Capítulo 13

―¡Esa chica es una F.R.I.K.I! ¡Friki! ―dijo Traci mientras mojaba una zanahoria en la salsa ranchera de Kelli―. Íbamos juntas a clase de historia y siempre estaba diciendo: «¿Y cómo podemos estar seguros de eso? ¿Y cómo podemos estar seguros de aquello?». ¡Qué pesadilla de tía! Me parece increíble que la señora Balducci no terminara dándole una bofetada.

―¿Te imaginas el artículo que habría escrito?: «La pena capital vuelve al instituto» ―intervino Kelli mientras formaba un titular imaginario con las manos en alto.

―Se dice «castigo corporal» ―la corrigió Heidi, poniendo en blanco sus ojos azules de muñeca―. La pena capital es la pena de muerte.

―Lo que sea ―respondió Kelli encogiéndose de hombros. Después se dio la vuelta hacia mí―. Bueno, para que te olvides del mal trago que tuviste que pasar ayer, me encargaré de maquillarte personalmente para la fiesta de Liz del sábado. ¡Vamos. A. Causar. Sensación!

Sonreí, pero al haberme pasado la noche entera tumbada en la cama esperando una llamada de Amanda, estaba demasiado cansada para poder hablar. Le había enviado dos mensajes des de que había encontrado el dinero, pero no me había respondido. Ahora tenía el teléfono en vibración dentro del bolsillo, pero ya no esperaba que fuese a sonar.

―¿Estás bien? ―preguntó Traci. Me colocó la cabeza encima del hombro y me dio un golpecito en el brazo―. ¿Te hicieron pupa esos malvados frikis?

―Sí, estás rara ―dijo Heidi, irritada.

―Estoy bien ―dije, pues no quería hacer enfadar a Heidi. ¿Sería eso a lo que se refería el señor Randolph con lo de «alianzas enmarañadas»? Me enderecé en el asiento―. De verdad, lo que pasa es que estoy muy cansada.

―Hola, Jake. Hola, Lee ―Heidi se asomó por encima de mi hombro y empezó a hablar con voz cantarina, la misma que utilizaba siempre que había chicos por los alrededores―. Hola, Keith.

Un segundo después, Jake, Lee y Keith aparecieron ante nuestra mesa. Al ver a Keith, me acordé de la pelea con Nía del día anterior, y no pude mirarle.

Lee llevaba esa cazadora de la marca Abercromie que tanto le gusta y que le sienta de maravilla. Tenía las mejillas sonrosadas, como si acabaran de llegar de la calle. A veces me preocupaba que, con sus ropas de diseño y su cuerpo perfecto, Lee y perteneciéramos a ligas distintas y que sólo fuera cuestión de tiempo que él se diera cuenta.

―Saludos, bellas damas ―dijo Jake dirigiéndonos una mirada y una sonrisa a todas.

Los tres eran amigos des de pequeños, pero mientras que Keith y Lee siempre habían sido guapos, Jake era bajito y regordete, por lo que quedaba eclipsado cuando estaba con ellos. Sin embargo, últimamente había crecido bastante (no tanto como Lee, pero sí lo suficiente para no parecer un enano), había adelgazado y se había puesto lentillas.

Se había convertido de repente en un chico alto, interesante y atractivo, y el rumor de que su familia había estado emparentada con la realeza en la India, país en el que habían nacido sus padres, ya no parecía tan inverosímil. A veces Heidi le tomaba el pelo diciéndole que ayudaría a su familia a reclamar su trono, y aunque Jake le había explicado un millón de veces que la India era una república, Heidi no paraba de hacerle bromas. La verdad es que si Heidi quería que hubiera una monarquía, entonces no me extrañaría que alguien terminara instaurándola.

―¿Vais mañana a la fiesta de Liz? ―preguntó Heidi.

En realidad, era una pregunta retórica. Liz no era tan popular como las Chicas I, pero era bastante guay, y vivía en una casa enorme a una manzana de distancia de la casa de Heidi. Cada año montaba un fiestón por su cumpleaños, al que iba todo el mundo que fuera alguien en nuestro curso. Incluso venían algunos chicos mayores, compañeros de clase del hermano de Liz, que siempre terminaba invitando a alguien.

―Si vamos, ¿hablarás con nosotros? ―preguntó Jake―, ¿o nos harás el vacío y te pondrás a hablar con los chicos mayores de la fiesta?

Se había agachado delante de Heidi, que le miraba. No podía creer que Jake aún no le hubiera pedido salir.

