Capítulo 8

Nia se rió entre dientes cuando el señor Thornhill nos dio la oportunidad de salir limpios de esta en el momento en que cogíamos a cada uno con un cubo lleno de harapos, rollos de papel absorbente y productos de limpieza, que estaban apilados junto a la puerta. Me llevó un rato pillar lo de «limpios», pero no estoy segura de si fue porque sencillamente Nia es más lista que yo, o porque todos los pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza me tenían tan confusa que no me quedaba sesera suficiente para juegos de palabras.

Al ver que nadie decía nada, Thornhill nos indicó con un gesto que saliéramos por la puerta, así que lo hicimos en fila. Hal iba primero; Nia, y por último yo.

―Con esto va a ser imposible que limpiemos el coche ―afirmé mientras bamboleaba el cubo―. La pintura de espray no se quita frotando.

Los dos permanecieron callados, como si durante el almuerzo hubieran hecho un pacto para hacerme el vacío. Bueno, si querían seguir con su jueguecito, por mi perfecto, así que no dije nada más. Junto a la puerta de entrada del aparcamiento del profesorado había una muchedumbre reunida que, con asombro, contemplaba el coche del señor Thornhill. Algunos incluso tenían preparados sus móviles para sacar una foto. Al principio, el guardia de seguridad que los estaba conteniendo tampoco nos dejó pasar a nosotros. Hal tuvo que explicarle unas cincuenta veces que nos habían ordenado a limpiar el coche, y aun así el tipo no parecía muy convencido cuando por fin nos dejó pasar. Entre la muchedumbre asomaba el pelo oscuro y rizado de Lee. También distinguí a Traci, Heidi y Jake, que estaban a su lado. Lee fue el primero en verme, tal vez porque era el más alto; levantó los puños por encima de la cabeza y gritó «¡Vamos, Callie!», acompañado por los aplausos de Traci, Heidi, y por los silbidos de Jake. Esperé que Hal y Nia los oyeran. Así se darían cuenta de a quién estaban ignorando.

El viejo Honda Civic del subdirector estaba aparcado lo suficientemente lejos del gentío como para que el barullo que montaban los mirones sonara muy apagado. O puede que no fuera más que el efecto de una sobrecarga sensorial, producida por mirar algo tan refulgente que impedía percibir cualquier otra cosa. El cielo se había nublado desde que nos habíamos asomado por la ventana del despacho de Thornhill, pero incluso bajo la luz grisácea de aquella tarde de marzo, el coche vibraba de color y energía.

―Guau ―exclamó Hal.

La impresión fue unánime. Desde lejos solo habíamos podido ver las formas más grandes, pero cuando te acercabas podías advertir la cantidad de detalles que había: pájaros diminutos portando intrincados ramos de olivo, largas cadenas de margaritas entrelazándose de arcos iris meticulosamente dibujados… No solo era brillante y colorido sino que era una verdadera obra de arte.

De repente se me ocurrió algo. A pesar de mi determinación interior de no hablar con Hal y Nia, me di la vuelta hacia él, que estaba a mi lado, admirando el paisaje lunar que cubría el lado del parabrisas del conductor.

―¿Lo has dibujado tú?

No sé si Hal se había propuesto seriamente ignorarme, o si no escuchó lo que le dije. Alargó el dedo índice y siguió el contorno de la luna.

―Eh, esto… ―empezó a decir, pero antes de que pudiera terminar, lo agarré del brazo.

―¿Lo has hecho tú?

―¿Qué? ―se giró para mirarme, pero era evidente que seguía absorto admirando la obra maestra en que se había convertido el coche de Thornhill. Me di cuenta de que, después de tocar la luna, su dedo había quedado cubierto por una fina capa de color blanco azulado.

―Te he preguntado que sí has hecho tu esto.

Hal era el mejor artista del Endeavor, y no había duda de que la persona que había pintado el coche era alguien con mucho talento.

―Ojalá ―respondió y se dio la vuelta para seguir admirando el coche―. Puede que hubiera conseguido hacerlo, pero solo con la ayuda de Amanda.

