Capítulo XVI

EL BARCO DE LOS MUERTOS

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando ya lo tenía todo preparado para la marcha, Argenmeyer me mandó recado con su marinero, Roberto. No podríamos salir ese día; al barco le faltaban detalles de aparejo. Me fui a buscar a Michel, le devolví su libro, y discutiendo sobre él, nos fuimos a desayunar a casa de Cándida. Michel ponía la base del desayuno: un hermoso mero de cinco kilos, y yo cargaba con los gastos de vino y preparación.

Nos encontrábamos en pleno banquete cuando apareció un tipo larguirucho y andrajoso con pinta de extranjero, que, sin pedir permiso, se sentó a nuestra mesa y comenzó a hacemos mil preguntas sobre quiénes éramos, qué hacíamos en las islas y qué planes teníamos para el futuro.

Comenzamos a responder un tanto sorprendidos, cuando apareció Cándida, que estaba en la cocina, y sin encomendarse a nadie, la emprendió con el desconocido, lo zarandeó de mala manera y acabó echándole de allí casi a patadas.

El individuo no protestó, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y se alejó, silencioso y cabizbajo. Michel y yo nos mirábamos sin comprender, y Cándida captó esa mirada.

—Es un canalla, un asesino y un ladrón —dijo—. No permitan que se les acerque. No dejen que nadie les vea hablar con él, porque creerán que son sus cómplices y que han venido a llevarse, por fin, el tesoro.

Como advirtió que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando, se apresuró a tomar asiento en la silla que había dejado el otro y se inclinó hacia nosotros confidencialmente.

—Es un asesino —comenzó a decir sin más preámbulos—. Se llama Harold, o Harnold, o algo así, y llegó hace más de quince años, en compañía de otros dos. Iban a buscar el tesoro de San Salvador. Traían dinero, y contrataron una barca para que les dejara en la isla y cada mes fuera a llevarles agua y víveres. Al cabo de tres meses de estar allí, dijeron a los de la barca que pronto se irían, pues creían estar a punto de dar con el oro. Cuando la barca hizo el viaje siguiente, no quedaba más que Harold, quien contó que sus compañeros se habían ahogado. ¡Los había matado! —concluyó, convencida.

—¿Cómo puede estar tan segura? —inquirió Michel.

—Es muy fácil. Uno de ellos no sabía nadar.

—Más a su favor.

—No. Porque cuando alguien no sabe nadar, no se arriesga a bañarse en un sitio que cubre. Y el que no se arriesga, no se ahoga.

—Puede que perdiera pie, que una ola lo arrastrara… El otro se tiró a salvarle y se ahogaron los dos.

—Eso fue lo que él contó. Pero todos creen que descubrieron el tesoro, quiso quedárselo para él solo, y mató a los otros mientras dormían. Luego, los tiró al mar y los tiburones se los zamparon.

—Bueno, eso no es más que una teoría. No se puede condenar a un hombre con esa historia.

—Y por eso no le condenaron. No había pruebas y quedó libre. Se fue a su país, y tres años después, cuando pensó que todo estaba olvidado, regresó. Quería volver a la isla, pero aquí no olvidamos tan  fácilmente, y comprendimos que lo que buscaba era recoger el tesoro. Nadie quiso acompañarle y aquí se quedó. —Sonrió triunfalmente—. ¡Clavado en la isla!

—¿Desde hace doce años?

—Más o menos… Ése es su castigo. Está aquí, tiene el tesoro al alcance de la mano, pero no puede cogerlo. A veces, lo han visto en el extremo norte de la isla, mirando hacia San Salvador, que se distingue en la distancia. Pero no puede ir. Vive como un animal. Duerme en cuevas y come lo que roba en los campos y algo que pesca. Siempre anda hablando solo o asaltando a preguntas a los forasteros que llegan. Confía en encontrar uno que le lleve a la isla. Pero a todos se les advierte: si lo llevan y encuentra el tesoro, como es seguro, le acusarán de asesinato. Se armará un lío y el que le haya llevado se verá metido en un feo asunto: complicidad, o como quiera que se llame eso.

Michel y yo nos miramos, sorprendidos.

—Es una historia absurda —comenté—. ¿Por qué no regresa a su país?

—No quiere —respondió Cándida—. Además, no tiene con qué… ¿Se dan cuenta? La segunda vez llegó aquí sin un céntimo. Eso quiere decir que sabía que no necesitaría dinero para volver. Contaba con el tesoro.

