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Localizado entre los cromosomas de la célula, el ADN toma la forma de una doble hélice larga y enrollada como una microscópica escalera espiral.

Cada escalón constituye una «unidad básica», compuesta únicamente por cuatro nucleótidos químicos diferentes. La ordenación de esas «unidades básicas» en una variedad prácticamente infinita de combinaciones, da lugar a los genes. Del desarrollo de esos genes, según estén dispuestos, nacerá una rata, un peral o un ser humano.

Hoy en día y cuando aún no se han cumplido treinta años del descubrimiento del ADN, los científicos son capaces de interpretarlo, manipularlo, e incluso darle instrucciones, por lo que muy pronto se podrán practicar mutaciones en laboratorio que hubieran necesitado millones de años de evolución natural.

En la actualidad, resulta posible tomar células de dos animales diferentes, por ejemplo una vaca y un conejo, y unirlas, produciendo una nueva célula híbrida que tenga parte de las propiedades de ambos. No constituye una fantasía de ciencia ficción el aventurar que en los próximos años, será posible obtener la reproducción de ese tipo de células llegando a la creación de monstruos o «quimeras», semejantes a aquellas otras quimeras de la mitología griega, que poseían cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón.

En 1973, los profesores Stanley Cohen y Helbert Boys, aislaron partes del ADN de dos organismos que jamás se hubieran mezclado en la Naturaleza, y los juntaron, creando lo que dieron en llamar la «quimera del ADN combinado»… Su trabajo causó un tremendo escándalo entre científicos, intelectuales y teólogos de todo el mundo, pues significaba el primer y definitivo paso hacia la creación de auténticos monstruos. Podemos admitir que el doctor Frankenstein se encuentra ya entre nosotros, y que trabaja ayudándose de un simple microscopio sin recurrir a los cementerios para obtener el material básico que necesita para sus experimentos.

Alain permitió que el libro descansara sobre sus rodillas y lanzó una rutinaria ojeada al piloto automático del Lady Ann III que navegaba sin desviarse ni un grado del rumbo señalado, hacia la isla de Tenerife, desde donde iniciaría su gran y definitivo salto, cruzando el Atlántico hasta las costas de Ahumada.

Lo que acababa de leer, al igual que cuanto había leído en los últimos días sobre biología e ingeniería genética, le impresionaba vivamente, porque había abierto su mente a campos nuevos de los que ni siquiera sospechaba la existencia. Que cientos de hombres se encontraran en aquellos momentos investigando, probando, o «jugando», subvencionados por Gobiernos o por voraces empresas multinacionales, a la espera de aplicaciones prácticas a posibles nuevas formas de vida, le producía escalofríos de terror.

Para la mayoría de los científicos, ni siquiera la guerra nuclear constituía un peligro tan grave para la especie humana como aquella loca carrera investigadora que se había desatado en torno a la genética, ya que existía el gravísimo peligro de obtener formas de vida que, una vez desarrolladas, no pudieran ser controladas ni contrarrestadas.

Tal vez se desembocara en la creación de una nueva enfermedad desconocida que afectase a millones de personas, o tal vez se descubriese un medio de regenerar los tejidos: un hallazgo que habría hecho posible que Alain, Goetz, Collingwood, Hunter, Goldfarb y tantos otros, pasaran a tomar parte de un grupo de elegidos.

¿Por qué él?

La pregunta se repetía una y otra vez en su mente ya que se negaba a admitir que se tratara de una simple cuestión de dinero. Le preocupaba sobre todo el hecho de que, llegado el momento, trataran de presionarle y chantajearle para que pusiera su cadena informativa al servicio del nuevo orden de cosas que había de llegar.

Alain conocía mejor que nadie la penetración y capacidad de influencia en la masa, que poseía su organización. Le Miroir, independiente y objetivo, se había ganado el respeto del lector medio francés, y sus revistas llegaban cada semana a casi una quinta parte de los hogares del país. Y aquella premisa básica de la «Nueva Derecha»: «Nuestro objetivo primordial es hacernos con el poder cultural, mucho más importante y duradero que el poder político», le obsesionaba.

Un blanco buque de línea ganaba en tamaño por proa. Tomó los prismáticos para observarlo mejor. El mar estaba en calma con viento suave bajo un cielo muy azul, salpicado aquí y allá por tímidas nubes de verano, y el navío avanzaba a toda máquina rumbo a Gibraltar, dispuesto a pasar por babor a no más de una milla de distancia. Diminutas figuras pululaban por cubierta, e imaginó en el puente de mando al capitán observando también con ayuda de prismáticos al lujoso yate que se aproximaba por estribor.

