IGUAL QUE EL INSPECTOR MAIGRET
Vincent McConnor
El verdeante parque en el corazón de Londres, para el ojo del transeúnte, no había cambiado en medio siglo. Pero para George Drayton, nacido hacía 73 años en un enorme dormitorio que dominaba Knightswood Square, había ido cambiando en todas las formas posibles. Nada era como acostumbraba a ser antes.
Él era la segunda persona en entrar en la plaza, hubiera sol o niebla, cada mañana. Perdí, el jardinero, era siempre el primero, y la señora Heatherington la tercera. Actualmente era la cuarta, debido a que su viejo pequinés, Kwong Kwok, se atrevía a cruzar la puerta antes que su ama. Así habían sido las cosas durante más de 30 años. Excepto que el jardinero nunca estaba allí los domingos y días festivos. En esos días George Drayton era el primero.
Cada residente de las largas hileras de mansiones idénticas que rodeaban Knightswood Square poseían una llave que abría todas las puertas de la verja de hierro que, hasta la altura del hombro, rodeaban el parque. Una discreta señal cerca de cada puerta advertía que aquel era un parque privado.
George Drayton olisqueó el aire matutino al salir bajo el pórtico de blancas columnas y dejar que la masiva puerta principal se cerrara por sí misma tras él. Se detuvo por un instante en el amplio peldaño superior, escrutando con la mirada la soleada plaza en busca de Purdy. Un azulado velo de humo se enroscaba en el extremo norte del parque. El jardinero debía estar quemando la acumulación de hojas y flores secas del día anterior. Cada día rastrillaba todos los senderos, recogía cada hoja caída y rama rota. Antes de oscurecer estaban siempre cuidadosamente apiladas para ser quemadas a la mañana siguiente.
El sol había aparecido por encima de las chimeneas del lado opuesto de la plaza, arrojando un velo de neblina a través de las elegantes fachadas estilo regencia, de tal modo que lo único que podía ver era un atisbo de columnas blancas contra ladrillos oscuros. Iba a ser un apacible día de agosto. Se sentaría en su banco matutino bajo las protectoras ramas del roble. Solía ocupar varios bancos favoritos, según el tiempo y la estación del año, pero nunca el mismo banco por la mañana y por la tarde.
George empezó a descender los bajos peldaños de mármol hasta la acera, cuidando de no dejar caer sus libros o su cojín de piel. Llevaba tres libros al parque cada mañana. Hoy eran una nueva novela de su propia editorial y dos novelas de detectives.
—Buenos días, señor —Fitch, el celador, se apartó de la parte baja de las escaleras, donde estaba dándole brillo a la barandilla de latón—. Otro excelente día, señor.
—Espléndido. —Siguió andando, antes de que Fitch se enredara en una de sus chácharas que lo entretendrían al menos diez minutos. En esas desafortunadas mañanas en que le resultaba imposible escapar, la señora Heatherington y Kwong Kwok siempre llegaban a la plaza antes que él.
Vaciló en el bordillo de la acera y miró a ambos lados para ver si venía algún coche. Sólo había el lechero empujando su pequeño carrito en el extremo más alejado de la calle. George anduvo más rápidamente al cruzar en dirección a la estrecha acera que bordeaba toda la Knightswood Square. Al llegar al otro bordillo frenó nuevamente el paso y se dirigió hacia la puerta más cercana. Dejó el cojín y los libros en el pilar junto a la puerta mientras buscaba la llave en su bolsillo. Siempre había un momento de pánico cuando era incapaz de encontrarlo entre el batiburrillo de objetos que llevaba encima. ¡Maldita sea! Tendría que desandar todo el camino hasta su casa. Fitch no podría ayudarle. A ninguno de los celadores se les permitía tener llaves. Entonces sus dedos tocaron frío metal, y un suspiro de alivio escapó de sus labios.
George abrió la puerta y penetró en la plaza. Había llegado antes que el pequinés.
Antes de cerrar la puerta sacó su llave de la cerradura y volvió a metérsela en el bolsillo. Luego, en un último estallido de prisa, se dirigió hacia el umbroso banco matutino bajo el roble. Colocó su cojín de piel en el banco y se sentó encima, disponiendo los libros a su lado.
