Capítulo 22
Estoy corriendo, corriendo a través del bosque, pero no soy yo. Conservo mi conciencia, pero en cierto modo no soy yo. Estoy cubierta por algo suave y peludo. Llevo un abrigo de piel. No, mejor dicho soy un abrigo de piel. Soy fuerte, mis piernas me llevan sin esfuerzo, aunque estoy corriendo más rápido de lo que he corrido en toda mi vida, pero no estoy cansada. Estoy al máximo. Soy fuerte y valiente. Soy un oso, un gigantesco oso negro. Puedo alcanzar las ramas más altas de los árboles y…
Escucho gritos. Gritos de terror. Alguien está sufriendo un terrible dolor. Solo yo puedo salvarlo. Mi reverso osuno puede hacerlo, «ya voy» pienso. «No tengas miedo, ya estoy llegando». Pero no consigo encontrar a quien quiera que esté gritando. Estoy perdida en el bosque. Los gritos son cada vez más fuertes, no podré soportarlo mucho más. «Aguanta, aguanta. Ya estoy llegando». De repente, me encuentro en un claro. Luces. Veo luces. Una carretera. Una autopista. Me ciegan unas potentes luces giratorias y descubro que los gritos proceden de la sirena de una ambulancia. En el suelo veo el cuerpo de un diminuto conejo blanco, aplastado y cubierto de sangre. Mi corazón de oso late con fuerza. Tengo que salvarlo. Pero no puedo llegar hasta él. El bosque es demasiado espeso y me impide avanzar. «No, por favor. No. Puedo ayudar. Quiero ayudar». Pero no puedo pensar. Las sirenas son demasiado estridentes; el bosque es demasiado poderoso. Por favor, por favor, yo…
¡Ring, ring, ring!
Me incorporé como un rayo. Me llevó un buen rato darme cuenta de que estaba en casa, en mi cama, y de que mi móvil estaba sonando. ¿Cuánto tiempo llevaría haciéndolo? Al principio no conseguí que mis piernas se movieran, y tropecé mientras intentaba cruzar la habitación hacia el lugar donde se encontraba el teléfono, al borde de la alfombra.
—¿Diga? —tenía la voz ronca. A través de las cortinas abiertas que no me había molestado en echar cuando me había ido a la cama, pude ver que ya era de día.
—¿Callie?
—Sí, soy yo.
No reconocí la voz de la chica que me estaba llamando, pero era difícil concentrarse después de aquel sueño que parecía haber envuelto mi cerebro como una sábana húmeda y pesada.
—Soy Nia.
—Ha, Hola, Nia.
Sentarme derecha me ayudó a centrarme. Por ejemplo, percibí que Nia no estaba entusiasmada precisamente por haber tenido que llamarme. No sé cómo me habría sentido en circunstancias normales, pero en vista de que su llamada me había librado de esa pesadilla me sentí agradecida.
—¿Te he despertado? ¿Ayer fue una gran noche?
Eché un vistazo a mi despertador. Eran las ocho y veinte. ¿Quién llamaba un domingo a las ocho y veinte de la mañana?
—Eh, no exactamente —me pregunté qué diría Nia si pudiera leerme la mente, si supiera las pocas ganas que había tenido de ir a la fiesta de Liz—. No fue para tanto.
—Perdona si te he despertado —dijo, aunque no parecía sentirlo demasiado.
—No pasa nada —traté de parecer más despejada de lo que estaba—. ¿Qué ocurre?
—He estado hablando con Hal: piensa que deberíamos juntarnos para preparar un plan. Puede que debamos investigar esas direcciones.
—Sí, me parece bien —mientras hablaba, el recuerdo de aquel inquietante sueño se fue disipando. Me recosté en la silla. Había luz. Era de día. Todo iba bien—. ¿Quieres ir hoy? ¿Esta mañana?
—Tengo que ir a la iglesia.
—Ya —dije—. La iglesia.
¿No se suponía que la religión debía hacerte tolerante y cariñoso? De ser así, creo que a Nia le haría falta ir más de una vez a la semana.
—Y después veremos la cinta de vigilancia. Si es que te apetece venir, claro.
Lo raro es que sí me apetecía. Cuando estaba con Lee y con las Chicas I, tuve la sensación de que Amanda, Hal y Nia formaban parte de la vida de otra persona. Pero ahora que Nia y yo estábamos hablando por teléfono sobre la cinta que había robado del despacho de Thornhill, no podía imaginarme pasar el día con nadie más que ellos.
¿Sería un signo de que estaba empezando a sufrir un grave caso de esquizofrenia?
