A COMO EN ALIBI

Lawrence Treat

El teniente Decker, el enjuto Jefe de Homicidios de cabellos y ojos grises, se sentó detrás del desgastado escritorio en su diminuta oficina y se sintió viejo. Vacío interiormente. Con la juventud definitivamente perdida. Vencido, acabado. Veinte años antes era rápido y eficaz, y no había ningún individuo, por importante que fuera, que no terminara confesando.

Pero ahora… ¿qué? Ahí estaba ese Frank London, un disparatado e itinerante vagabundo con pretensiones de cantante de folk, riéndose de él, riéndose de la policía. La lógica no había funcionado, las amenazas no habían funcionado, los trucos que había puesto en práctica no habían funcionado. Nada había hecho mella en el tipo, y Decker ya no tenía otra cosa que hacer. Ni arriba, ni abajo. Ni a ningún lado. Simplemente quedarse quieto y dejarlo correr. Calificar el caso como un fracaso, ponerlo en el archivo de los Sin Resolver, y saber en lo más profundo del corazón que se ha fracasado.

Sólo había una cosa de la que el teniente Decker estaba seguro: Frank London la había matado. Decker lo sabía, y London sabía que él lo sabía… y era por eso por lo que London se le había reído en la cara. Una cara redonda, grande, desproporcionada, con unos grandes ojos ágata, mejillas como pequeñas pelotitas rojas, y aquel imposible bigote rubio retorcido como un manillar de bicicleta decorando su labio superior.

Era un bigote grotesco, trenzado como un tejo o como un pretzel o como un sacudidor de alfombras de mimbre. Los Beatles tenían su peinado, Groucho tenía su cigarro… pero este tipo tenía su bigote; y estaba tomándoles el pelo a Decker y a la Brigada de Homicidios y a todo el Departamento de Policía. Y cuando soltaran a London, de alguien sería la culpa del fracaso, y el nombre de ese alguien sería Decker. William B. Decker, policía desde hacía 35 años y Jefe de Homicidios en los últimos 15. Lo más juicioso era tomarse las cosas con resignación, irse a casa y contárselo a Martha, su mujer. E irse a Florida o a California y no volver a trabajar nunca más, no volver a preocuparse nunca más, no volver a vivir nunca más.

¿Sí? ¡No yo, hermano; no yo!

Decker miró al rollizo trozo de beatnik que estaba ante él y dijo:

—De acuerdo, intentémoslo otra vez. Fueron a la cabaña aproximadamente a las cinco, los parientes de ella ya se habían ido, así que usted y Jodie ensayaron durante un par de horas. Usted la dejó un poco antes de las siete, recorrió el sendero hasta la cima del risco donde estaba aparcado su coche, y nadie le vio. ¡Un maldito fenómeno como usted, y nadie se dio ni siquiera cuenta de su presencia!

—El hombre invisible —dijo London burlonamente. Su profunda, resonante voz de trovador separaba todas las palabras, pronunciándolas cuidadosamente—. Me fui, ¿no? ¿O cree usted que aún estoy allí?

Decker sabía que el coche se había ido de allí alrededor de las siete, aunque nadie podía identificar a London como el conductor.

—Se metió usted en su coche —dijo Decker tajantemente—, condujo hasta su casa, y tomó una ducha. Presumiblemente para quitarse la sangre de encima.

—No había sangre.

—¿Qué hizo usted con la toalla? —preguntó Decker. Aquel era uno de los pocos indicios que tenía. La patrona de London estaba segura de que faltaba una toalla del cuarto de baño de London, y Decker estaba convencido de que el cantante folk la había utilizado para quitarse la sangre de encima y luego se había desecho de ella, junto con el polo que había estado llevando—. ¿Qué hizo usted con la toalla? —preguntó Decker de nuevo.

—La unté con mantequilla, le eché pimienta y sal, y la corté en canapés de toalla. Es mi cena habitual.

