía justificarse si había sido previsto un medio de locomoción. Remontar el Mekong, ocultos en un sampán, hasta su confluencia con el Sé San, y luego una gran parte de este último río, les conduciría casi hasta el lugar del ataque, con la ventaja de evitar todo mal encuentro.
El razonamiento parecía sólido; pero, a pesar de que Harry multiplicó las pasadas, el comando X parecía haberse volatilizado.
A nuestro regreso, y desde la habitación que compartíamos en el Rajá, Giulio llamó a Saigón. La conversación que sostuvo con un O. S. llamado Lionel no pareció satisfacerle mucho.
—Están a cero —me dijo, después de haber colgado—. Sin embargo, el general Shift tuvo una buena idea al hacer venir a unos vietnamitas, guías de safary, famosos como rastreadores. Pudieron seguir fácilmente las huellas desde el bosque de Vinh hasta las proximidades de la frontera, pero allí cayeron en una emboscada vietcong y el choque fue muy serio. En definitiva, no pudieron continuar.
—¡Era de esperar!
—Sí, era de esperar —asintió Cavassa—. Los otros embrollarán las pistas. ¿Qué podemos hacer?
Contemplé maquinalmente la primera página de un periódico local redactado en lengua francesa. Un título me saltó a los ojos: EL PROFESOR EINARD OLSEN EN XOP.
Leí el artículo, en el cual se hablaba de la próxima visita de una delegación de la Cruz Roja Internacional, presidida por el profesor Einard Olsen, al centro hospitalario de Chouong, reservado a los leprosos. Entre las personalidades que acompañaban al profesor Olsen, el periodista citaba a la señora Use Birkel, de Zurich, y al barón Munkner.
Le pasé el periódico a Giulio, señalándole el artículo.
—Sí… ¿Y qué? —inquirió.
—El centro hospitalario se encuentra al lado del puesto fronterizo de Xop, y Xop está inmediatamente detrás de Kodil Noo, ¿verdad?
Giulio frunció el entrecejo, tratando de seguir mi idea.
—Los TESTIGOS, Giulio. Los testigos que necesitan para probar al mundo que un comando norteamericano ha violado la neutralidad camboyana.
—Pero, Xop no es Kodil Noo…
—¿Y si atacan primero Xop para tener los flancos libres?
—¡No, eso no!
—¿Por qué no?
—Sería…
—Monstruoso, ¿verdad? Piensa un poco, Giulio. Apenas una docena de soldados camboyanos que, a pesar suyo, sirven de centinelas al Vietcong en aquella zona. ¿Crees que tus robots van a vacilar? ¿No consideras más probable que se les haya encargado liquidar ese puesto para poder actuar con toda impunidad?
—No puedo creer…
—Unos robots, Giulio. Tú fuiste el primero en hablar de robots. Unos individuos fanatizados, privados de su libre albedrío. Psíquicamente, unos drogados. Un comando norteamericano que no vacila en asesinar a unos soldados camboyanos para poder atacar por detrás y destruir un centro de aprovisionamiento vietcong demasiado bien protegido. Todos los miembros de una delegación de la Cruz Roja Internacional para atestiguarlo. Algo que sacudiría rudamente a la opinión pública mundial, y dejaría en muy mala posición a los Estados Unidos. Esa es la maniobra planeada por Pekín. Lo juraría.
Giulio empezó a andar de un lado para otro. La cólera hinchaba las venas de su cuello.
—¡Sería una verdadera canallada! —tronó, plantándose delante de mí—. ¡Endosarnos semejante porquería! No puedo creerlo. ¡Sería incalificable!
Me eché a reír.
—¿Dónde has visto que la política sea una cosa limpia? —inquirí—. Mira la verdad cara a cara. Una porquería desde nuestro punto de vista. Pero, a los ojos de Pekín, sería una hazaña.
—¡Desvarías! Hay que estar chiflado para haber imaginado eso.
Se tranquilizó.
—No, tienes razón. Discúlpame, viejo… No he sido muy cortés, ¿verdad? Te devanas los sesos por nosotros, sin que nada te obligue a ello, y encima te trato de majadero.
—No hablemos más del asunto…
Giulio agradeció mis palabras con una sonrisa y continuó disculpándose, diciendo con voz fatigada:
—Esta historia me saca de mis casillas. Aparte de las cancillerías, ¿quién va a creer que no tenemos nada que ver en esa maniobra? Si llegara a producirse, verías cómo la opinión pública acusaba a la C. I. A. de haberla planeado. Desde aquel maldito embrollo de la Bahía de los Cochinos inmediatamente se piensa en la C. I. A. Y puedes estar seguro de que el Secretario de Defensa no daría un solo paso para aclarar las cosas. Desde que McNamara ha conseguido crear un servicio rival, desea ver a la C. I. A., relegada a un segundo término, para tener todos los triunfos en la mano.
Me pareció desanimado, cosa que no encajaba con su modo de ser.
—No está todo perdido —dije—. Admitiendo que nuestro razonamiento sea correcto, esos tipos remontan el Mekong. Nos quedan cuatro días. De todos modos, estaremos allí para esperarles.
—¿Quieres que detengamos a cuarenta individuos, los dos solos?
—Encontraremos un medio. No te desanimes. En primer lugar, hay que localizarles. Luego discurriremos algo. Ahora, a la cama. ¡Mañana hay escuela!
—No podré pegar el ojo —dijo Giulio.
—Inténtalo…
Se encogió de hombros y pasó al cuarto de baño. Volvió con un pijama a rayas. Bromeé un poco acerca de su aspecto, a fin de cambiar el curso de sus ideas, y luego me dirigí a mi vez al cuarto de baño.