—Entonces pásate por aquí sobre las doce. Podemos ver la cinta y… —Nia bajó la voz—. Quiero hablar contigo de la postal.
—¿La has descifrado? ¿Contenía algún mensaje? —de repente, empezó a temblarme la mano. ¿Qué estaba intentando decirnos Amanda?
—Bueno, lo único que sé es… —al otro lado del teléfono, alguien voceó su nombre y Nia le respondió—. ¡Ya voy, mamá —después volvió a dirigirse a mí—. Escucha, tengo que irme. Te veré a las doce. Vivo en el número doce de Pinecrest Avenue, nada más salir de Maple Road. ¿Sabes dónde está?
—Sí, claro —dije—. Es decir, lo encontraré.
Maple Road era una zona lujosa no muy lejos del centro. No era lujosa en el sentido del vecindario de Heidi, en el que cada casa tenía una piscina y todas estaban construidas en torno a un campo de golf. Maple Road era más antiguo y elegante, con grandes extensiones de césped sombreadas por robles enormes y antiquísimos. Las casas se habían construido más o menos al mismo tiempo que las de mi barrio.
Tuve la impresión de que, aparte de estar construidas en las mismas fechas, nuestras casas no tendrían nada más en común. ¿Qué posibilidades había de que uno de sus padres hubiera llenado su casa de principios de siglo con cientos de ramas muertas o de que su familia estuviera a punto de ser desahuciada?
—Vale —dijo Nia—. Te veré a las doce.
—A las doce, pues —asentí.
Salí al pasillo y me dirigí al baño. Mientras esperaba a que el agua de la ducha saliera caliente, traté de no sentirme celosa de que hubiera gente en el mundo que pudiera invitar a sus amigos a casa.
Cuando Nia me abrió la puerta, me quedé estupefacta al ver cómo iba vestida. Llevaba un vestido azul marino, con un canesú ajustado y varias filas de botones diminutos, y una falda plisada. Todo ello lo había combinado con unos leotardos estampados y unos botines. El conjunto era absolutamente fabuloso, igual que su pelo, recogido en una coleta. De repente era yo la que iba vestida como una apestada social, con mis vaqueros y mi sudadera vieja. ¿Qué habría transformado a Nia en una experta en la moda de los años 40?
¿O sería mejor preguntar quién sería el responsable de semejante cambio?
—Hola —dije.
Pensé en hacerle un cumplido por su aspecto, pero no estaba de humor para ser recibida con la típica condescendencia de Nia. En lugar de eso, le hice un cumplido por otra cosa.
—¿Qué es lo que huele tan bien?
Antes de que ocurriera todo, mis padres eran unos magníficos cocineros, pero nunca habían preparado nada que oliera tan bien como lo que se estaba cocinando en casa de Nia.
—No es nada —dijo Nia mientras me conducía desde el vestíbulo hasta la moderna cocina de acero inoxidable en donde se encontraba su madre revolviendo una gigantesca sartén cuyo contenido no pude ver— Solo es mi madre.
—Solo es mi madre, solo es mi madre —repitió la madre de Nia—. ¿Qué tal sonaría «es mi encantadora madre» ¿O «mi maravillosa madre»?
Removió una vez más la comida y se dio la vuelta para mirarnos.
—Hola —me dijo—. Tú debes de ser Callie.
—Hola, señora Rivera —dije.
Por norma general, cuando conoces al padre de un amigo le llamas por su apellido, te suele decir: «Por favor, llámame Beth, o Linda, o lo que sea». Pero me dio la impresión de que la señora Rivera no era de esa clase de madres, y estaba en lo cierto, pues no me dijo su nombre de pila. Eso sí, me estrechó la mano con un cálido apretón y me besó en las mejillas, con tanto entusiasmo que creí sus palabras cuando me dijo que estaba encantada de conocerme.
—Yo también —le respondí.
Como su marido y ella eran muy estrictos con el lema de la iglesia y con lo de la noche en familia, me había imaginado a la señora Rivera como una persona mucho más mayor, más como una abuela que como una madre. Me la había imaginado en bata y pantuflas, hablando con palabras antiguas y mirándome con la suspicacia que suele dedicarse a los desconocidos. Ahora que la tenía delante, me di cuenta de lo estrecha de mente que había sido. La madre de Nia parecía muy joven y era atractiva, con una melena negra y la piel muy blanca. Llevaba puesto un delantal, pero debajo de él se veía un traje negro muy elegante, y llevaba unos tacones tan altos que me costaba creer que pudiera caminar con ellos en línea recta.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
—Ese debe de ser Hal —dijo Nia.
