Capítulo VI
REGRESO A SANTO DOMINGO
Aquellas simpatías de 1965 marcaron posteriormente mi vida y me proporcionaron muchos disgustos. Entre ellos, tener que abandonar un magnífico puesto periodístico y verme condenado al olvido durante tres largos años.
¿Valió la pena? Si he de ser sincero, debo confesar que no. Absolutamente nada de lo que ocurrió en la República Dominicana en aquellos tiempos lo valió. A la larga, todo quedó como en un principio, excepción hecha de los muertos, que nunca resucitaron, ni de todo cuanto fue destruido, que nunca se repuso.
Pese a ella, la experiencia fue interesante, ya que me sirvió para conocer de cerca unos hechos y tratar a unas personas que se convertirían en históricas.
Santo Domingo era entonces un caos; un auténtico campo de batalla, y raro era el edificio que no mostrara las huellas de la metralla, mientras cables y postes telefónicos aparecían caídos, sin que nadie se preocupara de ponerlos nuevamente en pie.
Por la calle, la gente, armada hasta los dientes, constituía un espectáculo abigarrado y estrafalario. En su mayoría, eran muchachos menores de veinticinco años, que se vestían como les venía en gana, con improvisados uniformes o detalles que creían que les proporcionaría un porte militar: un casco, un quepis, una gorra de oficial o una guerrera de cazador.
La mayor variedad estaba, sin embargo, en las armas: decenas, cientos de armas; desde el corto revólver policíaco, hasta el largo «45» que algunos llevaban al estilo del oeste, amarrado a la pierna. Sin olvidar los fusiles, metralletas, escopetas de caza, pesadas ametralladoras e, incluso, cortos cuchillos que ignoro para qué debían de servir en una guerra como aquélla.
En su mayor parte, daban la impresión de que vivían días inolvidables, su gran aventura, la que les permitiría sentirse hombres para siempre y tener al que contar cuando fuesen viejos. No se separaban de sus armas ni un instante, pese a que todo estuviese en calma y el calor invitase a dejar tan pesada carga en casa. No podían hacerlo, ni lo harían nunca, pues las armas lo eran todo; el juguete que no habían tenido y con el que siempre soñaron, y también el símbolo de la revolución, de que estaban en guerra, que defendían algo.
En cuanto abandonasen esas armas, aunque tan sólo fuese un instante, perderían toda razón de seguir allí, porque, sin el arma, ignoraban qué estaban defendiendo. Tal vez fuese eso mismo, esas armas: defendían el derecho a tener un arma con que defenderse. ¿Defenderse de qué? Quizá de las injusticias sufridas durante años y años de Dictadura, aunque la mayoría no parecían saberlo con exactitud.
En aquellos días de revolución, el lugar más interesante de toda la República era el «Hotel Embajador», el único que continuaba funcionando y que, por esa razón y por estar algo apartado del centro ciudad, se había convertido en refugio de periodistas, diplomáticos, miembros de las comisiones pacificadoras y altos cargos del Ejército. Por ello, toda la política, de guerra o de paz, y todas las noticias y rumores nacían en su bar, en su comedor y en sus habitaciones.
Esa vida oficial había atraído, sin embargo, otra mucho más abigarrada, pero que venía en busca del único dinero que por aquel entonces corría libremente por el país: el de los extranjeros.
Por las noches, el quinto piso —por casualidad vivía yo en él— se convertía en un espectáculo, y bastaba abrir la puerta de improviso y salir al pasillo para advertir un «corre-corre» de gentes que buscaban refugios a miradas indiscretas.
El dueño de un parque de atracciones había alquilado tres habitaciones contiguas, y trayéndose a varias muchachas, había convertido un rincón del piso en prostíbulo, del que entraban y salían constantemente soldados norteamericanos.
Se daba el caso curioso de que, perteneciendo las tropas de ocupación del llamado «Ejército de la Organización de los Estados Americanos» a cinco países —Norteamérica, Brasil, Paraguay, Honduras y Nicaragua— no todos los soldados, como sería lógico suponerlo, recibían igual trato, ni cobraban el mismo sueldo por exponer la vida de idéntica manera.