Mientras llenaba su primera pipa del día dejó que sus ojos vagaran por las familiares mansiones que rodeaban la plaza. George sabía quién vivía detrás de cada ventana. Sabía también quién dormía hasta tarde, quién estaba enfermo, muriéndose o convaleciente, qué esposa había abandonado a qué esposo. Su mujer de la limpieza lo mantenía informado. Dos veces al día le traía todas las últimas noticias de la Knightswood Square. Últimamente se quejaba de que no ocurrían muchas cosas. Se había hablado de poco que valiera la pena desde el asesinato del año pasado. Esa clase de cosas no ocurrían lo suficientemente a menudo como para complacer a la señora Higby.
Venía a trabajar a su casa varias horas, cada día excepto los domingos, y efectuaba lo mismo en otras dos casas de la plaza. Más avanzada la mañana, mientras él permanecía sentado en el parque, la señora Higby limpiaría y arreglaría el piso y cocinaría su comida. Él siempre se hacía su propio té, pero ella regresaba tras terminar sus otros trabajos y preparaba su cena antes de tomar el autobús que la llevaría de vuelta a su casa en Putney.
Cada día, mientras le servía la comida y la cena, le informaba con deleite de las noticias del día. Siempre escuchaba las charlatanerías de la señora Higby porque, de otro modo, nunca sabría lo que ocurría detrás de las ventanas de sus vecinos. Había sido exasperante, el invierno pasado, cuando ella tuvo que quedarse en cama por culpa de la gripe. Había buscado a una mujer a través de una agencia, pero no sabía nada de los demás residentes de la plaza. Fue como si no hubiera recibido sus periódicos de la mañana y de la tarde durante tres semanas.
Purdy pasó ante él arrastrando una carretilla vacía, sin decir palabra, tan sólo tocándose la gorra con un dedo sucio de tierra. Nunca se paraba a conversar hasta bien entrada la mañana.
George observó como el jardinero seguía con su trabajo, cavando junto a las raíces de una rosaleda. Luego se giró para mirar al otro lado, hacia el lado sur de la plaza, pero no había señales de la señora Heatherington y de su pequinés.
Comprobó su reloj. Las 9:36. ¡Seis minutos tarde! Lo más probable era que estuviera preparando las maletas para sus vacaciones. Iba a tomar un tren de la tarde en la Estación Victoria hasta Brighton, donde su cuñada la estaría esperando para conducirle a Hove. La vieja dama pasaba dos semanas cada mes de agosto con su hijo y su familia en su agradable casa georgiana que dominaba la distante orilla del mar. La señora Higby le había descrito el lugar muchas veces, con todo detalle; ella lo sabía todo a través de su amiga la señora Price, que acudía dos veces por semana a limpiar para la señora Heatherington.
Una sensación de movimiento llamó su atención en el lado opuesto del parque, y giró su cabeza para ver a alguien en bicicleta. Cuando sus ojos se ajustaron a la distancia pudo ver que se trataba de Willie Hoskins que, una vez al mes, limpiaba todas las ventanas que daban a la plaza. Cada piso tenía su día establecido para la limpieza de sus ventanas.
Willie detuvo su bicicleta frente al número 26, la subió a la acera, y la apoyó contra la barandilla de la escalera que descendía al sótano.
Luego tomó un cubo que colgaba del manillar y subió con él por las escaleras que conducían a la puerta principal. George pudo ver una llamarada de color cuando el sol se reflejó en el rojizo pelo de Willie, observó los guantes amarillos de goma sujetos bajo el ancho cinturón de piel que rodeaba su cintura, la camisa y los pantalones de descolorido color azul, mientras el muchacho entraba en la casa. ¿Muchacho? Era un hombre casado de 23 años con una mujer que, según la señora Higby, acudía regularmente a denunciarle al juez local con cargos tales como borrachera, falta de manutención y malos tratos.
Los ocupantes de la plaza amenazaban frecuentemente con prescindir de los servicios de Willie, pero este siempre los desarmaba con su gran sonrisa, mostrando sus blancos dientes y agitando su rizada cabeza. Se sospechaba que Willie no era contrario a hacer alguna que otra visita a algunas de las damas de Knightswood Square entre lavado y lavado de ventanas…
—¡Es un auténtico bribón! —solía decir la señora Higby—. Siempre deja la puerta delantera abierta cuando está lavando las ventanas allá donde estoy.
George se volvió para buscar una vez más a la señora Heatherington. En aquellos momentos estaban bajando las escaleras de la mansión donde tenía un piso en la parte delantera de la segunda planta. El pequinés estaba tirando de su correa, furioso por llegar tarde, ansioso de entrar en el parque. Arrastró a su ama cruzando la calle y, cuando ella hubo abierto la puerta, saltó al césped, arrancando la correa de cuero de la mano de la mujer. El pequeño animal corrió hacia su matorral preferido mientras la vieja dama cruzaba la puerta y devolvía la llave a su bolso. Se dirigió hacia donde estaba el atareado perro y se inclinó rígidamente para sujetar de nuevo la correa. Luego, finalmente, se alzó para dar un vistazo a toda la plaza.