¿Qué pensaría aquel hombre si pudiera averiguar quiénes iban a bordo del Lady Ann III y hacia dónde se dirigían?

«Vamos a comprobar si es cierto que existe una fuente de eterna juventud», le dirían.

Sonrió a sus propios pensamientos, aunque en el fondo hacía tiempo que tales pensamientos no le divertían. A medida que profundizaba en cuanto rodeaba su operación, se iba hundiendo más y más en obsesiones que amenazaban con destruirle. Tanto mejor hubiera sido, quizás, aceptar las teorías de Samuel Goetz limitándose a disfrutar de lo que habían obtenido y rechazando cualquier implicación que pudiera amargar su nueva existencia.

Pero le resultaba imposible, porque tal como le predijeran durante aquella primera cena de los «Elegidos», comenzaba a tener la impresión de que era «otro» o, al menos, de que una especie de segunda personalidad se apoderaba de él.

La sensación no había sido auténticamente tangible más que en dos ocasiones hasta el momento. La primera, al sorprenderse mirándose una mañana en el espejo como si se buscara en el fondo de los ojos, asombrado por la vejez de su rostro cuando de un modo consciente ese rostro se le antojaba sin embargo cada vez más joven. Había sido como si otra persona le mirase sin reconocerle.

La segunda vez que experimentó idéntica impresión, fue durante la corta escala en el puerto de Barcelona, cuando las voces en español se le antojaban tan familiares como si las hubiera estado escuchando toda su vida. Durante un instante le asaltó la necesidad de hablar aquel idioma, convencido de que podía hacerlo, aun a sabiendas de que no sería capaz de decir más que «Buenos días», «Sangría» o «Paella».

Se había convencido, por un brevísimo espacio de tiempo, de que era su lengua, o lo había sido, y un ser distinto, que nada tenía que ver con él, pugnaba por hablarla. Instintivamente, había buscado la cicatriz de su dedo, y de improviso recordó claramente cómo se había cortado con un herrumbroso cuchillo de pesca.

Pero Alain sabía que nunca se había hecho aquel corte pescando, porque jamás había sido aficionado a la pesca.

Y, pese a ello, contra toda lógica, estaba convencido de que aquella cicatriz provenía de una jornada de pesca, aunque jamás hubiera pescado. Era como para volverse loco.

Probablemente.

O era tan sólo inexplicable, sin que el hecho de que no tuviera explicación significara necesariamente locura.

¿Acaso no le hubieran tomado por loco si hubiera contado que le había ocurrido algo que sabía perfectamente que nunca le había ocurrido, pero que estaba convencido que había sucedido, y que como prueba podía mostrar una cicatriz…?

Buscó en su pantorrilla el «lunar» en forma de hoja de laurel y le tranquilizó una vez más verlo en el mismo sitio aunque un tanto apagado ya por el tiempo o porque el vello lo disimulaba. De niño, con pantalón corto, aquella mancha destacaba sobre su piel muy blanca y más de una vez creyeron que se trataba de una hoja seca que se le había adherido a la pierna. Ahora, en sus momentos de mayor desconcierto, cuando su mente se echaba a volar fantaseando, sobre las más inverosímiles teorías, aquel «lunar» tan suyo, le devolvía a la realidad y a la paz de espíritu. Pese a ello, día a día se iba apoderando de él la sensación de que compartía con alguien la existencia, y que llegaría un momento en que ese «alguien» reclamaría más espacio y más participación de su vida en común.

Durante unos días, a solas en el Sahara fondeado en Saint-Tropez, le dio vuelta a la posibilidad de rogar a Claudine que le enviara desde París cuanto libro encontrara sobre casos de «doble personalidad» pero desechó la idea. Ahondar en ello le conduciría a obsesionarse, y no le proporcionaría solución válida alguna, pues su situación, como la de Goldfarb, Távora o los otros, nacía de causas que ningún psiquiatra podía haber estudiado con anterioridad, y por lo tanto, las experiencias obtenidas de otros pacientes, de nada servirían.

El blanco buque de línea cruzaba ahora a su altura, y algunos pasajeros agitaban la mano, saludando. Alzó la suya e hizo sonar la sirena con un bronco bramido que la nave devolvió como en un eco.

Cuando ya el mar se había tragado la blanca estela y ante él no se abría más que una superficie azul, monótona e infinita, Sacha Cotrell hizo su aparición en el puente con los ojos rojos de sueño, y una humeante taza de café en la mano.

—Me has dado un susto con ese sirenazo —comentó—. Me caí de la cama.