—Ah, el famoso Hal —la señora Rivera me guiñó un ojo, como si me creyera cómplice de una especie de broma privada.
—Eh, mamá, ¿has visto las llaves de mi coche? —era Cisco, el hermano de Nia, que había entrado en la cocina. Iba sin camiseta y, aunque traté de contenerme, no pude evitar echarle un buen vistazo a uno de los tíos más buenos del Endeavor con el pecho al aire.
—Hola, Francisco —dijo la señora Rivera imitando su tono de voz—. ¿Qué tal si te pones algo de ropa encima cuando tenemos invitados?
—Yo… Eh, lo siento, mamá. No sabía que había venido nadie —dijo Cisco. Parecía realmente avergonzado, como si no fuera la clase de chico que va por ahí habitualmente con el torso desnudo, con la idea de lucirse ante las chicas. Durante un segundo, nuestras miradas se cruzaron, pero pronto miramos hacia otro lado, ruborizados.
La señora Rivera lo echó agitando las manos.
—Ya te disculparás luego, ahora ve a adecentarte —dijo.
—Está bien —dijo Cisco, mientras se daba la vuelta para irse—. Luego nos vemos, Callie.
¡Cisco Rivera sabía mi nombre! ¿No es increíble? Mientras salía, estuvo a punto de chocar con un hombro alto y atractivo que supuse que debía de ser el señor Rivera, que me vio casi al mismo tiempo que a su hijo.
—¿No crees que te hace falta una camiseta, señorito? —le dijo a Cisco. Después me dirigió una sonrisa—. Hola, soy el padre de Nia.
—Ya voy, ya voy —dijo Cisco—. ¿Has visto mis llaves del coche?
—No habrás vuelto a dejártelas dentro del coche, ¿verdad? —preguntó el señor Rivera.
—Es posible —dijo Cisco—. ¡Pero si lo hice no fue culpa mía! Si me consiguierais algo mejor que un Accord de cien años de antigüedad, no me dejaría siempre…
—¡Francisco Rivera! —dijo su padre, y su voz me hizo alegrarme de no ser la única que se había dejado las llaves en el coche alguna vez—. No me digas que te estás quejando después de que te regaláramos ese coche por tu cumpleaños.
—No, papá, solo estoy diciendo que…
—Que en el futuro tendrás más cuidado con las llaves, ¿verdad?
—Sí —dijo Cisco bajando la mirada—. Por supuesto.
—Creo que ese cacharro que compraste en la ferretería para abrir la puerta está en el garaje, al lado de la bici de Nia —dijo la señora Rivera.
El señor Rivera negó con la cabeza.
—Y ahora ve a ponerte algo encima.
—¡Que ya te he oído!
Aunque me dio pena que se marchara Cisco, supuse que sería lo mejor. Me habría resultado imposible actuar con normalidad ante los padres de Nia si ese dios griego que tenían por hijo seguía paseándose por allí sin camiseta.
—Me llamo Callie —le dije al señor Rivera, esperando que no se hubiera dado cuenta de que me había estado comiendo con los ojos a Cisco.
—Encantado de conocerte, Callie —dijo.
El señor Rivera era alto, guapo y de piel oscura; casi me daba corte mirarle. Durante un segundo me pregunté si sería una estrella de cine, pero después recordé que era el director ejecutivo de alguna empresa importante. Aun así, su esposa y él eran una de las parejas más glamurosas que había visto nunca fuera de una revista. Por suerte, cuando se acercó a estrecharme la mano, no me besó como hizo la madre de Nia. No creo que hubiera sido capaz de resistirlo.
El señor Rivera se dirigió a su mujer.
—Cariño, ¿has cogido el papel que estaba sobre la mesa del comedor?
—¿El artículo? —estaba de espaldas a su marido, con la cuchara hundida de nuevo en la sartén. Cuando removió el contenido, lo que estaba cocinando despidió un olor exquisito.
—Mmm —se relamió el señor Rivera—. ¿Qué es eso?
Se acercó a los fogones y ella le acercó la cuchara para que probara la comida.
—Ay, Ramona, ¡está delicioso! —dijo, y le besó las puntas de los dedos. Después intentó quitarle la cuchara y volver a sumergirla en la sartén, pero ella le apartó.
—¡Fuera, fuera! ¡Ve a leer el artículo!
—No, ahora me apetece comer —dijo entre risas, y volvió a intentar coger la cuchara.