No estaba muy segura de lo que había querido decir, pero no pude negar que el tono de Hal era amigable. Me pregunté si no me habría vuelto paranoica al pensar que Nia y él me estaban haciendo el vacío.

―¿Cómo la conseguiste? ―aunque no era mi intención, lo cierto era que mi pregunta pareció un poco ofensiva.

Hal no respondió, pero Nia sí.

―Vaya, ¿ahora resulta que eres la titular del registro social del instituto?

Ninguna de las otras Chicas I habría tolerado que Nia se pusiera tan borde, pero es que las tres tienen mucha más experiencia que yo en discusiones. Durante unos instantes traté de pensar en una réplica ingeniosa, pero no se me ocurrió nada, terminé diciendo:

―Lo único que pasa es que no me di cuenta de que erais amigos.

Después me encogí de hombros, como si no hubiera ningún recelo en mi declaración.

Pensé que Nia desistiría, pero no fue así.

―Pues vale. Tus amigas y tú podéis…

―¡Mirad! ―exclamó Hal. Había rodeado el coche y ahora estaba en el maletero.

Contenta de tener una excusa para no pelearme con Nia y quedar como una debilucha, me acerqué al lugar donde estaba Hal y observé lo que estaba señalando. Esparcidos por el maletero se podían ver media docena de osos, pájaros y gatos que eran idénticos a los que habíamos encontrado en nuestras taquillas. También había otro animal, una especie de lagarto. Junto a ellos flotaban una serie de lunas y estrellas, y un puñado de signos de la paz.

―Eso es un lagarto ―dije pensando en voz alta―. Y eso es un gato…

―Es un puma ―me corrigió Hal, y se frotó la muñeca sin darse cuenta durante unos instantes.

No me di cuenta de que Nia estaba detrás de mí hasta que me espetó:

―¿Pensabas que era un gato? Pero si no se parece en nada.

Esta vez, le solté una réplica sin darme tiempo si quiera a pensarla.

―Tampoco sabía que fueras una maldita experta en la naturaleza, Nia ―le dije con brusquedad―. Pero tranquila, que la próxima vez que salga en el Discovery Channel hablando de la fauna autóctona de Orion, me aseguraré de verlo.

―Como si me importara.

―¿Podrías tranquilizaros de una vez? ―pidió Hal con serenidad.

Pero Nia estaba lanzada.

―¿Y quién eres tú para cuestionar nuestra amistad con Amanda? ¿Qué hay de la tuya? Yo tampoco la he visto nunca contigo ni con tus estúpidas Chicas I. Seguro que intentaste hacerte su amiga, pero como no te dejó que la llamaras Mandi, decidiste mandarla a paseo.

Sentí que la cara se me estaba empezando a poner roja. Me puso tan furiosa que levanté el brazo para señalarla, sin recordar que todavía estaba sujetando el cubo.

―Nia tantos celos resultan patéticos. No creo que Amanda hubiera salido, ni en un millón de años, con alguien tan… ―el cubo se balanceó vertiginosamente en mi mano y uno de los botes de limpiador se cayó en el suelo.

―¡Basta! ― está vez la voz de Hal sonó contundente. Nunca le había oído gritar, así que me callé.

―Escuchad―prosiguió con su tono normal―. No pretendo entender a Amanda, ni sus motivaciones. Pero lo que sí sé es que nunca hace las cosas porque sí. Y ahora mismo tengo un presentimiento muy fuerte. Esto ―señalo el coche y nos miró―es un mensaje.

Creo poder afirmar que soy la persona menos supersticiosa del mundo, pero en cuanto Hal dijo eso sentí un escalofrío. ¿Sería posible? ¿Estaría Amanda intentando decirnos algo?

Hal siguió hablando:

―Esto es lo que puedo decir sobre lo que ha dibujado. Mi tótem es el puma: fuerte y solitario ―volví a ruborizarme cuando se describió de esa manera, pero a él no parecía darle ningún corte.