Teníamos una habitación con dos camas gemelas. No había terminado de asearme cuando unos sonoros ronquidos hicieron temblar los cristales. La perspectiva no era precisamente alentadora. Antes de acostarme lo intenté todo, incluso silbar en los oídos de Giulio. Sólo calló un breve instante. Apagué las luces, me acosté, y durante una hora di vueltas y más vueltas sin conseguir dormirme.
Finalmente, aturdido por la música de Giulio, fui a fumar un cigarrillo asomándome a la ventana. Al ir a cerrar de nuevo los postigos, vi la pequeña flecha profundamente clavada en la madera. Era la primera vez que veía aquel artilugio, made in Japan, el país campeón de la miniatura. Se trata sencillamente de una flecha hueca con plumaje de fieltro que contiene una minúscula emisora. Disparada desde lejos por medio de un fusil de aire comprimido, permite sorprender la conversación de las personas que se encuentran en una habitación, y la escucha puede efectuarse a unos kilómetros de distancia, con toda impunidad.
No la toqué. Me limité a cerrar del todo los postigos y me senté en la cama, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del que acababa de fumar, diciéndome que, de continuar con aquel consumo de Gauloises, pronto no iba a poder subir una escalera sin resoplar como una foca.
No me asombraba lo más mínimo comprobar que estábamos controlados. Después del golpe de Lö-Song había que esperar algo por el estilo, y la eliminación del pequeño asiático no significaba que la red adversaria hubiera quedado destruida. Era indudable que nos encontrábamos bajo vigilancia desde nuestra llegada a Phnom Penh, y que nuestros enemigos no se habían perdido nada de la discusión que habíamos sostenido Giulio y yo una hora antes. O habíamos razonado equivocadamente, en cuyo caso no harían nada, tranquilizados al ver que nos movíamos en una falsa dirección, o habíamos razonado correctamente, en cuyo caso harían lo imposible por suprimirnos.
Existe el medio expeditivo, nunca recomendado en terreno neutral, y el otro. Me situé en el lugar de nuestros adversarios y reflexioné en el mejor modo de liquidarnos sin llamar la atención ni alertar a la Seguridad camboyana. No tardé en ver claro. Me pregunté si debía despertar a Giulio para ponerle al corriente, pero llegué a la conclusión de que sus ronquidos regulares, inimitables, acabarían por adormecer al enemigo, por contagio.
Me vestí apresuradamente sin encender la luz, salí al desierto pasillo y bajé por la escalera de servicio.
Una noche magnífica, aunque bastante fresca. Subí en dirección al Palacio Real, seguro al cabo de doscientos metros de que no era seguido, encontré un taxiciclo cerca del Bar del Mekong, discutí y, mediante cien riels de prima, conseguí hacerme conducir al aeropuerto civil.
Había pensado en Harry, que vivía en un apartamento encima de la sucursal camboyana de la Compañía Kerman, pero me dije que era muy posible que también él se encontrara bajo vigilancia. De momento, pues, parecía preferible pasarse sin su ayuda.
El aeropuerto civil dormitaba, con sus pistas sin balizar, a excepción de la luz permanente de la torre de control. Despedí al ciclotaxista, y penetré en el campo cruzando la alambrada por el extremo de la pista A.
Harry guardaba su Cessna en el hangar reservado a los aviones de turismo, muy reconocible gracias a la baliza de delimitación que se encontraba a su izquierda. Me acerqué, dando la vuelta por detrás de la cantina-snack abierta durante el día, y aquélla fue una buena precaución. Estaba aún a una distancia de un centenar de metros, cuando dos siluetas masculinas se destacaron contra el azul nocturno. Los individuos venían directamente hacia mí, pegados a las paredes. Me agaché detrás de una carretilla de equipajes. Pasaron a una docena de pasos de mí, los dos de la misma estatura, vestidos como los obreros del puerto fluvial. Tal como había hecho yo, salieron del campo cruzando la alambrada por el extremo de la pista y se desvanecieron.
Al cabo de un momento continué mi camino, y entré en el hangar por la puerta lateral. El Cessna de Harry se encontraba al lado de un lujoso Twin-Bonanza que nos hubiera sido muy útil con su autonomía de vuelo de cerca de 2700 kilómetros contra los 850 de nuestro Cessna; pero no existía ninguna posibilidad de que su propietario, la filial de un banco de Hong-Kong, accediera a prestárnoslo.
Encendí mi linterna y empecé mi inspección por el carenaje de las ruedas, que constituye un buen escondite, comprobé el tren de aterrizaje, y luego revisé los mandos de la cola y el ala, renunciando al motor, el cual ofrecía tantas posibilidades que, en caso de fracasar, lo reservaba para Harry. Subí a la cabina, examiné el pañol de equipajes situado detrás de los asientos posteriores, a pesar de que semejante escondrijo parecía demasiado infantil. Finalmente, di en el clavo al revisar el asiento del piloto. Se trataba de una bomba de relojería «Arci», como las utilizadas por las compañías de hombres-rana de una nación amiga para hundir pequeñas embarcaciones, tipo lancha rápida. Para el Cessna, era más que suficiente. Estaba regulada para que estallara 30 minutos después del contacto, el cual quedaba asegurado por un hilo eléctrico del grosor de un cabello, hábilmente unido al arranque del Cessna. Lógicamente, en aquel momento deberíamos de encontrarnos en pleno cielo.
Conocí aquel instante de feliz excitación que procura el placer de haber adivinado de un modo exacto las intenciones y los planes del enemigo. Lo dejé todo tal como estaba, limitándome a romper el hilo como medida de seguridad.
