Capítulo IV

VENEZUELA

Al único que encontré en Paúl fue a un minero medio loco llamado el Ruso que no tenía nada que ver con el ruso Cantalejo al que Tomás el Negro había cortado los dedos años atrás. Éste era ahora dueño de un tabernucho de refrescos y comidas, sito junto al yacimiento. De los primeros en llegar, había escogido su parcela de modo que pudiera trabajarla y atender a su negocio al mismo tiempo. No más de cincuenta metros separaban una de otro y, en una ocasión, unos buscadores peor situados habían querido comprarle la taberna con el único fin de buscar diamantes bajo ella.

A el Ruso lo recordaba bien, pues había intentado venderme una espada española del siglo XVI que aseguraba haber encontrado aguas arriba del Caroní, cerca ya de la Sierra de Paracaima. Eso significaba que, allá por el mil quinientos, hubo un español que perdió su espada en una región a la que ahora apenas se llega con la ayuda de avionetas.

Encontré a el Ruso cansado y envejecido. Se había pasado los cuatro últimos años en el penal de El Dorado, y eso acaba con cualquiera. Se le acusó de haber matado a un comprador de diamantes y de haberle robado luego sus piedras, y le cayó una condena como para no soñar en salir nunca del presidio. Por fortuna, se descubrió después que, si bien era cierto que mató a aquel hombre en una discusión, no fue él quien le robó, y gracias a eso le pusieron en libertad.

Le pregunté cómo tenía ánimos para continuar en la Guayana después de tantos problemas y de lo agotado que se veía, y se encogió de hombros.

—¿Dónde quieres que vaya? —dijo—. Fui de los que primeros en llegar aquí, a Paúl, cuando comenzó a «sonar» que había «música» de diamantes. En estos cinco meses he ganado setenta mil bolívares… En ningún lugar sacaría tanto.

—¿De qué te sirve, si te lo gastas como los ganas? —Repliqué—. Te vas a matar en la mina y nunca tendrás nada.

—Ahora, sí —aseguró, convencido—. Tengo el «botiquín» —el tabernucho— y estoy ahorrando. Si continúo con la «buena», podré comprarme una avioneta.

—¿Una avioneta? —Pregunté, asombrado—. ¿Y para qué quieres tú una avioneta?

—Para montar una empresa de transportes, aquí, en la Gran Sabana. Conozco esta región y sé que su futuro está en los aviones.

—¿Sabes pilotar?

—No, pero aprenderé.

—¿A tu edad?

—Tengo cuarenta y un años.

Le miré, sorprendido. A quien le preguntasen, juraría que pasaba de los sesenta. Aun así, me constaba que no se quitaba años; la selva, la mina y El Dorado podían transformar a un joven en un anciano.

Le pedí que me contase cosas sobre El Dorado, pero negó con un movimiento de cabeza y comentó:

—Aquello es un infierno, muchacho. Prefiero olvidarlo.

No insistí, resultaba inútil, y me limité a pasar el resto del día con él, en su parcela del yacimiento, en la que, por cierto, no encontró nada en toda la tarde.

—Esto empieza a agotarse —comentó de regreso al tabernucho, que, además, era su vivienda—. Si hay alguien que me lo compre bien todo, me largo hacia el Sur.

—Al Sur ya no queda más que Paracaima —dije—. ¿Entrarás en ella?

—No estoy tan loco —respondió—. Los salvaje de esos montes son mala gente. Pero, cerca, corre un riachuelo que siempre lleva alguna piedra… Tengo que reunir dinero para comprar la avioneta.

Le dejé con esa ilusión. A estas alturas, tal vez la tenga ya, porque en la Guayana se puede ganar el dinero con rapidez. O tal vez esté muerto, porque también se muere con rapidez.

En cuanto a mí, regresé a Caracas, vía Puerto Ordaz, tras despedirme de Pedro Valverde. Sentí no acercarme hasta Tucupita, donde tenía un buen amigo, Frank García-Sucre, compañero de juergas en los años juveniles de Madrid.

En Caracas, el general Ravart se alegró de que me gustara el lugar escogido y me prometió que, la semana siguiente, presentaría el proyecto de la «Operación Arca de Noé» al presidente Rafael Caldera.

Me hubiera quedado hasta entonces, pero en aquellos días hubo, una vez más, agitación en la Universidad Central de Caracas, el Ejército tuvo que intervenir, y el presidente estaba demasiado ocupado para preocuparse de los animales africanos.

En realidad, el problema estudiantil no llegó a adquirir importancia, y el general Ravart pudo —pocos días después de mi marcha— mantener su entrevista con el presidente y obtener su aprobación para el proyecto.