Así era como había ido todo el interrogatorio. London tomándole el pelo, deslizándose en círculos alrededor de él, y gozando con cada minuto de ello. Siempre el showman, siempre actuando. Y luego London se lanzó a una obra maestra de pura exasperación. Tomó las increíblemente largas trenzas de aquel bigote suyo que parecía de fantasía, tiró de uno de sus extremos directamente hacia arriba, hacia su nariz, y tensó el otro extremo en ángulo recto, hacia la derecha. Con Decker mirándole, el bigote se parecía ahora a las dos manecillas de un reloj, marcando las nueve en punto.

Las nueve en punto… la hora crucial.

Lo hizo solemnemente, inexpresivamente, y luego volvió a retorcer su bigote en su habitual forma de pretzel, y se quedó sentado allí, con aquella exasperante sonrisa de suficiencia en su rostro, y se negó a hablar. Esa fue su respuesta: al infierno contigo, teniente Decker. Y de algún modo Decker tuvo la sensación de que le había proporcionado la clave para resolver el rompecabezas… que el orgullo y la fanfarronería del hombre se la habían proporcionado; pero Decker simplemente era demasiado torpe como para captarla.

Conteniendo un impulso de abofetear al tipo, el teniente volvió a los senderos de la primera y fútil entrevista entre ambos. Estaba completamente seguro de su culpabilidad, ya entonces. Hizo preguntas, escuchó las respuestas, luego envió a London de vuelta a su celda para la noche, mientras la Brigada de Homicidios investigaba y comprobaba todo lo que London había dicho.

Un procedimiento ortodoxo, y Decker pensó que debía mantenerse frío. Era un juego de niños, se dijo a sí mismo. La coartada de London, su alibi, dependía de la hora en que había sido cometido el crimen, y así simplemente había colocado un reloj en la escena del crimen, marcando la hora de su coartada. Aquel era un truco que nunca había engañado a nadie, una vez el caso era adecuadamente investigado.

Excepto esta vez.

Decker frunció el ceño.

—Cuando acudió usted al Red Grotto para su actuación de la noche, Jodie no vino, y usted subió solo al escenario.

—El espectáculo debía comenzar —dijo London presuntuosamente.

La adrenalina de Decker fluyó abundantemente, y su rostro se puso rojo.

—Usted cantó Frankie and Johnny —dijo secamente—. Luego cantó una nueva canción, una que dijo que acababa de componer. Algunos espectadores recordaron algo de la letra. Empezaba con…

Tomó la hoja de papel en la cual había garabateado el inicio de la balada, a medida que los espectadores la habían ido recordando. Leyó de corrido, prosaicamente:

—«Mi amor se ha ido a un lejano país. Mi amor se ha ido de mí. Cántale a la muerte, di adiós. Oh, suspira, suspira, suspira».

—Una hermosa canción —dijo London juiciosamente.

—¿Dónde la aprendió?

—La hice mientras iba por ahí. Surgió espontáneamente. —London dedicó a Decker una complaciente sonrisa y añadió—: Eso es genio, ¿sabe?

—Estaba cantando usted su réquiem. ¿Cómo sabía que ella estaba muerta?

—No, no sabía. Me sentía triste. Quizá sea telepatía. Quizá su espíritu estaba en mí, durante aquellos pocos minutos. El público se sintió tan impresionado que durante unos segundos nadie aplaudió siguiera. Luego sus aplausos hicieron temblar las columnas. Fue un gran momento.

El cantante de folk inclinó su cabeza hacia un lado y sonrió como una gárgola sobrealimentada.

—Eran exactamente las nueve en punto.

Decker lo miró fijamente, luego giró sobre su silla rotatoria. El mecanismo de la silla chirrió. Alcanzó la manija de la puerta, tiró hacia abajo. Abrió la puerta hacia afuera con una patada.

—Está bien —dijo con voz apagada—. Puede irse. Está usted libre.

London se puso en pie con un grito y tendió su mano.