Ella también se rió y siguió apartándole. Después dijo algo que ya no oí bien, y él le respondió. Al verlos bromear de esa manera, me puse a pensar en mis padres, y junto con ese nudo que se me formaba en la garganta, y al que ya estaba tan acostumbrada, sentí también una oleada de esperanza.
Me sentí aliviada cuando Nia regresó a la cocina seguida de Hal, y aún mejor cuando se lo presentó a sus padres; así pude confirmar que era la primera vez que iba a su casa. Me había imaginado que llevaban meses saliendo juntos, puede que con Amanda, de modo que ambos sabrían de la existencia del otro. En cierto modo, me relajó saber que él también era un extraño allí, como si los tres estuviéramos en igualdad de condiciones.
—Nos vamos a ir a la sala de estar, ¿vale? —dijo Nia—. Para hacer esa búsqueda.
—¿Se quedarán tus amigos a comer?
Me sorprendió que Nia no dudara un instante antes de contestar.
—Sí —dijo, y nos hizo un gesto para que la siguiéramos.
La sala de estar era bastante menos moderna que la cocina. Era acogedora, con las paredes pintadas de color verde claro y dos sofás enormes y muy cómodos que estaban situados delante de una tele de pantalla plana. Mis padres pasan bastante de la tele, así que la que tenemos en casa es del tamaño de una tarjeta de crédito. En cambio, la de Nia bien podría haber pasado por una pantalla de cine.
Nia abrió una puerta de madera del mueble de la tele y sacó un mando a distancia. La pantalla se encendió, mostrando un tono azulado, y se iluminaron unas lucecitas en el reproductor de DVD.
—Vale, creo que funcionará —dijo Nia—. Me he metido en el historial de la grabación de vigilancia, he descargado la grabación del aparcamiento y lo he volcado todo en un DVD. Este aparato debería poder reproducirlo.
Me alegré de que no me hubiera tocado la tarea de recuperar las secuencias de la grabación, porque casi ni me las apañaba para grabar cosas en un pendrive.
—¿Tuviste que hacer todo eso? —no podía creer que me hubiera cabreado porque Nia no buscara el expediente de Amanda en el despacho de Thornhill—.¿Y cómo es que sabes hacerlo?
—No fue tan difícil —dijo Nia encogiéndose de hombros—. El sistema de seguridad no es más que un conjunto de cámaras que descargan lo que graban en un disco duro. Lo único que tuve que hacer fue introducir la fecha y la hora que quería ver y descargar el contenido. Además, parece que Thornhill siempre tiene el ordenador encendido en su despacho, así que no tuve ni que meter una contraseña.
Mi mente seguía dándole vueltas al hecho de que Nia supiera cómo piratear un ordenador. Yo apenas sé cómo funciona mi móvil, y cada vez que quiero meter una canción en el iPod, tengo que pedirle a Traci que me recuerde cómo se hace.
Quise preguntarle más cosas a Nia, pero de repente la pantalla nos mostró una imagen del aparcamiento del Endeavor vacío. La imagen estaba ligeramente distorsionada, como si estuviéramos mirándola a través del fondo de un cuenco de cristal. En la esquina inferior derecha de la pantalla aparecía la hora. Marcaba las 5:00:00.
—Como no sabemos a qué hora llegó, decidí empezar por las cinco de la mañana —explicó Nia. A continuación cogió el mando y se sentó con nosotros en el sofá.
Nos quedamos un rato mirando la pantalla, pero cuando las 5:00:00 se convirtieron en las 5:03:08 y después en las 5:07:15, Nia apretó el botón de cámara rápida y exclamó:
—¡Es una idiotez quedarnos mirando esto vacío!
La imagen se volvió un poco borrosa, pero en términos generales no cambió.
—¡Páralo! —exclamó Hal. Un coche estaba entrando en el aparcamiento. El contador marcaba las 6:25:19.
Nia detuvo la cámara rápida y la grabación recuperó su velocidad normal. Vimos cómo el subdirector Thornhill aparcaba el coche, salía y cerraba las puertas. Era raro verlo así, y me sentí como si le estuviéramos espiando (aunque supongo que, en realidad, eso era precisamente lo que estábamos haciendo).
Después de eso no pasó nada, pero ninguno le pidió que volviera a accionar la cámara rápida. De repente, una figura vestida con unos vaqueros y una sudadera con la capucha puesta apareció en la parte trasera del coche.
—¡Es Amanda! —exclamé.
—¿Es ella? —Nia se inclinó hacia delante—. No sabría decirte.