Las palabras de Hal amanzanaron a Nia como por arte de magia, y entonces ella señalo el pájaro.

―Esa soy yo―susurró con voz suave y casi soñadora―. La lechuza. Sabia. Independiente.

Estuve a punto de reírme cuando dijo lo de independiente. ¿Así es como se le llamaba a la gente con dificultades para relacionarse en sociedad?

Hal me dio un suave empujón en el hombro, y me di cuenta de que era mi turno.

―Los osos son fuertes―dije lentamente. No añadí el otro detalle importante que me había acortado Amanda: los osos hibernan.

Nia se apoyó en el coche mientras Hal y yo hablábamos, y cuando se levantó, se sacudió instintivamente el polvo de la cadera. Me acordé del dedo de Hal.

―¡Es tiza! ― dije casi gritando.

Hal se dio una palmada en la frente.

―¡Claro! Eso es lo que iba a deciros antes. No es pintura.

―¿Qué? ―Nia nos miró.

―El dibujo está hecho con tiza. Mira―rocé una brillante manzana con el dedo y lo arrastré sobre la superficie metálica del coche. Cuando retiré la mano, sobre mi piel habían quedado unos rastros rojos.

Hal se agachó hasta poner la cabeza a un centímetro escaso de la superficie del coche.

―Ahora que lo veo mejor, creo que es una mezcla de tiza y pastel ―dijo―. No debería ser difícil quitarlo del coche.

―No me gusta nada la idea de borrarlo―declaró Nia.

La entendí perfectamente. Incluso aunque no fuera un mensaje de Amanda (un mensaje en clave, eso sí) era algo suyo. Y era precioso. Me moría de ganas de hablar de ello con Amanda. Este deseo me hizo recordar que seguía desaparecida.

―¿Sabéis algo de ella, chicos? La he llamado y le mandé un mensaje, pero no me ha contestado.

Hal y Nia negaron con la cabeza.

―Nada ―dijo Nia. Por su forma de responder, supe que también ellos se habían pasado el día intentando localizarla.

―Voy a hacer unas fotos ―dijo Hal al tiempo que sacaba su móvil―. ¿Me ayudáis?

Ninguna de las dos le respondimos, simplemente sacamos nuestros teléfonos y empezamos a dar vueltas alrededor del coche.

―¡Mirad! ―Nia estaba sentada en el suelo, junto a la puerta del conductor. Estaba señalando el borde del guardabarros, justo detrás de la rueda.

Al contrario que el puma, este animal sí que lo identifiqué a la primera.

―El coyote ―dijo Hal.

―El tótem de Amanda ―añadió Nia.

✿✿✿

―¿El mío? Yo soy el coyote. El embaucador ―apretó el puño y después lo abrió, mostrándome su palma vacía―. Ahora me ves, y al momento ya no me ves. Supuestamente, debía estar poniendo al día a Amanda con las ecuaciones de segundo grado; pero en realidad era ella la que me estaba enseñando cosas sobre los tótems, concretamente sobre el suyo y el mío. Cuando comenté que todo eso, que la superstición y las creencias ancestrales eran lo más opuesto del mundo a la trigonometría, Amanda me hizo un gesto con su estilográfica.

―Au contraire ―dijo―. Todos los sistemas de creencias son iguales.

―¡Venga ya! ―exclamé―. Las matemáticas no son un sistema de creencias, son la explicación de cómo funcionan las cosas.

―Exacto ―dijo Amanda―. En otras palabras, son un sistema de creencias.

Llevaba algo que hacía parecer su pelo mucho más largo, como si le hubiera crecido hasta la cintura durante la noche. Iba vestida con un traje con mangas hinchadas y bordes de encaje, que parecía sacado de otra época. Tenía intención de preguntarle por su aspecto ―el pelo, la estilográfica de pluma de ave, el vestido―, pero, como de costumbre, Amanda cambió rápidamente de tema. Con ella, siempre pasaba lo mismo; nunca sabía cómo habíamos llegado al tema del que estábamos hablando ni cómo nos habíamos apartado del tema que supuestamente estábamos tratando anteriormente.