―Es posible que vosotros tengáis que darnos una razón para hablar con vosotros ―respondió Heidi mientras jugueteaba con su melena rubia pálida―. Demostrar que sois dignos de nuestra compañía.

―¿Es un desafío, Heidi Bragg? ―Keith se inclinó también hacia Heidi. Su cazadora de fútbol ocultaba su grueso cuello.

Me pregunté por qué la gente se empeña en llamar «abeja reina» a la chica más popular del instituto. Yo más bien creo que es una flor, y que todos los chicos de la clase son abejas que pululan a su alrededor para tratar de alcanzarla.

Mientras observaba a Heidi hablando con Keith y Jake, Lee se acercó a mi lado de la mesa.

―¿Qué tal te va? ―susurró, como si me estuviera preguntando algo que nadie más debía saber.

―Bien ―respondí. Aunque no era más que una palabra, sentí que había sido la mentira más grande del universo.

―Ayer te vi, Callie ―me encantaba cuando decía mi nombre―, cuando estabas limpiando el coche.

Sus ojos marrones parecían dorados bajo la luz del sol que se filtraba por las ventanas de la cafetería, y de nuevo pareció imposible que Lee Forrest pudiera existir en el mismo universo que Amanda, Nia y Hal, y que yo formara parte de ambos mundos a la vez.

―Sí, yo también te vi ―recordé cómo me saludaba y me animaba, y lo bien que me hizo sentir―. Gracias por el apoyo

―De nada ―dijo Lee―.¿Qué pasó? ¿Por qué te obligó Throhill a limpiarle el coche? ¿La conoces?

Ese es el problema de mentir: una vez empiezas a hacerlo, ya no puedes parar.

―En realidad, no. Va conmigo a clase de mates.

―Vaya ―dijo Lee―, entonces debe de ser un genio de los números.

Lee siempre decía cosas agradables como esa.

―La verdad es que sí ―dije. Después de escuchar cómo las Chicas I la ponían a parir, me alegré de poder decir algo sincero y positivo sobre Amanda en voz alta―. Es un genio.

Amanda dejó de ser tema de conversación cuando la charla volvió al fin de semana y a la fiesta de Liz, lo cual fue un alivio. Cuando la campana señaló el final de la hora del almuerzo, nos levantamos juntos de la mesa, y aunque no había hablado apenas con él, acabé saliendo de la cafetería en compañía de Keith. Cuando llegamos a la puerta de mi clase de biología, Keith me estaba contando algo sobre los planes que tenía su familia para las vacaciones de primavera. Entonces levanté la mirada y vi a Hal y a Nia, que se acercaban por el pasillo.

Hal no me vio, pero Nia sí. Se fijó en mí, después en Keith, y luego apartó la mirada, como si acabara de ver la imagen más desagradable del mundo.

―¿No es la caña? ―terminó Keith.

―¿Qué? ―dije, y entonces, para evitar que me lo repitiera, añadí―: Es decir, sí, claro. Completamente.

―Tengo que pirarme ya ―dijo Keith―. Hasta luego.

―Hasta luego.

Entré en el aula de biología y me dejé caer sobre mi asiento, en donde me pasé los siguientes cuarenta minutos con la mirada perdida en la pizarra, sin comprender ni una sola palabra de lo que estuvo diciendo el señor Moser.

✿✿✿

Al ver que Amanda no había aparecido por clases de mates, llamé a mi padre para que me recogiera después del instituto con su camioneta, como habíamos acordado. Tenía que haberse dormido con la ropa puesta, pero al menos parecía sobrio.

―Vamos a devolver el dinero ―dijo con determinación, y me dio la impresión de que estaba enfadado.

―Ah ―respondí.

Cuando le dejé la noche anterior, después de contarle cómo había conseguido todos esos billetes, me dijo que quería consultarlo con la almohada. Ahora que había tomado su decisión, no pude evitar sentirme un poco orgullosa de él. Sí, puede que acabáramos perdiendo la casa, pero al menos no la conservaríamos sirviéndonos de unos bienes que posiblemente fueran robados.

―¿Dónde vive Amanda?

✿✿✿

En realidad, nunca había estado en casa de Amanda, pero una vez, mientras íbamos en bici a tomar café después del instituto en College Green (una zona de Orio que se llama así porque todas las calles toman su nombre de institutos y universidades, no porque haya ninguno allí), Amanda señaló una preciosa casa antigua de estilo victoriano.

―Aquí es donde vivo.

Iba un poco por delante de mí, pero no parecía tener intención de reducir la velocidad. Me quedé sorprendida.

―¿No quieres entrar? ―pregunté.

