Capítulo III
DIAMANTES
La calle principal o Calle Mayor de Paúl estaba formada por casuchas de madera y cinc, en las que se sucedían los almacenes, las tabernas que ofrecían comidas y bebidas no alcohólicas, las casas sospechosas ante cuyas puertas se lucían las «buscadoras de buscadores de diamantes», las tiendas de compradores que se disputaban las piedras encontradas cada día, y por último, los cines. Cines, sí, porque aunque parezca mentira, en aquella ciudad que no tenía más que cinco meses de vida y estaba condenada a desaparecer, existían ya diez salas de cine que no eran, en realidad, más que simples barracones al aire libre.
Y por aquella calle, con sus grandes «surucas», sus palas y sus cubos al hombro, cruzaban los mineros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos y los compradores les llamaban al pasar, intentando quedarse cada uno de ellos con el fruto que hubiese dado la mina en el transcurso de la jornada.
En sus tres primeras semanas de existencia, San Salvador rindió unos setenta millones de pesetas en diamantes, y aunque cuando yo llegué la producción había descendido mucho, aún le resultaba fácil a un buen minero obtener un jornal de diez mil pesetas diarias. Se calculaba que si continuaba la avalancha de gente, el yacimiento quedaría agotado rápidamente.
Las piedras que se encontraban no solían ser ni demasiado grandes, ni de excesiva calidad, pese a lo cual, a menudo aparecían buenos diamantes de más de doce quilates. El precio normal del quilate en la mina o en las tiendas de la Calle Mayor variaba entre las cinco o las seis mil pesetas, aunque debía tenerse en cuenta que esas piedras necesitaban luego ser talladas.
Al final de la calle comenzaba el «yacimiento», que no era, en realidad, más que una llanura de arena blanca y fangosa, en la que resultaba fácil hundirse hasta la pantorrilla. Los «cortes» en que los mineros trabajaban extrayendo el cascajo sucedían a los montículos de material de desecho y con su color blanco intenso, el conjunto resultaba extraño y se diría que semejante a las fotos de la Luna.
Los buscadores se afanaban incansablemente y, por lo general, trabajaban en grupos. Mientras unos llenaban los cubos de cascajo, otros los transportaban y el último los lavaba en pequeñas piscinas que habían construido al efecto. Utilizaban para ese lavado grandes cedazos redondos llamados «surucas», superpuestos entre sí en número que variaba de tres a cinco, y que iban del más ancho, que dejaba pasar las piedras del tamaño de un garbanzo, al más fino, que tan sólo podía atravesar la arena.
El buscador hacía descender —con ayuda del agua— al cascajo de uno a otro cedazo, y a cada nuevo pase, sus experimentados ojos advertían de inmediato si lo que quedaba en la «suruca» era una piedra buena o una simple material de desecho. De tanto en tanto, su atención aumentaba, rebuscaba con los dedos, y acababa alzándose con un pequeño diamante que mostraba a sus compañeros.
En realidad, era una tarea agotadora; trabajaban desde que amanecía hasta el anochecer bajo un sol implacable; un sol tan sólo concebible para quien conozca a fondo esta Guayana de Venezuela.
¿Merecía la pena?
Resulta difícil dar una opinión. Conocí en Paúl a mineros que, en cinco meses, habían ganado más un millón de pesetas; pero también es cierto que muchos de ellos yacían bajo tierra, y bajaron a ella sin un centavo.
Las fiebres, la fatiga, los insectos y las serpientes solían acabar pronto con las más fuertes constituciones; y si a ello se une una pésima alimentación y una vida desordenada, se comprenderá por qué nunca se ha sabido de ningún buscador que haya salido de la Guayana con dinero en el bolsillo.
En realidad, a San Salvador de Paúl no podía considerársela un típico campamento de buscadores de diamantes. Lo era, en efecto, pero demasiado grande, demasiado espectacular. La importancia de la «bomba» o yacimiento corrió de tal forma por el país, alcanzó tal notoriedad, que acudieron a aquellas tierras gentes que antes nunca habían soñado siquiera con dedicar su vida a la persecución de una fortuna en diamantes.
Estudiantes obreros, oficinistas, incluso amas de casa, habían dejado su Caracas de origen para tomar un avión y lanzarse, sin más experiencia ni más bagaje que su entusiasmo, a la hipotética aventura de encontrar en Paúl un diamante que les hiciera ricos para siempre.
Por ello, su crecimiento fue monstruoso, todo se desorbitó y llegó un momento en Ejército de la Guardia Nacional tuvo necesidad de intervenir. Era imposible que allí imperara, como en otros campamentos, la Ley de «los hombres libres».
Normalmente los buscadores suelen ser nativos de la región, hijos de otros buscadores a aventureros llegados desde los más lejanos rincones del mundo. Durante los tiempos de mi primera estancia, abundaban en la Guayana nazis fugitivos que intentaban esconderse de nadie sabía qué persecuciones, así como evadidos del penal francés de Cayena, pues Venezuela había adoptado la actitud de permitir a tales evadidos vivir en libertad en su territorio, siempre que no atravesaran el río Oricono hacia el Norte.
Todo eso basta, quizá, para indicar qué clase de gente se encontraba en los pequeños yacimientos de las orillas de los ríos y qué recuerdos me habían quedado de ellos.
Ahora, sin embargo, me encontraba con un Paúl sin borrachos, sin aventureros, sin asesinos o exconvictos, en el que pululaban estudiantes de Medicina, empleados de Banco u obreros de la construcción. Era, en verdad, un campamento de buscadores un tanto especial.