En el Cessna, los cuatro ocupantes están repartidos en dos hileras de sillones numerados del 1 al 4, el primero de los cuales corresponde al piloto. Di un leve respingo al percibir súbitamente una pequeña incisión en el lado derecho del asiento 4. Yo había ocupado aquel asiento, y estaba seguro de que aquella incisión no existía. Los macacos doblaban sus precauciones. ¡Quién sabe, si hubiera abandonado mis indagaciones, como había estado a punto de hacer! Metí la mano con prudencia, y respiré al sacar una simple emisora de transistores, poco mayor que un terrón de azúcar pero capaz de transmitir sus informaciones a más de cien kilómetros de distancia. Volví a colocarlo donde estaba, y efectué una minuciosa inspección del Cessna antes de salir del hangar.
Abandoné el campo por el mismo lugar sin encontrar a nadie, para volver a encontrarme en un desierto. Tuve que regresar a pie, y llegué a nuestra habitación poco después de las tres de la mañana.
Boca arriba, con los brazos en cruz, Giulio seguía roncando. Pero yo estaba tan rendido, que la carga de una manada de elefantes no me hubiera molestado. Apenas entre las sábanas, cerré los ojos y me quedé dormido.
Giulio me sacudió. Las saetas de mi reloj de pulsera señalaban las cuatro y diez.
Gritó:
—¡En pie, gandul! ¡Tenemos trabajo!
Alargué la mano hacia mi paquete de Gauloises.
—¿Has dormido bien?
—No he pegado un ojo en toda la noche —aseguró Giulio—. Hace más de una hora que me he levantado. Te he dejado dormir un poco más.
¡Qué desvergüenza!
—Tomaremos café en el bar del aeropuerto. ¡Vamos!
Me levanté, sin decirle nada de la flecha-micro ni de lo demás, y me vestí rápidamente.
En el bar del aeropuerto, más conocido por el nombre de «bar de la aviación», no había más clientes que el copiloto de la línea regular de la Cathay Pacific y Harry. En una mesa aparte, con los ojos hinchados de sueño, devoraba unos croissants mojándolos previamente en una taza de café.
—¡Dos cafés! —encargó Cavassa con voz estentórea.
Estrechó la mano de Harry e inquirió:
—¿Te sientes en forma?
—Hubiera dormido un par de horas más —respondió Harry con la boca llena—. Pero hay que ganarse honradamente la paga, ¿no?
—¡Quéjate! —replicó Cavassa—. Yo no he pegado un ojo en toda la noche. Y mira a Glenne: sonrosado como el bebé de Cadum.
—Es cierto —reconoció Harry—. Estos jóvenes se recuperan rápidamente.
Harry era diez años más joven que yo.
—A propósito —dije—, hay una bomba de relojería debajo de tu asiento, piloto de mi alma. No te preocupes, he cortado el hilo conductor.
Cavassa me miró de reojo:
—¡Tiene mucha gracia!
—¡Nos hubiéramos convertido en tres angelitos! —rió Harry.
Añadí:
—También hay un microemisor en el asiento 4. Desde luego, lo he dejado allí.
Cavassa soltó su taza de café y me miró fijamente.
—¿De qué estás hablando? ¿Quieres tomarnos el pelo?
—He dicho que había una bomba de relojería debajo del asiento del piloto, y un microemisor en el asiento 4. Nada más. ¡Ah, sí! Olvidaba la flecha-micrófono, clavada en la ventana de nuestra habitación, que ha permitido escuchar toda nuestra conversación. He llegado a la conclusión de que nuestro razonamiento era correcto. En caso contrario, ¿qué interés tendrían en hacernos pedazos?
—No le encuentro ninguna gracia —gruñó Cavassa—. ¿Qué diablos nos estás contando?
—¡Esta mañana tienes la cabeza muy dura, amigo mío!
La mirada de Harry vagó de Giulio a mí, de mí a Giulio.
—¡Un momento! —dijo—. Esto no parece una broma. ¿Tan peligrosa es la misión?
—¿Es cierto? —preguntó Giulio.
—Cuando yo te lo digo… Esta mañana he venido al aeropuerto y he visto a dos individuos que salían del hangar. He encontrado una bomba modelo «Arci» y una emisora.
—¡M…! ¿Por qué no me has despertado?
—¿Cómo podía despertarte? Según tú, no has pegado un ojo en toda la noche.
Giulio se volvió a mirar a Harry, el cual sonreía irónicamente.
—No me ha disgustado encontrar esa bomba —continué—. Repito que significa que nuestro razonamiento era correcto.
—Debiste…
Le interrumpí:
—¡No! Roncabas tan a gusto… Era nuestra salvaguarda. Puede imitarse todo, excepto tus ronquidos. Tú tranquilizabas a esos individuos, mientras yo desbarataba su plan. Si esta mañana te hubiera hablado del asunto, habrías metido la pata.
—Para mí, eso lo cambia todo —dijo Harry.
Cavassa le miró con el ceño fruncido.
—¿Qué es lo que cambia, Harry? ¿Qué pasa ahora?
—Yo soy un mercenario. Tú mismo lo dijiste —recordó Harry, sonriendo—. Y añadiste que no habría ningún peligro. «Un simple paseo por el cielo camboyano». Pero ¿qué me dices de la bomba? Eso vale una sobreprima de combate, ¿no?
—¿Y si te estrangulara?
—¿Quién pilotaría el taxi?
—Glenne.
—¡Ah! De acuerdo, pero lo que eres tú no serías capaz de hacer despegar un ciervo volador.
Cavassa soltó un bufido. Harry se volvió hacia mí, repentinamente serio.
—No comprendo lo del micrófono. Los muertos no hablan. ¿Qué es lo que esperan escuchar?