Afortunadamente, y pese a esas esporádicas algaradas estudiantiles, Venezuela constituye hoy, con sus doce años de ininterrumpida democracia, un claro ejemplo de que los países hispánicos pueden, pese a todas las opiniones en contra, gobernarse dentro de los límites de la justicia y de la democracia, e incluso pueden cambiar de ideas políticas sin que ello origine un problema.

En unos tiempos en los que la mayoría de sus vecinos —Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú y Panamá— han caído, una vez más, bajo los totalitarios sistemas militaristas que parecían desterrados, al fin, del continente, el país del petróleo —tanto más en peligro cuanto más rico— se esfuerza, y en ese esfuerzo interviene la voluntad de todos sus habitantes por conservar los sistemas de Gobierno elegidos por votación popular.

Nadie, ni el más optimista observador, podía creer, años atrás, que un país del hemisferio sobreviviese a doce años democráticos, máxime, cuando en el ínterin había de darse un traspaso de poderes entre enemigos políticos y, no obstante, en Venezuela ocurrió. Y no debemos olvidar que Venezuela sufrió con anterioridad las peores dictaduras conocidas —Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez-Jiménez— y conserva, por tanto, una honda tradición dictatorial, así como un número nada despreciable de «ultras» que aún recuerdan con nostalgia «los dorados años del querido general».

«Ser venezolano es una profesión» se decía en un tiempo; pero aquellos tiempos ya pasaron. Eran los años de la inmigración en masa, cuando Venezuela adquirió una tasa de desarrollo casi increíble; cuando a ella acudieron gentes de todo el mundo a las que las guerras o la desgracia habían dejado sin patria, sin fortuna o sin esperanzas.

Se convirtió en la Tierra prometida para millones de seres humanos, y lo cierto es que la promesa se cumplió para bastantes, pese a la oposición de los mismos venezolanos.

Hay muchas clases de venezolanos, con muy diferentes formas de pensar, y poco tiene en común un llanero con un negro margariteño, pero más quizá que en cualquier otro lugar de Hispanoamérica, más quizá que en cualquier rincón del mundo, el venezolano es casi por exclusividad el capitalino. Caracas absorbe y anula el resto de la nación, y ninguna otra ciudad le hace sombra, ni existe nada comparable a ella.

Los llaneros son hombres duros cetrinos, pensativos apegados a su tierra —seca o empantanada según la época del año—, que viven por y para ella y su ganado; hablan poco y permanecen al margen de la vida representativa de la nación. Están en el llano, y el llano está en Venezuela; aman al llano y, por lo tanto, aman a Venezuela. Pero, tal vez, si su llano perteneciese a la zona brasileña o colombiana, también amarían a cualquiera de esos dos países.

Estos llaneros constituyen una pincelada de austeridad y firmeza en el carácter venezolano, del mismo modo que los negros de la costa ponen una nota de colorido y los indios de la selva guayanesa, de exotismo o primitivismo. Pero, en el fondo, todo ello no es más que un complemento a la personalidad de los habitantes de Venezuela; personalidad que, como digo, se ve centrada, absorbida por completo, por de ser de los caraqueños.

Éstos, por su parte, son, ante todo, rabiosamente nacionalistas, y aunque el nacionalismo a ultranza es, por lo general, un distintivo común a todos los hispanoamericanos, en los venezolanos se puede advertir que lo tienen, más que como un orgullo, como una diferenciación.

Para el venezolano, ser venezolano no es tan sólo poseer una nacionalidad determinada, sino, sobre todo, distinguirse de cuantos en su país son extraños, advenedizos, «musiús». En eso, la inmigración influyó de forma decisiva en el carácter del criollo. Éste, acostumbrado a una vida plácida y casi provinciana, se vio invadido de pronto por una masa de gentes desesperadas que llegaban de sus tierras, deseosos de abrirse camino —un camino lo más amplio posible— y, por tanto, el criollo se encontró súbitamente arrollado y casi desplazado por aquellos que, no teniendo nada, deseaban mucho.

Italianos, portugueses, españoles, alemanes, eslavos, incluso árabes, judíos y turcos acudieron con las manos vacías, dispuestos a trabajar por nada; a veces, tan sólo por la comida; dispuestos a quitarles el puesto a los que lo tenían, y a hacer el mismo trabajo por la mitad, por la décima parte del precio.