Entonces George Drayton miró en otra dirección. No tenía idea de si la señora Heatherington podía verle desde aquella distancia, pero no deseaba que llegara a pensar que la estaba observando. Así que siempre miraba hacia otro lado.
Observó a Willie Hoskins lavando una ventana en la tercera planta del número 26… el piso del coronel Whitcom. Un reflejo del soleado cielo destelló en los dos cristales que ya había limpiado, pero los demás estaban opacos con la acumulación de un mes del hollín londinense. Mientras contemplaba al limpiaventanas en pleno trabajo, oyó el arrastrado sonido de los pasos de la señora Heatherington acercándose por el camino, y cuando estuvo más cerca captó las suaves pisadas del pequinés. Se giró para mirar y descubrió que estaban mucho más cerca de lo que había supuesto.
El pequinés pasó ante él exhibiendo un mayestático desdén, pero su ama hizo una inclinación de cabeza y sonrió. George Drayton devolvió el saludo, como de costumbre. Nunca hablaban. De hecho, nunca había oído la voz de la señora Heatherington excepto cuando le hablaba al perro.
George les observó dirigirse hacia la puerta norte. La vieja dama se detuvo un momento para hablar con el jardinero. Normalmente sólo saludaba a Purdy con un gesto de cabeza. Con toda probabilidad le estaba diciendo que se iba de vacaciones. El jardinero se llevó una mano a la gorra cuando ella siguió su camino saliendo de la plaza, hacia la Old Brompton Road. Debía tener que hacer algunos recados de última hora. Pequeños regalos para sus nietos. Muy probablemente una visita a su banco para sacar dinero para las dos semanas de vacaciones.
Se preguntó la edad que tendría el perro. Un pequinés, llamado Kwong Kwok, había acompañado a la señora Heatherington a su vuelta de China, hacía más de 30 años, cuando regresó a Londres tras la muerte de su marido. Desde entonces siempre había habido un pequinés llamado Kwong Kwok, pero era imposible que el perro original pudiera haber sobrevivido tantos años. El perro era un tópico constante de conversación entre las mujeres de limpieza. Para ellas, y también para George Drayton, todos los pequineses parecían iguales.
El primer paseante del día, conducido por una nodriza uniformada, entró en la plaza mientras George tomaba un libro de su pequeño montón. Muy pronto aquello estaría lleno de los oscuros trajes de nodrizas e institutrices y de sus pupilos. Los chicos mayores lo evitarían y se mantendrían en el extremo más alejado del parque, donde podrían correr y gritar sin miradas ni reprimendas de las fácilmente molestas institutrices.
Dudó si empezar leyendo la novela de Drayton House. Desde su jubilación, hacía ocho años, le habían enviado un ejemplar de cada nuevo libro publicado, pero con demasiada frecuencia se sentía trastornado cuando leía la pretenciosa basura que su sobrino estaba publicando. No quería irritarse en un día tan maravilloso, se dijo. Dejó a un lado el libro y vaciló, decidiendo entre el nuevo Simenon y la nueva Christie. Aquella parecía ser una mañana perfecta para leer algo sobre París. Simenon iría de maravilla…
Mientras abría el libro por la primera página echó una mirada a través de la plaza hacia las ventanas llenas de suciedad del piso de la tercera planta donde se había producido el asesinato el año pasado. Seguía con las cortinas echadas. El piso de los Clarkson nunca había vuelto a ser alquilado. Y el asesinato seguía sin resolver.
Durante dos horas se perdió en un París lluvioso. El inspector Maigret estaba sentado en un pequeño café, bebiendo calvados, escuchando la charla de sus vecinos de mesa mientras observaba una casa al otro lado de la calle donde un hombre había sido asesinado. Regresó a casa para comer con madame Maigret en el apartamento del Boulevard Lenoir, luego de vuelta en medio de una fría llovizna al café con su vista sobre la desierta calle. Bebiendo ponche tras ponche. Fumando su pipa…
George dejó el libro y llenó su pipa. ¿Por qué no podía permanecer sentado allí y, a través de la pura deducción, igual que el inspector Maigret, resolver el asesinato del año pasado? Excepto que el Nuevo Scotland Yard había puesto a sus mejores hombres en el caso Clarkson, y habían sido incapaces de encontrar ninguna huella del asesino.