—¡El ruido de nuestra muerte, cabeza de chorlito! —intervino Cavassa—. No pueden seguirnos en otro aparato, y quieren comprobar si la maniobra da el resultado previsto.
Se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Cuánto tardaría en estallar?
—Treinta minutos.
—El tiempo de dejar calentar el motor y de recibir el permiso para despegar de la torre de control, después de haber rodado despacio hasta el extremo de la pista… ¿Qué opinas tú, Harry?
—Más o menos, diez minutos, depende de la torre.
—No quieren que nos estrellemos encima del campo —dijo Cavassa—. Prefieren que caigamos en la jungla. Encontrarán los restos de un avión y tres cadáveres. El accidente no merecerá más que una breve gacetilla en los periódicos: El piloto Harry, de la compañía Kerman, encuentra la muerte en un accidente, atribuido a una falsa maniobra.
—¡Nada de falsas maniobras! —protestó Harry—. Transportaba un pasajero, cuyo peso desequilibró el aparato.
—¡El pasajero te envía a freír espárragos! —replicó Cavassa.
—Cuando hayáis terminado, podré deciros lo que pienso —dije—. A los treinta minutos, tendríamos que encontrarnos a unos sesenta kilómetros del aeropuerto. Pueden captar la emisión a más de cien. ¿Cuál es tu velocidad de crucero, Harry?
—Alrededor de los 220 kilómetros por hora.
Cavassa guiñó el ojo, adivinando mi pensamiento.
—Les daremos satisfacción, ¿eh?
—Sí.
—Yo haré el ruido.
—Como quieras…
—¿Y esta noche? —preguntó Harry.
—¿Cómo, esta noche?
—Tendremos que regresar a Phnom Penh.
—No regresaremos —decidió Cavassa—. ¿Conoces otro campo de aterrizaje? Ya lo hemos discutido con Glenne. Lo que hay que vigilar de un modo especial es el Sé San, desde B. Leuong hasta B. Taveng. Eso, hasta el jueves. Para más seguridad, sobrevolarás también la región de Tha Lao, por si nos hemos equivocado y vienen por la ruta de las altas llanuras.
—Ahí está la landing area de Voeune Sai —respondió Harry, tras haber reflexionado—. El lugar no es malo.
Cavassa llamó al camarero y pagó las consumiciones.
—¿Vamos? —dijo.
Recordé:
—No olvidéis que, una vez en el taxi, debemos mantener la boca cerrada. Nos escucharán oídos enemigos.
—Me dedicaré a contar chistes —dijo Giulio—. Así, el que esté a la escucha no se aburrirá.
Repliqué:
—Si es el mismo que se ha pasado la noche oyéndote roncar, le debes esa compensación.
Harry se echó a reír.
—Es posible que haya dormido un poco; pero no ronco —se obstinó Giulio, con la más evidente mala fe.
CAPÍTULO XVII
La mente necesita reposo. Aunque conscientes de la importancia de aquella misión, nos divertíamos como chiquillos. Yo había sacado el plomo cobreado de una de las balas de mi pistola para sustituirlo por una bola de papel. Disparando a unos centímetros del micrófono, la detonación sería muy semejante a la de una bomba «Arci».
Harry vigilaba su cronómetro. Nos dio la señal en el segundo exacto. Disparé. Cavassa hinchó su poderosa caja torácica. Imitando el viento de tormenta que se desencadena en un avión que cae, empezó a soplar en el micro como un condenado. A los quince segundos, tiempo normal de caída para un aparato que vuela a baja altura, dio un golpe formidable a la diminuta emisora, rompiéndola.
—¡Bueno, ya estamos muertos! —exclamó alegremente tras haber recobrado el aliento.
Harry, muy alegre también, empezó a entonar una marcha fúnebre.
Aquel lunes transcurrió sin ningún incidente notable, y el no haber conseguido localizar al comando X no enturbió nuestro buen humor. Después de una docena de pasadas, Harry aterrizó en la pista de emergencia de Voeune Sai, con el depósito de gasolina casi vacío.
El guardián del aeropuerto era un inglés afecto a la Royal Air Cambodge Thaï Airways, llamado Tim Powell. Durante la campaña de Francia se hallaba a bordo de un Lancaster que resultó derribado por una formación de Heinkels. Aquello le había costado la pierna derecha. Pero su pierna artificial no le impedía mostrarse sumamente activo.
Nos aseguró que el pequeño pueblo de Voeune Sai vivía en paz, pero, como medida de precaución, Cavassa decidió pernoctar en el aeródromo, donde Powell puso amablemente a nuestra disposición tres literas. Completamente agotado, me acosté temprano, dejándoles evocar recuerdos de guerra, un tema inagotable para Tim Powell.
Despegamos al amanecer. Antes del mediodía, nuestros esfuerzos se vieron recompensados. Ninguna certeza, desde luego, pero nunca se han visto tres sampanes provistos de motor remontando el Sé San a cincuenta metros uno de otro. Sobre los puentes, hombres en sarong y la esposa sumisa preparando la comida familiar sobre una especie de parrilla. Aquello era el decorado exterior. A quince hombres por embarcación, todo el comando X podía viajar cómodamente.
—Media vuelta —decidió Cavassa, en respuesta a la muda interrogación de Harry, el cual apuntaba el pulgar hacia la orilla para preguntar si debía descender.
Excelente decisión. Disfrazados de bateleros, los agentes de Pekín estarían provistos de transmisores. No era el momento de informar al adversario que continuábamos estando allí.
—No veo qué otra cosa podemos hacer —dijo Giulio, volviéndose hacia mí—. ¿Tienes alguna duda, Glenne?