—Son suposiciones… Todo son suposiciones… Más bien parece un pobre desgraciado al que le falta un tornillo… El hecho de haberse lanzado a la aventura de buscar un tesoro tan improbable como el de los piratas de San Salvador es cosa de locos. Ese tesoro no tiene el menor fundamento histórico.

—Entonces, ¿quiere decirme para qué volvió? —Inquirió Cándida, segura de lo aplastante de su lógica—. Los asesinos vuelven siempre al lugar de sus crímenes —concluyó, como sí fuera algo que tuviera muy bien aprendido de oírselo decir a otros.

—También yo he venido… Y sin dinero… —dijo Michel—. Y ni he matado a nadie, ni busco oro… Tan sólo busco paz.

—¡Pero él no busca paz! Él tiene una guerra dentro, y lo único que quiere es que le lleven a San Salvador, a una isla desierta y sin agua… ¿Sabe? Una vez, hace años, robó una barca de remos y se hizo a la mar… Lo encontraron moribundo: no se había llevado agua, ni comida, ni nada… ¿Se imagina? Intentaba llegar a remo, con la corriente que hay en ese canal. Hubiera ido a parar a Marchena…

—Razón de más para creer que está loco… Habría que mandarlo a su país… A un sanatorio…

—La cárcel es su sitio —sentenció Cándida—. O la horca.

Cuando salimos de allí, y sin ponernos de acuerdo, tomamos la dirección que había seguido el tal Harnold o Harold, pero no pudimos dar con él. Cuando preguntamos a una mujer que cosía a la puerta de su casa, señaló un camino que se adentraba en la isla.

—Por ahí pasó. Hacia las montañas.

—¿Sabe dónde podríamos encontrarle?

—No. Tiene sus escondites allá, muy lejos. A veces, se pasa meses sin aparecer por aquí… ¿Son amigos suyos?

Al ver que no obtenía respuesta añadió:

—Es como un animal, como una bestia maloliente. Pero, a veces, yo, que siempre estoy aquí sentada y lo veo pasar, siento lástima de él. Está pagando duramente los crímenes que cometió.

—¿Y si no fuera culpable? —quiso saber Michel.

—En ese caso —replicó la buena mujer—, Dios nos perdone.

Luego, al ver que hacíamos ademán de echar a andar por el camino, nos detuvo con un gesto.

—No vayan —dijo—. Es inútil… Camina con la rapidez de un lobo y ya estará muy lejos. Conoce la isla como nadie y tardarían años en encontrarle.

Regresamos a casa de Jimmy. Michel prometió que se interesaría por aquel desgraciado, pero nunca pudo hacerlo. Cuando, en mis viajes posteriores, pregunté por el tal Harold, o Harnold, nadie supo darme razón. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no bajaba de las montañas. Tanto, que quizá ya estuviera muerto en cualquiera de las cuevas que le servían de refugio.

O quizás encontró, al fin, la forma de llegar a su isla.

Esa tarde, llevé a Michel a casa de Argenmeyer con el fin de que éste le diera algunos consejos sobre la vida en las islas. Comenzaron hablando en francés pero pronto pasaron al alemán, mucho más cómodo para los dos, por lo que me quedé sin entender palabra. Me fui a dar de comer a las iguanas y me sorprendió advertir que acudían en cuanto las llamaba con el «cuchi-cuchi-cuchi» con que solía hacerlo Karl. Se acercaban a mí con mucho menos respeto que el día anterior, como si ya me conocieran. Luego, me detuve en observar los enormes cangrejos rojos que pululan por las islas, hasta que aparecieron casi al unísono un pelícano y un «piquero». Comenzaron a pescar cerca de donde me encontraba, como si tuvieran intención de entretenerme con el extraordinario espectáculo que constituían sus distintas formas de actuar.

Los alcatraces llamados «piqueros» son, como los cormoranes y los pelícanos, los principales habitantes de las costas del Pacífico, y abundan de tal modo aquí, en Sudamérica, que se calcula que consumen más de cinco millones de toneladas anuales de pescado, principalmente, anchovetas. La corriente de Humboldt es, sin embargo, tan rica en vida, que tal consumo apenas se advierte. El hombre, por su parte, lo agradece, pues de cada quince kilos de pescado que estas aves consumen, producen uno de «guano», el mejor abono natural que existe. Cada una de estas aves es capaz de proporcionar por sí sola entre diez y quince kilos de «guano» al año, y si se tiene en cuenta que sus colonias a veces se cuentan por millones en una sola isla de la costa peruana, se comprenderá la fantástica riqueza que llegan a constituir. El Perú ha logrado exportar en un año más de trescientas mil toneladas de estos excrementos, por valor de muchos millones de dólares.