Me di cuenta de que había dado por hecho que debía ser ella, pero cuando la figura se inclinó sobre el maletero del coche, la capucha de su sudadera se bajó, revelando su perfil. Estaba lejos. La imagen tenía muy poca calidad. Pero no había duda de que era Amanda. Se sacó una bolsa del bolsillo de la sudadera, se inclinó sobre el maletero y empezó a dibujar.
—Creo… —dijo Hal.
—Oh, Dios mío, ¡hay alguien más! —exclamó Nia.
Tenía razón. Una segunda figura, que iba vestida de forma idéntica, se unió a Amanda, pero esta vez no tenía ni idea de quién podría ser. Los tres estábamos inclinados hacia la tele en el borde del sofá, tanto que en cualquier momento podríamos caernos al suelo. Nia se quitó las gafas y se las volvió a poner varias veces, y Hal y yo entrecerramos los ojos para intentar ver mejor. A pesar de nuestros esfuerzos, no había manera de saber quién era la segunda persona.
En menos de media hora, el coche quedó cubierto por los elaborados dibujos que después tardaríamos toda una mañana en limpiar, y entonces, cuando el contador marcaba las 7:04:11, el desconocido le hizo un gesto a Amanda. Amanda se quedó en el sitio unos instantes, después sacó algo del bolsillo trasero de su pantalón y lo deslizó por el hueco que había entre el marco de la puerta y la ventana del copiloto, antes de salir detrás de su misterioso compañero, fuera del encuadre de la cámara. Eso fue todo.
—¡Lo sabía! —exclamó Hal.
—¡Chist! —le chistó Nia.
En ese momento, vimos cómo entraba otro coche en el aparcamiento, que se detuvo cerca del de Thornhill. El conductor salió, examinó el coche del subdirector y empezó a caminar en dirección al instituto. Durante la siguiente media hora, se repitió la misma escena unas cincuenta veces, pero ninguno de los encapuchados volvió a aparecer. Finalmente, cuando el reloj marcaba las 7:43:08, Nia detuvo la grabación.
—Así que definitivamente fue Amanda —dijo Nia—. ¿Pero qué es lo que metió en el coche?
—Le dejó una nota —en medio de su entusiasmo, Hal se levantó y empezó a pasearse entre la mesita del café y la tele.
—¡Yo la vi! —exclamé—. En el coche, quiero decir. Estaba en medio de una pila de periódicos.
—¿Creéis que le escribió algo? —la expresión de Nia era una mezcla perfecta de asombro y desdén— ¿Estáis diciendo que Amanda Valentino pintó el coche del subdirector Thornhill y que después le dejó una nota? ¿Y que decía? ¿«Lavar en seco»?
—Te estoy diciendo que vi una nota suya en el coche —Hal se detuvo frente a Nia y se quedó mirándola.
Yo hice lo propio desde mi posición en el sofá.
—Yo también la vi, Nia.
De repente, pensé que era un poco extraño que dos personas que conocía hubieran desaparecido justo después de escribirle sendas notas al subdirector Thornhill. ¿Debía contarles lo de mi madre? Pero si no se lo había dicho ni a mi padre, ¿podría contárselo a ellos? Además, aún no les había confesado nada sobre su desaparición, así que preferí callarme.
—Daría cualquier cosa por ver esa nota —dijo Hal al tiempo que volvía a sentarse en el sofá, y recordé que había dicho lo mismo sobre la cinta de vigilancia. Si sugiriera que abriéramos el coche del señor Thornhill, ¿tendría el valor de decirle que sí?
¿Tendría el valor de decirle que no?
—Bueno, vale, supongo que eso explicaría por qué Thornhill estaba tan seguro de que lo había hecho ella. Y ya que hablamos de notas…
Nia se acercó a una pila de papeles que estaba sobre la estantería que había junto a la ventana y cogió algo que estaba en lo alto. Cuando volvió, vi que llevaba la postal cuyos pedazos habíamos encontrado en nuestras taquillas. Los había pegado todos con celo.
—No descubrí nada especial mientras pegaba los pedazos.
Los tres nos sentamos en el sofá, Hal y yo en los extremos y Nia en el medio. Nos quedamos mirando la postal como si solo fuera una cuestión de tiempo que terminara revelándonos su mensaje.
Yo rompí el silencio.
—¿Creéis que puede ser Meg la persona que pintó el coche con Amanda?
Hal se encogió de hombros.
—¿Pero por qué se quedaría Amanda con un trozo de la postal? —Hal señaló la parte que faltaba—. M… ¿Y después qué? ¿Pensáis que podía decir algo más sobre esa tal Meg?