―Un momento, ¿me estás diciendo que no crees en las matemáticas?

Durante las últimas dos semanas, había descubierto que Amanda era, probablemente, la mejor matemática que conocía, aparte de mi madre. Era un genio de los números. ¿Cómo era posible que cuestionara su verdad fundamental?

―Creo en las matemáticas ―dijo―. No son como el Ratoncito Pérez o Santa Claus. Creo que existen. Pero no creo que expliquen las cosas mejor que muchos otros sistemas de creencias solo porque estén de moda en este lugar concreto y en este preciso momento de la historia.

―¿Te refieres a…Dios?

Sin duda, aquella era la conversación más rara que había tenido nunca con alguien. Traté de imaginarme hablando de Dios con Heidi, Traci o Kelli.

―La religión es otro sistema de creencias ―dijo―. Lo que ocurre es que no es el mío.

―¿Y cuál es entonces? ―no quise sonar como si me hubiera puesto a la defensiva, pero a veces hablar con Amanda me hacía sentir como si estuviera un paso crucial por detrás de ella.

―Mi sistema de creencias… ―apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos un instante. Después, sin abrirlos todavía, dijo―: Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía.

Negué con la cabeza.

―Puede que haya un montón de cosas entre el cielo y la tierra, pero la cuestión es que se pueden contar todas.

Abrió los ojos y me miró fijamente.

―Eso es lo que intento decirte, Callie ―dijo―. En realidad, no se puede.

✿✿✿

Sonó el clic de la cámara de Nia y, sin prestar verdadera atención a lo que estaba fotografiando, apunté mi móvil en dirección al coyote e hice una foto. Todos permanecimos callados durante un rato.

―Bueno ―dijo Hal finalmente―. Amanda necesita que hagamos algo por ella.

Un coche que estaba atravesando la rotonda que había frente al instituto tocó el claxon. Al mirar me fijé en que era el BMW SUV de la madre de Heidi. Heidi iba en el asiento del copiloto y Traci en la parte de atrás. Me gritó algo que parecía un ¡Llámame! en cuanto el coche giró por Ridgeway Drive.

Tener esas dos relaciones a la vez me hizo sentir un poco rara. Una de ellas, lo más mundana y perceptible, y la otra, única y misteriosa.

Era como existir en dos universos paralelos al mismo tiempo.

Pero no pude ignorar la fuerza gravitacional de lo que había dicho Hal. Me di la vuelta hacía él y dije:

―Pero ¿qué querrá de nosotros? ¿Y por qué no se limito a pedírnoslo?

―Hal no lee las mentes, ¿sabes? ―dijo Nia. La suavidad que había antes en su voz había desaparecido por completo.

Vale, ya empezaba a estar harta de todo eso.

―¿Tienes algún problema conmigo o qué? ―le pregunté―. ¿Acaso he hecho algo para ofenderte en los últimos cinco minutos?

―A ver, a ver ―dijo Nia. Inclinó la cabeza hacia un lado y se presionó la sien con el dedo índice, tratando de imitar la expresión de alguien que está meditando profundamente. Después levantó la cabeza y me miró con una sonrisa sarcástica―. No, yo diría que has conseguido no decir nada ofensivo en los últimos cinco minutos.

―¿Hasta cuándo vais a seguir las dos…? ―interrumpió Hal, pero esta vez no me importaba lo que tuviera que decir.

―Nia, nunca te he hecho nada, jamás, y ahora estás actuando como si…

―¿Qué nunca me has hecho nada? ―Nia se levantó y avanzó un paso hacia mí. Bajo la voz hasta que se convirtió en un susurro―. ¿Qué nunca me has hecho nada? Esta sí que es buena, Callie. Veamos, ¿el nombre de Keith Harmon significa algo para ti?

Retrocedí un paso, pero no fue solo para alejarme de la inquietante voz de Nia. Lo cierto es que Keith Harmon sí significa algo para mí.

―No fui yo.