Ahora, el piquero y él pelícano estaban dedicados de lleno a la primera fase de la producción: cazar y tragarse un pez tras otro. Sus técnicas no podían ser, pese a ello, más dispares.

El piquero, delgado, ágil, de largo pico y rápido vuelo, trazaba círculos a unos treinta metros de altura para lanzarse de improviso hacia el mar a velocidad suicida y zambullirse, con la limpieza de una flecha, el cuerpo extendido, las alas plegadas, el afilado pico abriendo brecha, esbelto y elegante como un saltador olímpico.

El pelícano, grande, pesado, torpe, volaba mucho más bajo, casi sin fuerzas, desganadamente, para precipitarse de pronto con las alas abiertas, dando vueltas, enmarañado, como si una certera perdigonada acabara de abatirle. Caía sobre el mar dando un golpetazo, levantando nubes de espuma, aparentemente sin hundirse un palmo, produciendo la impresión de que lo que buscaba no era comida, sino tan sólo hacer reír a los espectadores. Sin embargo, rara era la ocasión en que el primero no alzaba de nuevo el vuelo con un pez en el pico, o el segundo con su gran bolsa cada vez más llena. Al fin, el piquero se alejó sin dejar de pescar y el pelícano vino a posarse en unas rocas a sólo unos metros de donde me encontraba. Allí, se dedicó a alisarse las plumas sin hacerme el menor caso, con cara de viejo meditabundo.

Caía la tarde. El sol comenzaba a ocultarse, allá, muy a lo lejos, y me detuve a pensar que siguiendo su camino, hacia el oeste, sólo existía la inmensidad del mar: millas y millas de océano solitario. Sin duda, ésa es la mayor extensión de mar libre que existe. Hasta el momento en que roza las islas Gilbert, la línea equinoccial que ha tocado las Galápagos no vuelve a cruzar por tierra alguna. Son exactamente noventa grados, la cuarta parte del planeta, de pura agua salada.

Y allí, en las Gilbert, en las Fidji, en las Tonga, en tantos y tantos archipiélagos maravillosos que ya tenía casi olvidados, sería el sitio donde habría que enviar a los muertos, en sus piraguas, al paraíso de Taaroa, al Noa-noa del eterno mar siempre apacible, a descansar en paz por el resto de la eternidad[8].

Me venía a la memoria la impresionante ceremonia en que los cuerpos de los guerreros eran confiados al mar a bordo de sus naves, para que el viento las llevase, siguiendo el sol, hacia el paraíso. Y con la última claridad, se encendían las antorchas de la piragua para que el fuego prendiera luego en la estructura del barco. Éste acababa convertido en inmensa pira funeraria que terminaba siendo tragada por las aguas.

Y mientras tanto, el pueblo se agrupaba en otras naves y salía a despedir a los que emprendían el largo camino final. Mientras el barco de los muertos se alejaba, con los timones fijos —guiado por la mano del bondadoso dios Taaroa—, los vivos elevaban al unísono su voz en un canto de despedida que nunca, por tiempo que pase, podré olvidar:

Mudos van e inmóviles los muertos;

la sombra de la vela les protege,

el mar se lamenta bajo las curvas quillas

y el sol marca el camino del Oeste.

Más felices seréis en Noa-noa,

junto a los fuegos de Temehaní,

escuchando la suave voz de Taaroa,

sobre el eterno mar siempre apacible.

Marcháis ahora hacia el callado abismo

y tendréis compañía en las aves del mar

hasta que el fuego consuma vuestras velas

y Taaroa guíe vuestros pasos.

Rogadle que vuelva a por nosotros

y que gobierne también nuestro timón,

cuando emprendamos el camino del Oeste

en el callado barco de los muertos…

Siempre me gustó esa costumbre de confiar al mar los cuerpos de quienes habían sido en vida gentes de mar, polinesios que sólo conciben la existencia sobre una frágil piragua bailando sobre las olas. Siempre me pareció más hermoso que encerrar esos cuerpos en nichos o dárselos a la tierra para que los convierta en inmundicia.

El mar es limpio, y en el mar, el cadáver sirve de alimento a los peces; da vida a quienes se la dieron durante tanto tiempo; cumple un ciclo, el verdadero ciclo, porque vuelve al mar que es el origen de la vida, y no la tierra. Si todas las tierras del planeta se sumergieran de pronto, el mar continuaría existiendo, inmutable y eterno. Si los océanos se secaran, las tierras morirían.

Me gustaría que, un hermoso anochecer, dentro de muchos muchos años, colocaran mi cuerpo en una canoa para que pudiera emprender el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos.

Taaroa guiaría mis pasos.