Mientras a los norteamericanos se les podía ver constantemente en el hotel y se pasaban la vida en el bar y en el restaurante, los de los demás países no podían ir a ninguna parte y jamás tenían un céntimo.
Debían contentarse con el rancho y pasear en los ratos libres, mientras veían cómo sus compañeros yanquis comían y bebían en los pocos sitios que permanecían abiertos.
A la mayoría, esa discriminación nos resultaba odiosa, y aun partiendo de la base de que desaprobáramos la intervención de la OEA, considerábamos que lo justo era que todos fueran tratados por igual, cobrasen lo mismo y tuviesen idénticos derechos y deberes.
No era así, y resultaba normal que un soldado norteamericano se sentara a nuestro lado tras despojarse de su ametralladora, cartucheras pistola y hasta bombas de mano que dejaba sobre el mostrador.
Y eran esos americanos los principales clientes de las muchachas del quinto piso, que, con sus idas y venidas y su trapicheo, hubieran dado tema para escribir una escabrosa novela. En el extremo más alejado del corredor, no lejos de las prostitutas, vivían miembros de la Comisión de la Organización de Estados Americanos, que debían imponer la paz en el país; y muchas noches tuvieron que reunirse a discutir acontecimientos de los que dependían la vida de millones de personas a escasos metros de donde se organizaba una bacanal.
Y fue en ese mismo quinto piso donde se eligió al que más tarde debía ser presidente provisional de la República —Héctor García Godoy—, que, antes de ser nombrado, tuvo que subir allí infinidad de veces a discutir con los miembros de la OEA, si aceptaba o no el cargo. Quizá le extrañaría cruzarse por los pasillos con tantos soldados a los que probablemente consideró encargados de defender a los miembros de la Comisión.
Ahora, mientras volaba entre ambas islas, y San Juan iba quedando a mis espaldas, confiaba en encontrar a mi llegada, un Santo Domingo muy distinto de aquel que dejé por última vez, a mediados de 1966, cuando el actual presidente, Joaquín Balaguer, acababa de ganar las elecciones.
Recordaba claramente las palabras que me dijeron ese día en el aeropuerto:
—No te hagas ilusiones. Volverás porque aún no ha sonado el último disparo de la revolución…, y tardará años en sonar.
Debía admitir que conocían mejor que yo a su gente y sabían qué era lo que podía o no esperarse de los dominicanos y de los muchos rencores que habían quedado latentes. Continúa sin sonar el último disparo de la revolución. Cada semana, casi cada día, un militar cae asesinado a la puerta de su casa, o un líder político de la izquierda desaparece para siempre en el azul Caribe, cuyos tiburones borran toda huella.
Al aterrizar, me alegró encontrar en el aeropuerto a un viejo conocido: un taxista cuyo nombre recordaba perfectamente, puesto que se llamaba como yo —Vázquez— y que, a menudo, había sido mi conductor durante los difíciles tiempos de la revolución. Padre de ocho hijas, negro de piel, propietario de un achacoso vehículo que parecía andar por puro milagro, era un hombre del pueblo, que, tal vez por eso mismo, me había sido muy útil y me había servido para llegar a conocer lo que en realidad pensaban los dominicanos.
Mientras nos dirigíamos hacia el «Hotel Embajador», le pregunté qué opinaba sobre la situación actual y sobre la reelección de Balaguer.
Me miró a través del espejo, sin descuidar un momento la carretera.
—Si el doctor no decide marcharse por las buenas, sólo lo echarán a tiros. Y aun así, resultará difícil.
—¿Habrá una nueva guerra civil?
Hizo un gesto que no quería decir nada en concreto, pero aclaró:
—Si hay revolución, la guerra será a muerte. Esta vez, nadie nos detendrá.
—¿A quién no detendrá? —pregunté—. Usted nunca fue constitucionalista ni revolucionario.
—Las cosas han cambiado —replicó—. Nos han engañado cuatro años más y ya son demasiados. Si ahora la revolución estalla otra vez, le aseguro que muchos de los que entonces nos estuvimos quietos nos echaremos también a la calle, fusil en mano, aunque no tenga idea de cómo se maneja uno de esos chismes.