—¡Teniente, esto es magnífico! Gracias, teniente, gracias.

Decker ignoró su mano.

—Mire —dijo London—, no se lo tome así. Estaba usted equivocado. Olvídelo. Diviértase un poco. Voy a dar una fiesta en el Red Grotto que esta ciudad va a recordar durante años. Quiero que todos mis amigos estén allí, incluido usted. Teniente, sea mi huésped… el huésped de honor.

—Váyase al infierno, pero salga de aquí —dijo Decker, casi escupiendo las palabras.

London se alzó de hombros, sonrió, y se fue.

Decker frunció el ceño mientras pasaba sus dedos por las hojas de papel en su escritorio… las hojas donde estaban escritos la letra de la canción y el horario del asesinato.

Hacía años desde que había perdido por última vez la calma y había dejado ver a un sospechoso cuán furioso podía llegar a estar. Una vez a solas, Decker se preguntó a sí mismo dónde se había equivocado.

Su investigación había sido completa, había examinado los hechos exhaustivamente. No había cabos sueltos, ninguna duda en su propia mente. Jub Freeman, el encargado del laboratorio y especialista forense, condenadamente bueno en ambos aspectos, había registrado cada milímetro de la cabaña, y la Brigada de Homicidios había pasado días enteros preguntándole a todo el mundo que pudiera haber estado por las cercanías. El cuadro era lo suficientemente claro.

Los Dorkin y los Finley vivían juntos… habían vivido juntos durante veinte años en la gran casa de piedra de Dixon Heights. Hannah Dorkin y Natalie Finley eran hermanas… estaban muy unidas. Según su propio criterio. Bill Decker las llamaba hermosas, y eran realmente unas mujeres hermosas en la plenitud de su madurez. Muy conocidas socialmente, casadas con hombres eminentes, Hannah Dorkin y Natalie Finley eran amables, gentiles, ricas en indulgencia. Decker se preguntaba si habrían perdonado a London. Y si le habrían perdonado a él, al teniente Decker.

Jodie Dorkin era la única persona joven en la casa, y los Dorkin le dijeron al teniente que cuando era niña, Jodie se había sentido confusa acerca de quiénes eran su padre y su madre, y quienes su tío y su tía. Había resuelto el problema queriéndolos a todos por un igual.

Su padre y su tío eran hombres distinguidos. El juez Dorkin era ceñudo, rudo, riguroso en su honestidad, y como una roca en su adhesión a sus altos principios. Decker lo conocía profesionalmente y lo respetaba por su claridad de juicio y su incorruptible carácter. El agudo ingenio de Dorkin y su firme e imparcial administración de la justicia le habían creado enemigos. No habría nombramiento para la corte suprema para él. Los políticos no podían negar sus méritos, pero aquello lo mantenía alejado del ascenso que tanto se merecía.

El doctor Richard Finley era un hombrecillo amable, un cardiólogo y cirujano famoso mundialmente. Era cortés, civilizado, admirado en su profesión. Uno lo miraba y se preguntaba cómo un hombrecillo tan discreto podía haber subido tan alto. Pero cuando empezaba a hablar, uno comprendía por qué, y cuando conocía la dedicación y la fuerza de sus manos, uno se daba cuenta inmediatamente de que había un gran talento en ellas. Tenía el toque de los reyes, que curaba.

Los cuatro adultos habían ido a su cabaña de veraneo a primera hora de aquella suave tarde de verano del sábado. La cabaña estaba al pie de una barranca junto al río, justo dentro de los límites metropolitanos. Una docena de otras cabañas estaban esparcidas a lo largo de la orilla del tranquilo río, frescos refugios contra el calor, cada una de ellas con un muelle y una caseta para los botes construidos sobre el agua.