Esto no quiere decir que en Paúl no estuvieran también todos los aventureros, nazis o evadidos propios de la Guayana. La importancia de yacimiento les había atraído también, pero su presencia era menos notoria, puesto que se esforzaban por pasar inadvertidos a las fuerzas del Ejército y de la Policía.
Dediqué parte del tiempo que pasé en San Salvador a intentar localizar a el Catire Sebastián y, al final, di con una mujeruca que le conocía.
—Se quedó allá abajo, en El Merey. No quiso venir. Dijo que esto era mucho «relajo» para él.
Conociendo como conocía a el Catire, no me sorprendió, pues aunque era uno de esos seres que han nacido para rodar eternamente, para no encontrar su lugar en la vida y contemplarlo todo con aire escéptico, la gente, en especial las aglomeraciones, le molestaban. Para él, las quince mil personas de Paúl constituirían tanta aglomeración como los diez millones de Nueva York o los tres de Madrid.
Nunca pude llegar a saber dónde había nacido ni cuándo. Podía ser español, aunque el cabello rubio que le daba su apodo de Catire era demasiado rubio, y sus ojos azules, que siempre estaban ausentes, demasiado azules. Hablaba castellano correctamente, con un ligero acento criollo que le venía dado, sin duda, por los años pasados en Venezuela, pero, como también su francés y su inglés eran correctos, no sabía uno a qué atenerse.
El Catire era residuo de alguna guerra, y eso es algo que ni él negaba, ni hubiera podido hacerlo, porque se adivinaba con sólo verle. Su antebrazo izquierdo presentaba una enorme cicatriz y le costaba cierto esfuerzo mover esa mano, que en los días que amenazaba lluvia le dolía intensamente. Sin embargo, cuando hablaba de la guerra —cosa que no solía hacer con frecuencia— nunca se refería a nada concreto, y no daba el menor detalle del frente en que estuvo ni de en qué lado. Tan sólo decía, los «nuestros» o «los otros», para relatar algún episodio, y como nadie le preguntaba quiénes eran los «nuestros» y quiénes los «otros», tampoco lo hice yo. Me pareció que existía un tácito entendimiento de que si él no lo decía, no debía preguntárselo y, posiblemente, tampoco hubiera obtenido respuesta.
Lo importante en el Catire era lo que decía y cómo lo decía. Tumbado en su hamaca, a la puerta cabaña y con el sombrero puesto sobre los ojo que atenuase el brillo del sol, casi siempre era el centro de las tertulias de los mineros, que, cuando no estaban dedicados a la busca, no tenían más entretenimiento que emborracharse, jugar a las cartas o ir a dar conversación a Sebastián.
De éste, nunca supe cuándo iba a «la busca», cuando bajaba al río, o se adentraba en la selva, pues parecía dividir su vida en tres etapas: dormitar con el sombrero totalmente echado sobre la cara; levantarlo un poco para observar —a veces con un solo ojo— a los que le hablaban; y bajar la mano hasta la botella de ron que descansaba a su lado, para llevársela a los labios.
Algunos días, con una fusta, intentaba inútilmente alcanzar a un chucho callejero que tenía la fea costumbre de venir a lamer el cuello de la botella, y nunca pude averiguar si lo que le gustaba al perro era el ron o el deporte de esquivar la fusta, cosa no muy difícil, porque el Catire no se esforzaba gran cosa, y, desde luego, no cambiaba nunca de posición.
Por todo esto se podía pensar que el Catire Sebastián era un vago. Tal vez sí, pero no llegué a convencerme de ello. Parecía más bien un hombre que había perdido el interés por todo; que no esperaba nada de nadie, y que se había dejado vencer por la modorra del trópico, por el clima, incapaz siquiera del esfuerzo que significaría ir a buscar su revólver para pegarse un tiro.
Además, tenía su vida. Una vida que no debería ser, probablemente, más que recuerdos de otra que pasó; pero, al fin y al cabo, existen seres para los que los recuerdos siempre son mucho más importantes mucho más hermosos, mucho más dignos de ser vividos que la realidad.
Pasó tiempo antes de que pudiera saber algo de Sebastián, y lo que supe llegó a sorprenderme. Casi increíble en un hombre como él, resultó en extremo religioso, y eso era lo último que podía esperarse de quien andaba mezclado con toda aquella ralea de buscadores, aventureros, ladrones, mujerzuelas, tramposos y fugitivos de la justicia.
Debe quedar bien sentado, sin embargo, que la clase de religiosidad de el Catire distaba mucho de parecer la de un beato, aunque se hallaba, eso sí, firmemente asentada.
Había algo en esa fe que llamaba la atención y probablemente se debía a los extraños razonamientos que hacía sobre ella y las conclusiones a que llegaba.
Un día en que nos encontrábamos solos —él, inevitablemente tumbado a la puerta de su cabaña—, me confesó:
—¿Sabes? Tan sólo hay una cosa, un atributo del que me gustaría que Dios careciera, el que no se le ha negado nunca: la Eternidad. Creo que un Dios que supiese que algún día iba a morir, comprendería mejor a los hombres.
Le miré, estupefacto. No supe qué responder, y prosiguió:
—No hablo de un Ser Supremo que pueda ser completamente destruido, sino de uno que evolucionara hacia una especie de fin, que fuera, en realidad, una transformación, del mismo modo que nosotros nos transformaremos para pasar a ser sólo espíritu. La eterna inmovilidad, el ser siempre lo mismo durante siglos y siglos, es algo que me aterroriza. En mí, y en Dios.