—No.
—Son ellos —dijo Harry, en tono convencido—. Tendría que pasarles por encima para comprobarlo. Y aun así, si se escondieran al oír el ruido del motor no veríamos nada.
—¿Tienes idea de la velocidad a que navegan? —preguntó Giulio.
Harry hizo una mueca.
—Sin ningún aparato, ¿cómo quieres que lo calcule? ¿A ojo? Acaban de pasar Leuong. He cronometrado la hora: las 11,54. ¿Qué dice el mapa? Mira Satsamy…
—Alrededor de veinte millas marinas.
—Creo que navegan a unos seis nudos por hora —dijo Harry—. Eso les situaría en Satsamy a las 15,15 horas. Podría dar una pasada. Es la única comprobación posible.
Cavassa asintió.
—Entonces, a casita —dijo Harry—. Tengo hambre…
Encendí un Gauloise.
Por la tarde, Giulio se quedó en tierra y yo volé con Harry. Los sampanes llegaron a la altura de Satsamy a las 15,30 horas. No nos habíamos equivocado de mucho.
—Regresemos —le dije a Harry—. Para ti, la aventura va a terminar pronto.
—¿Seguro? —inquirió Harry—. Han localizado a esos individuos, de acuerdo. Pero ¿cómo van a detenerles?
Su pregunta coincidía con mis preocupaciones. No encontré respuesta a ella. Dos horas más tarde, tampoco Cavassa encontró respuesta a la misma pregunta que yo le había formulado. Lo único que sabíamos era que no podíamos permitir que aquellos alucinados atacaran el puesto. Con ello les cerraríamos el camino de Kodil Noo. En cuanto a saber cómo íbamos a arreglarnos…
—Esperaremos a ver qué deciden los mandamases —dijo Cavassa, que después de nuestro regreso había establecido contacto con Saigón.
Los mandamases se manifestaron el día siguiente, miércoles, a las diez y media de la mañana, cuando un D. H. C.-Caribú en versión «turista», la cual no difiere de los aparatos del Ejército U. S. A. más que en la pintura, aterrizó magníficamente en nuestro pequeño aeropuerto. El general Shift, de paisano, se apeó precediendo a un grupo de cinco hombretones. El rubio que les mandaba debía pesar unas libras menos que Cavassa. Lo cual le situaba alrededor de los 110 kilos.
Conociendo el orgullo de los hombres fuertes, al cual no escapa Cavassa, pensé inmediatamente que iba a haber tomate entre aquellos dos.
Shift hizo caso omiso de nuestra presencia para mostrar sus credenciales a Tim Powell. El vuelo del D. H. C.-Caribú estaba registrado regularmente Tourane-Phnom Penh, con autorización para aterrizar en los aeródromos de emergencia dependientes de la Royal Air Cambodge Thaï Airways. Me quedé ligeramente atrás, lo bastante lejos para que no pudieran acusarme de que quería oír su conversación, y lo bastante cerca para oír el nombre del tipo rubio: Tolman Maddock. Era un White-House-Man, agente especial de la Casa Blanca. Por deferencia, dejaba el mando aparente al general Shift. En realidad, sus poderes eran mucho más amplios que los del general. El y Cavassa se observaban ya como perro y gato.
Shift me hizo una seña desde lejos; luego arrastró a todo el mundo al otro extremo del campo para un breifing al aire libre.
—Voy a prepararle un poco de café —sugirió Tim Powell lo bastante perspicaz como para adivinar que yo había encajado mal el golpe.
Asentí. Al pasar, recuperé a Harry, el cual estaba sentado al sol, divirtiéndose en fastidiar a una lagartija, prisionera entre dos piedras, con un tallo de maíz.
Un poco más tarde, uno de los White-House Men entró en la barraca de Tim Powell donde saboreábamos un excelente café. Saludó y se dirigió a mí en un buen francés, algo deformado por un acento tejano bastante pronunciado. El general Shift me rogaba que fuera a reunirme con ellos.
Los seis hombres estaban a pleno sol, como si temieran que las paredes tuvieran oídos. Giulio, a la izquierda del general Shift, exhibía su rostro de las horas bajas. Mi mirada se encontró con la de Maddock, gris, fría y ligeramente desdeñosa. De un modo ostensible, me coloqué de espaldas a él.
—El coronel Cavassa nos asegura que ha prestado usted importantes servicios a nuestro país, señor Glenne —empezó Shift—. Este asunto es un poco especial. No estoy autorizado para pedírselo, pero da la casualidad de que usted es el único que conoce al mayor Evans. Podría prestarnos una valiosa ayuda.
Sin contestar miré a Cavassa.
—Han detenido al doctor Kin-Kaik y a sus dos ayudantes —dijo Cavassa de un tirón, sin preocuparse de si los otros aprobaban o no el que yo fuera puesto al corriente de la situación—. Se ocultaban en las habitaciones particulares de un hotelero chino de Cholon. Thank es un agente de Pekín y, en realidad, el jefe de la red de la región de Saigón y el que daba órdenes a Kin-Kaik. Ese maldito médico ha hablado. El mayor se llama Evans: éste es su verdadero nombre. Según Kin-Kaik, es el único hombre que ha pasado por su clínica sin haber sido sometido a un «lavado de cerebro».