Jodie estaba ya en la cabaña… había ido allá el día anterior, y había pasado en ella la noche. A los dieciocho años, estaba interesada en la canción folk y había actuado aquí y allá como aficionada, pero no se había planteado seriamente su carrera hasta que conoció a Frank London. Él tenía una buena voz, era un músico experimentado, y a un cierto nivel él y Jodie conectaron. Sus voces se complementaban, pero más que eso cada uno perfeccionaba el estilo del otro. London crecía en estatura como si alguna parte de él se ablandara y ganara en comprensión, mientras que Jodie adquiría algo de su confianza y brío. Formaban un equipo, y pronto empezaron a ser la sensación de las pequeñas fiestas folk.

Jodie había dicho a su familia que Frank se reuniría con ella en la cabaña, que deseaban ensayar algunos números nuevos. A los mayores nunca les había gustado London, pero se daban cuenta de que a uno no tienen que gustarle sus colegas para poder trabajar con ellos. Y Jodie les había asegurado de que no había nada serio entre ella y Frank, y que nunca lo habría.

—Le gusto —les había dicho—. Quizás un poco demasiado, pero sé que es un bribón. Excepto cuando estamos cantando juntos, más bien me irrita. Así que no tenéis nada de que preocuparos, ninguno de vosotros.

Y no se preocuparon. Cargaron la cesta de picnic en su bote, y se fueron río arriba. No llevaron relojes, no les importaba la hora que era. Aquello formaba parte de la diversión, era una de las muchas cosas que hacían tan alegres y despreocupadas sus salidas.

—Vamos río arriba —dijo el doctor Finley—, y fondeamos allá donde nos apetece, o simplemente damos media vuelta y regresamos. Lo hacemos cada fin de semana. A veces nadamos, a veces observamos los pájaros, a veces simplemente charlamos. Comemos cuando tenemos hambre. Ocasionalmente estamos fuera toda la noche. Nunca sabemos. Pero somos libres, estamos completamente emancipados del tiempo.

Hermano, pensó Decker. ¡Vaya día para sentirse emancipado!

Regresaron cuando ya había oscurecido. No tenían ni idea de la hora que era. Las diez… las doce… las dos… no podían saberlo. Se habían sumergido en un mundo de ensoñación, y sus sentidos estaban como narcotizados, en animación suspendida, lastrados con los sonidos y las visiones y la riqueza de su propio vivir. Hasta que encendieron la luz de la sala de estar de la cabaña y vieron a Jodie.

Había sido apuñalada con un cuchillo de cocina. Había sangre. Había habido lucha. Ella se había resistido. Sus ropas estaban desgarradas. En el transcurso del forcejeo aparentemente su pie se había enredado con el cordón del reloj eléctrico, lo había arrancado de la pared, y lo había derribado al suelo. El cordón estaba aún enredado en torno a su pierna.

Lo que hicieron los cuatro adultos a continuación es algo que ni ellos mismos pudieron apenas relatar. El doctor Finley examinó a Jodie. Aún había un hálito de respiración. El doctor se hizo cargo y, con la ayuda de los demás, improvisó técnicas de emergencia. Un equipo de primeros auxilios y algo de su instrumental básico estaba en la cabaña, así que intentó realizar un milagro médico.

No había teléfono, y aunque lo hubiera habido a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido avisar a la policía. El tiempo era demasiado importante… una transfusión y un mensaje manual al corazón de Jodie era la única esperanza posible, y debía ser hecho inmediatamente, sin moverla.

Natalie Finley había sido antes enfermera. Ayudó; estaba familiarizada con la delicada y poco habitual operación que el doctor Finley había realizado antes en hospitales. Hizo la incisión, y los demás permanecieron a su lado e hicieron todo lo que él les dijo que hicieran. Realizaron una transfusión de sangre, bajo condiciones primitivas.

Nadie pudo decir cuánto tiempo estuvo Finley trabajando con Jodie. ¿Una hora, tres horas? No tenían ni la más remota idea. Pero amanecía ya cuando finalmente Finley se levantó y le dijo al juez Dorkin que fuera hasta el teléfono más próximo y llamara a la policía.