Cruzamos el puente Duarte y entramos en la en la ciudad. En apariencia, el aspecto de la capital era tranquilo, nada hacía pensar en un próximo futuro inquieto; pero, al alzar la vista, no pude evitar tropezarme con las huellas que balas y obuses dejaron años atrás en muchas fachadas y que continuaban allí como indicando que todo podía volver. Recordaba esos mismos edificios protegidos por sacos de tierra, y los cruces de calles con nidos de ametralladoras en cada esquina. Recordaba, también, los parques en lo que ahora jugaban los niños y que antaño servían de escondite a tanques y cañones, y sentí pena. Pena porque todo aquello renaciera y porque esas mismas esquinas, esas calles, esos parques podían llenarse de nuevo con el ruido de disparos y con manchas de sangre.
Murieron demasiados y demasiado jóvenes. ¿Por qué? Nadie parecía saberlo ya en la República Dominicana. Años atrás, fue algo sublime, que merecía el sacrificio, y ahora, a muchos movía a risa o provocaba amargura. Recordaban a los líderes por los que expusieron su vida y por los que sus compañeros cayeron, y no tenían para ellos más que palabras de desprecio. La mayoría estaban en el extranjero —no en el exilio—, viviendo cómodamente de pensiones que el mismo Gobierno les pasaba para que no volviesen a molestar. Muchos, que no eran nada al comienzo de la revolución se hicieron un nombre y amasaron una fortuna que estaban disfrutando alegremente en París, Londres o Miami.
Tan sólo se habían quedado los tontos y los auténticamente idealistas, y fue para que sus enemigos vengaran en ellos sus rencores y los asesinaran cualquier noche oscura. Era triste admitirlo, pero de la que fuera una de las más sinceras revoluciones del hemisferio, sólo quedaba lo sórdido y lo sucio.
Al llegar al hotel, tomé un baño y bajé al bar. El primer conocido a quien encontré fue a Jesús García Frómeta, un revolucionario de los que nunca empuñaron fusil o ametralladora, pero que, en los días malos de 1965, se había distinguido por sus feroces ataque dialécticos contra los militares; ataques que nadie se explicaba por qué no le habían producido más de un disgusto. Por lo que pude advertir, Jesús continuaba agitador y parlanchín, cómodamente instalado en la barra, ante un whisky, casi en la misma posición en que le había dejado años atrás, como si el tiempo no hubiera pasado para él. Me saludó alborozado; le alegraba tener un nuevo auditor, o quizá creyera que, al igual que en otros tiempos, la llegada de los periodistas a la isla era sinónimo de jaleo.
Se lo dije, rió e hizo un amplio gesto afirmativo:
—¡Ojalá, mi hermano! ¡Ojalá! Esto está a punto de estallar.
Cuando comenté que no comprendía por qué tantos dominicanos siempre estaban deseando que todo aquello estallase de nuevo, su respuesta me pareció, curiosa:
—Somos un pueblo que tiene complejo de frustración revolucionaria —dijo—. Durante treinta años, soportamos la más cruel Dictadura de la historia de la Humanidad, y aunque en el ánimo de todos estaba aplastar al tirano y arrastrarle con nuestras propias manos por toda la ciudad, lo mataron de improviso una noche, burlando nuestras ansias de venganza. Luego, cuando, años más tarde, iniciamos una auténtica revolución contra cuanto quedaba del trujillismo, llegaron los norteamericanos y la hicieron abortar. Por eso tenemos dentro esa revolución y no pararemos hasta llevarla a cabo.
Me pareció que, hasta cierto punto, tenía razón. Los dominicanos se dan cuenta de que no han conseguido nada por sí mismos; nunca han intervenido sus destinos, y cada vez que han estado a punto de conseguirlo, han venido a interrumpirles.
Durante tres décadas, tres millones de seres humanos han asistido, impotentes, al hecho de que un oscuro miembro del «clan» Trujillo —Joaquín Balaguer— les continúe humillando, mientras la familia Trujillo vive cómodamente en el extranjero, disfrutando de los catorce mil millones de pesetas que se llevaron de la isla. Parece lógico, pues, que tengan complejo de frustración revolucionaria y que estén ansiosos por tomarse la revancha.