—Pensad en ello. Pensad en ELLO —repetí, casi como si estuviera pensando en voz alta—. Bueno, sea lo que sea ese «ello», está claro que debe de ser importante, porque Amanda escribió la palabra en mayúsculas.
—Vamos a ver el reverso de la postal —Hal cogió la postal y le dio la vuelta—. Esto también es importante.
—El camino de baldosas amarillas —dijo Nia encogiéndose de hombros—. A Amanda le gustaba El Mago de Oz, puede que no sea más que una postal que tuviera por ahí tirada.
Hal negó con la cabeza.
—No, con ella todo tiene siempre algún significado. ¿Qué es lo que se hace con el camino de baldosas amarillas?
—Sigue, sigue, sigue, sigue el camino de baldosas amarillas —canturreé, muy a mi pesar.
—Gran interpretación, Judy Garland —se rió Nia.
A veces parece que la única respuesta apropiada para Nia es sacarle la lengua, pero hice un esfuerzo para contenerme.
—Así que Amanda nos está diciendo que la sigamos —dijo Hal.
—Sí, ya, está tan claro como el agua —dijo Nia poniendo los ojos en blanco.
—¿Pero adonde? ¿Adónde se supone que debemos seguirla?
Era difícil no sentirse frustrado cuando cada nueva respuesta verosímil conducía a una nueva pregunta.
—¡Ya lo sé! —exclamó Nia chasqueando los dedos, con una expresión de burla en la cara—. ¡A Oz!
—¡Qué graciosa! —dije.
—Esto es una locura —insistió Nia—. ¿Sigue el camino de baldosas amarillas? ¿Pensad en ello? ¿Qué clase de información es esta?
—Pensad en ELLO —le corrigió Hal, que enfatizó, con cierto aire divertido, la última palabra—. Y no lo olvidéis: tenemos que coger una página del libro de Meg y buscar —probó a cambiar el punto de inflexión— Coger una página del libro de MEG. No, Meg no está en mayúsculas.
De repente, parecía que se hubieran intercambiado los papeles: ahora Hal parecía estar bromeando, y Nia decidida y terriblemente seria.
—Un momento. Coger una página del libro de Meg —Nia se dio una palmada en la frente—. ¡Dios mío! Ya sé qué significa la nota.
—¿Qué? —no podía creerme que la hubiera descifrado cuando yo aún seguía completamente perdida.
—¡Un momento! —Salió corriendo de la habitación y, antes de que nos diéramos cuenta, ya estaba de vuelta con un libro en la mano—. Meg. Ello. ELLO —dijo mientras nos miraba—. ¿No lo entendéis?
Yo seguía sin entender nada, pero Hal estaba sonriendo.
—Nia, eres un genio.
Ella le respondió con una sonrisa coqueta.
—Lo sé.
—Está bien, genios, ¿os importaría contarme lo que habéis descubierto?
Nia levantó el libro para que pudiera leer el título: Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle.
—La M se refiere a ella —explicó Nia—. Antes de romper la tarjeta, tenía que poner Madeleine L’Engle.
Como ni Hal ni ella dijeron nada más, añadí:
—¿Y…?
Nia pasó las páginas hasta llegar al final del libro.
Meg y su hermano van en busca de su padre desaparecido. Está retenido como rehén por un enorme cerebro en un planeta alienígena.
—¿Estás diciendo que Amanda está retenida por un cerebro enorme en otro planeta, y que quiere que vayamos a buscarla?
¿Era la única que pensaba que esa interpretación de la tarjeta era un poco ridícula?
Nia levantó la mirada del libro.
—Estás de coña, ¿no? No me dirás que te lo estás tomando al pie de la letra.
—Según este mensaje, se supone que debemos buscarla —dijo Hal—. Estoy seguro. Sigue el camino de baldosas amarillas. Piensa en ello. La búsqueda de Meg. Todo apunta a que Amanda quiere que la busquemos. No puedo creer que no me hubiera dado cuenta antes —negó con la cabeza para demostrar su frustración por haber estado tan ciego— Menudo guía estoy hecho.
De repente, sentí que la sangre se me congelaba en las venas.
—¿Qué? ¿Qué acabas de decir?
Me di cuenta de que Nia también estaba mirando a Hal con perplejidad, aunque no dijo nada.
—Eh… —aunque normalmente era imperturbable, Hal pareció un poco incómodo, y cuando habló lo hizo con la mirada fija en la mesa, para evitar mirarnos a los ojos—. Veréis, la cosa es que Amanda me pidió que fuera… su guía a través de… —Nia le interrumpió.