Cuando Decker recibió la llamada del cuartel general, saltó de la cama y acudió al lugar de los hechos. Vio brevemente a las dos mujeres, luego supo los hechos básicos por el juez Dorkin y el doctor Finley. Frank London había estado presumiblemente allí. El reloj, al pararse, había señalado con precisión la hora. Decker no lo tocó. Jub Freeman lo espolvorearía en busca de huellas dactilares y lo examinaría, así como el cordón, en busca de cualquier posible evidencia física, no importaba lo que tardara. Las manecillas señalaban las nueve en punto.

Decker dejó a cuatro hombres de Homicidios en el lugar de los hechos antes de que él y Mitch Taylor salieran en busca de London. London era el sospechoso obvio, y Decker lo despertó, le oyó murmurar soñolientamente que había estado ensayando con Jodie y la había dejado alrededor de las siete, quizás un poco antes, que ella no había acudido a la actuación en el Red Grotto, así que él había tenido que actuar solo, y ¿a qué infiernos venía todo aquello?

Decker se lo dijo, y se lo llevó al cuartel general. El interrogatorio de Decker fue experto. London se mostró reticente en los detalles e insolente en su comportamiento general, pero Decker pensó que se trataba de un caso más bien fácil. London la había apuñalado, luego había dispuesto las manecillas del reloj para que señalaran las nueve y con ello imaginó tener una coartada perfecta.

Se pasó el día en una celda, mientras Decker aprendía gradualmente cómo un hombre puede llegar a odiar un reloj.

Su primera teoría —la de que London había arreglado el reloj después de apuñalarla— tropezó con dificultades inmediatas. El botón que permitía mover las manecillas estaba doblado y encajado, y no podía ser movido. Decker llegó a la conclusión de que se había doblado debido a que, cuando el reloj cayó, el botón golpeó el brazo de una silla de mimbre. Fragmentos de mimbre estaban adheridos al eje del mando, y había una clara señal en la silla que indicaba donde la había golpeado el reloj.

Un examen microscópico había indicado que era altamente improbable que London hubiera raspado pequeñas porciones de mimbre y las hubiera insertado en el mando, manipulándolo de tal modo que se volviera no operativa. Parecía simplemente que se había tratado de un accidente. Sin embargo, London tenía que haber puesto el reloj a las nueve después de haber cometido el asesinato. Esa era la primera conclusión de Decker, en lo que ahora pensaba como en sus horas de inocencia.

El examen médico situaba también el tiempo del ataque entre las siete y las nueve de la tarde. London había estado allí al menos hasta las siete, y todo lo demás de su pasado estaba en contra de él. Había sido un delincuente juvenil en Chicago, y había pasado una temporada en un reformatorio. Más tarde, se había marchado a Nueva York y había empezado a frecuentar el Greenwich Village. Cantó y rasgueó su guitarra por los bares, bebió demasiado, se metió en peleas. Fue arrestado por asalto a una mujer, pero ésta es negó a presentar denuncia. Había rumores de otros incidentes similares, aunque ninguno había llegado tan lejos como para necesitar la intervención de la policía. Finalmente había abandonado Nueva York, iniciado una gira, aterrizado allí, y conocido a Jodie.

Estaba enamorado de ella, según todo el mundo que les conocía a ambos, pero ella no compartía sus sentimientos. Él le hizo algunas escenas en el Red Grotto, pero ella siempre se las había arreglado para dominarlo. Para Decker, la película del asesinato estaba tan clara como el cristal. Jodie y Frank London habían permanecido solos en aquella aislada cabaña junto al río. Él intentó hacer el amor con ella, ella se resistió, y él agarró un cuchillo de cocina y la apuñaló en un violento acceso de rabia.

Demasiado para London. Pero garantizándole su alibi de las nueve en punto, resultaba hasta razonable creer que un merodeador había penetrado en la cabaña después de que London se fuera. La Brigada de Homicidios había rastreado las inmediaciones en busca de evidencias de un extraño que hubiera podido asaltar y matar a Jodie. No había sido descubierta la menor huella de ningún intruso.