—Al fin y al cabo tienes que relevarme dentro de diez minutos —señaló.

—¿Qué tal la guardia?

—Tenía razón Sir Thomas —dijo aceptando de buena gana la taza de café que el otro le tendía—. Este barco navega solo. Compararlo con el Sahara es como comparar el «Concorde» con un carromato de bueyes.

Sacha, que había lanzado una ojeada de rutina al radar, y curioseaba entre la multitud de instrumentos que se amontonaban en el puente de mando, reparó en el libro que Alain había dejado sobre la mesa de mapas, y lo señaló con un gesto:

—Interesante, ¿no es cierto?

—Impresionante. ¿Cómo es posible que incluso nosotros, que nos consideramos cultos, conozcamos tan poco sobre algo tan importante para el futuro de la Humanidad?

—Porque la Ciencia puede llegar a ser apasionante y refractaria —sentenció el periodista—. Al científico tan sólo le interesa esa ciencia, pero el profano lo ignora porque no está preparado para asimilarla más que en sus conceptos más simples, que resultan, por ello mismo, los menos atrayentes.

—Dice aquí, que aunque casi dos millones de norteamericanos han nacido ya por inseminación artificial, tan sólo una minoría muy restringida de esos mismos norteamericanos tiene una idea de lo que significa. Curiosamente lo ignoran incluso muchos de los que han nacido gracias a esa inseminación artificial. Ni siquiera conocen su propio origen.

—¿De qué te sorprende? —rio Sacha—. ¿Acaso conocemos nuestro propio origen? Hemos pasado miles de años buscando a un Dios que nunca encontramos, y ahora pretendemos dar de pronto un salto en el vacío empezando a abrigar el convencimiento de que todo, el rosal, el hombre o la foca, procede de la misma célula que se formó accidentalmente y que dividiéndose y dividiéndose…

Golpeó el libro con la mano.

—Te lo explican de un modo mucho más convincente que cuando la Biblia cuenta que Dios creó a Adán partiendo del barro y a Eva partiendo de una costilla de Adán.

—¿Acaso creíste alguna vez en la costilla y en el pecado original?

—No, desde luego.

—¿Y crees ahora lo de esa célula única?

—Entra mucho más en los límites de mi comprensión, y resulta claro que tenemos algo en común con el rosal y la foca: El ADN. Y si está demostrado que el ADN es lo único que compartimos absolutamente todos los seres vivientes, ¿por qué no aceptar que es el origen de la vida?

—¿Un ácido? —se asombró Alain tratando de sentirse escandalizado, aunque en el fondo de su mente sabía que no lo estaba—. ¿La combinación de cuatro nucleótidos químicos? ¿A eso nos reducimos…? ¿En cuál de esos nucleótidos se esconde el alma, la bondad o el amor…? ¿Cuál de ellos vivirá eternamente…?

Sacha había tomado asiento sobre la mesa de mapas, y se disponía a apestar una vez más el ambiente con sus asquerosos cigarrillos de los que había cargado una enorme provisión a su paso por Barcelona.

—Ya no estás en edad ni en posición de aceptar que al nacer nos soplan un alma, y al morir ese alma vuela al más allá y se quema o toca el arpa, según haya jodido más o menos en la vida —dijo—. ¡Es ridículo!

—Quizá resulte ridículo —aceptó Alain un tanto molesto—. Pero es lo único a lo que han podido aferrarse millones de seres humanos; generaciones enteras, para enfrentarse a las dificultades y amarguras de una existencia muy difícil. A la mayoría no les sostuvo nunca más que esa esperanza en un mundo mejor, el más allá, y la fe en un Dios justo que repartiría premios y castigos al final del camino. No tenemos derecho a burlarnos de todo eso, destruirlo, y despreciarlo porque unos chiflados con ayuda de microscopios comienzan a descubrir cosas de las que no están siquiera seguros de cómo funcionan. Son aprendices de brujo y nos equivocamos si nos lanzamos alegremente en sus brazos, renegando de todo lo anterior.

—Pues va a ocurrir, Alain. —Sacha le apuntó con el dedo seriamente antes de encender su cigarrillo—. Va a ocurrir en los próximos años. Lo queramos o no, hemos llegado a un gran cruce de caminos. Será como cuando se aseguró por primera vez que la Tierra era redonda: un momento histórico. A partir de ese día, la Humanidad tendrá que aceptar la realidad, le guste o no.

«Estamos constituidos por un conjunto de nucleótidos químicos maravillosamente combinados a través de millones de años de tentativas y evoluciones…».