Mientras George encendía su pipa observó a la señora Higby, con paquetes en ambos brazos, subir los escalones delanteros de su casa. Una hora más y debería subir a su piso, donde encontraría la comida aguardándole. ¡Cómo se sorprendería la señora Higby si le anunciaba el nombre del asesino de la señora Clarkson mientras comía su chuleta!
Se giró de nuevo para estudiar las cubiertas ventanas del piso donde se había cometido el asesinato. La víctima, la joven señora Clarkson, estaba separada de su marido, pero no divorciada. Harry Clarkson tenía una coartada para cada minuto de la tarde en que su esposa fue muerta. Habían encontrado su cuerpo parcialmente vestido, cruzado sobre la cama, con una media de seda anudada en torno a su garganta, y otra metida en su boca. Los periódicos dijeron que no había sido atacada sexualmente.
Clarkson había atestiguado, en la encuesta del corone, que hacía varios meses que no había visto a su mujer. Su abogado le enviaba mensualmente un cheque y, regularmente, intentaba persuadirla de que el divorcio sería algo más juicioso; pero ella se había negado a discutir tal posibilidad. Su criada dijo a la policía que la señora Clarkson recibía visitas masculinas. Nunca había visto a ninguno de esos hombres, pero cada mañana, tenía que limpiar todos los ceniceros. Desgraciadamente, no tenía la menor idea del dinero que podía guardar la señora Clarkson en el piso, así que no había forma de saber si había existido robo además de asesinato. El bolso de la mujer muerta, conteniendo unos pocos chelines, fue hallado sobre su tocador.
La policía informó que no se habían encontrado huellas dactilares. Todas las personas más o menos cercanas fueron interrogadas: el celador del edificio, el lechero, la florista, el empleado de la lavandería, el verdulero, el limpia ventanas, el cartero, el chico de los recados de la farmacia. Todos los nombres de la agenda de la señora Clarkson fueron localizadas e interrogados. Nadie sabía nada.
Un lejano repicar de campanas sacó a George Drayton de sus sueños de asesinato. Las doce. Debería terminar el Simenon después de comer. Mientras se ponía en pie miró una vez más hacia el piso de los Clarkson. Maigret hubiera resuelto el misterio fácilmente, sentado allí en la plaza, mirando a aquellas ventanas con las cortinas echadas. Pero él, George Drayton, no tenía ninguna idea, ni la menor sospecha… pese a todas las novelas de detectives que había leído y publicado.
Tomó sus libros y su cojín de piel y se dirigió hacia la puerta. Mientras andaba sendero abajo observó que el jardinero estaba comiendo un bocadillo apoyado entre las dos barras de su carretilla. George miró hacia Willie Hoskins, pero el limpiaventanas había desaparecido. Todas las ventanas del piso del coronel Whitcom relucían a la luz del mediodía, reflejando brillantes rectángulos de cielo azul.
En vez de una chuleta había salmón frío para comer, y lo engulló con apetito. Hacía todas sus comidas en una pequeña mesa del estudio, rodeado de estanterías repletas de libros y haciendo frente a las altas ventanas que dominaban la plaza.
La señora Higby tenía su habitual colección matutina de chismorreos.
—Esa joven pareja americana que subarrendó el número 29 se van a París, la semana próxima.
Sí, Maigret hubiera resuelto el asesinato de la Clarkson sin dificultad. Excepto que ahora el caso tenía más de un año de antigüedad y las pistas debían haberse desvanecido desde hacía tiempo.
—El viejo del número 12 le está dando de nuevo a la botella. El señor Mortan, el superintendente, tuvo que ayudarle a salir de su taxi la otra noche. Tuvo que meterlo en el ascensor y subirlo hasta su piso. Tengo un estupendo trozo de Leicester para usted.
Estudió las ventanas con las cortinas cerradas del apartamento de los Clarkson, al otro lado de la plaza, mientras comía el queso. Era curioso que alguien —el celador o el abogado de la mujer muerta— no se preocupara de limpiar aquellas ventanas.
—La señora Heatherington sale esta tarde de vacaciones. Ella y ese viejo zorro. Este año le ha dicho a la señora Price, su mujer de la limpieza, que no vaya mientras ella esté fuera. Le ha pagado esas dos semanas. Le dijo que se tomara un poco de descanso. Es una mujer estupenda, esa señora Heatherington.