Durante mi larga estancia del año 65, conocí a una muchacha que vivía con tres hermanas en la pequeña ciudad de Puerto-Plata, al otro lado de la isla. Cada vez que un miembro de la familia Trujillo visitaba Puerto-Plata, las cuatro hermanas, todas jóvenes y bonitas, se veían obligadas a caer en cama con gripe y a no salir fuera de la casa durante el tiempo que durara la visita. Si, por casualidad, se las hubiera visto, habrían corrido el riesgo de pasar a formar parte del harén trujillista.
En los días de la revolución, me había ocurrido una anécdota claramente indicadora de hasta qué punto se odia la memoria de los Trujillo en la isla.
Para mis constantes desplazamientos al interior de la zona revolucionaria, y como Vázquez —el chófer de taxi— prefería no entrar en ella, había alquilado un viejo «Volkswagen». Cierto día, vino a verme al hotel el propietario de «Radio Tropical», cuyo nombre siento no recordar, que me señaló que por el mismo dinero, ocho dólares, que pagaba por el «Volkswagen», estaba dispuesto a alquilarme un magnífico «Thunderbird» deportivo que tenía encerrado en un garaje.
Me pareció que el cambio resultaba interesante y, al día siguiente, apareció con un magnífico automóvil rojo y negro que pasaba de los 200 kilómetros por hora e incluso tenía aire acondicionado.
La razón que me dio para alquilarme semejante coche por ese precio era que todo su dinero se encontraba en los Bancos, y los Bancos seguían cerrados por culpa de la guerra civil.
Con mi nuevo automóvil salí a pasear por la ciudad, y advertí que todo el mundo me miraba sorprendido. Lo achaqué a la admiración que producía mi reciente adquisición. Sin embargo, apenas penetré en la zona revolucionaria, un «jeep» con cuatro o cinco muchachos armados me detuvo y, obligándome a descender, se dispusieron a prenderle fuego al coche. Ni mis protestas, ni mi credencial de periodista acreditado ante la organización de Estados Americanos y ante el Gobierno revolucionario podían disuadirles. Cuanto obtuve de ellos fueron denuestos y la declaración de que aquél era el coche de la «oligarquía» y el símbolo de la tiranía en el país.
Pronto se apelotonaron en la esquina más de cien personas y yo estaba viendo que mi flamante «Thunderbird» iba a quedar reducido a chatarra. Dio la casualidad de que acertó a pasar por allí Héctor Aristy, a la sazón vicepresidente del Gobierno revolucionario, con el que me unía cierta amistad. Le llamé a gritos, y le expuse mi problema.
Cuando logró abrirse paso y llegar hasta el coche, lanzó una exclamación de asombro. Luego, se volvió hacia mí:
—¿De dónde lo has sacado? —me preguntó.
Se lo expliqué, y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Estás loco! —exclamó—. Éste era el coche preferido de Ramfis Trujillo, el hijo del dictador. En él se paseaba por la ciudad, e iba señalando a los de su escolta a las mujeres que tenían que llevarle, o a las gentes que habían de liquidar. Es el coche más odiado del país, y su actual propietario —el que te lo ha alquilado— lo tenía encerrado, porque cada vez que lo sacaba querían quemárselo.
De todos modos, yo me había encaprichado ya con él y no estaba dispuesto a perderlo. Conseguí que Aristy me diera un permiso especial para poder circular y lo pintarrajeé‚ por todas partes de letreros que decían «Prensa», «España», «Recién comprado», «Déjenme en paz», «Ya lo sé», etc., pese a lo cual, en más de una ocasión, me tiraron piedras y, con frecuencia le escupían.
Cuando, al fin, optaron por desinflarme las ruedas cada vez que lo dejaba aparcado, me di por vencido y se lo devolví a su dueño, acudiendo de nuevo a los servicios de mi asmático, pero fiel, «Volkswagen».
Para dar una idea de la rapacidad de que era capaz el «Benefactor» Rafael Leónidas Trujillo baste con decir que, habiendo empezado como hijo de un modesto funcionario de Correos, y con el sueldo de policía, un estudio estadístico declaraba que, en el último año de su vida, era dueño absoluto del 70% del azúcar, el 75% del papel, del 70% de la industria del tabaco, del 67% del cemento y del 22% de todos los de depósitos bancarios del país. Es decir, que en conjunto más de la mitad de la República Dominicana le pertenecía, así como la vida y la libertad de todos sus habitantes.