―Sí, claro ―dijo Nia dándome la espalda.

Estiré la mano para agarrarla del brazo.

―En serio, Nia no fui yo.

Ella apartó de golpe el brazo, como si le repugnara mi tacto, lo cual me recordó el que Traci había intentado hacerme durante la comida.

―Bueno, como dice mi madre: Quien con perro se acuesta, con pulgas se levanta.

Al principio no me di cuenta de lo que estaba diciendo, pero cuando lo hice exclamé:

―¡Mis amigas no son perros!

―Puede que por fuera no ―dijo Nia, y siguió tomando fotos de los dibujos del coche.

El corazón me palpitaba con fuerza. Si yo hacía todo lo posible para evitar confrontaciones, Nia parecía querer lo contrario. No me extraña que no tuviera amigos.

Pero aunque pensara así, no pude evitar sentirme un poco avergonzada al recordar lo que Heidi le había hecho a Nia cuando estábamos en primero.

Aquel año, Heidi y Nia coincidían tanto en clase de matemáticas, como en inglés. Un día, más o menos una semana después de que se chivara de que Heidi y Traci habían copiado, Nia se dejó olvidado en clase su cuaderno de inglés. Heidi lo cogió porque, como nos contó durante el almuerzo, quería ser una buena ciudadana y tenía pensado devolvérselo. Pero, en realidad, lo que hizo fue tirarlo al suelo. La casualidad quiso que se abriera por una página en la que había unos cuantos apuntes sobre objetos directos y adjetivos calificativos, y también un corazón dibujado en el margen, con las iniciales NR y KH escritas dentro.

La verdad es que no sé qué pasó exactamente ni de quién fue la idea, porque mi padre y yo nos fuimos a Washington D.C. ese fin de semana para reunirnos con mi madre, que había asistido esos días a una conferencia de la NASA. Pero, por lo visto, Heidi, Traci o Kelli, o las tres juntas, crearon una cuenta de correo que era algo así como Keith.harmon95@yahoo.com y le mandaron un mensaje a Nia. Ella respondió al falso Keith, que volvió a escribirle, y así sucesivamente. El lunes por la mañana, Heidi tenía un montón de e-mails para enseñarnos a mí y al resto de la clase, en los que Nia admitía que Keith siempre le había gustado y que le apetecía salir con él alguna vez. Por aquel entonces, Nia era una simple empollona con unas trenzas ridículas y gafas de culo de vaso, pero no era una apestada. Y ya entonces Cisco Rivera era Cisco Rivera, así que si no hubiera cabreado a Heidi, habría podido pasar como neutral en el instituto. Pero no.

La cosa fue realmente mal. Durante mucho tiempo, Nia no pudo pasar junto a nadie sin que le dijeran cosas como: «¿Vas a ver a tu novio, Nia?». Cada vez que pasaba frente a la taquilla de Nia, podía ver algo pegado en ella: un trozo de papel con iniciales NR Y KH, una flor muerta o simplemente las palabras «¡¡¡Ya te gustaría!!!». En mi opinión, ella se lo había buscado (o ¿es que creía que Heidi y Traci le dejarían vivir en paz después de que las delatara?), pero aun así terminé sintiéndome mal por ella.

Una parte de mí sabía que debía decirles algo, pero aún no tenía la confianza suficiente con las Chicas I. Todavía pienso que por entonces estaba… No sé, fue como si estuviera en un periodo de prueba. Si ahora hicieran algo parecido, no dudaría en decirles que parasen. De todas formas, no creo que vuelvan a hacer algo así. Durante Primaria, la gente hace muchas cosas que jamás harían al llegar al instituto. No se puede juzgar a alguien por un único error.

En ese preciso momento, como si alguien la hubiera enviado, Bea Rossiter salió por la puerta principal. La vi entrar en el coche en que la esperaba su madre y se marcharon.

Cerré los ojos. Lo que había ocurrido con Bea era diferente.

Pero una vocecilla dentro de mi cabeza me preguntó:

«¿Estás segura?»