Tras la comida, George colocó su cojín en un banco vespertino cerca del ángulo norte de la plaza, de espaldas al sol. Cargó de nuevo su pipa y, mientras fumaba, observó la renovada actividad a su alrededor.
El jardinero estaba podando algún tipo de arbusto cerca de la rosaleda. La mayoría de los chicos mayores y más ruidosos aún no habían aparecido. Probablemente estaban haciendo la siesta. Varias de las nodrizas habían vuelto con sus bebés. ¿O eran otras distintas? Algunas de ellas permanecían sentadas dormitando bajo el cálido sol.
Observó que Willie Hoskins estaba lavando ahora las ventanas del piso de la señora Heatherington. Era extraño que la vieja dama deseara lavarlas la tarde misma en que se marchaba. Claro que había dado vacaciones a su mujer de limpieza, de modo que no habría nadie en las siguientes dos semanas para dejar entrar en su piso a Willie Hoskins o a cualquier otro.
George abrió el Simenon y volvió inmediatamente a París. Se absorbió tanto en los progresos de Maigret que ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba a su alrededor en la plaza. Una bandada de niños gritones pasó corriendo por su lado sin que los oyera. El distante repicar de las campanas en los cuartos de hora no penetró en su oído interno. Era consciente tan sólo de los sonidos y voces de París, tal como los oía Maigret.
Un repentino y penetrante grito, agudo y estridente, lo hizo regresar a Londres y a la Knightswood Square.
Algunas de las nodrizas seguían sentadas junto a sus cochecitos. El jardinero estaba barriendo uno de los senderos. Nadie en la plaza parecía haber notado el grito que él había oído. ¿Lo había oído realmente? ¿Y era sonido humano o animal? ¿Quizás uno de los chicos mayores jugando a lo lejos? El sonido no se repitió.
George alzó los ojos a las ventanas del piso de la señora Heatherington. Aparentemente el limpiaventanas había terminado y se había ido a su próximo trabajo. Una de las ventanas había quedado abierta y las cortinas no estaban echadas.
Extrajo su reloj y miró la hora: las 4:27.
La señora Heatherington debería haber telefoneado pidiendo un taxi y salido para la Estación Victoria hacía ya tiempo.
Era extraño que no hubiera notado su marcha. Recordó la escena de otros años. El equipaje siendo bajado por el taxista. Lo último de todo, el pequeño cesto de mimbre conteniendo al pequinés. Se preguntó si la vieja dama habría olvidado cerrar aquella ventana y correr las cortinas en la excitación de la partida.
Vio que le faltaban como una docena de páginas para terminar el Simenon. El rompecabezas en la novela de detectives estaba ya casi resuelto.
… Maigret avanzaba ahora rápidamente. Cada una de las pistas que habían parecido antes tan inocentes se habían vuelto ominosas a medida que el corpulento detective francés las iba uniendo entre sí.
—Perdón, señor.
George levantó la vista del libro para ver ante él al jardinero con un gran ramo de rosas amarillas en su mano.
—Le dije a la señora Heatherington que tenía esas rosas para ella. Recién cortadas. Se le mantendrían hasta que llegara a Hove.
—Son realmente hermosas.
—Le dije que se las daría antes de que se marchara. Pero no la he visto irse.
—Yo tampoco la he visto. Estaba leyendo.
—Quizá sea mejor que me las lleve a casa. Le daré una sorpresa a mi vieja. —Purdy mantuvo el ramo cuidadosamente frente a él mientras regresaba sobre sus pasos.
George volvió a abrir el Simenon. Mientras seguía leyendo, algo pareció ensombrecer las páginas finales del libro. Las palabras impresas se hicieron borrosas mientras sus pensamientos empezaban a vagar.
¿Por qué había olvidado la señora Heatherington el ramo de rosas?
¿Y por qué no había cerrado aquella ventana antes de irse de vacaciones? ¿Y corrido aquellas cortinas?
… Maigret había cruzado la calle y estaba subiendo las escaleras en dirección al piso donde se había cometido el asesinato.
No había habido huellas dactilares en el apartamento de los Clarkson debido a que obviamente el asesino había llevado guantes.
Era un perro el que había gritado. George estaba seguro de ello ahora.
¿Podía haber sido el perro de la señora Heatherington? ¿Por qué habría producido el pequinés aquel sonido? Raramente ladraba. Por supuesto, había otros perros en las mansiones que rodeaban Knightswood Square.
