EL HOMBRE QUE NUNCA HIZO NADA A DERECHAS
Robert Bloch
Llegó al trabajo rápidamente a las diez en punto.
Hanson estaba ya aguardando detrás de la puerta cuando la abrió con su llave, y Hanson tenía el ceño fruncido.
—De nuevo tarde —dijo Hanson—. Hoy tengo una cita importante.
—Pero si son tan sólo las diez… mira mi reloj…
Hanson pasó junto a él barriendo su observación con una mano.
—Nunca haces nada a derechas —murmuró—. De acuerdo, a la celda, Chiquito.
Hanson tomó las llaves, lo encerró dentro, y se fue.
Y se quedó solo en la habitación.
Hanson la había llamado una celda, y en cierto modo lo era. La habitación era demasiado pequeña, demasiado calurosa, demasiado desnuda. No tenía ventanas, y la luz indirecta producía un resplandor constante. El único mobiliario era una mesa y una silla; no había radio, ni televisión, nada que leer, ni siquiera un camastro donde descansar. Se suponía que uno no debía descansar, por supuesto: se suponía que debía permanecer alerta y aguardar las órdenes del altavoz situado en la parte alta de la pared.
Aquel era su trabajo… tan sólo una hora de guardia cada noche, de las diez a las once. Todo lo que tenía que hacer era esperar órdenes, y por supuesto nunca había órdenes de ninguna clase. No era una tarea dura, en absoluto, pero el botón lo ponía nervioso.
Era simplemente un botón pequeño, colocado en la pared bajo el altavoz. Podía sentarse dándole la espalda si lo deseaba y pretender que no estaba allí.
Pero estaba allí, y lo ponía nervioso. Una hora cada noche era todo lo que podía hacer: una hora cada noche, sentado en aquella habitación cerrada con llave, con el pequeño botón.
El truco consistía en pensar en alguna otra cosa.
Se sentó y tomó un cigarrillo, entonces recordó que no tenía cigarrillos. No fumar… era una de las reglas. No era extraño que Hanson le hubiera llamado una celda.
Quizá la rutina estaba afectando también a Hanson. Quizás él también estaba preparado para lanzarse. Pero no, Hanson no se lanzaría. No era del tipo de lanzarse. No el apuesto Hanson… ese gran mono, siempre hablando de sus citas importantes. Seguro que esta noche se había sentido terriblemente apresurado para irse. Y había aquella detestable sonrisa en su rostro, como si se estuviera preparando para ir a ver a Myrna.
Pero no, por supuesto. Myrna no era la chica de Hanson; era su chica. Se lo dijo así a él la semana pasada, le había jurado que había plantado a Hanson, le había dicho que lo había puesto de patitas en la calle. Ahora eran solamente ellos dos, Myrna y él.
Y esta noche, exactamente dentro de una hora, cuando saliera de aquí…
Entonces recordó. Myrna había llamado y había dejado un mensaje para él. No podía verle esta noche, tenía dolor de cabeza.
Dolor de cabeza. Él también tenía dolor de cabeza. Particularmente cuando recordó la sonrisa de Hanson. ¿Podía ser que…?
No, ella no le traicionaría.
Pero Hanson sí.
—Nunca haces nada a derechas —había dicho Hanson. Y había sonreído cuando había murmurado aquello, sonreído como si poseyera algún tipo de secreto. Parecía no saber esperar para encerrarle allí dentro, en la celda.
—De acuerdo, a la celda, Chiquito.
Chiquito. Aquello era lo que realmente dolía.
Porque era bajo y pequeño. Lo sabía, Hanson lo sabía, Myrna lo sabía.
¿Pero era culpa suya ser bajo y pequeño? ¿Era eso una excusa para ser criticado, para que se rieran de él, para que le gastaran bromas? No podía evitar el ser bajo y pequeño, del mismo modo que Hanson no podía evitar el ser alto y apuesto. Pero no era divertido.
Se puso en pie, sintiendo el calor y la claustrofobia de la pequeña habitación. Dios, ¿por qué no ocurría nunca nada? No había ningún sonido. Y tenía todavía cincuenta minutos ante sí. Cincuenta minutos… aquello significaba que tan sólo habían pasado diez. ¿Cuánto podría resistirlo? ¿Cuánto podría resistirlo, sabiendo que Hanson estaba ahí afuera, libre? Hanson y Myrna, juntos, riéndose de él en la celda, riéndose de Chiquito, que nunca hacía nada a derechas.
Piensa en alguna otra cosa, se dijo a sí mismo.
Se descubrió contemplando fijamente el botón.
El botón, el pequeño botón en la pared.
Se giró, diciéndose a sí mismo que no debía ponerse nervioso, que debía olvidar el botón. En poco menos de cincuenta minutos estaría fuera de allí, podría telefonear a Myrna, decirle que la amaba, y se reirían juntos de sus temores de ahora.
¿O se estaría ella riendo ahora? ¿Ella y Hanson, juntos? ¿Para qué intentar engañarse a sí mismo? Era cierto, estaba seguro de ello. ¡Aquel maldito Hanson! Debería matarlo.
Piensa en ello por un momento. Sí. Piensa en matar a Hanson.
El problema estribaba en que no podía. Porque él era Chiquito. Y Hanson era grande y fuerte. Nunca tendría ninguna oportunidad; ninguno de ellos podía tener acceso a armas, nunca, por obvios motivos de seguridad. Además, nunca había utilizado una pistola o un cuchillo. Seguro que si lo intentaba le saldría mal. «Nunca haces nada a derechas».
Así que Hanson seguiría viviendo y riendo y amando, mientras Chiquito permanecía allí encerrado en la celda con el pequeño botón.
¡Si tan sólo hubiera alguna manera de matar a Hanson, alguna manera de cometer el crimen perfecto!
Pero no era lo suficientemente listo como para imaginar algo así, y no era lo suficientemente alto o fuerte o valeroso como para llevarlo a cabo hasta el final.
Empezó a andar arriba y abajo por la pequeña habitación, maldiciendo entre dientes. ¡El crimen perfecto! No existía tal cosa. No importaba lo meticulosamente que uno lo planeara, siempre quedaba algún desliz en algún lugar a lo largo del proceso. El único crimen perfecto era uno que nadie pudiera llegar a saber nunca.
Fue entonces cuando se detuvo, de pie frente al botón, inmóvil, mirándolo.
Aquella era una forma. Una forma de matar a Hanson sin que nadie llegara a saberlo nunca. Porque no quedaría nadie para saberlo.
Permaneció inmóvil allá por un momento, mirando fijamente al botón, viéndolo mucho más definitivo de lo que realmente quería. Un pequeño mundo redondo. Pero no importaba, con tal de que Hanson muriera.
Levantó una mano, pulsó.