—Sirve voluntariamente a Pekín, con pleno conocimiento de causa —intervino el general Shift—. Evans es un traidor. Tenemos un voluminoso expediente a su nombre. Tenía la graduación de comandante. Un jefe violento, al que sus hombres aborrecían. Se hizo sospechoso de una importante malversación de fondos en perjuicio de la Intendencia Militar, pero no pudo probarse su culpabilidad. Fue expulsado del Ejército por brutalidad. Compareció ante un consejo militar, por haber golpeado salvajemente a un GI. En resumen, un oficial detestable, que trataba a sus hombres como a bestias, haciéndoles correr riesgos inútiles. En mi opinión, creo…
—Es evidente que Evans recibió una oferta de Pekín al ser expulsado del Ejército —intervino el colosal Maddock, interrumpiendo deliberadamente al general Shift—. He estudiado a fondo este caso, después de haber recibido instrucciones directas de la Oficina del Presidente. Yo localicé y detuve a Thank y a Kin-Kaik. Privado de su jefe, el comando irá a la deriva. Usted conoce a Evans. Tendrá que señalárnoslo. No hemos tenido tiempo material de encontrar unas fotografías del tal Evans.
El general Shift notó que el tono de Maddock me desagrada.
—Se trata, desde luego, de una colaboración voluntaria —repitió, sonriendo—. Le quedaríamos muy agradecidos, señor Glenne. Voy a explicarme. Después de un «lavado de cerebro», los hombres han sido sometidos a un tratamiento hipnótico que han asimilado perfectamente porque estaba de acuerdo con su conciencia. Ellos…
Se interrumpió y me dirigió una sonrisa de disculpa antes de continuar:
—Verá, señor Glenne, cuando un médico nos explica esto, tenemos la impresión de comprenderlo, a pesar de que hace juegos malabares con una serie de palabras que nos resultan muy poco familiares: «Ego», «Superego», «Preconciencia», etc. Pero cuando se trata de repetir la explicación, la cosa resulta mucho más difícil. En resumen, esos hombres no obedecían, quizá, si la orden recibida bajo hipnosis fuera contraria a su moral consciente. Según el profesor Revel, del servicio de psiquiatría de Saigón, los hombres obedecerán ciegamente la orden recibida en su subconsciente porque está de acuerdo con su moral consciente. Una orden muy sencilla, por otra parte, que les ha sido repetida millares de veces: «El mayor Evans es vuestro jefe. Pase lo que pase, debéis obedecerle a él y sólo a él».
Sonrió de nuevo y añadió:
—Revel no me ha ocultado que si Evans ordenara a sus hombres que me fusilaran como espía, es muy posible que me pasaran por las armas, aunque me presentara a ellos de uniforme.
Maddock llevaba demasiado tiempo sin meter baza.
—En resumen, si pudiéramos aislar a Evans, privar al comando de su jefe, existiría la posibilidad de que los hombres obedecieran al general Shift. Eso es lo que vamos a intentar, con la ayuda de usted o sin ella. ¿Puede identificar al mayor Evans con toda certeza?
—Sí, no es muy difícil. Me extraña que se llame Evans. Tiene toda la morfología de un irlandés. Más bajo que yo, robusto, muy fuerte. Pelirrojo, de ojos azules muy claros, y rostro pecoso.
—Gracias.
—Desde luego, les acompañaré para que no haya ninguna posibilidad de error.
—Bueno, sí, gracias —murmuró Maddock, sin el menor entusiasmo.
Desde que poseía unos datos concretos acerca de Evans, mi colaboración había dejado de interesarle.
—Puesto que es usted de los nuestros, señor Glenne —dijo el general Shift, subrayando las últimas palabras y dirigiendo una severa mirada a Maddock—, debe ser puesto al corriente.
Maddock se encogió de hombros.
—Si usted lo desea, mi general… —asintió fríamente—. Hemos decidido lo siguiente: atacaremos alrededor de la una de la madrugada. A esa hora, los sampanes deberán alcanzar un recodo muy pronunciado del río, cerca de Pong. Allí, entre dos colinas, a menos de un kilómetro del Sé San, hay una pequeña llanura donde un stol como nuestro Caribú puede aterrizar. Partimos del principio de que el mayor Evans, en su calidad de jefe de la expedición, viaja en el sampán de cabeza. Nosotros nos ocuparemos del último. No debe ignorar usted que un fuera bordo, como los que propulsan a los sampanes, está provisto de un pasador de seguridad de un material muy liviano, a fin de que se rompa fácilmente cuando se produce un choque. De ese modo, la hélice se para inmediatamente. Así se evita que el árbol resulte dañado si las palas tropiezan con la roca de un alto fondo, un tronco a la deriva, etc.
Se interrumpió para señalar a uno de los White-House-Men:
—Forbes se ocupará de eso. Tenemos el material y equipos de hombres-rana.
Nueva interrupción. Esta vez su mirada se posó en Cavassa, como si lo que iba a seguir le estuviera especialmente destinado.
—El sampán perderá velocidad y tratará de atracar en la orilla para efectuar esa pequeña reparación. En su informe, dice usted que las embarcaciones se encuentran a treinta brazas de distancia una de otra, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Puede admitirse que las dos primeras habrán recorrido una distancia similar antes de darse cuenta de que el último sampán no avanza y que trata de atracar?
—Seguramente.
—Bien. Como jefe de la expedición, Evans debe trasladarse del primer sampán al último para ver lo que pasa. Existen dos posibilidades: que se traslade a él siguiendo la orilla, en cuyo caso quedará a su cuidado, coronel Cavassa. O, lo que es más verosímil, utilizará una barca, en cuyo caso Forbes y yo nos ocuparemos de él. Lo esencial es que no tenga tiempo de ordenar nada. Evidentemente, hay que evitar matarle en presencia de sus hombres. Según el profesor Revel, el efecto podría ser desastroso. En cuanto nos hayamos apoderado de Evans, el general Shift subirá a bordo del primer sampán, mi ayudante Willy a bordo del segundo, y el coronel Cavassa a bordo del tercero, los tres de uniforme. Nos hemos traído uno de los suyos, coronel.