—A través de la vida en el Endeavor. ¿Te pidió que fueras su guía?
Ahora fue Hal quien se giró para mirar a Nia.
—¿Cómo lo…? Oh, Dios mío —dijo al caer de repente en la cuenta—. ¿También te lo pidió a ti?
No podía creerme que aquello estuviera pasando.
—Pero Amanda dijo que solo tenía un guía —dije—. Me contó que escogía un guía, y que ese era…
Los tres terminamos la frase al unísono con la misma palabra: «yo».
Durante unos instantes, aquel pronombre pareció quedarse flotando en el aire.
—Bueno —Nia se puso sarcástica—, ahora que sabemos lo especiales que éramos para ella…
Empecé a pensar en el hecho de que Amanda no me había elegido de entre una multitud, sino más bien para formar parte de una.
¿Habría visto algo especial en mí alguna vez?
—¿Y ahora qué hacemos? Tenemos que pensar —prosiguió Nia—. Tenemos que pensar como Amanda.
Hal y yo nos echamos a reír.
—Eso es más bien imposible —dije.
—¿Seguro? —Nia señaló la postal.
—Callie tiene razón —dijo Hal—. Su forma de pensar es completamente original. Parece azarosa, pero siempre tiene un sentido, resguardado bajo capas y capas de significados ocultos. ¿Habéis visto alguna vez su diario?
Nia y yo asentimos, cosa que no me sorprendió. El diario de Amanda era una parte tan importante de ella como su ropa, sus citas y sus alocados peinados. De hecho, tenía varios diarios. Siempre llevaba uno encima, y se pasaba el día anotando cosas. Como me enseñó su diario, yo también le enseñé mi cuaderno de notas.
—¿Cómo podría alguien más seguir esa clase de… lógica azarosa? —dijo Hal.
—No lo sé —repuso Nia encogiéndose de hombros—, pero más vale que lo averigüemos.
✿✿✿
—¿No es hermoso?
Estábamos sentadas junto a una de las ventanas en la biblioteca municipal. El pelo de Amanda era largo y liso, con la raya en medio, y llevaba una cinta alrededor de la frente con el signo de la paz en el centro, y una camisa con flecos largos y bordada con cuentas. Sostenía un diminuto trozo de cristal amarillo en la mano, y cuando extendí la mía, dejó caer el cristal sobre mi palma. Tenía un tacto suave y cálido.
—Tiene un color precioso —dije.
—Me pregunto de dónde habrá salido —murmuró Amanda.
—¿No lo sabes? Es decir, ¿dónde lo encontraste? —pregunté.
—No, estoy hablando del gran esquema de las cosas. ¿Qué era antes de ser un trozo de vidrio de mar?
Levanté aquella pepita amarilla y traté de imaginármela como parte de algo más grande.
—¿Un collar?
—Me gusta esa idea. Puede que fuera un antiguo collar que hubiera pasado de generación en generación, de madres a hijas durante cientos de años.
—Mi madre tiene un collar que heredó de mi abuela —dije, imaginándome aquel pequeño trébol que mi madre siempre llevaba alrededor del cuello—. Se lo dio cuando cumplió dieciséis años —no añadí lo que estaba pensando, que era que supuestamente yo debía heredarlo a esa edad. Siempre, claro está, que volviera a ver a mi madre.
Como si pudiera leerme la mente, Amanda estiró la mano y me tocó suavemente la rodilla para reconfortarme.
—Seguro que estarás estupenda con ese collar.
Nos quedamos un rato calladas. Después, Amanda metió la mano en su mochila y empezó a rebuscar entre cartas de oráculo y llaves, pintalabios, lápiz de ojos, bolis y piezas de bisutería, hasta que encontró lo que buscaba.
—¡Mira! He podido mezclar este tono exacto de amarillo.
El diario que llevaba Amanda aquel día era un simple cuaderno de tapa dura decorado con tiras de papel de diferentes colores y unos botones pegados, pero estaba tan abarrotado de cosas que apenas podía cerrarse. Había dibujos, fotos recortadas de revistas, y páginas y páginas plagadas de texto, que iban pasando tan rápido que apenas pude pillar algunas palabras sueltas: «lluvia», «después nosotras», «no podría»… Cuando Amanda llegó finalmente a la página que buscaba, colocó el trozo de cristal junto a ella.
—¡Mira!
Me incliné sobre el cuaderno, en el que había varias manchas chillonas de pintura amarilla con tonos ligeramente diferentes. Uno de ellos era idéntico al color del cristal.