—… Maigret estaba ahora de pie en el oscuro vestíbulo, fuera del apartamento del asesinato, escuchando a través de la puerta.
Era una lástima que la señora Clarkson no hubiera tenido un perro. Quizá le hubiera salvado la vida.
George miró de nuevo hacia las ventanas con las cortinas echadas del piso de los Clarkson.
Esas ventanas sucias. Lamentable.
¡Ventanas sucias!
George se giró para mirar de nuevo a las ventanas de la señora Heatherington. ¡Había algo no correcto en ellas!
La ventana abierta había sido lavada completamente. Todos sus cristales resplandecían a la luz del atardecer. Y la ventana contigua a ésta reflejaba el cielo azul en cada rectángulo de brillante cristal. Pero las otras dos ventanas seguían sucias de polvo y hollín.
La mitad de las ventanas del piso de la señora Heatherington no habían sido lavadas…
—¿Por qué?
¿Había visto Willie Hoskins algo en el interior del salón de la señora Heatherington? ¿Algo que lo había detenido en mitad de su trabajo?
¿Y por qué diablos la vieja dama no había cerrado aquella ventana y corrido las cortinas antes de irse para el tren?
¿Por qué se había marchado sin aquel ramo de rosas que el jardinero había cortado para ella?
Rosas amarillas.
Algo más también amarillo…
¡Los guantes del limpiaventanas! ¡Eso era! Willie Hoskins siempre llevaba guantes de goma amarillos.
Nada de huellas dactilares.
¿Por qué había gritado el pequinés?
¿Qué posible razón…?
—¡Asesinato! —la terrible palabra estalló en su garganta—. ¡Asesinato! —Ya estaba de pie, señalando hacia la abierta ventana de la señora Heatherington.
Todo el mundo en Knightswood Square se giró para mirar. Purdy estaba corriendo hacia él por el césped.
—¡Ahí arriba! ¡La señora Heatherington! ¡Apresúrense! ¡Llamen a la policía!
El jardinero, sin detenerse a hacer ninguna pregunta, echó a correr hacia la puerta más cercana, en el extremo sur de la plaza.
George Drayton se dejó caer sobre su cojín de piel, exhausto y sin aliento. Todo lo que fue capaz de recordar de las siguientes dos horas fue una confusión de rostros desconocidos.
La llegada de los primeros policías.
Los coches haciendo chirriar los neumáticos al frenar.
Hombres con trajes oscuros apresurándose hacia el piso de la señora Heatherington.
La ambulancia.
Una nube de gente curiosa arracimándose en la acera.
Personas vestidas de blanco bajando algo por la escalera.
Su banco rodeado. Los hombres vestidos de oscuro. Preguntas corteses. ¿Cómo sabía lo que había ocurrido? ¿Qué era lo que había visto? ¿Había oído algo? ¿El perro? Las preguntas se sucedían una tras otra hasta darle dolor de cabeza.
Finalmente consiguió irse a casa, a la quietud de su piso, donde se tendió agradecido en el sofá de su estudio…
Lo despertó la señora Higby.
—¡Es usted un héroe! ¡Salvó la vida a la vieja señora! Dijeron que una hora más y no hubieran podido hacer nada por ella. Como el perro. Pobre criatura. La cabeza destrozada…
—¿La señora Heatherington? ¿Está…?
—En el hospital. Han tenido que operarla. Pero se pondrá bien. Acabo de hablar con la señora Prince, su mujer de la limpieza, y la policía se lo ha dicho. Dicen que a la vieja señora le robaron el dinero. El que había sacado del banco para sus vacaciones. Me temo que su cena se va a retrasar un poco esta tarde.
Sonó el teléfono.
La señora Higby se apresuró a descolgar el auricular.
—Residencia del señor Drayton… ¿De qué se trata, querida? ¿Qué ha ocurrido ahora?… ¡Estupendo! —Se giró para transmitir la información—. Es mi compañera; la señora Price. ¡Han atrapado a Willie Hoskins! Borracho en un pub de Chelsea. Con el dinero de la vieja señora aún en el bolsillo. —Sus ojos se abrieron mucho cuando habló de nuevo por el teléfono—. ¡No me digas! Nunca lo hubiera creído.
Se giró de nuevo hacia el sofá.
—Ha confesado que mató a la señora Clarkson el año pasado. Siempre dije que era un mal bicho.
George Drayton sonrió. Había resuelto el caso Clarkson. Y lo había hecho sin moverse de su banco en Knightswood Square… igual que el inspector Maigret.