—Gracias —murmuró Cavassa—. Pero ¿cree usted que los bateleros van a quedarse con los brazos cruzados? Al parecer, son agentes de Pekín.
—Podemos darlo por seguro —asintió Maddock—. Cada uno de ustedes recibirá el apoyo de un hombre-rana que se habrá echado al agua oportunamente. Como en este país hay que desconfiar tanto de las mujeres como de los hombres, contemos con cuatro adversarios por sampán. A razón de uno contra dos, la cosa tiene que resultar. Más difícil será guiar las reacciones de los hombres del comando. Esperemos que sus uniformes de oficial superior bastarán.
Giró ligeramente sobre una pierna para mirarme:
—Su papel se limita a identificar a Evans, señor Glenne…
—¿Y si Evans no baja del primer sampán, como usted supone?
Su mirada se oscureció.
—Sería muy lamentable. En tal caso, no nos moveríamos, para esperar una ocasión más favorable. Nos queda algún tiempo. De todos modos, la situación se haría más difícil. Hemos advertido al gobierno camboyano de lo que sucede, y nos ha asegurado cierta tolerancia para que arreglemos este asunto del mejor modo posible. Sin embargo, no nos ha ocultado que una columna de soldados, llevando o no el uniforme norteamericano, sería inmediatamente detenida, desarmada e internada en un campo por el ejército camboyano, ayudado por todas las fuerzas de policía. Pero el comando no se dejaría detener, y queremos evitar a toda costa que se produzca ese choque. Dicho esto, no tenemos que preocuparnos ya por la suerte del puesto de Xop, que ha recibido un refuerzo de ciento cincuenta hombres.
Se volvió:
—¿Alguna objeción, coronel?
—Ninguna —respondió Cavassa.
Shift pareció haberse descargado de un peso.
—No pertenezco a la «meteo» —sonrió—. Pero puedo predecirles para esta noche un «tiempo claro y despejado».
Miró el sol, que nos estaba asando vivos, y añadió:
—De todos modos, tal vez un poco más fresco que en este momento.
Como para demostrar que aquella parte de la tarea nos correspondía a nosotros y sólo a nosotros, y que, en la jungla, los otros no eran más que unos novatos, Giulio y yo habíamos tomado resueltamente el mando de la columna, el kilómetro anunciado por Maddock, entre el río y nuestro campo de aterrizaje, se multiplicaba. A la derecha, habíamos oído rugir a un tigre. A pesar de que íbamos con cierto adelanto, apresuramos el paso.
Tardamos una hora en alcanzar el Sé San. Discurriendo sobre un lecho de roca negra, brillaba bajo la luna como un espejo y resultaba tan visible como en pleno día.
Los muchachos se pusieron un traje de neopreno bajo la mirada divertida de Cavassa, el cual, teniendo en cuenta la temperatura del agua, se hubiera lanzado a ella desnudo.
Uno de los White-House-Men, provisto de unos prismáticos, descendió río abajo. Una hora más tarde, un compañero fue a relevarle. La espera se prolongó, agotadora. Eran cerca de las tres de la mañana cuando el vigía dio la señal.
Inmediatamente, tres hombres remontaron la orilla, seguidos del general Shift, imponente con su uniforme de gala, y de Willy, el ayudante de Maddock, vestido de coronel.
Al cabo de unos instantes, los sampanes se hicieron visibles. Subían despacio, a pesar de que la corriente no era violenta, tal vez porque se sabían con adelanto sobre el horario previsto.
Forbes se echó al agua. Los sampanes navegaban casi por el centro del río. Pasó el primero, luego el segundo. Oí claramente el choque de metal contra metal, y el último sampán pareció súbitamente abandonado. Sobre su puente, la vida se animó. Se apresuraban a izar la gran vela única, a echar al agua aquella especie de rama gigantesca que, en ausencia del motor, sirve de timón. Lentamente, la embarcación se acercó a nuestra orilla.
Delante, los otros seguían avanzando. Terminaron por darse cuenta de lo que pasaba detrás, y viraron hacia la orilla.
Maddock me hizo una seña. Al igual que sus compañeros, llevaba sobre su traje de inmersión la bandera norteamericana impresa en toda la superficie del pecho. Le seguí.
Un poco más arriba se detuvo.
—Mantendré la cabeza fuera del agua —me dijo—. Si ve una barca y reconoce a Evans en su interior, haga brillar brevemente su linterna. Evans no se dará cuenta, y a mí me bastará.
Incliné afirmativamente la cabeza. Maddock se echó al agua. Transcurrieron unos minutos; luego oí el ruido regular de unos remos golpeando el agua, antes de ver aparecer un pequeño yuyú manejado por un individuo que llevaba un sarong camboyano y estaba sentado en el banco central. Detrás había un hombre en caî-quan. El tradicional sombrero anamita, redondo y puntiagudo, ocultaba una parte de su rostro. Estaba fumando, y por su modo de sostener el cigarrillo supe que no se trataba de un indígena. Un poco más tarde le encuadré perfectamente en mis prismáticos y reconocí a Evans, sin error posible.
Hice la señal convenida, retrocedí un poco y me dispuse a contemplar el espectáculo, algo desconcertado por aquel desacostumbrado papel de espectador.
La acción fue tan rápida que me sorprendió incluso a mí. Sin proferir un solo grito, el remero se desplomó, con las manos crispadas sobre el cuchillo que acababa de hundirse en su pecho hasta el mango. Evans cayó hacia atrás. Luego, un gran redondel de agua que se ensanchó hasta el infinito, y una barca que descendía en dirección al último sampán, distante todavía un centenar de metros, transportando un cadáver.