—Es muy bonito —asentí.
—Y más difícil de conseguir de lo que parece —dijo—. Pero vale la pena. Me gustan los desafíos. Y mira esto también.
Señaló la página siguiente, en la que había pegado un dibujo que parecía sacado de un libro infantil. En él aparecían dos animales, un pájaro y un gato, que estaban sentados en un bote de espaldas al espectador.
—¿A que mola? —dijo Amanda al tiempo que deslizaba el dedo sobre el dibujo.
—Eh… Sí, claro —esperé un poco a que me lo explicara, pero al final le pregunté—: ¿Qué es?
Amanda seguía mirando fijamente la página.
—Son el buho y el gatito.
Al ver que no continuaba, le insté:
—¿Y…?
Amanda prosiguió, recitando de memoria:
—El buho y el gatito fueron al mar, montados en un hermoso bote verde con forma de guisante.
Conocía la historia del buho y el gato, pero no entendía qué tendría que ver un bote verde con un trozo de vidrio amarillo. Negué con la cabeza.
—Vale, me he perdido completamente.
—¿Recuerdas cómo termina? —preguntó Amanda.
Cuando le dije que no, Amanda recitó lo que supuse que sería el final del poema:
—Y con las manos entrelazadas, bailaron bajo la luz de la luna, en la orilla, bailaron bajo la luz de la luna —levantó la cabeza y me miró—. Este amarillo es el color exacto que siempre he imaginado que tendría la arena bajo la luz de la luna. ¿No lo crees así?
—La verdad es que nunca había pensado en ello —dije—, pero en cualquier caso, es un color precioso —miré el cristal, después la mancha de pintura, y así sucesivas veces.
—Todo puede ser hermoso —dijo Amanda contemplando la ilustración—, siempre que lo mires como lo debes mirar.
✿✿✿
—Sinceramente, me parece imposible poder llegar a pensar como Amanda —dije.
—Estoy de acuerdo —intervino Nia, que tenía las manos apoyadas detrás de la cabeza.
De repente recordé algo de la noche anterior.
—¿Puedo haceros una pregunta un poco rara?
—Eso sí que es pensar como Amanda —dijo Hal mientras se tocaba la nariz con el dedo índice— Ella era la reina de las preguntas extrañas.
—Bueno, en realidad no es rara —dije—, es más bien… estúpida. O ridícula. Parece sacada de Ley y orden, pero, en fin… ¿Creéis que Amanda podría haber estado metida en el programa de protección de testigos?
—Venga, hombre, ¿quién te ha dicho eso? —preguntó Nia con brusquedad.
—¡Eh, ya te dije que era una pregunta estúpida! —respondí, un poco enfadada.
Antes de que Nia pudiera hacer ningún otro comentario, Hal dijo:
—Lo de la protección de testigos no casa con la imagen que tengo de Amanda —hizo una breve pausa y después continuó—. Y aun así, si estás en el programa de protección de testigos, ¿no se supone que debes ser un poco… discreto? ¿Que no deberías llamar la atención?
—Tienes razón —dije—. Amanda era cualquier cosa menos discreta.
—Creo que estamos retrocediendo —suspiró Hal.
—Bueno, al menos sabemos que quiere que la busquemos —señalé—. Eso es un gran paso adelante.
—Sí, pero ¿por qué quiere que la busquemos? —dijo Nia levantando el dedo índice para contar aquella primera incógnita.
—¿Y dónde? —Hal levantó dos dedos.
—¿Y qué pasa con la parte que falta de la postal? —Nia ondeó tres dedos en el aire.
—¿Y de dónde sacó dos mil quinientos dólares? —extendí cuatro dedos en alto.
—¿Qué? —dijo Nia.
Me di cuenta de que solo le había contado lo del dinero a Hal.
—Tengo que contarte algo más que hizo Amanda.
Pero antes de que pudiera decir nada, la madre de Nia apareció por la puerta de la sala de estar.
—A comer, chicos.
—Mamá, estamos… —protestó Nia.
Pero la señora Rivera no estaba para negativas.
—Venga —insistió.
Mientras pasábamos junto a la madre de Nia y entrábamos al comedor, intenté convencerme de que Hal se equivocaba al decir que estábamos retrocediendo. Ahora que sabíamos que Amanda quería que la buscáramos, habíamos dado un paso decisivo en la dirección correcta.
La pregunta era, al margen de si efectivamente era esa dilección correcta, cuántos pasos nos quedarían por delante hasta llegar al final de aquel camino de baldosas amarillas.