Sabía que Amada vivía con sus abuelos paternos. Su madre era antropóloga y estaba realizando estudios de campo en Uganda durante el año académico, y su padre viajaba mucho por su trabajo para las Naciones Unidas, algo relacionado con microcréditos en Latinoamérica. Nunca antes había conocido a nadie que viviera con alguien que no fuera sus padres, pero en el caso de Amanda, tenía todo el sentido del mundo. Había algo en ella que hacía pensar que nunca había tenido padres. Como si estuviera… no sé, alejada de las típicas cosas de los adolescentes normales, como los padres, las horas de volver a casa, las riñas sobre si has hecho o no los deberes y las súplicas para que te dieran dinero para ir al cine. Había algo en aquella escena que me despertó la curiosidad por ver su casa y conocer a sus abuelos.

―La verdad es que no ―Amanda se había alejado un poco más y yo reduje la velocidad para observar la casa, así que tuvo que gritarme para que la oyera―. ¡Vamos!

Antes de empezar a pedalear más rápido, eché un vistazo al porche, en donde había colgada una hamaca antigua muy bonita. La puerta, pintada con un brillante color azul cielo, estaba entornada, como si nos invitara a pasar. La casa era antigua, pero estaba muy cuidada, y al pasar frente a ella me di cuenta de que me recordaba a la mía antes de que mi madre se marchara. Era bastante guay que la casa de Amanda se pareciera tanto a la mía (o a lo que solía ser). Puede que incluso que nuestras familias tuvieran mucho en común. Puede que cuando mi madre regresara de dondequiera que estuviese y mi padre volviera a la normalidad, y cuando la madre de Amanda volviera de Uganda y su padre terminara de dar vueltas al sur de la frontera, se conocieran y se gustaran, y que los cuatro se hicieran amigos.

Era una imagen tan agradable (los seis preparando una barbacoa en mi casa o adornando un árbol de Navidad en la de Amanda) que la conservé en mi cabeza durante el camino.

✿✿✿

Pensé que recordaría cuál era la calle de Amanda, pero cuando llegamos me di cuenta de que no podía ser esa porque tenía acera, al contrario de la que habíamos cruzado las dos aquel día. Mi padre tuvo que dar vueltas con el coche durante casi veinte minutos hasta que dimos con la manzana correcta, y una vez allí estuvimos a punto de pasarnos la casa porque habían repintado la puerta de rojo. Durante ese tiempo, mi padre se fue alterando cada vez más, pero no supe si era porque se estaba arrepintiendo de devolver el dinero o porque hacía meses que no estaba sobrio a esas alturas del día.

La llamé desde el coche, pero no me respondió. La verdad es que me sentí un poco nerviosa por volver a verla cara a cara después de todo lo que había ocurrido desde nuestro último encuentro. Mientras que una parte de mí se moría por preguntarle qué demonios estaba pasando, la otra deseaba que no estuviera en casa, que solo estuvieran sus abuelos para poder darles el sobre con el dinero y dejarles un mensaje para que me llamara.

Mi padre iba unos pasos por delante de mí. Cuando llegamos a la entrada, tocó el timbre y después llamó a la puerta; parecía que no pudiera esperar ni un segundo a que alguien nos abriera. Al principio no escuchamos nada, pero entonces oímos unos pasos y una voz que decía:

―Ya voy, ya voy.

Poco después, la puerta se abrió y apareció un anciano vestido con una rebeca de color rojo oscuro. Debía de tener por lo menos ochenta años, bastantes más de los que me imaginaba que tendría el abuelo de Amanda.

―Hola ―dijo mi padre, y me alivió comprobar que no parecía enfadado ni impaciente―. Hemos venido a ver a Amanda.

El anciano sonrió a mi padre; a pesar de su edad y de que iba encorvado, pude sentir una cierta energía en él.

―Discúlpeme, pero mi oído ya no es el que era. ¿Podría repetirlo?

―Hemos venido a ver a Amanda ―repitió mi padre, esta vez más alto.

―¿Amanda? ―preguntó el anciano. Seguía sonriendo, como si estuviera acostumbrado a que se presentaran desconocidos por su casa para hacerle preguntas.

―Amanda… ―mi padre me miró y yo le proporcioné la palabra que buscaba.

―Valentino ―dije.

Aunque, teniendo en cuenta que vivía allí, no entendía por qué su abuelo, por muy viejo que fuera, necesitaba que le recordaran su apellido.

―Perdone ―dijo―, ¿ha dicho Amanda Valentino?

―Sí ―respondió papá.

El anciano negó con la cabeza.

―Me temo que aquí no vive nadie con ese nombre.