Vi a Maddock que subía a la superficie. Un rayo luminoso cruzó el cielo, se apagó. La señal para todos. Me pregunté si debía quedarme allí para ayudar a Maddock a transportar su prisionero; pero instintivamente me dirigí hacia el lugar donde se encontraba Giulio.
Del último sampán habían echado una pasarela de tablas, y dos hombres estaban en la orilla fijando una amarra, en tanto que otro reparaba el motor a la luz de un farol.
Giulio cayó silenciosamente sobre los dos individuos, les agarró por la nuca y les dejó sin sentido haciendo entrechocar sus cabezas. Abrió las manos y las dos víctimas se desplomaron, inertes.
Satisfecho, con su imprudencia habitual, empezó a trepar por la pasarela tan visible como una nariz en medio de una cara. Vi brillar el acero de un arma blanca. Mi Luger vino a pegarse como por arte de magia a la palma de mi mano derecha.
Apreté el gatillo, y lo apreté por segunda vez, porque otro macaco abandonó el motor para empuñar un F. M. oculto bajo un toldo.
Cavassa se volvió hacia mí, majestuoso. Gritó:
—¡Gracias, viejo!
Exactamente como si acabara de ofrecerle un cigarro; luego continuó su camino. Poco después estalló su estentórea voz:
—¡Calma, muchachos! ¡No pasa nada! Soy el coronel Cavassa. Hemos sido traicionados. El mayor os lo explicará todo un poco más tarde. Ahora vamos a desembarcar en silencio y uno a uno.
En aquel instante vi a Maddock, me pregunté cómo era posible que hubiera llegado ya, y presentí lo que iba a pasar. Maddock se izó, apoyándose en un ancla mal equilibrada contra la liza. El último esfuerzo que efectuó para saltar sobre el puente le hizo oscilar y caer al agua. Semejante a un reptil, una jarcia de acero onduló sobre el puente, se tensó, aprisionando una de las piernas de Maddock en un nudo.
Maddock sintió el peligro. Empuñó la jarcia, se arqueó, con el rostro contraído; arrastrado a pesar de sus 230 libras, con la pierna ensangrentada.
Uno de los falsos GI, que debía ver lo que pasaba desde el lugar en que se encontraba, dio un grito. Giulio se volvió rápidamente, saltó. Empuñó la jarcia mientras Maddock, vencido por el sufrimiento, ponía los ojos en blanco. Con los músculos del cuello tensos como cuerdas de piano, Giulio tiró de la jarcia hasta hacer subir el ancla, la cual dejó caer sobre el puente. Luego, tranquilamente, volvió a su arenga:
—Voy a llevaros a una llanura situada a una hora de distancia, donde embarcaréis en los bananas que vienen a buscaros. Vamos, en marcha, y silencio…
Impresionados, no sé si por su demostración de fuerza o por sus palabras, los hombres salieron, uno a uno, bajaron por la pasarela y se agruparon en orden.
Bruscamente, adquirí conciencia del silencio. Habían disparado más hacia arriba y los disparos habían cesado. Oí moverse los juncos y vi aparecer a Forbes, el cual me interrogó con la mirada.
—Por aquí, todo va bien —dije.
—Willy no ha tenido dificultades. Vengo de allí. El general no lo ha pasado tan bien, pero finalmente ha conseguido dominar la situación. Los hombres han formado en columna. Se dirigen a la llanura. Cada grupo cree que el mayor Evans se encuentra en el otro. Nuestra radio ha avisado a Tourane. Envían dos bananas. El grupo 2, el de Willy, saldrá con la primera. Es necesario que los muchachos del grupo 1 crean, lo mismo que el vuestro, que el mayor Evans vuela con el grupo 2. ¿Quiere usted transmitir la consigna?
Sacudí la cabeza.
—No. La cosa está saliendo muy bien. Es preferible que no vean a un paisano. Además, fui su prisionero. ¿Acaso lo ha olvidado?
Parpadeó para darme a entender que había comprendido y se encaminó al lugar donde se encontraba Cavassa.
Maddock descendió por la pasarela, cojeando. Su pierna parecía hacerle sufrir de un modo horrible.
—¿Cómo va eso, pequeño? —inquirió Cavassa con un paternalismo irónico, cuando Maddock pasó por delante de él.
—Muy bien —respondió agresivamente Maddock.
Vi a Forbes. Llamó a Giulio aparte y habló con él brevemente. Luego regresó hacia mí, sosteniendo a Maddock.
Estaba decidido a no dejarme ver. Les seguí hasta el lugar donde se habían cambiado de ropa. La jarcia había segado el tobillo de Maddock hasta el hueso. Resistía muy bien el golpe. Forbes cortó el traje de inmersión con un cuchillo. Mientras le ayudaba, pregunté:
—¿Y Evans?
—Se debatía como una rata. Tuve que ahogarle —respondió Maddock.
Forbes vendó la herida.
—Improvisaremos unas parihuelas —dije—. No se preocupe. Todo ha salido bien.
—Sí. Gracias…
En aquel instante, resonó una estruendosa orden:
—Go!
Maddock cerró los ojos.
—¿Eso es lo que su amigo el coronel entiende por «no hacer ruido»? —inquirió.
Encendí un cigarrillo, sonriendo y volví a encontrar los ojos claros de Maddock.
—De todos modos, ese hombre tiene una fuerza descomunal —reconoció—. Le debo la vida. En mi lucha con Evans, perdí la botella…
—A propósito de botella —dijo Forbes—, ahora que la acción está prácticamente terminada…
Sacó un frasco de Old Crow de su macuto.