Lo cual hacía que todo girara en torno al reloj.

Era un viejo reloj eléctrico, de forma hexagonal, y los números de la esfera estaban casi borrados. Sin embargo seguían allí, y el reloj se había parado a las nueve. Decker compró dos relojes similares y ofreció cinco pavos a cualquiera de su brigada que pudiera imaginar cómo London podía haber trabado el botón que movía las agujas exactamente de la forma en que lo habían encontrado. Nadie consiguió los cinco pavos.

Era un reloj ruidoso, y el juez le dijo que la familia lo utilizaba para gastar bromas sobre él, refiriéndose a su constante estertor. Pero marcaba bien la hora, y se sentían sentimentalmente atraídos, así que nunca lo reemplazaron.

—La corriente pudo ser cortada —dijo el juez.

—No lo fue —dijo Decker—. Lo comprobamos, durante todo el último mes. Y comprobamos también su caja de fusibles. Si seguía marcando bien la hora poco después del mediodía cuando ustedes aún estaban allí, tenemos que suponer que siguió marcándola bien luego.

El juez frunció el ceño.

—No puedo decir que realmente me diera cuenta de ello.

Pero su esposa sí se había dado cuenta.

—Seguía funcionando correctamente —dijo reposadamente Hannah Dorkin—, pero la semana anterior sí dejó de hacer ruido. Soy sensitiva al ruido, y dejé de oír el característico tic-tac que siempre hace. Se lo mencioné a Jodie, y ella me dijo que lo arreglaría, y lo hizo.

—¿Cómo?

—No me lo contó. Estábamos preparando bocadillos, y ella estaba cortando un poco de jamón y se cortó en un dedo. Fue a buscar un vendaje adhesivo, y nunca terminamos la conversación.

Decker seguía aferrándose a la idea de que aquel London había puesto el reloj a las nueve, y luego había matado a Jodie. Finalmente, el doctor Finley eliminó aquella teoría.

—No se puede trabar —dijo—. Yo intenté hacer algo respecto al ruido hace unos meses, y lo descolgué y accioné ese botón que permite mover las agujas. Ni siquiera pude hacerlo girar con unos alicates. Pero no puede dudar del reloj. Yo mismo lo comprobé con mi reloj el sábado, antes de salir en el bote, y marcaba la hora exacta.

El juez era filosófico en su punto de vista.

—Teniente —dijo—, ambos hemos visto un montón de asesinatos. Los hombres desequilibrados, los asesinos psicópatas sin un motivo… a veces cometen un crimen y no son atrapados. Años más tarde, son detenidos por algún otro motivo y confiesan, y uno simplemente se maravilla de su suerte, del cúmulo de coincidencias que hicieron posible que pudieran escapar.

—No esta vez —dijo Decker—. London la mató.

—¿Qué es lo que dice el fiscal del distrito? —preguntó el juez.

—No procesará a London a menos que yo pueda situarlo en la cabaña a las nueve. Y a las nueve… bueno…

Decker se alzó de hombros. A las nueve en punto Frank London estaba rasgueando su guitarra en el Red Grotto y haciendo un lamento público por Jodie Dorkin. Sabía que ella estaba muerta, prácticamente lo estaba anunciando. Por lo tanto, había sido asesinada alrededor de las siete… excepto que un reloj al que no se podía acusar decía que no.

Decker había seguido en detalle los movimientos de Jodie; había buscado algún amante celoso, alguna pista que pudiera proporcionarle un nombre, otra persona a quien interrogar. Decker desembocó en un vacío total.

El viernes, el día anterior a su muerte, Jodie había pasado todo el día nadando con algunos amigos junto a la caseta de los botes. Aproximadamente una docena de quinceañeros habían acudido por la mañana y habían permanecido allí hasta después de hacerse de noche, pero la mayoría de ellos ni siquiera habían entrado en la cabaña. Hacia las 6,30, sin embargo, dos o tres de ellos habían entrado con Jodie para buscar algo de comida en la nevera, aunque ninguno de ellos se había dado siquiera cuenta de la existencia del reloj.