Oleada tras oleada, llegaron los hombres arrojados por la Europa en guerra; pero los criollos no estaban preparados para semejante invasión y fueron sintiéndose, primero, desconcertados, más tarde, irritados, y, al fin, furiosos de tal modo, que para protegerse a sí mismos, para hacer frente a los que eran más fuertes, tuvieron que crear su «venezolanismo», esa mezcla de desprecio, rencor y miedo que durante años fue un arma o un sistema, y que después, al retirarse la marea humana, quedó como una costumbre.

Son muchos los que le acusan de haber hecho eso por incapacidad o por no sentirse lo suficientemente firmes como para mantener sus puestos ante los extraños —más laboriosos o astutos—, pero, en el fondo, no se les puede cargar con la responsabilidad. No era culpa suya que el mundo estuviera en guerra; de que hubiese millones de hambrientos y de que éstos quisieran aprovechar, fuera como fuera, la oportunidad que se les brindaba.

Todo acabó, sin embargo, bruscamente. El fenómeno de la inmigración, del desarrollo monstruoso, murió el 23 de enero de 1958, con la caída del dictador Pérez-Jiménez. A partir de ese momento, la masa venezolana de más baja extracción, que odiaba a los extraños y les culpaba —erróneamente— de mantener el régimen de fuerza, se ensañó, casi impunemente, con los que consideraba intrusos.

Fueron tiempos difíciles en los que por todas partes se escuchaban insultos a los «musiús», e incluso se les perseguía, dándose casos de asaltos y asesinatos, sin que la Policía interviniera. Se creó una extraña psicosis que fue rápidamente aprovechada por hampones y políticos, sin que el Gobierno que siguió a Pérez-Jiménez, la Junta Militar de Larrazábal, hiciese nada por evitarlo. Esta Junta se consideraba, ante todo, popular aunque fuera, en realidad, «populachera», y convirtió el «pan y circo» en «pan y emigrantes», consiguiendo que, al fin, éstos se sintieran demasiado en peligro e iniciasen el regreso a sus lugares de origen. Fue el más desesperado y tétrico éxodo de que se tiene noticia, y muchos perdieron de golpe su nueva patria, su hogar y sus años de esfuerzo.

Más tarde, una ley cerró definitivamente las puertas de Venezuela a la inmigración, y ése fue, sin duda, el mayor error que se haya cometido nunca en este país. Está demostrado, y se demostrará hasta la saciedad, que las naciones americanas —incluso Estados Unidos— necesitan la inmigración para llevar a cabo su desarrollo, y que sin ella, están perdidas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estas Repúblicas son más extensas que cualquier país europeo, y se encuentran poco y mal pobladas. Pero, mucho más importe que la densidad, es el hecho de que carecen de una población adulta preparada. Se calcula que Hispanoamérica cuenta con casi un 60% de población «no hábil», y ponerla en condiciones cuesta muy caro. No hay técnicos, ni artesanos, ni nadie capaz de enseñar, hasta el punto de ser necesario importar obreros especializados para que hagan de maestros. Han tenido que traerlos pagando un precio muy alto, cuando, antes, esa misma gente venía por su cuenta, enseñaba a cuantos estaban a su alrededor, y creaban puestos trabajo, ya que montaban talleres, pequeñas fábricas e incluso grandes empresas.

La masa popular criolla, mal aconsejada, y con la falta de sentido común de los semianalfabetos, estaba convencida de que, cuando los emigrantes se fueran, todo lo que les pertenecía pasaría a sus manos; pero se encontraron que, aunque así fuera, no sabían qué hacer con ello. Les faltaba espíritu, preparación: es decir, todo lo que el inmigrante desplazado de su país había traído consigo. El venezolano que servía estaba colocado —y bien— con o sin extraños. Las leyes les protegían en tiempos de Pérez-Jiménez, e incluso se exigía un tanto por ciento de naturales del país en las nóminas; así, pues, todo el que sabía hacer algo tenía su puesto.

Quedaban sin trabajo los que no eran capaces de hacer ni aprender nada. Éstos continúan exactamente igual, y lo que ahora ocurre es que —al cesar muchas empresas de los que regresaron a sus países— gran parte de los que tenían trabajo se quedaron sin él. Eso ha dado lugar a que el paro haya aumentado notablemente en el país, a la par que ha descendido el nivel de vida.

Sin embargo, y eso resulta sintomático, existe al mismo tiempo una increíble demanda de mano de obra especializada, y un buen técnico, un mecánico o un contable recibe sumas que parecen fabulosas desde nuestro punto de vista. No hace mucho, la empresa constructora del Guri se vio en la necesidad de importar de Italia a trescientos carpinteros encofradores, pagándoles a precio de oro. Muchos de ellos eran emigrantes que se habían tenido que ir en 1958.