No había ocurrido nada desacostumbrado. Nadie se había emborrachado. No hubo peleas ni incidentes. Decker obtuvo una lista de todos los que habían estado allí aquel día y comprobó donde habían estado el sábado. Todos podían justificar sus movimientos, así que volvió a London. Cada vez terminaba volviendo siempre a Frank London.

¿Qué era, entonces, lo que fallaba? ¿Dónde se había equivocado Decker?

Gruñendo, abrió de un tirón el cajón de su escritorio. Su lápiz preferido, su diario personal. Allá en la estantería, el pequeño cuaderno forrado con piel de cocodrilo que le había traído siempre suerte… antes. Se preguntó si debía llevárselo a casa con él, o dejarlo allí para su sucesor.

Quince años como jefe de la Brigada de Homicidios, ¿y qué dejaba atrás? ¿Qué había suyo personal en aquel pequeño cubículo de una oficina que había contenido tanto drama, había visto a tantos asesinos desmoronarse, confesar, y cruzar la puerta hacia su inexorable destino?

Suspiró malhumoradamente. Esta noche, London estaba preparando su celebración. Se emborracharía y soltaría su lengua, hablando de cómo había engañado a la policía. Quizá Decker debiera ir a aquella fiesta, después de todo. Quizá London cometiera algún desliz.

Decker salió y le dijo al recepcionista que estaría fuera el resto del día. En el corredor, pensó en subir al laboratorio. Jub Freeman estaba trabajando en aquel caso de robo. El reloj estaría en un rincón, en el banco de trabajo cerca de la ventana; pero si Decker volvía a poner los ojos de nuevo en él, era capaz de hacerlo pedazos.

Salió al aparcamiento, subió a su coche, y condujo hacia casa.

Martha pareció saber lo que le pasaba. Había sufrido durante tantos años todos sus cambios de humor, todos sus triunfos y desalientos, todos los casos difíciles que lo habían despertado en mitad de la noche y lo habían hecho acudir corriendo al escritorio de su pequeña madriguera recubierta de libros, donde quizá se había puesto a garabatear una idea, a reunir las piezas de una extravagante lógica, o conectar dos datos de una evidencia aparentemente no relacionados pero que finalmente resolvían lo irresoluble.

Esta noche, pareció comprender. Se mostró tierna, complaciente; habló de cosas anodinas con una voz suave y confortante, mientras él se sentaba en el diván y sorbía un escocés doble. Tras la cena salió fuera, subió a su coche, y lo puso en marcha.

A ninguna parte en particular. Fuera a la cabaña junto al río. Pasado el Red Grotto. No importaba dónde. Simplemente deseaba moverse, alejarse de sí mismo y de su problema.

Tenía una docena de brillantes ideas para explicar como, aunque London había apuñalado a Jodie aproximadamente a las siete, el reloj se había parado a las nueve. Quizá lo había hecho después de que ella había sido apuñalada. Quizá London había retirado el cristal que cubría la esfera del reloj tras apuñalarla, empujado las manecillas hasta que marcaron las nueve, y luego había vuelto a colocar el cristal.

Decker maldijo. Se estaba engañando a sí mismo con locas teorías que ningún jurado se tomaría en serio. Lo que necesitaba era una simple y directa explicación que pudiera minar la evidencia del reloj y derribara el engreimiento de London. Entonces confesaría. No había la menor duda. El teniente Decker conocía al tipo… podía manejar a los sujetos como London.

Siguió conduciendo sin rumbo fijo, y Decker se encontró pasando por delante del cuartel general. Había una luz en el laboratorio… aparentemente Jub Freeman estaba trabajando hasta tarde. Movido por un impulso, Decker cruzó el arco de la entrada del edificio y aparcó en su lugar reservado en el patio delantero. Salió del coche, cruzó el vestíbulo donde un sargento estaba sentado tras un largo y alto mostrador, y subió escaleras arriba.

Jub, un tipo rechoncho, jovial, de redondeadas mejillas, exhibió una amplia sonrisa mientras saludaba a Decker.

—Estaba terminando con un test de precipitación de una tierra que empecé esta tarde —dijo, poniendo a un lado un tubo de ensayo—. ¿Algo en mente?

—Ya no tengo mente —dijo Decker—. Cuando me enfrento con un tipo como London, me vuelto un papanatas. Nada de seso. Un C. I. de lo más bajo. Hasta ahora siempre he estado de suerte, pero esta vez no he conseguido descubrir nada.

Jub tapó cuidadosamente el tubo de ensayo y lo colocó en un casillero.

—En algún momento cometerá un error. Se emborrachará. Fanfarroneará sobre ello ante alguna dama. Simplemente espere un poco, teniente. Lo atrapará.

—No puedo esperar. Ya sabe lo que van a decir mañana los periódicos. Luego el comisionado deseará tener algunas palabras conmigo y… —Decker se alzó de hombros desalentadamente, vio el reloj de Dorkin colocado sobre un banco de trabajo cerca de la ventana, y se dirigió hacia él.

—¿Por qué infiernos se detuvo a las nueve en punto? —preguntó amargamente—. ¿Hay alguien que está intentando tomarme por tonto? —Enchufó el cordón, luego tomó el reloj.

—Ha estado trabajando usted demasiado —dijo Jub—. Abandone por unos cuantos días. Descanse. Las cosas volverán a ponerse en su sitio.

—Jub, no intento… —se interrumpió, consciente de que el reloj había iniciado de nuevo su distintivo tictaqueo.

La parte del reloj que señalaba las seis se hallaba ahora junto a la mano de Decker, estaba inclinado 60°, ladeado a la izquierda… es decir, en sentido contrario a las manecillas. Los números de la esfera estaban semiborrados y eran difícilmente legibles. Si uno miraba la hora simplemente por la posición de las manecillas, entonces ahora indicaban aproximadamente las siete menos diez minutos.

El teniente jadeó. Colocó de nuevo el reloj apoyado sobre uno de sus lados, en el sentido de las manecillas. La esfera señalaba ahora las nueve en punto. El número seis, difícilmente visible, estaba ahora en la base, y el tictaqueo se detuvo.

—Así que fue de este modo como Jodie lo «arregló» —dijo Decker, con voz baja y en cierto modo admirativa—. Simplemente lo giró un sexto a la izquierda. Mire, Jub. Manteniéndolo del modo que se supone debería estar, con el seis en la parte inferior, se para y deja de producir ruido. Pero si hacemos esto…

Lo giró hacia el siguiente de sus seis lados rectos, con el difícilmente discernible número ocho en la parte inferior. El tic-tac empezó de nuevo, y la esfera pareció marcar las siete menos diez.

—Y nadie se dio cuenta de que ella había dejado el reloj torcido con respecto a su posición correcta. Después de todo, montones de relojes ni siquiera llevan números, y la gente lee fácilmente la hora en ellos.

Jub asintió.

—Esto debió hacerlo ella el viernes, cuando estuvo en la cabaña todo el día. Luego, el sábado, después de que él la apuñaló, London miró al reloj caído y vio que un terrible golpe parecía haberle echado una mano. Colocándolo en su posición correcta, con el seis en la parte inferior, el reloj marcaba otra hora… no las siete menos diez, cuando él la apuñaló, sino las nueve en punto… ¡dándole a London tiempo suficiente para proporcionarse una coartada!

Decker, con el asombro aún en su rostro, palmeó y se permitió una amplia sonrisa.

—Hasta ahora… pero al fin lo hemos pillado —dijo—. ¡Lo hemos atrapado de lleno!